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Sanfrediano, un barrio popular y céntrico de Florencia, ve pasear por sus calles a unas chicas que no son como todas las demás. Guapas, orgullosas, trabajadoras, independientes y pasionales, cada una a su manera, las muchachas de Sanfrediano tienen un único punto débil: Aldo Sernesi, un donjuán al que todo el mundo conoce como "Bob" por su parecido con Robert Taylor. La principal dedicación de Bob consiste en correr detrás de todas ellas sin tener aparentemente la más mínima intención de elegir a ninguna para casarse. Silvana, Gina, Tosca, Mafalda, Loretta y Bice, las protagonistas de la novela, encarnan en sí mismas a todas las muchachas de Sanfrediano que han pasado en algún momento por las manos de Bob. Novias, amantes o simples conquistas que, al descubrirse víctimas del mismo perverso juego, unen fuerzas y entretejen un plan de venganza propio de unas auténticas Erinias enfurecidas. Chispeante, descarada, briosa, "Las muchachas de Sanfrediano" es una fábula moderna con trazas de tragedia clásica que rezuma gracia y aires italianos por los cuatro costados.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Traducción del italiano a cargo de
Amelia Pérez de Villar
El barrio de Sanfrediano está «al otro lado del Arno». Es ese enorme montón de casas que se alzan entre la orilla izquierda del río, la iglesia del Carmine y las laderas de Bellosguardo. Desde lo alto, como si fueran contrafuertes, lo circundan el Palazzo Pitti y los bastiones mediceos. El Arno discurre en ese tramo más tranquilo en su lecho, y es allí donde encuentra su curvatura más dulce, más amplia y maravillosa, mientras lame el parque de Le Cascine. Cuánta perfección se intuye en Sanfrediano, en una civilización convertida en naturaleza, la inmovilidad terrible y fascinante de la sonrisa de Dios la rodea y enaltece. Pero no es oro todo lo que reluce. Sanfrediano es el barrio más malsano de la ciudad, pues en el corazón de sus calles, populosas como hormigueros, se encuentran el Depósito Central de Basuras, el Hospicio, los cuarteles. Una gran parte de sus almacenes alberga a los chatarreros y a los que cuecen los entresijos de las reses para comerciar con ellos y con el caldo de la cocción. Y ¡mira que está bueno!: los sanfredianinos lo desprecian, pero se alimentan de él, y lo compran por garrafas.
Las casas son antiguas por sus piedras, pero lo son más por su desolación; forman, unas al resguardo de las otras, una manzana inmensa que de pronto se interrumpe con la abertura de una calle, con el aliento imprevisto e increíble de la orilla del río y de las plazas, abiertas y aireadas como plazas de armas, amplios remansos de armonía. Las anima el clamor alegre y pendenciero de su gente: del halconero al chatarrero y a los operarios que trabajan en los talleres de la zona, los oficinistas, los artesanos marmolistas, los plateros o los guarnicioneros, cuyas mujeres desempeñan también, casi todas, su propio oficio. Sanfrediano es la pequeña república de las trabajadoras a domicilio: silleras, pantaloneras, planchadoras y cesteras que con su esfuerzo, que han robado al cuidado de la casa, consiguen eso que ellas llaman «lo mínimo superfluo que necesita una familia», casi siempre numerosa, a la que el trabajo del padre —cuando lo hay— aporta solo el pan y el companaje.
Esta gente de Sanfrediano, que constituye la parte más tosca y vivaracha de los florentinos, es la única que conserva intacto el espíritu de un pueblo que hasta de la propia chabacanería ha sabido sacar hermosura, y de su ingenio una impertinencia sin límite, la verdad sea dicha. Los sanfredianinos son sentimentales y despiadados al mismo tiempo: su idea de la justicia la representan los trofeos del enemigo colgados en un farol, y su imagen del Paraíso, puesta en un proverbio, es poética y vulgar, un lugar de utopía donde hay abundancia de mijo y escasez de pájaros. Creen en Dios, como ellos dicen, porque creen «en los ojos y en las manos que este les ha dado» y, lógicamente, la realidad les termina pareciendo el mejor de los sueños posibles. Su esperanza está puesta en lo que día a día pueden conquistar, y que no les basta. Son tercos e inquietos, precisamente porque el fondo de su alma está pavimentado de incredulidad. Su participación en los acontecimientos de la historia ha sido iluminada y constante, a veces incluso profética, si bien carente de compostura. Lo único que han hecho ha sido revestir de ideales más modernos sus mitos y banderas, pero su intransigencia, su animosidad y su despreocupación han permanecido invariables. Y si entre la Piazza della Signoria y las tumbas de la Santa Croce se agolpan, inagotables, las sombras de los Grandes para encender con fuego sagrado los gélidos espíritus de la modernidad, el pueblo que fue contemporáneo de aquellos Padres deambula en carne y hueso por las callejas de Sanfrediano, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los pocos de los suyos que merecen una gloria humilde y maligna existen todavía: Buffalmacco1 y el Burchiello,2 están vivos entre los habitantes de Sanfrediano. Y también las mismas mujeres y muchachas que pueblan las novelas y las crónicas antiguas; bellas, amables, audaces, descaradas… aquellas en cuyo rostro, en cuyas palabras y en cuyos gestos la castidad misma toma el significado de un misterioso e irresistible embeleco, y la promiscuidad su sentido explícito, lejos de un candor del que está exenta: aquí uno da un paso y se las encuentra. Y entre las chicas hay una, una que se dedica a enrejar sillas, que por su juventud, belleza y tosquedad hace de abanderada. Ella fue la que devanó y después soltó la madeja que ligaba a Bob y a sus amigas. Y esta es una aventura de nuestro tiempo, y merece ser contada.
