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Cuatro amigos, un viaje en canoa y un encuentro mortal. Un paisaje idílico que se transforma en un cementerio y en el que la presa se torna cazador implacable. Un thriller psicológico donde la amistad se pone a prueba y la vida se convierte en una lucha a muerte. Cuatro amigos emprenden un viaje en canoa por las atronadoras corrientes del río Cahulawassee, en el corazón de los remotos bosques de Georgia. Lewis, el cabecilla del grupo, campeón de tiro con arco, es un entusiasta de la vida agreste. Sin embargo, para el resto de sus compañeros el viaje es apenas una excusa para escapar de sus rutinas y una oportunidad, quizá la última, de contemplar el esplendoroso valle antes de que sea inundado y convertido en una presa. Pero la tranquila excursión en canoa se tiñe de sangre cuando se topan con unos lugareños que los atacan brutalmente. Es entonces cuando su apacible aventura se transforma en una pesadilla en la que tendrán que luchar por sus propias vidas, en un juego letal donde el hombre es cazador y presa a la vez, y el salvaje entorno del valle se torna en un cementerio de roca y aguas bravas para aquellos que carecen de la fuerza o la fortuna para sobrevivir. Un prodigioso tour de force narrativo en el que acción y suspense se mezclan de modo magistral. Una novela Ganadora del Prix Médicis étranger en 1971, adaptada a la gran pantalla por John Boorman, con Burt Reynolds y John Voigt como protagonistas. CRÍTICA «Una novela que hará que se te encojan los dedos de los pies... La canoa de Dickey cabalga hasta los límites de la tensión dramática.» —New York Times Book Review «Una pesadilla alucinante que avanza a pura potencia... Hay pocos escritores como Dickey y pocas novelas tan terroríficas como Liberación.» —The Washington Post «Una vez leída, esta novela no se olvidó.» —Newport Daily Press «Un libro honesto que golpea la mente del lector con el aguijón de una pelota de béisbol recién atrapada en la mano.» —The Nation «Un tour de force… Cómo actúa un hombre cuando le disparan una flecha, al escalar un acantilado o al zozobrar, la irónica psicología del miedo: cosas que se transmiten con una notable vivacidad.» —The New Republic
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Seitenzahl: 407
Veröffentlichungsjahr: 2025
PRÓLOGO
POR JON BILBAO
Corría el verano de 1971. Un equipo de rodaje, con el director de cine británico John Boorman al frente, se encontraba desplazado en las orillas del río Chattooga, en el condado de Rabun, un paraje de orografía accidentada, rico en bosques y escasamente habitado del estado de Georgia. Rodaban Deliverance, la adaptación de Liberación, la popular novela de James Dickey. El escritor formaba parte del equipo. Junto con Boorman, había firmado el guion de la película.
Dickey tenía cuarenta y ocho años y se había construido una imagen pública que emulaba la de Ernest Hemingway: escritor varonil, pendenciero, gustoso de hacerse oír, coleccionista de amantes, vaca sagrada de la literatura y versado asimismo en actividades al aire libre. Al escribir la novela se había basado en su experiencia personal en descensos de ríos en canoa y en cacerías de ciervos con arco, una amplia experiencia, o eso decía él, pues Dickey padecía una tendencia confesada a modelar favorablemente su pasado. Era un poeta con una carrera extensa, reconocida y muy mediática. En 1969, la revista Life le había encargado un poema para conmemorar la llegada del hombre a la luna, motivo por el que Dickey tuvo la oportunidad de asistir al lanzamiento del Apolo 11 desde Cabo Kennedy. En 1977 leería un poema en la ceremonia de toma de posesión del presidente Jimmy Carter. En ambas ocasiones, su carácter bravucón y competitivo, de macho alfa que no tolera a rivales en su proximidad, fue motivo de situaciones tensas, con Norman Mailer en un caso, con Paul Newman en el otro.
Liberación, publicada apenas un año antes, había sido su debut en la narrativa. De inmediato, la novela se había aupado a las listas de los libros más vendidos, codeándose con El Padrino de Mario Puzo y La mujer del teniente francés de John Fowles, y, en menos de doce meses, estaba siendo trasladada al celuloide. La adaptación al cine se hallaba en manos de un director que había demostrado su buen hacer en títulos como A quemarropa (1967) e Infierno en el Pacífico (1968). Para el reparto se barajaron nombres como Marlon Brando, Charlton Heston y Lee Marvin. Finalmente, los cabezas de cartel fueron Burt Reynolds, que con esa película terminó de consagrarse como icono de masculinidad, y Jon Voight, que obtendría una nominación a los Globos de Oro por su interpretación. A priori, se podría pensar que James Dickey tenía razones sobradas para sentirse satisfecho.
Sin embargo, no era así. El poeta, y ahora exitoso novelista, no cesaba de despotricar y de poner pegas al rodaje. Por cuestiones de autenticidad, el reparto, íntegramente masculino, debía rodar en persona muchas de las escenas peligrosas, las cuales incluían descender en canoa los rápidos del río Chattooga —rebautizado en la novela como Cahulawassee—, tirar con arco y escalar un acantilado. Cada vez que Burt Reynolds, Jon Voight y los otros dos actores principales, Ned Beatty y Ronny Cox, manifestaban sus reparos ante el riesgo de sufrir un golpe contra las rocas del río o de acabar ahogados, se debían enfrentar a las burlas del novelista, que fanfarroneaba diciendo que él podría rodar cualquiera de aquellas escenas sin pestañear. Dickey se ensañaba en particular con Ronny Cox, que, casualmente, interpretaba al personaje más comedido y cívico. Al final, compaginando la firmeza con la diplomacia, John Boorman invitó a Dickey a abandonar el rodaje. Más adelante, el escritor aseguraría que fue Burt Reynolds quien de veras presionó al director para que lo expulsaran. Reynolds era la estrella de la película, pero también el que más intimidado se sentía por la presencia, siempre protagónica, de Dickey. Que el escritor aprovechara todas las oportunidades que se le presentaban para burlarse de las alzas del actor o del maletín donde guardaba sus treinta peluquines no contribuyó a suavizar los ánimos.
Christopher, el hijo de James Dickey, de diecinueve años, permaneció en el rodaje, contratado como doble de luces. Con la excusa de visitarlo, el escritor regresaba periódicamente al Chattooga, pese a la prohibición expresa de Boorman.
