Lazos que unen - En sus brazos - Amor completo - Yvonne Lindsay - E-Book

Lazos que unen - En sus brazos - Amor completo E-Book

YVONNE LINDSAY

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Beschreibung

Lazos que unen Alexander del Castillo estaba comprometido desde que era niño y no podría casarse con una mujer de su propia elección. Lo que Alexandre no sabía era que, por suerte, su futura esposa, Loren Dubois, cumplía de sobra con los requisitos necesarios para ocupar un lugar a su lado y en su cama. En sus brazos Debido a la maldición de su familia, el magnate Reynard del Castillo se vio obligado a comprometerse con una mujer con la que nunca se hubiera casado, Sara Woodville. Sara era hermosa, pero superficial, y no había una verdadera atracción entre ellos. Sin embargo, un día la besó y encontró a una mujer totalmente diferente, una mujer que le despertaba una pasión primitiva, una mujer que… no era Sara. Amor completo Benedict del Castillo se había hospedado en el complejo Parker para escapar de los medios de comunicación y recuperarse de una lesión. No esperaba encontrarse con Mia Parker, la chica con la que tres años atrás había pasado una noche de pasión y a la que no había olvidado. Tampoco esperaba retomar la historia donde la habían dejado. Hasta que vio al niño que llamaba a Mia "mamá".

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 42 - diciembre 2018

© 2010 Dolce Vita Trust

Lazos que unen

Título original: Honor-Bound Groom

© 2010 Dolce Vita Trust

En sus brazos

Título original: Stand-In Bride’s Seduction

© 2010 Dolce Vita Trust

Amor completo

Título original: For the Sake of the Secret Child

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-761-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Lazos que unen

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

En sus brazos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Amor completo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Isla Sagrado, tres meses antes…

 

–El abuelo está perdiendo la cabeza. Hoy ha vuelto a hablar de la maldición.

Alexander del Castillo se echó hacia atrás en el cómodo sillón de cuero oscuro y miró a su hermano Reynard de manera reprobatoria.

–Nuestro abuelo no se está volviendo loco, sólo está haciéndose mayor. Y se preocupa… por todos nosotros.

Alex miró también a su hermano el pequeño, Benedict.

–Tenemos que hacer algo, algo drástico –añadió–, y pronto. La publicidad negativa que nos está haciendo la maldición no le afecta sólo a él, sino también al negocio.

–Eso es cierto. Este trimestre han descendido los beneficios de la bodega. Más de lo previsto –comentó Benedict, tomando su copa de tempranillo de Del Castillo y dándole un sorbo–. Y el problema no es la calidad del vino, de eso estoy seguro.

–Olvídate de tu ego y céntrate –gruñó Alex–. Esto es muy serio. Reynard, tú eres nuestro jefe de publicidad, ¿qué puede hacer la familia para terminar con la maldición de una vez por todas?

Reynard lo miró con incredulidad.

–¿Pero de verdad quieres darle crédito?

–Si eso significa que vamos a poder volver a la normalidad, sí. Se lo debemos al abuelo. Si hubiésemos sido más tradicionales, no habría surgido el problema.

–Nuestra familia nunca ha tenido una actitud tradicional, hermano –dijo Reynard sonriendo.

–Y mira adónde hemos ido a parar –argumentó Alex–. Después de tres siglos, la maldición de la gobernanta sigue pesando sobre nosotros. Lo creáis o no, según la leyenda somos la última generación. Todo el mundo piensa, incluido el abuelo, que si no hacemos las cosas bien no habrá más Del Castillo. ¿Queréis que eso pese sobre vuestras conciencias?

Miró a sus dos hermanos muy serio.

–¿Es eso lo que queréis? –insistió.

Reynard sacudió la cabeza, como si no pudiese creer lo que acababa de oír. Parecía sorprendido de que su hermano mayor creyese, como su abuelo, que aquella vieja leyenda pudiese ser cierta.

Alex comprendía el escepticismo de su hermano, pero no tenían elección. Mientras los vecinos de la zona creyesen en la maldición, la mala publicidad afectaría a los negocios de la familia Del Castillo. Mientras el abuelo creyese en ella, las decisiones que sus hermanos y él tomasen podrían hacer feliz o infeliz al hombre que los había criado.

–No, Alex –respondió Reynard, suspirando–. No quiero ser el responsable de la desaparición de nuestra familia.

–¿Y qué podemos hacer al respecto? –preguntó Benedict riendo con desgana–. No es tan fácil encontrar de repente a tres cariñosas novias con las que casarnos y vivir felices durante el resto de nuestros días.

–¡Eso es! –declaró Reynard, levantándose y riendo–. Eso es lo que tenemos que hacer. Será una campaña de publicidad como no se ha visto otra en Isla Sagrado.

–¿Y tú eres el que piensa que el abuelo está perdiendo la cabeza? –inquirió Benedict, dándole otro trago a su copa.

–No –intervino Alex–. Tiene razón. Eso es exactamente lo que tenemos que hacer. Recordad la maldición. Si la novena generación no vive según el lema de nuestra familia: honor, verdad y amor, en la vida y en el matrimonio, el apellido Del Castillo desaparecerá para siempre. Si los tres nos casamos y tenemos familia, para empezar, demostraremos que la maldición es falsa. La gente volverá a confiar en nosotros y no se dejará llevar por el miedo ni las supersticiones.

Reynard volvió a sentarse.

–Hablas en serio –dijo.

–Más que en toda mi vida –respondió Alex.

Hubiese hablado en serio o en broma, Reynard había encontrado la solución que no sólo tranquilizaría a su abuelo, sino que impulsaría el negocio familiar. Y tendría efectos positivos en toda la isla.

Isla Sagrado era una pequeña república del mar Mediterráneo en cuyos asuntos, ya fuesen comerciales o políticos, influía desde hacía mucho tiempo la familia Del Castillo. La prosperidad de ésta siempre había hecho progresar también al resto de la población.

Por desgracia, lo contrario también ocurría.

–¿Esperas que los tres nos casemos con las mujeres adecuadas y formemos familias y que, de repente, todo empiece a ir bien? –preguntó Reynard.

–Exacto. No puede ser tan difícil –le contestó Alex, poniéndose en pie y dándole una palmadita en el hombro–. Eres un chico guapo. Estoy seguro de que tendrás muchas candidatas.

Benedict resopló.

–Pero ninguna es del tipo que le gustan al abuelo.

–¿Y tú qué? –replicó Reynard–. Estás demasiado ocupado paseándote en tu Aston Martin como para encontrar novia.

Alex se acercó a la chimenea y se apoyó en el enorme marco de piedra. Su familia llevaba muchas generaciones reuniéndose al calor de aquel fuego, y él y sus hermanos no podían ser los últimos en hacerlo. No si él podía hacer algo para evitarlo.

–Bromas aparte, ¿estáis dispuestos a intentarlo al menos? –les preguntó, mirándolos.

De los dos, Benedict era el que más se parecía a él. De hecho, había días en los que le parecía estar mirándose a un espejo cuando se fijaba en el pelo negro y los ojos marrones oscuros de su hermano. Reynard se parecía más a su madre, que era francesa. Tenía los rasgos más finos y la piel más oscura. Ninguno de los tres había tenido problemas nunca para captar la atención femenina desde antes de llegar a la pubertad. De hecho, sólo se llevaban tres años entre el mayor y el pequeño, y siempre habían sido muy competitivos en lo que a las mujeres se refería. En esos momentos tenían los tres poco más de treinta años y habían dejado esa fase atrás, pero seguían teniendo reputación de playboys y era ese tipo de vida lo que los había llevado a aquel punto.

