Laura y Emma - Kate Greathead - E-Book

Laura y Emma E-Book

Kate Greathead

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Beschreibung

UNA MADRE, UNA HIJA Y DOS DÉCADAS EN LA VIBRANTE CIUDAD DE NUEVA YORK. «Kate Greathead se ha impuesto en esta novela un desafío épico: despertar simpatía por una privilegiada y esnob familia neoyorquina. Y aunque es una tarea dura, lo logra con destreza magistral, frase divertida tras frase divertida. Al final, lo que parecía una desenfadada narración episódica se revela como la conmovedora y perfectamente trenzada historia de dos madres».JONATHAN FRANZEN Laura, nacida en el exclusivo Upper East Side de Manhattan, ha alcanzado la treintena como flotando en una nube. Hasta que un fin de semana de 1981 conoce a Jefferson, pasan la noche juntos, él desaparece, ella se queda embarazada... Y llega Emma. Aunque menos conservadora que su familia, Laura educa a su hija en el mismo mundo de sangre azul de los colegios privados y los veranos en la costa del que ella disfrutó. Sin embargo, Emma comenzará a no tomar al pie de la letra el guion impuesto por Park Avenue y a cuestionarse sus privilegios de un modo en que su madre nunca fue capaz. Narrada en pequeñas secuencias que extraen de las situaciones más mundanas lo verdaderamente esencial, Laura y Emma es una perspicaz interrogación sobre los conceptos de clase y familia, una elegante celebración de la comedia y la sensibilidad, a la vez que un matizado retrato de una madre y una hija que, durante dos décadas, lucharán por comprenderse sobre el siempre cambiante trasfondo de la ciudad de Nueva York.

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Seitenzahl: 436

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Edición en formato digital: septiembre de 2020

 

Título original: Laura & Emma

En cubierta: ilustración de © World Photos / Alamy Foto de Stock

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Kate Greathead, 2018

All rights reserved

Published by arrangement with the original publisher, Simon & Schuster, Inc.

© De la traducción, Pablo González-Nuevo

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-41-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

En recuerdo de mi abuela,

Victoria Parsons Pennoyer,

que me lo desenseñó todo

 

Alguien les cosió los ojos

con aguja e hilo

y cuando hablan

lo compensan

con estrepitosas voces.

 

SUSAN MINOT,

Boston Ancestors

1980

 

Algunas veces, Laura se despertaba por la noche angustiada por pensamientos que nunca tenía durante el día. Una preocupación que solía asaltarla a esas horas era que el apartamento en el que vivía no le pertenecía. Era suyo, su nombre estaba en la puerta, poseía el título de propiedad, pero eso no siempre sería así. Algún día pasaría a ser de otra persona.

Mirar a su alrededor, imaginando las cajas con sus pertenencias, que serían transportadas por los operarios de mudanzas, le resultaba inquietante. Sin embargo, ese era el destino inevitable de todos los apartamentos —no pertenecían a nadie en realidad—. Dentro de cien años los hogares de todas las personas que conocía estarían habitados por generaciones futuras cuyos gustos en música y arte, en cine y en moda le resultarían completamente ajenos. De todas formas, ello no tenía importancia, pues para entonces tanto ella como sus conocidos estarían muertos.

Era ridículo preocuparse, pero en el solemne silencio de la madrugada aquellos pensamientos la consumían y, de haber tenido un marido, Laura imaginaba que lo habría despertado para desahogarse contándoselo todo. Él se reiría, diciéndole que era absurdo. Y también ella se echaría a reír. Entonces, sintiéndose reconfortada y segura entre las cuatro paredes que la rodeaban, volvería a dormirse.

En otras ocasiones, Laura pensaba que estaría bien tener marido, sobre todo cuando algo se estropeaba y era demasiado tarde para llamar al casero. Si se daba cuenta después de las nueve de la noche de que la ventana de su habitación se había atascado, hinchada a causa de la humedad, o si el detector de humos comenzaba a sonar porque tenía poca batería, tenía que aguantarse y esperar hasta la mañana siguiente. Eso era todo. Dejando a un lado ese tipo de situaciones, Laura se las arreglaba muy bien sin un hombre en su vida.

Aun así, la idea de que en realidad no pertenecía a aquel apartamento la angustiaba.

 

 

—De veras, no importa con quién te cases —había dicho en más de una ocasión la madre de Laura—. Por muy profundamente enamorada que estés al principio, llegará un día en que estarás sentada a la mesa frente a él y pensarás: «¡Cualquier cosa, cualquier cosa, cual-quier cosa sería mejor que esto!».

Laura nunca había amado a nadie con locura, ni siquiera con cordura. No aborrecía el sexo, aunque tampoco le gustaba particularmente. La idea de tener que hacerlo como norma le parecía agotadora. No era una mujer con inclinaciones románticas o sexuales. Según había oído, eso le ocurría a cierto tipo de gente, y ella sospechaba que pertenecía a esa categoría. Sin embargo, al cumplir los treinta decidió buscar una opinión profesional y pidió cita con un psicoanalista.

 

 

La consulta estaba situada en la planta baja de un edificio de arenisca de Turtle Bay, y el psiquiatra era un hombre mayor —algo que le resultó reconfortante—, de rostro amable e inteligente. Era evidente que había sido atractivo en su juventud, pero no de un modo amenazante. Después de invitarla a entrar en su gabinete, se sentó frente al escritorio y le indicó que tomara asiento en la silla situada frente a él.

—Antes de comenzar, me gustaría responder cualquier pregunta que pueda tener acerca de cómo funciona esto y que me hable un poco de usted y de los motivos que la han traído aquí.

—Sé cómo funciona —contestó Laura—. Me temo que no seré una paciente de larga duración.

Laura hizo una pausa, pues quizá él solo estuviera interesado en ese tipo de pacientes. Al ver que no decía nada, siguió explicando el motivo de su visita.

El matrimonio nunca había atraído a Laura del mismo modo en que atraía a otras mujeres. Se sentía halagada y agradecida ante las atenciones de los hombres, pero podía vivir sin ellas. Estaba más que satisfecha con las decisiones que había tomado en la vida y con su actual situación.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—No estoy segura —admitió Laura—. Hace poco he ido al médico para el chequeo anual y, según los resultados, todo parecía estar bien. Así que supongo que he venido con la esperanza de que pudiera usted llevar a cabo el equivalente en psicoanálisis.

—Un chequeo mental rutinario, digamos —dijo el psicoanalista, riendo—. Quiere usted un certificado de buena salud mental.

Laura sonrió con timidez.

—Bueno, por lo que me ha contado no parece haber ningún problema —prosiguió él.

—Tal vez ha sido una tontería venir.

El rostro del psicoanalista adoptó de repente una expresión seria. Se puso de pie y señaló el sofá que estaba en la otra punta de la habitación.