Se llama Tosca. Tiene dieciocho años y en sus manos las tiras de paja desde que nació: se entretenía con ellas en el cesto que le servía de cuna y que su madre colocaba a su lado, si hacía buen día, mientras empajaba sillas en la acera. Para amamantarla se guiaba por la campana de Cestello, que suena a las horas en punto con precisión de reloj. Ahora ella es más ágil que su madre y termina más piezas a lo largo de la jornada; y aunque la madre está siempre a su lado, le pesan ya en los brazos los cincuenta años. Pero más que el cansancio le pesa el luto, vivo todavía, por el hijo muerto en África diez años hace ya. Es un dolor que Tosca apenas ha notado: estaba en segundo de primaria cuando se marchó su hermano, y en estos años le han sucedido tantas cosas… Todo lo que acontece en la adolescencia al descubrirse, por primera vez, muchacha de Sanfrediano.
Tosca creció en los años de la guerra. Vio vencer a la facción que, en susurros, todo el mundo decía que triunfaría. No le fue impuesta ninguna renuncia particular, al menos ninguna más de aquellas a las que estaba acostumbrada: su padre nunca dejó de ir al taller y tampoco faltaron sillas que empajar. Como su cuerpo, que había florecido con belleza y salud, tampoco su alma había sufrido fracturas dignas de mención. Cuando recibió los primeros golpes su instinto supo mantenerla a salvo. Con ella, la vida deberá emplearse a fondo para humillarla, y aun así, tal vez no lo logre nunca: nadie lo hará. Y Bob, que se las daba de castigador con ella, se acordará de su carita durante mucho tiempo, y no precisamente de aquella de rosa y nata que se le apareció en el verano del 44.
Tenía ella dieciséis años cuando la guerra llegó a Sanfrediano y estallaron los fusilazos al pie de su casa. Fueron los días de los bombardeos, y después, vinieron los de la insurrección. Tosca llevaba el agua a los partisanos de un lado a otro por aquellas calles que parecían haber mudado el rostro, igual que la gente: aquel era el mandato que se le había dado, y constituía un entretenimiento. No llevaba nada debajo de la blusa y los partisanos bajaban la vista cuando ella se agachaba a dejar los recipientes antes de que, apenas un segundo después, se llevara la mano al escote instintivamente.
—¿Tosca es tu verdadero nombre? —le preguntaban.
—Pues claro, ¿por qué? ¿Te enteras ahora de que existo?
La verdad era que los jóvenes que debían haberse enterado de su existencia se habían ido todos a las montañas: «Hace un año apenas no eras más que una niña y en el tiempo que ha pasado has florecido», le decían. Se había convertido «en otra cosa», en una mujer; silbaban, buscaban un adjetivo, y a pesar de la audacia y la falta de prejuicios que les otorgaban las circunstancias, ella los intimidaba. No lograban olvidar del todo cómo era cuando se habían marchado y los cumplidos que le dedicaban eran infantiles, como la imagen que conservaban de ella.
—Te has vuelto… mundial —le decían.
Y su respuesta, siempre pronta, les desarmaba.
—¿Como la guerra?
—Lo decía por entrarte —respondían ellos.
—Pues yo me salgo —espetaba Tosca—. Anda, refréscate el gañote.
