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Lazos del pasado Olivia Gates Richard Graves llevaba mucho tiempo batallando con un pasado oscuro, y solo una mujer había estado a punto de hacer añicos esa fachada. Aunque hubiera seducido a Isabella Sandoval para vengarse del hombre que había destruido a su familia, alejarse de ella había sido lo más difícil que había hecho en toda su vida. Pero no tardó en enterarse de la verdad acerca de su hijo, y esa vez no se separaría de ella. Amor sin engaños Barbara Dunlop Las órdenes que le habían dado a Deacon para ser aceptado en la familia eran sencillas: casarse con Callie, la viuda cazafortunas de su hermanastro, y devolver a sus hijos a la familia. Sin embargo, esa mujer no tenía nada que ver con lo que se había esperado. Callie no resultó ser la cazafortunas que le habían prometido. Le hacía arder de deseo y replantearse sus egoístas intenciones. Boda secreta Jessica Lemmon Lo único que Stefanie Ferguson podía hacer para salvar la carrera política de su hermano era casarse. Por suerte, Emmett Keaton estaba dispuesto a ayudarla. Hasta aquel momento, había distado mucho de resultarle simpático. Sin embargo, tras los votos que intercambiaron, se desató entre ellos una pasión que ambos parecían haber estado negando durante largo tiempo.
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Seitenzahl: 549
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 487 - marzo 2022
© 2015 Olivia Gates
Lazos del pasado
Título original: Claiming His Secret Son
© 2018 Barbara Dunlop
Amor sin engaños
Título original: The Illegitimate Billionaire
© 2018 Jessica Lemmon
Boda secreta
Título original: A Christmas Proposition
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015, 2019 y 2019
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-503-1
Créditos
Índice
Lazos del pasado
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Amor sin engaños
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Boda secreta
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Richard Graves ajustó su sillón eléctrico, bebió un sorbo de bourbon y le dio al botón de pausa.
La imagen se congeló. Murdock, su mano derecha, lo había grabado mientras seguía a su objetivo a pie. La calidad de la filmación dejaba mucho que desear, pero la claridad del fotograma le hizo esbozar una sonrisa.
Solo cuando la miraba sentía una sonrisa en los labios. Solo cuando la miraba sentía emociones de alguna clase. Ahí estaba, con su hermosa figura, ese paso rápido, ese rostro animado, el cabello color azabache…
Debían de ser emociones lo que sentía, pero tampoco lo tenía claro. Lo que recordaba haber sentido en la juventud quedaba ya tan distante… Era como si hubiera oído hablar de ello, como si otra persona se lo hubiera contado. El chico que había sido alguna vez se había unido a la organización, un cártel criminal que secuestraba a niños y que los convertía en mercenarios imparables, duros como el hierro.
Aun así, ninguno de ellos se parecía al monstruo despiadado por el que todos le habían tomado, y con razón.
No guardaba muchos recuerdos de antes de la metamorfosis, pero, incluso después, solo recordaba haber sentido lealtad, afán de protección, responsabilidad, por Numair, aquel que había sido su mejor amigo para luego convertirse en su mayor enemigo, por Rafael, su discípulo y mejor aliado, y hasta cierto punto por los chicos de Castillo Negro, sus socios reticentes y dueños de un imperio mundial.
Hasta ahí llegaban sus sentimientos nobles, no obstante. Por aquel entonces, los que abundaban en su mente eran los pensamientos oscuros, extremos, crueles, cosas como la sed de poder, la venganza sin piedad.
Por todo ello, nunca dejaba de sorprenderle que ella fuera capaz de suscitarle emociones que jamás se había sentido capacitado para experimentar. Aquello solo podía etiquetarse de una manera: ternura. Y la había experimentado con frecuencia desde que había abandonado la rutina de leer informes de vigilancia sobre ella en favor de las grabaciones de lo que Murdock consideraba episodios relevantes de su vida diaria.
Cualquier persona se hubiera horrorizado de haber sabido que llevaba años teniéndola bajo lupa e interfiriendo según le parecía oportuno, cambiando la dinámica de su mundo de una manera imperceptible. Ella misma hubiera sentido auténtico pánico. Se saltaba unas doce leyes cada día: extorsión, violación de la intimidad y cosas peores, todo para cumplir con la misión de ser su demonio de la guarda. Pero eso no le preocupaba mucho. La ley estaba para romperla, o para esgrimirla a modo de arma.
Lo que sí le preocupaba era que ella llegara a saber que alguien la vigilaba, que sospechara algo, aunque jamás se imaginara que era él quien estaba detrás de aquello. Después de todo, ella ni siquiera sabía que él estaba vivo. Solo sabía que llevaba muchos años desaparecido, que no había vuelto a verle desde que tenía seis años. Seguramente ni se acordaba de él, y aunque se acordara, era mejor para ella seguir creyendo que estaba muerto, al igual que el resto de la familia.
Por todo ello, simplemente se dedicaba a observarla, a velar por ella, tal y como había hecho desde que había nacido. Lo había intentado, al menos. Había habido años en los que se había sentido impotente, incapaz de protegerla, pero en cuanto había tenido ocasión había hecho todo lo posible para darle una segunda oportunidad, una existencia segura y normal.
Soltó el aliento y congeló otro fotograma. Recordaba muy bien el día en que sus padres se habían presentado en casa con ella. Era una criatura diminuta, indefensa. Había sido él quien le había puesto el nombre.
Su pequeña Rose.
Ya no era pequeña, ni estaba indefensa. Se había convertido en una cirujana de éxito, madre, esposa y activista social. La había intentado ayudar siempre que había podido, pero todo lo que tenía lo había conseguido por mérito propio. Él solo se aseguraba de que consiguiera lo que se merecía, aquello por lo que había trabajado tan duro.
Había desarrollado una carrera de éxito. Tenía dos niños y un marido que la adoraba, ese al que no le había permitido acercarse a ella hasta estar completamente seguro de sus intenciones. Tenía una familia perfecta, y no solo era apariencia.
Dio al botón de play y se terminó la copa de bourbon. Si los chicos de Castillo Negro hubieran sabido que el dirigente más letal de la organización, alias Cobra, se pasaba las tardes vigilando a una hermana secreta que no sabía de su existencia, se hubieran reído de él a carcajadas.
De repente frunció el ceño al darse cuenta de algo. La grabación no tenía sentido. Rose estaba entrando en la nueva consulta privada que había abierto junto a su marido en Lower Manhattan. Murdock solo incluía las novedades, las emergencias y cualquier otra cosa que se saliera de lo normal.
Observar a Rose era su única fuente de alegría. Una vez le había dicho a su subalterno que le diera grabaciones de actividades diarias y rutinarias, pero Murdock había seguido llevándole filmaciones de aquello que consideraba relevante.
Soltó el aliento. Vulcan jamás hacía nada que no considerara pertinente y sujeto a la lógica. Aunque le obedeciera ciegamente en todo lo demás, Murdock jamás satisfaría una petición que obedeciera a un sentimiento fútil y que supusiera una pérdida de tiempo para ambos.
Pero había algo más en esa grabación aparentemente rutinaria.
¿Qué era lo que estaba pasando por alto?
Sintió que el corazón se le paraba un momento. La persona hacia la que se volvía Rose con un gesto sonriente era… ella. La imagen estaba tomada desde atrás y solo se veía parte de su perfil, pero la hubiera reconocido en cualquier parte.
Era ella.