Su actitud no mejoró. Las críticas a la, desde su punto de vista, insuficiente entrega de los actores —a quienes no se dirigía por su nombre, sino por el del personaje que cada uno interpretaba— también incluían al director de la película. A Dickey le parecía que John Boorman no llevaba las escenas hasta el extremo que él consideraba imprescindible. Tampoco le gustaban los cambios que Boorman iba introduciendo en el guion escrito entre los dos. Sobre todo, le molestó que prescindiera por completo de las diecinueve escenas iniciales, en que se exponían los antecedentes de los personajes.
Desde que, en 1962, Dickey empezó a trabajar en Liberación, estuvo convencido de que la novela se adaptaría al cine. Ya por aquel entonces hablaba de su película. Tenía claro qué actores quería que la interpretaran, quién la dirigiría, cómo sería la banda sonora e incluso el cartel promocional. Se podría pensar que su verdadero fin no era la novela sino la película. Por si eso fuera poco, en las fechas en que arrancó el rodaje, y refiriéndose a este, Dickey escribió en su diario: «Tengo la impresión de ser el portador de una suerte de mensaje inmortal para la humanidad». No obstante, sus planes no se estaban cumpliendo. Cada nueva visita al Chattooga hacía más evidente que su control sobre el rodaje era muy escaso, cuando no nulo.
Una personalidad como la de James Dickey incluye, claro está, la afición al alcohol. Por las noches, bebía y se quejaba, ante quien estuviera dispuesto a escucharlo, de que Boorman estaba destrozando su novela. De ese modo continuó incubando su animadversión. Respecto a lo que sucedió cuando esta llegó a su culmen, las versiones son evasivas; los presuntos testigos, intencionadamente inconcretos; el incidente, si lo hubo, digno de lástima. Borracho, el escritor irrumpió en el rodaje y arremetió contra Boorman. El director, de constitución menos robusta que la de Dickey, acabó con la nariz rota y cuatro dientes menos. Es posible que los dientes perdidos fueran más. Como decimos, las versiones son confusas.
En cualquier caso, unos meses después de la trifulca, cuando llegó el momento de promocionar la película, las tensiones se barrieron bajo la alfombra. Entonces, novelista, director y reparto solo tuvieron buenas palabras para los demás. Alabaron su entrega, sus capacidades físicas, su talento, su virilidad… Para celebrar el fin de la filmación, James Dickey regaló a cada uno de los actores un imponente cuchillo de caza forjado a mano. Bueno, a todos no. A Ronny Cox le regaló una navaja de bolsillo.
Los ingredientes que sazonaron el rodaje de Deliverance —el recelo ante un paraje agreste y desconocido, las pendencias, la violencia, las mezquindades y también los elogios mutuos— se hallaban asimismo presentes en la novela.
La película fue la quinta más taquillera en los Estados Unidos en 1972, obtuvo una amplia cobertura crítica y recibió galardones. Sin embargo, no todos los frutos fueron positivos. En 1999, Christopher, el hijo de James Dickey, publicó Summer of Deliverance, una crónica tanto del rodaje de la película como de su difícil relación con su padre. Allí dejó escrito que, después de Deliverance, «todo empeoró».
Motivados por lo que habían visto en la cinta de Boorman, decenas de miles de turistas tomaron por asalto las orillas del río Chattooga, hasta entonces casi despobladas. Resueltos a emular a Reynolds y Voight, se lanzaron a descender sus aguas en canoa. El resultado: degradación del entorno y más de veinte personas muertas en los tramos de rápidos, lo que obligó a la autoridad forestal a imponer medidas restrictivas. Hoy en día, el turismo es la principal fuente de ingresos del condado de Rabun. Las autoridades y los empresarios de la región están agradecidos a Deliverance, aunque tanto la novela como su adaptación cinematográfica despiertan sentimientos encontrados. Muchos no han olvidado, ni perdonado, la imagen que ambas obras ofrecen de los sureños blancos de clase baja, contribuyendo a arraigar el estereotipo de estos como gentes incultas, zafias, violentas y ancladas en un pasado del que el resto del país trata de distanciarse. Ya durante la producción de la película, cuando el equipo de Boorman recorría el condado de Rabun en busca de localizaciones, se topó con vecinos que habían leído la novela de Dickey y los invitaron a volverse por donde habían venido.
En cuanto a James Dickey, siguió impartiendo clases en la Universidad de Carolina del Sur y coleccionando guitarras, máquinas de escribir y arcos de caza, enviudó y, dos meses después, se casó con una alumna a la que doblaba en edad, publicó una larga lista de libros de poesía y continuó hundiéndose en el alcoholismo. También escribió dos novelas más: Alnilan (1987) y Hacia el mar blanco (1993). En ambos casos, la recepción crítica y popular estuvo muy lejos de la obtenida por su debut en la narrativa. Y para entonces, cuando se hablaba de Deliverance, la gente pensaba en la película; pocos recordaban que esta había surgido de una novela.
La cinta filmada por John Boorman es uno de los títulos más representativos del Nuevo Cine Americano, un movimiento —si así podemos denominarlo— sumamente creativo, renovador e influyente, desde entonces no superado en la historia del cine. En el imaginario colectivo, eso ha hecho que la historia ideada por James Dickey haya quedado asociada a un estilo de narrar y, sobre todo, a una época muy concreta: comienzos de los años setenta. Esto puede suponer una traba para el lector actual —que habita en un mundo ávido de contemporaneidad, donde la corrección política pasa su apisonadora por la cultura popular y en el que la rapidez y brevedad de los mensajes dificultan la plasmación de sutilezas y complejidades— a la hora de abordar la novela de Dickey. Lejos de nuestra intención está poner en duda la capacidad del cine de construir iconos visuales. Sin embargo, en cuanto a profundidad y matices, no puede competir con la palabra escrita.
Leído hoy, Liberación se revela como un texto complejo y fascinante, problemático y pertinente. Las décadas transcurridas desde su publicación, así como los debates, reivindicaciones y cambios que han mediado, nos proporcionan nuevas posibilidades a la hora de interpretarlo.
Cuatro amigos —o más bien, tres amigos y un conocido— de mediana edad y clase media, con trabajos apenas dignos de mención y vidas familiares normativas, acuerdan pasar un fin de semana juntos en las montañas. Lewis Medlock, el líder natural del grupo, ha propuesto a los demás bajar en canoa el río Cahulawassee, que discurre por un paraje virgen, genuino, por el que no ha transcurrido el tiempo. Se encuentra en marcha la construcción de un embalse en el río. Dentro de poco, su cauce y los bosques que lo bordean quedarán bajo las aguas. Si quieren disfrutar de la experiencia de escapar de sus vidas rutinarias por unos días y sentirse como los antiguos exploradores, es ahora o nunca.
