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Lucas Boyd era un ranchero práctico y realista, consciente de que necesitaba tener un hijo, pero no quería saber nada del amor ni de las complicaciones que conllevaba. Así que ¿dónde podría encontrar una madre de alquiler que diera a luz a su hijo? Susannah Langston era la bibliotecaria de la ciudad y se moría de ganas de tener un bebé, pero creía que ningún hombre estaría dispuesto a casarse con la virgen más vieja del lugar. Así que ¿dónde podría encontrar al hombre capaz de "donar" lo necesario para hacer que su sueño se hiciera realidad? Lucas y Susannah podían resolver sus respectivos problemas con ayuda del otro, pero ¿cómo iban a evitar las habladurías de la gente? La única solución era casarse y tener un hijo... ¡al estilo tradicional! Pero eso significaría hacer el amor de la manera más apasionada y maravillosa del mundo...
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Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Judy Christenberry
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Lo llaman amor, n.º 1740 - marzo 2015
Título original: The Nine-Month Bride Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6080-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Y qué tiene de malo el método tradicional?
Susannah Langston se ruborizó, pero alzó la barbilla con actitud desafiante. Era una mujer educada, culta. Y no permitiría que una discusión científica tan violenta como esa la intimidara.
–Por si no lo sabía, doctor, se necesitan dos personas para concebir un hijo al estilo tradicional.
–Bueno –rio el doctor–, reconozco que eso me lo explicaron en la primera lección. Y no es que no lo supiera, por mi experiencia en el asiento trasero del… no importa –se aclaró la garganta–. Vamos a ver, señorita Langston, no sé de dónde se ha sacado esa loca idea de…
–Doctor, la inseminación artificial no es ninguna idea loca, ni tampoco es ninguna novedad.
–Demonios, ya lo sé. Llevamos años practicándola con animales, pero me parece una lástima…
–Lo siento, pero no le estoy pidiendo su opinión personal –contestó ella, educada pero firme–. Lo único que quiero es saber adónde tengo que ir para que… que me la hagan.
–Está completamente decidida, ¿verdad? –preguntó el médico reclinándose en el asiento.
–Sí, es una decisión meditada, no un capricho. He pensado detenidamente en las complicaciones, y estoy convencida de que las satisfacciones pesarán mucho más que los posibles inconvenientes.
–¿Se da cuenta de que una madre soltera podría despertar todo tipo de habladurías aquí, aún hoy en día? Este pueblo es pequeño.
–Si las murmuraciones llegan a ser un problema, siempre puedo marcharme a otro sitio cuando haya nacido mi hijo y decir que soy divorciada –respondió Susannah encogiéndose de hombros.
A finales del siglo XX ser madre soltera no tenía por qué suponer un problema, pero Susannah se daba perfecta cuenta de que una cosa era la teoría y otra la práctica. El médico se inclinó hacia delante suspirando y comentó:
–Podría hacerlo aquí mismo, sin problemas, señorita Langston. No tenemos un gran hospital con todas las facilidades; pero, suponiendo que tuviera usted donante, podría hacer la inseminación en cualquier momento.
–No tengo… donante –contestó Susannah cerrando los ojos–. Suponía que podría acudir a un banco de esperma…
Susannah había leído artículos sobre el tema en su lugar de trabajo, la biblioteca de Caliente, Colorado, donde pasaba la mayor parte del día. Pero en la biblioteca no había donantes de esperma. Ni siquiera había demasiados hombres. Solo había libros. Y polvo. Era una biblioteca grande, regalo de uno de los habitantes del pueblo que había muerto sin dejar descendencia y cuya herencia servía también para pagar su salario.
–Bueno, sería la solución ideal si hubiera un banco de esperma, pero no lo hay. Y si tiene que acudir a uno de Denver, le va a salir muy caro.
–Tengo dinero ahorrado.
–Mmm, si hubiera alguien aquí, en el pueblo…
–Doctor, ¿podría darme usted el nombre de algún banco de esperma en Denver, donde pudiera comenzar con el procedimiento? Sería lo mejor para facilitar al máximo todo el… proceso.
Susannah estaba deseando terminar con aquella entrevista. Hubiera debido de investigar hospitales y bancos de esperma por su cuenta, en lugar de molestarse en pedir aquella cita. Pero Abby, su mejor amiga, le había sugerido que fuera a ver al doctor Grable.
