Literatura infiel - Ricardo F. Colmenero - E-Book

Literatura infiel E-Book

Ricardo F. Colmenero

0,0

Beschreibung

Ricardo F. Colmenero, Premio Julio Camba de Periodismo, entiende, al igual que su paisano, que el periodismo no es sólo una manera de narrar la realidad, sino de disfrutar de ella para luego tener algo de que escribir. Amor, precariedad laboral, éxito y fracaso, familia, sexo, amistad y libros son los elementos con los que el autor dibuja universos complejos con todo el abanico posible de emociones. En su historial constan una casa junto a un psiquiátrico, un profesor de literatura muerto de sobredosis, un hermano mayor con discapacidad intelectual, un perro monaguillo, una abuela a la fuga con sus amantes, una universidad entre el Opus Dei y la kale borroka, un trabajo de periodista que ha sobrevivido la amenaza del despido, una mujer que le salvó la vida y un hijo que le adoptó como padre. Manual de antiayuda para la vida en el que toda una generación se verá reflejada. El libro que sus muchos seguidores estaban esperando.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 452

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Círculo de Tiza

Título: Literatura infiel

Autor: Ricardo F. Colmenero

© del texto: Ricardo F. Colmenero

Primera edición: abril 2019

Diseño y maquetación: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-949131-5-0

E-ISBN: 978-84-121237-5-3

Depósito Legal: M-7495-2019

Reservados todos los derechos. No está permitido la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

A Lur

Equinoccio

Creo que acabo de escribir el primer equinoccio de la historia de la literatura. Cuando a la abuela de mi amiga Sonia le contaban los desmadres que proliferaban en la calle (que en realidad era la isla de Ibiza), auguraba el fin del mundo llevándose las manos a la cabeza y luego decía: «Esto es el equinoccio». A veces uno no acierta con las palabras, pero se le entiende enseguida. Los libros están llenos de epílogos y prólogos, pero hay poquísimos equinoccios. Yo dije lo mismo cuando me dieron el Camba: «¡Esto es el equinoccio!». Y eso que cuando me llamaron por teléfono y me dijeron de dónde eran ni se me subieron las pulsaciones. A saber qué querrían estos. Porque esas cosas están dadas, ya se sabe. ¿Si no de qué? Nadie anda soltando euros así como así. Además, esto que empieza por Premio Nacional de Periodismo siempre acaba en Torcuato Luca de Tena, o en Manolo Rivas, o en Jabois, o en Savater, o en Felipe Benítez Reyes, o en Ángeles Caso, o en Trapiello; y no en Colmenero, uno de Ourense que no conoce nadie, que vive en una isla como si hubiera sufrido un accidente aéreo y que escribe un artículo sobre su comunidad de vecinos porque no puede salir de casa.

El Camba, más que como un premio, me cayó como un diagnóstico. Lo supe por cómo lo describe Miguel-Anxo Murado: «Un superficial, un perezoso, un individuo al que no le gustaba escribir y al que no le interesaban las ideas, que podía defender una cosa y la contraria, a veces en el mismo artículo. Como corresponsal en Constantinopla solo mandó un artículo sobre un baño que se dio. Como corresponsal en la Primera Guerra Mundial, cubrió el conflicto desde Suiza, que no participaba».

Yo empecé a hacer columnas solo para retrasar mi despido, aun corriendo el riesgo de que mis jefes supieran que tenían en nómina a un redactor en la isla de Ibiza. Ganar el Camba complicó mi anonimato, y también que tres meses después me llamara una compañera desde Cádiz porque un artículo mío se le había incrustado en el estómago. Cuando se calmó me dijo que acababa de ganar el XXXV Premio Unicaja de Artículos Periodísticos. Desde entonces mi problema dejó de ser que me despidieran y empezó a ser que ya no me quedan más premios que ganar para alimentarme.

El despido es la segunda peor cosa que le puede pasar a un periodista. La primera es no poder escribir por andar haciendo de periodista. Como mis jefes me pidieron que en mis artículos no contara mi vida, tuve que contar la de mi personaje literario en su más cruda realidad. Tratar de evitar su fatal desenlace en la cola del paro me obliga a crear tramas y personajes nuevos que los mantengan enganchados, como en una telenovela.

Al recopilar mis artículos compruebo con estupor que viajo con soltura por Ourense, Pamplona, Santiago, Miami, Madrid e Ibiza como si hubiera vivido en esos sitios, cuando la realidad es que apenas reconozco al individuo del que habla mi memoria en las páginas de El Mundo o de GQ. Recolectar los mejores —es decir, los más humillantes para el autor y en los que queda reflejada mi torpeza como adolescente, estudiante, periodista, novio, exnovio, marido, padre, hijo, nieto, pasajero, contribuyente, paciente, derramador de cenizas y víctima de incendio— no fue nada fácil. Por ello he añadido bastante material inédito que sirve como esos puntos de los pasatiempos infantiles que, al unirlos con el lápiz, dan como resultado una ballena o un payaso.

El titular fue aún más complicado. Yo quería poner «Lapidando a la abuela», pero no he logrado que a ningún lector, editor, tuitero, compañero, familiar o islamista le pareciera una buena idea. Ni siquiera coló que lapidar en la traducción portuguesa significara «pulir o embellecer». Al final ha triunfado por unanimidad lo de Literatura infiel, que es esa en la que nos enamoramos de los personajes con los que podemos pasar noches enteras sin levantar sospechas. También es la de los textos que no escribimos, y la de los que escribimos, pero nadie puede leer; abandonan tu cuerpo como en un exorcismo para pasar al de una libreta, un ordenador endemoniado o un libro maldito que, si lo es lo suficiente, te puede poseer para siempre.

Ibiza, 31 de enero de 2019

Cómo no enterrar a la abuela

El fraile del tiempo

De niño siempre le pedía a la abuela Amparo que me comprara una bolsa de indios, como si fuera tratante de esclavos. Eran de plástico y en posición manspreading para incrustarles el caballo. Los vendían en los puestos que se montaban bajo el puente de la Burga, como si todos los ataques cherokee que armaba mi imaginación surgieran de entre la niebla de las aguas termales.

Nunca he sido niño ni hombre de caprichos. Cuando Lur me pregunta qué quiero de regalo, voy inmediatamente al cuarto de baño para ver cuánto queda de desodorante o pasta de dientes o a ver si la colonia me llegará hasta las próximas navidades. Por eso siempre llevo encima un montón de chaquetas y bufandas y poquísimo desodorante.

Durante una década, con al menos tres mudanzas al año, viví con lo que podía meter en una maleta; por eso he acabado interpretando los regalos como una carga. En el momento de hacer la maleta, muchos se quedaban por el camino, como una pista para el próximo inquilino que quizá diera para inventarse una novela.

