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Ninigi vive feliz en el Takamagahara, cultivando los arrozales de su abuela, la diosa Amaterasu, y disfrutando del favor del severo Takami Musubi. Pero su tranquilidad pronto se verá interrumpida: Amaterasu le entrega los tres tesoros sagrados y le encomienda una misión decisiva. Debe descender a la Fértil Planicie de Juncos y pacificarla. Un desafío épico que pondrá a prueba su valor, su lealtad y su destino divino. ¿Por qué leer esta historia? - Sumérgete en la mitología japonesa con una trama llena de acción y espiritualidad. - Descubre personajes legendarios y una misión que cambiará el curso de los dioses. - Ideal para amantes de la fantasía, la cultura oriental y las aventuras épicas.
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Seitenzahl: 158
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
PERSONAJES PRINCIPALES
CAPÍTULO 1
EL SUBLIME MANDATO
CAPÍTULO 2
EL DESCENDIMIENTO
CAPÍTULO 3
SANGRE ENEMIGA
CAPÍTULO 4
LAS DOS HERMANAS
CAPÍTULO 5
VIENTO Y CENIZAS
GALERÍA DE ESCENAS
HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN
LA UNIFICACIÓN DE JAPÓN
NOTAS
© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.
© Ana de Haro por «Las tres reliquias celestiales»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón © Diego Olmos por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Francesc Xavier De Ramon i Blesa Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Museo Nacional de Tokio/Wikimedia Commons: 108; Wikimedia Commons: 110; Museo Nacional de Tokio/Wikimedia Commons: 113.
Para Argentina:
Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.
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Fecha primera publicación en México: en trámite.
ISBN: en trámite (Obra completa)
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© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO602
ISBN: 978-84-1098-496-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
NINIGI NO MIKOTO — nieto de Amaterasu que desciende a la Fértil Planicie de Juncos para pacificar y civilizar esa tierra que se halla sumida en el caos. Es el portador de las tres reliquias celestiales: el espejo y el collar sagrados, y la espada Murakumo.
SARUTAHIKO NO KAMI — divinidad de los caminos y de los senderos, que habita en la Fértil Planicie de Juncos. Es una deidad grande y fuerte, de larga nariz y carácter afable.
ITSUTOMONOO — cinco divinidades celestiales que acompañan a Ninigi en su descenso a la tierra de Ashihara: Uzume, diosa de la danza y la alegría; Futodama, el adivino y ritualista; Koyane, el hechicero; Tamanooya, importante orfebre artífice del collar sagrado; Ishikoridome, gran conocedora de las propiedades de los metales a quien se le atribuye la creación del espejo sagrado.
ŌYAMATSUMI —kami terrenal, ancestro de Ninigi y uno de los primeros hijos de la pareja creadora, Izanami e Izanagi. Es contrario a aceptar a Ninigi como señor de Ashihara.
KONOHANA E IWANAGA — hijas de Ōyamatsumi, cada una de ellas poseedora de grandes cualidades.
KAJIN — hijo de Ōyamatsumi, kami de fuego, sombra y cenizas.
OSHIHOMINI — hijo de Amaterasu y padre de Ninigi, quien cede a este su cometido de descender a la Fértil Planicie de Juncos para gobernarla.
a tormenta rugía a su alrededor. Allá abajo grandes nubarrones giraban como abultadas serpientes blanquecinas. Por un momento, Ninigi, de pie sobre el Puente Celestial, dudó.
La superficie del puente centelleaba como un millar de diminutas estrellas, y el dios tenía la sensación de que se hallaba suspendido en el vacío, sostenido solo por una fina lámina transparente y frágil como el hielo. Por un instante creyó que si se movía caería al vacío. Aferró fuertemente con una mano la alabarda de su padre, consciente de que si daba aquel paso no habría vuelta atrás.
Tomó aire, y las dudas se desvanecieron. Aquel era su destino, el propósito que había estado buscando. Enfrentándose a la tormenta que se avecinaba, Ninigi avanzó.