Se echó hacia delante con la misma prudencia con la que se había acercado a bombas a punto de estallar. Palpó la mesita de cristal que estaba a su lado. No era la mano lo que le temblaba, sino el corazón, ese que jamás pasaba de sesenta pulsaciones por minuto.
Aquella larga cabellera dorada se había convertido en una corta melena oscura que no pasaba de los hombros. Aquella silueta llena de curvas peligrosas se había vuelto esbelta y atlética bajo una sobria falda de traje. No había ninguna duda, sin embargo. Era ella.
Isabella, la mujer a la que un día había amado con tanta fuerza que había estado a punto de tirar por la borda las metas que había perseguido durante toda una vida.
Ella había sido su única debilidad, su único fracaso, la única que le había hecho desviarse de su camino, la que casi le había hecho olvidarlo todo por momentos. Era la única mujer a la que no había sido capaz de usar, la única a la que no había querido usar. Pero sí había dejado que ella le utilizara. Después de aquella aventura incendiaria, le había dicho que jamás había sido una posibilidad para ella. Pero no era el recuerdo de ese pequeño lapsus lo que le hacía enloquecer. Lo que le disparaba el corazón era su mera presencia, lo que era en realidad. Era la esposa del responsable de la muerte de toda su familia, el hombre que había dejado huérfana a Rose. Había ido a por ella casi nueve años antes. Era el único talón de Aquiles de su marido, pero nada había salido según el plan.
El impacto había sido totalmente inesperado. Y no había tenido nada que ver con su singular belleza. Eso nunca lo había considerado importante. El deseo, en cambio, podía ser utilizado como arma. Era a él a quien enviaba la organización cuando había mujeres en el negocio. Le mandaban para seducir, utilizar y desechar con absoluta frialdad. Pero ella siempre había sido un enigma. Disfrutaba de los privilegios adquiridos por ser la esposa de un bruto que le sacaba cuarenta años, un viejo que la mimaba y la colmaba de lujos, pero al mismo tiempo estudiaba para ser médico y participaba en muchas actividades humanitarias.
Al principio había creído que esa fachada impecable estaba diseñada para lavar la imagen de su infame marido, y había tenido mucho éxito con ello.
Pero con el tiempo las certezas respecto a esa chica de veinticuatro años que aparentaba muchos más se habían desdibujado. Seducirla también había resultado ser mucho más difícil de lo que esperaba.
Aunque la atracción fuera mutua, no le dejaba acercarse, y no había tenido más remedio que reforzar las estrategias de seducción, pensando que solo quería ponerle la miel en los labios hasta tenerle dispuesto a hacer cualquier cosa por estar con ella. Pero, aun así, se le había resistido hasta aquel viaje a Colombia. Había ido allí en una misión humanitaria y él había ido tras ella. Su equipo había estado a punto de sucumbir al ataque de una guerrilla de paramilitares, pero él les había salvado. Los cuatro meses siguientes habían sido los más deliciosos de toda su vida.
Casi había olvidado el objetivo de la misión mientras estaba con ella. Cuando la tenía en los brazos, cuando estaba dentro de ella, había olvidado quién era. Pero finalmente le había sacado secretos que solo ella sabía sobre su marido. Se los había sacado sin que se diera cuenta, y entonces había llegado el momento de dar un paso. Pero eso tampoco había sido fácil. Poner en marcha el plan significaba que la misión había llegado a su fin. Lo que había entre ellos llegaba a su fin y no había sido capaz de alejarse de ella. Quería más, mucho más, y al final había terminado haciendo algo que jamás se le hubiera pasado por la cabeza en otras circunstancias. Le había pedido que se fuera con él.
Ella siempre le había dicho que no era capaz de pensar en una vida sin él, pero su rechazo a la propuesta fue instantáneo y rotundo. Jamás se había planteado dejar a su marido por él.
Febril y ciego de amor, se había convencido de que le había rechazado porque le tenía miedo a su marido y entonces le había ofrecido plena protección, pero ella había representado su papel de amante afligida con maestría y se había negado una vez más.
Poco a poco el calor del deseo daría paso al frío cinismo que acompañaba a la verdad.
Ella había elegido la protección y el lujo que podía ofrecerle el viejo con el que se había casado a la edad de veinte años, ese viejo que era su perrito faldero. A él solo lo había querido para la cama. Jamás le hubiera escogido para nada más.
Pero estaba seguro de que no había tardado mucho en arrepentirse de su elección. Poco tiempo después había acabado con su viejo rico. Había hecho trizas su maravillosa vida de excesos.
Para entonces ya le traía sin cuidado lo que pudiera pasarle, no obstante. Ella misma se había cavado su propia tumba.
Volvió a mirar la pantalla. La visión del pasado aparecía de una pieza. Aunque la calidad del vídeo no fuera buena, podía sentir su sangre fría. Ninguna de las vicisitudes que pudo haber pasado había hecho mella en ella.
De repente la escena se disolvió. Las dos mujeres entraron en el edificio y la filmación se detuvo abruptamente. Contempló la pantalla negra durante unos segundos. Los interrogantes le bombardeaban. ¿Qué estaba haciendo en la consulta de Rose? Parecía que no era la primera vez que se veían. ¿Cómo se había perdido todas las anteriores? ¿Cómo se había puesto en contacto con Rose? No podía ser una coincidencia.
¿Pero qué otra cosa podía ser? Era imposible que estuviera al tanto de su parentesco con Rose. El personaje de Richard Graves, el nombre que había adoptado al dejar atrás sus días como Cobra, había sido fabricado meticulosamente. Ni siquiera la organización, con sus recursos ilimitados de inteligencia, había sido capaz de encontrar alguna evidencia que le vinculara a su agente desaparecido.
Y aunque de alguna forma hubiera descubierto el vínculo que tenía con Rose, aquello que los había unido había terminado para siempre, pero no había sido gracias a él. Si bien había jurado que jamás volvería a contactar con ella, sí se había debilitado en otro frente. Había dejado la puerta medio abierta algo más de un año, por si ella quería restablecer el contacto. Pero no lo había hecho. Si hubiera querido hacerlo después de tanto tiempo, hubiera encontrado la forma de acercarse. No tenía sentido que buscara a Rose, o tal vez sí…
Sacó el teléfono móvil y telefoneó a Murdock.
–¿Qué pasa? –dijo en cuanto descolgaron.
–¿Señor? –la voz de Murdock sonaba llena de sorpresa y compostura a la vez.
–La mujer que estaba con mi hermana. ¿Qué estaba haciendo con ella?
–Todo está en el informe, señor.
–Maldita sea, Murdock, no voy a leerme tu informe de treinta páginas.
Se hizo un profundo silencio al otro lado de la línea. Murdock debía de estar atónito, sobre todo porque llevaba un año haciendo lo mismo. La documentación de Murdock era cada día más exhaustiva, porque así se lo había pedido, pero en ese momento no era capaz de concentrarse ni en un pequeño párrafo.
–Todo lo que encontré sobre la relación entre la doctora Anderson y la mujer en cuestión está en las dos últimas páginas, señor.
–¿Has sufrido un traumatismo últimamente, Murdock, o es que no hablo inglés? No voy a leer ni dos malditas palabras. Quiero que me lo cuentes. Ahora.
Tras el exabrupto, el disgusto de Murdock se hizo evidente. Su lugarteniente le recordó que los hombres como él eran una reliquia de otra era.