—Si se tumba podemos empezar.

A Laura le incomodaba la idea de tumbarse delante de un desconocido, de modo que le preguntó si podía sentarse en el sillón.

—Usted decide. En cualquier caso, a mucha gente le resulta más fácil sincerarse estando tumbada.

Dispuesta a colaborar, decidió acostarse en el sofá. El psicoanalista se sentó a su lado en una butaca, con un cuaderno y un bolígrafo en el regazo.

—¿Debo empezar por mi infancia? —preguntó ella después de un minuto de silencio.

—Si quiere —dijo él.

En lugar de hablar de sus padres y su hermano, o de describir la atmósfera general de su educación, comenzó describiendo cómo era una mañana normal durante su primera infancia. Se reducía a sentarse en el retrete para intentar hacer «popó» como decía su niñera. Marge insistía en que lo hiciera todos los días justo después de desayunar, de modo que la jornada de Laura quedaba en suspenso hasta que lo conseguía. Después, Marge entraba en el cuarto de baño para examinar el resultado. El aparato digestivo de Laura no siempre cooperaba conforme a las expectativas, por lo que se había pasado sola muchas mañanas sentada en el retrete durante horas, empujando y empujando y empujando hasta quedarse casi sin aliento, y sin ningún resultado que mostrar, a pesar de sus esfuerzos.

Mientras Laura revivía aquellas escenas allí tumbada, los contornos de los focos encastrados en el falso techo se volvieron borrosos y se dio cuenta de que estaba llorando. Se alegró de estar tumbada, pues de ese modo el psicoanalista no podía verla. Pero en ese momento una caja de pañuelos apareció junto a su pecho. Él se había acercado al diván para ofrecérselos. Quizá su respiración acelerada la había delatado.

—Esto es muy embarazoso —dijo ella, cogiendo un clínex y secándose los ojos con cuidado.

—En absoluto —respondió él con amabilidad.

Laura se disculpó diciendo que necesitaba ir al baño. Se sonó la nariz y se refrescó la cara con agua del grifo. Cuando se sintió más tranquila, regresó al sofá para continuar la sesión, esta vez sentada.

 

 

Uno de los errores que la gente solía cometer al pensar en Laura era que no se preocupaba por su aspecto. Esto se debía, en gran medida, a la sencillez de su fondo de armario. Para ir a trabajar se ponía un jersey blanco de cuello vuelto, una de sus cinco faldas Laura Ashley, que iba rotando, y un par de botas de vaquero de la marca Frye. Hacía un año, un fotógrafo llamado Bill Cunningham había tomado una instantánea suya con ese mismo conjunto. Laura estaba esperando en el paso de cebra de Lexington con la Sesenta y Uno y no se enteró de que la habían fotografiado hasta que la imagen se publicó como parte de una serie de retratos a pie de calle publicada por el New York Times. Su madre había sido la primera en verla y había llamado a Laura para avisarla. Como no podía parar de reír mientras se lo contaba, tuvo que ponerse al teléfono su padre para indicarle en qué página del periódico aparecía su fotografía.

Laura había colocado el recorte, con un imán, en la puerta de la nevera. Sin embargo, aquello enseguida le pareció una muestra de egocentrismo, de modo que lo quitó y, con la intención de conservarlo, lo guardó en algún lugar que luego olvidó.

Algunas de sus amistades se rieron al ver la fotografía. De toda la gente que conocían, Laura era la última persona a la que habrían esperado encontrarse en las páginas del New York Times como ejemplo del estilo de Manhattan.

Era cierto que a Laura le importaba poco la ropa, aunque la gente que la conocía solía dar por hecho que su falta de interés por la moda respondía en realidad a una honda preocupación por el destino del planeta Tierra. Todo lo que poseía acabaría algún día en un vertedero, por lo que evitaba adquirir cosas que no necesitaba. En una ocasión había oído decir «Úsalo, gástalo, sácale partido o apáñate sin ello», y desde entonces pensaba en aquella frase con un sentimiento de culpabilidad cada vez que se compraba algo nuevo, lo que ya de por sí suponía un calvario, pues, por lo general, le resultaba difícil encontrar cosas de su talla. Laura era tan menuda que tenía que hacerse a medida la mayor parte de la ropa, un sistema que le permitía evitar el mal trago de tener que rebuscar en la sección infantil de las tiendas que visitaba.

Una tarde estaba en la sección de ropa de niño de los grandes almacenes Morris Brothers, situados entre la Ochenta y Ocho y Broadway, en busca de una nueva parka para el invierno —había rebajas— cuando sintió algo caliente y mojado contra su muslo. Cuando miró hacia abajo, vio a un chiquillo de unos tres o cuatro años que se frotaba contra la pernera de sus vaqueros, al parecer tratando de limpiarse la nariz.

—Disculpa —dijo Laura, al darse cuenta de que la había confundido con su madre—, pero no te conozco.

El pequeño levantó la vista hacia ella. Su cara se puso tensa y al instante empezó a respirar con fuerza, disgustado. Cada vez que soltaba aire, una burbuja de mocos verdes se inflaba en su nariz.

—Tú no eres mi mamá —dijo el niño, sacudiendo la cabeza.

Había un deje petulante y acusador en su voz, como si Laura hubiera intentado hacerse pasar por su madre con la intención de secuestrarlo.

—No pasa nada —respondió Laura intentando que se tranquilizara—. Seguro que tu madre está en alguna parte de la tienda. Te ayudaré a encontrarla.

Extendió la mano para acariciarle la cabeza, pero solo consiguió que el chiquillo se mostrara más desconfiado. Después de apartarle el brazo, el pequeño trastabilló hacia atrás, perdió el equilibrio y se cayó de culo. Durante un instante permaneció en silencio, con expresión desconcertada y algo aterrada, como si estuviera representando el papel de niño en una película y se hubiera olvidado de su diálogo. Entonces abrió la boca y empezó a gritar.

—¡Joshua! —chilló una voz igualmente aterrada desde el otro extremo de la tienda.

Una mujer corrió hacia ellos dando grandes zancadas.

—¿Lo ves? Te dije que estaba aquí —dijo Laura contenta, y se hizo a un lado mientras la madre se lanzaba sobre el niño como un ave de presa, lo abrazaba salvajemente y le cubría la cara de besos.

Mientras la dramática reunión tenía lugar delante de sus ojos, Laura se sintió un poco incómoda al verse asaltada por dos pensamientos; el primero de ellos, que el chiquillo la hubiera confundido con una mujer tan poco atractiva, con el aspecto de algunas amas de casa que a menudo se veían trajinando por el Upper West Side (aunque Laura era consciente de que no vestía con elegancia, le costaba aceptar que quizá perteneciera a la misma categoría que aquella desconocida). El segundo no fue tanto un pensamiento como la repentina consciencia de su absoluta irrelevancia en el universo de aquellas dos personas, cuyos parámetros parecían haberse constreñido hasta el punto de que en él solo había cabida para el niño y su madre. Que algo así le doliera hizo que se sintiera al mismo tiempo incómoda y avergonzada.