Más tarde te vas a vivir con alguien o te compras una casa y, de repente, el precio que pagas por el amor o por el metro cuadrado más que una invitación a llenarlo de recuerdos parece una obligación. Es lógico que los japoneses entendieran antes que nadie que la belleza y la armonía reside en el vacío, por eso sobreviven en espacios minúsculos y se suicidan por despecho.

Hay un momento en la vida en el que empiezas a acumular recuerdos a los que sigue inmediatamente otro en el que empiezas a olvidarlos. Nuestros padres solían acumularlos por las estanterías y en la mesita del salón para que de niños pudiéramos arrojar los bautizos y los afiladores de Sargadelos por el balcón o por el váter. Nosotros los hemos imantado y desplazado hasta la nevera, que se ha convertido en una especie de hipotálamo plateado de nuestra huella por el mundo que también sirve para conservar alimentos. Me preocupa cómo resolverán los jóvenes de ahora la fase del olvido cuando se descubran ante su apuesta de pasar de los imanes de la nevera a la tinta en su propia piel.

La abuela Amparo tenía poquísimas cosas, entre ellas un fraile del tiempo; un higrómetro de cartón de esos que tienen más de cien años en el que un monje movía una vara y se ponía o se quitaba una capucha en función de la humedad. De niño iba cada fin de semana a visitarla, pero especialmente iba a visitar al fraile. No es que estuviera especialmente interesado en la humedad, sino que sus movimientos me parecían mágicos.

Nunca me encapriché tanto por una cosa como por aquel fraile de cartón. Sé que durante algún tiempo la abuela intentó conseguirme uno, pero o no lo logró o prefirió que siguiera haciendo el indio. Sin embargo, no había visita en la que no le pidiera heredarlo cuando muriera. Por eso lo hizo veinte años antes. No sé si para que dejara de decirlo o porque, al mirar cada mañana al fraile, empezó a pensar más en la muerte que en la humedad. Yo sigo sin prestar demasiada atención a la humedad, pero sigo interesado en la magia, por eso en mi maleta siempre hubo un hueco para la abuela.

Lapidando a la abuela

Después de morir el abuelo, la abuela Amparo debió echarse como una decena de novios. Se los echaba en Benidorm, a donde la mandó mi madre con el Imserso en los 80 para pasar el luto. Entonces empezó a desaparecer durante meses. A veces se presentaba con alguno en casa y yo puteaba a mi padre con que no tenía huevos de llamarle a alguno «papá». El pobre se ponía de los nervios. Luego esos hombres, simplemente, se morían.

La abuela Amparo era muy atractiva incluso superada la barrera de los 75, que debe ser una barrera como la Gran Muralla China. Cuando le preguntaban su secreto, hablaba de un vaso de agua templada en ayunas tal cual venía del grifo. La fría se la echaba en las tetas al salir de la ducha. Decían que era una adelantada a su tiempo, pero yo creo que lo que intentó fue frenarlo con todas sus fuerzas.

Mi abuela es la mujer a la que más he querido en toda mi vida. Vivía con ella tres meses al año en Sanxenxo, veía boxeo de madrugada en la gallega y cerraba mis explicaciones imbéciles sobre alguna ex con un: «Ya, es que era muy guapa la muy cabrona». Cuando se le fue la cabeza, yo estaba lejos. Regresé pensando que no me reconocería, pero tuve suerte. Una sonrisa de segundos. Me preguntó si era feliz y le dije que sí besándole las manos. A la semana siguiente se fue.

Se había pasado treinta años pidiéndome que tirara sus cenizas al mar, y aquel agosto me traje unas pocas a Ibiza en un joyero de madera que mi madre selló con cinta aislante porque no tenía cierre. Mientras lo hacía, le di la lata con mi temor a que se abriera en la maleta y la abuela se esparciera por toda la ropa, así es que agotó el rollo.

Cuando llegué a las rocas de la torre de Cala Conta, lancé el joyero pensando que se hundiría, pero no lo hizo. Tampoco se abrió. La caja empezó a dar vueltas y vueltas arrastrada por la corriente. Las olas le pasaban por encima. Desaparecía y volvía a aparecer perfectamente sellada. No quería ni pensar que alguien pudiera encontrarla. Los barcos pasaban demasiado cerca y la corriente acercaba a la abuela hacia la playa. Así es que me desnudé para recuperarla, pero el mar había elegido ese día para transformarse en una bolsa inmensa y rosada de medusas.

La perseguí unas dos horas siguiendo la línea de costa mientras empezaba a anochecer. La caja iba camino de aparecer intacta en alguna orilla. Quizá a la mañana siguiente. Estaba al borde de un ataque. Lloré como no había llorado la noticia de su muerte. Así es que agarré una piedra y la lancé contra el joyero. La primera con timidez, pero luego le lancé otra, y luego otra, y luego otra más grande. Algunas le daban, pero la mayoría no. Cuando acertaba el joyero se hundía y volvía a salir intacto a la superficie. Lancé decenas de piedras enormes contra la abuela hasta que el joyero decidió abrirse y vi escaparse hacia el fondo un chorro espeso de cenizas de colores. Luego me dejé caer al suelo casi sin tiempo para gritarle que lo sentía y, por última vez, que la quería.

Las figuras negras

Tenía nueve años y supongo que no sabían qué hacer conmigo, porque un primo de mi madre llamado Ángel, que además era el dueño del bar, me sentó en una banqueta frente a un anciano borracho para que jugara conmigo al ajedrez. En ese momento ya llevábamos varias horas moviéndonos por la aldea. Nos parábamos en pueblos minúsculos, algunos del tamaño de un montículo, y mi madre entraba en casas de piedras enormes que parecían hundirse en el barro. Se abrazaba a mujeres de negro que olían a verdura hervida y a veces sostenían extremidades de animales muertos.

El anciano jugaba con las negras. Me ganaba cada vez más rápido y cada vez más borracho. Nunca me dirigió la palabra. De vez en cuando, el primo Ángel se acordaba de mí y salía de la trastienda para comprobar si seguía con vida o también estaba borracho. Le preguntaba al anciano si sabía jugar y este le decía que no con la cabeza. Una de esas veces, Ángel apareció con una linterna y me sacó de allí. Cruzamos de noche un sendero salpicado de pastos y luciérnagas porque quería enseñarme las vacas y los paracaídas.

A los nueve años a uno le pasa al revés que a José Luis Cuerda, a quien le resulta más creíble escribir que los campesinos leían a Faulkner que que se tiraban en parapente. La culpa la tuvo el primo Amandito, el hijo de la Pura y del Amando, cuando un día se subió al monte más alto con una tela de colores sin que en el pueblo se enteraran de que no iba a suicidarse. A veces se tiraba hacia España y otras hacia Portugal. Los gallegos reconocemos nuestra aldea por los muertos que yacen bajo las losas que rodean la iglesia, pero el primo Amandito también quería reconocerla desde el cielo. Gracias a aquello, los emigrados visitamos la Serra do Larouco en YouTube últimamente a manos de tipos con una GoPro en la cabeza que suben y bajan como yoyós sobre una llanura de vainilla y pistacho. Entonces identifico el sendero donde mi abuelo se cruzó consigo mismo (resultó ser una sobrina argentina tan idéntica que casi se dan un susto de muerte), el cruce donde murió mi bisabuelo nada más bajarse del caballo dejando cinco huérfanas a las que una meiga les regaló el privilegio de presenciar el entierro de sus maridos o la pista de baile de la boda del tío Francisco —donde se conocieron mis abuelos—, asesinado en México por una banda con la que rivalizaba en el mercado de trata de blancas.