–Tú lo tienes fácil, ya estás prometido a tu novia de la niñez –lo provocó Benedict.

–Nunca ha sido mi novia, era sólo un bebé cuando nos comprometieron.

Veinticinco años antes, su padre había salvado a su mejor amigo, François Dubois, que había estado a punto de ahogarse cuando lo habían retado a nadar en la playa más peligrosa de Isla Sagrado. Dubois había prometido la mano de su hija pequeña, Loren, para el hijo mayor de Raphael del Castillo. En aquellos tiempos modernos, nadie más que los dos hombres le había dado crédito a la promesa, pero ellos, que pertenecían a la vieja escuela, sí se la habían tomado muy en serio.

Alex nunca había pensado en ello a pesar de que, casi desde el día en que había aprendido a andar, Loren lo había seguido como si fuese su mascota, pero le había alegrado que los padres de ésta se separasen y su madre la llevase a vivir a Nueva Zelanda cuando Loren tenía quince años.

Desde entonces, dicho compromiso le había servido como excusa para evitar el matrimonio. De hecho, jamás había pensado en casarse, y mucho menos para cumplir con la promesa que François Dubois le había hecho a su padre, pero ¿qué mejor manera de mantener el honor y la posición de su familia en Isla Sagrado que cumplir con las condiciones del acuerdo al que su padre y Dubois habían llegado? Ya podía imaginarse los titulares. La publicidad no sólo beneficiaría a los negocios de la familia, sino a toda la isla.

Pensó brevemente en el devaneo que había tenido con su secretaria. No solía mezclar el trabajo con el placer, pero los persistentes intentos de Giselle de seducirlo habían sido muy entretenidos y, después de todo, muy satisfactorios.

Giselle, que era una rubia curvilínea, también había disfrutado mucho participando en los eventos de la alta sociedad de la isla. Era una mujer guapa y con talento, en más de un aspecto, pero no estaba hecha para casarse. No. Ambos sabían que su relación no tenía futuro. Seguro que lo comprendería cuando le explicase que lo suyo no podía continuar. De hecho, terminaría con ella lo antes posible. Necesitaba crear cierto espacio emocional antes de que Loren volviese a la isla como su prometida.

Alex se dijo que tendría que comprarle una joya a Giselle y volvió a pensar en la única mujer que podía convertirse en su esposa.

Loren Dubois.

Pertenecía a una de las familias más antiguas de Isla Sagrado y siempre se había enorgullecido de ello. A pesar de que llevaba diez años lejos de allí, Alex estaba seguro de que seguía sintiéndose de la isla, y de que querría honrar la memoria de su padre, que ya había fallecido. No dudaría a la hora de cumplir con el compromiso al que éste había llegado muchos años atrás. Y, lo que era más importante, entendería lo que significaba ir a casarse con un Del Castillo y las responsabilidades que eso implicaba. Además, en esos momentos tendría la edad y la madurez adecuadas para casarse y ayudarlo a acabar con la maldición de una vez por todas.

Alex sonrió a sus hermanos con complicidad.

–Bueno, yo ya lo tengo arreglado. ¿Qué vais a hacer vosotros dos?

–¿Bromeas? –le preguntó Benedict, como si acabase de anunciar que iba a meterse a monje–. ¿La pequeña y larguirucha Loren Dubois?

–Tal vez haya cambiado –comentó él, encogiéndose de hombros.

Estaba obligado a casarse con ella, sus deseos eran irrelevantes. Con un poco de suerte, la dejaría embarazada durante el primer año de matrimonio y después estaría ocupada con el bebé y lo dejaría tranquilo.

–Aun así, ¿la elegirías a ella, pudiendo escoger a cualquier otra? –le preguntó Reynard.

Alex suspiró. Sus hermanos eran tenaces como dos lobos hambrientos detrás de una presa herida.

–¿Por qué no? Así honraré el acuerdo al que llegó nuestro padre con su amigo, y tranquilizaré al abuelo. Por no hablar de los efectos que tendrá la boda en nuestra imagen pública. Sinceramente, los medios se regodearán con la historia, sobre todo, si filtramos que el compromiso se pactó hace muchos años. Harán que parezca un cuento de hadas.

–¿Y qué hay de las preocupaciones del abuelo? –preguntó Reynard–. ¿Crees que tu novia querrá asegurar la longevidad de nuestra familia? Tal vez esté casada ya.

–No lo está.

–¿Cómo lo sabes?

–El abuelo y su detective le han seguido la pista desde que François murió. Y desde el ataque del abuelo del año pasado, los informes me llegan a mí.

–Así que lo dices en serio. Vas a cumplir con un compromiso de hace veinticinco años con una mujer a la que ya ni conoces.

–Debo hacerlo, a no ser que se os ocurra algo mejor. ¿Rey?

Reynard negó con la cabeza, reflejando con el movimiento la frustración que sentían los tres.

–¿Y tú, Ben? ¿Se te ocurre algo que pueda salvar nuestro apellido y nuestras fortunas, por no hablar de hacer feliz al abuelo?

–Sabes que no podemos hacer otra cosa –respondió Benedict, resignado.

–En ese caso, hermanos, quiero proponer un brindis. Por nosotros y por nuestras futuras novias.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Nueva Zelanda, en la actualidad…

 

–He venido a que hablemos de las condiciones del acuerdo al que llegaron nuestros padres. Ha llegado el momento de que nos casemos.

Desde que había visto aterrizar su Eurocopter en la pista que había al lado de la casa, se había preguntado qué había ido a hacer allí Alexander del Castillo. Ya lo sabía. Aunque no pudiese creérselo.

Loren Dubois estudió al hombre alto, casi desconocido, que había en el salón de casa de su madre. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Iba todo vestido de negro, con el pelo moreno apartado de la frente y los ojos marrones oscuros clavados en ella. Tenía que haberse sentido intimidada, pero lo cierto era que estaba preguntándose si no lo habría invocado ella.

¿Casarse? El corazón se le aceleró y Loren intentó calmarlo. Unos años antes, no habría dejado pasar la oportunidad, pero en esos momentos… La edad había hecho que fuese más cauta. Ya no era una adolescente enamorada. Sabía de primera mano cómo podía ser un matrimonio de conveniencia, porque tenía de muestra el de sus padres. Alexander del Castillo y ella ya no se conocían. No obstante, el modo en el que éste le había propuesto que se casase con él, al estilo típicamente autocrático de los Del Castillo, hacía que le temblasen las rodillas.

Intentó volver a la realidad. ¿A quién pretendía engañar? No le había pedido que se casase con él. Le había dicho que se iban a casar, como si no le cupiese la menor duda de que ella iba a aceptar. Aunque tenía que admitir que todo su cuerpo le decía a gritos que lo hiciese.

«Espera», se recordó a sí misma. «No vayas tan rápido».

Hacía años que había puesto los ojos en él. Diez años desde que se había roto su corazón adolescente y su madre se la había llevado a Nueva Zelanda después del divorcio. Era demasiado tiempo sin tener noticias de una persona, sobre todo, tratándose del hombre al que había estado prometida desde la cuna.