–Creo que conozco a un donante –afirmó de pronto el médico, volviendo la vista hacia ella desde la lejanía.
–¿Cómo? –preguntó Susannah abriendo inmensamente los ojos y parpadeando varias veces, extrañada.
–Creo que conozco a una persona de este pueblo que podría ser su donante. Y es un buen candidato, se lo aseguro. Buena sangre. Le dará un bebé saludable.
–No creo que…
–Tiene que hablar con él, le interesará. Y a él lo ayudará.
–¿Qué quiere decir?, ¿cómo que lo ayudaré?, ¿de qué puede servirle a ningún hombre ser donante de esperma? No quiero a ningún donante de este pueblo, me causaría todo tipo de problemas.
–No, que yo sepa. Y le ahorraría un montón de dinero. A menos que tenga ahorrado bastante más del que gana en la biblioteca. Le aseguro que eso puede ser un problema. Hoy en día, tener hijos no es barato. Ni siquiera con el método tradicional.
Susannah se mordió el labio inferior, una costumbre que tenía desde pequeña. El dinero, desde luego, siempre era una preocupación, ya que no tenía familia, pero…
El médico le tendió un papel. Susannah lo tomó y leyó un nombre y una dirección. Lucas Boyd. No lo conocía, pero sabía que tenía un enorme rancho en la zona. Y, desde luego, jamás visitaba la biblioteca. Tampoco lo había visto nunca en la iglesia.
–¿Por qué…?
–¿Por qué, qué? –preguntó el médico, alzando ambas cejas.
–¿Por qué iba a querer este hombre… ser donante?
–Eso no puedo discutirlo con usted. Tengo que mantener la confianza que los pacientes depositan en mí. Lo único que puedo decirle es que… que lo discuta con Lucas. ¿Qué daño puede hacerle? Podría ahorrarle mucho dinero. Además de tiempo, claro.
–¿Tiempo? Ahora mismo tengo dos semanas de vacaciones. Suponía que eso bastaría para…
–¡Válgame Dios! Estas cosas jamás se hacen en un periquete. No es como ir al supermercado, querida. A veces lleva meses.
–Sí, pero…
–Vaya a ver a Lucas. Lo llamaré por teléfono y le diré que va usted a visitarlo. ¿Sería posible que fuera ahora mismo?
–Sí, pero… no… Bueno, está bien, supongo que podría, pero… ¿no sería mejor esperar a que usted hablara con él, y le diera tiempo para pensarlo? –preguntó Susannah, completamente colorada.
–No, cuanto antes mejor. Lo llamaré y le diré que va usted de camino –afirmó el médico esperando a que Susannah diera su aprobación–. Si Lucas no resuelve su problema, le haré una lista de los lugares a los que puede ir en Denver. Solo hay un par que merezcan mi confianza para asuntos tan delicados como este –añadió el médico poniéndose en pie y dando la vuelta a la mesa, para darle golpecitos en el hombro a Susannah mientras ella se levantaba–. Me alegro de que haya venido a contarme su problema, señorita Langston. De un modo u otro, lo resolveremos.
De pronto, Susannah se encontró fuera de la consulta, con la puerta cerrada. Miró el papel que le había dado el médico y se preguntó cómo era posible que hubiera accedido a discutir algo tan personal con un extraño. ¿Cómo pedirle a un desconocido que fuera el padre de su hijo? La sola idea la hizo echarse a temblar. Susannah se apoyó contra la pared.
–¿Se encuentra usted bien, señorita Langston? –preguntó la enfermera, cliente habitual de la biblioteca.
–Sí, estoy bien –se apresuró a contestar Susannah–. Señorita Cone, ¿conoce usted a… a Lucas Boyd?
–Claro, lleva toda la vida viviendo en este pueblo. Es un buen hombre.
–Gracias –respondió Susannah temblando–. La… la veré luego… en la biblioteca, quiero decir.
–Claro, iré el sábado, como siempre. Los últimos libros que me recomendó eran estupendos –se despidió la enfermera con una enorme sonrisa, guiando a otra paciente a la consulta.
