Leyendas - Gustavo Adolfo Bécquer - E-Book

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Gustavo Adolfo Bécquer

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Beschreibung

Edición con ilustraciones del propio Gustavo Adolfo Bécquer.

Las dieciocho Leyendas aquí recogidas son las del primer tomo de las Obras, publicado en 1871, incluyendo tanto las más conocidas (Maese Pérez, el organista, El monte de las ánimas...) como algunas cuya autoría se discute (La creación, Tres fechas).
Las Leyendas recorren la trayectoria de Bécquer y se puede ver cómo evoluciona de la adaptación de Leyendas hindúes a recoger tradiciones locales del Moncayo o crear sus propias historias ambientadas en Toledo, con descripciones de primera mano de los paisajes.
— I — La creación (Poema indio)
— II — Maese Pérez el Organista
— III — Los ojos verdes
— IV — La ajorca de oro
— V — El caudillo de las manos rojas (Tradición india)
— VI — El rayo de luna
— VII — La cruz del Diablo
— VIII — Tres fechas
— IX — El Cristo de la calavera
— X — La corza blanca
— XI — Creed en Dios
— XII — La promesa
— XIII — La rosa de pasión
— XIV — El beso
— XV — El monte de las ánimas
— XVI — La cueva de la mora
— XVII — El gnomo
— XVIII — El miserere
 

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Leyendas

 

 

por

 

Gustavo Adolfo Bécquer

 

 

 

 

 

Edición basada en las siguientes ediciones:

Imprenta de Fortanet, Madrid, 1871.

Librería universal de J. A. Fernando Fé, Madrid, ediciones de 1877 a 1904.

 

Ilustraciones: Gustavo Adolfo Bécquer

 

Imagen de portada: Robin Alves, 2018.

 

Esta edición apenas modifica la puntuación de las primeras ediciones, por lo que puede resultar a veces extraña en nuestros días.

 

De esta edición: Licencia CC BY—NC—SA 4.0 2021 Xingú

https://creativecommons.org/licenses/by—nc—sa/4.0/deed.es_ES

Índice

Al lector1

Gustavo Adolfo Bécquer

Introducción

— I — La creación (Poema indio)

— II — Maese Pérez el Organista

— III — Los ojos verdes

— IV — La ajorca de oro

— V — El caudillo de las manos rojas (Tradición india)

— VI — El rayo de luna

— VII — La cruz del Diablo

— VIII — Tres fechas

— IX — El Cristo de la calavera

— X — La corza blanca

— XI — Creed en Dios

— XII — La promesa

— XIII — La rosa de pasión

— XIV — El beso

— XV — El monte de las ánimas

— XVI — La cueva de la mora

— XVII — El gnomo

— XVIII — El miserere

Al lector1

Pronto, el 22 de diciembre, hará siete años que voló a su Creador el espíritu inmortal de Gustavo Adolfo Bécquer.    La primera edición, que editó la caridad, agotóse hace un año y el que murió oscuro y pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta donde no se hayan traducido sus poesías o su prosa.

No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor. Las primeras se compensan con su gloria; los segundos son ya del dominio frío y severo de la crítica.

Sólo una cosa advertiremos siempre a los lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó escribiólo con intención de que formase un libro; y, como dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él al sepulcro. Calcúlese ahora, por la popularidad y el respeto que su memoria ha alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia, a qué altura se hubiera elevado, si la miseria, aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado cerebro.

Dos palabras más sobre Gustavo.

Hay quienes han querido censurarle por su novedad.

Hay muchos que han intentado imitarle.

Ni unos ni otros le han comprendido bien.

Las Rimas de Bécquer no son la total expresión de un poeta, sino lo que de un poeta se conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y estilo de sus composiciones no tienen más forma que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y éste es su principal mérito.

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener únicamente con esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.

No menos digno de llamar la atención es que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada que directamente excite el interés o las pasiones colectivas de sus contemporáneos.

Como en las de los grandes maestros, en su paleta no figuran más colores que los primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento; universales, sencillos y espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas o de problemas sociales y religiosos.

Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero sin acomodamiento de época ni dudas, indignaciones o esperanzas de impíos o fanáticos.

No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que parecen chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar entre el agitado vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo de la tierra, o envueltos por la atmósfera de una época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.

Esto a los que no han sabido censurarle, lo cual no prueba que le creamos exento de censura.

A los que le imitan, por más que esto honre al poeta, tenemos que decir algunas palabras que expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en nuestra conciencia.

No creemos en el progreso indefinido de una escuela. Si la historia del arte no lo probara definitivamente con la muerte irreemplazable de sus grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen sentido.