Además de los domingos, más o menos cuando mis padres salen de misa, tengo por costumbre llamar a casa durante las olas de incendios, más que nada para saber si todavía hay casa a la que llamar. Las madres gallegas retransmiten los incendios como las borrascas y los entierros, recordando que no somos nadie frente a la atmósfera.

La de Galicia hace mucho que es irrespirable e inconsciente, como una muerte dulce de brasero. De niño, de adolescente, de universitario o cada seis o siete años, mi padre repite un ritual que consiste en regar los cipreses de la entrada, confiando en que el fuego se detenga como ante la visión de un crucifijo o una ristra de ajos. En las crónicas de los incendios, los periodistas suelen dibujar el miedo con forma de tsunami amarillo de veinte metros de altura, pero en realidad hay algo más aterrador: el ruido. Lo recordé al escuchar a una madre de una aldea de Melón contar cómo su niño de cuatro años se había hecho pis encima horas antes de que el fuego devorara su casa. El miedo suena a masticar hectáreas, a un crujir de cereales en el desayuno de un monstruo de cuento.

Los pájaros eran los primeros en enterarse; trazaban en el cielo la trayectoria que seguiría el incendio, como flechas de los mapas del tiempo. A las pocas horas miles y miles de insectos caían desplomados sobre nuestras cabezas, cubriendo la superficie de la finca con sus miembros dislocados.Entonces llegaba el ruido y, con él, la ceniza con su confeti macabro: el del bosque desplomándose sobre nuestras cabezas.

Un incendio, al fin y al cabo, es una larga huida. En concreto, la de la naturaleza, y esta hace mucho que está huyendo de Galicia. Una vez siete artefactos incendiarios lo redujeron todo a cenizas a una velocidad de tres campos de fútbol por minuto impulsados por el mismo viento que, a veces, juguetea con el parapente. Mi aldea desapareció para transformarse para siempre en un recuerdo de la infancia, en una sombra, en cables de carbón que parecen brotar de las entrañas de la tierra y vacas que se tumban sobre el mar en una noche sin luna.

Los huevos de las marquesinas

Sé que, como mucha gente, en algún momento tuve trece años, y sé que en algún momento besé a Mari Mar durante un capricho hormonal en el escenario de mayor carga erótica que fuimos capaces de fabricar la adolescencia rural de Galicia: las marquesinas de los autobuses.

Contra todo pronóstico, Fraga y un montón de cajas de ahorros no diseñaron aquellos cajones de chapa para esperar autobuses —cuya frecuencia era similar al Expreso Pendular del Norte de P. Tinto, cada quince años justos—, sino más bien para protegernos de la misma invasión invisible para la que Enver Hoxha mandó construir 750 000 búnkeres durante la dictadura comunista de Albania.

Los viajes a las marquesinas eran al sexo lo mismo que los viajes a Perpiñán, una gran pantalla de hechos ficticios. Por eso el paisaje las ha sacralizado junto a los dólmenes y las vacas, que también son ficticias. Que sobrevivieran a las cajas de ahorros ha impulsado sus posibilidades como refugios nucleares; que sobrevivieran a Fraga les ha abierto las puertas a la eternidad.

En las marquesinas de las aldeas aún se dan mítines y misas y se guarda la leña, el butano y los abuelos. También se cuece el pulpo, se corta el pelo, se cometen crímenes y se pierde la virginidad. Todos los fotoperiodistas de cierto prestigio se han acercado a las marquesinas para inmortalizar sus sofás, sus cortinillas de baño, sus espejos y sus mensajes reivindicativos, imprescindibles para saber por dónde anda la poesía. En ellas te fumabas tu primer cigarro, hacías los deberes, le metías la cadena a la bici y le tocabas las tetas a tu novia por encima del jersey mientras le prometías que, de mayor, la harías portavoz de tu grupo parlamentario.

A Mar la dejé por Leticia sin salir de la marquesina. Sé que me enamoré de ella porque escribí su nombre en la chapa. La cosa debió ser grave, porque a mi hermana mayor le confiaron la tarea de entregarme lo que en principio parecía un huevo Kinder y cuya sorpresa fueron mis tres primeros preservativos, uno los de sabores, lo que no hizo más que aumentar mi confusión. Mi hermana depositó el huevo sobre mi cama y salió huyendo, una clandestinidad que me hizo pensar si esperaba que me lo metiera por el culo y cruzara el Estrecho.

«Para cuando te haga falta», me dijo. Le di las gracias y lo arrojé sobre la cama, porque en ese momento no me hacía falta la sorpresa de un huevo Kinder. Tardé varias semanas en abrirlo, y no porque necesitara urgentemente ensamblar un minihipopótamo que se columpia. Un día lo destapé parcialmente y comenzaron a desperezarse tres formas plastificadas de color rojo, azul y verde que volví a cerrar de inmediato. Entonces todo el peso de la frase de mi hermana se desplomó sobre mi orgullo. Pero ¿desde cuándo me tendrían que estar haciendo falta? ¿Cuánto retraso se supone que llevo arrastrado? Los metí en el cajón de la mesilla y me alejé todo lo que pude, hasta que me di cuenta de que mi madre podría encontrarlos y desatar otra catástrofe: no decirme nada.

Dicen que tener un hijo es como tener una olla al fuego. Pero ahora que estoy a punto de ser padre, dudo mucho que la presión del bebé supere la fecha de caducidad de un condón. Y qué decir de la de tres. Mi despertar sexual no fue un proceso natural. Fue un huevo Kinder que me lanzó mi hermana como si desenganchara la anilla de una granada. Su fecha de caducidad empezó a acompañarme: desayunaba conmigo, iba a clase conmigo, jugaba al fútbol conmigo y observaba a las chicas conmigo, obligándome a comprobar que seguían en mi bolsillo (lo que debía parecerse a acomodarme una erección).

Tardé años en descubrir que jamás debía llevarlos encima, ni siquiera cuando la cosa está encarrilada y ella pregunta que si llevas. Llevarlos te condena. Una premeditación imperdonable. Cuando Eduardo Punset entrevistó a la neuropsiquiatra Louann Brizendine, le dijo que entre los nueve y los quince años la testosterona del hombre se multiplica por veinticinco. Una chorrada. Solo intentas evitar el trauma de una fecha de caducidad. Las mancuernas y los endecasílabos son solo consecuencias de un etiquetado. Hay adolescentes que jamás se recuperaron de un condón caducado y van de público a El Chiringuito de Pedrerol.