Susannah respiró hondo y se apresuró a salir, antes de que nadie notara su estado de nerviosismo. Una vez al volante del coche, volvió a leer la dirección que le había dado el médico. El papel estaba húmedo y arrugado, pero se podía leer. La situación a la que iba a enfrentarse era muy violenta.
Susannah se encogió de hombros y recordó que se había prometido a sí misma reunir valor. Sin duda, sería violento. Pero no más violento que ser la virgen de más edad de todo el pueblo. Suspiró y arrancó.
Sí, se lo había prometido a sí misma. Se negaba a seguir limitando su vida a un montón de libros. Adoraba los libros, pero eran solo eso: libros. Deseaba algo más de la vida. Deseaba tener un hijo al que cuidar, al que demostrarle su amor, formar una familia. Aunque eso significara pasar por una situación violenta.
El ama de llaves de Lucas Boyd, Frankie, era un vaquero al que lo había herido un toro hacía unos años. Para él, montar a caballo era más doloroso que fregar suelos. Frankie buscó a su jefe en uno de los enormes establos, detrás de la casa.
–¿Luke, estás ahí?
–Sí, Frankie, ¿qué ocurre?
–El médico quiere que lo llames por teléfono. Dijo que era importante.
–¿Dijo de qué se trataba? –preguntó Lucas con el pulso repentinamente acelerado.
–No.
–Gracias, iré dentro de un momento.
Lucas permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta del establo cerrarse. Frankie se había marchado. Respiró hondo, tratando de dominar los nervios y el miedo, y caminó en dirección a la casa.
No había motivo para ponerse nervioso. Probablemente aquella llamada no tuviera nada que ver con lo que ambos habían hablado la semana anterior, cuando él fue a visitarlo a la consulta. Era imposible que Doc hubiera encontrado a nadie tan deprisa.
Lo cierto era que el médico se había mostrado tan poco entusiasta con la idea, que Luke había salido de allí convencido de que no volvería a tener noticias suyas. No obstante, su decisión era perfectamente lógica. Tres años de luto por su difunta mujer eran más que suficientes. Tres años de luto por su adorada Beth y por su hijito, fallecido en el parto.
Lucas sabía que no podía arriesgarse de nuevo a enamorarse. Era demasiado doloroso. Pero necesitaba un hijo que continuara con la tradición familiar, con el rancho. Y que le diera un sentido a su vida, que hiciera que el futuro mereciera la pena.
Doc Grable, el médico del pueblo, no estaba de acuerdo con su decisión de buscar una madre de alquiler. El viejo se creía con derecho a interferir en sus planes simplemente porque había sido él quien lo había traído al mundo. Pero, según parecía, había cambiado de opinión. Lucas se dirigió directamente a su despacho en lugar de utilizar el teléfono de la cocina, donde Frankie podía oírlo.
–¿Doc?, soy Lucas Boyd. ¿Me has llamado?
–Sí, te he mandado a una mujer. Ahora es cosa tuya. Sigo pensando que no es buena idea, pero he hecho cuanto he podido por ti.
–Gracias, Doc. ¿Cuándo vendrá?
–Debe estar de camino, si no se ha arrepentido. Se llama Langston –antes de que Lucas pudiera hacer más preguntas, Doc añadió–: Lo siento, tengo que colgar. Hay pacientes esperando.
La mano de Lucas temblaba al colgar el teléfono. No había vuelta atrás. Se quedó inmóvil, y de pronto se dio cuenta de que no estaba preparado para recibir visitas. Olía a caballo.
–¡Frankie! –gritó corriendo escaleras arriba–. Me voy a la ducha. Si viene alguien, que me espere.
El futuro estaba a la vuelta de la esquina. Y Lucas no quería echar a perder aquella oportunidad.
–Luke, ha venido a verte una dama –gritó Frankie alzando la vista hacia las escaleras.
Una dama.
Lucas se miró por última vez al espejo, sintiéndose como un completo idiota. Rara vez se miraba, pero era importante causar buena impresión a la mujer que lo esperaba. Después de todo, iba a ser la madre de su hijo.
Lucas respiró hondo, se alisó el pelo y bajó las escaleras a toda prisa. Sabía que Frankie habría llevado a la visita al salón que jamás utilizaban, así que se detuvo en el dintel de la puerta para echar un primer vistazo.