A Lewis le acompañarán Ed Gentry, su mejor amigo y discípulo en la práctica del tiro deportivo con arco, además de verdadero protagonista de la novela; Drew Ballinger, ejecutivo de una compañía de refrescos y modelo de hombre cabal; y Bobby Trippe, rechoncho, chistoso y a quien incorporan al grupo por la única razón de que necesitan un cuarto remero. Ninguno tiene experiencia descendiendo ríos con aguas blancas. Las canoas las deben pedir prestadas.
La excursión empieza bien. Sortean con éxito los primeros rápidos, Ed tira a un ciervo con su arco, se sienten en comunión con el entorno. Sin embargo, cuando ya están muy lejos de la ciudad de la que partieron, del villorrio donde compraron comida y de cualquier otra expresión de la civilización, se topan con dos lugareños armados. El recelo inicial deja paso a la violencia verbal y esta a la física. Uno de los cuatro amigos es sodomizado a punta de escopeta. Lo que sigue es el periplo de venganza y huida de los urbanitas.
La película de Boorman se promocionó con la frase: «El fin de semana en que no jugaron al golf». Tanto la película como la novela fueron descritas como una fantasía masculina que se transforma en una pesadilla. Quien lea Liberación contará con más datos que el espectador de su adaptación al cine y le cabrá preguntarse si realmente es así. En el caso particular de Ed Gentry, el protagonista, ¿de veras vive una pesadilla? Y en tal caso, ¿no es lo que buscaba? En la mente, o en el inconsciente, de ese diseñador gráfico, pequeño empresario, casado y padre de un hijo, ¿la pesadilla es sinónimo de fantasía? Suponiendo que entendamos «pesadilla» como transgresión del orden establecido, como liberación.
Son más las preguntas que se pueden plantear y que nos invitan a indagar en lo que en la novela no se dice pero sí se muestra o se deja entrever. ¿Cómo se manifiesta tal liberación? ¿Trae consigo una transformación de los personajes? Cuando los supervivientes escapan de ese entorno ajeno al transcurrir del tiempo que es el río Cahulawassee y regresan a la ciudad, al trabajo, a las responsabilidades familiares, al progreso, ¿esa transformación se hace duradera y tiene una utilidad real?
A comienzos de los años setenta, las movilizaciones en favor de los derechos civiles, la creciente incorporación de la mujer al mercado laboral, el cuestionamiento de los valores familiares llevado a cabo por la contracultura, los progresos de los derechos de los homosexuales y la mala imagen del ámbito militar a resultas de la guerra de Vietnam habían hecho mella en la masculinidad tradicional. Los hombres se veían empujados a repensarse. Puede que, en la práctica, esa evolución forzada no implicara grandes cambios en sus vidas, pero algunos lo percibían como una verdadera emasculación. En semejante contexto, resulta verosímil que Lewis, Ed y los demás llenen el portamaletas del coche con equipos de acampada y arcos de caza y pongan rumbo a las montañas para sentirse, durante un fin de semana, como se sentían antes, o como les gustaría haberse sentido en algún momento, o como se sintieron sus padres, o como creen que se sintieron sus padres… En definitiva, como hombres de verdad.
Esa masculinidad se presenta asociada a una tensión homoerótica no resuelta. El propio Dickey gustaba de decir que las experiencias homosexuales son ritos necesarios en el desarrollo del hombre heterosexual. En la novela, Ed admira el cuerpo de Lewis, a la vez que este se recrea exhibiéndose ante él. Por fin, el sexo alivia la atracción, pero no el sexo entre ellos dos. Ambos son testigos de la violación de uno de sus compañeros. Para Lewis y Ed, la catarsis llega seguidamente, gracias a un mecanismo de causa y efecto, a través de la violencia, la cual sí es compatible con los modelos de masculinidad que ambos creen encarnar. Una de las cuestiones que en la novela se plantean entre líneas es la de si Lewis Medlock, que actúa como salvador en el pasaje de la violación, como varonil héroe al rescate, no podría haber intervenido antes. Oculto, a la espera del momento oportuno, presencia el crimen hasta el final. Solo interviene cuando los lugareños, ansiosos por seguir desfogándose, se disponen a disfrutar de una segunda ronda, en este caso con Ed, su íntimo amigo.
Durante la filmación de la película, llegado el momento de rodar la violación, parte del personal técnico se sintió violentado y optó por ausentarse. En la novela, se trata del pasaje más sobrecogedor, además del pilar central del libro. Contribuyen a ello su extensión y grado de detalle; aunque el lector no se encontrará con la expresión «¡Chilla como un cerdo!», que la película hizo famosa y que fue fruto de la improvisación.
A la hora de preparar la escena, Boorman convocó a Christopher Dickey como doble de luces del personaje que sufría la sodomización. El hijo del escritor se tuvo que arrodillar en el suelo y apoyar el vientre en el tronco de un árbol caído. Fue una experiencia sumamente humillante. Esa noche llamó a su padre para preguntarle por qué se había recreado en tal medida en aquel pasaje. El novelista respondió que buscaba que el lector sintiera, en las páginas que restaban hasta el final de la novela, que el peso de la moral estaba del lado de los urbanitas, que lo que hacían se hallaba justificado.
Se puede interpretar Liberación como una historia de «violación y venganza», con el matiz de que quien lleva a cabo la venganza no es la víctima de la violación. La víctima es importante en la medida en que sirve de excusa al protagonista, Ed Gentry, para ponerse a prueba a sí mismo y hacer lo que los mecanismos de control social nunca le permitirían hacer sin sufrir a cambio un severo castigo. Después, la víctima pasa a importar poco. Incluso es vista con recelo, desagrado y sospecha.
Bajo este prisma, cabe ver Liberación como una tergiversación perversa y jocosa del clásico viaje del héroe definido por el antropólogo Joseph Campbell. Ed sería el héroe, o al menos el personaje central de la narración. Lewis, el guía o mentor, aunque desaparece de la acción cuando su consejo es más necesario. Drew comienza siendo uno de los aliados de Ed, pero ¿su civismo y su integridad no lo convierten en un antagonista que dificulta su liberación? A su vez, el papel antagonista de los lugareños se torna dudoso. ¿No serán más bien aliados, o quizá meras herramientas para, de nuevo, lograr la liberación?
