6,49 €
Lo llaman amor Judy Christenberry Lucas Boyd era consciente de que necesitaba tener un hijo, pero no quería saber nada de las complicaciones del amor. Susannah Langston era la bibliotecaria de la ciudad y estaba deseando tener un bebé, pero creía que ningún hombre estaría dispuesto a casarse con la virgen más vieja del lugar. Así que ¿dónde podría encontrar al hombre capaz de «donar» lo necesario para hacer que su sueño se hiciera realidad? Un novio imposible Susan Fox Lorna Farrell tenía dos deseos en la vida: tener la familia que le había faltado de niña y que Mitch Ellery jamás se enterara de que estaba enamorada de él. El magnate era el único hombre en el mundo con el que jamás podría estar, pero también era el único que podía ayudarla a encontrar a su familia... El dilema se hizo aún más difícil cuando se vio inmersa en un falso compromiso con Mitch. Si huía, lo perdería todo; pero cuanto más tiempo pasaba junto a él, más lo deseaba... y más parecía que él sentía lo mismo por ella. ¡Si al menos pudiera confesarle sus secretos! Sin dejar de amarte Darcy Maguire Meg había luchado mucho para convertirse en una mujer independiente, por eso la sorprendió encontrarse sin poder apartar la mirada de aquel guapísimo desconocido, y preguntándose si no habría algo más importante en la vida que el éxito profesional. Pero lo que más la sorprendió fue darse cuenta de que estaba mirando a Jake Adams, su propio marido.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 587
Veröffentlichungsjahr: 2021
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 537 - diciembre 2021
© 1998 Judy Christenberry
Lo llaman amor
Título original: The Nine-Month Bride
© 2002 Susan Fox
Un novio imposible
Título original: Her Forbidden Bridegroom
© 2002 Darcy Maguire
Sin dejar de amarte
Título original: Her Marriage Secret
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-946-3
Créditos
Índice
Lo llaman amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Un novio imposible
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Sin dejar de amarte
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Si te ha gustado este libro…
Y qué tiene de malo el método tradicional?
Susannah Langston se ruborizó, pero alzó la barbilla con actitud desafiante. Era una mujer educada, culta. Y no permitiría que una discusión científica tan violenta como esa la intimidara.
–Por si no lo sabía, doctor, se necesitan dos personas para concebir un hijo al estilo tradicional.
–Bueno –rio el doctor–, reconozco que eso me lo explicaron en la primera lección. Y no es que no lo supiera, por mi experiencia en el asiento trasero del… no importa –se aclaró la garganta–. Vamos a ver, señorita Langston, no sé de dónde se ha sacado esa loca idea de…
–Doctor, la inseminación artificial no es ninguna idea loca, ni tampoco es ninguna novedad.
–Demonios, ya lo sé. Llevamos años practicándola con animales, pero me parece una lástima…
–Lo siento, pero no le estoy pidiendo su opinión personal –contestó ella, educada pero firme–. Lo único que quiero es saber adónde tengo que ir para que… que me la hagan.
–Está completamente decidida, ¿verdad? –preguntó el médico reclinándose en el asiento.
–Sí, es una decisión meditada, no un capricho. He pensado detenidamente en las complicaciones, y estoy convencida de que las satisfacciones pesarán mucho más que los posibles inconvenientes.
–¿Se da cuenta de que una madre soltera podría despertar todo tipo de habladurías aquí, aún hoy en día? Este pueblo es pequeño.
–Si las murmuraciones llegan a ser un problema, siempre puedo marcharme a otro sitio cuando haya nacido mi hijo y decir que soy divorciada –respondió Susannah encogiéndose de hombros.
A finales del siglo XX ser madre soltera no tenía por qué suponer un problema, pero Susannah se daba perfecta cuenta de que una cosa era la teoría y otra la práctica. El médico se inclinó hacia delante suspirando y comentó:
–Podría hacerlo aquí mismo, sin problemas, señorita Langston. No tenemos un gran hospital con todas las facilidades; pero, suponiendo que tuviera usted donante, podría hacer la inseminación en cualquier momento.
–No tengo… donante –contestó Susannah cerrando los ojos–. Suponía que podría acudir a un banco de esperma…
Susannah había leído artículos sobre el tema en su lugar de trabajo, la biblioteca de Caliente, Colorado, donde pasaba la mayor parte del día. Pero en la biblioteca no había donantes de esperma. Ni siquiera había demasiados hombres. Solo había libros. Y polvo. Era una biblioteca grande, regalo de uno de los habitantes del pueblo que había muerto sin dejar descendencia y cuya herencia servía también para pagar su salario.
–Bueno, sería la solución ideal si hubiera un banco de esperma, pero no lo hay. Y si tiene que acudir a uno de Denver, le va a salir muy caro.
–Tengo dinero ahorrado.
–Mmm, si hubiera alguien aquí, en el pueblo…
–Doctor, ¿podría darme usted el nombre de algún banco de esperma en Denver, donde pudiera comenzar con el procedimiento? Sería lo mejor para facilitar al máximo todo el… proceso.
Susannah estaba deseando terminar con aquella entrevista. Hubiera debido de investigar hospitales y bancos de esperma por su cuenta, en lugar de molestarse en pedir aquella cita. Pero Abby, su mejor amiga, le había sugerido que fuera a ver al doctor Grable.
–Creo que conozco a un donante –afirmó de pronto el médico, volviendo la vista hacia ella desde la lejanía.
–¿Cómo? –preguntó Susannah abriendo inmensamente los ojos y parpadeando varias veces, extrañada.
–Creo que conozco a una persona de este pueblo que podría ser su donante. Y es un buen candidato, se lo aseguro. Buena sangre. Le dará un bebé saludable.
–No creo que…
–Tiene que hablar con él, le interesará. Y a él lo ayudará.
–¿Qué quiere decir?, ¿cómo que lo ayudaré?, ¿de qué puede servirle a ningún hombre ser donante de esperma? No quiero a ningún donante de este pueblo, me causaría todo tipo de problemas.
–No, que yo sepa. Y le ahorraría un montón de dinero. A menos que tenga ahorrado bastante más del que gana en la biblioteca. Le aseguro que eso puede ser un problema. Hoy en día, tener hijos no es barato. Ni siquiera con el método tradicional.
Susannah se mordió el labio inferior, una costumbre que tenía desde pequeña. El dinero, desde luego, siempre era una preocupación, ya que no tenía familia, pero…
El médico le tendió un papel. Susannah lo tomó y leyó un nombre y una dirección. Lucas Boyd. No lo conocía, pero sabía que tenía un enorme rancho en la zona. Y, desde luego, jamás visitaba la biblioteca. Tampoco lo había visto nunca en la iglesia.
–¿Por qué…?
–¿Por qué, qué? –preguntó el médico, alzando ambas cejas.
–¿Por qué iba a querer este hombre… ser donante?
–Eso no puedo discutirlo con usted. Tengo que mantener la confianza que los pacientes depositan en mí. Lo único que puedo decirle es que… que lo discuta con Lucas. ¿Qué daño puede hacerle? Podría ahorrarle mucho dinero. Además de tiempo, claro.
–¿Tiempo? Ahora mismo tengo dos semanas de vacaciones. Suponía que eso bastaría para…
–¡Válgame Dios! Estas cosas jamás se hacen en un periquete. No es como ir al supermercado, querida. A veces lleva meses.
–Sí, pero…
–Vaya a ver a Lucas. Lo llamaré por teléfono y le diré que va usted a visitarlo. ¿Sería posible que fuera ahora mismo?
–Sí, pero… no… Bueno, está bien, supongo que podría, pero… ¿no sería mejor esperar a que usted hablara con él, y le diera tiempo para pensarlo? –preguntó Susannah, completamente colorada.