Con excepción de Margaret, casi todas las mujeres de su edad que conocía ya tenían hijos. Aunque algunas de ellas admitían en privado haberse sentido desconcertadas al principio por la diminuta criatura que se habían llevado a casa al salir del hospital —Edith había llegado incluso a comparar a su pequeño con un extraterrestre—, por lo general solo era cuestión de tiempo que cayeran bajo el embrujo de un amor materno incondicional. Si bien esa parecía ser la tendencia universal, a Laura todo aquello le recordaba más a una partida de dados: permitir que el destino te asignara a una persona a la que se suponía que debías adorar durante el resto de tu vida. Lo cierto es que no era posible elegir al hijo que se tenía; y, aunque la mayoría de las madres que conocía daban la impresión de haber recibido exactamente lo que habían pedido, a ella le seguía pareciendo algo de lo más arrogante.

Incluso egoísta. Hasta el año 1804 la población mundial no alcanzó la cifra de mil millones de personas. Y habían tenido que transcurrir otros 123 años para que dicha cifra se duplicara. Lo que Laura imaginaba que era el drama más terrible para la mayoría de la gente que la rodeaba —no tener hijos— para ella era el mejor regalo que podía hacerle al planeta.

 

 

—¿Cuáles son sus sentimientos con respecto al dinero? —le preguntó el psicoanalista en la segunda sesión.

A Laura le pareció una pregunta extraña. No estaba segura de qué debía responder.

Sus ingresos no eran demasiado elevados, aunque poseía un modesto depósito que anualmente generaba beneficios que el contable de su padre transfería a su cuenta bancaria. Este dinero extra le permitía hacer donaciones a varias organizaciones sin ánimo de lucro, como el Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales, la Comisión para las Personas sin Hogar de la ciudad de Nueva York, la Radio Pública Nacional y el Fondo para Becas de la Escuela Barnard. Lo que quedaba de ese dinero que no había ganado con su trabajo lo repartía en forma de propinas navideñas entre el superintendente del edificio de apartamentos donde vivía, su modista, el hombre que le cambiaba las suelas de los zapatos, varios cajeros de su supermercado, el propietario del puesto de perritos calientes donde compraba una Cola-Cola cada tarde, la cartera que le llevaba el correo y la agradable familia que regentaba la lavandería del otro lado de la calle.

No le contó nada de esto a su analista, pues no le pareció importante.

—Mucha gente se siente incómoda al hablar de dinero —dijo él tras un momento de silencio.

—No me incomoda hablar de ello —aclaró Laura—. Simplemente no me interesa. No me parece que tenga nada que ver con los motivos que me han traído aquí.

—¿Y qué diría usted que está haciendo aquí?

—Pensé que el psicoanálisis era útil, sobre todo, para descubrir el verdadero impacto emocional de la infancia.

—¿Y opina usted —preguntó el psicoanalista— que haberse criado en una familia tan acaudalada ha tenido alguna clase de impacto?

La palabra «acaudalada» hizo que Laura se sintiera incómoda. Ni ella ni sus más allegados solían utilizarla, y deseó que el psicoanalista no la hubiera pronunciado.

—Hay muchas cosas de las que me resulta difícil hablar —dijo ella—. Cosas que nunca he comentado con nadie. El dinero no es una de ellas.

—¿Y qué me dice del sexo? —preguntó él.

El verdadero motivo por el que al paciente se le sugería estar tumbado, intuyó Laura, era evitar que pudiera ver al analista y lograr que, de ese modo, el paciente se sintiera menos cohibido. Sin embargo, ese día el psicoanalista había colocado su butaca de tal manera que ella podía ver uno de sus zapatos y parte de su pantorrilla. Debía de estar sentado con las piernas cruzadas, pues el pie estaba suspendido en el aire y se agitaba con nerviosismo, de un modo que resultaba incongruente con el tono de voz tranquilo y mesurado con que se expresaba. Como les sucedía a muchos hombres, el pantalón se le había subido por la pantorrilla al cruzar las piernas, dejando al descubierto un calcetín negro y un par de centímetros de su pálida y peluda espinilla.

—¿Qué pasa con el sexo? —preguntó Laura, a su vez.

—¿Y bien? —El pie que oscilaba en el aire fue ganando velocidad hasta agitarse como la cola de un perro cuando saluda a su amo—. ¿Se masturba usted alguna vez?

 

 

—Me alegro de que lo hayas dejado —dijo Margaret, la amiga más antigua de Laura y también su confidente—. Todo eso es un timo. Piensa en todas las personas que conocemos que van a terapia. ¿Acaso parece haber mejorado alguna de ellas?

Laura sopesó la pregunta.

—Los neoyorquinos son muy dados a ese tipo de cosas —continuó Margaret—. El otro día en Bloomingdale’s escuché de pasada a una mujer que hablaba sobre la terapia primal1. —Margaret hizo una pausa, a la espera de una reacción por parte de Laura—. Es esa en la que pagas cien dólares por el privilegio de sentarte en la consulta de un supuesto doctor para poder chillar a pleno pulmón.

—He oído hablar de ella.

—Al parecer hace falta todo un año de consultas semanales para que surta efecto, aunque esta mujer afirmaba haberse curado en una sola sesión. O, como ella misma declaró, le «había salvado la vida» —dijo Margaret, riéndose—. ¿Alguna vez has escuchado algo más ridículo?

—¡Pobres vecinos! —exclamó Laura.

 

 

 

 

 

 

1 También conocida como terapia del grito, desarrollada por Arthur Janov a principios de los años setenta. (Todas las notas son del traductor.)

1981

 

En una ocasión Margaret le había confesado un desinterés similar al suyo por todo lo relacionado con el sexo, aunque eso no le impidió casarse con Trip, un chico con el que habían crecido, conocido por su voraz y a menudo indiscriminado apetito sexual, entre otros vicios.

Cuando era adolescente, Trip se había emborrachado tanto en un baile de cotillón que se había puesto a vomitar y le había salido una alubia por la nariz. Aunque había ocurrido hacía media vida, a Laura aún le costaba mirarle sin recordar aquella imagen. Evidentemente no le sucedía lo mismo a Margaret, quien, en cuanto los declararon «marido y mujer» en el altar, había levantado un puño en el aire con gesto triunfante, como una deportista olímpica en lo alto del pedestal después de recibir el oro.