Richard siempre había pensado que se hubiera desenvuelto mucho mejor en algo como la mesa redonda del rey Arturo. Le trataba con el fervor de un caballero al servicio de su señor. Había sido el primer niño al que había tenido que entrenar cuando se había unido a la organización en calidad de formador. Él tenía dieciséis años y Murdock seis, la misma edad que Rafael. Le tuvo bajo su tutela seis años más y entonces le cambiaron por Rafael.
Murdock se había negado a aceptar el liderazgo de ninguna otra persona, y Richard había tenido que intervenir para hacerle entrar en cintura. Solo le había dicho que les siguiera el juego, que un día volvería a buscarle, y Murdock le había obedecido sin cuestionarse ni una palabra. Le había creído.
Richard había cumplido su promesa y se lo había llevado consigo al marcharse, dándole una identidad nueva también. Sin embargo, en vez de seguir su propio camino, Murdock había insistido en quedarse a su lado, aduciendo que su entrenamiento no había terminado. En realidad estaba al mismo nivel que el resto de los chicos de Castillo Negro desde el primer día. Podría haberse convertido en un magnate fácilmente, pero Murdock solo quería pagarle la deuda que creía tener con él antes de seguir adelante.
Ya habían pasado diez años desde aquello, y Murdock no parecía tener intención de marcharse. Tendría que deshacerse de él muy pronto, no obstante, aunque fuera como perder un brazo.
El persistente silencio de Murdock le hizo arrepentirse del arrebato. Su número dos se enorgullecía de anticiparse siempre a sus necesidades y de superar sus expectativas. No quería menospreciar su lealtad.
Antes de que pudiera decir nada, Murdock comenzó a hablar. Su tono de voz no dejaba entrever resentimiento alguno.
–Muy bien. Primero, la mujer parecía ser una colega más de la doctora Anderson. Comprobé su historial, como siempre hago, y no encontré nada reseñable. Pero hubo algo más que me hizo ahondar. Descubrí que se había cambiado el nombre legalmente hace cinco años, justo antes de entrar en los Estados Unidos por primera vez después de seis años sin pisar suelo estadounidense. Su nombre era…
–Isabella Burton.
Murdock digirió el hecho de que su jefe ya la conocía. No le había dicho nada acerca de esa misión, ni tampoco a Rafael.
–Ahora es la doctora Isabella Sandoval.
Sandoval… Ese no era ninguno de sus dos nombres de soltera. Como procedía de Colombia, tenía dos. Debía de haber hecho todo lo posible por convertirse en una persona completamente distinta al adoptar el nuevo apellido después de lo de su marido. Y eso también explicaba el cambio drástico en su apariencia. Era médico, además.
Murdock siguió adelante.
–Pero no fue eso lo que me hizo desconfiar, lo que me hizo fijarme en el encuentro con la doctora Anderson. Lo que me hizo indagar más es que encontré una laguna de trece años en su historia. No hay nada sobre ella desde los doce años de edad hasta los veinticinco. No he podido encontrar nada.
Richard no se sorprendió. Había borrado a conciencia todo rastro de su historia con Burton y, por alguna razón que solo ella conocía, también había borrado gran parte de su vida anterior.
–Los rastros comienzan a aparecer a la edad de veintiséis. Empezó una residencia médica de cuatro años en Colombia, en un programa de cirugía pediátrica de California. Fue una residencia especial, en colaboración directa con el jefe de cirugía de un famoso hospital universitario. El año pasado consiguió papeles para viajar a los Estados Unidos y obtuvo el permiso de trabajo para ejercer la medicina. Hace una semana llegó al país y firmó un contrato de un año en una casa de seis dormitorios situada en Forest Hills Gardens, en Queens. Está aquí gracias al apoyo de los médicos Rose y Jeffrey Anderson. Va a empezar a trabajar con ellos en su consulta privada como socia y miembro del comité directivo.
Después de oír todo eso, Richard ni siquiera supo en qué momento había colgado el teléfono. Puso el vídeo una y otra vez, hasta cansarse. Las palabras de Murdock no dejaban de darle vueltas en la cabeza.
Isabella. Iba a ser la socia de su hermana. Masculló un juramento y apretó el botón de apagado con saña.
«Por encima de mi cadáver».
Cuatro horas más tarde Richard se sintió como si el asiento de su Rolls Royce Phantom estuviera lleno de agujas al rojo vivo.
Ya habían pasado más de dos horas desde que había aparcado frente a la casa de su hermana. Murdock había vuelto a llamar para decirle que había olvidado comentarle que esa noche Isabella iba a cenar con Rose.
Nadie había salido aún de la casa. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Qué clase de cena duraba más de cuatro horas? Bastaba con eso para saber que las cosas podían resultar mucho peores de lo que se había imaginado en un principio. Isabella parecía ser muy amiga de su hermana. No era solo una socia en los negocios. Y aunque Murdock no hubiera sido capaz de averiguar cómo se había forjado tan singular amistad, Richard estaba convencido de que no era una casualidad, al menos no por parte de Isabella. Ella siempre tenía un plan, y lograba sus objetivos sirviéndose del engaño y la manipulación. Seguramente habría obtenido el título de medicina valiéndose de argucias.
Pero aún no tenía nada más que conjeturas. No tenía nada concreto que explicara cómo se había creado un vínculo tan estrecho. Isabella Burton se había vuelto invisible. No había dejado ni rastro de su pasado. Había sorteado el escrutinio de Murdock y, sin embargo, ahí estaba, en la casa de su hermana.
Había conducido hasta allí en cuanto Murdock le había dicho que debían de estar terminando de cenar. Tenía intención de interceptarla en cuanto saliera de la casa, pero ya habían pasado casi dos horas y media. Miró el reloj.
A cada minuto que pasaba más le costaba luchar contra el impulso de irrumpir en el domicilio y sacarla a la fuerza de la casa de su hermana. Se había mantenido lejos de su propia hermana durante toda la vida para protegerla y no iba a permitir que esa siniestra sirena la infectara con su pasado oscuro, con la malicia de sus intenciones y con su sangre fría.
De repente la puerta principal de la casa de estuco de dos pisos se abrió. Salieron dos personas. Isabella iba delante y detrás iba Rose. Richard sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Trató de descifrar la conversación tan animada que mantenían. De repente se dieron un abrazo y se besaron y entonces Isabella bajó las escaleras. Al llegar al final se volvió un instante y cruzó la calle, dirigiéndose a su coche.
En cuanto Rose cerró la puerta de su casa, Richard bajó de su vehículo. Bajo la tenue luz de las farolas, la silueta de Isabella parecía resplandecer gracias a un abrigo de color claro que llevaba encima de un vestido ligero de verano. Su cabello era una melena abundante de color negro azabache.
Diez metros antes de interceptarla, Richard se detuvo.
–Bueno, bueno, pero si es la mismísima Isabella Burton.
Ella se paró en seco. Levantó el rostro y le clavó la mirada. Su expresión era de auténtico horror.
–¿Qué…? ¿Dónde demonios…?
Se detuvo, como si no fuera capaz de encontrar las palabras.
Richard no sabía qué era lo que sentía en ese momento, pero sí que era algo enorme. Había cambiado mucho. Estaba casi irreconocible. La mujer que tenía delante no tenía casi nada en común con aquella joven que había conocido en el pasado y a la que había besado con fervor.
Su rostro había perdido la lozanía de la juventud. El tiempo había esculpido sus rasgos hasta convertirlos en una obra maestra de refinamiento e intransigencia. Siempre había sido irresistible, pero la madurez la había convertido en algo formidable.