–No, cuanto antes mejor. Lo llamaré y le diré que va usted de camino –afirmó el médico esperando a que Susannah diera su aprobación–. Si Lucas no resuelve su problema, le haré una lista de los lugares a los que puede ir en Denver. Solo hay un par que merezcan mi confianza para asuntos tan delicados como este –añadió el médico poniéndose en pie y dando la vuelta a la mesa, para darle golpecitos en el hombro a Susannah mientras ella se levantaba–. Me alegro de que haya venido a contarme su problema, señorita Langston. De un modo u otro, lo resolveremos.
De pronto, Susannah se encontró fuera de la consulta, con la puerta cerrada. Miró el papel que le había dado el médico y se preguntó cómo era posible que hubiera accedido a discutir algo tan personal con un extraño. ¿Cómo pedirle a un desconocido que fuera el padre de su hijo? La sola idea la hizo echarse a temblar. Susannah se apoyó contra la pared.
–¿Se encuentra usted bien, señorita Langston? –preguntó la enfermera, cliente habitual de la biblioteca.
–Sí, estoy bien –se apresuró a contestar Susannah–. Señorita Cone, ¿conoce usted a… a Lucas Boyd?
–Claro, lleva toda la vida viviendo en este pueblo. Es un buen hombre.
–Gracias –respondió Susannah temblando–. La… la veré luego… en la biblioteca, quiero decir.
–Claro, iré el sábado, como siempre. Los últimos libros que me recomendó eran estupendos –se despidió la enfermera con una enorme sonrisa, guiando a otra paciente a la consulta.
Susannah respiró hondo y se apresuró a salir, antes de que nadie notara su estado de nerviosismo. Una vez al volante del coche, volvió a leer la dirección que le había dado el médico. El papel estaba húmedo y arrugado, pero se podía leer. La situación a la que iba a enfrentarse era muy violenta.
Susannah se encogió de hombros y recordó que se había prometido a sí misma reunir valor. Sin duda, sería violento. Pero no más violento que ser la virgen de más edad de todo el pueblo. Suspiró y arrancó.
Sí, se lo había prometido a sí misma. Se negaba a seguir limitando su vida a un montón de libros. Adoraba los libros, pero eran solo eso: libros. Deseaba algo más de la vida. Deseaba tener un hijo al que cuidar, al que demostrarle su amor, formar una familia. Aunque eso significara pasar por una situación violenta.
El ama de llaves de Lucas Boyd, Frankie, era un vaquero al que lo había herido un toro hacía unos años. Para él, montar a caballo era más doloroso que fregar suelos. Frankie buscó a su jefe en uno de los enormes establos, detrás de la casa.
–¿Luke, estás ahí?
–Sí, Frankie, ¿qué ocurre?
–El médico quiere que lo llames por teléfono. Dijo que era importante.
–¿Dijo de qué se trataba? –preguntó Lucas con el pulso repentinamente acelerado.
–No.
–Gracias, iré dentro de un momento.
Lucas permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta del establo cerrarse. Frankie se había marchado. Respiró hondo, tratando de dominar los nervios y el miedo, y caminó en dirección a la casa.
No había motivo para ponerse nervioso. Probablemente aquella llamada no tuviera nada que ver con lo que ambos habían hablado la semana anterior, cuando él fue a visitarlo a la consulta. Era imposible que Doc hubiera encontrado a nadie tan deprisa.
Lo cierto era que el médico se había mostrado tan poco entusiasta con la idea, que Luke había salido de allí convencido de que no volvería a tener noticias suyas. No obstante, su decisión era perfectamente lógica. Tres años de luto por su difunta mujer eran más que suficientes. Tres años de luto por su adorada Beth y por su hijito, fallecido en el parto.
Lucas sabía que no podía arriesgarse de nuevo a enamorarse. Era demasiado doloroso. Pero necesitaba un hijo que continuara con la tradición familiar, con el rancho. Y que le diera un sentido a su vida, que hiciera que el futuro mereciera la pena.
Doc Grable, el médico del pueblo, no estaba de acuerdo con su decisión de buscar una madre de alquiler. El viejo se creía con derecho a interferir en sus planes simplemente porque había sido él quien lo había traído al mundo. Pero, según parecía, había cambiado de opinión. Lucas se dirigió directamente a su despacho en lugar de utilizar el teléfono de la cocina, donde Frankie podía oírlo.
–¿Doc?, soy Lucas Boyd. ¿Me has llamado?
–Sí, te he mandado a una mujer. Ahora es cosa tuya. Sigo pensando que no es buena idea, pero he hecho cuanto he podido por ti.
–Gracias, Doc. ¿Cuándo vendrá?
–Debe estar de camino, si no se ha arrepentido. Se llama Langston –antes de que Lucas pudiera hacer más preguntas, Doc añadió–: Lo siento, tengo que colgar. Hay pacientes esperando.
La mano de Lucas temblaba al colgar el teléfono. No había vuelta atrás. Se quedó inmóvil, y de pronto se dio cuenta de que no estaba preparado para recibir visitas. Olía a caballo.
–¡Frankie! –gritó corriendo escaleras arriba–. Me voy a la ducha. Si viene alguien, que me espere.
El futuro estaba a la vuelta de la esquina. Y Lucas no quería echar a perder aquella oportunidad.
–Luke, ha venido a verte una dama –gritó Frankie alzando la vista hacia las escaleras.
Una dama.
Lucas se miró por última vez al espejo, sintiéndose como un completo idiota. Rara vez se miraba, pero era importante causar buena impresión a la mujer que lo esperaba. Después de todo, iba a ser la madre de su hijo.
Lucas respiró hondo, se alisó el pelo y bajó las escaleras a toda prisa. Sabía que Frankie habría llevado a la visita al salón que jamás utilizaban, así que se detuvo en el dintel de la puerta para echar un primer vistazo.
Nada más aparecer él, ella alzó la vista y se puso de pie. No era ninguna belleza, como Beth. Sus rasgos eran suaves. Era una mujer alta y delgada, larguirucha casi. Sin embargo, eso le hacía más fácil la tarea. Eso, y el hecho de que nunca antes la hubiera visto.
–¿Es usted el señor Boyd?
–Sí, señora. ¿Y usted es la señora Langston?
–Señorita Langston –lo corrigió ella.
Lucas frunció el ceño. Desde el principio había estado convencido de que la mujer que accediera a hacer un trato con él estaría casada. Incluso había creído que sería madre. Por lo que había leído, ese era el perfil típico de las madres de alquiler.
–¿No está usted casada?
–No.
Susannah no dio más explicaciones, pero tampoco apartó la vista. Eso le gustó. Su hijo no debía tener una madre tímida.
De pronto, Lucas se dio cuenta de que ambos seguían de pie, así que atravesó la habitación y señaló el sofá.
–Por favor, siéntese.
Al sentarse ella, Lucas observó que llevaba una falda larga que ocultaba sus piernas. Probablemente tuviera los tobillos gruesos, pensó. Pero eso no era demasiado importante para un niño, se dijo. Ella era morena, como él. Beth era rubia, de cabellos casi dorados. Y tenía una preciosa sonrisa. Aquella mujer, en cambio, ni siquiera sonreía. Pero claro, dar a luz a un niño era una cuestión muy seria. Lucas se aclaró la garganta y dijo:
–Supongo que no tiene usted problemas de salud.
–No, ¿y usted? –contestó ella irguiéndose tensa, frunciendo el ceño.
–No, ninguno.
Un silencio tenso reinó entre ellos. Lucas trató de concentrarse en lo que tenía que decirle.
–Comprende usted que después… es decir, que no habrá contacto entre nosotros, ¿entiende?
La reacción de ella fue muy curiosa. Pareció suspirar aliviada, y sus labios dibujaron una esperanzada sonrisa. Aquella sonrisa, aunque esbozada solo a medias, hizo a Lucas volver a evaluar con más justicia su primera impresión de ella. Los ojos castaños eran cálidos, y el rubor de las mejillas confería cierta vida a la pálida piel. A pesar del peinado severo, con un moño bien tirante en lo alto de la cabeza, ella le pareció de pronto más joven.
–¿Cuántos años tiene usted?
–Treinta y dos –respondió ella parpadeando–. ¿Y usted?