Cuando los domingos llamo por teléfono a casa de mis padres, siempre pregunto por el perro y por la marquesina, que es una forma como cualquier otra de preguntar por Galicia. Sé que sigue al pie del camino y que aún huele a Leticia, como también sé que, un buen día, una grúa agarrará mi adolescencia de las solapas y caerán de golpe todos sus fracasos, incluida la fecha de caducidad de aquellos tres preservativos.

Tris

Tris fue un perro monaguillo. Quizá el único perro monaguillo que haya existido jamás. El mejor perro que tuvimos, si le preguntara a mi padre. Oía misa cada domingo en el pueblo desde el altar, a la derecha de don Ovidio, mientras contemplaba con pereza los rostros de los bancos. Cuando empezó a adoptar la costumbre, algunas de las ancianas del primer banco trataron de sacarlo de allí, pero fue don Ovidio, un cura que había perdido la cabeza, el que decidió que se quedara.

El perro acompañaba los jueves a mi hermano a casa de don Ovidio, donde jugaban al ajedrez (aunque ninguno de los tres sabía jugar al ajedrez), y repetía la costumbre los domingos en misa de once. La iglesia de San Lorenzo de Piñor, en la provincia de Ourense, se encuentra en mitad de una grieta en la parte más baja del pueblo, como si se hubiera precipitado tras un terremoto. Todo el pueblo recuerda a Tris y a mi hermano atravesando la niebla en invierno como si caminaran sobre un caldo de hielo. Mi hermano se colocaba a un lado de don Ovidio para ayudar en misa y Tris al otro. Ese es casi mi único recuerdo del perro, que a veces tengo que completar con alguna foto que demuestra que no tenía raza y que su pelo era color canela con unos patucos blancos.

En aquel tiempo las campanas del pueblo sonaban a deshora, don Ovidio empezó a llenar los bolsillos de ferretería, olvidaba partes de la homilía, gritaba a voces que solo oía en su cabeza y que interrumpían sus oraciones, se marchaba a su casa en mitad de la misa a realizar alguna tarea que había olvidado y, poco a poco, la parroquia se fue desplazando cinco kilómetros al este para oír la misa del sanatorio psiquiátrico, donde hoy los locos pasean alrededor de la reja del helipuerto como en una temporada de The Walking Dead. Las abuelas enlutadas que no podían llegar hasta el sanatorio seguían yendo a don Ovidio, y muchos domingos recorrían por su cuenta el sendero hacia la salvación.

Mis padres y mis abuelos no iban a misa de don Ovidio, y mi hermano y yo solo íbamos por Tris, cuya presencia llegó a representar el 20 % de los feligreses. El cura y el perro se fueron la semana del día de los enamorados. No sé dónde fue a parar don Ovidio ni si es verdad, como dicen, que llegó a oír misa en el sanatorio psiquiátrico. Pero Tris, acostumbrado a vagar por el pueblo, murió envenenado. Agonizó un par de días a los pies de un rosal mientras el blanco de sus ojos se fue tiznando de amarillo. Lo enterré envuelto en una toalla de playa junto a un cerezo y le puse una cruz. Supongo que es así como hubiera querido.

La sotana

Una vez casi mato a mi hermana mayor. Yo debía tener unos trece o catorce años y estaba sentado al borde de la cama. Tenía la puerta abierta y la escuché levantarse en la habitación de al lado (como a las tres o a las cuatro de la tarde porque había salido de fiesta). Mi hermana mayor, que rondaba la treintena, es de esas a las que les cuesta despertar. Nunca de buen humor. Cuando llegó a la altura de mi habitación camino del baño, me miró de reojo como para asegurarse de que no le daba los buenos días y luego empezó a gritar. Yo llevaba puesta una sotana y ella había olvidado que era carnaval.

En ese momento iba a una fiesta de disfraces para adolescentes y no era capaz de ponerme el alzacuellos. Aquel fue el mejor disfraz de mi vida. Cuando eres el pequeño de cuatro hermanos no solo heredas su ropa o sus disfraces —si es que todavía existen—, sino también la paciencia de tus padres. Uno de mis primeros recuerdos de la infancia es mi madre dejándome en la puerta de la guardería con un chándal de esos de Adidas azul marino con rayas blancas con los que hoy eres vintage, pero de aquellas eras un loser. Mi madre se metió en el coche justo antes de que abrieran la puerta y desde allí me gritó su pereza: «¡Diles que vas de deportista!».

En el pueblo no fue nada fácil conseguir la sotana. Primero fui con mi amigo Ismael a ver a don Ovidio. Recuerdo que cuando le conocí me sugirió entrar en el seminario y acabé dando catequesis a niños de la parroquia. Un día le dijo a mis alumnos que yo sería obispo, pero aquella tarde no solo no nos dejó la sotana, sino que sugirió que debía oírnos en confesión. Cómo lamento ahora no haber aceptado.

Ismael y yo tuvimos que pedalear tres kilómetros cuesta arriba hasta la iglesia de Mugares, y si el cura de allí no nos la dejaba, seguiríamos ascendiendo hasta la parroquia de Toén, donde yo tenía buen pálpito por aquello de estar más cerca del sanatorio psiquiátrico. Pero el cura de Mugares accedió enseguida, y aprendí que la distancia entre la blasfemia y el sentido del humor es de apenas tres kilómetros. Solo nos pidió que no hiciéramos nada que pudiera ofender al hábito, pero aún hoy no sé si llegué a cumplir mi palabra. En la fiesta sí que la cumplí, eso seguro. Yo nunca había besado a una chica y, aquel día, para mi desgracia, las que se me acercaban solo querían jugar a que las bendijera. El problema fue al volver a casa. Mi hermana estaba con tres de sus mejores amigos. Algunos me conocían desde que era casi un bebé. Todos eran gais. Habían venido solo para verme llegar con la sotana. Desfilé como una reina.

El hermano de Bud

Bud Spencer y Terence Hill éramos mi hermano y yo. Supongo que había más hermanos que eran Bud Spencer y Terence Hill, como supongo que, con la muerte de Bud, algunos hemos dado por concluido el siglo xx y nos hemos visto en el espejo un poco más viejos, como el día que descubrimos en el Marca que nos ponía la hija de Romario.

Jugar a Bud Spencer y Terence Hill era arriesgado, especialmente si tu compañero de juegos tiene once años más que tú, mide un metro ochenta y tres, pesa noventa kilos y te dicen que es retrasado. Principalmente, porque a los ocho años tú no sabes muy bien lo que es un retrasado y porque estás demasiado ocupado en caer con tu ropa interior de vaquero en un abrevadero porque has recibido uno de los famosos puñetazos de Bud, de arriba abajo, como si quisiera clavarte como una estaca en el suelo, o un buen sopapo a mano abierta, de esos que te arrancaban media sonrisa.