Una de las etapas que Joseph Campbell diferenció en el viaje del héroe es la muerte simbólica. El héroe ha de experimentar una suerte de fallecimiento, del que luego surgir cambiado, dotado de nuevos saberes y aptitudes. Una de las metáforas más socorridas para mostrar ese renacer es la inmersión en el agua. James Dickey también parece reírse de este tropo. A lo largo de Liberación, Ed Gentry se ve sumergido una y otra vez en las aguas del Cahulawassee, en circunstancias casi siempre dramáticas. ¿Cuál de ellas simboliza el renacimiento? ¿O acaso semejante repetición viene a decirnos que para él no es posible el cambio?
En la segunda mitad del libro, Liberación tiene ecos de novelas como Extraños en un tren y El juego de Ripley, de Patricia Highsmith, en las que alguien que nunca ha transgredido las normas se ve forzado a hacerlo en una medida radical y trágica. Al igual que sucede en las intrigas de Highsmith, el lector no solo sigue los pasos del personaje para lograr su objetivo, sino también, y lo que resulta de mayor interés, los malabarismos mentales llevados a cabo para justificar sus acciones. En lo primero, en la cuestión práctica, Ed Gentry se sorprende por ser más capaz de lo que creía: tira con arco, escala un acantilado, rema forzando los límites de sus fuerzas. Pero es en lo segundo donde se revela como alguien sumamente dotado. La clave de su triunfo, de su supervivencia a largo plazo, reside en unas habilidades que no ha ganado a marchas forzadas durante las trágicas jornadas vividas en el Cahulawassee, sino que adquirió, acaso de manera inconsciente, en su vida anterior, de hombre blanco de clase media con familia heteronormativa, la vida de la que buscaba liberarse durante un fin de semana.
Previamente en la novela, Ed ha escuchado un alegato de su amigo Lewis ensalzando las capacidades de quienes habitan en lugares como el Cahulawassee, gentes no contaminadas por el progreso, conocedoras del entorno salvaje, preparadas para «hacer lo que hay que hacer» e incluso bien dispuestas a ello. Claro que, llegada la hora de tratar en persona con esas gentes, Lewis las ve como penosos ejemplos de pintoresquismo y las trata con una superioridad indisimulada. En realidad, sus palabras admirativas no iban dirigidas tanto a las personas como a su saber y sus recursos, que él desearía para sí mismo.
Los recursos para la supervivencia que, por su parte, Ed Gentry manifiesta son de otra índole, pero asimismo eficaces, más apropiados para alguien como él: recursos para autojustificarse, para olvidar con rapidez, para tergiversar los recuerdos, para cambiar la opinión que tiene de sus amistades y verlas, si es necesario, como culpables parciales, como individuos por los que no merece la pena detenerse a padecer remordimientos, porque la vida sigue y va muy deprisa, sobre todo en la ciudad.
¿Son lícitas las estrategias de Ed Gentry, dadas las circunstancias? ¿En qué medida son consecuencia de un cambio experimentado por el personaje? ¿El cambio será duradero o acaso ese fin de semana en que los cuatro amigos no jugaron al golf no fue más que un episodio carnavalesco experimentado a un precio demasiado alto? ¿Y en qué medida James Dickey pretendía retratar, criticar, castigar a unos personajes que en algunas facetas tanto se parecen a él mismo?
Pese a los desacuerdos y las disputas entre Dickey y John Boorman, el director de cine accedió a que el novelista apareciera en la película. Interpreta al sheriff Bullard, ante quien Ed Gentry y sus compañeros deben rendir cuentas al cabo de su peripecia. Bullard sospecha que el relato de los hechos no se ciñe a lo sucedido, un relato pergeñado por Ed sirviéndose de sus personales recursos de supervivencia. Bullard no puede, o no quiere, demostrar nada, y finalmente los deja ir. El propio James Dickey libera a sus personajes.
JON BILBAO
LIBERACIÓN
Para Edward L. King y
Albert Braselton,
compañeros.
Existe en la base de la vida humana
un principio de insuficiencia.
GEORGES BATAILLE
El orgullo de tu corazón te ha llevado a engaño,
a ti que morabas en las grietas de la roca,
en elevada estancia; dijiste en tu seno:
¿Quién me hará caer?
OBADÍA, versículo 3
ANTES
Se desplegó despacio, forzado a mostrar los colores, y volvía a enrollarse de golpe en cuanto alguno de nosotros lo soltábamos. El paraje permaneció en tensión hasta que pusimos las cuatro jarras de cerveza sobre las esquinas y el río discurrió ante nuestros ojos a través de montañas, doscientos cuarenta kilómetros al norte. Lewis cogió un lápiz y trazó con fuerza una pequeña X en un punto donde el verde se aclaraba al elevarse el terreno, y a continuación fue señalando el curso, corriente abajo, en dirección noroeste-suroeste, a través de los bosques impresos. Yo miraba la mano más que la ubicación que señalaba, pues parecía ostentar poder sobre el terreno, y cuando se detenía para que Lewis nos explicara algo, era como si todas las corrientes, por doquier, cesaran de fluir, aguardando en silencio a que él concluyera lo que tenía que decirnos. El lápiz se dio la vuelta y la goma de borrar que tenía al otro extremo señaló los límites de un área de ochenta kilómetros de largo por la que el río trazaba meandros cerrados.
—Cuando hagan otro levantamiento topográfico y actualicen el mapa —dijo Lewis—, todo esto de aquí será de color azul. Ya han empezado a construir la presa en Aintry y, en primavera, cuando la acaben, desaparecerá un largo tramo del río. Todo este valle quedará inundado. Pero de momento es zona salvaje. Salvaje de verdad; parece Alaska. Tenemos que ir antes de que las inmobiliarias se apoderen de la zona y la conviertan en un paraíso, como ellos dicen.
Me incliné y estudié el contorno invisible que había dibujado, traté de imaginar los cambios venideros, el ascenso nocturno del agua embalsada que crearía un nuevo lago, con sus parcelas en primera línea, puertos deportivos y latas de cerveza, e intenté también visualizar el paraje tal y como Lewis decía que era ahora, un lugar deshabitado y libre. Respiré hondo y solté el aire; mi cuerpo, en especial la espalda y los brazos, estaba listo para algo así. Eché una mirada al bar y de nuevo al mapa, fijándome en el punto por donde accederíamos al río. Un poco al suroeste, el papel empalidecía.
