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El multimillonario Zach Harper no podía permitir que una extraña se llevara la mitad de su fortuna, aunque fuera su esposa. Jamás hubiera podido imaginar que una alocada boda en Las Vegas llegara a convertirse en una pesadilla. Sin embargo, el testamento de su abuela había sellado con fuego un lazo difícil de deshacer: su futuro estaba ligado al de Kaitlin Saville para siempre. Zach creía que podía deshacerse de ella ofreciéndole unos cuantos millones. Sin embargo, Kaitlin no quería dinero, quería una cosa que sólo Zach podía darle… y Zach le juró que se lo daría.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Barbara Dunlop. Todos los derechos reservados.
LEGALMENTE CASADOS, N.º 1793 - junio 2011
Título original: The CEO’s Accidental Bride
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-371-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Promoción
Zach Harper era la última persona a la que Kaitlin Saville esperaba ver frente a su puerta. Aquel hombre alto, moreno y de ojos feroces era la razón por la que estaba haciendo la maleta, la razón por la que dejaba su apartamento de alquiler. Él era la persona por la que se veía obligada a abandonar Nueva York. De frente a él, cruzó los brazos sobre su camiseta de los Mets, polvorienta y vieja. Sólo podía esperar que sus ojos rojos no la delataran. Con un poco de suerte ya no tendría marcas de lágrimas sobre las mejillas.
–Tenemos un problema –dijo Zach en un tono tenso. Su expresión seguía siendo impasible y con la mano izquierda sostenía un pequeño maletín de cuero negro.
Llevaba un exquisito traje de firma y una impecable camisa blanca, combinados con una corbata roja de seda de la mejor calidad y unos gemelos de oro macizo. Como de costumbre, llevaba el pelo recién cortado y estaba recién afeitado. Sus zapatos, tan pulidos que parecían espejos, debían de costar una pequeña fortuna.
–No tenemos nada –le dijo ella, apretando los dedos de los pies dentro de los acolchados calcetines que llevaba.
Iba vestida de manera informal. Sus vaqueros estaban un poco gastados, pero no era ninguna desarrapada. Una mujer tenía derecho a vestir cómodamente en su propia casa. Zach Harper, en cambio, no tenía ningún derecho a estar allí.
Kaitlin empujó la puerta para cerrarla, pero él la sujetó con una mano, bronceada y ancha. Tenía la muñeca fuerte y los dedos largos y estilizados. No llevaba anillos, pero sí llevaba un reloj Cartier de platino con diamantes incrustados.
–No estoy bromeando, Kaitlin.
–Y yo no me estoy riendo –dijo ella. Los problemas del gran Zach Harper le daban igual.
Ese hombre no sólo la había echado de su puesto de trabajo, sino que también le impedía trabajar en cualquier otra empresa de diseño de Nueva York.
Él miró por encima del hombro de ella.
–¿Puedo entrar?
Ella fingió considerarlo un momento.
–No.
Aunque fuera el dueño y señor de Harper Transportation y también de muchas otras empresas de Manhattan, no tenía ningún derecho a entrar en su casa, la cual, en ese momento, estaba hecha un desastre, sobre todo por la lencería que estaba bajo la ventana.
Él apretó la mandíbula.
Y ella hizo lo propio, manteniéndose firme.
–Es personal –dijo él, insistiendo. Cambió el maletín de mano.
–No somos amigos.
En realidad eran enemigos, porque eso era lo que pasaba cuando una persona le arruinaba la vida a otra. No importaba que él fuera atractivo, inteligente, triunfador, buen bailarín… Había perdido todos sus derechos a… todo. Zach se puso erguido y entonces miró a ambos lados del viejo corredor de aquel edificio de más de cincuenta años. La luz era mortecina y la moqueta estaba raída. En esa sección del quinto piso había diez puertas, y la de Kaitlin estaba al final del pasillo, junto a la alarma de incendios y a la puerta de emergencia de acero.