Ambos redactamos nuestra infancia con el guion de Le llamaban Trinidad, le seguían llamando Trinidad y, si no, nos enfadamos. Me di cuenta de que en todo el día, ante el espejo asomó la sombra de un bigote, y me quité la estrella de sheriff mientras el dedo de mi hermano se quedó esperándome en la primera página, porque su vida consistía en volver siempre a la primera página.

Lo abandoné con la crueldad inapelable con la que Andy deja al vaquero Woody en su cajón en Toy Story porque ya no le seduce la frase que suena al tirar del cordón de su espalda. Visité con ojos nuevos el lugar en que pasaba las horas junto a otros niños congelados. Fue un shock descubrir que mi compañero de aventuras, mi hermano mayor, mi Bud Spencer, vestía un mono azul y doblaba cajas en una cadena de montaje.

La muerte del actor me devuelve una imagen barbuda y enfurruñada, un caballo derrengado, un plato de espaguetis... Pero, sobre todo, la risa de niño gigante de mi hermano con cada mexicano que saltaba por los aires, la voz de mi madre en la puerta del cine diciéndole que no me soltara de la mano, y la tristeza de no saber la manera de darle las gracias porque nunca me la soltara.

Y si Adelita...

La charanga tenía ciertas carencias. Principalmente, que solo se sabían una canción, lo que no impedía que la repitieran una y otra vez mientras recorrían el pueblo durante la alborada, que en San Lorenzo de Piñor podía prolongarse hasta primera hora de la tarde. Por suerte, las fiestas solo eran una vez al año, lo que no impidió que «Si Adelita se fuera con otro…» se incrustara en mi cerebro desde los once hasta los dieciocho años. Hay gente a la que le hace gracia que se le meta una cancioncilla en la cabeza. A mi amigo Mariano, sin embargo, le obliga a tomarse unas gotitas de Rivotril para no entrar en convulsión.

San Lorenzo de Piñor era una especie de Sentinel del Norte por el que transcurrieron mi infancia y mi adolescencia con el corrido de la Revolución mexicana de banda sonora, como en una peli de José Luis Cuerda. La charanga se llamaba Os Escachapeitos —traducido Los Quebrantapechos—, y era lo más parecido que he conocido a la Santa Compaña. También eran lo más parecido que he conocido a un tribunal popular, ya que se negaban a tocar frente a las casas que no habían pagado la cuota de la comisión de fiestas. Entonces bajaban los instrumentos y hacían un escrache silencioso mientras el resto de vecinos tomaba nota desde el balcón. Saber tocar un instrumento en Piñor era mucho más relevante que formar parte del Consejo General del Poder Judicial.

El pueblo (como la mayoría de los pueblos gallegos) era silencioso e inmenso, aunque había poquísimas casas, casi todas al final de senderos por los que avanzaba Adelita impartiendo justicia, «Si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar». Los instrumentos servían para tocar, pero también para apartar la maleza. Aproximadamente una quinta parte de las casas aportaba algún familiar a la charanga —como en cualquier reclutamiento de niños soldado— supiera tocar o no, en cuyo caso se le invitaba a hacer sonar la botella de anís o la pandereta.

Nuestra familia aportó durante un tiempo dos familiares: mi hermano Santi —mientras pudo caminar— y Tris, nuestro perro monaguillo, que también ayudaba los domingos en misa de don Ovidio y que, probablemente, acompañaba a la charanga por aburrimiento. El día de la alborada amanecía antes que nadie en el bar del Lolo, un garaje en el que un exparacaidista echaba los días calentando las boquillas de los músicos con licor café y cayendo al vacío. Luego el perro se sentaba bajo la mesa y la charanga improvisaba con chupitos y piezas de ajedrez el mapa del pueblo fijando rutas y silencios, como en cualquier guerra civil.

Un día de fiesta los escuché descender desde la ermita de San Benito, cada vez más cerca de mi casa y de mi cama adolescente. Debían ser las siete de la mañana y ya quería matar a Adelita, al mismo tiempo que mi cerebro «le compraría un vestido de seda para llevarla a bailar al cuartel». Entonces la música paró y salí corriendo a mirar por la ventana. Os Escachapeitos habían roto filas y pasaban de largo a cierta velocidad. Bajé hasta la cancilla solo para comprobar lo que ya era evidente: mi padre no había pagado la cuota, y un murmullo imaginario atravesó el pueblo hasta impactar contra mi cuerpo empijamado como una tarta de nata. Pasé al contrataque. Abrí la puerta con todo mi orgullo adolescente y llamé a Tris a gritos delante de todos para que entrara en casa y abandonara para siempre aquel tribunal que acababa de mancillar su hogar, de estigmatizar a su propia familia. El perro ni me miró.

La piscina

Yo es oír campaña electoral y pensar en comida. Empiezo a salivar, como el perro de Pávlov, con la pegada de carteles. Me entrenaron así de niño porque en San Lorenzo de Piñor las mejores meriendas se daban en los mítines. Hasta diría que las campañas electorales figuran entre los mejores recuerdos de mi infancia. O entre los mejores sabores de mi infancia, con aquel pan de hogaza sobre el que posaban rodajas de embutidos de matanza que me insertaba cual máquina tragaperras.

Los partidos daban el mitin en el palco de la música. El pueblo escuchaba las arengas y las promesas y luego merendaba. En función de la calidad del producto, decidíamos el voto, incluso los que no podíamos votar. En Galicia una mala merienda podía condenar a cualquiera a la oposición.

Los mítines eran larguísimos, pero aun así merecía la pena. Creo haber escuchado más mítines de niño que de periodista. También prestaba más atención porque siempre había un momento en el que todos los candidatos pronunciaban la palabra «piscina». Entonces en la pandilla empezábamos a aplaudir con fuerza hasta interrumpir el discurso del candidato para hacerle saber que, una vez más, al igual que en las anteriores municipales, en las anteriores autonómicas, en las anteriores generales y en las anteriores europeas, había dado en el clavo.

Después del mitin se acercaba para vernos comer y nosotros le comentábamos las características: profundidad, tramos de trampolín, acoplamientos de porterías de waterpolo… El candidato escuchaba como tomando notas mentales. La piscina era nuestra forma de merendar y fingir que nos interesaba la política, y la del candidato también.

Cinco lustros después, en Ibiza, la promesa de la piscina me asaltó en un mitin en un pueblo, como si hubiera emigrado conmigo hasta la isla como una gallina bajo el brazo. El candidato era un anciano que también era el alcalde, como en cualquier tribu amazónica. Ganaba siempre por mayoría absoluta, y solo la ilegalidad de presentarlo después de muerto impidió que revalidase, llevándose consigo algunas causas judiciales urbanísticas. Lo hacía tan bien que un día el líder de la oposición le acusó en un pleno de gobernar para sus amigos y el alcalde le respondió que era verdad, porque tenía muchos y el líder de la oposición ninguno.