Aun así, una parte de ella quería decirle que sí. Respiró hondo. A pesar de que su compromiso siempre le había parecido sacado de un cuento de hadas, tenía que seguir con los pies en la tierra.

–¿Casarnos? –le respondió, levantando ligeramente la barbilla, como para querer parecer más alta–. Te presentas aquí sin avisar, de hecho, no te has puesto en contacto conmigo desde que me marché de Isla Sagrado, ¿y lo primero que me dices es que ha llegado el momento de que nos casemos?

–Hace un cuarto de siglo que estamos comprometidos. Yo diría que ya hemos esperado bastante.

Loren oyó en su voz aquella deliciosa mezcla de acentos españoles y franceses que había en Isla Sagrado. Ella lo había perdido hacía mucho tiempo, pero seguía encantándole oírlo. Su cuerpo respondió a él por mucho que intentó controlarlo. ¿Tanto lo había echado de menos?

Por supuesto que sí. Todo eso y más, pero ya era una mujer, no era una niña ni una adolescente. Intentó hablar con frialdad:

–Un compromiso que nadie esperó que fuésemos a cumplir –dijo.

Tenía que demostrar que no iba a ser tan fácil. Desde que se había marchado de Isla Sagrado, Alex no se había puesto en contacto con ella. Ni siquiera en Navidad o por su cumpleaños. Y a Loren le había dolido mucho su indiferencia.

–¿Estás diciendo que tu padre no ofreció tu mano en serio?

Loren se echó a reír de manera sardónica. Todavía echaba mucho de menos a su padre, aunque ya hubiesen pasado siete años desde su muerte. Con él se había cortado su vínculo con Isla Sagrado y había creído que también con Alex, pero éste estaba allí en esos momentos y ella no sabía cómo reaccionar.

«Sé fuerte», se dijo. «Sobre todo, sé fuerte. Es la única manera de ganarse el respeto de los Del Castillo».

–Una mano que sólo tenía tres meses cuando te la prometieron… y tú ocho años –replicó Loren.

Alex dio un paso hacia ella que, a pesar de su inexperiencia con hombres como él, respondió instintivamente.

Alex siempre había tenido aquel magnetismo, pero los últimos diez años le habían servido para madurar, ensanchar los hombros y endurecer las facciones. Parecía tener más de treinta y tres años. Parecía mayor y más duro. Y no era de los que aceptaban un no por respuesta.

–Ya no tengo ocho años. Y tú… –dijo Alex, recorriéndola con la mirada– tampoco eres una niña.

Loren se ruborizó, como si la hubiese acariciado no sólo con los ojos, sino con las manos, por la cara, el cuello, los pechos. Se le endurecieron los pezones contra el sujetador y lo deseó todavía más.

–Alex –le dijo, casi sin aliento–, ya no me conoces. Yo no te conozco a ti. Podría estar casada.

–Sé que no lo estás.

Loren se preguntó cómo sabía eso. Y si sabía algo más. ¿Le habría seguido la pista durante todo aquel tiempo?

–Tenemos el resto de nuestras vidas para aprender a complacernos el uno al otro.

Alex dijo esto último en un murmullo, bajando la vista a sus labios. ¿Complacer o dar placer? ¿Qué había querido decir en realidad? Loren luchó contra las ganas de humedecerse los labios con la lengua. Contuvo un gemido: una respuesta pura y visceral a su mirada, que estaba haciendo que se tambalease.

Su falta de experiencia con los hombres jamás la había molestado hasta ese momento. Su trato con los invitados y trabajadores masculinos en la granja de su familia materna había sido siempre platónico y ella lo había preferido así. Ya le había resultado muy difícil acostumbrarse a la vida allí, como para complicarlo todavía más teniendo una relación con alguien que trabajase en la granja. Además, eso habría sido como una traición: a la promesa de su padre, y a sus sentimientos por Alex.

En esos momentos, su falta de experiencia le preocupó. Un hombre como Alex del Castillo esperaría de ella más de lo que podía ofrecerle. Se lo exigiría.

De adolescente, había adorado a Alex. Y había pensado que, dicha adoración había terminado transformándose en amor, a pesar de que Alex sólo toleraba a la chica delgaducha que lo seguía a todas partes como si fuese su sombra.

Desde que tenía memoria, le había pedido a su padre que le contase una y otra vez la historia de cómo el padre de Alex, Raphael, lo había salvado de ahogarse en la playa que había debajo del castillo. Y lo había escuchado atentamente mientras éste le contaba cómo él le había prometido la mano de su hija.

Pero sus infantiles sueños de un final feliz con un príncipe de cuento de hadas no tenían nada que ver con el hombre que tenía delante. En cada movimiento de Alex se notaba que tenía una experiencia sexual que ella no podía ni alcanzar a imaginar. Y eso la excitó y la intimidó al mismo tiempo. ¿Se estaría dejando llevar por la emoción del momento?

–Además –añadió Alex–, ha llegado la hora de que yo me case, ¿y con quién mejor que con la mujer con la que llevo toda la vida comprometido?

La miró fijamente a los ojos, retándola a contradecirlo, pero, para su sorpresa, Loren vio algo más reflejado en ellos.

Al bajar del helicóptero le había parecido un hombre fuerte y seguro de sí mismo, pero en esos momentos había una sombra de duda en su mirada. Era como si esperase que ella se resistiese a cumplir con el acuerdo al que habían llegado sus padres muchos años atrás.

El olor de la colonia de Alex la envolvió, invadiendo todos sus sentidos y confundiéndola. Dejó de pensar de manera racional al ver que daba otro paso hacia ella, le ponía la mano en la barbilla y le hacía levantar el rostro.

La tocó con suavidad y ella dejó de respirar. Alex inclinó la cabeza para besarla en los labios de manera tierna, cálida, persuasiva. Luego llevó la mano de la barbilla a la nuca.

A Loren empezó a darle vueltas la cabeza mientras separaba los labios y él le acariciaba el inferior con la lengua. Gimió y, de repente, se dio cuenta de que estaba entre sus brazos, con el cuerpo apretado contra el de él. Metió los brazos por debajo de su chaqueta y apoyó las manos en los fuertes músculos de su espalda.

Sus cuerpos encajaron como si estuviesen hechos el uno para el otro y Loren se dijo que ninguna de sus fantasías de la adolescencia le habían hecho justicia a la realidad.

Aquello era mucho más de lo que había soñado. La fuerza y la potencia de Alex era abrumadora y se aferró a él con las ansias de toda una vida. La sensación era casi irreal, pero su sólida presencia, sus diestros labios, sus dedos masajeándole el cuello, todo junto, era muy, muy real.

Todas las terminaciones nerviosas de Loren vibraron y desearon más. Nunca había sentido tanta pasión con otro hombre y estaba segura de que jamás lo haría.

Estaba convencida de que, aquella conexión, aquella atracción magnética que había entre ambos, iba a ser para siempre, tal y como habían predestinado sus padres. Y con aquel beso, Loren supo que lo quería todo.

Oyó cerrarse una puerta a lo lejos y, muy a su pesar, soltó a Alex y se obligó a apartarse de él. Le entraron ganas de llorar al hacerlo. La pérdida de su calor, de sus caricias, fue casi indescriptible. Loren luchó por liberarse de la sensual niebla que ocupaba su mente mientras su madre entraba en el salón.