–Treinta y tres –dijo Lucas examinándola. Sí, esa era la edad que le había parecido. Quizá incluso le hubiera echado uno o dos años más–. ¿Está usted segura de que es lo suficientemente joven?
–No creo que eso sea asunto suyo –contestó ella.
–Tengo mucho interés en que este… este trato sea un éxito –repuso Lucas, sorprendido.
–Mi edad no es problema en absoluto –afirmó ella, resuelta.
–Está bien –afirmó al fin Lucas, fiándose de ella. Al fin y al cabo, no tenía sentido que Doc le mandara una mujer incapaz de tener un hijo–. ¿Tiene usted alguna pregunta que hacer?
–Sé… yo sé por qué hago esto, señor Boyd, pero no comprendo… ¿cuáles son sus razones?, ¿espera una recompensa? –preguntó Susannah mirando a su alrededor, como si estuviera tasando sus posesiones.
–¿Es que Doc no le ha explicado las condiciones?
–No, dijo que no podía traicionar la confianza de sus pacientes –sacudió la cabeza Susannah.
–Bueno, pues es muy simple. Quiero tener un hijo, y estoy dispuesto a pagar –explicó Lucas inclinándose hacia delante, esperando respuesta.
–¿Que está dispuesto a pagar? Pero… pero ¿por qué?
Lucas frunció el ceño sin dejar de mirarla. ¿Acaso estaba dispuesta a servir gratis de madre de alquiler? Algo no encajaba. ¿Se trataba de una trampa?
–Supongo que es lo que se espera de mí. Pido mucho a cambio.
–Le aseguro, señor Boyd, que no es en absoluto necesario que me pague. Incluso estoy dispuesta a pagarle yo a usted –comentó Susannah alzando la barbilla, como si esperara que él aceptara su oferta.
Lucas se puso en pie y se metió las manos en los bolsillos del pantalón antes de decir:
–Vamos a ver, señorita Langston. ¿Está usted dispuesta a quedarse embarazada, a tener a mi hijo y a desaparecer gratis?
–Sí, si cree conveniente que me marche. Estoy dispuesta incluso a eso. El niño y yo encontraremos otro lugar donde vivir.
–¿El niño y usted? –repitió Lucas, incrédulo–. El niño se queda aquí, señorita Langston. En eso tenemos que estar de acuerdo.
–No, señor Boyd, por supuesto que no –respondió Susannah poniéndose de pie, alarmada–. El niño es mío.
–¡Maldita sea!, ¿y qué gano yo entonces? ¡Yo quiero a mi hijo! ¿Qué otra razón tendría para enfrentarme a una situación tan violenta?
–¿Creía usted que iba a darle al niño? –exigió saber ella, con dureza.
–¿No es para eso para lo que sirven las madres de alquiler?
–Se supone que usted solo va a ser el donante de esperma, no… no puede quedarse con el niño.
–¿Cree usted que yo permitiría que alguien se llevara a mi hijo? –preguntó Lucas poniendo énfasis en cada palabra–. Ya he perdido a uno, no estoy dispuesto a perder otro.
Lucas y Susannah discutían el uno frente al otro, muy próximos. Él tenía las manos en las caderas, y su actitud era desafiante. Pero Susannah era aún más alta de lo que él había supuesto. Apenas le llevaba unos cuantos centímetros. Beth, en cambio, era menudita. No le llegaba siquiera a los hombros. Susannah se dio la vuelta para recoger el enorme bolso sobre el sofá, y contestó:
–Es evidente que los dos… que he cometido un error. El doctor Grable dijo que usted podría ser mi donante. Lamento mucho haberle hecho perder el tiempo.
–¿Quiere decir que no está dispuesta a ser madre de alquiler?
–No.
Una vez más, Susannah respondió con brevedad, sin malgastar palabras. Pasó por delante de él, en dirección a la puerta, pero él la agarró del brazo.
–Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero.
–Me alegro. Y ahora, si me disculpa –contestó Susannah tratando de soltarse, sin mirarlo.
–¿No le interesa?
–No –volvió a responder Susannah brevemente, para bajar de inmediato la vista hasta los brazos de ambos.
–Ni siquiera me ha preguntado cuánto.
–Lo cual debería ser muestra de que no tengo ningún interés en su… oferta –respondió Susannah alzando la vista al fin.
–Pero entonces, ¿por qué la ha mandado Doc? –preguntó él, lleno de frustración, después de haber estado convencido de que había resuelto su problema.
–Esa pregunta tendrá que hacérsela al doctor Grable, señor Boyd. Yo también tengo una pregunta que hacerle –contestó Susannah apretando los labios.
Lucas se dio cuenta entonces, por primera vez, de lo generosos que eran esos labios. Una vez más, Susannah trató de soltarse y dar un paso atrás. Tenía las mejillas ruborizadas de vergüenza.
–Puede usted imponerme las condiciones que quiera, señorita Langston. Seré generoso –afirmó Lucas, tenso, esperando que ella dijera una suma astronómica.
Lucas estaba dispuesto a pagar lo que fuera por su sueño. Pero ella no respondió lo que esperaba. En lugar de calcular una suma, sonrió y contestó:
–Mi sueño es para mí tan importante como el suyo lo es para usted, señor Boyd. No puedo hacer lo que me pide, bajo ningún concepto. Lamento mucho haberlo hecho perder el tiempo.
Y, sin esperar respuesta, salió del salón llevándose con ella sus sueños.
Alguien tenía que hacer de chivo expiatorio, y nadie mejor que Doc.
–Doc, ¿a qué diablos estás jugando? –preguntó Lucas por teléfono.
–Vamos, Luke, cálmate. ¿Has hablado con la señorita Langston?
–Sí, he hablado con ella, pero no está dispuesta a ser madre de alquiler. ¡Quiere quedarse con el bebé! –exclamó Lucas, horrorizado–. ¿Por qué me la has mandado?
–Ya sé que parece una locura, es cierto, pero como los dos queréis tener un hijo, pensé que… ¡Demonios!, lo siento, Luke, pero no me gustan las ideas de ninguno de vosotros dos. Esperaba que cambiarais de opinión.
–Bueno, pues lo has conseguido. Jamás me había sentido tan violento en la vida. ¿Quién es esa mujer? No la había visto nunca.
–Podrías haberla visto si no vivieras como un ermitaño. No vas ya ni a la iglesia, y mucho menos a las escasas fiestas del pueblo.
–¿Quién es? –volvió a preguntar Lucas.
–Es la bibliotecaria… vino a trabajar hace seis meses.
–¿Y por qué no se queda embarazada como todo el mundo?
–Esa misma pregunta le hice yo. Según parece, no tiene muchos candidatos.
Lucas frunció el ceño. Ella no era ninguna belleza, pero tampoco parecía hacer grandes esfuerzos por atraer al sexo opuesto, con aquella ropa que ocultaba su cuerpo, aquel peinado severo y sin maquillar. Aun así, estaban en Colorado. Y en Colorado eran escasas las mujeres solteras fuera de las grandes ciudades.
–¿Y por qué quiere tener un hijo?
–Eso no me lo dijo, solo quería información acerca de cómo quedarse embarazada –explicó Doc haciendo una pausa–. Si quieres saberlo, pregúntaselo a ella.
–¡No tiene nada que ver conmigo! –exclamó Lucas, irritado y curioso sin embargo–. Encuéntrame a una madre de alquiler, ¿de acuerdo, Doc? Estoy dispuesto a seguir adelante.
–Haré lo que pueda, pero no será fácil. Ni rápido. Por eso pensé que… bueno, déjalo. Haré lo que pueda.
–¿Qué estás leyendo? –preguntó Abby McDougal, una de las voluntarias que ayudaban a Susannah con las tareas de la biblioteca y su mejor amiga.
Susannah se sobresaltó. Se encogió de hombros y estiró un brazo, ocultando el artículo que estaba leyendo, y contestó:
–Nada importante.
–Sigues tratando de quedarte embarazada, ¿no es eso?