De ningún modo aconsejamos que se dejen de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos con fe e imitándolos con trabajo en secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de esto a encastillarse en la forma del que primero fue original en ella, hay un gran abismo.

Si alguien es difícil y comprendido para imitado en poesía, es Bécquer.

Como galanura de forma, pureza de dicción y corrección de estilo hay muchos que le aventajen, y éstos son los que deben de imitarse siempre.

Pero lo imposible de imitar en Bécquer es su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.

En ser Bécquer o no serlo está todo el quid de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal propósito encerrándose en su forma y contando el número de sus versos, es no haber realizado nada, si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas prácticas y reales que en sus composiciones existe.

Repárese bien que ni al principiar Bécquer una composición ni al terminarla en crescendo, deja de pensar o de sentir algo de general y profundo. De cada cuatro versos suyos puede hacerse una larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la idea o del sentimiento en menos palabras, es casi imposible. La idea, pues, sin más adorno que el necesario, como él decía, para poderse presentar decente en el mundo, tiene una importancia real y sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos, sin hallarse provisto de algo importante, práctico y hondo en el terreno del sentir o del pensar, es querer construir perdurable estatua solamente con la gasa que la envuelve, y lo que consigue entonces quien imita, es quedar indefenso ante el público, resultando baladí, vulgar, pretencioso o vano en el mismo metro y con las mismas líneas que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible, es decir, la nada, porque nada había brotado del cerebro del imitante.

De esto resulta una serie de vulgaridades concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, o una porción de nebulosidades y misterios, capaces de tener pensando todo un siglo a quien trate de descifrar el enigma.

En una palabra, y aunque se ha repetido mucho, Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.

Los imitadores olvidan el ser o no ser del trágico eminente, y, al hacerlo, caen en ese abismo sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!

Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que no le han comprendido y de complicidad con algunos de sus imitadores.

Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar en nombre del arte, del público, que lo pedía con ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato del autor, no acabado de expirar, como figura en la edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal como se agitó en el mundo.

Va aumentada esta edición con otros trabajos de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a su justa fama, tales cuales Las Cartas a una mujer, y otros artículos eminentemente literarios, como el prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo, el Sr. Ferrán.

Con cuyas novedades y aumentos, esta segunda edición se hace necesaria en la biblioteca de sus admiradores, aun poseyendo la primera, y a fe que bien merece el editor agotarla pronto, pues no ha escaseado sacrificios en su artístico propósito.

 

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA

 

 

1 De la segunda edición de la Librería de J. A. Fernando Fé, 1877. La conservaron en ediciones posteriores.

Gustavo Adolfo Bécquer

Prólogo de la primera edición

 

Confieso que he echado sobre mis hombros una tarea superior a mis fuerzas. En vano he retardado el momento. La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso una admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene todo lo que precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad y que el genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma y única recompensa que él puede dar al generoso desprendimiento de sus contemporáneos y amigos! ¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el juicio de las obras del malogrado escritor, un testimonio de justicia hacia esta generación entre la cual me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta la muerte de los infectos campos de batalla y da su oro para el libro de un poeta!

Majestades de la tierra, artistas, ingenieros, empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de las aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista que ante mí tengo, habéis depositado, desde la cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo modesto, recibid por mi conducto un voto de gracias, a que hacen coro los temblorosos labios de hijos sin padres y de madres sin esposos; pues no sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer, sino que, al borde de su tumba, habéis allegado el pan cotidiano que libertará de la miseria a seres desvalidos.

Los encargados de llevar a cabo tal empresa hubieran tenido un gran placer en poner al frente de la edición los nombres de los que a ella han contribuido; pero la caridad acreciólos tanto, que su inserción hubiera aumentado el gasto notablemente. El distinguido pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa, actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en unión con los demás amigos que han llevado a término esta obra, las cantidades recibidas y las que se han invertido, para justa satisfacción de todos. No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer, que no se ha dado punto de reposo en el asiduo trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr. Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal amigo. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho para perpetuar la memoria del que se llamó en el mundo Gustavo Adolfo Bécquer.

Hablemos de él.

* * * * *

 

Toda mi vida de poeta, todos los delirios, esperanzas, propósitos y realidades de mi juventud han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al extender la muerte su fría mano sobre aquella cabeza juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo de magníficas creaciones, de gigantescos planes, cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este libro. Todo su afán era conseguir un año de descanso en la continuada carrera de sus desgracias. Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni su propia materia la vigorosa energía de la salud. Cada escrito suyo representa o una necesidad material o el pago de una receta. Las estrecheces del vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo de hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir, sospechó que a la tumba bajaría con él y como él, inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones y fantasías, y entonces se propuso reunirlo en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo pudo escribir la introducción con que van encabezados sus escritos, las rimas y el fragmento titulado La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no común saber en las artes plásticas.