–¡Loren! ¿De quién es el helicóptero…? ¡Ah! –exclamó, poniendo expresión de desagrado–. Eres tú.

Naomi Simpson no solía recibir así a los visitantes y Loren hizo un esfuerzo para no atusarse el pelo y estirarse la ropa mientras su madre la miraba. Intentó parecer tranquila, aunque tuviese la sensación de que se le iba a salir el corazón del pecho.

Alex estaba a su lado, con un brazo alrededor de su cintura, acariciándole suavemente la cadera. Ella notó un escalofrío, que le impidió que se centrase.

Su madre sí que lo estaba.

–¿Loren? ¿Puedes explicármelo?

No era una pregunta, su madre exigía una respuesta y, a juzgar por la ira de su rostro, la quería cuanto antes.

–Madre, te acuerdas de Alex del Castillo, ¿verdad?

–Sí. Aunque tengo que admitir que no esperaba verlo aquí. El día que nos marchamos de Isla Sagrado, tuve la esperanza de que fuese para siempre.

–Es un placer volver a verla, madame Dubois –le dijo Alex en tono encantador.

–Ojalá pudiese decir lo mismo. Por cierto, ahora soy la señora Simpson –replicó Naomi–. ¿Qué estás haciendo aquí?

–¡Madre! –protestó Loren.

–No te preocupes, Loren –le murmuró Alex al oído–. Yo me ocuparé de tu madre.

El calor de su aliento hizo que se estremeciese de nuevo.

–Nadie tiene que ocuparse de nada –respondió ésta, mirando a su madre fijamente–. Madre, se te están olvidando los modales. Así no es como tratamos a nuestros huéspedes en Simpson Station.

–Una cosa son los huéspedes, y otra los fantasmas del pasado.

Naomi se dejó caer en el sillón más cercano y fulminó a Alex con la mirada.

–Lo siento, Alex, no suele ser tan brusca –se disculpó Loren–. Tal vez debieras marcharte.

–No lo creo. Tenemos que discutir ciertos asuntos –contestó él.

Guió a Loren hasta uno de los sofás y se sentó a su lado. Ella sintió deseo al tenerlo tan cerca.

–Supongo que sabe a qué he venido. Ha llegado el momento de que Loren y yo cumplamos con la promesa que se hicieron nuestros padres hace mucho tiempo.

Naomi bufó, gesto que no iba nada con su elegante apariencia.

–¿La promesa? Yo diría más bien que fueron las divagaciones de dos hombres locos. Nadie aprobaría hoy en día una sugerencia tan arcaica.

–Arcaica o no, yo me siento obligado a cumplir con el deseo de mi padre. E imagino que Loren también.

Ésta volvió a sentir un escalofrío mientras Alex respondía a su madre. A Naomi no le gustaba que la contradijesen. Dirigía la granja con mano de hierro y agudeza, y sus trabajadores la respetaban y la temían. A pesar de ir vestida de diseño y de ser muy menuda, era tan capaz como cualquiera de sus hombres y lo había demostrado en numerosas ocasiones, pero estaba demasiado acostumbrada a mandar, y a que se acatasen sus órdenes sin más. El problema era que Alex estaba acostumbrado a lo mismo. Su enfrentamiento se complicaría, sobre todo, cuando su madre se diese cuenta de parte de quién estaba Loren.

–Loren –dijo Naomi, con una tensa sonrisa en los labios–. Supongo que no irás a tomarte esto en serio. Aquí tienes una vida, un trabajo, responsabilidades. ¿Por qué ibas a ni siquiera considerar semejante tontería?

Loren miró a su alrededor. Sí, allí tenía una vida. Una vida a la que se había visto arrastrada, contra su voluntad, siendo adolescente. Nunca había querido vivir con su madre, pero su padre no había luchado por su custodia. Con el tiempo, Loren se había dado cuenta de que, en parte, no lo había hecho porque nunca había creído que Naomi fuese a divorciarse y a irse a vivir a la otra punta del mundo. Ella había aprendido a vivir en la granja, pero nunca le había gustado en realidad.

Y con respecto a su trabajo y a sus responsabilidades allí, la única que la echaría de menos sería su madre, y sólo hasta que encontrase otra ayudante que fuese tan dócil como ella. No. Loren no tenía nada que la retuviese allí. Nunca había tenido una buena relación con su madre y pensaba que, si ésta se la había llevado de Isla Sagrado, había sido más para castigar a su padre que por instinto maternal.

Loren llevaba diez años echando de menos Isla Sagrado, aunque con el tiempo se hubiese acostumbrado a vivir en la granja.

Al volver a ver a Alex, había sido como si éste hubiese llevado con él el calor y el esplendor de Isla Sagrado. Por no mencionar la promesa de revivir una pasión por la vida que permanecía aletargada en su interior desde que se había marchado de su país.

Si bien era cierto que Loren había reaccionado con sorpresa e incredulidad nada más verlo, también era evidente que Alex hablaba en serio. ¿Por qué si no había recorrido medio mundo para ir a verla?

Loren empezó a darle vueltas a todo. Sus objeciones, por débiles que hubiesen sido, habían sido el resultado de la sorpresa al oír hablar al hombre con el que había soñado toda la vida. Había querido, no, había necesitado oír cómo él le rebatía las dudas a la cara, que le dijese que estaban hechos para estar juntos, tal y como ella había imaginado siempre, a pesar de haber estado a punto de perder la esperanza.

Ya sabía cómo era estar entre sus brazos, sentirse realmente viva por primera vez desde que tenía memoria y no le iba a dar la espalda a su destino con el único hombre al que había amado.

–¿Que por qué iba a considerar casarme con Alex? Yo diría que es evidente –respondió Loren con todo el aplomo que pudo–. Del mismo modo que él desea honrar a su padre, yo deseo honrar al mío. Siempre comprendí que éste sería mi futuro, madre.

Loren se giró a mirar a Alex.

–Y lo que siempre he querido. Será un honor para mí ser la esposa de Alex.

–¿Cómo vas a saber lo que quieres? –inquirió Naomi, levantándose y andando entre ellos–. Casi no has salido de la granja desde que llegamos. No has conocido mundo, ni a otros hombres, ¡ni nada!

–¿Es todo eso necesario para ser feliz? ¿Eres tú realmente feliz? –le preguntó Loren a su madre, manteniéndole la mirada.

Naomi dio un grito ahogado, sorprendida al ver que su hija le replicaba, pero no pudo contradecirla.

Todo el mundo estaba al corriente de las aventuras de Naomi en Nueva Zelanda. Su poder y su belleza eran una combinación letal, pero, aunque habían sido muchos los hombres que lo habían intentado, ninguno había conseguido conquistar su corazón. Y Loren sabía que no quería eso mismo para ella.

–No estamos hablando de mí, sino de ti, de tu futuro, de tu vida. No lo estropees por un compromiso de hace tantos años. Vales mucho más que eso, Loren.

–Exacto, madre –respondió Loren, sentándose todavía más erguida, sintiéndose más segura de sí misma al tener a Alex a su lado–. Me quedé aquí porque no tenía otra cosa que hacer. Cuando vivía en Isla Sagrado, pensaba que tenía un objetivo, una dirección que debía seguir. Cuando papá y tú os separasteis perdí eso. Tú me alejaste del único futuro que he querido siempre.