Tras la ceremonia, el banquete se había celebrado en el Carlyle. La familia había alquilado una flota entera de coches de la compañía London Towncars2 para trasladar a los invitados, pero Laura había decidido ir caminando. Había llovido, la agradable brisa de finales de abril formaba pequeños remolinos con los pétalos recién caídos y olía a asfalto mojado. Los charcos reflejaban la imagen temblorosa de los perales en flor que se alzaban a ambos lados de Madison Avenue. El sol calentaba las aceras y parecía que la ciudad se estaba despertando después de echar una cabezada. Laura podría haber seguido paseando durante toda la tarde, pero cuando por fin llegó al Carlyle se había sentido obligada a entrar.

El banquete pronto se había convertido en un tedioso maratón de conversaciones de treinta segundos con personas a las que creía conocer, pero de las que en realidad no sabía nada. En ninguno de los brindis se mencionó el incidente de la alubia, menos aún el suyo, que —como la misma Laura percibió mientras hablaba delante de todos los invitados— se centró exclusivamente en los primeros años de su amistad con Margaret, sin referirse en ningún momento a la mujer en la que se había convertido su amiga, ni a la relación entre «Margaret y Trip», que era lo que supuestamente debían hacer los brindis nupciales, en especial cuando eres una de las damas de honor.

Cuando llegó el momento en que la novia debía lanzar el ramo, en lugar de arrojarlo al azar hacia el grupo de chiquillas que se habían reunido en la pista de baile, Margaret (que no tenía ningún problema de coordinación) lo lanzó de tal modo que voló en diagonal cruzando la pista de baile y fue a caer justo a los pies de Laura.

Con todas las miradas fijas en ella, no le quedó otra opción que recogerlo. Cuando las chiquillas se arremolinaron a su alrededor, ella se lo dio a la más joven de todas, quien chilló de placer levantando su trofeo.

 

 

La Biblioteca, que en tiempos había sido la primera residencia del bisabuelo de Laura, era en la actualidad un museo utilizado para eventos privados. En origen este era un privilegio del que también gozaban los socios corporativos y donantes institucionales, pero los fondos de la Biblioteca eran limitados y, desde hacía una década, el Consejo de Administración había decidido alquilar el lugar al público. Sus habitaciones de época primorosamente renovadas y su salón de banquetes con suelos de mármol se habían hecho muy populares como escenario para la celebración de bodas. Después de licenciarse en Inglés en la universidad, Laura se había mostrado reacia a aceptar el trabajo en un principio. No era particularmente ambiciosa, pero deseaba implicarse en cuestiones de mayor importancia, hacer algo que tuviera un impacto positivo. Pero entonces había encontrado un apartamento. Aunque sus padres estaban dispuestos a ayudarla con el alquiler mensual sin tener en cuenta su estatus laboral, a ella no le hacía sentirse cómoda poseer su propio apartamento sin tener un trabajo. Había aceptado el puesto y diez años después seguía ocupándolo.

Ella sabía que las cosas no eran así para todo el mundo. Esas almas valientes y afortunadas que se mudaban solas a Nueva York tenían que empezar de cero.

Laura aún recordaba el día en que les había contado a sus padres que ya no estaba en la lista de espera de Barnard.

—Es fantástico —había dicho su padre, mientras su madre soltaba un gemido—. Supongo que esto significa que tendremos que invitar a cenar a cómo-se-llame y a su mujer.

Laura envidiaba las historias de lucha y esfuerzo que otras personas parecían recordar con cierto cariño. Habían vivido una aventura, la emoción del bullicio; habían perseguido un sueño contra viento y marea y ahora lo estaban viviendo. Solo podía imaginar el orgullo de aquella gente que había conseguido personalmente todo lo que tenía —éxito profesional, amigos, un apartamento— a base de duro trabajo, que sabía que nada de lo que llenaba sus vidas se lo habían regalado y que las cosas podían haber terminado de manera muy diferente.

Laura nunca había leído las ofertas de empleo. No lo necesitaba. Todo lo que tenía llegaba hasta ella a través de canales directos, y, si su entorno más inmediato no era capaz de proveérselo, alguien conocía siempre a la persona adecuada para conseguirlo. Cuando surgía algún obstáculo o no era posible cumplir el plazo acordado, una persona con poder e influencia intervenía en su favor. Por lo general dicha persona ni siquiera conocía a Laura: se trataba de un amigo de la familia, del vecino de un antiguo compañero de estudios, del padrastro de un primo político —eso no era problema—. Se realizaban algunas llamadas telefónicas, se hacían las excepciones necesarias y Laura se convertía en una prioridad.

La mayoría de las novias con quienes Laura trabajaba desconocían su vinculación personal con la Biblioteca y ella prefería que así fuera. Nepotismo aparte, Laura se sentía avergonzada de su bisabuelo, cuyo legado de astutas transacciones comerciales le había hecho merecedor de toda una página de su libro de historia de los Estados Unidos del décimo curso en la sección «Capitalistas sin escrúpulos».Su madre se lamentaba de no haber heredado ni un céntimo de su dinero (todo había ido a parar a manos de su tío, el primogénito de la familia), pero Laura se alegraba de ello. No quería ser la heredera de un hombre cuyo banco llevaba su propio nombre y que en una ocasión había sido fotografiado con un enano sentado en el regazo.

Y, a pesar de todo, cada vez que oía a otros pronunciar el nombre de su bisabuelo sin tener la menor idea de que ella era su nieta sentía una punzada de orgullo, un orgullo suscitado por cierta superioridad moral, pues sospechaba que, de ser ellos quienes tuvieran los antepasados de Laura (entre los cuales se encontraba el alcalde de la comunidad original, que había llegado a bordo del Mayflower, y fundador de la primera compañía de seguros del país), sin duda habrían aprovechado cualquier oportunidad para darlo a conocer en público.

 

 

A Laura no le gustaba viajar ni ir de vacaciones, así que cada mes de agosto solía trasladarse al 136, el edificio de arenisca de la calle Sesenta y Cinco donde se había criado. Sus padres pasaban todo el mes viajando por Europa, de modo que tenía la casa para ella sola.

Había un jardín trasero donde podía tumbarse en biquini, algo que no le gustaba hacer en Central Park. A Laura le encantaba tomar el sol. Sabía que había estudios que decían que era peligroso, pero seguía haciéndolo de todas formas. No bebía ni fumaba, no comía en exceso ni se consideraba consumista, pero adoraba tomar el sol. Era su único vicio y lo aceptaba sin remordimientos.

Un domingo por la noche, después de pasar el fin de semana leyendo y tomando el sol en el 136, Laura estaba en la cama a punto de quedarse dormida cuando escuchó un crujido amortiguado sobre la alfombra que cubría las escaleras. Ese verano había tenido lugar una serie de robos en el vecindario y, en cierto modo, ella lo había estado esperando. Se quedó quieta como un muerto, pues había oído que era eso lo que había que hacer en esos casos. Mientras el intruso no pensara que lo habían descubierto, no tendría motivos para matarte.