Nació Bécquer en Sevilla el 17 de febrero de 1836, siendo su padre el célebre pintor e inspirado intérprete de las costumbres sevillanas. A los cinco años de edad quedó huérfano de éste, empezando sus estudios de primeras letras en el colegio de San Antonio Abad, donde permaneció hasta los nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo para estudiar la carrera de náutica. A los nueve años y medio vióse huérfano de madre, y a los diez salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal edad encargóse de Gustavo su madrina de bautismo, persona regularmente acomodada, sin hijos ni parientes, por cuya razón le hubiera dejado sus bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a Madrid a los diez y siete años y medio, con el objeto de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo de las letras se hubiera nunca conquistado en España ambas cosas! Quería su madrina hacer de él un honrado comerciante; pero aquel niño, que había aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir, cuya desmedida afición a la lectura le hacía encontrar horizontes más anchos que el de la teneduría de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo con la independencia de su carácter, y a venir a Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos que lo necesario para el viaje. Corría el año 56, y entonces llegué también a buscar lo mismo que Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré en el terreno de las letras. Mi carácter alegre y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería enumerar las peripecias de la suya, monótona en desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible enfermedad, y para atender a ella y rebuscando entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos rojas, tradición india, que se publicó en La Crónica, siendo reproducida, con la singularidad de creerse que el título de tradición era una errata de imprenta; pues todos los que la insertaron en España o copiaron en el extranjero, la bautizaron con el nombre de traducción india. ¡Tan concienzudamente había sido hecho el trabajo!

Compadecido un amigo de sus escaseces, buscóle un empleo modesto, y juntos entramos a servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales, con tres mil reales de sueldo y con la categoría de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle, porque la cesantía de Gustavo en aquel destino forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y distraído.

Tratóse de hacer un arreglo en la oficina, y el Director quiso por sí mismo averiguar la idoneidad y el número de los empleados, visitando para ello todos los departamentos.

Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare, o bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el Director entró en su negociado, hallábase él entregado a sus elucubraciones. Como sus dibujos eran admirables, ya se habían hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:

—Y ¿qué es eso?

Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos, respondió:

—Psch... ¡Esta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero... Más allá…

* * * * *

 

En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro, y...

—¡Aquí tiene usted uno que sobra! —exclamó el Director.

Efectivamente; Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.

Excuso decir que él se puso muy alegre; pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia que le inspiraba el destino, lo aceptó por no hacer un desaire al amigo que se lo había proporcionado.

Habíase propuesto Gustavo no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos literarios, cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución y lo raro de la demanda; así es que tuvo que alternar los escritos con otros trabajos. De este género son las pinturas al fresco que deben de existir en el palacio de los señores marqueses de Remisa, cosa que ignorará el propietario, pues encargó la obra a un pintor de adornos, que, no sabiendo pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.

Fundose después El Contemporáneo, y al brindarme con una plaza en su redacción el fundador y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que también entrase a formar parte de ella el autor de este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus leyendas y las Cartas desde mi celda, que causaron admiración grande en los círculos literarios de España.

Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista, amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios de colores, vivía a sus anchas en el campo de la tradición; y encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la Edad Media, sus ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con predilección marcada todo lo aristocrático e histórico, sin que por esto se negara su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la época en que vivía. Indolente, además, para las cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país una de estas cosas, figuró en aquel donde tenía más amigos y en que más le hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles. Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y más doradas las cintas de su ataúd. No estando destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar el terror de nadie, ni apto su carácter noble para la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones que sustituyen con ventaja y provecho propio a la acometividad y energía, Gustavo no podía hacer gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos, exhibiciones y favoritismos de los que, salvando rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los afortunados en política, con relación a los bienes materiales; y hecho fiscal de novelas, desempeñó su destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan luego como cayó del poder la persona que había firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D. Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador sincero y leal del mérito de Gustavo.

El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya en Sevilla por sus producciones pictóricas, vino a reunirse y a vivir con él, como en los años de su niñez trabajosa. Después de graves disgustos domésticos que ambos experimentaron, cesante el poeta, el pintor sin la pensión, que devolvía en magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de Fomento, la muerte comenzó a prepararles un recibimiento tan ingrato y oscuro como el que tuvieron en los primeros pasos de su vida. Volvieron los ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o escribía artículos originales, como el de Las hojas secas, contentos con vivir juntos y llevar pan a sus tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus grandiosas concepciones, para verlas realizadas cuando la perentoria necesidad del día no fuese precipitado final de sus ensueños.