Nada más aparecer él, ella alzó la vista y se puso de pie. No era ninguna belleza, como Beth. Sus rasgos eran suaves. Era una mujer alta y delgada, larguirucha casi. Sin embargo, eso le hacía más fácil la tarea. Eso, y el hecho de que nunca antes la hubiera visto.
–¿Es usted el señor Boyd?
–Sí, señora. ¿Y usted es la señora Langston?
–Señorita Langston –lo corrigió ella.
Lucas frunció el ceño. Desde el principio había estado convencido de que la mujer que accediera a hacer un trato con él estaría casada. Incluso había creído que sería madre. Por lo que había leído, ese era el perfil típico de las madres de alquiler.
–¿No está usted casada?
–No.
Susannah no dio más explicaciones, pero tampoco apartó la vista. Eso le gustó. Su hijo no debía tener una madre tímida.
De pronto, Lucas se dio cuenta de que ambos seguían de pie, así que atravesó la habitación y señaló el sofá.
–Por favor, siéntese.
Al sentarse ella, Lucas observó que llevaba una falda larga que ocultaba sus piernas. Probablemente tuviera los tobillos gruesos, pensó. Pero eso no era demasiado importante para un niño, se dijo. Ella era morena, como él. Beth era rubia, de cabellos casi dorados. Y tenía una preciosa sonrisa. Aquella mujer, en cambio, ni siquiera sonreía. Pero claro, dar a luz a un niño era una cuestión muy seria. Lucas se aclaró la garganta y dijo:
–Supongo que no tiene usted problemas de salud.
–No, ¿y usted? –contestó ella irguiéndose tensa, frunciendo el ceño.
–No, ninguno.
Un silencio tenso reinó entre ellos. Lucas trató de concentrarse en lo que tenía que decirle.
–Comprende usted que después… es decir, que no habrá contacto entre nosotros, ¿entiende?
La reacción de ella fue muy curiosa. Pareció suspirar aliviada, y sus labios dibujaron una esperanzada sonrisa. Aquella sonrisa, aunque esbozada solo a medias, hizo a Lucas volver a evaluar con más justicia su primera impresión de ella. Los ojos castaños eran cálidos, y el rubor de las mejillas confería cierta vida a la pálida piel. A pesar del peinado severo, con un moño bien tirante en lo alto de la cabeza, ella le pareció de pronto más joven.
–¿Cuántos años tiene usted?
–Treinta y dos –respondió ella parpadeando–. ¿Y usted?
–Treinta y tres –dijo Lucas examinándola. Sí, esa era la edad que le había parecido. Quizá incluso le hubiera echado uno o dos años más–. ¿Está usted segura de que es lo suficientemente joven?
–No creo que eso sea asunto suyo –contestó ella.
–Tengo mucho interés en que este… este trato sea un éxito –repuso Lucas, sorprendido.
–Mi edad no es problema en absoluto –afirmó ella, resuelta.
–Está bien –afirmó al fin Lucas, fiándose de ella. Al fin y al cabo, no tenía sentido que Doc le mandara una mujer incapaz de tener un hijo–. ¿Tiene usted alguna pregunta que hacer?
–Sé… yo sé por qué hago esto, señor Boyd, pero no comprendo… ¿cuáles son sus razones?, ¿espera una recompensa? –preguntó Susannah mirando a su alrededor, como si estuviera tasando sus posesiones.
–¿Es que Doc no le ha explicado las condiciones?
–No, dijo que no podía traicionar la confianza de sus pacientes –sacudió la cabeza Susannah.
–Bueno, pues es muy simple. Quiero tener un hijo, y estoy dispuesto a pagar –explicó Lucas inclinándose hacia delante, esperando respuesta.
–¿Que está dispuesto a pagar? Pero… pero ¿por qué?
Lucas frunció el ceño sin dejar de mirarla. ¿Acaso estaba dispuesta a servir gratis de madre de alquiler? Algo no encajaba. ¿Se trataba de una trampa?
–Supongo que es lo que se espera de mí. Pido mucho a cambio.
–Le aseguro, señor Boyd, que no es en absoluto necesario que me pague. Incluso estoy dispuesta a pagarle yo a usted –comentó Susannah alzando la barbilla, como si esperara que él aceptara su oferta.