—¿Esto significa que aquí la altura es mayor? —pregunté.
—Sí —dijo Lewis, lanzándome una mirada fugaz para dejarme claro que estaba siendo tolerante conmigo.
Vale, tiene la intención de hacer de esto algo más, pensé. Una lección. Una enseñanza moral. Un principio vital. Una senda.
—Debe de discurrir por una garganta o algo así —dijo—. Pero podemos recorrerlo en un día, sin problemas. Y el agua debería estar bien, sobre todo en esa parte.
No entendí qué significaba que el agua estuviera bien, pero para que a Lewis se lo pareciera el agua debía cumplir un estándar de calidad muy definido. Tenía una manera muy personal de abordarlo todo; lo que más le gustaba, en realidad, era hacer las cosas a su estilo. Disfrutaba en particular eligiendo un deporte muy especializado y difícil —habitualmente alguno que se pudiera practicar en solitario— y elaborando una aproximación personal sobre la que luego se pudiera explayar. Yo había sido testigo de ello cuando practiqué con él pesca con mosca, tiro con arco, halterofilia y espeleología, disciplinas para las que Lewis había desarrollado en cada caso toda una mística. Ahora le tocaba al remo en canoa. Me recosté, apartando la vista del mapa.
Bobby Trippe estaba frente a mí. Tenía el pelo fino y escaso y la tez de un rosa subido. Era al que menos conocía de quienes estábamos a la mesa, pero me caía bien. Era cínico en una medida amable y me daba la impresión de que coincidía conmigo en que no debíamos tomarnos a Lewis demasiado en serio.
—Es la típica cosa que a los padres de familia de clase media les da por hacer de vez en cuando —dijo Bobby—. Pero la mayoría se tumba a esperar a que se les pase el arrebato.
—Y la mayoría acaba en el cementerio antes de llegar a levantarse —dijo Lewis.
—Es como cada vez que te propones volver a ponerte en forma. Igual que cuando eras reserva en el equipo del instituto y tenías que esprintar. Hay quien sale a correr de vez en cuando, pero ¿quién se va a poner a esprintar? ¿A quién se le ocurre hacer descenso en canoa?
—Ahora tienes la oportunidad —dijo Lewis—. Este fin de semana, si te puedes pedir el viernes libre. O bien vamos Ed y yo, o podemos ir los cuatro. Pero me lo tenéis que decir ahora, para conseguir la otra canoa.
Me gustaba Lewis; me había vuelto a contagiar su entusiasmo caprichoso y tenaz, el mismo que me había arrastrado a tirar con arco, a la caza de descaste y a meterme en una cueva angosta donde hacía un frío horrible y vimos una rana translúcida muerta. Lewis era el único hombre al que yo conocía capaz de hacer exactamente lo que quería con su vida. No dejaba de hablar de irse a vivir a Nueva Zelanda, Sudáfrica o Uruguay, pero no se podía alejar del edificio de viviendas de alquiler que había heredado y que, en mi opinión, nunca abandonaría. No obstante, siempre estaba pensando en mudarse a otro sitio, en irse a alguna parte, en hacer algo más. Todas esas disciplinas y místicas le habían hecho desarrollar una forma de ser que me resultaba impresionante. No solo era resuelto, sino también osado. Era uno de los mejores arqueros de competición del estado y —pese a haber cumplido los treinta y ocho, o treinta y nueve— uno de los hombres más fuertes a los que yo había estrechado la mano. Levantaba pesas y practicaba con el arco a diario, y como resultado había desarrollado una resistencia que le permitía mantener completamente tendido un arco de sesenta libras de potencia durante veinte segundos. Una vez lo vi abatir una codorniz con una flecha de aluminio de tiro al blanco. El proyectil se le clavó entre las plumas de la espalda cuando el ave estaba ya tan lejos que parecía imposible acertarle.
Yo lo acompañaba siempre que me lo pedía. Tenía un arco que él me había ayudado a elegir y algunos accesorios de segunda mano, y me gustaba ir al bosque con Lewis cuando hacía buen tiempo, como sucede habitualmente en esta región del sur durante la temporada de caza. Por practicarlo en un paraje tan grato y por la compañía de Lewis, el tiro con arco en el campo —con la improbable promesa de cazar un ciervo— me gustaba más que el golf. Pero, sobre todo, por Lewis. Era el único hombre al que conocía que estaba resuelto a conseguir algo de la vida y que poseía tanto los recursos como la voluntad para hacerlo, y me intrigaba saber, a modo de experimento, hasta dónde lo llevaría su resolución.
Yo no era muy de teorías, pero aquella excursión me daba buen pálpito. Después de mucho tiempo tirando a ciervos de papel, me entusiasmaba pensar en enfrentarme a uno de verdad.
—Y ¿cómo llegamos al río exactamente? —preguntó Drew Ballinger.
—Hay un pueblo de mala muerte aquí, una vez dejas atrás la parte alta —dijo Lewis—. Se llama Oree. Podemos acceder por allí y salir en Aintry un par de días después. Si el viernes a última hora estamos en el agua, podemos regresar el domingo a media tarde, y a lo mejor hasta ver el segundo tiempo del partido en la tele.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Drew—. No tenemos ni idea de dónde nos estamos metiendo. Ninguno sabemos nada de bosques ni de ríos. La última embarcación en la que me subí fue la motora de mi suegro en el lago Bodie. No sé ni llevar un bote en línea recta, no digamos ya una canoa, ni solo ni acompañado. ¿Qué diantre se me ha perdido en esas montañas?
—Escucha —dijo Lewis, haciéndole una seña para atraer su atención—, correrás más peligro en la autopista volviendo a casa esta noche que en el río. Alguien se puede saltar la mediana.
—A mí todo este asunto me parece un disparate —dijo Bobby.
—Muy bien —dijo Lewis—. Dejad que os lo aclare. ¿Tú qué vas a hacer esta tarde?
—Bueno —empezó Bobby, y se quedó pensando un momento—. Lo más probable es que vea a un par de clientes nuevos para hablar de fondos de inversión inmobiliaria. Tengo que redactar unos documentos y llevarlos al notario.
—¿Y tú, Drew?
—Hablar con comerciales. Estamos analizando el desempeño de cada uno para ver en qué estamos fallando. Intentamos dar con formas de aumentar las ventas de refrescos. Es lo mismo de siempre. A veces suben, a veces bajan. Ahora están bajando.