Una de las formas que más complacen a la Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles disfraces, es la de la Felicidad. Como el tigre con su presa, parece jugar con sus víctimas; y cuando el golpear de sus fatales hábitos ha embotado las sensaciones, semeja abandonar a los que atormenta, y siempre acechando, deja que se olviden de ella, permite que el bienestar se introduzca temeroso aún en su morada, que los sueños color de rosa acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal, objeto de sus odios, créese libre de sus ultrajes, tiende de pronto su garra certera y pone fin con un tormento inesperado e irremediable a todas las agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos que ya empezaban a regocijarse con su huida.

Esto aconteció en la morada de los hermanos Bécquer. Cuando ya habían conseguido, unificando sus esfuerzos, organizar modesta manera de vivir; cuando un porvenir artístico e independiente les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en aquella casa el sosiego del precavido y no la precipitación del destajista; cuando ya se podía retratar a un amigo por obsequio y escribir una oda por entusiasmo, la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma de sus amigos y contaminó con su frío el corazón de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe, cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la seca verdad del no ser.

Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto había de destruirse la débil materia que, a duras penas, la había contenido. El 23 de septiembre del año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de diciembre del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.

¡Extraña enfermedad y extraña manera de morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo que se diagnosticó pulmonía, convirtióse en hepatitis, tornándose a juicio de otros en pericarditis; y entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme y con su ingénita bondad, seguía prestándose a todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos y muriéndose poco a poco.

Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando claramente sus labios trémulos las palabras ¡TODO MORTAL…! voló a su Creador aquel alma buena y pura, dotada de tan no comunes facultades artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado trato las mayores capacidades literarias de mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he visto dotada a un tiempo de tantas condiciones creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.

Aunque, como se verá después en el rápido examen que de sus obras haga, deja impreso en ellas lo bastante el carácter del genio para que se le señale un puesto entre nuestros escritores y poetas, los que le conocíamos admirábamos a Gustavo, más por lo que esperábamos de él que por lo que había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento previo de las facultades intelectuales, y entre la algazara de redacciones de periódicos o bajo el influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve la luz pública tal cual lo hemos hallado, no pensaba él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente, porque lo había escrito deprisa y como para que no se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían malos.

En cada punto de España que había visitado durante su vida artística, había levantado su fantasía poderosa, unida a su nada común saber, un mundo de tradiciones y de historia, sólo con ver brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo apenas una inscripción borrosa en oscuro rincón de arruinada abadía. Esto explica su estancia en el monasterio de Veruela, sus correrías por las provincias de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo, donde vivió un año, y en donde estuvo tres días, veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado de su inspiración; y la primera vez que con su hermano fue a visitarle, ocurrióles un suceso por demás extraño.

Una magnífica noche de luna decidieron ambos artistas contemplar su querida ciudad, bañada por la fantástica luz del tibio astro. Armado el pintor de lápices y el poeta-arquitecto de recuerdos, abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado muro entregáronse horas enteras a su charla artística, que puede el lector apreciar cuán interesante e instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y La historia de San Juan de los Reyes, hecha por Gustavo en la magnífica obra que con el título de Historia de los Templos de España, comenzó a publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su dirección y propiedad; obra grandiosa, imaginada por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y más a propósito para hacer la crónica filosófica, artística y política de nuestra patria.

Hallábanse departiendo los hermanos, cuando acercóse una pareja de guardias civiles, que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides, de pechinas, de ojivas y otros términos a cual más sospechosos y enrevesados, unido a disertaciones sobre el género plateresco de Berruguete y Juan Guas, sobre el artificio de Juanelo, etc., y examinando el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas luengas, sus exaltados modales, lo entrado de la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo, sobre todo, a esa axiomática seguridad que tiene la policía de España para engañarse, dieron airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones, fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos a la dudosa y horripilante luz de un calabozo de la cárcel de Toledo. También el gobernador debía aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes honrados continuaban en su mazmorra.

Supimos todo esto en la redacción de El Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria de Gustavo, toda llena de dibujos representando los detalles de la pasión y muerte probable de ambos justos. La redacción en masa escribió a los equivocados carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y salvos los presos parodiando ante nosotros con palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas estrepitosas y sorprendentes facilidades para todo lo que era expresión de cualquier arte, hubiera podido predecir estéril e inoportuna muerte?

Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre sus costumbres y carácter antes de hablar del escritor, porque esto que llamaré prólogo va haciéndose pesado, aunque los lectores buenos me lo dispensarán. Paréceme al escribirlo que estoy hablando con algo suyo; que al estampar cada frase en su alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a cada error de estilo o grosería de lenguaje míos, sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa me riñe, como otras veces, por mis innumerables descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.

Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a quienes en la vida he oído hablar mal de nadie. El uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos Álvarez. Si a alguien se satirizaba injustamente, él lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica era justa, un aluvión de lenitivos, un apurado golpe de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce cubría con un manto de espontánea caridad al destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo alguna misión las hacía de encargo, a cada línea protestaba de lo que censurando iba, y era de ver su apuro, colocado entre el sacerdocio de la verdad y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón. Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo hallará en él lo que escribió sin remordimientos de su bondad.

La fecundidad e inventiva de Gustavo eran prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó a la importancia de sus escritos. Su manera de concebir no era embrionaria, sino clara, metódica y precisa, tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo; pero encariñado con ellas y no queriéndolas escribir con la precipitación del oficio, sino con el reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera conseguirlo.

A fin de poseer el sustento, escribió mucho y en géneros diferentes, como zarzuelas, traducciones, artículos políticos y de crítica, un tomo sobre Los templos de España, y tenía meditadas y bosquejadas, a la manera que antes he dicho, multitud de obras, cuyos títulos sólo revelan facultades extraordinarias.

Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara el más pequeño detalle, las obras siguientes: El cuarto poder, comedia. —Los hermanos del dolor, drama. —El duelo, comedia. —El ridículo, drama. —Marta, poema dramático; —¡Humo!, ídem.

Entre las novelas encuentro en sus apuntes los títulos que siguen: Vivir o no vivir. —El último valiente y El último cantador, de costumbres andaluzas. —Herrera. —Crepúsculos. —La conquista de Sevilla.

En fantasías y caprichos, los que siguen: El rapto de Ganimedes, bufonada. —La vida de los muertos, leyenda fantástica. —La Diana india, estudio de la América. —La amante del Sol, estudio griego. —La Bayadera, estudio indio. —Luz y nieve, estudio de las regiones polares.

Tenía perfectamente ideadas las siguientes leyendas toledanas: El Cristo de la Vega, pintando un judío. —La fe salva. —La fundadora de conventos. —El hombre de palo, estudio sobre Juanelo. —La casa de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. —La salve. —Los ángeles músicos. —La locura del genio, estudio sobre el Greco. —La lepra de la infancia, estudio sobre el condestable de Borbón.

Lo primero que pensaba escribir a conciencia, según decía, era un poema en cuatro cantos, titulado Las estaciones.

Además tenía proyectadas y hasta versos hechos, de las siguientes poesías, que cada una había de formar un libro, a saber: La oración de los reyes. —Los mártires del genio, poemas sobre los dolores de los hombres famosos. —Las tumbas, obra artística y poética; meditaciones sobre las sepulturas célebres. —Un mundo, poema sobre el descubrimiento de las Américas; y otros títulos y otros planes que la muerte ha encerrado con él en la tumba y cuya historia se haya escrita brevemente en el magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser reales, causaban en aquel cerebro tan potente y seguro.

Todas las obras que contienen estos tomos han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse más tiempo para idearlas que aquel que tardaba en dibujar con la pluma lo que había de describir o ser objeto de su inspiración; y era de ver los primores de sus cuartillas, festoneadas de torreones ruinosos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes, esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la carta que salía de su mano sin ir llena de copias de lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que narraba.

Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos, quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo cuando era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un momento de alegría. Cuando refería contrarios sucesos de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando alegre y simpáticamente la desgracia. Así es que cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente. La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso, y era que en aquella naturaleza artística, hasta el grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y semejante a los gladiadores antiguos que dejaban caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva y franca para ser perfecta.

Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del escritor y del poeta.

Llegado a este punto, preciso es que abandone el alto criterio que las deslumbradoras facultades de Gustavo y la especialidad de su trato habían engendrado en mis juicios, para examinar el conjunto de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no ser aquellas en que yo fundaba mi segura confianza, forman, sin embargo, un conjunto que basta a dar idea fija de su importancia en el terreno de nuestra literatura.

