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HAY SECRETOS QUE NO PUEDEN GUARDARSE PARA SIEMPRE Y MENTIRAS QUE LLEVAN A ERRORES IRREPARABLES. Cassidy, Olivia y Naomi son tres niñas que, unidas por su fascinación por la magia, pasan el verano vagando por el bosque, imaginando un mundo de ceremonias y rituales. Hasta que un día, Naomi es atacada en uno de esos paseos, pero sobrevive a pesar de recibir diecisiete puñaladas. Las tres se convierten en testigos clave para identificar al agresor. Gracias a esto, la policía logra atrapar y enviar a la cárcel a un asesino en serie buscado por matar a otras seis mujeres. Pero treinta años después de convertirse en heroínas las cosas dan un giro inesperado. Un secreto cuidadosamente guardado sale a la luz y revela la verdad de lo que sucedió ese día en el bosque. UN THRILLER OSCURO QUE HIELA LA SANGRE.
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Seitenzahl: 522
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Lo que el bosque esconde
Agradecimientos
Notas
Titulo original inglés: What Lies in the Woods.
© del texto: Kate Alice Marshall, 2023.
Esta edición ha sido publicada gracias a un acuerdo con Flatiron Books
a través de International Editors & Yáñez› Co. Barcelona.
Todos los derechos reservados.
© de la traducción: Borja Folch, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición: junio de 2025.
REF.: OBDO493
ISBN: 978-84-1098-352-6
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA TODAS LAS CHICAS ATREVIDAS
QUE BUSCAN MAGIA EN EL BOSQUE
Las niñas pequeñas tienen una naturaleza soñadora.
Nosotras éramos incapaces de contenerla. Volvía mágica la lluvia y convertía el bosque en un templo. Corríamos por senderos estrechos, con el pelo alborotado por el viento a nuestras espaldas, y fingíamos que los escuálidos abetos y las tsugas seguían formando los antiguos bosques que la industria había destrozado hasta reducirlos a astillas. Nos transformábamos en guerreras, en reinas, en diosas. Con hojas de helecho y dientes de león, preparábamos cataplasmas y pociones y cantábamos conjuros a los árboles. Nos poníamos nombres nuevos: Artemisa, Atenea, Hécate. Las conversaciones eran en clave, nuestras cartas estaban llenas de complejos mensajes cifrados y nos enseñábamos unas a otras el significado de las piedras.
Bajo un dosel de ramas cubiertas de musgo, enlazamos nuestras manos y nos prometimos lealtad para siempre: una eternidad que solo anida en los corazones de quienes son demasiado jóvenes para saber lo que hacen.
Nuestra eternidad terminó con el verano. Terminó con un grito y el calor estremecedor de la sangre, y dos niñas que salieron trastabillando a la carretera.
Según contó Leo Cortland, al principio pensó que aquel sonido era de algún tipo de pájaro o animal. Su perra de aguas levantó las orejas y ladró una vez, mirando fijamente hacia los árboles.
La verdad es que supo en el acto que el chillido lo había proferido una niña. La historia que relató fue una manera de explicarse a sí mismo por qué había permanecido tanto tiempo inmóvil. Por qué, cuando la perra se abalanzó hacia el ruido, la retuvo, enrollando la correa con el puño. Por qué estaba empezando a darse la vuelta para alejarse de allí cuando las niñas salieron a trompicones del bosque, ambas gimoteando con los ojos desorbitados y la ropa empapada de sangre oscura.
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Leo, todavía en estado de shock, todavía urgido por las ganas de escaparse.
Una niña temblaba y negó con la cabeza, abrazándose a sí misma, pero la otra habló, con la voz hueca y ausente.
—Había un hombre —respondió—. Tenía un cuchillo.
—¿Estáis heridas? —preguntó Leo, deseando llevar su pistola consigo, deseando que su perra alguna vez hubiera supuesto una amenaza para algo que no fueran sus zapatos.
—No —dijo la niña. Cuando refirió los hechos, Leo se entretuvo en esta parte. En el modo en que ella lo traspasaba con la mirada, como si no hubiera más que un fantasma detrás de sus ojos—. Pero nuestra amiga está muerta.
Esta era la única parte del relato que fue de Leo y de nadie más que Leo; luego, la historia pasó a ser de todos y cada cual encontró una parte distinta que contar una y otra vez, puliéndola sin cesar. Unos hablaban de la valentía de las dos que salimos trastabillando a la carretera en busca de ayuda y, a pesar de la turbación, dimos la descripción que conduciría al arresto del agresor. Otros se centraban en el propio monstruo, fascinados por su maldad y su brutalidad, los rincones oscuros de su alma.
Nuestros padres siempre hablaban del momento en que se enteraron de que tres niñas se habían internado en el bosque y solamente habían regresado dos. Intuyeron de inmediato que se trataba de sus hijas porque vivían en un pueblo pequeño y sabían cuánto nos atraía lo silvestre y que recorríamos las veredas de los ciervos y buscábamos huellas de unicornio junto al riachuelo.