–Muy bien –dijo él–. Lo haremos aquí.
Kaitlin retrocedió unos pasos, dispuesta a regresar al refugio de su hogar. No podía ceder. Jamás volvería a hacer nada con él bajo ningún concepto.
–¿Recuerdas aquella noche en Las Vegas? –le preguntó él.
La pregunta la hizo detenerse en seco.
Jamás olvidaría la fiesta de empresa de Harper Transportation, celebrada en el Bellagio, tres meses antes. Cantantes, bailarines, malabaristas, acróbatas… Aquello había sido un derroche de diversión destinado a entretener a la enorme multitud, en su mayoría clientes de alto standing de la firma. Un hombre disfrazado de Elvis se los había llevado de la pista de baile y los había hecho participar en una boda falsa.
En aquel momento le había parecido muy divertido, de acuerdo con el tono ligero del festejo. Obviamente, los martinis de frambuesa que se había tomado durante la velada habían ablandado mucho su fuerza de voluntad y al final se había visto arrastrada al estrado, más que dispuesta a representar aquella ridícula parodia. Sin embargo, al volver la vista atrás, no podía sino avergonzarse de sí misma.
–¿El papel que firmamos? –dijo Zach, continuando, al ver que ella guardaba silencio.
–No sé de qué me estás hablando –le dijo, mintiendo.
En realidad se había encontrado con los falsos papeles de la boda esa misma mañana. Estaban metidos en el álbum de fotos que tenía en el último cajón del armario, debajo de una montaña de vaqueros. Era una estupidez haber guardado aquel recuerdo sin sentido. Sin embargo, la ilusión de pasar una noche colgada del brazo de Zach Harper había tardado unos días en desvanecerse. Recordaba muy bien el momento en que había guardado aquellos papeles. Entonces todo parecía tan mágico; aquellos minutos en la pista de baile en compañía de Zach… Pero no había sido más que una fantasía ridícula. Aquel hombre había destruido su vida a la semana siguiente.
–Es válido –dijo él, respirando hondo.
Ella frunció el ceño.
–¿Válido para qué?
–Matrimonio.
Kaitlin no contestó. ¿Acaso estaba sugiriendo que habían firmado unos documentos reales?
–¿Es una broma?
–¿Me estoy riendo? –le preguntó él.
Y no lo estaba haciendo. En realidad Zach Harper rara vez sonreía, y tampoco era muy dado a hacer bromas. Aquella noche, al parecer, había sido una excepción.
–Estamos casados, Kaitlin –le dijo, sin pestañear.
Eso no podía ser cierto. Había sido una farsa. Habían representado un papel sobre un escenario. Nada más.
–Elvis contaba con una licencia del estado de Nevada –dijo Zach.
–Estábamos borrachos –dijo Kaitlin, incapaz de creer semejante tontería.
–Archivó el certificado.
–¿Y cómo lo sabes? –preguntó Kaitlin, con un remolino de ideas en la cabeza.
–Porque me lo han dicho mis abogados –le dijo, y entonces miró hacia el interior del apartamento con disimulo–. ¿Puedo entrar, por favor?
Kaitlin pensó en las novelas de misterio que estaban tiradas en el sofá, las revistas que descansaban sobre la mesita central, el montón de papeles del banco, la tarjeta bancaria, los extractos bancarios… Recordó el paquete medio lleno de donuts que estaba sobre la encimera de la cocina, la cajita de lencería sexy, completamente a la vista. Si le estaba diciendo la verdad, no podía ignorarle así como así. Apretó los dientes.
¿Qué importancia tenía lo que él opinara? ¿Por qué iba a importarle que viera los donuts en la cocina? En cuestión de unos días, él habría salido de su vida para siempre. Lo dejaría todo atrás, y empezaría de nuevo en otra ciudad; quizá Chicago, o Los Ángeles. Al pensar en ello, sintió un nudo en la garganta y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Cuántas veces había tenido que empezar de nuevo… Ya casi había perdido la cuenta. Todos aquellas casas de acogida… Jamás había podido tener esa sensación de seguridad y normalidad que estaba a punto de perder. Había vivido en ese apartamento desde su comienzo en la universidad, y era lo más parecido a un hogar que jamás había conocido.