Sus ojos eran los que más habían cambiado, esos ojos que le habían atormentado durante tanto tiempo. Parecían iguales, resplandecientes, con ese color camaleónico verde esmeralda y topacio. Pero aunque tuvieran el mismo color y la misma forma, se veía que estaban vacíos. Fuera lo que fuera lo que hubiera en su interior, era algo oscuro e insondable.
Ella bajó la vista en ese momento.
Richard apretó los dientes y bajó su la mirada también.
–Richard –dijo ella de repente, saludándole con un gesto formal. Como si estuviera saludando a un completo extraño.
Pasó por su lado y continuó andando rumbo al coche.
Él la dejó pasar, arqueando una ceja. Era evidente que no quería tener ningún contacto con alguien de su pasado, así que no debía de estar al tanto del parentesco que le unía a Rose.
Richard miró al frente, escuchó el ruido de sus tacones a medida que se alejaban. Una sonrisa seria se dibujó en sus labios.
En el pasado siempre había sido él quien se alejaba, pero en esa ocasión todo era muy distinto.
En cuanto la oyó abrir la puerta del coche, se dio la vuelta y fue hacia ella.
–Yo voy delante. Sígueme –le dijo al adelantarla.
Sintiendo su mirada en la espalda, abrió la puerta de su coche y se volvió justo a tiempo para ver su reacción.
–¿Qué demonios…?
Richard suspiró.
–Ya se me ha agotado la paciencia esta noche. Sígueme. Ahora.
–Ni hablar.
–Mi petición ha sido cortés. Trataba de darte una oportunidad de que preservaras tu dignidad.
Ella se quedó boquiabierta.
–Vaya. Gracias. Puedo preservarla muy bien yo solita. Ahora me marcharé, y si me sigues, llamaré a la policía.
Richard esbozó esa sonrisa ensayada que hacía temblar a los monstruos.
–Si te vas, no te seguiré. Llamaré a la puerta de tu amiga y le diré con quién va a hacer negocios. No creo que a los Anderson les haga mucha gracia saber que eras, y que a lo mejor sigues siendo, la esposa de un traficante de drogas, traficante de esclavos y terrorista internacional.
Isabella contempló el hombre que se interponía en su camino. Cuando se había materializado frente a ella, salido de la nada, había sentido que el corazón se le rompía en pedazos. Pero había sobrevivido a tantos horrores y había tenido tantas cosas que proteger que sus mecanismos de supervivencia siempre estaban alerta.
Richard, salido del oscuro averno del pasado más sórdido, era el hombre que la había seducido y que la había utilizado, el hombre que había estado a punto de destruirla.
No salía de su asombro porque justamente había estado pensando en él. ¿Acaso le había llamado con sus pensamientos? Tenía que ser una casualidad. No había otra explicación posible. ¿Para qué iba a buscarla después de ocho años? Después de todo, tenía que saber que lo que había hecho probablemente la haría perder la vida.
–No pongas esa cara de horror. No tengo intención de desenmascararte.
Su profundo tono de barítono le puso los pelos de punta.
–Siempre y cuando hagas lo que te pido, tu secreto quedará intacto.
–¿Qué te hace pensar que no se lo he contado todo?
–No lo creo. Lo sé. Te tomaste muchas molestias para construir esa nueva identidad de la señora Sandoval. Y te tomarás las mismas molestias para conservarla. Sin duda alguna accederás a cualquier cosa que te proponga con tal de que nadie sepa nunca lo que eres en realidad, y eso incluye a los Anderson.
–¿Y qué es lo que soy? Haces que parezca que soy un monstruo.
–Estás casada con uno, y eso te hace de la misma especie.
–No estoy casada con Caleb Burton desde hace ocho años.
Algo misterioso e intimidante le cruzó las pupilas durante una fracción de segundo. Cuando habló, no obstante, su voz era la de siempre, soberbia y calculadamente distraída.
–Un pasado lleno de crímenes.
–Yo nunca he tenido un pasado criminal.
–Los crímenes siguen estando ahí aunque no te cacen.
–¿Y qué pasa con tus crímenes? Hablemos de eso.
–Mejor no. Nos harían falta meses para hablar de ellos, porque son casi infinitos, y además, no han dejado rastro. Los tuyos, en cambio, son fáciles de probar. Sabes muy bien cómo hizo una fortuna tu marido de la noche a la mañana, y no hiciste nada para denunciarle. Eres, por tanto, su cómplice. Además, te beneficiaste de muchos de esos millones manchados de sangre. Esos dos cargos valdrían para meterte en prisión durante diez o quince años, en una celda diminuta de una cárcel de máxima seguridad.
–¿Me estás amenazando con entregarme a las autoridades?
–No seas estúpida. Yo no recurro a cosas tan mundanas. No dejo que la ley se ocupe de mis enemigos o que castigue a aquellos que no satisfacen mis deseos. Yo tengo mis propios métodos, pero en tu caso ni siquiera me hace falta recurrir a ellos. Basta con tener una charla con tus honorables amigos y estoy seguro de que no querrán hacer negocios con alguien que tiene un pasado como el tuyo.
–Por muy extraño que le parezca a un ser retorcido como tú, hay gente buena en el mundo. Los Anderson no juzgan a la gente por su pasado.
–Si de verdad creyeras eso, no te hubieras molestado tanto en cambiar tu identidad y tu apariencia.
–Lo del cambio fue solo por protección. Estoy segura de que alguien como tú, el magnate más famoso en materia de seguridad, lo entiende perfectamente.
Richard esbozó una amarga sonrisa.
–Entonces no tendrá importancia que tus posibles socios se enteren de que eras la mujer de uno de los capos más famosos del crimen organizado, por no hablar de toda la inmoralidad que implicaba ese matrimonio y que tú escondiste por conveniencia propia. Si te niegas a seguirme, me veré obligado a poner a prueba tanto tus convicciones como las de ellos.
Isabella sintió que se ahogaba.
–¿Qué demonios quieres de mí?
–Quiero recuperar el tiempo perdido.
Isabella se quedó boquiabierta.
–¿Me ves en mitad de la calle y decides chantajearme de repente porque tienes muchas ganas de recuperar el tiempo perdido?
–No me digas que has contemplado la posibilidad de que pudiera haber salido a dar un paseo por este limbo de vecindario urbano llamado Pleasantville.
–Me estabas siguiendo.
La certeza instantánea le heló la sangre. La premeditación le daba un cariz mucho más serio a todo.
Richard se encogió de hombros.
–Te tomaste tu tiempo ahí dentro. Estaba a punto de llamar a la puerta de los Anderson para ver por qué tardabas tanto.
Consciente de que era capaz de eso y de mucho más, Isabella no quiso ni pensar en qué hubiera pasado si hubiera irrumpido en la casa.
–¿Y te has tomado tantas molestias solo para verme y recuperar el tiempo perdido?
–Sí, entre otras cosas.
–¿Qué otra cosas?
–Cosas que sabrás cuando dejes de perder el tiempo y me sigas. Te diría que dejaras tu coche, pero tu amiga podría verlo y se preocuparía.
–Ninguna posibilidad sería tan mala como lo que está ocurriendo en realidad.
La expresión de Richard se endureció.
–¿Me tienes miedo?
–No.
–Bien.
Su satisfacción y prepotencia resultaban irritantes. Querría borrarlas de esa cara cruel e implacable.
–No te tengo miedo, porque sé que si quisieras hacerme daño, ya lo habrías hecho. El hecho de que estés intentando chantajearme indica que no estoy en tu lista negra.