–¡Abby, calla! –exclamó Susannah ruborizándose y mirando a su alrededor para ver si alguien las había oído.
–Aún lo estás intentando, lo sé.
–Estoy leyendo un artículo, eso es todo.
–¿Cómo se titula?
–Alternativas.
–¡Ajá! ¡Lo sabía!
–¿Y qué? Ya lo he intentado a tu modo. Fui a hablar con el doctor Grable, pero me dijo que tenía que ir a Denver –respondió Susannah avergonzándose de decir una mentira.
Después de todo, era casi la verdad. Sin donante, tendría que acudir a Denver, a un banco de esperma.
Tras la desastrosa visita al señor Lucas Boyd, Susannah no había vuelto a la consulta del médico. No era masoquista. Prefería hacer la investigación por su cuenta. Y eso era lo que hacía. Aquel era el último de los artículos que iba a leer, antes de contactar con una clínica particular de Denver. De hecho, tenía el número de teléfono apuntado en un bloc. Solo le faltaba reunir valor para llamar.
Pero eso sería fácil, después de la visita a aquel vaquero… aquel alto, sexy y guapo vaquero. Durante la tarde de la visita, sus emociones habían sido intensas. Por un lado, Susannah se había sentido feliz pensando que aquel sería el padre de su hijo. Por otro, se sintió muy confusa cuando él afirmó que quería quedarse con el niño. Su hijo, había dicho. Ni siquiera parecía considerar la posibilidad de que fuera niña. También se había enfadado y se había sentido desilusionada al ver que él no estaba dispuesto a cooperar. Y lo había compadecido al oírle decir que había perdido un hijo. Aquel era un sufrimiento demasiado grande para cualquier hombre.
Susannah sentía curiosidad por conocer el pasado de Lucas Boyd, pero a pesar de ello había decidido no hacer preguntas. ¿Cómo explicar su interés? Así que había preferido concentrarse en su problema. No podía olvidar su deseo. Susannah adoraba su trabajo, creía en la necesidad de animar a la gente a leer, pero también quería un niño. Tener una familia, enseñar a la generación futura todas las cosas importantes que le habían enseñado a ella, conectar con el futuro…
–Susannah, tú lo que necesitas es un hombre.
–Hoy en día ya no es necesario, Abby. Puedo arreglármelas sola, sin complicaciones –respondió ella con calma, tragándose su propio miedo.
–Has debido sufrir mucho con los hombres para que hables así. Te aseguro que no son tan malos.
Susannah volvió la cabeza tratando de buscar otro tema de conversación. No quería discutir acerca de su insignificante experiencia con los hombres. La única vez en que había creído estar enamorada, él la había engañado y abandonado porque no había respondido como él deseaba. Y la había etiquetado de frígida. Susannah vio la pila de libros nuevos recién llegados y preguntó:
–¿Has visto que hemos recibido la última novela romántica de Nora Roberts?, ¿te has apuntado en la lista de espera para leerla?
–No quiero hablar de libros, Susannah. Lo que quiero hacer es…
–Buenos días, Abby, señorita Langston –las interrumpió una voz profunda.
Susannah estuvo a punto de desmayarse. No hacía falta que se diera la vuelta o que Abby saludara al recién llegado para saber quién estaba de pie, frente al mostrador.
–¡Vaya, Lucas!, ¡no te veía hacía siglos!, ¿qué estás haciendo tú en la biblioteca? –preguntó Abby con una enorme sonrisa–. ¿Conoces a Susannah…? Bueno, supongo que sí, porque si no, no la habrías llamado por su apellido.
–Hola, señor Boyd –saludó Susannah evitando mirar a Abby y notando, sin embargo, la curiosidad de su amiga–. ¿Está buscando usted alguna cosa en particular?
–Sí, Lucas, cuenta, ¿qué estás buscando? Jamás te había visto en la biblioteca.
–Bueno, Abby, en realidad lo que quiero es mantener una conversación en privado con la bibliotecaria –respondió Lucas con una enorme sonrisa.
–Ah, ¿en serio? ¡Qué interesante!
–¿Quieres atender en el mostrador mientras hablo con el señor Boyd, por favor, Abby? No tardaré mucho.
–Encantada.
–¿Quiere acompañarme a mi despacho, señor Boyd? –continuó Susannah mirando a Lucas Boyd por primera vez, y respirando hondo ante aquel hombre con tanto sex appeal.
Él asintió y dio la vuelta al mostrador, quedándose quieto y esperando a que ella lo guiara. Susannah abrió la puerta del pequeño despacho. Ojalá hubiera recogido la mesa aquella mañana. No era una maniática de la limpieza, pero tampoco quería que él se formara una mala opinión de ella. Medio riendo ante la ocurrencia, ya que al fin y al cabo le daba igual lo que pensara de ella, Susannah tomó asiento y se puso seria. Esperó a que él se quitara el sombrero y lo colgara en el perchero, y sintió un estremecimiento. Lo que tenía que decirle debía ser importante cuando se quitaba el sombrero.
–¿Quiere usted sentarse? –preguntó ella educadamente, señalando la única silla del despacho.
Lucas observó la silla con suspicacia, como si no creyera que pudiera sostenerlo. Y podía ser que tuviera razón. Él era un hombre grande, fuerte, con una sólida masa de músculos.
–Prefiero permanecer de pie. Esa silla no parece muy estable –sonrió Lucas sin esperar respuesta.
Él se giró en dirección a la pequeña ventana. Susannah sabía que solo daba al aparcamiento y a unos cuantos edificios. Detrás, lejos, se veían las montañas. La vista no era espectacular.
–¿En qué puedo ayudarlo, señor…? –Susannah se interrumpió recordando su última conversación. Por alguna razón, la pregunta le pareció inapropiada–. Es decir… ¿a qué ha venido?
Lucas se giró hacia ella, sonriendo a medias con cierto brillo en los ojos. Era evidente que comprendía por qué Susannah no había terminado la primera pregunta.
–Creo que le debo una disculpa.
–No… no entiendo por qué –respondió ella, sorprendida.
–Pues yo sí. Estaba enfadado cuando usted… por culpa del malentendido que surgió entre los dos, hace dos semanas. Creo que no me comporté como un caballero –Susannah hizo un gesto con la mano, restándole importancia, pero no dijo nada. Lucas continuó–. ¿Sabe?, había tomado una difícil decisión. Y quería seguir adelante con ella. Cuando Doc me informó de que usted venía a verme, supuse que él le había explicado mi oferta y que estaba de acuerdo. Casi podía ver a mi hijo… –Lucas se interrumpió y se volvió de nuevo hacia la ventana.
Un silencio tenso inundó la habitación, silencio que Susannah se apresuró a llenar.
–Sí, supongo que encontrarse con la solterona de la bibliotecaria también debió resultar un shock.
–Si es usted solterona en Colorado, será por elección, señorita Langston –respondió él volviéndose–. Aquí no hay muchas mujeres donde elegir, excepto en las grandes ciudades del estado.
–Pues en la biblioteca tampoco se conoce a muchos hombres –contestó ella, ruborizada.
–¿Por qué?
–Supongo que no son grandes lectores.
–No –respondió él mirándola fijamente–, no me refería a por qué no conoce hombres, sino a por qué quiere tener un hijo.
Susannah tragó, con la boca de pronto seca, y se mordió el labio inferior. No estaba dispuesta a desnudar su alma ante un extraño.
–¿Y por qué quiere tenerlo usted?
–Por las razones obvias –respondió él, sorprendido de que le devolviera la pregunta.
–Yo también.
–¡Pero esa respuesta no me sirve para nada! –exclamó él, frustrado.
–Es la misma que me ha dado usted.
–Sí, pero yo soy…
–¿Un hombre? –preguntó ella, terminando la frase.
–Así que me enfrento a una feminista, ¿es eso? –preguntó él con una sonrisa que lo hacía aún más atractivo.
–Se enfrenta usted a una mujer educada y culta, señor Boyd –respondió ella tomando un lápiz y comenzando a golpear un bloc de notas sobre la mesa, para evitar mirarlo–. No estoy dispuesta a aceptar estereotipos y limitaciones solo por mi condición de mujer.