–¿Kaitlin?
Ella se tragó todas las emociones.
–Claro –le dijo con decisión y seriedad, dejándole paso–. Entra.
Al entrar en la casa Zach reparó en el desorden de cajas de embalar que estaban esparcidas por todo el apartamento. No tenía sitio donde sentarse, y ella ni siquiera le ofreció una silla.
Pero, de todos modos, no iba a quedarse mucho tiempo allí.
Aunque intentara ignorarla, Kaitlin no dejaba de mirar de reojo la caja de lencería. Zach la siguió con la mirada y finalmente reparó en el camisón de seda blanco y malva que su amiga Lindsay le había regalado por Navidad.
–Disculpa –dijo ella en un tono seco y fue a cerrar la caja.
–Claro –dijo él, en un tono ligeramente burlón.
Se estaba riendo de ella. Perfecto.
Las tapas de la caja volvieron a abrirse, y Kaitlin se ruborizó. Se volvió hacia él, desviando su atención. Sin embargo, por encima del hombro de él podía ver la caja abierta de donuts. Tres de ellos ya habían ido a parar a sus caderas esa misma mañana. Zach, por el contrario, no parecía tener ni una pizca de grasa en su escultural cuerpo. Seguramente su desayuno consistía en una pieza de fruta, cereales y proteínas; todo preparado por su chef personal, que utilizaría ingredientes importados de Francia, o quizá de Australia.
Él dejó el maletín sobre un montón de DVDs y abrió la solapa.
–Mis abogados han preparado los papeles del divorcio.
–¿Necesitamos abogados? –Kaitlin aún intentaba hacerse a la idea. Estaba casada.
Con Zach. Su mente quería correr en distintas direcciones, pero sujetó bien las riendas. Zach Harper podía ser guapo, inteligente y rico, pero también era frío, calculador y peligroso. Había que estar loca para querer casarse con él.
–En estos casos los abogados son un mal necesario –le dijo él, sacando documentos.
Kaitlin sintió como le hervía la sangre al oír aquel tópico sobre los abogados. Su amiga Lindsay no era «un mal necesario»; nada más lejos. ¿Cómo reaccionaría Lindsay al enterarse de lo que le había pasado? ¿Se reiría, o acaso se enfadaría con ella? ¿Se preocuparía? La situación era de lo más absurda.
Kaitlin se sujetó el cabello detrás de las orejas y comenzó a juguetear con un pendiente. Cada vez se ponía más nerviosa. Esperó a que Zach volviera a prestarle atención y entonces habló.
–Creo que a veces lo que pasa en Las Vegas no se queda en Las Vegas.
Un músculo se contrajo en la mandíbula de Zach y Kaitlin sintió un agradable pinchazo de satisfacción al ver que le había hecho perder la compostura, aunque sólo fuera por un instante.
–Convendría que te tomaras todo esto más en serio.
–Nos casó Elvis –dijo ella, sin poder contener la carcajada.
Los ojos de Zach relampaguearon.
–Vamos, Zach –dijo ella, intentando aligerar el tono de aquella conversación–. Tienes que admitir que…
–Firma los papeles, Kaitlin –le dijo él, sacando un sobre de entre los documentos.
Ella quería seguir con la broma un poco más.
–Supongo que esto significa que no habrá Luna de Miel, ¿no?
Él contuvo la respiración y su mirada se desvió una fracción de segundo hacia los labios de ella.
De repente una visión fugaz y potente irrumpió en los pensamientos de Kaitlin. ¿Se habían besado aquella noche en Las Vegas? Quizá… Instantáneas de su boca, su calor, el sabor de sus labios llenos y vigorosos… Se imaginó que podía sentir sus brazos fuertes alrededor de la cintura, apretándola contra él. Hasta ese momento siempre había creído que sólo había sido un sueño febril, pero…
–Zach, nosotros…
Él se aclaró la garganta.