En un intento de controlar el terror que sentía, llevó a cabo un inventario mental de la gente a la que conocía que había sobrevivido a situaciones parecidas y que hubiera contado lo sucedido en alguna fiesta. Luego imaginó cómo contaría ella su propia historia después de haber sobrevivido a un robo. Normalmente Laura se ponía nerviosa cada vez que tenía que contar una anécdota en grupo y a menudo optaba por no hacerlo, pero esta sería demasiado buena para dejar pasar la oportunidad. Estaba en la parte de la historia que coincidía con el momento presente, a la espera de lo que iba a suceder a continuación, cuando escuchó la cisterna del cuarto de baño, seguida por el zumbido de un cepillo de dientes eléctrico, y se dio cuenta de que no era más que otro de los amigos de Nicholas.

Su hermano, Nicholas, dejaba de vez en cuando que algunos de sus amigos pasaran la noche allí. A Laura no le importaba. Se sentía más segura sabiendo que había otra persona durmiendo en casa, aunque no habría estado de más que Nicholas la hubiera llamado para avisarla con tiempo de que iba a tener un invitado.

 

 

A la mañana siguiente se encontraron en la cocina.

—Jefferson —dijo él, ofreciéndole la mano.

—Laura —respondió ella, estrechándosela.

Se preparó una taza de té y se sentó a leer el Times. Al parecer había un nuevo tipo de cáncer que, por razones aún desconocidas para la comunidad científica, afectaba casi únicamente a neoyorquinos y a gente que vivía en San Francisco. El artículo la puso nerviosa, y se sintió aliviada cuando llegó al final y leyó que no había constancia de casos detectados fuera de la comunidad homosexual y tampoco en mujeres. Le molestó que al periodista no se le hubiera ocurrido incluir ese dato al principio del artículo.

Después de prepararse unos huevos, Jefferson se sentó a la mesa y cogió una sección del periódico. Tras un breve silencio, dijo de repente: «La evolución está en marcha y resulta excitante imaginar hacia dónde nos lleva». Laura no supo qué responder, de modo que adoptó una expresión concentrada y fingió no haberle escuchado.

 

 

Al principio, Jefferson no le pareció atractivo, pero enseguida se dio cuenta de cómo lo miraban otras mujeres. Tenía carisma y era arrogante y de carácter alegre. Aunque no era muy alto, había algo sólido en su constitución. Su vitalidad hacía pensar que su cuerpo pesaba más de lo que aparentaba. Se movía por la casa con la misma desenvoltura que habría demostrado su propietario y siempre que quería algo se lo servía él mismo. El hecho de que se sintiera tan cómodo en la casa en que ella había crecido la habría molestado de no haberle encontrado tan divertido.

Cuando le preguntó si conocía bien a su hermano —habían sido compañeros de habitación en St. George—, Jefferson pareció sorprenderse, quizá dolido al darse cuenta de que Nicholas nunca hubiera hablado de él. Tratando de quitarle importancia, Laura le explicó que Nicholas rara vez contaba nada relacionado con aquella etapa de su vida.

Durante la semana que convivieron en la casa, Jefferson le contó a Laura algunas de sus gamberradas en St. George: acortar las sábanas del encargado de dormitorio, cubrir el coche del director con espuma de afeitar, soltar grillos en la capilla durante la oración matinal. «Nos lo pasábamos de miedo», puntualizaba Jefferson, después de cada anécdota. Laura se sorprendió y, al mismo tiempo, se sintió aliviada al escuchar aquellas historias.

Cinco años mayor, Laura había sido una figura materna para Nicholas cuando era pequeño; solía leer para él y le había enseñado a deletrear su nombre, a atarse los cordones de los zapatos e incluso a identificar las especies de pájaros que pasaban por el jardín trasero de su casa. Siendo niño, Nicholas había padecido un terrible caso de eccema y un leve, aunque fastidioso, tartamudeo que le habían complicado las cosas en el colegio. Para compensarle, Laura siempre se dejaba ganar a los palitos chinos, a las matatenas y a las damas, que les encantaban a ambos. Hasta que su hermano cumplió diez años, Laura se había ocupado de atender sus necesidades y él disfrutaba de sus atenciones y sus gestos de afecto sin mostrar la menor vergüenza. Si tenía una pesadilla, era a la cama de Laura adonde acudía en mitad de la noche.

Cuando a Laura le llegó el momento de matricularse en la universidad, la perspectiva de abandonar a Nicholas en el 136 hizo que se sintiera tan culpable que decidió renunciar a su sueño de estudiar en un pintoresco campus de Nueva Inglaterra y escogió una escuela universitaria de Nueva York. Su sacrificio no sirvió de nada, pues a Nicholas lo enviaron poco después a un internado. Según sus padres, aquella experiencia lo endurecería.

El niño sensible que recurría a Laura para todo regresó convertido en un adolescente hosco y distante después de un año en St. George. Ya no quería visitar el Museo de Historia Natural, ir al cine, comerse una hamburguesa en Jackson Hole ni hacer ninguna de las cosas que solían hacer juntos. Todos los intentos de Laura por volver a acercarse a él fracasaron durante los años siguientes. Incluso su madre había notado el cambio y solía especular con tristeza, hablando con Laura y su padre, sobre la posibilidad de que le hubiera sucedido algo en el internado.

—¿Crees que se burlaban de él o se sintió acosado? —había dicho Laura.

—Todo el mundo recibe una pequeña dosis de eso en un internado —había respondido su padre.

—Me refiero a algo peor que eso —dijo la madre de Laura—. Una violación o algo de carácter sexual.

El alegre anecdotario de Jefferson sobre la vida de su hermano en el internado había conseguido acallar sus temores. Era un consuelo saber que Nicholas había sido uno más entre sus compañeros, haciendo trastadas y pasándoselo bien.

 

 

Las sombras de los árboles danzaban al atardecer proyectadas sobre las paredes con el lánguido temblor de las plantas de un acuario. Laura estaba tumbada en el viejo sofá situado junto a la ventana. Con cada respiración se hundía más profundamente entre los mullidos cojines, de un rosa intenso en otro tiempo y ahora desvaído. Estaba leyendo la versión preliminar de un libro que le había enviado una amiga que trabajaba en una editorial porque pensó que le gustaría. Sin embargo, era el tipo de libro que Laura solía evitar, puro forraje para las horas de insomnio, pero ya que lo había empezado se había sentido obligada a terminarlo. Entre página y página, su mano libre acariciaba ociosa un punto de la tapicería mucho más gastado que el resto, donde el Señor Baggins, el corgi que tanto había querido cuando era niña, solía tumbarse a descansar.