–Me alegra que entiendas la situación. ¿Vamos?
Isabella se quedó inmóvil, atrapada en su mirada.
De repente él dio media vuelta y echó a andar. Antes de subir al coche por el lado del conductor, le dedicó una mirada imperiosa por encima del hombro.
–Sígueme.
Al oír esa orden con su perfecto acento británico, Isabella soltó el aliento que había estado conteniendo.
Lo mejor era terminar con todo aquello lo antes posible. En cuestión de minutos se encontró siguiéndole rumbo a Manhattan. Las emociones libraban una batalla en su interior: miedo, furia, frustración… y algo más.
–Que sea rápido.
Isabella soltó el bolso encima de un opulento butacón de cuero negro y bronce y miró a Richard. Estaban en la enorme área de recepción de su despacho, rodeados de suelos de mármol y techos inalcanzables.
Él siguió preparando las bebidas en el minibar. Su expresión de lobo se hacía cada vez más profunda. Fingiendo indiferencia, Isabella miró a su alrededor y una vez más quedó asombrada.
El ático de la Quinta Avenida estaba frente a Central Park, en penumbra a esa hora, y el rutilante Upper East Side dejaba claro lo rico que había llegado a ser Richard Graves. El apartamento incluso albergaba una piscina de casi diez metros por quince.
–Hoy me enteré de que estabas en el país.
El comentario la sacó de su ensoñación. Esa voz profunda, con la cultivada precisión de ese acento británico impecable, la hizo estremecerse una vez más. Solía pedirle que le hablara solo para deleitarse escuchándole.
Al agarrar su copa, le rozó los dedos brevemente, produciéndole una descarga que la recorrió de arriba abajo.
–Entonces, en cuanto te enteraste de que estaba en suelo americano, decidiste seguirme la pista y tenderme una emboscada.
–Exactamente.
Bebiendo un sorbo del líquido color ámbar que tenía en la copa se volvió hacia ella del todo.
–He estado recordando cómo nos conocimos.
Isabella bebió un sorbo de su copa para no arrojársela a la cara. En cuanto el líquido descendió por su garganta se dio cuenta de lo bien mezclada que estaba. Tenía la temperatura perfecta y el sabor adecuado, ligero de alcohol y muy dulce.
Se acordaba. Recordaba cómo le gustaba tomar las bebidas.
–No nos conocimos, Richard. Entonces también me seguiste la pista. Y me tendiste una trampa.
Richard esbozó una media sonrisa colmada de indiferencia.
–Cierto.
Isabella bebió otro sorbo y canalizó su rabia a través del sarcasmo.
–Gracias por no negarlo.
La mirada de Richard se hizo más indescifrable y enigmática. De pronto se encogió de hombros.
–No pierdo mi tiempo persiguiendo objetivos inútiles. Ya me he dado cuenta de que lo sabes todo. Desde el primer momento tu actitud hostil me dejó claro que no estoy hablando con la mujer que lloró desconsoladamente cuando me marché.
–¿Y por qué concluyes que lo sé todo? Podría haber sido auténtica tristeza femenina y resentimiento por tu partida. Aunque fuera una tonta de remate por aquella época, no podías esperar que me arrojara a tus brazos después de ocho años, ¿no?
–El tiempo es irrelevante. Es aquello de lo que te diste cuenta lo que te hizo cambiar. Es evidente que lo averiguaste todo –le dijo, clavándole la mirada–. ¿Cómo lo hiciste?
–Ya sabes cómo.
–Seguramente sí, pero aun así me gustaría saber los detalles de cómo llegaste a saber la verdad.
Isabella dejó escapar una amarga carcajada.
–Si me lo estás preguntando para no volver a repetir el error del que me valí, no te molestes. Si logré enterarme de la verdad, no fue gracias a una especial clarividencia por mi parte, y no me di cuenta hasta tres años después.
Él arqueó una ceja al oír ese último detalle.
–Sí. Patético, ¿no?
–No es ese el adjetivo que yo usaría. No quiero los detalles de cara a una futura operación. Sé que es imposible seguirme la pista. Tus deducciones no podrían haberse basado en ninguna evidencia. Y aunque así hubiera sido, yo me aseguré de que nunca tuvieras motivos para sacar nada a la luz.
–¿Entonces me estás pidiendo que me maraville de lo bueno que eres?
–Sé lo bueno que soy.
Isabella comenzó a sentir un dolor palpitante.
–No necesito ninguna certificación y tampoco me recreo en la autocomplacencia –la atravesó con la mirada–. ¿Por qué esa reticencia a decírmelo? Estamos poniendo las cartas sobre la mesa ahora que hace tanto tiempo que el juego terminó.
–Tú no has puesto nada sobre la mesa.
–Pondría lo que tú quisieras.
Isabella abrió la boca para decir algo, pero él se le adelantó.
–Tú primero.
Sabiendo que al final terminaría dándole lo que fuera que quisiese, Isabella suspiró.
–Cuando empezaron los ataques con Burton, yo simplemente pensé que él había infringido sus reglas de confidencialidad. Un día, cuando estaba de rodillas por fin, afirmó que la filtración no había venido por su parte. Dijo que yo era la única que estaba al tanto de todo lo que hacía. Yo pensé que solo estaba buscando a un culpable, pero eso no supuso ninguna diferencia. Pensé que muy pronto llegaría a la conclusión de que le había traicionado, así que escapé.
Richard se terminó la copa e hizo una mueca. Dejando el vaso vacío sobre una mesita, se echó hacia atrás en su butacón. Su mirada era tan intensa que era como si intentara extraerle el resto de la información a través de los ojos.
Isabella contuvo el torrente de acusaciones que pugnaba por salir de sus labios y siguió adelante, omitiendo los dos peores años, los años del infierno.
–Mucho tiempo después recordé sus acusaciones y comencé a preguntarme si no había sido un poco indiscreta quizás. Eso, por otro lado, me llevó en la dirección de la única persona con la que podría haber cometido una indiscreción. Y esa persona eres tú. Eso me llevó a repasar todo el tiempo que habíamos estado juntos y me hizo darme cuenta de lo habilidoso que habías sido para sacarme la información.
–Y entonces te diste cuenta de que había sido yo quien le había mandado al infierno.
Isabella asintió. No era capaz de hablar al recordar aquel momento de dolorosa lucidez. Había sentido una traición tan grande, una pérdida tan grande.
–Me di cuenta de que yo me había convertido en tu objetivo porque era la persona idónea para conseguir información de dentro y me pediste que me fuera contigo para humillarle en todos los sentidos posibles. Todo cobró tanto sentido entonces que me pareció increíble no haber sospechado nada de ti durante tantos años. ¿Quién sino tú podría haber trazado un plan tan letal para verle caer? Hace falta un monstruo para derribar a otro.
–No era eso lo que gritabas todas aquellas veces cuando estabas en la cama conmigo.
–No te vayas por la tangente. Ya he admitido que era ajena a todo aquello, pero una vez me quité la venda de los ojos, solo deseé poder olvidar haberte conocido.
–Bueno, no te hagas muchas ilusiones en ese sentido. Aunque nuestro encuentro no haya sido casual, no solo fue memorable, sino también imborrable.
Su tapadera le había canjeado un puesto de seguridad en la organización humanitaria con la que ella trabajaba en aquel momento. Había exigido conocer personalmente a todos los voluntarios antes de seleccionar a los miembros del equipo que iría a Colombia para una peligrosa misión.