–Intentemos centrarnos un poco, por favor.
–Muy bien –dijo ella, apartando aquella imagen turbadora de sus pensamientos.
Si lo había besado, aunque sólo hubiera sido una vez, entonces había sido el peor error de su vida. Odiaba a Zach Harper con todas sus fuerzas, y sólo quería que saliera de su vida cuanto antes. Extendió el brazo y agarró el sobre.
–Sólo nos llevó cinco minutos casarnos, así que divorciarnos no nos llevará mucho más tiempo.
–Me alegro de que lo veas de esa manera –él asintió con la cabeza y buscó algo en el bolsillo de la chaqueta–. Pero, por supuesto, quiero recompensarte por todas las molestias –le dijo, sacando un bolígrafo de oro y una chequera de cuero–. ¿Un millón? –le dijo de pronto, abriendo la chequera.
–¿Un millón de qué? –Kaitlin parpadeó, totalmente perpleja.
Él respiró con impaciencia.
–Dólares. No te hagas la ingenua, Kaitlin. Los dos sabemos que esto va a costarme bastante.
Kaitlin se quedó boquiabierta. ¿Acaso se había vuelto loco?
Él esperaba, expectante.
«Un momento…», se dijo Kaitlin. ¿Acaso estaba desesperado?
La mente de la joven volvió atrás como quien rebobina una película. Zach y ella estaban casados, por lo menos ante la ley. Claramente ella se había convertido en un problema para él, pero Zach Harper rara vez debía de toparse con un inconveniente que no pudiera resolver con un cheque en blanco.
«Uh, qué interesante», pensó.
Soltó una carcajada y puso el sobre encima de la mesa. No quería el dinero de Zach, pero tampoco iba a rechazar la recompensa que sin duda se merecía. ¿Qué mujer lo hubiera rechazado? El divorcio no tenía por qué efectuarse en cinco minutos. Ella iba a estar en Nueva York durante un par de semanas por lo menos, así que, por primera vez en su vida, el señor Harper iba a conocer lo que era estar a merced de otro.
Kaitlin respiró hondo, se centró un poco y recordó a Lindsay. Su amiga era brillante en esas cosas. Ella hubiera sabido exactamente qué hacer.
De pronto la respuesta apareció ante ella como la luz de un faro en mitad de la noche.
–Me parece que en Nueva York funciona lo de los bienes comunes, ¿no? –le dijo, levantando las cejas.
Zach parecía confundido, pero entonces su mirada se endureció. Estaba furioso.
«Qué pena…», pensó Kaitlin.
–No recuerdo haber firmado ningún acuerdo prematrimonial –añadió. Ya empezaba a disfrutar de la situación.
–Quieres más dinero, ¿no? –le dijo él en un tono ecuánime.
En realidad lo que Kaitlin quería era recuperar su vida, su carrera.
–Me echaste –señaló, sintiendo el deseo de recordárselo.
–Todo lo que hice fue rescindir un contrato –le dijo él.
–Sabías que yo sería el chivo expiatorio. ¿Quién va a contratarme en Nueva York a partir de ahora?
–No me gustó tu proyecto de renovación –dijo él, sin perder la calma.
–Sólo trataba de sacar a tu edificio de los años treinta.
El edificio sede de Harper Transportation tenía un potencial infinito, pero nadie se había molestado en aprovecharlo durante más de cincuenta años.
Él la fulminó con la mirada durante unos segundos.
–Muy bien. Como quieras. Te eché de la empresa. Te pido disculpas. Ahora, ¿cuánto quieres?
Kaitlin se puso erguida, decidida a llevarse la victoria.
–Dame una sola razón por la que debería ponértelo fácil.
–Porque quieres estar casada tan poco como yo.