–Eras sólo una niña…

–Tal vez lo fuese, sí, pero ya no lo soy. Ambas sabemos que mi corazón no está en la granja, como en el tuyo. Tú siempre te sentiste desplazada en Isla Sagrado. Así es como me siento yo aquí. Quiero volver.

Hizo una pausa antes de continuar.

–Como tú misma has dicho, madre, estamos hablando de mi futuro y de mi vida, y quiero que ambos estén en Isla Sagrado, con Alex.

 

 

Alex casi no podía creer que hubiese sido tan sencillo. Se sintió eufórico al oír cómo le hablaba Loren a su madre.

Su cuerpo continuaba reaccionando al tener cerca a aquella mujer menuda, al recordar cómo había sido tener su cuerpo apretado contra el de él. Sí, se había arriesgado al besarla, pero para tener éxito había que arriesgar. Y, en esa ocasión, había merecido la pena hacerlo.

Le había bastado verla para saber que era cierto lo que le habían dicho de que llevaba una vida apartada. Parecía tan virgen y protegida como el día en que se había ido de Isla Sagrado, pero debajo de aquel exterior latía un corazón muy sensual. Se deleitaría despertando aquella parte de ella y el proceso de darle al abuelo un nieto, demostrarle que la maldición no existía y enterrar ésta para siempre, sería todo un placer.

Alex inclinó la cabeza ligeramente para observar a Loren mientras su madre le daba todo tipo de razones por los que no debía volver a Isla Sagrado. A él no le preocupaban las razones de Naomi. Si había algo que recordaba de Loren era que, a pesar de ser una chica callada, siempre había demostrado ser muy tenaz cuando se había propuesto algo.

En vez de escuchar la discusión entre ambas mujeres, se dedicó a observar a la mujer que iba a convertirse en su esposa. Llevaba el pelo largo y moreno recogido en una cómoda cola de caballo, dejando al descubierto la delicada estructura de su rostro. Y qué rostro, la niña a la que había conocido se había convertido en una joven muy bella. Seguía teniendo las cejas marcadas y delicadamente arqueadas, y los ojos marrones oscuros, como los suyos propios, que brillaban como el fuego, y los labios gruesos, suntuosos. Tal vez más hinchados de lo normal después del beso que se habían dado.

¿Adónde había ido a parar la niña larguirucha que lo había seguido por todas partes? Había esperado encontrar a la misma persona con más años, pero en su lugar se había encontrado con una mujer de apariencia frágil y vulnerable, que le había despertado el instinto protector, a pesar de ser en realidad una mujer dura como el acero.

Al volver a mirarla, le recordó a Audrey Hepburn en su belleza, la delicada estructura ósea, intensamente femenina. Algo cobró vida en su interior. Algo antiguo, casi salvaje. Era su… prometida, porque así lo habían acordado dos amigos, pero, en cualquier caso, era suya. E iba a seguir siendo. Nada de lo que Naomi dijese cambiaría eso.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

A pesar del lujo de la primera clase, Loren no fue capaz de pegar ojo en todo el trayecto. Después de día y medio de viaje y varios cambios de avión, pasó la aduana de Isla Sagrado cansada y muy desorientada. No recordaba el aeropuerto, aunque supuso que era normal que la isla hubiese cambiado mucho en diez años.

No obstante, sintió nostalgia por el lugar del que se había marchado. Sacudió la cabeza. No podía soñar con recuperar la vida que había dejado al marcharse a Nueva Zelanda. Habían cambiado demasiadas cosas. Su padre ya no estaba, su madre estaba en la otra punta del mundo y ella estaba comprometida, a punto de reunirse con el que era su prometido desde hacía sólo unas semanas.

Aquello no le parecía real, y no era la primera vez que le ocurría. Todo había ido muy deprisa desde que le había dicho a su madre que iba a volver a su país natal. Al menos, desde que ésta había reconocido que no podía evitar que su única y testaruda hija se casase con Alexander del Castillo.

En cuanto Naomi había dejado de poner objeciones, Alex se había hecho con el control, había conseguido que a Loren le renovasen el pasaporte en tiempo récord y había comprado sus billetes para ir a Isla Sagrado. Ella no había tenido que mover ni un dedo. A pesar de estar acostumbrada a gestionar ella siempre sus viajes y los de su madre, así como los de los invitados que visitaban la granja, había sido un placer que otra persona se ocupase de todo por una vez.

Después de tenerlo todo organizado a su antojo, Alex se había marchado. Antes, no obstante, había preparado una cena para los dos, fuera de la granja. Habían ido en helicóptero a Queenstown, a cenar a un restaurante a orillas del lago Wakatipu. Había sido una noche de otoño maravillosa y Loren no habría podido soñar con un lugar más romántico.

Cuando volvieron a la granja después de cenar, Loren estaba perdidamente enamorada de él. Ya no era adoración infantil e inocente, sino la certeza de que estaban hechos el uno para el otro.

Alex había sido amable y atento con ella toda la noche y, antes de acompañarla a su habitación, había vuelto a besarla. No había sido un beso tan apasionado como el del primer día, sino más suave y prometedor. El cuerpo de Loren había vibrado entero, ansioso por descubrir las profundidades de aquella promesa en ese mismo instante, allí. No obstante, Alex había retrocedido, le había agarrado la cara y le había dicho que quería esperar a su noche de bodas para que la unión fuese más especial, más íntima.

Eso había hecho que ella lo amase todavía más y había servido para que hiciese todo el viaje a Isla Sagrado hecha un manojo de nervios. Nervios que la tenían agotada y que hicieron todavía más complicada la lucha con su maleta, que tenía una rueda rota. La maleta quería ir hacia la izquierda todo el tiempo y ella estaba tan concentrada en mantenerla recta que no se dio cuenta del silencio que reinaba en el vestíbulo del aeropuerto cuando atravesó las puertas.

Un silencio roto repentina y bruscamente por multitud de flashes y un aluvión de preguntas procedentes de todas direcciones y, al menos, en tres idiomas diferentes.

De entre todas las voces una sobresalió en español, el principal idioma de la isla, y le preguntó:

–¿Es cierto que va a casarse con Alexander del Castillo para acabar con la maldición?

Loren parpadeó sorprendida y miró al hombre, mientras el resto seguía interrogándola también.

Vio que algo se movía a su lado y se distrajo. Una mujer alta e increíblemente guapa, que iba vestida con un impresionante vestido rojo, entrelazó su brazo con el de ella y la hizo avanzar. Su pelo largo y rubio acarició el brazo de Loren como una cortina de seda.

–No respondas. Sólo sonríe y sigue andando. Soy Giselle, la asistente personal de Alex. He venido a recogerte –murmuró la mujer con acento francés.

–¿No ha venido Alex? –le preguntó Loren, luchando por contener las lágrimas de decepción.

Había conseguido mantener las fuerzas durante las últimas horas del viaje pensando que él estaría allí para recibirla. En esos momentos, luchó por mantener los hombros rectos y por seguir avanzando.

Giselle puso la mano que tenía libre en el carrito de las maletas y lo dirigió, junto a Loren, hacia la salida. La seguridad del aeropuerto les había abierto un pasillo que llevaba hacia la limusina que las esperaba en la curva.

–Si hubiese venido, el acoso de la prensa habría sido todavía peor y no habríamos podido salir del aeropuerto –le contestó Giselle con voz demasiado melosa–. Además, es un hombre muy ocupado.