La primera imagen que tenía de él se había quedado grabada a fuego en su mente. Nada ni nadie en toda su vida la había obnubilado tanto. Y no era porque fuera el hombre más apuesto que había visto jamás. Su hechizo llegaba mucho más lejos. Su escrutinio era intenso y sus preguntas desarmaban.
Después de oír que había pasado la prueba, había salido de su despacho tambaleándose.
–Te han sentado bien los cambios.
Isabella parpadeó. Se dio cuenta de que no había dejado de mirarle todo el tiempo, al igual que él a ella.
–Tu figura, tu rostro… el cabello oscuro. Es un disfraz muy efectivo, pero además te sienta bien.
–Quería tener otro aspecto, por seguridad, pero al final no tuve que hacer nada. Fue suficiente con el tiempo y con lo que trajo consigo.
–Hablas como si hubieras llegado a la cima de la montaña.
–Así me siento. Y este es mi color real. Dejar de aclararme el pelo fue lo mejor que hice, después de librarme de Burton, que no hacía más que decirme que estaba más guapa de rubia.
–Burton no solo era un depravado, sino también un tipejo con muy mal gusto. Ese tono chocolate realza tu tez color marfil y también tus ojos.
Isabella parpadeó. ¿Richard Graves acababa de hacerle un cumplido?
–Antes de acercarme a ti ya tenía fotos y conocía tu singular belleza. Pero cuando te vi en carne y hueso, el efecto total fue como un puñetazo en el estómago, y no solo por tu apariencia. El tiempo solo se había llevado la lozanía de la juventud y la había reemplazado con una belleza profunda. Sin embargo, creo que el tiempo aún tiene mucho más que concederte. Eras hermosa, pero ahora eres exquisita. A medida que pase el tiempo llegarás a ser divina.
Isabella se quedó boquiabierta. Mucho tiempo atrás, cuando aún le creía un ser humano, se había tragado todos sus elogios, pero ni siquiera entonces, cuando hacía lo indecible para mantenerla bajo el hechizo, había sido capaz de pronunciar palabras de tanta belleza y poesía.
Que lo hiciera en ese momento, sin embargo, la ofendía, la hacía entrar en cólera.
–Ahórrame las náuseas. Ambos sabemos qué es lo que realmente piensas de mí. ¿Es esta una de esas otras cosas que tenías en mente? ¿Tenías pensado colmarme de halagos empalagosos para divertirte un poco más a mi costa?
–Solo intentaba ser sincero –se volvió hacia ella–. Y en cuanto a esas otras cosas, se trata de esto…
De repente Isabella se encontró tumbada boca arriba con Richard encima. Su peso le aplastaba los pechos. Tenías sus caderas entre los muslos.
Si existían los demonios que arrebataban el alma, sin duda debían de ser así; hambrientos, horripilantes y hermosos a la vez.
–Ocho años, Isabella. Ocho años sin esto. Ahora quiero tenerlo todo de nuevo. Me voy a beber hasta la última gota de ti. Por eso te he traído aquí. Y es por eso que tú viniste también.
El tiempo se congeló mientras yacía debajo de Richard, paralizada. Incluso su corazón parecía estar a punto de romperse en pedazos con un latido.
Y entonces todo lo que había acumulado en su interior desde la última vez que le había visto, toda la traición, el ansia, el desánimo, todo eso se derramó y la hizo temblar.
Un escalofrío atravesó el enorme cuerpo de Richard. Era como si sus temblores le hubieran electrificado. Cayó sobre ella con más fuerza y estrelló los labios contra los suyos, que estaban abiertos en ese momento.
Isabella sintió la invasión de su lengua. Notó su sabor, su olor. Era esa droga a la que había estado enganchada. Se dejó llevar por una marea de inconsciencia y le dejó disfrutar de su cuerpo, de sus labios, tal y como recordaba y anhelaba. Richard no besaba. Arrasaba.
No solo la hizo caer presa de ese frenesí que ya conocía tan bien, sino que la arrojó al pozo del recuerdo y la hizo revivir el primer beso, aquel que había desencadenado su adicción.
Aquel día había aparecido como un ángel salvador, como una respuesta a sus plegarias, abriéndose paso entre las guerrillas que amenazaban a su equipo. Había tenido tanto miedo pensando que iba a morir sin tenerle, la única cosa que había deseado en toda su vida. Estaba tan agradecida que le había ofrecido lo que tanto había perseguido.
Él la había llevado a su habitación, devorándola con la mirada. Y ella le había dejado hacer todo lo que quería. Se había derretido ante él. Le había dado permiso para hacerlo todo.
Pero la conflagración era más violenta en ese momento, alimentada por la rabia y el resentimiento, el dolor y el deseo reprimido. Estaba mal hacerlo, pero eso solo la hacía desearlo más.
Jugaba con sus pezones duros y se apretaba contra su sexo caliente. La hizo separar los muslos un poco más y continuó devorándola con cada beso. Isabella no podía contener los gemidos.
De repente, se separó de ella, arrancándole un grito de anhelo. Se incorporó.
–Debería haber escuchado a mi propio cuerpo y al tuyo. Debería haber hecho esto en cuanto te traje aquí. Dime que esto es lo que has querido desde siempre. Dilo, Isabella.
El mundo dio vueltas a su alrededor. Eran tantos años de dolor, de añoranza, tantos sueños que se convertían en pesadillas. En esas visiones siempre la devoraba a besos para luego quitarse la máscara y dedicarle la expresión más despiadada que había visto jamás.
–¿Y si no lo digo?
Richard se levantó, apartándose de ella. Su mirada había perdido la intensidad que había tenido un momento antes. Se sentó frente a la mesita. Era evidente que había decidido que el encuentro había llegado a su fin.
Isabella sintió una profunda decepción que la paralizó aún más. ¿Qué era lo que había esperado? Sintiéndose ridícula, se incorporó y se arregló el vestido que él había descolocado.
–Ahora que no hay ninguna evidencia de coacción física, dilo.
–¿Quieres decir que ya no hay coacción porque no estás encima de mí? Estoy aquí por pura coacción.
–Eso es falso. Yo solo te di una excusa para que pudieras hacer lo que querías hacer, una justificación con la que salvaguardar tu dignidad. Pero es muy fácil invalidar esa afirmación con la que te exoneras. Te acompañaré a la puerta y puedes marcharte sin más.
–Y entonces llamarás a mis amigos.
–Podrías hacer cosas que me obligarían a hacer eso, pero ninguna de ellas incluye la acción de marcharte ahora –se puso en pie–. ¿Vamos?
Isabella se puso en pie y echó a andar tras él.
–¿Eso es todo? ¿Te has tomado tanta molestia para traerme aquí, para interrogarme, y cuando me niego a decirlo, me acompañas hasta la puerta?
–Tengo que hacerlo. La puerta no se abre sola.
Su ironía y el desdén hacia lo que acababa de pasar entre ellos la hizo entrar en cólera.
Alcanzándole por fin, le agarró del brazo, pero sus dedos resbalaron sobre esos músculos de piedra.
–¿Por qué quieres que lo diga? ¿Tan retorcido es tu ego? ¿Quieres que admita cuánto te deseo aunque nunca me hayas correspondido?
Richard arqueó las cejas aún más.
–¿Ah, no?
–Si ambos estamos seguros de algo, es de eso.
–¿Y cómo es que has llegado a esa conclusión?