—¿Ed?
—Sacar unas fotos para Tejidos Kitts —dije—. Kitt’n Britches.[1] Una chica mona en bragas acariciando un gato.[2] Un gato de verdad, quiero decir.
—Una pena —dijo Lewis con una sonrisa, aunque nunca parecía disfrutar hablando de sexo.
Nos había dejado claro lo que quería decir sin soltar prenda sobre cómo pasaría él la tarde. Echó una mirada al bar, un típico local de las afueras, y apoyó la barbilla en la mano a la espera de que los otros dos tomaran una decisión.
Yo pensaba que no vendrían. Estaban satisfechos con su día a día; no se aburrían como Lewis y yo. Bobby, en particular, parecía disfrutar de la vida que llevaba. Creo que era de alguna otra parte del sur, puede que de Luisiana, y desde que se había mudado aquí —al menos desde que yo lo conocía— las cosas parecían irle bien. Era muy sociable y no le molestaría que alguien se refiriese a él como un vendedor nato. Le gustaba la gente, afirmaba, y él le gustaba a la mayoría de la gente, a algunos de manera genuina y a otros solo porque estaba soltero y era un buen invitado para cenas y fiestas. Te lo encontrabas en todas partes. Lo veía allá donde iba, o me lo cruzaba al llegar o al marcharme. Ya fuese en un aparcamiento o en un supermercado, no me cabía duda de que me encontraría con él; si pensaba que lo iba a ver, lo veía, y si no lo pensaba, también. Era una persona de apariencia afable, aunque una vez lo había visto enfadarse en una fiesta y esa imagen se me quedó grabada. Sigo sin saber qué sucedió, pero la cara se le transformó de una manera aterradora, como a un rey débil presa de un arrebato de furia. Pero fue solo una vez.
Drew Ballinger era un tipo franco y tranquilo. Adoraba a su familia, en particular a su hijo pequeño, Pope, que tenía una especie de verruga protuberante y alargada en forma de cuerno sobre la ceja, un espantoso recordatorio de los horrores de la biología. Era supervisor de ventas en una gran compañía de refrescos, y creía con toda su alma en la empresa y en los valores en los que esta decía basarse. Tenía un ejemplar de la historia de la compañía en la mesilla de centro de la sala de estar de su casa, y la única vez que lo vi perder los papeles fue con motivo de los eslóganes publicitarios de una nueva empresa de la competencia, en los que afirmaban que sus bebidas tenían propiedades adelgazantes. «¡Malditos mentirosos!», había dicho. «Tienen tantas calorías como las nuestras y lo podemos demostrar.»
Pero Lewis y yo éramos distintos a ellos, y también éramos distintos entre nosotros. Yo no compartía su empuje ni sus obsesiones. Él aspiraba a ser inmortal. Tenía cuanto se le podía pedir a la vida y aun así no le bastaba. No toleraba las renuncias ni ver cómo la edad le iba arrebatando cosas, privándolo de la oportunidad de dar por fin con lo que realmente quería, lo cual debía de hallarse en alguna parte y habría de acabar sometido a su voluntad. Era de la clase de hombres que trata por todos los medios —pesas, dieta, ejercicio, manuales de diversas disciplinas, desde la taxidermia hasta el arte moderno— de dominar su cuerpo y su mente y desarrollarlos, para imponerse al paso del tiempo. Al mismo tiempo, siempre era el primero en correr riesgos, como si la laboriosa tarea de lograr la inmortalidad fuera una carga demasiado pesada y buscara librarse de ella mediante un accidente, o algo que lo pareciera a ojos de los demás. Un par de años antes, había sufrido una caída y se había arrastrado cinco kilómetros por el bosque hasta llegar a su coche, y luego había vuelto a casa usando un palo para apretar el acelerador porque se había roto la rodilla derecha. Fui a verlo al hospital, sobre todo porque me había invitado a ir al bosque con él y yo no había podido acompañarlo. Le pregunté qué tal estaba. «Esto es un lujo», dijo. «Durante una temporada no tengo que levantar pesas ni dar puñetazos al saco.»
Lo miré. Tenía cara de halcón, pero de un tipo de halcón particular. Su cabeza parecía aplastada por los costados, lo que daba como resultado un rostro puntiagudo en el que destacaba la nariz, larga y curva. Tenía la tez de un tono arcilloso y el pelo rubio, con una mancha canosa cerca de la coronilla, precisamente donde más oscuro era el resto del cabello.
—Bueno, qué —dijo—. ¿Os apuntáis?
Yo estaba encantado de ir. Mientras oía a Drew hablar de sus análisis de ventas, visualicé la tarde que me esperaba a mí. Las luces del estudio se encendieron en contra de mi voluntad y oí crujir bajo mis pies los periódicos extendidos por el suelo. Imaginé el aspecto que seguramente tendría la modelo, aunque solo había visto una foto suya, de pie en la segunda fila de un certamen de belleza en una pequeña ciudad vecina, rodeada por un círculo de lápiz rojo trazado por mi socio, Thad Emerson. Había contactado con ella a través del periódico y de la Cámara de Comercio y la había llevado a Tejidos Kitts, donde había gustado. A la agencia de publicidad con la que trabajaba Kitts también le había agradado bastante —aunque al que llevaba la cuenta no le había parecido «muy profesional»—, y ahora íbamos a emplearla como modelo. La chica —de una belleza nada llamativa, convencional— sería el meollo de un millar de decisiones y de compromisos que concluirían en un anuncio en un catálogo de ventas de escasa circulación, muy parecido al resto de los que aparecían en sus páginas. Pensé en cómo sería ella y en la sesión de fotos, y en los diseños que me tendrían ocupado durante horas y horas, y en el toma y daca interminable con la agencia, en la facturación, en el engorro de la contabilidad y en todo lo demás, y me alegré de irme con Lewis. Estableciendo una extraña conexión entre el tiempo que iba a pasar con él y mi día a día, volví a mirar el mapa, pero ahora como si fuera uno de los diseños con los que trabajaba en el estudio.