–No se parece usted nada a Beth –rio él de mala gana.
–¿Beth? –preguntó ella, sospechando a quién se refería.
–Mi esposa. Ella… ella y mi hijo murieron durante el parto –murmuró él apartando la mirada–. Hace tres años –añadió, tragando saliva emocionado.
–Lo siento. No, probablemente no me parezca nada a ella.
–Ella era menudita… dulce y guapa –continuó Lucas con un tono de voz soñador y triste que inmediatamente cambió por otro más firme–. Y siempre estaba de acuerdo conmigo.
–Bien, eso lo confirma. Definitivamente, no soy como Beth –afirmó Susannah, dispuesta a terminar con aquella conversación–. Le agradezco mucho la disculpa, pero no era necesaria –añadió Susannah poniéndose en pie.
–¡Espere! Yo… aún no me ha explicado por qué quiere tener un hijo.
–Ni usted a mí.
–¡Le he hablado de Beth y de mi hijo! –exclamó él. Al ver que ella no respondía, añadió de mal humor–: ¡Estoy tratando de llegar a una solución!
–¿Qué?
–Bueno, es que… no hay muchas… Doc ha sido incapaz de encontrarme una madre de alquiler –explicó al fin Lucas mirándola como si esperara de ella una respuesta, cuando Susannah no tenía nada que decir–, y me preguntaba si… si tendría que contratar a alguien para cuidar de mi hijo cuando nazca.
¿Por qué iba el señor Boyd a preguntarle a ella algo así… a menos que creyera que podía interesarle el puesto?, se preguntó Susannah. Ella se encogió de hombros y contestó:
–Sí, pero yo no estoy buscando trabajo. Tendrá usted que contratar a una niñera.
–¿Por qué? Usted podría tener al niño, y yo contrataría sus servicios como niñera. El niño recibiría los mejores cuidados del mundo, lo cuidaría su propia madre –explicó Lucas sonriendo y relajándose, como si por fin hubiera expuesto su caso.
–¿Y me iría a casa por las noches? –preguntó Susannah.
–Sí, yo podría encargarme de todo por las noches. Después de todo, sería su padre.
–Y los vecinos pensarían que he tenido un hijo suyo, probablemente a consecuencia de una aventura pasajera, y que se lo he cedido y usted me ha contratado como niñera.
–¡No me importa en absoluto qué piensen los vecinos! –gritó Lucas.
–Puede que a usted no, pero eso puede hacer daño a su hijo. ¿Le importa su hijo?
–¡Por supuesto que sí!, ¡por eso justamente estamos en este lío! –exclamó Lucas. Susannah se acercó a la puerta, pasando por delante de él, y agarró el picaporte–. ¡No abra esa puerta! –ordenó Lucas, convencido de que ella iba a obedecer.
–Señor Boyd, está usted aquí de visita. No puede darme órdenes –añadió Susannah abriendo–. Gracias por pasar a saludar.
Lucas la observó como si ella le hubiera dado una bofetada. Finalmente dio un paso adelante y se acercó a ella, diciendo:
–¿No va usted siquiera a considerar mi oferta?
–No, gracias.
–Pero los dos conseguiríamos lo que queremos.
–No, señor Boyd. Usted conseguiría lo que quiere. Yo me quedaría con las migajas, ni siquiera con un trozo de la tarta. Y perdería mi buena reputación. ¿Le parece a usted que eso es conseguir lo que quiero?
Susannah vio a Abby mirarlos a uno y a otro, y se arrepintió de haber sido tan cabezota y haber abierto la puerta. Lucas seguía mirándola como si aún esperara una explicación. Pero en lugar de dársela, Susannah se quedó mirándolo, agarrándose a la puerta. Esperaba que él no se diera cuenta de que estaba a punto de desmayarse. Finalmente, cuando estaba convencida de que no podría aguantar mucho más, él agarró el sombrero y se lo puso de mal humor, saliendo a pasos agigantados del despacho sin despedirse siquiera.
–¿Qué demonios ha pasado? –preguntó Abby en dirección a Susannah, una vez que ella llegó de nuevo al mostrador.
–Te quiero, Abby –suspiró Susannah–, pero no voy a discutir esto contigo. Es privado –añadió haciendo un esfuerzo por sonreír, a pesar de sentir deseos de llorar.
–De acuerdo –convino Abby, asustada, viéndola tan vulnerable–. ¿Por qué no vuelves al despacho y trabajas un poco con los pedidos? Yo me ocuparé de todo aquí.
Susannah dijo gracias con un murmullo y corrió al despacho. Cerró la puerta y se sentó de nuevo en la silla. Estupendo, él había invadido también su lugar de trabajo. Un solo encuentro, y Susannah había tenido problemas para sacarse a Lucas Boyd de la cabeza. Había sido un error creer por un momento que él podía ser el padre de su hijo.
Pero por estúpida que fuera la idea, Susannah había soñado con la posibilidad de concebir un hijo al estilo tradicional, como decía el doctor Grable. Era una extraña fantasía para una mujer supuestamente frígida. Aquellas intensas fantasías y sueños la habían debilitado, haciéndola más vulnerable… haciéndola anhelar algo que sabía que no podría tener nunca.
La descripción de Lucas de su mujer y su tono de voz, teñido de amor, la había hecho sentir un vacío en su propio corazón. ¿Por qué no había encontrado ella a un hombre que la amara como él amaba a su mujer?, ¿por qué seguía sola?
Y lo más importante: ¿por qué resultaba tan difícil tener un hijo sola, para deshacerse de una vez por todas de su soledad? Susannah se había enfrentado al hecho de que, en parte, su deseo de tener un bebé era un deseo egoísta. Pero también sabía que cuidaría y amaría a su hijo, que se preocuparía por él, como una buena madre.
Su hijo. El hijo de Lucas. Pero no podía ser el mismo niño, a pesar de aquella ingeniosa propuesta. Jamás funcionaría.
Podía funcionar. Simplemente con que aquella mujer no se mostrara tan difícil. Al fin y al cabo, le estaba ofreciendo lo que quería. Lucas recordó en silencio las palabras de Susannah. Bueno, casi. ¿Acaso no podía conformarse con la propuesta que le había hecho? El deseo de sostener a su hijo en brazos le resultaba irresistible. Podía verse a sí mismo enseñándoselo todo acerca del rancho, compartiendo el pasado y el futuro. Lucas lo amaría igual que había amado a Beth y al bebé que ella le había dado. Con todo su corazón.
Lucas se sentó al volante de la camioneta y tamborileó con los dedos. ¿Qué hacer? Doc no parecía muy convencido de que fuera a encontrar a nadie dispuesto a satisfacer sus deseos. El viejo le había sugerido que fuera a Denver a buscar a una pobre mujer que necesitara dinero desesperadamente. Pero Lucas no deseaba que la madre de su hijo fuera una mujer cualquiera de la calle. La madre de su hijo debía ser una mujer fuerte, saludable.
De pronto Lucas rio, sorprendiéndose a sí mismo. No podía decirse que la señorita Langston fuera débil. Ni dócil. Ni agradable. Además, era alta. Con Beth, Lucas había estado preocupado por sus futuros hijos. Ella era tan menudita… ¿Qué habría ocurrido si…? Pero pensar en ello era como traicionar su amor. No obstante…
Lucas arrancó. No estaba dispuesto a pensar esas cosas. De todos modos, ya no importaba. Beth estaba muerta. Ya no tendrían más hijos juntos.
Al frenar delante de un semáforo, Lucas se dio cuenta de que estaba a media manzana de la consulta de Doc. Iría a verlo y le contaría la última conversación mantenida con la desagradable señorita Langston.
–¿Que has hecho qué? –preguntó Doc con una expresión cómica, tras revelarle Lucas los detalles de la conversación.
–Acabo de decírtelo. Le ofrecí…
–Ya te he oído. ¡Dios mío, hijo!, ¿pero es que no tienes sentido común?