Dos días después de que bajaran de las montañas, Sanfrediano estaba en plena insurrección. Había llegado una avanzadilla de los ejércitos aliados. Habían volado los puentes y esta parte del Arno sufría el asedio, con los fascistas disparando desde los tejados; los partisanos pusieron a tres negros3 contra el muro de Piazza del Carmine. Tosca estaba allí delante, mirando entre la gente que se pegaba a las casas callada o que marchaba por las calles adyacentes. Las ventanas estaban cerradas y un fraile iba y venía desde el grupillo de condenados al de cadáveres: eran seis, entre los vivos y los muertos, y el fraile los confortaba y los bendecía. Reinaba un silencio histórico, como el de Cristo cuando se detuvo a escuchar. Las voces ásperas de los mandos sonaban con la nitidez y la resonancia de la fusilería y con el fragmentarse de la luz, un sofocante mediodía de agosto. El muro, que lucía maravilloso mientras el verde de los árboles caía desde el interior del convento, hacía de trasfondo y el cielo, tan azul que cegaba, le daba perspectiva, lo elevaba.
El pelotón de pañuelos rojos se alineó, abrió fuego, y tres de los que estaban de espaldas al muro gritaron: «¡Viva!». No se supo viva qué: no tuvieron tiempo de acabarlo.
—Han caído como marionetas —dijo Tosca.
Una mujer junto a ellos, quizás la esposa de alguno, se hizo la señal de la cruz; Tosca la miró, y sonrió.
—Lo mismo… no debí haber dicho nada —le dijo, y se hizo ella también la señal de la cruz.
—Si, es mejor que no digamos nada; ahora que han pagado sus culpas lo que les harán falta son oraciones.
—Me acordaré esta tarde de rezar; tengo que irme ahora mismo a dar de beber a los sedientos. Obedezco un mandato. ¿O hago mal?
—No, no haces mal —dijo un hombre. Le faltaba una pierna, y se apoyaba en una muleta: miraba hacia el sol para no ver a aquellos a quienes pronto les llegaría su momento.
Era un hombre mayor que alquilaba sillas, amigo de su padre, que la había visto crecer.
—Mal no haces. Figúrate si los querré yo bien… No sería el Barcucci si no dijera cuánto mejor es que muera un inocente, si es que hay algún inocente entre todos esos, antes que arriesgarse a dejar vivo a uno de los que se han descarriado.
—Muy bien. Y entonces… —dijo la Tosca.
—¡Que soy yo, Tosca, que te lo digo porque puedo, porque tengo ya el pelo blanco!
—Ay, Barcucci —exclamó ella—. Me parece que se está saliendo usted de la senda.
Y se alejó, y el cojo le gritó mientras se alejaba:
—Y que estás creciendo mucho… Eso también quería decírtelo.
—Pues me pondré pesas en la cabeza —respondió ella, y giró por la plaza con sus garrafas de agua, una en cada mano.
Del umbral de un portón salió de pronto un partisano que la agarró y la metió dentro; hizo que se le cayera la mitad del agua.
—¡Estúpida! ¡No ves que estás en medio de la línea de tiro!
—Dispararán a aquellos, no a mí.
—¿Qué te crees, que las balas son muelles?
—¡Pero si están a media plaza de distancia! —dijo ella.
Era un joven moreno, de ojos grandes e increíblemente verdes, con un bigote cuidado y la tez blanca, tan blanca que en la montaña seguro que no había estado: era un partisano de ciudad, o tal vez estaba tan pálido porque acababa de salir de prisión.
—Bueno, pues dame de beber —le dijo.
Tosca lo miró mientras bebía; se dio cuenta de que el jarro le temblaba entre las manos, y el agua se le deslizaba por el pañuelo rojo y la casaca, y los mojaba.
—¿Te conozco? —le preguntó.
—Claro que me conoces. Tú eres la Toschina, yo era amigo de tu hermano: era un poco mayor que yo.
—Y tú eres del Campuccio… ¡pero si eres Bob! ¡Qué tonta! ¡Y quién no te conoce a ti, rompecorazones! Eres el galán de la Leda.
—Era —dijo él—. Eso fue hace mil años.
Se separaron, y Bob cerró los ojos y levantó los hombros como para recomponerse. Fue un movimiento instintivo que duró apenas un instante.
Esta vez los tres que cayeron no dijeron viva nada; solo uno de ellos gritó alalà,4 y después se oyó que en el grupo de los partisanos, en el centro de la plaza, alguien empezó a cantar una canción. Todos le acompañaron.
Zapatos rotos,
pero hay que caminar;
a conquistar
la roja primavera
donde brilla el sol del porvenir.
—Tengo que dejarte, guapa —dijo Bob—. Anda, dame otro trago.