Desde luego, no era gran cosa desde el punto de vista del diseño. El terreno elevado, en color canela y tonos aún más claros de marrón, trazaba meandros entre verdes de diversas tonalidades y formas, sin nada que llamara la atención ni te hiciera detenerte en ningún punto. Aun así, era difícil apartar la vista del conjunto; había una suerte de armonía. Quizá, pensé, es porque trata de mostrar lo que existe. Y porque representa algo que va a cambiar para siempre. Cerca de mi mano izquierda, un color nuevo, el azul, se colaría por el papel remontando el curso del río, y traté de trasladar mi mente allí, solo allí, e imaginar algún detalle concreto que si no veía ese fin de semana ya nunca podría contemplar; intenté visualizar el ojo de un ciervo entre las hojas, elegir una piedra en particular. Con qué facilidad se escapa el mundo entre los dedos.
—Yo voy —dijo Drew— si puedo llevar la Martin.
—Claro, llévala —dijo Lewis—. Será agradable escucharla allí.
Sin poseer ningún talento, como él habría sido el primero en reconocer, Drew tocaba muy bien, a fuerza de entrega. Llevaba doce años dedicándose a la guitarra y al banjo —sobre todo a la guitarra—, y le entusiasmaba el estilo fingerpicking más puro: el reverendo Gary Davis, Dave Van Ronk, Merle Travis, Doc Watson.
—Tengo una Martin restaurada que le compré a un chaval —dijo Drew—. No os preocupéis, no pienso llevar la mejor de mi colección.
—Muy bien, mis primitivos amigos —dijo Bobby—. Pero yo insisto en disponer de algunas comodidades elementales. A saber: alcohol.
—Lleva todo el que quieras —dijo Lewis—. De hecho, la sensación de bajar los rápidos medio borracho es digna de vivirse.
—¿Llevarás el arco, Lewis? —pregunté.
—Claro que sí —dijo—. Y si uno de los dos caza un ciervo, podemos comernos la carne y guardar la piel y la cabeza, y yo me ocuparé de curar una y disecar la otra.
—Técnicas de supervivencia dignas de una guerra atómica, ¿eh? —dijo Bobby.
—De la mejor clase.
Yo estaba de acuerdo, pese a que estábamos a principios del otoño y se trataría de caza furtiva. Pero sabía también que Lewis haría lo que se proponía; el furtivismo se contaba entre sus conocimientos. Las camareras, con ropa ceñida y translúcida y flores en el pelo, no dejaban de echar ojeadas al mapa. Era hora de irnos. Lewis retiró dos de las jarras de cerveza y el mapa se enrolló de golpe.
—¿Puedes llevar tu coche, Drew? —preguntó cuando nos pusimos en pie al mismo tiempo.
—Claro —dijo—. Mi chaval no va a necesitarlo. Todavía no tiene edad para conducir.
—Ed y yo nos encontraremos con vosotros el viernes a primera hora, a eso de las seis y media, donde la carretera de Will’s Ferry se une a la autopista, delante del nuevo centro comercial, el Will’s Plaza. Yo llamaré a Sam Steinhauser esta noche y le preguntaré en qué estado se encuentra su canoa. Ya tengo casi todo el resto del material. Vosotros traed zapatillas de tenis, licor y la mente abierta.
Nos pusimos en marcha.
Hacía sol en la calle, y yo iba pensando mientras caminaba. Se me había hecho un poco tarde, pero no tenía importancia. En nuestra empresa nadie sudaba la camiseta, como dijo Thad en una ocasión, y le encantó que esa expresión se popularizara. Hacía diez años que teníamos el estudio, desde que se lo compramos a su fundador, que ahora debía de rondar la setentena y que estaba haciendo realidad el sueño de su vida: retratar a turistas en Cuernavaca. En cierto sentido, era un placer trabajar en Emerson-Gentry, al menos si se comparaba con cómo funcionaban los demás estudios de la ciudad. Thad se había convertido en un hombre de negocios razonablemente eficaz, y yo, cuando me lo proponía, era un asesor y director gráfico más que aceptable. El estudio estaba repleto de hombres afables y canosos que habían probado suerte en Nueva York y vuelto al sur para vivir aquí el resto de sus días. Eran competentes, aunque no poníamos el listón demasiado alto, y cuando no estaban ocupados con diseños y maquetas, se reclinaban tras su mesa de dibujo, cruzaban las manos en la nuca y perdían la vista en el vacío. De vez en cuando también nos llegaban chicos recién salidos de la facultad de Bellas Artes —o, con menos frecuencia, de la de Ingeniería— que tenían una idea asombrosamente buena cada seis meses y el resto del tiempo intentaban colarte ocurrencias absurdas. Estos no duraban mucho con nosotros; o bien nos utilizaban para adquirir experiencia y luego ascendían a mejores empleos, o bien probaban suerte en otros campos. Desde que Thad y yo dirigíamos el negocio también habíamos contratado a un pequeño grupo de personas que se veían a sí mismas como verdaderos artistas y que solo estaban dispuestas a hacer lo que consideraban abiertamente como trabajo rutinario para luego poder dedicarse a su propia obra por las noches, durante los fines de semana y en vacaciones. Eran los que más pena daban; más que el excopiloto de bombardero que ahora acarrea sacos de fertilizante; más que el recién graduado de la facultad de Diseño que comprende que debe abandonar la industria porque es incapaz de ascender. Uno era un tipo de mediana edad que colgaba reproducciones de Utrillo en su cubículo e intentaba dar la impresión de que se hallaba en una situación coyuntural, en una estación de paso donde lo recordarían cuando se fuera. Pero nunca se habría ido si nosotros no lo hubiéramos echado. Cuando se largó, trabajó durante un tiempo en otro estudio, y después, sencillamente, desapareció. Yo nunca había visto a nadie tan apasionado por el arte. A diferencia de Lewis, él tenía un único interés, y pensaba que poseía el talento necesario para convertirse en algo más que un artista local. Para los artistas locales y los pintores de fin de semana solo tenía palabras de desdén y rehusaba acudir a sus exposiciones. Siempre proponía aplicar las técnicas de collage de Braque a los diseños para catálogos de fertilizantes y plantas de procesamiento de pulpa de madera, y para mí fue un alivio inmenso no tener que volver a oír nada de eso.