Lo cierto era que tenía razón. La idea de ser la esposa de Zach Harper la hacía sentir escalofríos.
Escalofríos de desprecio, sin duda. De haber sido cualquier otro hombre podría haberlo confundido con una sensación de deseo, pero ése no era el caso.
–La señora de Zach Harper… –dijo, fingiendo meditarlo un instante.
De forma deliberada, miró a su alrededor y contempló su destartalado apartamento.
–¿No tienes un ático en la Quinta Avenida?
Él apretó el botón del bolígrafo para sacar la punta.
–¿Me estas desafiando? ¿Quieres que llame a tu abogado?
Kaitlin esbozó la primera sonrisa auténtica que sus labios habían dibujado en muchos meses.
–Sí –dijo–. Adelante. Llama.
Él se acercó un poco y Kaitlin sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.
Se atravesaron con la mirada.
–También podrías dejarme los papeles del divorcio –dijo ella con una dulzura fingida–. Se los haré llegar a mi abogado para que los lea la próxima semana.
–Dos millones.
–La próxima semana –dijo ella, tratando de disimular su propia reacción ante aquella suma desorbitada–. Un poco de paciencia, Zachary.
–No sabes lo que estás haciendo, Katie.
–Estoy velando por mis propios intereses.
En realidad ésa era la decisión más sabia. Los documentos del divorcio podían esconder cualquier cláusula perniciosa. ¿Quién podía saber lo que la manada de abogados de Zach Harper era capaz de hacer?
Ambos guardaron silencio. El bullicio del tráfico retumbaba cinco pisos más abajo.
–No me fío de ti, Zach –le dijo ella sin contemplaciones, y era cierto.
La expresión de él se volvió de hierro en una fracción de segundo. Guardó el bolígrafo en el bolsillo, puso la chequera dentro del maletín y se alisó los hombros de la chaqueta con un gesto deliberado. Unos segundos después, la puerta se cerró de un portazo.
Zach se subió al flamante deportivo que esperaba junto a la acera y dio otro portazo.
–¿Firmó? –le preguntó Dylan Gilby desde el lado del conductor al tiempo que ponía la primera marcha.
Zach se abrochó el cinturón.
–No.
Él siempre había estado orgulloso de su talento para la negociación, pero había algo en Kaitlin que lo hacía perder el equilibrio. Aquel encuentro había sido un completo fracaso.
No recordaba que fuera tan testaruda, pero, a decir verdad, apenas la conocía. Habían coincidido algunas veces antes de la fiesta, pero nunca habían cruzado más que un puñado de palabras inconsecuentes. No sabía mucho de ella, pero sí recordaba que era lista, diligente, divertida y… hermosa. No podía negar su belleza. Aquel día, vestida con un traje exquisito, había sido la mujer más radiante en aquella sala de fiestas de Las Vegas.
Incluso ese mismo día, con unos viejos vaqueros y una camiseta raída, seguía siendo impresionante. Zach había dado el «sí, quiero» ante Elvis sin pestañear siquiera, y estaba más que seguro de que, en aquel momento, sentía lo que decía.
–¿Le ofreciste el dinero? –le preguntó Dylan.
–Claro que le ofrecí el dinero.
–¿Y no funcionó?
–Va a llamar a su abogado –dijo Zach, haciendo una mueca y mascullando un juramento. De alguna manera, había jugado mal sus cartas. Había estropeado la única oportunidad que tenía de acabar con todo aquello sin hacer ruido.
Dylan puso el intermitente, miró por el espejo retrovisor hacia la concurrida calle, y pasó de refilón entre dos coches.
–Entonces, básicamente, estás en un lío muy gordo.
–Gracias por un análisis tan constructivo –dijo Zach con un sarcasmo mordaz.
Harper Transportation podía correr peligro y no era momento para bromas.
–¿Para qué están los amigos?
–Para invitar a una cerveza.