Una veintena de ancianos que podrían ser hijos del alcalde esperaron durante media hora a que apareciera. El alcalde presumía de ser un hombre de pocas palabras y el mitin consistió en una sola frase. También en una sola promesa, que sonó a la vez a insulto y a recomendación: «Os voy a hacer una piscina para que os podáis bañar». Y se fue. Los ancianos aplaudieron y, tras el recuento, hizo la piscina y la rodeó de bancos para que los ancianos pudieran sentarse y presumir de infraestructura. A veces bañarse es la forma más vulgar de disfrutar de una piscina.

Una vez escuché decir a Vargas Llosa que esperaba que la muerte le pillara por sorpresa, con proyectos y cosas a medio hacer. Que en San Lorenzo de Piñor aún no hayan hecho la piscina supongo que es la fórmula que han ido encontrando los distintos alcaldes para evitar la muerte. Aunque a veces, en momentos de debilidad, pienso que no nos la hicieron porque la mayoría, en casa, ya teníamos una.

No sé quién eres

El alzhéimer era una montaña de bolsas de plástico que cubría la mesa. Se amontonaban junto a la abuela Celia, que las doblaba y planchaba al ritmo de una cadena de montaje hasta reducirlas a un triángulo minúsculo. Apenas conocí a la madre de mi madre a pesar de los muchos años que compartimos juntos. Siempre estuvo enferma, con la cabeza muy lejos del adolescente que hacía los deberes a su lado y cuya única obligación era deshacer de vez en cuando los triángulos para colocarlos de nuevo en su montaña infinita.

Durante años ella fue los ojos de mi abuelo, incluso cuando ni siquiera sabía lo que veía. Caminaban cogidos de la mano y de su bastón, como un insecto de seis patas que avanza sobre ruinas. En una aproximación a la enfermedad, Iñaki Uriarte habla en sus diarios del encuentro de una amiga con un señor mayor en un parque. Se saludan efusivamente y charlan un buen rato, en el que el hombre le enumera sus dolencias y le explica con detalle varias operaciones a las que se había sometido. Al final le dice: «Y no te he contado lo peor. No tengo ni idea de quién eres».

La abuela Celia vivía momentos de angustia cuando no sabía dónde estaba o no reconocía a las personas que estaban a su lado. Conmigo nunca tuvo ese problema, porque nos parecíamos de forma asombrosa. Su rostro, al igual que el de mi madre, era el mío. A veces dejaba de doblar las bolsas y empezaba a observarme con los ojos arrugados, como a punto de colapsarse. Entonces yo aguantaba la respiración unos segundos mientras sacudía una bolsa del plástico en el aire para que volviera a su tarea. Pienso que cuando me miraba no veía a su nieto, sino a ella misma, como si su cabeza no pudiera razonar una compañía más tranquilizadora que la de su fantasma joven.

La abuela Celia tomó la decisión de morirse. Fue una mañana en la habitación de su residencia. Estaba sentada en una silla y pidió que le pusieran el rosario de su mesilla por el cuello. Al instante, su corazón se paró con la destreza de un ninja, aunque antes tuvo que descubrir otra cosa: que el abuelo, con el que había compartido sesenta y seis años de su vida, llevaba cincuenta y dos días muerto.

El día de su funeral mi madre la metió en el baño y la vistió de negro. Ella se miró las mangas y luego le dijo a su hija muy asustada: «No quiero vestir de negro, el negro es luto». Pero mi madre no quiso ocultárselo: «Vas de negro porque tu marido ha muerto». Pero, contra todo pronóstico, a la abuela se le iluminó la cara: «¿Yo tenía un marido?», preguntó con cierta ilusión, como vislumbrando una quimera, aunque estaba claro que no tenía ni idea de quién era el fallecido. Con una leve sonrisa, elevó la mano que no sostenía su bastón, la que durante un tiempo agarró la mano arrugada de un ciego, y empezó a atusarse el pelo muy coqueta. Hoy era un día importante: su marido había muerto y quería estar perfecta.

Un cadáver en el estadio

Mi padre falleció un 6 de marzo en el asiento 7 de una fila 5 de un campo de fútbol. Un hecho insólito considerando que acaba de superar los ochenta años en perfecto estado de salud. Al igual que los hijos crecen en la intimidad de noches de fiebre, los padres se consumen a simple vista, mientras mascan un palillo delante de la tele, mondan una naranja o, como es el caso, se plantan en una final de la Copa del Rey con el Deportivo de La Coruña.

Mi padre emprendió su viaje hacia el más allá en un autobús desde Galicia portando tan solo una muda y un paquete de galletas enriquecidas en fibra. Su pasaporte era un Bernabéu gigante que le brotaba del Marca y que se le arrugó al abrazar al hijo emigrante que tardó en reconocer en aquel anciano repentino al tipo que le llevó a hombros hasta la adolescencia y que le instruyó en el odio al Real Madrid, el mayor impostor de todos los tiempos.

Mi padre había interpretado la invitación a la final del Bernabéu como el mayor fracaso de su programa educativo. ¿A quién se le ocurría entregarle al Real Madrid como ofrenda de su centenario? Incluso le ofrecí revender las entradas en la puerta, pero lo rechazó con la cabeza. «Ya que estamos aquí», dijo mientras se acariciaba un secreto entre las costillas.

Pronto descubrimos que en el fondo norte los socios del Deportivo sí se habían deshecho de las suyas, una falta de fe que entusiasmó a mi padre, que se burló cuando me subí al asiento a hacer el helicóptero con la bufanda: «Hazlo ahora, que luego ya verás». A la media hora ganábamos 2-0, y yo ya estaba afónico de cantar Cumpleaños feliz.

Mi padre, sin embargo, no celebró ni un solo gol. Se palpaba el lado derecho del costado como para comprobar que ahí seguía la cartera, o el pulmón. Cada minuto envejecía un siglo, y antes del descanso ya me preparé para sacar del estadio a un cadáver. Es verdad que cuando Raúl marcó el 2-1 resucitó un poco. Yo no entendía nada. Mi padre apretaba los dientes y, por primera vez en su vida, empezó a empujar los envites del Madrid. Hasta parecía maldecir a Mauro Silva cuando se apartaba galácticos como King Kong avionetas.

Al consumarse el Centenariazome abrazó como si se despidiera para siempre o como si me traspasara un destino trágico. Algo así como el de Barbosa, el portero del Brasil del 50, condenado hasta su muerte a cortar el césped de Maracaná tras perder la final del Mundial. Pero ¿hoy no éramos nosotros Uruguay? ¿No debería ser un madridista el que abrazara así a su hijo? En realidad, todos los padres transfieren a sus hijos un destino trágico, pero hoy no tocaba. Hoy habíamos venido a llevarnos la Copa y a cantar el Cumpleaños feliz.