Nos habíamos consolidado como un estudio modesto. Yo era consciente y me alegraba de ello; no aspiraba a superar nuestras limitaciones, ni a contratar a genios que estuvieran de camino al museo Whitney o al suicidio. Sabía que teníamos suerte y que seguramente seguiríamos teniéndola; que nuestro éxito se debía sobre todo a la escasez de sofisticación gráfica en el sector. Éramos capaces de manejar bien lo que teníamos, y el clima empresarial permitía que todo el sector se mantuviera a flote, incluso las firmas que tendían a la incompetencia, siempre que fueran serias y puntuales. Las agencias más grandes de la ciudad y las sedes locales de las empresas de Nueva York y de Chicago no nos hacían muchos encargos. Les ofrecíamos nuestros servicios a algunas con poco convencimiento, pero cuando respondían sin entusiasmo, nuestro estudio —o al menos Thad y yo— se alegraba de volver adonde siempre había estado. Las agencias que nos gustaban y con las que nos entendíamos mejor eran las que se parecían más a nosotros, las que trabajaban sin urgencia y cuidaban de su gente. Nuestros clientes eran pequeños negocios locales: bancos, joyerías, supermercados, emisoras de radio, panaderías y empresas textiles. Era la línea que queríamos seguir.
Al pasar bajo la sombra de un gran árbol, sentí que se me subía la cerveza, no a la garganta, sino a los ojos. Hacía un día cegador, que parecía girar sobre una suerte de eje, y entre los destellos cayó una hoja, teñida en el borde de un color inusual. Me percaté entonces de que ya casi era otoño. Subí la última cuesta.
Estaba a medio camino de la cima cuando me fijé en cuántas mujeres había a mi alrededor. Desde que había dejado atrás la estación de servicio de Gulf que había en la esquina, no había visto a un solo hombre. Me fijé en los coches que pasaban, pero en los minutos que mediaron hasta que llegué al edificio no vi a ninguno. Casi todas las mujeres eran secretarias o archiveras, jóvenes y no tan jóvenes, de mediana edad, y sus voluminosos peinados colmena, sostenidos con abundante laca, o cardados o recogidos, en cualquier caso rígidos, me deprimieron. Yo no dejaba de buscar un culo decente y al fin di con uno, enfundado en una falda beige, pero cuando la chica se volvió hacia mí, mascando chicle, y vi su cara anodina, todo se fue al traste. Me sentí de repente como George Holley, el admirador de Braque, debía de sentirse cuando trabajaba para nosotros, repitiéndose de todas las maneras posibles, día tras día: estoy aquí, pero no soy como vosotros. Sin embargo, yo no me engañaba. Yo era como ellas, uno más de aquel grupo de gente que subía la cuesta delante de mí y entraba en el edificio. Formé parte de la corriente de personas que ceremoniosamente se dividió en dos para rodear la moderna fuente llena de monedas de uno y de diez centavos.
Al abrirse la puerta, una chica con un peinado colmena me adelantó y entró al interior climatizado. Mientras cruzábamos la puerta giratoria, tanto las mujeres como yo emanábamos un leve pero incuestionable olor a comida. En el ascensor había hilo musical, y subimos con el acompañamiento de «Vienna Blood» interpretado con abundancia de cuerdas. Durante uno de los estribillos me sentí como si tuviera una piedra en el estómago. Me aflojé el cinturón y la cerveza se asentó mientras yo me enjugaba el sudor con la manga de la americana. En el sexto piso ya solo quedábamos dos mujeres y yo; las otras trabajaban en las oficinas más grandes, de planta abierta, que había en los pisos inferiores: agencias de seguros. Recorrí el pasillo diáfano, sin ventanas, hacia la puerta de nuestro estudio, cuyo cristal lucía la efigie de una cabeza de caballo. Lo único bueno que había hecho Holley para nosotros había sido transformar uno de los pájaros de Braque en un Pegaso, que voló ligero a mi lado cuando entré.
—¿Alguna llamada?
—Ninguna importante, señor Gentry. A Viviendas Prefabricadas Shadow Row le gustaría ver las pruebas la semana que viene. Ha llamado una chica que quiere trabajar con nosotros. No ha dejado su nombre. Volverá a llamar. Y ya ha llegado la modelo para Kitts.
—Muchas gracias —le dije a Peg Wyman, que llevaba mucho tiempo con nosotros y se le notaba—. Voy enseguida.
Crucé el vestíbulo mientras me quitaba la americana. La mayor parte del estudio era un espacio abierto. Un sitio de buen gusto, en mi opinión. Thad y yo teníamos unos despachos muy agradables, con mucha luz, y los directores artísticos con más antigüedad o los mejor pagados disponían también de su propia oficina, más pequeña, o al menos de un cubículo. El resto del estudio consistía en una estancia diáfana con mesas de dibujo, y me quedé un momento observando las cabezas calvas y grises en sus puestos de trabajo, así como las morenas lustrosas, las rizadas y las de pelo lacio. Quizá yo no pudiera atribuirme todo el mérito de haber creado aquel lugar, me dije con una voz interior diferente a la voz con la que habitualmente dialogaba conmigo mismo, pero sí al menos una parte. Nunca había experimentado con tanta intensidad la sensación de hallarme en un sitio creado por mí. Alton Rogers no estaría allí, soñando despierto con la vez que sobrevoló el Himalaya durante la guerra, si no fuera por mí. El cubículo de George Holley seguiría empapelado con reproducciones de Utrillo. La distribución de cabezas, dedos, gafas, no sería la que era en aquel momento de no ser por mí. Aquellas personas seguramente estarían trabajando en otra empresa. En cierto modo, eran mis prisioneros: pasaban allí la vida; en algunos casos una parte pequeña; en otros, la mayor parte.
Pero lo mismo podía decirse de mí. En realidad no los consideraba mis prisioneros, sino mi responsabilidad. Entré en mi despacho, colgué la americana y durante un instante apoyé una mano en la mesa de dibujo, como si posara para un anuncio de una revista de decoración: el vicepresidente Gentry toma una decisión importante. Sería una de esas poses que aspiran a comunicar que tales decisiones, tomadas por hombres responsables de mediana edad, suponen un factor importante para el mantenimiento de la economía y la moral de Occidente. Quizá fuera verdad. Seguramente en cierto modo lo fuese.
Entre los diseños apilados asomaba la foto de mi mujer y de mi hijo, Dean. Había fajos de encargos, unos aprobados y otros en curso de valoración, procedentes de agencias de publicidad, y escribí una nota para recordarle a Thad que algunas de las menos imaginativas nos seguían insistiendo para que trabajáramos con ellas como departamento artístico, algo que a ninguno de los dos nos apetecía hacer. Llamé a Jack Waskow, el fotógrafo, para ver si ya estaba listo. No lo estaba, necesitaba unos minutos, y yo tomé asiento y pensé si había algo que pudiera resolver en el breve ínterin, algo que pudiera quitarme de encima.