La insinuación de que Alex tenía cosas mucho más importantes que hacer que ir a recoger a su prometida al aeropuerto hizo mella en el cansancio de Loren, que tropezó.

–Vaya, querida –le dijo la otra mujer, agarrándola más fuerte por la cintura–. Eres una patosilla, ¿no? Tendrás que mejorar en eso, si no quieres que los medios de comunicación se ceben contigo.

A pesar de habérselo dicho con naturalidad, Loren oyó desaprobación en la voz de Giselle, pero no tuvo la oportunidad de contestarle en ese momento. Por fin habían llegado al coche. Allí, un conductor uniformado, que parecía más bien un guardaespaldas, metió sus maletas en el enorme maletero de la limusina como si no pesasen nada. Después, Loren pudo por fin hablar.

–Estoy cansada, eso es todo. Ha sido un viaje largo –comentó, sentándose en la parte de atrás.

Giselle la miró sorprendida, al ver que le hablaba con cierta tirantez.

–También eres susceptible, ¿eh? –dijo entrecerrando los bonitos ojos verdes–. Bueno, ya veremos cómo haces para estar a la altura de las circunstancias. Desde que Reynard dio el comunicado de prensa en relación al compromiso de Alex, la dramática historia de tu padre a punto de ahogarse y entregando tu mano después ha ocupado las primeras páginas de todos los periódicos. Los paparazzi no te dejarán en paz hasta que no lo sepan todo sobre ti.

–Me sorprende que Alex no haya mantenido todo eso en secreto –admitió ella, frunciendo el ceño al pensar en tener que repetir la historia una y otra vez.

–¿En secreto? Tal y como están las cosas, necesitan toda la publicidad posible. Supongo que recuerdas que la prosperidad de la isla está estrechamente relacionada con la de la familia Del Castillo. Sea cierta o no la maldición, todo el mundo está pendiente de la historia. Ya sabes, de si vais a ser felices y comer perdices y todo eso. Sinceramente, lo han puesto todo tan dulce, que casi le salen a uno caries sólo de oírlo –terminó Giselle riendo con falsedad.

–¿Así que tú no piensas que nuestra historia vaya a tener un final feliz?

–Cariño –respondió Giselle sonriendo con satisfacción–, lo que importa es lo que piense Alex. Y ambas sabemos que es demasiado pragmático para eso. Además, el vuestro no va a ser un matrimonio de verdad.

–Pues yo espero que lo sea, si no, ¿para qué íbamos a molestarnos en casarnos?

–Oh, querida, no me digas que todavía no te ha contado nada.

Loren notó que se estaba enfadando.

–¿Nada de qué? –inquirió.

–Acerca de que debéis mantener las apariencias, por supuesto. Aunque tal vez haya pensado que lo tenías claro. Al fin y al cabo, si Alex hubiese querido un matrimonio de verdad, habría participado algo en la organización de la boda y de la recepción, ¿no? En su lugar, me ha dado carta blanca a mí. Pero no te preocupes, me aseguraré de que sea un día inolvidable.

–Me encantará repasar los detalles de la boda contigo en otro momento, cuando esté más descansada –le contestó Loren, haciendo una pausa–. Después, te tomaré el relevo en los preparativos. Estoy segura de que tienes cosas mucho más importantes de las que ocuparte.

Loren decidió hacer caso omiso del resto de los comentarios que había hecho Giselle. Sabía que había poco tiempo para preparar la boda y estaba segura de que Alex no lo habría dejado todo en manos de su asistente, o, mejor dicho, su asistente personal.

–Ya lo tengo yo todo bajo control –insistió ésta–. Además, Alex me ha dado el visto bueno a todo lo que he hecho hasta el momento. Cambiar las cosas sólo causaría problemas.

Y ambas sabían que Alex no iba a querer problemas. Loren respiró hondo para calmarse. Sabía muy bien lo que estaba haciendo Giselle. Era evidente que la había subestimado nada más verla, y que tenía algún tipo de vínculo con Alex que no quería cortar. Tal vez incluso hubiese albergado la esperanza de tener una relación seria con él.

Hubiese ocurrido lo que hubiese ocurrido entre ellos antes de que Loren volviese a casa, ella era su prometida y demostraría que no iba a dejarse pisar. Su pelea con su madre para poder ir allí ya lo había dejado claro.

–Bueno –dijo con firmeza–, eso ya lo veremos cuando yo lo haya repasado todo y haya hablado con Alex.

La otra mujer respiró hondo.

–Al fin y al cabo, es mi boda –añadió.

Luego apoyó bien la espalda en el respaldo de cuero y miró por la ventanilla de la limusina mientras se preguntaba si se habría pasado con Giselle. Tal vez hubiese estado demasiado susceptible, debido al cansancio del viaje. En cualquier caso, detrás de su aparente amabilidad, había sentido una amenaza, como si a Giselle no le pareciese bien que ella volviese a Isla Sagrado.

Suspiró. Había esperado un recibimiento diferente, pero no podía olvidar el motivo por el que estaba allí.

Alex.

Sólo de pensar en él sintió un anhelo en su interior. Sin darse cuenta, se llevó la mano a los labios y revivió su último beso. Si se concentraba mucho, todavía podía sentir la presión de la boca de Alex contra la suya y la alegría de saber que dejaba Nueva Zelanda para cumplir la promesa de su padre, y de saber que Alex la había visto y todavía la deseaba.

Bajó la mano al regazo y buscó por la ventana algo que le resultase familiar. El paisaje había cambiado tanto en la isla que Loren se entristeció al no reconocer las carreteras ni las casas que veía a su alrededor.

El sonido de un teléfono móvil la sobresaltó y, con el rabillo del ojo, vio cómo Giselle se llevaba el aparato a la oreja.

–¡Alex! –respondió en tono cálido y meloso.

A Loren se le hizo un nudo en el estómago de la emoción y esperó a que Giselle se lo pasase para poder hablar por fin con él.

–Sí, tengo a tu futura esposa conmigo, en el coche. Llegaremos al castillo en una media hora –dijo Giselle, inclinando la cabeza y sonriendo–. Bien, sí. Se lo diré.

Luego cerró el teléfono y sonrió a Loren.

–Alex te pide disculpas por no poder verte hasta esta noche. Tiene mucho trabajo, ya sabes.

A Loren le pareció ver cierta petulancia en los ojos verdes de la otra mujer. Y tuvo que tragarse su decepción. Por nada del mundo se mostraría débil delante de ella, ni siquiera porque Alex no pudiese dedicarle ni siquiera unos minutos en su primer día en la isla.

–Por supuesto. Aprovecharé para descansar y refrescarme antes de verlo –respondió Loren sonriendo–. Además, tenemos el resto de nuestras vidas para estar juntos. ¿Qué más da unas horas más o menos?

 

 

Alex colgó el teléfono del despacho y miró por la ventana, que daba a la parte delantera del lujoso complejo turístico que, en esos momentos, era su principal preocupación del imperio de la familia. Desde allí, las vistas eran maravillosas, pero no siempre era oro todo lo que relucía.

Aquel día había vuelto a surgir una disputa entre dos de sus principales directivos, disputa que creía que había resuelto Giselle semanas antes. Suspiró. Era imposible saber cómo iban a llevarse dos personas de antemano. Y a eso había que añadir la maldición, de la que no dejaban de hablar en los medios de comunicación. Por eso era evidente que, cuanto antes se casase y dejase embarazada a Loren, mejor.