–¿Qué tiene de malo mi oferta? Ella consigue tener un niño y cuidarlo, y encima le pago.
–¿Y qué te respondió? –sonrió Doc.
–Ni siquiera se ha parado a considerarlo.
–No me sorprende.
–Entonces, ¿por qué me sugeriste hablar con una mujer tan desagradable?
–¿Desagradable?, ¿Susannah Langston, desagradable? Todo el mundo la quiere. Es paciente con las personas mayores, cariñosa y amable con los niños, y extremadamente capaz en su trabajo. ¿Qué tiene de malo?
–Pues conmigo no ha sido ni amable, ni cariñosa, ni paciente –se quejó Lucas.
–¿Y tú?, ¿fuiste tú alguna de esas cosas con ella?
–¡Demonios, no! Acabo de conocerla.
–Entonces, ¿por qué esperas que ella lo sea?
–Ya estás dándole la vuelta a la tortilla, igual que ella –se quejó de nuevo Lucas frunciendo el ceño.
–Lucas, eres un niño malcriado. Llevas ocho años dando órdenes en el rancho, y esperas que todo el mundo te obedezca. Tu mujer era dulce y guapa, pero habría saltado de un puente si tú se lo hubieras pedido. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te negó algo?
–Hoy –contestó Lucas, serio.
–Exacto, por eso te molesta que ella no vea las cosas del modo en que las ves tú.
–Está bien, está bien –contestó Lucas poniéndose en pie de un salto y caminando de un lado a otro de la consulta–, quizá no sea tan buen trato para ella, pero… pero Doc, yo necesito un hijo –susurró con la cabeza gacha–. Necesito una razón para seguir adelante, para alzar la vista al frente.
–Lo sé, hijo, lo sé –afirmó el doctor Grable poniéndose en pie y agarrando a Lucas por los hombros–, por eso voy a ayudarte.
Cómo? –preguntó Lucas con voz ronca.
Su intención no había sido la de derrumbarse delante de Doc ni, para el caso, delante de nadie. Lucas estaba nervioso, ansioso por calmarse y retomar el control.
–Es sencillo, cásate con ella –contestó el doctor.
–No puedo hacer eso, Doc, ¡y tú lo sabes! –respondió Lucas, perplejo, pensando que el médico se había vuelto loco.
–Por supuesto que puedes.
–No, no puedo –negó Lucas–. No puedo permitirme… ¡yo quería a Beth!
–Ya sé que la querías, hijo, pero eso no significa que no puedas volver a casarte. Muchos hombres lo hacen –comentó Doc volviendo a su sillón–. Ven, siéntate, hablemos de ello.
–¡No! Cuando perdí a Beth y al bebé, juré que nunca más… ¡No puedo hacerlo, Doc! –volvió a negar Lucas apretando los dientes, llorando a pesar de creer que ningún hombre debía llorar, y menos en público.
–Aquel año lo pasaste mal –comentó Doc con calma–. Después de todo, tu padre también había muerto hacía unos meses. Y tu amigo Billy murió en un accidente de tráfico en Denver. Fueron tiempos duros para ti –comentó Doc. Lucas sacudió la cabeza y miró por la ventana. Últimamente, no hacía más que mirar por la ventana–. Escucha, todo eso no importa. No te estoy pidiendo que te enamores de la señorita Langston, solo te pido que te cases con ella.
Lucas se dio la vuelta y se quedó mirando a Doc. Si antes había creído que se había vuelto loco, en ese momento estaba por completo seguro.
–Vamos, Doc, si ni siquiera ha considerado la oferta que le he hecho hoy. Si voy y le cuento esa nueva idea, me dará con la puerta en las narices.
–¿Por qué?
–¿Que por qué? ¡Ninguna mujer se pararía siquiera a considerar una proposición de ese tipo! ¡Es un insulto!
–Pues yo estoy completamente convencido de que hay más matrimonios de conveniencia que matrimonios por amor. Desde un punto de vista práctico, sería ideal para satisfacer todas las expectativas de los dos.
–No veo cómo –contestó Lucas escuchando atentamente y tomando asiento frente a Doc.
–Tú consigues un hijo y alguien que lo cuide –comenzó diciendo Doc, mientras alzaba un dedo por cada razón que iba señalando–. Y sin cotilleo. Ella consigue el hijo que quiere y alguien que los apoye a los dos. Y sin cotilleo.
Desde ese punto de vista, la idea de Doc parecía de lo más simple. Pero Lucas estaba convencido de que ninguna mujer lo vería bajo ese punto de vista.
–No creo que la señorita Langston esté de acuerdo contigo. De hecho, estoy convencido de que no lo estaría. ¡No ha dado su brazo a torcer en nada de lo que yo le he dicho!
–Quizá no hayas sabido acercarte a ella. Tienes que hacerlo de un modo romántico, sacarla a cenar…
–¡Espera un minuto! –exclamó Lucas saltando de la silla e interrumpiéndolo, antes de que pudiera terminar–. ¡Dijiste que nada de romances!
–No, dije que nada de amor. Pero a las mujeres les gustan los romances. Ya sabes: flores, regalos… Sólo te costaría un poco de dinero, y tenerlo siempre presente.
–No pienso dejar que se haga falsas ilusiones –musitó Lucas sin darse cuenta de que, con esa frase, parecía haber accedido–. ¡Aún no he dicho que sí! –se apresuró a añadir.
–Piénsalo, hijo. Tú piénsalo.
Susannah se recobró en pocos minutos. Era una estupidez desear lo que no podía tener. Había aprendido la lección tiempo atrás, mientras observaba a las bellas y menuditas rubias como Beth Boyd hacer el papel de reinas de la fiesta y ella, menos afortunada, se quedaba en casa esperando a que sonara el teléfono.
No era ninguna sorpresa que Lucas Boyd siguiera enamorado de su difunta mujer. Ni que llorara aún por su hijo. Su dolor había vuelto a conmoverla. Comprendía perfectamente por qué quería tener otro hijo, por mucho que él no comprendiera, en cambio, las razones de ella. Pero exactamente igual que él, no podía rendirse y abandonar su sueño.
Susannah se encogió de hombros y descolgó el teléfono. Estaba decidida a tener un hijo. Marcó el número anotado en el bloc. Tras una conversación con una clínica de fertilización de Denver, se sintió un poco mejor.
La vida era extraña. Lucas Boyd tenía todo lo que ella deseaba. Pero aun así, él no se sentía mejor que ella. De hecho, su situación era peor porque ni siquiera podía concebir un hijo.
Nada más salir del despacho, Abby escrutó su rostro preocupada.
–Estoy bien –comentó Susannah con una sonrisa.
–Si Luke te ha insultado o te ha hecho daño de algún modo, dímelo. Yo lo quiero mucho, pero no pienso tolerar que te falte al respeto.
Susannah rio. Abby, por lo general tan serena, parecía alterada, apretaba los labios. Habría sido divertido verla hacer reproches a Lucas Boyd. Pero no iba a mentir.
–No me ha hecho nada, Abby. Ha sido solo un malentendido. Simplemente vino a ofrecerme disculpas.
–¿Y esas disculpas te han hecho llorar? –preguntó Abby, escéptica.
–Es que… me da pena de él. Es tan triste eso de que su mujer y su hijo murieran…
Abby no pareció muy convencida, pero tampoco hizo más preguntas. Por desgracia, tuvo que ponerse a hablar precisamente del tema que Susannah tenía más interés en evitar, aparte del de Lucas Boyd.
–¿Qué vas a hacer con el tema del niño?
–Exactamente lo que había planeado. He llamado a una clínica en Denver; tengo cita el próximo viernes para un primer análisis preliminar.
–¿Y vas a cerrar la biblioteca?
–No, esperaba convencerte a ti y a otra voluntaria para que me sustituyerais. ¿Querrás, Abby, por favor? No quiero esperar más.