Cada hombre nace creyendo que su vida consiste en consumir una cota de milagros como vidas de gato, y tras cada uno de ellos nos preparamos para que el universo se equilibre con una fatalidad. Mi padre no había ido al Bernabéu a consumir milagros porque necesitaba otro, uno bastante gordo que debía borrarle un bulto del tamaño de una moneda de céntimo y que en la radiografía del pulmón parecía una salpicadura de pasta de dientes. Mi madre me la enseñó pocos meses después bajo la lamparita de su máquina de coser: «Papá tiene cáncer, ¿sabes? Pero no te quería decir nada».

El semáforo que quería ser árbol

Hace lustros que mi madre me repite lo mismo: «Está como lo dejaste». Por eso, cuando entro en mi habitación solo me falta romper un precinto policial antes de ponerme a buscar a un niño que se ha fugado o que está perdido.

A veces solo hace falta manosear un poco la medalla de carrera de sacos que cuelga de una punta o abrir el armario tapizado con pegatinas de la Alemania Federal y de la selección de fútbol de la CCCP en la Eurocopa de 1988 para darme cuenta de que es imposible que ese crío se haya ido por voluntad propia.

En la habitación no hay pistas sobre los responsables del secuestro. Ni siquiera hay pistas sobre quién eras, y mucho menos de quién podrías llegar a ser. Quizá algunas claves se encuentren en la correspondencia de la caja de canicas o en unos folios de poemas, si algún día tuviera valor para volver a leerlos. Todo debe permanecer en ese lugar porque, en el fondo, ya no te pertenece. Con el paso de los años, hasta llegas a creer que estás hurgando en la intimidad de un desconocido.

La mayoría de objetos parecen haber llegado a las estanterías como restos de un temporal. También la literatura, o especialmente la literatura. Mi padre cuenta que, al recogerme en el colegio, le leí durante un tiempo, enterrado en el asiento del copiloto, el mismo cuento, El semáforo que quería ser árbol, que luego le hacía resumir mientras los demás conductores lo observaban como si hablara solo. Lo reencontré estos días y me reveló una infancia fascinada por un imposible, como deberían ser todas las infancias, al menos durante los trayectos en coche.

También encontré mi primer diario. Quizá hui para hacerme escritor, pensé al abrirlo, aunque, para mi desgracia, uno mucho peor que el que había sido en 1986: «18 de septiembre. Segundo día de colegio. Todo bien. Comí pollo»;«15 de abril. No pusieron en la tele La vuelta al mundo de Willy Fog. Fue un día normal. Demasiado para mi gusto». Era tan bueno que incluso me permití dejarle tareas a mi yo futuro, precisamente por si pasaban treinta años y todavía no había descubierto qué hacer con mi vida: «19 de octubre. Cazar una mosca. Meterla en una caja».

Lo llamaban bolígrafo

Su biografía dice que nació al mismo tiempo que Raymond Carver, Luis Aragonés y Fujimori —como si eso fuera posible—, en una época en la que parecía que siempre andaban pasando cosas, que si una guerra civil, o que si los nazis invadiendo Austria, mientras al otro lado del charco salía el primer cómic de Superman y en Texas se descubría el teflón.

Cuenta que ser un niño de posguerras consistió en transportar por la calle un bloque de hielo hasta un cajón al que llamaban nevera, en tener un circo de moscas, en afilar los lápices a cuchillo que ni en la saga Desaparecido en combate y en alimentarse con un pan de harina e insectos. Y eso que los primeros tiros no los escuchó hasta la mili. Al parecer, un compañero que pasaba miedo en la garita los despertaba cada noche disparando contra las sombras hasta que le cambiaron el fusil por unas piedras.

Una vez le preguntaron por el 23-F y relató un día de lo más corriente: dos pasadas en el afeitado matinal, café con leche, diez horas haciendo la contabilidad de una central eléctrica y vuelta a casa a criar a cuatro hijos, uno discapacitado. Uno lo tiene muy fácil para saborear los grandes acontecimientos de la humanidad si casi todos pasan en casa. Aunque por mucho que uno se esmere en labrarse una vida sin sobresaltos, siempre acaba sacando tiempo para pasar a la historia.

Por ejemplo, inventó un vino, se chocó con Franco, enterró a un soldado desconocido de la batalla de Dien Bien Phu con el que se había liado su madre, sobrevivió a un cáncer, cultivó durante un tiempo una variedad de judías incomestibles y una vez vio un ovni poco antes del amanecer, cuando se iba a trabajar, y no se atrevió a confesárselo a su familia hasta diez años después por miedo a que se rieran de él. Y se rieron de él. Especialmente su mujer, con quien siempre lo tuvo muy fácil, porque se lleva riendo de él desde los catorce años.

A los once años protagonizó un acontecimiento extraordinario en la ciudad por el que yo siempre digo que merecería una placa: cuando apareció en el colegio para asombro de profesores y compañeros con un nuevo invento llamado bolígrafo que había creado un húngaro llamado Ladislao. Al otro, a Kubala, lo vio desde la grada contra el Deportivo. Su amigo Rodolfo, quien más tarde fundó un centro para los hijos discapacitados de ambos, le pegó tantas patadas que obligó a Kubala a marcar de saque de córner.

Me cuentan que lloró dos veces: una cuando su perro se emborrachó accidentalmente en la bodega y creyó que había perdido el juicio, y la otra cuando cumplió setenta y cinco años. Pero no cuando su familia apareció por sorpresa, sino cuando confirmó los hechos en la cifra de la tarta. Supongo que no volverás a hacerlo esta vez cuando veas que pone ochenta, porque te recuerdo que los números son de nata. Feliz cumpleaños, papá.

Urgencias

Esta semana se me han muerto un montón de desconocidos. Por lo menos dos, que son muchos más de los que se me suelen morir en una semana. Puede pasar si pasas mucho en la planta de neurología, por donde mi padre ha estado paseando. Dos habitaciones más allá de la suya, estaba ingresado un primo lejano. Mi padre paseaba muchas veces al día delante de su puerta, y en una de estas estaba vivo y, mientras volvía a su habitación, estaba muerto. Lo lamentaba como si creyera que de haber ido más despacio al primo le habría dado tiempo de contarle sus intenciones; o por haberse perdido el espectáculo de su espíritu saliendo del cuerpo camino de los ascensores.

Al otro muerto le iban a hacer una radiografía. Minutos antes de morir, una pareja en bata blanca arrastraba por el pasillo una de esas máquinas que se parecen al robot de Cortocircuito. Al llegar a la puerta, se cruzaron con un médico que les indicó los nuevos síntomas diciendo que no con el dedo. La pareja dio la vuelta con el robot con la cabeza gacha.