Lucas se puso en pie y se metió las manos en los bolsillos del pantalón antes de decir:
–Vamos a ver, señorita Langston. ¿Está usted dispuesta a quedarse embarazada, a tener a mi hijo y a desaparecer gratis?
–Sí, si cree conveniente que me marche. Estoy dispuesta incluso a eso. El niño y yo encontraremos otro lugar donde vivir.
–¿El niño y usted? –repitió Lucas, incrédulo–. El niño se queda aquí, señorita Langston. En eso tenemos que estar de acuerdo.
–No, señor Boyd, por supuesto que no –respondió Susannah poniéndose de pie, alarmada–. El niño es mío.
–¡Maldita sea!, ¿y qué gano yo entonces? ¡Yo quiero a mi hijo! ¿Qué otra razón tendría para enfrentarme a una situación tan violenta?
–¿Creía usted que iba a darle al niño? –exigió saber ella, con dureza.
–¿No es para eso para lo que sirven las madres de alquiler?
–Se supone que usted solo va a ser el donante de esperma, no… no puede quedarse con el niño.
–¿Cree usted que yo permitiría que alguien se llevara a mi hijo? –preguntó Lucas poniendo énfasis en cada palabra–. Ya he perdido a uno, no estoy dispuesto a perder otro.
Lucas y Susannah discutían el uno frente al otro, muy próximos. Él tenía las manos en las caderas, y su actitud era desafiante. Pero Susannah era aún más alta de lo que él había supuesto. Apenas le llevaba unos cuantos centímetros. Beth, en cambio, era menudita. No le llegaba siquiera a los hombros. Susannah se dio la vuelta para recoger el enorme bolso sobre el sofá, y contestó:
–Es evidente que los dos… que he cometido un error. El doctor Grable dijo que usted podría ser mi donante. Lamento mucho haberle hecho perder el tiempo.
–¿Quiere decir que no está dispuesta a ser madre de alquiler?
–No.
Una vez más, Susannah respondió con brevedad, sin malgastar palabras. Pasó por delante de él, en dirección a la puerta, pero él la agarró del brazo.
–Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero.
–Me alegro. Y ahora, si me disculpa –contestó Susannah tratando de soltarse, sin mirarlo.
–¿No le interesa?
–No –volvió a responder Susannah brevemente, para bajar de inmediato la vista hasta los brazos de ambos.
–Ni siquiera me ha preguntado cuánto.
–Lo cual debería ser muestra de que no tengo ningún interés en su… oferta –respondió Susannah alzando la vista al fin.
–Pero entonces, ¿por qué la ha mandado Doc? –preguntó él, lleno de frustración, después de haber estado convencido de que había resuelto su problema.
–Esa pregunta tendrá que hacérsela al doctor Grable, señor Boyd. Yo también tengo una pregunta que hacerle –contestó Susannah apretando los labios.
Lucas se dio cuenta entonces, por primera vez, de lo generosos que eran esos labios. Una vez más, Susannah trató de soltarse y dar un paso atrás. Tenía las mejillas ruborizadas de vergüenza.
–Puede usted imponerme las condiciones que quiera, señorita Langston. Seré generoso –afirmó Lucas, tenso, esperando que ella dijera una suma astronómica.
Lucas estaba dispuesto a pagar lo que fuera por su sueño. Pero ella no respondió lo que esperaba. En lugar de calcular una suma, sonrió y contestó:
–Mi sueño es para mí tan importante como el suyo lo es para usted, señor Boyd. No puedo hacer lo que me pide, bajo ningún concepto. Lamento mucho haberlo hecho perder el tiempo.
Y, sin esperar respuesta, salió del salón llevándose con ella sus sueños.
Alguien tenía que hacer de chivo expiatorio, y nadie mejor que Doc.
–Doc, ¿a qué diablos estás jugando? –preguntó Lucas por teléfono.
–Vamos, Luke, cálmate. ¿Has hablado con la señorita Langston?
–Sí, he hablado con ella, pero no está dispuesta a ser madre de alquiler. ¡Quiere quedarse con el bebé! –exclamó Lucas, horrorizado–. ¿Por qué me la has mandado?