Sin entrar todavía en el campo de las relaciones, basta abrir esta obra por cualquiera de sus páginas para sentir en el mismo instante el ánimo agradablemente sorprendido, encontrándole fuera de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan por romper, domeñando, sobre todo en España, la dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna literaria se había mecido en la patria de Herrera, Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis para su crítica la forma y la idea, dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando, obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos hay lo que podría llamarse realismo ideal, único realismo posible en artes, si no han de ser mera imitación de la naturaleza o anacronismo literario y han de llevar el sello de algo, creado por el artista. Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores alemanes, a quienes no había leído hasta hace muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones están pensadas y escritas con la razón y la imaginación, que son en aquéllos inseparables y como dos buenas hermanas entre las que no hay secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable, producto del largo uso de la libertad de conciencia. Vese en Gustavo dominar siempre la idea a la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima y oculte en apariencia a aquélla primorosamente; pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento que atisba y oye repetirse dentro de su ser en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer siempre dentro del arte, oséase de lo bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime que casi todos fantaseamos aunque necesitemos las más de las veces que alguien, el genio, nos lo enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo. Como todos los autores de estima, es Gustavo revolucionario, es decir, innovador y creador, amante de la verdad. En sus escritos tiende más a conmover que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él y a aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos que duermen en el fondo del alma es dar a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido no hay belleza), a cuyo término está la única moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se desprende de todas las sensaciones que han agitado una vida. Todo hombre que siente, esto es, que puede conmoverse profundamente, está en vías de perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la vida del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.

Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como los pocos que en las letras se distinguen por su originalidad y verdadero mérito, antes que escritor es artista, y por eso siente lo que dice mucho más de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los demás. Es revolucionario, como los alemanes, pero no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean, no se pueden traspasar impunemente, aunque sí ensancharlos, siempre que la imaginación y la razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse un ápice una de otra. He aquí por qué se parece a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con los cuentos de Hoffmann y de Grimm, y con las baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásticas que sean, por muy imaginarias que parezcan, entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea tan real, que en medio de su forma y contextura extraordinarias, aparece espontáneamente un hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad alguna, a poco que se analicen la situación de los personajes, el tiempo en que se agitan o las circunstancias que les rodean. No son una idea filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere decir esto o lo otro; no: contienen una realidad que, para grabarse más profundamente en el corazón, hiere primero la fantasía con deslumbradoras apariencias, y, disipadas éstas, queda espontánea, fuerte y erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía, y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en sus magníficas Cartas, modelos de buen decir, verdaderas obras maestras de facundia y de lenguaje. El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué son sino cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un hombre hace brillar una idea para todos real y visible? Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago, ¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que inspira el amor de los amores, el amor que todo corazón noble desea y siente, amor interno, duradero, que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa aquel Miserere magnífico de las montañas, que va a escuchar un músico extraño, y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel viejo Órgano de maese Pérez, que nadie puede hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no ser su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas, ese arte de las serviles imitaciones, en que no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y Velázquez a los que así se llamaron en la tierra, a menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar del cielo el ánima que le entregaron con el último estertor de la agonía?

Y si, teniendo presente que se publican sus obras después de muerto el autor y sin la menor enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el profundo conocimiento de épocas lejanas y de costumbres ya idas, no podremos menos de admirar consorcio tan sorprendente entre la espontaneidad y el estudio, entre lo fantástico y lo real.

Otra de las particularidades de Gustavo, la más esencial a mi juicio, la que más claramente revela su genio noble y elevado, es que personalmente siente y manifiesta sus particulares sensaciones, resultando, y así debe de ser, que aquéllas son comprensibles para todos, porque las experimenta ni más ni menos que como cualquier otro, si bien revela la manera de percibirlas bajo una forma poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños, son espontáneos e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí todo corazón, por insensible que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías con más fuerza que en sus otros escritos. No finge nunca, dándole proporciones estéticas que al pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada; atento siempre a la verdad dentro del arte, habla según siente, y teniendo el don de sentir lo que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos los corazones, que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos y decir cuánto les conmueve, impresión que cada cual creía exclusivamente suya.

¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se ha verificado dentro de una excepción del sentimiento humano?

No creo tanto en la influencia de las razas como en la de las religiones, que, generando las costumbres, preparan una política, una literatura, un arte general dados, los cuales llegan a ser medios en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.

Asombra contemplar lo que pudo ser la nación española inmediatamente después de la conquista de Granada y al advenimiento de Carlos V. Era tanto el empuje de la anterior civilización, nacida entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio, que puede afirmarse la imposibilidad de encontrar, en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo que hubiese adelantado más terreno en ciencias y en artes.

Aparece primero la poesía anónima y heroica; inmediatamente la mística y didáctica, de Berceo y Alonso2 el Sabio, con la cual la prosa castellana, abandonando su hermosa cuna del Lacio, declárase libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida por la literatura provenzal y arábiga. El pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría derechos y municipios, creó una forma exclusivamente suya, cantando la gloria de sus héroes, la religión que le animaba y el amor que le enardecía, en un metro que no tiene semejante en otro idioma.