Se preguntó cómo era posible que una nación bien educada y progresista pudiese ser al mismo tiempo tan supersticiosa. La leyenda acerca de la maldición sobre la familia Del Castillo era sólo eso, una leyenda. No había pruebas de que pudiese hacerse realidad. Incluso la prensa, a la que él mismo había alimentado, se había transformado en un monstruo de dos cabezas. Menos mal que podía contar con la ayuda de Giselle para ayudarlo a desviar las preguntas.

Y ese mismo día también lo había ayudado mucho. Al ver la debacle que tenía en las oficinas, se había ofrecido a ir a recoger a Loren al aeropuerto. Alex tenía que admitir que Giselle era toda una profesional. Estaba seguro de que haría que Loren se sintiese como en casa.

Si hubiese ido él a recogerla al aeropuerto, los periodistas no les habrían dejado salir de allí. Todavía estarían posando para las fotografías, respondiendo preguntas y perdiendo el tiempo. En su lugar, Loren podría descansar y él, arreglar el problema que había surgido. Sería mucho mejor que se viesen por la noche, durante la tranquila cena familiar que él mismo había organizado con sus hermanos y su abuelo, sin periodistas que los acosasen.

Se permitió sonreír de medio lado al pensar en lo emocionado que estaba su abuelo con la cena. Había merecido la pena ver la cara de alegría que ponía cuando le había dicho que Loren iba a volver a Isla Sagrado para casarse con él.

Entonces recordó el momento en que había roto su breve relación con Giselle. Ésta había hecho un puchero, pero había acatado su decisión, y había aceptado la pulsera de diamantes que él le había comprado de regalo, asegurándole que continuaría trabajando de manera eficiente. Además, le había reiterado su buena disposición a retomar lo suyo si, en algún momento, Alex cambiaba de opinión.

Y él había pensado acerca del ofrecimiento de Giselle, al fin y al cabo, después de casarse y tranquilizar al abuelo, asegurando una siguiente generación, ¿por qué no iba a poder divertirse un poco? No obstante, tras haber besado a Loren, se había olvidado por completo de Giselle.

Era evidente que Loren era inexperta en las artes amatorias, pero ¿cómo de inexperta? La posibilidad de que siguiese siendo virgen lo intrigaba y lo atraía al mismo tiempo. ¿Podría ser su primer amante, podría ser él quien despertase a la sensual criatura a la que había probado con su primer beso? Desde luego, había aspectos de su matrimonio con Loren Dubois que estaba deseando descubrir, pero si quería disfrutar de aquella noche, antes tendría que terminar su trabajo en el complejo.

Cuando Giselle volvió al despacho, él estaba concentrado. Levantó la cabeza sólo un instante al verla entrar.

–Espero que a Loren no le haya importado que no haya ido a recibirla. ¿Se ha instalado ya en el castillo? –le preguntó mientras firmaba unas cartas.

–Por supuesto que le ha importado, como a cualquier mujer –contestó Giselle riendo.

No obstante, Alex se dio cuenta de que no estaba sonriendo de verdad.

Su fragancia, tan embriagadora y sensual como ella misma, lo envolvió, pero en vez de provocar la reacción que había despertado en él otras veces, Alex pensó en lo distinta que era su asistente de su prometida. Y, por algún retorcido motivo, la sutileza de la segunda le resultaba mucho más tentadora.

–Y sí, me he asegurado de que estaba cómoda en su habitación –añadió Giselle–. Aunque parecía muy cansada del viaje.

–¿Crees que estará demasiado cansada para cenar esta noche con el abuelo?

–Es evidente que no puedo hablar en su nombre, pero sí, parecía agotada. No me sorprendería que se quedase dormida hasta mañana por la mañana.

Alex frunció el ceño. ¿Hasta la mañana siguiente? No sería posible. El abuelo estaba deseando volver a ver a la hija del que había sido el mejor amigo de su hijo. Y le molestó pensar que Loren preferiría descansar a pasar la velada con él. Alex había planeado darle el anillo de compromiso esa noche. Resopló.

–Bueno, pues tendrá que sacar fuerzas de flaqueza. La cena es demasiado importante como para posponerla.

No se dio cuenta de que Giselle esbozaba una sonrisa mientras él expresaba su frustración.

–Le vendrá bien comer, Alex. Parece muy… débil –comentó ésta recogiendo unos papeles de su escritorio antes de salir del despacho.

–¿Débil?

Alex volvió a fruncir el ceño. Era cierto que Loren era de constitución delgada, pero al tenerla entre sus brazos le había parecido que tenía un cuerpo fuerte y flexible. Además, había sido testigo de primera mano de su fortaleza mental.

–A veces, las apariencias engañan –determinó–. Estoy seguro de que está bien.

–¿Quieres que me asegure de que estará lista para la cena de esta noche?

–No, Giselle, no será necesario, pero gracias de todos modos.

–De nada –respondió ésta, cerrando la puerta tras de ella.

Alex se quedó allí sentado, mirando la puerta, comparando a ambas mujeres. Independientemente de sus diferencias físicas, que eran evidentes: Giselle era mucho más exuberante y femenina, mientras que Loren tenía un aspecto más infantil, también eran muy distintas en otros aspectos. Mientras que a Giselle se la veía llegar y no le daba miedo decir lo que pensaba, Loren tenía virtudes ocultas. Un ejemplo era el modo en el que había discutido con su madre.

Se preguntó si había hecho lo correcto al pedirle que se casase con él. Se agarró el puente de la nariz para intentar calmar el creciente dolor de cabeza que tenía entre los ojos. Tenía que haber hecho lo correcto. Cualquier otra cosa habría sido inaceptable. Loren tenía todas las credenciales: desde su sangre a su experiencia en el círculo social en el que él se movía. Su matrimonio funcionaría. Ella era la esposa que necesitaba y haría lo que fuese necesario para ser también el marido que ella necesitase.

 

 

 

El sol del atardecer coloreaba las paredes del castillo cuando Alex llegó a casa, y sonrió con ironía al pensar que siempre había sentido que aquella fortaleza medieval, que llevaba siglos en su familia, era su hogar.

A pesar de seguir siendo un edificio antiguo, con la arquitectura típica de la isla, el interior había sido reformado para que se pudiese vivir en él con comodidad. Tenía cabida para varias familias Del Castillo que podían vivir de manera privada en los distintos apartamentos si así lo deseaban. No obstante, sus hermanos habían preferido instalarse en otras partes de la isla. Reynard, en un lujoso piso en la ciudad, con vistas al principal puerto de la isla, Puerto Seguro; y Benedict en una casa moderna situada en una colina, con vistas a los viñedos y a la bodega de la familia.

Alex comprendía que cada uno necesitase su espacio, pero no podía evitar seguir echándolos de menos en el castillo. Al abuelo y a él les sobraba mucho sitio. Con la llegada de Loren, ese espacio se había llenado un poco más. De repente, al pensar en que su novia estaría esperándolo en casa, se dio cuenta de que aquello era muy real. Después de hacer muchos planes, por fin la tenía allí. En cuestión de un par de semanas, sería su esposa. Y, con un poco de suerte, pronto volvería a haber niños corriendo por allí. Sus hijos. Algo se le removió por dentro al pensarlo.

Al abuelo le vendría bien que lo distrajesen y podría compartir con ellos todas sus historias acerca de la familia.