–Ya sé que parece una locura, es cierto, pero como los dos queréis tener un hijo, pensé que… ¡Demonios!, lo siento, Luke, pero no me gustan las ideas de ninguno de vosotros dos. Esperaba que cambiarais de opinión.
–Bueno, pues lo has conseguido. Jamás me había sentido tan violento en la vida. ¿Quién es esa mujer? No la había visto nunca.
–Podrías haberla visto si no vivieras como un ermitaño. No vas ya ni a la iglesia, y mucho menos a las escasas fiestas del pueblo.
–¿Quién es? –volvió a preguntar Lucas.
–Es la bibliotecaria… vino a trabajar hace seis meses.
–¿Y por qué no se queda embarazada como todo el mundo?
–Esa misma pregunta le hice yo. Según parece, no tiene muchos candidatos.
Lucas frunció el ceño. Ella no era ninguna belleza, pero tampoco parecía hacer grandes esfuerzos por atraer al sexo opuesto, con aquella ropa que ocultaba su cuerpo, aquel peinado severo y sin maquillar. Aun así, estaban en Colorado. Y en Colorado eran escasas las mujeres solteras fuera de las grandes ciudades.
–¿Y por qué quiere tener un hijo?
–Eso no me lo dijo, solo quería información acerca de cómo quedarse embarazada –explicó Doc haciendo una pausa–. Si quieres saberlo, pregúntaselo a ella.
–¡No tiene nada que ver conmigo! –exclamó Lucas, irritado y curioso sin embargo–. Encuéntrame a una madre de alquiler, ¿de acuerdo, Doc? Estoy dispuesto a seguir adelante.
–Haré lo que pueda, pero no será fácil. Ni rápido. Por eso pensé que… bueno, déjalo. Haré lo que pueda.
–¿Qué estás leyendo? –preguntó Abby McDougal, una de las voluntarias que ayudaban a Susannah con las tareas de la biblioteca y su mejor amiga.
Susannah se sobresaltó. Se encogió de hombros y estiró un brazo, ocultando el artículo que estaba leyendo, y contestó:
–Nada importante.
–Sigues tratando de quedarte embarazada, ¿no es eso?
–¡Abby, calla! –exclamó Susannah ruborizándose y mirando a su alrededor para ver si alguien las había oído.
–Aún lo estás intentando, lo sé.
–Estoy leyendo un artículo, eso es todo.
–¿Cómo se titula?
–Alternativas.
–¡Ajá! ¡Lo sabía!
–¿Y qué? Ya lo he intentado a tu modo. Fui a hablar con el doctor Grable, pero me dijo que tenía que ir a Denver –respondió Susannah avergonzándose de decir una mentira.
Después de todo, era casi la verdad. Sin donante, tendría que acudir a Denver, a un banco de esperma.
Tras la desastrosa visita al señor Lucas Boyd, Susannah no había vuelto a la consulta del médico. No era masoquista. Prefería hacer la investigación por su cuenta. Y eso era lo que hacía. Aquel era el último de los artículos que iba a leer, antes de contactar con una clínica particular de Denver. De hecho, tenía el número de teléfono apuntado en un bloc. Solo le faltaba reunir valor para llamar.
Pero eso sería fácil, después de la visita a aquel vaquero… aquel alto, sexy y guapo vaquero. Durante la tarde de la visita, sus emociones habían sido intensas. Por un lado, Susannah se había sentido feliz pensando que aquel sería el padre de su hijo. Por otro, se sintió muy confusa cuando él afirmó que quería quedarse con el niño. Su hijo, había dicho. Ni siquiera parecía considerar la posibilidad de que fuera niña. También se había enfadado y se había sentido desilusionada al ver que él no estaba dispuesto a cooperar. Y lo había compadecido al oírle decir que había perdido un hijo. Aquel era un sufrimiento demasiado grande para cualquier hombre.
Susannah sentía curiosidad por conocer el pasado de Lucas Boyd, pero a pesar de ello había decidido no hacer preguntas. ¿Cómo explicar su interés? Así que había preferido concentrarse en su problema. No podía olvidar su deseo. Susannah adoraba su trabajo, creía en la necesidad de animar a la gente a leer, pero también quería un niño. Tener una familia, enseñar a la generación futura todas las cosas importantes que le habían enseñado a ella, conectar con el futuro…
–Susannah, tú lo que necesitas es un hombre.