Cuando Jefferson entró en la habitación, ella se incorporó en un extremo del sofá y recogió las piernas llevando las rodillas contra el pecho. Ahora su mano libre descansaba sobre el reposabrazos, tamborileando y tirando de los hilos sueltos que sobresalían de la gastada tela, que desprendía un hogareño olor a almizcle típico de los tapizados viejos y al tabaco de pipa de su padre, con sutiles efluvios de otras mascotas queridas y muertas hacía mucho tiempo.

Después de unos minutos en silencio, Jefferson le chistó, como se suele hacer para atraer de forma discreta la atención de alguien en una biblioteca. Estaba tumbado en un diván situado en perpendicular al sofá de Laura, con las piernas extendidas y un pie cruzado sobre el otro y las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

—¿Te he dicho últimamente lo bonita que eres?

—Gracias —respondió Laura, tratando de sostener el libro de tal manera que él no pudiera verle la cara.

Sintió un ligero temblor en la comisura de los labios. Menuda estupidez para decirle a alguien que conoces solo desde hace una semana.

—Nunca habría pensado que un libro titulado El destino de la tierra pudiera ser divertido —dijo Jefferson.

Laura ignoró su comentario y se acercó más el libro a la cara.

La estrategia funcionó, pues Jefferson dejó de hablar. Sin embargo, a ella le costaba volver a concentrarse, demasiado consciente de su presencia en la habitación. Y después de su ausencia.

Laura escuchó sus pasos bajando las escaleras del sótano y trató de imaginar qué estaría haciendo allí. Poco después volvió a trotar escaleras arriba con una botella de vino tinto de la colección de su padre. A ella le pareció bien compartirla con él.

Se preguntó por qué no bebía más a menudo. Cuando lo hacía, era capaz de mostrarse menos tímida y era un sentimiento maravilloso.

—Tienes una bonita figura —dijo Jefferson, sirviéndole una segunda copa.

No era raro que la gente se lo dijera, aunque por lo general ella respondía quejándose de su estatura —un metro cincuenta y ocho— y diciendo que le gustaría ser más alta. Esa noche, sin embargo, se limitó a decir «Lo sé», mientras acariciaba el tallo de su copa.

—No lo parece por tu manera de comportarte.

Laura se encogió de hombros y se estiró para arrancar una espiga de lavanda seca del arreglo floral que decoraba la mesa. Al comprobar que no olía, jugueteó con ella entre los dedos durante unos segundos antes de ponérsela detrás de la oreja y fingir que volvía a leer el libro, consciente de que Jefferson sabía que ella fingía y de que seguiría observándola el tiempo necesario hasta que ella dejara de actuar.

No fue lujuria sino más bien vanidad lo que la hizo aceptar quitarse la ropa, y desde ese momento un sentimiento de obligación la empujó a seguir hasta el final.

La experiencia fue bastante parecida a cualquier otra y tampoco contribuyó a que Laura dejara de estar convencida de que había algo diferente en ella, de que no experimentaba el sexo igual que los demás. Sin embargo, tendida en la cama entre los brazos de Jefferson después de hacerlo, se sintió como algo precioso que él acabara de atrapar y pudiera escapársele en cualquier momento.

—Qué suave eres, cabrona —murmuró él, acariciándole el hombro, y a Laura no le desagradó la sensación.

 

 

Todo aquello la había pillado desprevenida, de modo que a la mañana siguiente fue a su apartamento con intención de recuperar su diafragma, pidió cita para depilarse las piernas y después se sorprendió merodeando por los pasillos de Bloomingdale’s y probando algunos perfumes.

Laura se había marchado sigilosamente por la mañana sin dejar siquiera una nota, antes de que Jefferson se despertara. Cuando por fin se dirigió al 136, ya estaba anocheciendo. El cielo tenía un benigno tinte color lavanda, que pronto se tornó en un violento estallido de rojos y rosas.

El mes de agosto en Nueva York siempre conseguía que Laura se sintiera melancólica —desplazada, en cierto modo—, pero esa noche era diferente. Era una hora del día en una época del año en la que nadie tenía prisa. Las aceras pertenecían por entero a una procesión de parejas que paseaban ociosas. Los hombres se quitaban la chaqueta y la llevaban colgada con dos dedos por encima del hombro, mientras con el brazo libre estrechaban la cintura de sus acompañantes.

En un momento dado, Laura se quedó atascada detrás de una pareja joven con un chiquillo que caminaba entre ambos, cogido con una mano de la mano de su madre, y, con la otra, de la de su padre. El trío ocupaba todo el ancho de la acera y cada varios pasos los padres coreaban «¡Uno, dos, tres, aleeee!», mientras levantaban al pequeño por los aires. El niño parecía encantado y reía entusiasmado cada vez que despegaba del suelo, pidiendo que volvieran a hacerle el columpio tan pronto tocaba el suelo. «¡Más, más!», suplicaba.

Cuando Laura abrió la puerta, Jefferson no acudió corriendo a recibirla. Le llamó, pero él tampoco respondió. Cuando subió la escalera no estaba en ninguna de las habitaciones. La cocina y la sala de estar también estaban vacías, igual que el comedor.

Entonces decidió llamar a Nicholas.

—¿Quién es Jefferson? —dijo él.

Cuando ella le recordó que Jefferson había sido su compañero de dormitorio en St. George, Nicholas respondió:

—Yo estaba en una habitación individual.

 

 

Laura se quedó perpleja con todo aquello, además de avergonzada. No solo no tenía la menor idea de quién era en realidad aquel hombre, sino que también dudó de sí misma por haberse dejado seducir de aquel modo. «Qué suave eres, cabrona». Se estremeció con tan solo recordarlo. Después de lo sucedido se marchó del 136 y pasó el resto del verano en su propio apartamento.

 

 

Laura y Nicholas estaban sentados en un banco frente al restaurante esperando a sus padres, que habían regresado de Europa esa misma mañana. Tenían reserva para las siete. A las siete y veinte, Laura empezó a preguntarse si se habrían acostado para echar una cabezada y no se habían despertado.

—Así que crees que han muerto —dijo Nicholas con mordacidad.

—Por supuesto que no —respondió Laura, aunque sabía que estaba bromeando—. Quiero decir que quizá estaban tan agotados después del viaje que no han oído el despertador.

Por fin, un coche se detuvo junto a la acera. «¡Yujuu!», chilló su madre desde la ventanilla trasera. Su padre apareció por el otro lado y rodeó el vehículo para abrirle la puerta. Bibs llevaba un vestido verde lima y el pelo recogido con una diadema que le daba un aire francés. Cogió la mano que Douglas le tendía para bajarse del taxi, pero en cuanto puso los dos pies sobre el asfalto se la apartó y caminó teatralmente hacia el bordillo esforzándose por mantener el equilibrio.