Los viernes eran de los días de más trabajo en la biblioteca, pero Susannah no quería esperar. De hecho, ya que precisamente ese día era viernes, aún tendría que esperar una semana entera. Siete largos días. ¿Y si descubría que no podía tener niños? El panorama sería tan negro como el de Lucas Boyd.
Pero debía dejar de pensar en ese hombre. Aunque era más fácil decirlo que hacerlo. Él habría podido ser el príncipe azul, el sueño de muchas mujeres. Pero era un engreído. Era de esos hombres que creen que las mujeres deben andar por ahí descalzas y preñadas.
–Sigo pensando que aún podrías encontrar a un hombre al que le interesara casarse. Solo tendrías que hacer un pequeño esfuerzo –insistió Abby–. ¿Vas a venir mañana por la noche a la fiesta?
–No creo, Abby. No sé bailar, y no tendré tiempo para cocinar nada.
–Yo prepararé algo por ti. Haré dos tartas. Me prometiste que vendrías a la próxima reunión –comentó Abby, decidida a convencerla–. Es lo justo si quieres que te sustituya el viernes que viene.
–¡Eso es chantaje, Abigail!
–Sí, ¿y qué? ¿Me dará resultado?
–Bueno, supongo –accedió Susannah recordando que había hecho una promesa y que necesitaba su ayuda en la biblioteca–. Pero yo cocinaré.
–Como quieras. En realidad, yo jamás he preparado nada que no sea tarta. Si llevas una de las mías, todo el mundo se dará cuenta. La gente pensará que no sabes cocinar, y así jamás pescarás marido.
–¡Abby! Voy a la fiesta para hacer vida social, no a pescar marido. He tomado una decisión –añadió Susannah tratando de dejar clara su posición.
–Por supuesto, Susannah –confirmó Abby, irónica–. Eso era exactamente lo que quería decir. Será mejor que me vaya a casa si es que quiero tener lista la tarta para esta noche. No te quedes trabajando hasta muy tarde tú tampoco, ¿de acuerdo?
–No, tranquila –contestó Susannah pensando en todo lo que tenía que hacer: preparar un postre para la reunión de la iglesia de aquella noche y hacerse a la idea de lo que iba a hacer el viernes de la semana siguiente.
–Ah, y ponte tu vestido más bonito esta noche, no lo olvides –recomendó Abby deteniéndose un momento en el dintel de la puerta, antes de salir.
–¡Abby!
Abby jamás se daba por vencida. Estaba convencida de que, algún día, un hombre se vería atraído hacia su amiga. Tenía más fe que Susannah, pero resultaba muy reconfortante.
Lucas se observó delante del espejo. Desde el momento de tomar la decisión de contratar a una madre de alquiler, había pasado más tiempo delante del espejo que en los últimos tres años. ¿Iba correctamente vestido? Los vaqueros estaban limpios, la camisa planchada. El abrigo de sport, aunque antiguo, aún le sentaba bien. Beth lo había escogido para él.
Lucas acarició la solapa, volviendo nuevamente a pensar en su difunta mujer. Habían permanecido casados poco más de un año. Ella era diez años más joven que él, casi una niña, cuando se enamoraron. La familia de ella vivía en una granja cerca de la ciudad. A Beth le encantaba el rancho, la casa grande, y el hecho de tener tanto dinero para gastar.
Eso era lo que más echaba de menos, su forma de disfrutar de la vida. El padre de Lucas había estado enfermo durante dos años, hasta hacerle olvidar cómo sonreír. En cambio, cuando Beth apareció en su vida, era como si el sol brillara constantemente. Los últimos tres años, por el contrario, los había vivido en plena oscuridad.
Bien, aquella noche asistiría a una fiesta. Doc lo había persuadido para que probara su idea. Lucas no estaba del todo convencido de que pudiera hacerlo, pero comprendía que tenía sentido. Se apartó del espejo, su aspecto no tenía importancia. Ni sus recuerdos. Lo que necesitaba era ser práctico. Al entrar en la cocina, vio a Frankie fregando el suelo.
–¿Has preparado un postre para que lo lleve esta noche?
–Sí, jefe, pero ya sabes que no hace falta que lleves nada. Son las mujeres las que tienen que llevar algo –contestó Frankie mirándolo de arriba abajo.
–¿Qué le pasa a mi aspecto?
–Nada, estás muy elegante –rio Frankie.
–Cuidado, amigo, o le diré a la señorita Appleworth que estás deseando que te haga compañía.
Frankie se echó a temblar. La señorita Appleworth, que había estado casada cinco veces, era famosa por el interés que se tomaba en los vaqueros.
–Si esa mujer viene a por mí, me largaré del condado en menos que canta un gallo, jefe. Y entonces no tendrás quien te cocine ni te limpie la casa.
–Está bien, tienes razón. Hasta mañana –se despidió Lucas recogiendo la ensalada de patata que Frankie había preparado.
Al menos había logrado escapar sin que su sirviente comentara nada acerca del hecho de que iba a asistir a una fiesta. Lucas esperaba hacer su entrada sin llamar la atención. Por eso había decidido llegar un poco tarde, para que todo el mundo estuviera bailando y charlando, figurándose que de ese modo nadie lo vería ni notaría su presencia.
Pero al contrario todo el mundo volvió la vista hacia él. La música había cesado, y todos se acercaron al unísono a saludarlo. Era como si Lucas hubiera estado invernando durante un siglo entero.
–¡Luke!, ¡cuánto me alegro de verte! No sabía que ibas a aventurarte a salir de casa –comentó un vecino.
Otro comenzó a hablar de la última vez que lo había visto, pero tuvo que interrumpirse al recordar que había sido con ocasión del funeral de Beth y del bebé. Un tercero se apresuró a comentar entonces los problemas del rancho. Una anciana mujer le quitó la ensaladera de las manos con una enorme sonrisa, y por último Doc lo agarró del brazo y lo llevó al salón.
Lucas deseó escapar exactamente en la dirección opuesta. Aquella noche todo el mundo hablaba a hurtadillas acerca de él. Y él tenía mucho que pensar. Doc parecía comprender cómo se sentía.
–Has hecho bien viniendo, hijo. El primer paso es el más difícil. Ella ya está aquí, y está realmente guapa. ¿La ves? En el otro extremo del salón, con Abby.
Lucas la vio. Susannah Langston estaba guapa de verdad. Llevaba una blusa que se ajustaba a las curvas de su silueta, algo que sorprendió a Lucas, y una falda con vuelo. Tuvo que reconocer que estaba equivocado. Susannah no tenía los tobillos gordos. De pronto comenzó de nuevo la música.
–Ve y sácala a bailar –recomendó Doc alentándolo con un susurro.
–Pero si acabo de llegar, Doc.
–No importa, es tarde ya.
Lucas volvió la cabeza y observó al vaquero que sacaba a bailar a la bibliotecaria. Max Daingerfield era un hombre nervioso, y siempre se consideraba el alma de las fiestas. A veces resultaba demasiado animado para el resto de los asistentes. Lucas apretó los dientes, y observó a Max deslizar un brazo por la cintura de Susannah y estrecharla. Pero enseguida se relajó, en cuanto vio a la dama quitar la mano del vaquero de su cadera y dar un paso atrás, haciéndole un educado comentario. Al menos Susannah no se mostraba más complaciente con Max de lo que se había mostrado con él.
–Eh, Lucas, he oído decir que te has comprado un semental nuevo –comentó un vecino.
Lucas se vio enseguida envuelto en una conversación acerca de ranchos, y casi llegó a olvidar el motivo por el que había acudido a la fiesta.
–¿Pero es que no vas a bailar con ella? –susurró al fin Doc, tirando de Lucas para llevarlo aparte.
–¿Qué dices, Doc? –preguntó Joe Springer, de pie al lado de Lucas.
–Solo le sugería a Luke que baile un poco. Si aún recuerda cómo se hace.
–Bueno, supongo que es una de esas cosas que no se olvidan nunca –rio Joe–. Como montar en bicicleta.