El joven kami se incorporó y contempló, satisfecho, los vastos campos de arroz de su abuela Amaterasu Ōmikami, la Gran Señora del Centro Sagrado del Cielo. Los arrozales se extendían por todo el Takamagahara, el mundo que era su hogar y el del resto de los amatsukami, los dioses celestiales, hasta donde alcanzaba la vista, cubriendo las colinas en terrazas escalonadas, los tanada. Bañadas por la luz, las aguas que los inundaban resplandecían con un brillo plateado. Observó el trabajo de los otros dioses que, como él, dedicaban sus días al cultivo del arroz. El ritual del taue, que consistía en trasplantar los brotes germinados del arroz en el suelo, había concluido hacía poco. Ahora, sumergidos en el agua hasta los tobillos y dispuestos en hilera, los dioses extendían las palmas de las manos sobre los tanada y los hacían crecer. Así, Ninigi vio los brotes, tímidos al principio, responder a su llamada y ascender lentamente hacia sus manos, cubriendo los campos de un verde intenso, centenares y centenares, todos al unísono, como una melodía perfectamente ejecutada. Imitándolos, también él extendió las manos, y dejó que su amor por aquella semilla inundara su ser y se expandiera hasta las puntas de sus dedos. Vio cómo el brote que estaba frente a él se alzaba por encima de las aguas hasta tocar sus manos, e inmediatamente las semillas engordaban y se doraban a una velocidad pasmosa, y no pudo evitar sonreír. Un ligero carraspeo lo sacó de su ensimismamiento. Uno de sus compañeros lo censuraba con la mirada, pues no debía apresurar tanto el proceso si quería que el fruto estuviera en perfecto estado. Ninigi lo sabía, pero no siempre podía evitar dejarse llevar por el entusiasmo.
Se apartó de la frente los mechones de cabello oscuro que, rebeldes, escapaban de los moños mizura1 en los que recogía su larga melena a ambos lados de la cabeza, más prácticos que elegantes. Su rostro, aún lampiño, era delgado y viril, al igual que su cuerpo, esbelto y fibroso, y sus manos de dedos finos y alargados. Sonrió tímidamente, a modo de disculpa, y los amatsukami volvieron al trabajo. Ninigi sabía que en el fondo su presencia allí les incomodaba. Ignorante todavía de cuál sería su propósito en la vida, se había entregado con amor al cuidado de las cosas que crecen, pues, a diferencia de otras divinidades, no habían aflorado en él un talento especial, ni un gran poder. A su juicio, sus mayores cualidades eran su afán y su constancia, pero sentía bullir en su interior el germen de algo incompleto. Esperaba, como la semilla del arroz, ser algo más que lo que aparentaba.
Se despidió con un gesto de la mano, y enfiló colina arriba, en dirección a su casa. En un recodo del sendero, bajo la sombra de un tupido árbol, divisó una figura sentada sobre un peñasco, que se puso en pie cuando lo vio acercarse. Ninigi se sorprendió al reconocerlo. No era habitual que su padre visitara los campos de arroz.
Oshihomini era alto y delgado. Había heredado la piel pálida y resplandeciente de su madre, y tras sus párpados pesados brillaban, lejanos, dos ojos afilados y verdes como el jade. No en vano era el primer kami que había nacido de las cuentas del collar celestial de jade en el combate que enfrentó hacía ya mucho tiempo a su madre, Amaterasu, con Susanoo, el hermano díscolo de esta. Haciéndose sombra en el rostro con la mano para poder observarlo mejor, esbozó una sonrisa al ver llegar a su hijo. Señaló con la barbilla los bancales de arroz.
—Los campos prosperan bajo tu mano, hijo. Has hecho un buen trabajo —dijo, a modo de saludo.
—No solo gracias a mí —contestó con modestia, y se enjugó la frente, consciente de que su aspecto desaliñado contrastaba con la pulcritud de su padre. Su piel, tostada por las largas horas de trabajo al sol, carecía del suave resplandor de la de su progenitor—. ¿Has venido a despedirte?
Oshihomini no respondió enseguida. Parecía estar sopesando con cuidado sus palabras, dejándose empapar de la paz que se respiraba en aquellos lares.
Ninigi siempre había sabido, ni siquiera recordaba desde cuándo era consciente de ello, que el destino de su padre era descender a Ashihara, la Fértil Planicie de Juncos, y gobernar aquellas tierras, las que habían creado sus ancestros, los dioses Izanagi e Izanami, las mismas que habían visto nacer a Amaterasu. Así lo había querido ella. Pero hasta que ese momento llegara, la labor había recaído en el divino Ōkuni-nushi, su esposa Suseri y su gran amigo, Sukunabiko, quienes durante años la ejercieron con diligencia y dedicación. Así fue hasta que la desaparición de su mujer y su amigo sumieron a Ōkuni-nushi en un estado de melancolía que le hizo perder el impulso para seguir preservando el mundo en su sitio. Con su dejadez, el caos se había impuesto en Ashihara. Consciente del peligro que suponía para la existencia del lugar que esta situación se prolongara, Amaterasu propuso al kami descargarlo de esa carga y designar a un sucesor. Pero aunque este finalmente había aceptado, uno de sus hijos había intentado tomar el control. Esto abrió un doloroso período de enfrentamientos entre los dioses celestiales y los terrenales. Pero, al fin, el linaje de Ōkuni-nushi se había sometido. Y la inesperada presencia de su padre solo podía presagiar que el momento de la partida había llegado.