—No os preocupéis, no estoy piripi —dijo ella algo azorada—. ¡Todavía siento el efecto de las olas! ¡Todo se mueve como si siguiera a bordo del barco!

Al llegar junto a sus hijos, Bibs cogió a Laura por los hombros y la sacudió como si fuera una muñeca de trapo, la besó con fuerza en ambas mejillas y después se volvió hacia Nicholas e hizo lo mismo.

—Me alegro de veros, chicos —dijo Douglas, dándole un solo beso a Laura en la mejilla y una palmadita en la espalda a Nicholas mientras los dirigía a todos hacia el interior de Claude’s.

Había un espejo en la pared detrás de su mesa. Al verse reflejada, Bibs irguió los hombros y estiró el cuello.

—Gracias a Dios que la luz es tenue —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Un camarero salió de la nada y les llenó las copas de agua. Bibs humedeció un poco la esquina de su servilleta en su copa y a continuación la pasó por las cejas de su marido.

—Esta es su nueva afición —dijo Douglas cuando Laura preguntó que estaba haciendo—. Al parecer hay algún problema con mis cejas.

—Se están desmadrando —repuso Bibs con seriedad—. Les pasa a los hombres cuando envejecen.

—No sé de qué habla —dijo Laura sonriéndole a su padre.

—Lo que quiero decir es que un pájaro podría poner un huevo en ellas —dijo Bibs.

Nicholas levantó la vista del menú para echarles un vistazo.

—Yo he encontrado mis primeras canas —dijo Laura con buena intención, tratando de desviar la atención para que su padre se calmara.

—Oh, no te preocupes por eso —comentó Bibs—. Jean-Paul lo arreglará. Deja que te pida cita con Jean-Paul. Voy a verle mañana por la mañana a primera hora.

—No pienso teñirme el pelo —replicó Laura—. Son solo unas pocas y si la cosa sigue pienso dejarlas tal cual.

—Pero eres muy joven, cariño. Demasiado, demasiado joven —dijo y miró a Douglas en busca de apoyo—. ¿No estás de acuerdo, querido? ¿No crees que es demasiado bonita para dejar que eso pase?

A Douglas pareció incomodarle la pregunta y optó por ignorarla.

—Nicholas acaba de decirme que le van a ascender.

—Oh, eso es fantástico —dijo Laura—. ¿Y cuáles serán tus nuevas responsabilidades?

Nicholas miró a su padre mientras ofrecía una prolija e innecesaria explicación. Douglas estaba sentado con las manos entrelazadas y de cuando en cuando bajaba los párpados y asentía rápidamente para indicar que comprendía —no era necesario que Nicholas le diera tantos detalles—. Sus gestos consiguieron el resultado contrario al esperado, pues, cada vez que lo hacía, Nicholas, que era hipersensible a la opinión de su padre, volvía a tartamudear como cuando era niño, por lo que tardaba aún más en explicarse antes de poder continuar. Laura sabía que su padre no era un hombre cruel, pero tampoco terminaba de comprender cómo podía ser tan distraído. Nicholas no había heredado la imperturbable confianza en sí mismo de su padre ni su plácido temperamento, aunque se esforzaba por proyectar dicha imagen y resultaba penoso ver cómo perdía los papeles delante de la persona a la que más deseaba impresionar.

Cuando llegó la comida y Nicholas hizo una pausa para recuperar el aliento y darle un bocado a su chuleta de cerdo, Douglas aprovechó para preguntar:

—¿Y cuándo empiezas?

Nicholas clavó la mirada en la mesa y dejó el tenedor en el plato mientras sopesaba la pregunta.

—Todavía no conozco los p-p-plazos porque no es del todo seguro —dijo cogiendo el cuchillo y cortando por la mitad una pequeña patata—. Soy uno de los candidatos que están considerando. C-c-creí que lo había mencionado.

—No —dijo Douglas, indicándole a un camarero que pasaba su vaso de escocés vacío—. No, no lo mencionaste.

Bibs estaba mirando de nuevo al espejo, pero esta vez observaba con fijeza el reflejo de Laura. La intensidad de su mirada resultaba irritante y Laura inclinó la cabeza para taparse la cara con el pelo. Bibs se inclinó sobre la mesa y le recogió el mechón detrás de la oreja. Después se acercó a ella y le susurró:

—El pelo gris no siempre está mal. A veces incluso puede quedar bonito. Pero en lugar de rendirte a él por principio creo que deberías esperar a ver cómo te queda, pues nunca se sabe qué matiz de gris vas a tener. Podrías tener un precioso y brillante tono plateado, pero también podría ser ese horrible color blancuzco, un amarillento tipo pantalla de lámpara o pis de perro sobre la nieve...

Bajó la mirada y gesticuló señalando con la barbilla hacia la mesa de al lado.

—Mantendré la mente abierta —susurró a su vez Laura a modo de respuesta.

El camarero trajo la cuenta. Douglas puso su American Express en la bandeja sin revisar el cargo.

—¡Oh, se me olvidaba! —dijo Bibs visiblemente excitada—. Alguien ha entrado en casa cuando estábamos fuera. Nos han robado.—Bibs extendió los dedos y frunció el ceño con expresión concentrada mientras trataba de recordar la lista de objetos desaparecidos—. Un estuche con una cubertería de plata, dos abrigos de piel, un juego de té de peltre, varias primeras ediciones de la biblioteca y otras cosas que no consigo recordar. ¿Para qué querría un ratero un juego de té?

—Para venderlo, claro —contestó Nicholas—. Deberíais denunciarlo a la policía.

—Los Henry se están ocupando de todo —intervino Douglas.

—¡Chsss! —exclamó Bibs dedicándole una mirada severa—. Aún no he terminado. Me vas a estropear la historia. La siguiente casa fue la de los Henry —continuó Bibs—. Estaban fuera de la ciudad y su mujer de la limpieza, esa albanesa loca, llegó a casa y se encontró al ladrón sentado en la cocina desayunando. Llevaba puesta la bata del señor Henry. Había pasado la noche en su dormitorio y dijo que era su sobrino. La albanesa no se lo creyó. Muy espabilada, cogió una sartén y lo persiguió por toda la casa hasta echarlo a la calle.

—¿Y lo han detenido? —preguntó Nicholas.

—Escapó —respondió Bibs con una mueca—. Un hombre con suerte, pues ella podría haberlo matado.

—¿Y cómo estás segura de que es la misma persona? —dijo Nicholas.

—Encontraron dos maletas en el armario del dormitorio principal de los Henry, con todas nuestras cosas.