–Hoy tengo que volar –dijo Dylan–. Y sospecho que necesitas todas tus facultades a pleno rendimiento.
Zach apoyó el codo sobre el reposabrazos al tiempo que el coche se abría camino entre el tráfico denso. Su mente no dejaba de repasar el encuentro con Kaitlin una y otra vez. ¿En qué momento lo había estropeado todo?
–A lo mejor debería haberle ofrecido más –dijo, pensando en voz alta–. ¿Cinco millones? La gente normal aceptaría cinco millones, ¿no?
–A lo mejor tienes que decirle la verdad –sugirió Dylan.
–¿Estás loco?
–Técnicamente, no.
–¿Decirle que ha heredado todo el patrimonio de mi abuela?
¿Servirle el pastel en bandeja de plata? ¿Y también su propia ruina?
–Es que es así. Ha heredado todo el patrimonio de tu abuela.
Zach sintió que le hervía la sangre. Estaba viviendo una pesadilla, y Dylan no estaba siendo precisamente de mucha ayuda.
–Me traen sin cuidado los papeles de la Electric Chapel of Love –dijo Zach, casi con un gruñido–. Kaitlin Saville no es mi esposa. No tiene derecho a la mitad de Harper Transportation, y tendrán que matarme antes que…
–Puede que su abogado no esté de acuerdo contigo.
–Si su abogado tiene un par de neuronas en la cabeza, le aconsejará que agarré los dos millones y que desaparezca cuanto antes.
Estaban casados. Sí. No podía sino reconocer el estúpido error que había cometido. Sin embargo, su abuela no podía haber tenido eso en cuenta el redactar su testamento. La ley podía decir una cosa, pero la realidad era muy distinta. Su abuela jamás hubiera querido que una extraña heredara todo su patrimonio.
No sabía si Nueva York era un Estado donde se aplicaba la ley de los bienes comunes, pero, aunque lo fuera, Kaitlin y él nunca habían convivido. Nunca habían mantenido relaciones sexuales. De hecho, ni siquiera habían sido conscientes de que estaban casados. La idea de que una simple empleada de tres al cuarto fuera a quedarse con la mitad de su empresa era descabellada.
–¿Has pensado en conseguir una anulación? –preguntó Dylan.
Zach asintió. Había hablado con sus abogados, pero las noticias no habían sido muy alentadoras.
–No nos acostamos juntos –le dijo a Dylan–. Pero ella podría mentir y decir que sí lo hicimos.
–¿Crees que mentiría?
–¿Y yo qué sé? Pensaba que iba a aceptar los dos millones –Zach miró a su alrededor. Se estaban acercando a un acceso a Central Park–. ¿Estamos cerca de McDougal’s?
–No voy a dejar que te emborraches a las tres de la tarde –Dylan sacudió la cabeza y giró a la izquierda con brusquedad.
El deportivo se aferró al pavimento y pasó zumbando por delante de un taxi, casi rozándolo.
–¿Ahora tengo niñera?
–Necesitas un plan, no una copa.
Se detuvieron ante un semáforo en rojo en la siguiente intersección. Dos taxistas tocaban el claxon sin cesar y discutían con gestos acalorados. Un enjambre humano cruzaba el paso peatonal bajo la fina llovizna que caía sin parar.
–Cree que yo la despedí.
–¿Y lo hiciste?
–No –dijo Zach con contundencia.
Dylan lo miró de reojo con gesto de escepticismo.
–¿Se lo inventó o es que hiciste algo que la hizo pensar que la echabas de la empresa?
–De acuerdo –dijo Zach, cambiando de posición en el asiento–. Rescindí el contrato con Hutton Quinn para renovar el edificio de oficinas. El proyecto no se acercaba en lo más mínimo a lo que yo buscaba.
–Y entonces la echaron –dijo Dylan, asintiendo con la cabeza.
Zach levantó las palmas de las manos en un gesto defensivo.
–La elección del personal es cosa de ellos, no mía.