El príncipe Juan Manuel burlábase de las pretensiones de los frailes y de la alquimia de su tío Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar, ya por Epicúreo, ya por Cristo; la Danza de la muerte rivalizaba con todas las composiciones de su género en tétrica fantasía, y Pedro López de Ayala llevaba a la poesía la política.

El arte subjetivo, aunque materialista, de la literatura árabe, encontraba eco en Jorge Manrique; los libros de caballerías no agotaban riquísimas imaginaciones, y las crónicas y los crepúsculos del teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio humano en todas sus manifestaciones, con un carácter eminentemente nacional, recibían, entre la tolerancia de cultos y las libertades de los pueblos, el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de todo lo útil.

La poesía subjetiva no había brotado aún, porque no era tiempo, pues ocupados los poetas en ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados fieles en guerras contra agarenos, y en reconquistar para la religión y la patria antiguas el terreno arrebatado, no habían abandonado todavía el campo de batalla, la plática en la asediada tienda de combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior, que les embargaba, con la contemplación de sí mismos, al contacto de una sociedad tranquila y adecuada a la reflexión y al examen.

Llegó por fin el momento de reposo; y como si la Providencia, que vela por el equilibrio de las leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral acumulada desnivelase el mundo, abrió las playas apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa energía de los españoles, y sentó en su trono un rey, emperador de lejanos países, precediéndole en el gobierno un monje de carácter tan elevado y firme, como hábil y fanático.

Al mismo tiempo que las Américas se descubrían, la Inquisición, oponiéndose a la reforma y consiguiendo brillantemente alejarla de España, comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y sin su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el alma humana.

Sintiose el hombre posesor de un espíritu peligroso, y apartando la vista de este enemigo interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles llamas del Santo Oficio, suprimió su personalidad en todas las concepciones de su inteligencia, y semejante a tímidas aves que vuelan rastreando o se pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio a que se remontó sereno el espíritu, sin que por ello lograra escapar a persecuciones inesperadas.

Todos los escritores y poetas subjetivos castellanos, santa Teresa, Fr. Luis de León, san Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada, a pesar de haber sido después canonizados, tuvieron que humillar sus puras frentes y anublar sus radiantes inteligencias ante las negras sotanas de los inquisidores.

Si esto pasaba a los que eran poeta-santos, ¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple poeta terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de la Inquisición o al anatema de los conventos?

Derruida, por otra parte, la estructura nacional política en los campos de Villalar, la forma tradicional poética y artística perturbóse también con influencias extrañas; pero era tal el empuje recibido y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio, que no bastaron a destruirle tan instantáneos y rápidos contratiempos.

Desapareció el análisis de la verdad, es cierto, en todo el territorio de España; pero no la fantasía ni la riquísima vena de los españoles.

Perseguido el pensamiento, no murió entre las manos que le apretaban, sino que, amoldándose, como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de la materia que le oprimía, se escapaba ufano por todas las aberturas.

El poeta que amaba hacía responsables de sus delirios a pastores y héroes de la Mitología, y los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres de la tierra encontraron hombres sin existencia real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de nuestro inmortal teatro, donde parece que sus grandes genios se vengaron de la tiranía social que les oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo, que no es más que la libertad de pensamiento en artes.

Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente subjetiva, desarrollábase dentro de los estrechos límites de la forma, acortando su vuelo a medida que se perfeccionaba, y manteniendo su existencia, bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a las veces triunfos compatibles con la religión y la patria.

Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana, abre su alma a la verdad, y en aquella magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares, ya anonadando cortesanos aduladores, ya vertiendo lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando las flores hermosas, tan puras como su alma, que se transparenta siempre a través de sus poesías.

Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu, y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera. Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros, los idiomas afines al castellano, todo se había agotado. No había más remedio que lanzarse en el terreno de la idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho en el campo de las formas.

Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando por la tradición del cielo de la libertad y queriendo progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo el estilo culterano.

La Inquisición mató la espontaneidad y el análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de obligados pensamientos.

Quedó únicamente la sátira, revoloteando ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre la frente del profundo Quevedo, a quien no valió su astucia para pensar libremente en una mazmorra.

Imperó la teocracia, y un idiota fue su última víctima y su ejemplar producto. No llegó a España la libertad del pensamiento, pero sí, con el nieto de Luis XIV, el principio de autoridad literario, y Moratín reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado por la escuela sevillana.