–Tal y como llegué a todas las demás. La seducción es sin duda tu arma predilecta cuando se trata de mujeres, y fingir que me deseabas fue tu estrategia para hacerme comer de tu mano. La información que yo tenía era lo único que te importaba.
Richard inclinó la cabeza como si estuviera examinando a una criatura que le era desconocida.
–¿Crees que pasé cuatro meses contigo en la cama y que no te deseaba?
–Eres un hombre, y estás muy bien dotado. Apuesto a que podías dar la talla con cualquier mujer razonablemente atractiva, sobre todo con una que estuviera bien dispuesta.
–Como tú entonces.
Isabella tuvo ganas de darle una bofetada.
–Nunca pensé que una mujer pudiera llegar a estar tan caliente y lista para mí. Te hubiera seducido aunque hubieras sido la más fea del baile. Nunca he tenido requisitos previos en esa clase de misión. Pero incluso basándonos en mi libido indiscriminada, tal y como supones, hubiera buscado un mínimo de contacto físico para mantenerte enganchada. No me hubiera tomado tantas molestias para verte todos los días y hacer el amor contigo todas las veces posibles. Ni siquiera con mi dotación podría haber dado la talla tantas veces, y con tanto vigor, si no te hubiera correspondido en lo que sentías. Y sí te correspondía. Eso no fue parte de la obra.
El corazón a Isabella se le aceleró cuando le miró a los ojos. De repente parecía que se había quitado todas las máscaras. Era como si estuviera diciendo la verdad por primera vez.
¿Era cierto lo que acababa de decirle?
–Pero si me deseabas tanto como dices, y sin embargo me usaste y me tiraste a la basura tal y como hacías con todas, eso te convierte en alguien mucho peor, frío y despiadado.
La mirada de Richard volvió a ser indescifrable.
–No fui yo quien te rechazó. Tú escogiste a Burton.
–¿Así llamas a lo que hice? No tuve elección.
–Siempre hay elección.
–Ahórrame los eslóganes de autoayuda.
–Una elección no tiene por qué ser fácil, pero no por ello deja de ser una elección. Toda elección tiene pros y contras. Y una vez tomas una decisión, tienes que asumir las consecuencias. No culpas a otros por ellas.
–No estoy de acuerdo. En este caso sí que culpo a otros, a Burton y a ti. Ambos hicisteis que no tuviera elección. Dejarle no era una opción.
–Pero al final sí que le dejaste.
–No me marché. Huí para salvar la vida.
–Podrías haber hecho eso conmigo.
–¿Ah, sí? ¿Y dónde hubiera terminado si no hubieras podido acabar con él? ¿Qué hubiera pasado si te hubieras cansado de mí, cosa que seguramente hubiera ocurrido más tarde o más temprano?
Richard le dedicó una mirada llena de arrogancia.
–La posibilidad de que no llegara a acabar con él no existía. Y te prometí protección.
–¿Te atreves a decirme que soy la responsable del peligro que corrí cuando llevaste a cabo tu plan? No sabía hasta dónde llegaba esa promesa. No sabía nada de tu poder real, de tu propósito.
–¿Y tú me recriminas que no te haya dicho nada, teniendo en cuenta que eras su cómplice?
Isabella dejó escapar una amarga risotada.
–¿En menos de una hora he pasado de ser un medio útil para convertirme en un cómplice? Me pregunto en qué me habrás convertido cuando esta conversación llegue a su fin.
–Le pongas una etiqueta u otra a lo que hiciste, mi deseo por ti no me impidió ver que podías decírselo todo si confiaba en ti. Hubiera sido una oportunidad para ganarte su confianza del todo, y además así hubieras añadido agradecimiento al encaprichamiento patológico que ya sentía por ti. Y yo tenía razón.
–¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
–Cuando hubo que tomar una decisión, y ajena a mis verdaderas capacidades, elegiste al hombre al que creías más poderoso. Eso me deja muy claro qué hubieras hecho si me hubieras considerado una amenaza para tu pastel de mil millones de dólares –se encogió de hombros–. Y no te culpo. Pensabas que habías tomado la decisión correcta, basándote en la información que tenías. Que estuvieras muy mal informada y que por ello cometieras un error colosal no te convierte en una víctima.
Isabella sintió que la sangre le hervía. Era inútil dar voz a sus protestas, no obstante. No tenía pruebas, tal y como él mismo había dicho.
–Lo tienes todo resuelto, ¿no? –le preguntó él de repente, echando los hombros hacia delante como si se hubiera rendido.
–En buena parte, sí –Isabella suspiró–. Entonces tú lo orquestaste todo. Conseguiste el resultado que buscabas. La suerte estaba de tu lado e incluso pudiste disfrutar de una chica bien dispuesta, ¿no? La misión debió de ser más apetitosa de esa manera, ¿no?
Richard se encogió de hombros con indiferencia.
–Más o menos. Pero tengo algo que objetar. No fue apetitoso, sino maravilloso.
–Yo… ¿Lo fue?
–Maravilloso y muchas cosas más. Estar contigo fue el único placer verdadero que he tenido jamás.
Sus palabras fueron como un puñetazo en la mejilla.
–Y es por eso que quiero que lo digas, Isabella.
El deseo desnudo que vio en su mirada y que escuchó en su voz le aceleró el corazón. Parecía que se le iba a salir del pecho con cada latido.
–Quiero que digas que has echado de menos todo eso que tuvimos durante aquellos días, quiero que me digas que cada vez que cerrabas los ojos, yo estaba ahí, en tu mente, en tu lengua, por todo tu cuerpo, dentro de ti, dándote todo lo que solo yo puedo darte.
Cada palabra que pronunciaba, rebosante de deseo, la golpeaba por dentro, pero tenía que resistir, por todo lo que le había hecho, en el pasado, en el presente, por todo lo que había pensado de ella, por todo lo que era en realidad.
–¿Y si no lo digo?
–¿Quieres que te obligue a tomar aquello que te mueres por tener, solo para conservar la dignidad intacta? No, mi exquisita sirena. Si te hago mía ahora, será porque tú me dirás claramente que es eso lo que deseas, que te mueres por tenerme. Si no es así, ya puedes irte.
Isabella bajó la vista y guardó silencio un momento. Tenía todos los motivos del mundo para decirle que se fuera al infierno, pero también tenía una razón muy poderosa para hacer lo contrario. Sin decir ni una palabra, estiró el brazo. Le enredó una mano alrededor de la corbata y tiró de él como pudo.
Su rostro quedó a dos milímetros de distancia.
–Ahora, dilo.
–Te deseo.
–Dilo todo, Isabella.
Quería sacarle el alma, tal y como había hecho en el pasado.
–Te he deseado con cada suspiro durante estos últimos ocho años.
Su satisfacción fue feroz. Con un movimiento rápido, agarró la mano con la que le sujetaba la corbata y la desenredó. Y entonces se apartó de ella bruscamente.
Se sentó en un enorme butacón situado frente a la piscina.
–Demuéstramelo –le dijo.
Sin saber muy bien si debía maldecirle a él o maldecirse a sí misma, caminó hacia él como si no tuviera elección.
En cuanto sus rodillas chocaron, perdió toda coordinación y cayó sobre él con todo el peso de ocho años de anhelo. Se sentó sobre él a horcajadas y el vestido se le subió hasta los muslos. Su mirada la taladró hasta el momento en que sus labios se estrellaron contra los de él.