Unos días antes mi padre estaba en casa. Se había levantado de madrugada a hacer pis —sin imaginar que no iba a ser el peor de los contratiempos— y perdió el conocimiento. Se despertó varias horas después en el suelo del baño, más sorprendido del sueño que daba volver de entre los muertos que por el escenario, y se volvió a la cama. Horas después estaba en neurología, paseando y engullendo una decena de pastillas de un trago, como si hubiera aprendido a suicidarse después de cada comida.

Mi padre tiene ochenta años, pero cuando llegué días después ya se encontraba muchísimo mejor; no tendría más de sesenta, además de toda la Liga y toda la Champions en la tele de la habitación. Encontrarse bien en neurología no es un síntoma relevante. A su lado tenía a un tipo de unos treinta años que ingresó sin ningún dolor y cuando salió del hospital solo podía mover una mano. Estaba claro que mi padre se seguía encontrando demasiado bien como para que le dejaran salir de allí tranquilamente. Entonces le mandaron a otro compañero, un alcohólico que se había caído en la calle. Las enfermeras le preguntaron a quién informar de su familia, pero dio explicaciones muy vagas: que si no podían contactar desde la Patagonia, o desde Alaska, o desde su imaginación. Mi madre lo ayudaba a comer y mi padre a ir al baño, como si los dos estuvieran muy borrachos. Antes de irse una enfermera lo bañó, probablemente como a Sylvester Stallone en Acorralado. Luego se puso una ropa de mendigo y unos ojos muy asustados, como si le diera miedo estar vivo o sobrio. A veces las urgencias suelen coincidir con el alta.

He visto tantas series de médicos que, cuando voy al hospital, siempre creo que, por convenio, disponen de un cuarto para liarse entre ellos. El tercer acompañante de mi padre era, sin duda, el más grave, porque no estaba conectado a ningún aparato ni tenía vías ni tomaba pastillas. Estaba acompañado de una mujer y, por la mañana, se duchaban juntos y hacían el amor como si no les quedara mucho tiempo. Entonces mi padre me distraía, como cuando era niño y en las escenas picantes bailaba delante de la tele o aprovechaba para encomendarme un asunto urgente, como que me fuera a la cama. Me obligaba a salir de la habitación y nos íbamos a buscar muertos —aunque no fueran de la familia—, o me llevaba hasta el ventanal al final del pasillo con la excusa de mostrarme el trajín de enfermeras saliendo del hospital hacia una cafetería llamada Urgencias en cuya puerta echaban cigarrillos. Un espectáculo aburridísimo, salvo para quien ha sido fumador durante sesenta años.

El cerdo de Faulkner

De todos los órganos que se iban poniendo sobre la mesa mis favoritos eran los ojos. Si había cerca algún adulto con un cuchillo, le pedía que le sacara alguno al cerdo y me lo entregara. Al globo ocular siempre le colgaba un trozo de carne, y yo lo agarraba como a una estrella fugaz por la cola. El objetivo era asustar a mis hermanas mayores, cuyo único contacto con la matanza era aquel ojo que dejaba sobre su colchón o sobre su plato vacío al poner la mesa, como aquella sopa de Indiana Jones en el templo maldito. Si las pillaba de espaldas, les rozaba con el ojo una oreja y al girarse les gritaba: «¡Te vi!». Luego me pegaban bastante, pero siempre merecía la pena.

Risto Mejide dijo que «crecer es aprender a despedirse», pero si eres gallego añadiría que es aprender a despedirse de un cerdo una vez al año. En la aldea yo nunca dejé de bautizar al mío. E incluso podía seguir refiriéndome a él por su nombre, Tristán o Gonzalo, mientras me comía su hígado cada puente de diciembre cuando apenas llevaba unos minutos muerto, como si fuera a conferirme poderes sobrenaturales —además de un colesterol perenne—; o cuando traían la tina con su sangre extraída de la yugular para hacer las filloas, o empezaban a filetearle la papada junto a una sartén salpicada de sal gruesa mientras la familia aguardaba en círculo portando pedazos de pan.

Me dejaban jugar con los ojos porque la abuela decía que igual salía médico, pero murió sin conocer la verdad: que para escribir hay que ver el mundo con otros ojos (o que, quizá, necesitaba un psicólogo infantil). Podría parecer que me estaba comiendo un cerdo, pero en realidad me estaba comiendo mi infancia. Lo sé porque hace lustros que voy a las charcuterías como si fuera una persona normal. Una charcutería es un eufemismo. Visitarlas es un poco como enterrar a la familia, lo que incluye también al cerdo —o especialmente al cerdo— y su crimen tras la niebla sostenida como un fantasma sobre la hierba mojada, el manto de hielo trepándote por las piernas como una enredadera y el aliento de las vísceras brotando del vientre rosado como un alma pestilente.

Como la mayor parte de los que me rodean pertenecen a un entorno urbano, hay ciertas partes de mi pasado que raras veces salen a la luz, especialmente a la hora de comer, quizá bajo el mismo principio por el que prohibieron en algunos países la proyección de Holocausto caníbal.

Casi todo lo que hay que escribir sobre una familia puede averiguarse en tres días de matanza. En el despiece puedes resolver todo el árbol genealógico, incluidos los muertos, que siguen tomando decisiones con el cuchillo de otros. También está ahí casi todo lo que hay que escribir sobre un pueblo, y muy probablemente toda la literatura. Los vecinos hablan de los jamones como de una novela: todos tienen una o dos colgadas de un hierro entre la corriente helada de dos ventanucos, uno de ellos siempre al norte, esperando a que su destino lo decidan las heladas de una cordillera. No hay nada de eso en las charcuterías. De haber abierto alguna en la aldea, alguno le habría gritado a la dependienta aquello de Sazatornil en Amanece que no es poco: «¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?».

Don Constantino

A los doce años a todos nos encantaba don Constantino. Era un cura muy mayor, franquista —hasta el punto en que se podía ser franquista en 1989— y que nos daba clase de Ciencias Sociales como un mal menor. En el cambio de clase, en lugar de aporrear las mesas con el We will rock you de Queen, nos aprendimos no sé cómo el Cara al Sol. Cuando entraba don Constantino, se tapaba la sonrisa con el índice y movía los brazos como tratando de volar para que bajáramos la voz o para indicarnos que micrófonos ocultos podían dar al traste con su golpe de Estado.

Don Constantino nos encantaba porque estaba loco. Lo suyo no era nostalgia del franquismo; era cuestión de tiempo. Vestía de cura, pero como de una religión inventada, solo al alcance de los monaguillos que en misa le escuchábamos rumiar un evangelio paralelo. A su paso por el patio, le hacíamos el saludo fascista como si jugáramos a las dictaduras. Solía llevar los bolsillos llenos de objetos confiscados a los alumnos —sobre todo pelos de sierra— que devolvía de forma aleatoria como si nos declarara su amor con un tallo o nos invistiera carpinteros; al fin y al cabo, como Jesús.