El camarero les entregó el recibo. Laura tiró de una cutícula suelta del pulgar hasta que se soltó. Al comprender el verdadero alcance de su necedad, se sintió extrañamente entumecida. Mientras nadie lo averiguara sería casi como si no hubiera sucedido.

—¿Así que lo habéis recuperado todo? —preguntó ella.

—Estaba dentro de las maletas, como ha dicho tu madre —confirmó Douglas mientras firmaba el recibo.

—Todo recuperado —repitió Bibs—. Excepto, claro está, la bata y las zapatillas del señor Henry.

 

 

No era coincidencia que todos los médicos de Laura fueran hombres. A lo largo de los años había tenido escasos encuentros con doctoras y todas habían tratado de conectar con ella a nivel personal, haciéndole preguntas que iban más allá de su historial médico. No pretendían entrometerse en su vida; solo intentaban establecer una relación amistosa con su paciente. Sin embargo, eso no era lo que ella buscaba en la consulta de un doctor. Con los médicos varones, según su propia experiencia, nunca había que poner límites. Por eso se puso tan nerviosa y enfadada al escuchar la explicación del doctor Newman a sus síntomas recientes —mareos, falta de apetito, fatiga— y las preguntas sobre su vida amorosa.

«No, no estaba saliendo con nadie».

«Sí, por supuesto. Eso quería decir que actualmente era célibe».

¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había tenido relaciones? Laura recordó su breve noviazgo con Alan, el periodista británico al que había conocido en la boda de Edith. Unos tres o cuatro años, le dijo al médico. Se dio cuenta de lo que él estaba pensando y la compasión del doctor hizo que Laura se sintiera aún peor. Ojalá se le ocurriera algo ingenioso o descarado que decir, igual que habría hecho Mary Tyler Moore en la misma situación.

El doctor Newman le sugirió que comiera más carne roja. En su opinión tenía bajo el hierro, aunque solo para descartar cualquier otra cosa le gustaría hacerle un análisis de sangre.

 

 

Laura estaba en el trabajo cuando la llamaron de la consulta del doctor Newman. En efecto, sus niveles de hierro eran bajos, pero ese no era el motivo de sus síntomas.

 

 

Margaret seguía a pies juntillas una serie de reglas y carecía de la imaginación necesaria para considerar cualquier otra perspectiva. Su visión del mundo era en blanco y negro y, cada vez que algo se filtraba a través de su exigua lente, no había problema para el que ella no tuviera una solución inmediata y del todo lógica. Y eso era justo lo que Laura necesitaba en aquel momento: no tomar una decisión, sino que le dijeran lo que tenía que hacer.

No obstante, Margaret, que por lo general se divertía dirigiendo la vida de los demás —y ofrecía, sin que se lo pidieran, todo tipo de críticas cada vez que Laura violaba algún tácito protocolo social, como ir en alpargatas a la boda de Janet, llevar su propia servilleta de tela a los restaurantes donde solo las ponían de papel o señalar a una adorable cría de rata asomada entre las flores junto a un bordillo mientras paseaban por Madison Avenue—, se abstuvo de tomar partido en aquel asunto, diciéndole a Laura que se trataba de algo demasiado personal. Una decisión que una mujer solo podía tomar por sí misma. Peor aún, adoptó un punto de vista irritantemente filosófico aludiendo a la dimensión ética de todo aquello, haciendo comentarios del tipo de «nadie sabe con exactitud cuándo comienza la vida».

Laura no buscaba consuelo, pero le sorprendió el tono frío y distante de Margaret. Incluso tuvo la sensación de que la juzgaba por haber llegado a semejante situación. Y, para rematar, puso fin a su llamada con tanta brusquedad...: «Seguiremos en otro momento. Mi marido acaba de llegar» («Mi marido»).

Era algo temprano para que Trip volviera de la oficina, pensó Laura al colgar.

Cinco minutos después sonó el teléfono y era Margaret. Quizá había sido un poco brusca, le dijo a Laura, y en ese caso lo sentía de veras.

—¿Va todo bien? —preguntó Laura, pues Margaret no era de las que solían disculparse y su voz sonaba algo ahogada, como si hubiera estado llorando.

Tras un momento de silencio, Margaret rompió en sollozos.

—No es tan fácil quedarse embarazada. Algunas parejas felizmente casadas se pasan meses, incluso años, tratando de concebir; y todo para que al final les digan que en su caso no era posible. —Margaret se sonó la nariz—. Y que a ti te haya resultado tan fácil... después de una sola noche con un «criminal», y ni siquiera quieras tenerlo...

—Lo siento mucho, Mags —dijo Laura—. No tenía ni idea.

 

 

Cuando Laura despertó la mañana de la intervención descubrió que un pájaro se había colado en su dormitorio. Un gorrión. La calefacción central estaba muy alta la noche anterior y había dormido con la ventana entreabierta. Ahora la abrió por completo, pero el animal estaba tan nervioso que no encontraba la salida.

Laura esperó veinte minutos antes de llamar al súper, pues a él no le gustaba que le molestaran antes de las ocho. Su mujer contestó al teléfono. Siempre parecía molesta. Le dijo que Tony estaba en Nueva Jersey y cuando Laura le preguntó cuándo volvería ella contestó: «No muy pronto, si sabe lo que le conviene».

Muy poco profesional, pensó Laura, pero los italianos le daban miedo.

—Está bien —dijo al fin—. Gracias.

Y colgó.

El pájaro seguía revoloteando por la habitación completamente enloquecido. Tendría que atraparlo ella misma y sacarlo por la ventana. Cada vez que se posaba sobre alguna superficie para descansar, Laura se le acercaba muy despacio, pero el pájaro estaba aterrado y, en cuanto la veía, volvía a echar a volar.

La rutina continuó hasta las ocho y media. Después dieron las ocho cuarenta y cinco. Pensó en llamar a la consulta de su ginecólogo para pedir que avisaran a la clínica de que llegaría un poco tarde, pero qué motivo tan absurdo para llegar con retraso a algo así.

A las diez y nueve minutos Laura perdió los estribos.

—¡Que te den! —chilló, maldiciendo al pájaro—. Solo intento salvarte la vida y vas a conseguir que llegue tarde al aborto.

Al hablar de esa manera, Laura logró calmarse. Estaba haciendo lo que podía. Tenía que seguir intentándolo.

Pasaron otros diez minutos, o quizá cuarenta. Laura había perdido la noción del tiempo y ya no le importaba. Se había resignado a aquella situación. No iría a ninguna parte hasta haber atrapado a ese pájaro.

Cuando por fin lo consiguió, todo pareció precipitarse de repente. El tiempo se detuvo y después se aceleró bruscamente antes de volver a la normalidad. Misión cumplida. Laura cerró con fuerza la ventana y miró el reloj. Llegaría tarde a la cita, pero si se daba prisa solo se retrasaría diez o quince minutos.