—¿Qué estabas haciendo detrás de la puerta? —le preguntó ella, escamada.
Él dejó el jarro en el suelo.
—Estaba de centinela, vigilando —respondió.
—¿El qué? ¿Las paredes?
Bob no estaba ya descompuesto: guiñó el ojo, el izquierdo, y se rio: tenía los dientes blancos y una sonrisa que rompía el corazón a las muchachas de Sanfrediano.
—Acuérdate de mí —le dijo—. Cuando acabe esta fiesta pasaré a buscarte.
Y se alejó riéndose hacia donde estaban sus compañeros, levantando la metralleta que llevaba agarrada por la culata; y ella se quedó dudando si el ardor que le había provocado no se debería al miedo en lugar de al calor. Y esta impresión, en vez de empujarla a detestarlo, le suscitaba una extraña sensación de ternura, de confianza.
—Tú ven, ven —le respondió ella—. Tengo aquí un rosolí hecho con arsénico que te puedo ofrecer.
Después, el resto de la ciudad fue liberado, y pronto todo aquello se convirtió en un recuerdo: su padre volvió al taller, algún otro se hizo cargo del negocio de las sillas y en su vida de muchacha, una vez terminada la guerra, vino a instalarse el amor.
O no el amor, exactamente, sino una anticipación de aquel: ese escucharlo en cada sentimiento, en cada pensamiento del día, en el cuidado de la propia persona, la preparación del peinado, la elección del rojo de labios y de los modelos de los que hablaría, discutiría y por los que competiría con las amigas. Y después, la turbación, la perplejidad, la indiferencia, siempre enmascaradas por una desenvuelta altanería con la que acogía las miradas y los cumplidos espontáneos que recibía por la calle, la familiaridad de los jóvenes que la habían conocido siendo niña, que se habían hecho mozos al tiempo que ella y que ahora la invitaban a bailar, que le ofrecían una bebida, un cigarrillo. Y en el baile, los desconocidos, incluso los de los otros barrios, el contacto de los cuerpos, la insensibilidad o la atracción que reconocía en ellos. La revelación, en todo esto, de su feminidad, que se convertía en conciencia de ser bella, capaz de amar, y su propio interior, gamberro, exclusivo, con el que se exponía a estos sentimientos, la devoción y el ánimo con los que esperaba reconocer al amor. Era Bob, de entre todos; fue Bob de repente: porque mantuvo su promesa y rompió su noviazgo con Silvana para irse con ella.
De modo que Leda se perdía en la noche de los tiempos y Silvana también había dejado de contar para Bob. Ni Leda, ni Silvana, ni las otras habían significado nunca nada: habían sido meros «episodios», chiquilladas.
—Las otras, sí. Pero ¿quiénes son las otras? Lo de Silvana lo sé: me lo contaba ella, porque éramos amigas. Si no supiera que te amo como te amo… Y que conste que es la primera vez que me ocurre… Yo no la habría hecho algo así ni por todo el oro del mundo. ¿Quiénes han sido las otras, y cuántas han sido?
—Cero —respondía él—. Cero en total. Y yo también te puedo demostrar lo mismo que tú a mí: eres la primera.
—Ten cuidado, Bob —le dijo ella—. Tienes siete años más que yo: tú, veinticinco y yo, dieciocho. Eres un hombre y yo una mujer. Pero si me plantas como has plantado a las otras, que no quiero ya saber cuántas han sido, te saco esos ojos y me hago con ellos unos botones. Y el bigote te lo hago comer.
—Qué brava, pareces siciliana —dijo él—. ¿Probamos?
—Que no se te olvide —le repitió la Tosca—, que yo contigo voy en serio.
Su voz era recelosa, mohína casi, amorosa.
—Soy una muchacha de Sanfrediano. Que no se te olvide.
A las muchachas de Sanfrediano, sean guapas o feas, con verrugas en la cara o con ojos de Virgen María, por sus manos las reconoceréis: son su misterio, su orgullo más íntimo, su dote. Y son blancas como la leche, con los dedos largos y esbeltos como un huso. Esas manos salen milagrosamente puras de las insidias de los cientos de oficios en los que se afanan. Con ellas, las muchachas de Sanfrediano revisten las sillas; tensar las tiras de paja pintada sobre el terliz constituye todo un acto de prestidigitación: las muchachas manejan el bastidor de la silla como si fuera una herramienta, le dan la vuelta antes de asestar el golpe de tijera que empareja cada tira con el punto de sutura. Hay armonía en sus gestos, cantan y hablan de sus amores unas junto a otras, formando una fila en la acera cuando hace buen tiempo. El trabajo de las costureras de ropa blanca es un ejercicio de paciencia: lo que bordan y dobladillan cobra vida al toque de sus dedos, se vuelve de carne y hueso, o al menos eso dicen.