Él abrió la boca en respuesta a su urgencia y dejó que le mostrara cuánto necesitaba todo lo que podía darle. Isabella deslizó las manos sobre su cuerpo formidable y se frotó contra la dura roca de su miembro a través de la ropa.
–Te deseo, Richard. Me he vuelto loca deseándote.
Al oír esa súplica febril él tomó el control y sus labios detuvieron sus esfuerzos descoordinados. Suspirando irregularmente, Isabella disfrutó de su dominación, de lo que había interrumpido antes. Sus manos iban a la deriva sobre ella, le quitaban las prendas como si fueran tiras de piel caliente, con ese virtuosismo que siempre la había dejado sin aliento. Cada movimiento suyo estaba cargado de una precisión digna de un depredador a la caza de una presa.
Interrumpiendo el beso, retrocedió y recogió sus pechos en las palmas de las manos. Sus caricias fueron breves, pero devastadoras. La hizo darse la vuelta y, una vez la tuvo sentada en el butacón, se arrodilló frente a ella. Le quitó las braguitas con agilidad y hundió los labios en su sexo caliente y húmedo. Isabella dejó escapar un grito y abrió aún más las piernas para darle mejor acceso a sus rincones más íntimos, que nunca habían sido de otro.
Horas antes estaba inmersa en su nueva vida, convencida de que nunca más iba a volver a verle, y sin embargo, allí estaba, frente a él, recibiendo esos placeres que ningún otro había sabido darle.
Él le mordisqueó el clítoris, desatando una ola de placer que no podía ser real. Estaba al borde del éxtasis. Bastaba con una caricia más para que se desencadenara el frenesí. Pero ella no quería llegar tan pronto. Quería tenerle dentro de ella.
–Richard… –jadeó–. Te necesito dentro de mí, por favor.
Gruñendo, él se incorporó y sofocó su petición con un beso hambriento, dejando que probara su propio sabor directamente de su lengua. La levantó en brazos y la llevó contra la pared de cristal de los enormes ventanales.
Richard estaba a punto de hacerla suya frente a una ventana desde la que se divisaba toda la ciudad. Apretándola contra el cristal, la hizo enroscar las piernas alrededor de su trasero y entonces se echó hacia atrás, liberando su erección.
La potencia que se había apoderado de ella durante todos esos encuentros sexuales con Richard hizo que la boca se le hiciera agua. Su sexo ardía, se humedecía por momentos. Un segundo después comenzó a sentir la presión de su miembro contra el abdomen. Su pene, duro y enorme, palpitaba contra su piel hinchada. De pronto deslizó su calor y su dureza a lo largo de sus labios más íntimos, lanzando así una miríada de flechas de placer que la atravesaron hasta hacerla retorcerse.
No la penetró hasta que ella gimió.
–Lléname.
Fue entonces cuando Richard obedeció.
La brusquedad de su invasión y la forzada expansión de sus músculos alrededor de él fue una sensación intensa, casi dolorosa. El mundo se oscureció alrededor de Isabella.
–Demasiado tiempo… demasiado tiempo –le dijo él, clavándole los dientes en el hombro como un león.
De repente se retiró.
Era como si le estuviera robando la fuerza, la vida. Isabella le rodeó la espalda con ambos brazos y clavó las uñas en su piel. Él le respondió con una embestida más firme, obnubilando sus sentidos momentáneamente. Después de unos cuantos golpes más, Isabella sintió que su cuerpo cedía por fin, dándole cabida por completo. Richard aceleró el ritmo. Cada vez que se retiraba sentía la angustia de la pérdida, y cuando volvía a empujar un placer inefable la embargaba. Sus gemidos tapaban los susurros que salían de los labios de Richard una y otra vez. Susurraba su nombre como una letanía. Cada vez que empujaba sus cuerpos chocaban, carne contra carne, y el aroma del sexo y del abandono se intensificaba. El roce caliente de su piel dura la hacía sentir que estaba a punto de entrar en combustión.
Él siempre había sabido lo que ella necesitaba y esa vez no fue una excepción. Se lo dio todo, martilleando con las caderas contra su pelvis. Su erección entraba y salía con una cadencia firme, capaz de desatarlo todo en su interior. La tensión contenida se hizo añicos. Isabella sintió que su cuerpo entraba en erupción. Corrientes de desahogo la recorrieron por dentro, sofocando sus gritos. Se aferraba a él como si le fuera la vida en ello.
Gritando su nombre, Richard llegó a su propio clímax y eyaculó toda su pasión dentro de ella, llenándola, colmándola, agudizando los latigazos de placer hasta despojarla de la última chispa de sensibilidad. Isabella sintió cómo se derramaba la última gota de su simiente y una olvidada sonrisa de satisfacción iluminó sus labios al tiempo que apoyaba la cabeza sobre su pecho.
–No es suficiente, Isabella. Nunca es suficiente.
Sintiéndose como si fuera de goma, Isabella se giró hacia él. Todavía dentro de ella, intentaba apartarse de la ventana. Sabía que la llevaría a su dormitorio entonces y quería estar preparada para la segunda ronda, así que descansó unos segundos. Poco después él la sacó de su ensimismamiento al recostarla en la cama. El aroma masculino de las sábanas la envolvió, arropándola y recompensándola por la pérdida cuando él se apartó un momento para quitarse la ropa. Estiró los brazos, invitándole a volver junto a ella, suplicándole.
Pero esa vez él no la dejó suplicar mucho. Volvió a tumbarse sobre ella. Le separó los temblorosos muslos y le empujó las rodillas hasta el pecho, enganchando los brazos por detrás para abrirla del todo. Agachándose del todo, le metió la lengua en la boca y volvió a penetrarla con un movimiento rápido y certero.
Isabella gritó con fuerza a medida que él se abría camino en su cuerpo hinchado, empujando y frotándose contra ella. Traducía cada libertad que se tomaba y la convertía en palabras que no hacían sino intensificar el placer. Isabella volvió a llegar al clímax, una y otra vez. Esos ocho años de privación se disolvieron en torrentes de sensaciones cada vez más arrolladoras.
Cuando llegó al éxtasis por cuarta vez, él comenzó a empujar con más energía, cada vez más rápido, hasta llegar a las puertas de su útero. Se mantuvo ahí un instante y dejó escapar su simiente. Isabella sintió que su cuerpo convulsionaba, así que se aferró a él con dedos de acero. Su carne hipersensible le sacaba hasta la última gota de placer.
Por fin se desplomó sobre ella. Su corazón latía con furia, haciéndola retumbar por dentro. Se tumbó a su lado y la hizo acurrucarse contra él. Isabella sintió una fría sábana sobre el cuerpo de repente.
Quería aferrarse a ese momento, no dejarlo escapar jamás, pero era inevitable. Todo se le escurría de entre las manos.
Tenía la mente en blanco. Trató de abrir los ojos, pero tenía los párpados pegados. Era extraño. Nunca había habido paz después de Richard.
Abrió los ojos de golpe y ahí estaba él, apoyado en un codo, observándola.
–No quería apurarte la primera… o el resto de las veces. Quería mantenerte en el borde del orgasmo durante el tiempo suficiente, pero cuando finalmente te llevé al borde, caíste muerta a la primera.
–Me hiciste caer muerta todas las veces.
–No. Eso solo fue la última vez. Te dejé muerta de tal forma que no ha habido manera de despertarte durante horas –le pellizcó un pezón y deslizó una pierna entre las suyas, apretando la rodilla contra su sexo–. Pero no tiene importancia. Ya es hora de llevarte a la locura.