Tras la revolución francesa operóse la revolución del mundo, y Quintana levantó su poderoso astro entre himnos a la libertad y severas justicias de los tiranos. Con la invasión volvió España a pelear para verse independiente, y una vez triunfante, no quiso volver a dormir el narcótico sueño de tres siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse, y la poesía lírica, tan perfecta en la forma como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto hombres libres.

Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y del alma humana, y con él esa poesía subjetiva, producto de la libertad del pensamiento, toma carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado apegados aún a la admiración de tiempos que pasaron, hasta el punto de que hombres casi demagogos son perfectos reaccionarios en cuanto hablan en verso.

No quiero por esto decir que la poesía lírica ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por este camino! Pero cuando lo sea, debe representar su tiempo, como las obras que forman el glorioso catálogo de nuestro Parnaso.

Creo haber probado lo bastante que, lejos de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación de extranjeros líricos, es resultado natural de la moderna civilización, por lo cual comienza hoy a nacer en España, más atrasada en todo que otros países.

A consecuencia de lo apuntado, y volviendo a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré que, aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a quien puede creerse ha imitado Gustavo, esto no es cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.

Heine, más independiente, es, sin embargo, menos artista que Gustavo, y el deseo de ser original lo arrastra a veces más allá de lo verdadero, siendo excéntrico y escéptico, no porque él realmente lo sea, sino porque cree singularizarse de este modo, sin notar que abandonando la verdad, huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se separa impunemente. En su poema Germania, en su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si bien, por fortuna, están escondidas entre multitud de bellezas de primer orden. Otro autor a quien Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada tiene de extraño, pues como él educóse en el clasicismo. Sin embargo, es menos mundano y ardiente que el inspirado poeta de las Cuatro noches.

Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son, a mi ver, de un valor inapreciable en nuestra literatura.

Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo efecto. De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en Alemania, donde todos los grandes poetas las han cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la actual poesía lírica alemana.

En España, aunque inculto, existe hace tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de nuestros cantares populares, en que no se sabe qué admirar más, si lo profundo de los sentimientos y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.

Todas las rimas de Gustavo forman, como el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y completo que aquél, en que se encierra la vida de un poeta. Son, primero las aspiraciones de un corazón ardiente, que busca en el arte la realización de sus deseos, dudando de su destino, como cuando exclama:

Saeta que voladora,

cruza arrojada al azar,

y que no sabe dónde

temblando se clavará;

 

gigante ola que el viento

riza y empuja a la par,

y rueda y pasa y se ignora

qué playa buscando va.

Siéntese poeta, y dice:

Espíritu sin nombre,

indefinible esencia,

yo vivo con la vida,

sin formas de la idea.

.  .  .  .  .

Yo ondulo con los átomos

del humo que se eleva,

y al cielo lento sube

en espiral inmensa.

-  -  -  -  -  

Yo, en los dorados hilos

que los insectos cuelgan,

mézcome entre los árboles

en la ardorosa siesta.

.  .  .  .  .

¡Yo, en fin, soy ese espíritu,

desconocida esencia,

perfume misterioso

de que es vaso el poeta!

No encontrando realizada su ilusión en la gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor, realismo del arte, y se entrega a él, y goza un momento y sufre y llora, y desespera largos días, porque es condición humana, indiscutible, como un hecho consumado, que el goce menor se paga aquí con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta nueva fase en la vida del poeta con la magnífica composición que, no sé por qué, me recuerda la atrevida manera de decir del Dante:

Los invisibles átomos del aire

en derredor palpitan y se inflaman...

.  .  .  .  .

Mis párpados se cierran... ¿Qué sucede...?

¡Es el amor que pasa!

 

Sigue luego desenvolviéndose el tema de una pasión profunda, tan sencilla como espontánea.

Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa que:

Ella tiene la luz, tiene el perfume,

el color y la línea,

la forma, engendradora de deseos,

la expresión, fuente eterna de poesía,

 

Al lector

Gustavo Adolfo Bécquer

Introducción

— I — La creación (Poema indio)

— II — Maese Pérez el Organista

— III — Los ojos verdes

— IV — La ajorca de oro

— V — El caudillo de las manos rojas (Tradición india)

— VI — El rayo de luna

— VII — La cruz del Diablo

— VIII — Tres fechas

— IX — El Cristo de la calavera

— X — La corza blanca

— XI — Creed en Dios

— XII — La promesa

— XIII — La rosa de pasión

— XIV — El beso

— XV — El monte de las ánimas

— XVI — La cueva de la mora

— XVII — El gnomo

— XVIII — El miserere

Hitos

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