Con aquella idea en mente, Alex condujo su Lamborghini negro a través de las puertas electrónicas y fue hacia los establos, que treinta años antes habían sido transformados en garajes. Un par de minutos después ya estaba subiendo las escaleras de piedra que daban al primer piso, donde se encontraban sus habitaciones. La de Loren estaba cerca de la suya y dudó al pasar por delante de su puerta.

No obstante, decidió no llamar y agarró el pomo de la puerta con cuidado. La abrió y pensó que tendría que advertirle más tarde que cerrase por dentro. A pesar de que el castillo tenía medidas de seguridad, podía ocurrir que un paparazzi se hiciese pasar por algún empleado, después de sobornarlo, para hacerle alguna fotografía.

Avanzó en silencio por la moqueta de la habitación y la vio tumbada en la cama. Todo su cuerpo reaccionó al verla dormida. Tal vez tuviese una inocencia casi infantil, pero, al mismo tiempo, era una mujer.

Sus pequeños pechos se dibujaban a la perfección debajo de la fina camiseta de algodón que se había puesto para dormir. Apartó la vista de ellos y recorrió con los ojos sus piernas esbeltas, desnudas.

Tenía un brazo encima de la almohada y el otro, a un lado, y su mano sin adornos formaba una especie de delicada concha.

Alex se puso de rodillas al lado de la cama y se inclinó sobre el colchón. Sintió el calor que irradiaba como si fuese algo tangible, y llevó los labios a la palma de su mano. Sacó la lengua para probar su piel.

Loren le tocó la mejilla y Alex notó cómo despertaba. Vio que respiraba hondo, sorprendida, y que habría los ojos de repente.

–¿Alex?

Su voz somnolienta y ronca le calentó el cuerpo e hizo que terminase de excitarse. Deseó tumbarse en la cama con ella, abrazarla y disfrutar de todos los placeres que su cuerpo podía ofrecerle, pero ya le había prometido que iba a esperar a la noche de bodas y, además, tenían que prepararse para la cena. Así que obligó a su cuerpo a cooperar y se apartó de ella.

–Sé que estás cansada, pero tienes que prepararte para la cena de esta noche.

–¿La cena?

Parecía confundida, a pesar de que Giselle debía de haberle informado de los planes.

–Sí, la cena. Mi abuelo está deseando darte la bienvenida a casa.

Alex apartó la mirada mientras ella se incorporaba y cruzaba las piernas. La cremosa piel de sus muslos le resultó un tormento, ya que no pudo evitar imaginarse acariciándola.

Su erección volvió a revivir, pero las siguientes palabras de Loren, dichas en un inconfundible tono desafiante, lo calmaron con la misma rapidez.

–¿Y tú? ¿Tú también estabas deseando darme la bienvenida, Alex?

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Alex contuvo la irritación que le habían provocado sus palabras. ¿Lo estaba criticando Loren por no haber ido a recogerla al aeropuerto? Intentó pensar que seguía agotada del viaje y, tal vez, decepcionada porque no hubiese ido a buscarla en persona.

–Veo que sigues disgustada porque no he ido al aeropuerto. Supongo que Giselle te ha explicado el motivo.

–Sí, claro que me lo ha explicado –respondió ella, descruzando las piernas para bajar de la cama.

Descalza, su cabeza le llegaba casi al hombro y, tal y como iba vestida, Alex pensó que parecía una niña. Aunque su comportamiento no tuviese nada de infantil, ni tampoco el descontento que brillaba en sus ojos. A Alex le recordó a su madre, que jamás le había levantado la voz. Le había bastado una mirada para ponerlo en su sitio.

–Habría ido si hubiese podido –le dijo en tono más blando.

Se dio cuenta de que tenía que haber hecho un esfuerzo. No obstante, todavía no estaba todo perdido y estaba decidido a arreglar las cosas lo antes posible.

–Estaba deseando verte –añadió en voz baja.

Eso pareció complacerla y se sintió aliviado al verla sonreír.

–Yo también –respondió Loren con timidez, bajando la vista.

–Entonces, ¿te vestirás para la cena y bajarás con nosotros?

–Por supuesto. Siento haberme puesto de mal humor. Me suele ocurrir nada más despertarme.

Alex se permitió sonreír también.

–Intentaré recordarlo para cuando estemos casados.

Ella se echó a reír y a Alex le pareció un sonido delicioso.

–Tal vez te convenga –añadió Loren–. Con respecto a esta noche. ¿A qué hora y dónde? ¿Seguís poniéndoos elegantes para las cenas?

Y Alex pensó que debía de haber estado ya medio dormida cuando Giselle se lo había contado todo.

–Sí, nos vestimos para cenar. Sobre las ocho tomaremos una copa en el salón y cenaremos a las nueve. Sé que es tarde, si ya no estás acostumbrada a esos horarios.

–Ah, no te preocupes, me aclimataré. ¿Vendrás a buscarme?

–¿Ya no te acuerdas de dónde está el salón? –le preguntó él.

–Claro que sí, no creo que haya cambiado tanto el castillo, pero… –dijo, mordisqueándose el labio inferior–. Da igual, no te preocupes. Nos veremos allí a las ocho.

Alex le dio un casto beso en la cara y se alejó antes de que le entrasen ganas de algo más. Ya la tenía allí y estaba a punto de terminar con la maldición, así que no había motivos para precipitarse. Tendría mucho tiempo para besarla como quisiera, cuando estuviesen casados.

–Buena chica. Hasta luego –se despidió.

 

 

Loren observó cómo se cerraba la puerta tras él y contuvo las ganas de patalear. Alex había vuelto a tratarla como si fuese una niña. Ya no era el atento amante que había sido en Nueva Zelanda, sino el Alex de siempre, al que tan bien conocía.

Ella le demostraría que ya no era una niña. Su cuerpo ardía del beso que le había dado en la palma de la mano. Bastaba una caricia para despertarla por completo, a pesar de la decepción de tener que cenar en familia esa noche.

Sabía que la familia Del Castillo seguía respetando las viejas tradiciones, pero le habría apetecido cenar a solas con su prometido esa noche.

No obstante, no merecía la pena darle más vueltas, tenía que cumplir con las expectativas de Alex. Al menos, sabía que lo pasaría bien poniéndose al día con sus hermanos. Con respecto a Alex, tal vez lo castigase un poco por no haber insistido en que estuviesen solos esa primera noche. Había llevado el vestido perfecto. Lo había comprado pensando en cómo reaccionaría Alex al vérselo puesto.

Buscó sus maletas por la habitación, pero no las vio. Abrió el armario y encontró la respuesta, toda su ropa había sido colocada. Debía de haber dormido muy profundamente, para no haber oído a nadie hacerlo.

Buscó entre sus vestidos el de organza roja, que le hacía sentirse como la criatura más elegante del planeta, sensación que tenía que admitir que no tenía siempre.

–Si este vestido no es suficiente para esta noche, ningún otro lo será –dijo en voz alta.

Entró en el baño y se detuvo un momento a observar la elegancia de todo, pero tenía poco tiempo para prepararse. Se preguntó por qué había actuado Alex como si ya le hubiese dicho lo de la cena de esa noche. Tal vez se lo tenía que haber dicho Giselle, y se le había olvidado, aunque Loren sospechaba que a Giselle se le olvidaban muy pocas cosas.