—Una despedida… —murmuró Oshihomini—. Sí, en cierto modo lo es. —Y cogiendo a su hijo por el brazo le dijo—: Ven conmigo. Has de prepararte. Tu abuela nos espera.
El gran salón ceremonial del palacio del Takamagahara bullía de expectación, al son de los tambores que dotaban a la sala de un ritmo semejante al latido de una criatura viva y vigorosa. Los amatsukami se congregaban en el amplio espacio, a la espera de que apareciesen los dioses principales, mientras Oshihomini y su hijo aguardaban en el centro de la sala. Ninigi vestía una chaqueta kinu blanca con unos pantalones hakama también blancos y un cinturón rojo,2 que no lucía casi nunca, sencillo pero elegante. Durante su infancia había pasado horas en aquella sala, asistiendo a los consejos de su abuela, pero nunca había ocupado un puesto preeminente y se sentía fuera de lugar. No lograba entender por qué su padre le había pedido que lo acompañara en la recepción de aquel gran honor que le correspondía solo a él, pero no había querido negarse, y allí estaba, aguardando junto a Oshihomini, que permanecía de pie elegantemente ataviado, más enigmático que de costumbre.
Los tambores cesaron cuando dos regias figuras hicieron su aparición: Tsukuyomi, kami de la Luna, hermano y principal consejero de Amaterasu, y Takami Musubi, una de las tres potencias primigenias. Ninigi se sorprendió al verlo allí, pues no solía frecuentar la corte celestial. Después de su ardua tarea, se había retirado para dar paso a deidades más jóvenes. Ninigi lo recordaba con cariño pues, siendo él niño, las veces en que Takami Musubi había acudido a su hogar para completar la instrucción de su padre en las materias de gobierno lo había tratado con respeto y consideración. Él fue el primero que le había hablado de Izanami e Izanagi, del surgimiento de la Gran Tierra de las Ocho Islas, del nacimiento de los Tres Hijos Ilustres, de los desmanes del rebelde Susanoo…
Un resplandor cálido y deslumbrante tras los finos paneles de madera tallada precedió a la entrada de Amaterasu. Ninigi cerró los ojos un instante cegado por su presencia, y, cuando los abrió, su abuela se hallaba ante ellos y el gran salón guardaba un silencio respetuoso. Vestida con su chaqueta karaginu blanca, una falda mosuso3 y la larga melena negra suelta a su espalda, Amaterasu resplandecía con la fuerza de aquello que es eterno e inmutable. Sus ojos rasgados, que Oshihomini y Ninigi habían heredado, centellearon con orgullo al posarse sobre su hijo y su nieto. Estos se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente, y el resto de los amatsukami que poblaban la sala los imitaron.
—Hoy es un día gozoso —dijo la soberana del cielo, con una voz serena—. Al fin ha llegado el momento en que hemos de saludar a aquel que ha de devolver el orden a Ashihara, esas tierras que nos son tan queridas. Es en verdad un día feliz.
Un leve murmullo de aprobación recorrió el gran salón.
—Pero esta felicidad no llega sin un coste. Largos han sido los enfrentamientos con el linaje de Ōkuni-nushi, y Ashihara ha sufrido por ello. El caos se ha impuesto, y las luchas entre los dioses no han hecho más que empeorarlo. La naturaleza se halla revuelta, el orden natural ha desaparecido. Los kami que la pueblan han olvidado sus tareas y sus atributos. Al fin, yo misma me he dado cuenta de mis errores. —Amaterasu guardó silencio un instante—. Pero he aprendido de ellos. La época en la que los dioses celestiales miraban por encima del hombro a los kunitsukami ha de llegar a su fin. Para poder gobernarlos hemos de reconocer su valía. Por eso —continuó— el enviado del cielo tiene por delante una ardua tarea, la más importante de todas, llena de honor pero también de un profundo pesar, pues no podrá regresar al Takamagahara. Para cumplirla, para poder guiar a los kunitsukami, deberá convertirse en uno de ellos, plenamente y con todas las consecuencias. Será mis ojos, mi voz y mis manos en la tierra, y sobre sus hombros recaerá la tarea de que la vida continúe y prospere en Ashihara, como siempre ha debido ser. Para ello he escogido a uno de mis más queridos descendientes, totalmente digno de mi confianza. Da un paso al frente, Ninigi.
Una exclamación de sorpresa recorrió la sala. Ninigi alzó la vista, súbitamente paralizado, como alcanzado por un rayo. Se giró hacia su padre, y este le devolvió una mirada llena de orgullo. A un gesto suyo, Ninigi avanzó, aturdido.