Lucas no tenía ganas de seguir la recomendación de Doc, pero se había prometido a sí mismo darse una oportunidad. Observó el salón y vio a Susannah abandonar la pista de baile con otra pareja distinta. ¿Es que había estado todo el tiempo bailando?, ¿qué necesidad tenía de encontrar un donante si podía escoger entre tantos hombres? Aquella idea no lo hizo muy feliz. Lucas atravesó el salón y se detuvo ante ella.
–Buenas noches, Susannah. ¿Quieres bailar?
–Gracias, pero creo que esta noche ya he pisado bastantes pies –sonrió ella con cierta frialdad.
Lucas no podía creer que ella lo rechazara. La música comenzó a sonar de nuevo y él la tomó de la mano, diciendo:
–Creo que mis pies podrán soportarlo.
–Señor Boyd, no quiero bailar con usted –susurró ella mientras él tiraba de su mano.
–Sí, ya me lo he figurado cuando me ha rechazado la primera vez, pero ahora mismo no puedo dejarla marchar. Sería demasiado violento para mí. Todos nos miran. Por eso creo que va a tener que bailar conmigo le guste o no.
–Nos están mirando –afirmó Susannah.
–Lo sé. Por desgracia para usted, es la primera vez que bailo con alguien desde… desde hace mucho tiempo. Por eso es por lo que no puedo aceptar una negativa. Lo siento.
Lucas había hablado en tono severo, pero ella no pareció tomárselo a mal. Susannah puso una mano tímidamente sobre su hombro y él comenzó a moverse al ritmo del vals.
–No voy a comérmela –comentó él estrechándola más cerca.
–No pensaba que lo hiciese, simplemente no me gusta bailar tan abrazada –lo informó ella.
–Lo sé –sonrió Lucas–. La he visto apartarse de Max.
–¿Es amigo suyo? –preguntó Susannah echando la cabeza hacia atrás para ver su sonrisa.
–No.
–Ah.
Ninguno de los dos habló durante los siguientes minutos. Lucas notó que ella tenía la cintura muy estrecha, que encajaba perfectamente en sus brazos, y que le llegaba exactamente por la mejilla. E incluso notó lo bien que olía. Igual que la primavera en las montañas.
Beth llevaba siempre un perfume muy fuerte, demasiado sofisticado para… bueno, pero se había prometido a sí mismo no volver a pensar en Beth. Al menos, aquella noche.
–De momento, aún no ha conseguido usted pisarme –musitó Lucas tirando muy ligeramente de ella para acercarla, de modo que sus pechos le rozaran el torso cuando se movían.
Inmediatamente, Lucas sintió que todo su cuerpo se tensaba. De pronto fue muy consciente de que él era un hombre y… y Susannah una mujer muy deseable.
–Sí, ha tenido usted suerte –comentó ella casi sin aliento, como si acabara de correr en una carrera.
–¿Está cansada? –preguntó él con el ceño fruncido, preguntándose si ella podría tener un hijo estando en tan mala forma, a pesar de su aspecto.
–No, estoy bien –declaró ella dando un paso atrás–. Además, la canción ha terminado.
–Contando los minutos, ¿eh? Quizá debiera comunicarle que hay muchas mujeres aquí, deseosas de bailar conmigo –comentó Lucas, engreído, sintiéndose herido en su orgullo.
–¿Y cómo lo sabe, señor Boyd? –preguntó ella alzando la barbilla y mirándolo a los ojos–. Según acaba de decir, es la primera vez que baila en muchos años. Quizá la gente haya cambiado de gusto.
–El dinero jamás pasa de moda, Susannah –rio Lucas con cinismo–, estoy a salvo.
–¿Es esa la razón por la que Beth se casó con usted? –preguntó Susannah abriendo la boca, asustada ante lo que acababa de decir–. Lo siento, no debería… me he dejado llevar por el mal humor… lo siento –Lucas se puso tenso, pero el hecho de que Susannah se disculpara inmediatamente lo calmó, haciendo imposible que desatara su mal humor. Apretó los dientes y continuó bailando. Al poco rato, Susannah insistió–: Señor Boyd, he sido muy descortés. Estoy segura de que su esposa lo quería mucho. Yo…
–Usted no sabe nada acerca de Beth, señorita Langston, así que guárdese sus comentarios.
Y eso fue lo que hizo Susannah.
La pareja rodeó la pista, el uno en brazos del otro, sin hablar. Lucas lamentó haberle dirigido aquel duro reproche, pero seguía enfadado. Cuando la música terminó, el presentador, Red Jones, se acercó al micrófono.
–Agarren a sus parejas, amigos, y diríjanse a las mesas. ¡La comida espera!
Susannah actuó como si no hubiera oído aquellas palabras. Se apartó de Lucas igual que si abandonara el coche aparcado en la calle.
–¿Es que no ha oído lo que ha dicho el presentador?
–Me he figurado que era solo una sugerencia, no una orden.
–Bueno, pues nosotros vamos a seguirla, sea lo que sea. Tú vienes a cenar conmigo –afirmó Lucas, serio, tirando de ella, y tuteándola por primera vez.
–Señor Boyd –contestó ella deteniéndose–, tiene usted la mala costumbre de dar órdenes y esperar que todo el mundo las cumpla. Por si no se había dado cuenta, el servilismo no está de moda. Y tampoco lo está eso de controlar a una mujer en público. Y ahora, si me disculpa.
Susannah se soltó el brazo de una sacudida y caminó graciosamente en dirección al extremo opuesto del salón, hacia la mesa en la que estaba Abby.
Todo el mundo se apresuró a las mesas, de modo que Lucas pensó que nadie se daría cuenta de que su pareja lo había abandonado. A pesar de todo, se enfadó. Con toda naturalidad, se acercó a un grupo de hombres que charlaban y se unió a ellos. Pero continuó vigilando a Susannah Langston por el rabillo del ojo. Y esa debió ser, probablemente, la razón por la que no vio aproximarse a Abby.
–Lucas Boyd, quiero hablar contigo.
–Oh, Luke –comentó Joe–, será mejor que vayas con pies de plomo. Abby viene en pie de guerra.
–¡Cuidado, que os he cambiado los pañales a todos! –exclamó Abby mirando a los cuatro hombres y tomando a Lucas del brazo para llevarlo hacia la puerta.
–¿Qué ocurre, Abby?
–Espera a que estemos fuera. No quiero que nadie nos oiga.
Los dos salieron fuera del edificio, a aquella noche de octubre clara y fresca. Tras pasar unos cuantos coches aparcados, Abby se volvió hacia él.
–¿Qué le has dicho a Susannah para herirla así?
–¿Yo? ¡Fue ella la que dijo algo inapropiado! ¡Demonios, dijo que Beth se había casado conmigo por dinero, Abby! –exclamó comprendiendo que aquel comentario lo había afectado más de lo que creía.
–Susannah jamás haría algo así, Luke. ¡Pero si ella es una persona amabilísima, terriblemente dulce…!
–Estoy harto de que todo el mundo diga lo mismo. Conmigo no es ni amable ni dulce –respondió Lucas cruzándose de brazos.
–Pues debes haberle dicho algo realmente desagradable para que haya tratado de herirte. ¿Qué le dijiste?
–Le pedí que bailara. ¿Es eso un crimen?
–No, pero le has debido de faltar en algo que…
–Abby, esto es ridículo. Yo no he hecho nada.
–Y entonces, ¿qué querías de ella? Ayer, cuando viniste a la biblioteca, también hiciste algo que la molestó. Casi se echó a llorar.
Lucas estaba muy nervioso, entre los planes de futuro y aquella sorprendente aparición entre sus vecinos en una fiesta. De pronto no pudo seguir soportando los reproches de Abby ni un segundo más, y dijo de mal humor:
–Quería que tuviera un hijo mío, Abby. ¡Eso era lo que quería!
Por desgracia, otras parejas habían salido a la calle para tomar el aire fresco. Y todos se quedaron helados al oír aquellas palabras. De pronto, muchos se apresuraron a entrar otra vez, ansiosos por ser los primeros en dar la noticia recién descubierta.