—Lo mismo la seda que el cambray, a todo lo tratan como si tuviera vida.
—Es como dibujar, a puntadas, los pétalos de una rosa.
—Una vez que se ha hecho la mano, la aguja trabaja sola.
—No hace falta nada, solo un par de buenos ojos.
Silvana, a la que Tosca ha metido en el saco de sus enemigas —y a la que considera, con razón, la caporala—, es una bordadora cuyos dedos valen su peso en oro, y una de las operarias más apreciadas en el taller a la ribera del río. La condesita Ginori, como sabía que a ella debía el esplendor de su vestido de novia, la envió a casa una caja de peladillas; y como Silvana, al leer aquello de enlace matrimonial, sintió su propia herida aún abierta, hizo que el amable detalle saliera volando por la ventana justo en el momento en que pasaba, esplendoroso y descubierto, con su aureola de moscas, el camión de la basura. Y allí encima aterrizó la bombonera.
—A ese Bob todavía lo tienes aquí, ¿no es verdad, Silvana? —pregunta su hermana, que todavía lleva calcetines y hace cajas, señalándose la garganta.
—Yo, sí… figúrate. Es él quien no para de revolotear a mi alrededor y no se decide, si por mí o por no sé quién.
Y rompe a llorar sobre los hombros de la hermana pequeña.
—Ya te darás cuenta tú, dentro de unos años, de lo que significa verse plantada; y que te den calabazas de esta manera.
Y la cría, molesta por las peladillas echadas a perder:
—Pero Silvana, vergüenza me da que seas mi hermana… Digo yo, y Jesús, esas manos que te ha dado, ¿para que las quieres? ¿Por qué no vas y le haces una cara nueva al señorito?
Están en los mostradores de almacenes y pastelerías, con esas manos y esos dedos tan limpios, tan olorosos a azúcar; entran en las fábricas, en los lavaderos, en los establecimientos de cartonajes y tintorerías, con ellos sucios de tinta de la imprenta; separan el papel usado de los desechos y con la munición y la metralla aclaran las botellas, llenas de mugre, recogidas por los ropavejeros. Pero sus manos emergen limpias, claras, como los ojos que se levantan del bastidor de bordar, después de nueve horas de trabajo; salen blancas, cristalinas, con unas uñas cuyo esmalte está hecho de sangre que pide ser chupada. Son su espíritu esas manos, las que dejan al descubierto para demostrar, sin saberlo, que sus almas son leales, industriosas, amables, apasionadas y, llegado el caso, explosivas y capaces de despedazar a cualquiera.
Y además de las manos tienen su otro espejo, los ojos, esas lámparas que se abren de par en par sobre el corazón que les pertenece. También a aquellas en las que los rasgos del rostro son más toscos y los miembros menos agraciados logrará la mirada hermosearlas y persuadir al otro de la plenitud de sus sentimientos. En su cara, hasta la doblez misma —cuando la tienen, y Gina la tiene, a su pesar, hasta la raíz del pelo— cuando aflora se convierte en virtud.
Gina se encontró con Silvana, y le dijo:
—Tienes mala carina, ¿cómo es eso?
—Tengo el moquillo ¿satisfecha?
—A saber quién te lo habrá pegado.
—Claro… pero no es asunto tuyo. Que te vaya bien.
—Anda, manos de hada. Si ves a Bob esta tarde, salúdale de mi parte.
Y se fue a ver a Tosca; se sentó junto a ella en una banqueta, entre los haces de paja pintada.
—Siempre hemos sido amigas, y yo tengo unos años más que tú —le dijo.
—Escúchame, Gina. Hace ya días y días que vienes a echarme el sermón: justo desde que te conté de quién me había hecho novia. Que tenga cuidado con él, que es un mujeriego, que si esto, que si lo otro… ¿No será que Bob también te gusta a ti?
—Conmigo Bob no se ha atrevido nunca —dijo Gina a toda prisa, trabucándose—. Ya sabe cómo me las gasto. Además, me caso dentro de un mes. Así que no es a mí, sino a algún otro por ahí, al que le queman las manos.
—Le puedo regalar entonces una barra de hielo, a ese «otro», ¿te sientes capaz de hacérsela llegar?
—No se puede negar que habéis nacido en Sanfrediano; tú, Silvana, todas vosotras.