—He aquí a mi nieto. Tú has de ser quien devuelva la calma y la prosperidad a esa tierra sumida en el caos y el desgobierno. Oshihomini es sabio y leal, pero está demasiado ligado al Takamagahara y a los entresijos de palacio. Ashihara necesita a alguien capaz de mirar más allá de estos muros. Un mundo nuevo requiere una manera nueva de hacer las cosas. Una potencia joven y vigorosa, limpia y llena de energía. Así lo cree también Oshihomini, ¿no es cierto?
—Así es, Gran Señora —respondió este, posando su mano sobre el hombro de su hijo—. Durante largo tiempo, mientras yo me mismo me preparaba, lo he observado, y la verdad se me ha revelado clara y evidente. He visto su benevolencia, su valor, su recto sentido del orden y de la justicia. Es sabio y juicioso, más de lo que él mismo intuye o de lo que corresponde a sus años, más que yo mismo. Es joven, además, y está lleno de vigor. No me cabe duda de que él es el indicado para esta tarea.
—Así lo creo yo también. Te hemos observado mientras laborabas en los arrozales, y hemos sentido tu amor por las cosas que crecen, tu entusiasmo a la hora de nutrir la semilla para que germine. Eso es lo que necesita Ashihara. ¿Qué tienes tú que decir al respecto, Ninigi? —preguntó Amaterasu.
El gran salón parecía girar en torno a él. La voz de su padre y de su abuela le llegaba amortiguada, con la inconsistencia de un sueño. Consciente de las muchas miradas que se clavaban en él, Ninigi habló.
—El honor que me haces al encargarme esta tarea supera cualquier expectativa que alguna vez haya podido tener para mí mismo, Gran Señora. Por eso no estoy seguro de merecerlo.
—Por eso precisamente has de ser tú, Ninigi. No deseamos un gobernante ambicioso y ávido de poder, sino un sembrador, un padre para todos. ¿Aceptas, pues?
Ninigi miró a su padre. Sus ojos verdes estaban llenos de confianza. Quizás tenían razón y era ese su propósito, se dijo. Quizás no lo había hallado antes, en el Takamagahara, porque no era allí donde debían germinar sus talentos, fueran los que fueran.
—Acepto —se oyó decir con voz trémula.
Amaterasu asintió satisfecha. Luego añadió:
—Y para ayudarte en tu labor, aquí tienes tres objetos4 muy queridos para mí que estoy segura de que sabrás usar cuando llegue el momento. —A un gesto suyo se adelantaron tres divinidades. La primera portaba un pequeño cofre lacado—. Este es el collar sagrado, Yasakani no Magatama. Llévalo como símbolo de tu derecho de gobierno. Al verlo, todos te reconocerán como mi representante en Ashihara. Que te sirva de recuerdo de la benevolencia que ha de presidir tus decisiones.
Ninigi lo miró. Era un collar de cuentas engarzadas, con una mayor que las demás en el centro, curvada como un anzuelo de piedra. A simple vista parecía de jade verde, pero luego vio que su color variaba con la luz, arrancándole destellos rojizos como el jaspe, o plateados como el cuarzo.
La segunda divinidad portaba un objeto de grandes dimensiones cubierto con una seda blanca. Sin soltarlo, lo destapó, y Ninigi reconoció al instante el ornamentado espejo de bronce en el que la propia Amaterasu se había visto reflejada cuando, tras su largo encierro motivado por los desmanes de Susanoo y la conciencia de su propia capacidad destructora, salió de la cueva en la que se había recluido. Al contemplarse en él, Amaterasu vio que también podía ser una potencia regeneradora y, sin pretenderlo, se había sanado a sí misma. Sin duda, algo quedaba de ella en aquella superficie reflectante que tanto resplandecía.
—Este es Yata no Kagami, el espejo sagrado, que contiene la luz de mi divina presencia —dijo la diosa con un deje melancólico—. Cuídalo, venéralo y no te separes de él, pues honrarlo es honrarme a mí misma. Contiene mi esencia. Úsalo cuando necesites el poder del sol, su luz, o su velocidad.
Se adelantó al fin la tercera divinidad, sosteniendo con ambas manos una espada envainada. Ninigi se quedó sin aliento. La funda era negra y reluciente, y sobre la superficie azabache se enroscaba una sierpe blanca como el cuarzo. La reconoció al instante, aunque nunca la había visto.
—Esta es Murakumo no Tsurugi, la espada de la lluvia de nubes en racimo —dijo Amaterasu, mirándola sin tocarla, como quien contempla a un tigre enjaulado—, que mi hermano Susanoo halló en el interior del cuerpo de la serpiente Yamata no Orochi, tras matarla. Él me la entregó como prueba de fidelidad. Con ella podrás comandar los vientos de la tormenta, y ningún enemigo podrá hacerte frente. Empúñala con valor y virtud.