Sabían que las tres nos habíamos ido al bosque, pero no qué dos habíamos regresado.
Otros hablaban del muchacho que encontró a la última de nosotras. Cody Benham caminaba por el bosque con la partida de búsqueda, tres docenas de hombres y mujeres, en su mayoría armados, todos muy furiosos. Divisó la pequeña figura despatarrada sobre el tronco putrefacto de un árbol caído, como si hubiera intentado encaramarse a él con sus últimas fuerzas. La lluvia corría sobre ella, regueros de agua teñida de sangre trazaban líneas hasta la punta de sus pálidos dedos.
De entrada, no gritó para avisar. Cayó de rodillas, sin aliento. Apoyó la cara en su fría mejilla.
La niña curvó los dedos contra la corteza del tronco.
Hay quienes hablan sin parar del milagro que supuso que sacaran del bosque a aquella chiquilla que aún respiraba. Recuerdan las imágenes de televisión, la niña en una silla de ruedas con una cicatriz en la mejilla retorcida como el nudo de un árbol y el modo en que asintió con la cabeza cuando el fiscal le preguntó si el hombre que la había herido estaba presente en la sala.
Repitieron la historia una y otra vez, hasta que creyeron que era suya.
Nosotras tratamos de olvidar. No contamos la historia.
No la verdadera.
Nunca jamás.
Procuré mostrarme atenta mientras la pareja que tenía enfrente hojeaba la carpeta de fotografías, murmurando con admiración. Era una buena señal, salvo por la tensión que revelaban los hombros de la futura novia y la manera en que sus ojos se desviaban hacia mi cara cuando creía que no la estaba mirando.
Mi teléfono, boca abajo sobre la mesa, vibró. Pulsé el botón para silenciarlo sin contestar, resistiendo el impulso de comprobar quién me llamaba.
—Tu portafolio es realmente impresionante —dijo la novia, jugueteando con el borde de su servilleta de papel—. De verdad.
—Eres muy amable —respondí, y calculé mentalmente cuánto acababa de gastar en gasolina por haber aceptado aquella reunión. Debería haberlo previsto, por ser el novio quien se había puesto en contacto conmigo y por la manera en que especificó «le mostré a Maddie unas cuantas fotos tuyas» cuando le pregunté si ella había visto mi web.
—Es solo... —comenzó ella, y se calló. Su futuro marido, un joven de aspecto serio, con un hoyuelo en la barbilla y demasiada gomina, le puso una mano en la muñeca.
—Cariño, es exactamente lo que estabas buscando. Siempre te quejas de las fotos desvaídas. Querías a alguien que no tuviera miedo del color.
Mi teléfono se puso a vibrar otra vez.
—Disculpad —dije, cogiéndolo para ver quién llamaba. Era Liv. Rechacé la llamada de nuevo y guardé el teléfono en el bolso. Fuera cual fuera la última crisis, pues siempre había una crisis, tendría que esperar unos minutos más.
—Es solo... —volvió a decir la novia. Se mordió el labio—. Lo siento, no quiero parecer desagradable. Tus fotos son realmente, realmente...
—Impresionantes —terminé por ella, sonriendo. Cuando sonrío, solo se me levanta un lado de la boca. Se estremeció.
—Por favor, Maddie —terció el futuro marido; no recordaba cómo se llamaba. Probablemente, Jason. Por alguna razón, solían llamarse Jason los que me presentaban como una sorpresa, como si quisieran avergonzar a su pareja para que me contratara.
—No pasa nada —le aseguré. Me volví hacia ella—. Es el día de tu boda, Maddie. Todo debería ser perfecto.
—Exacto —respondió, aliviada al ver que la entendía.
—Y, si alguien no es perfecto, no tienes por qué hacerlo partícipe —añadí. Se le quebró la sonrisa.
—Tus precios son muy altos —me espetó ella, ruborizándose—. Quizá deberías plantearte bajarlos. Podrías conseguir más clientes.
Suspiré.
—Mis precios son altos porque mi trabajo es realmente, realmente bueno —dije, parodiando sus palabras de antes—. Me aseguro de que mi foto esté en primer plano en mi web porque no quiero que nadie pierda su tiempo ni perder el mío. Y ahora hemos hecho ambas cosas.
Me levanté y recogí la carpeta. Mi café estaba intacto en la mesa, pero solo lo había pedido para hacer tiempo mientras esperaba a que llegaran con veinte minutos de retraso.
—Espero que tengas la boda de tus sueños, Maddie. Jason, encantada de conocerte.
—En realidad, me llamo Jackson —murmuró, sin levantar los ojos más allá de mi barbilla. Mientras me alejaba, le oí susurrar furiosamente. Justo cuando la puerta se cerraba, ella rompió a llorar. Me detuve en la acera y cerré los ojos, solté un resoplido y me ordené a mí misma relajar los músculos que poco a poco se habían ido tensando por todo mi cuerpo.
Lo único peor que las novias como Maddie era llegar a la reunión y descubrir que el cliente era un «fan». No de mis fotos, por supuesto, sino de la dramática historia en que se convirtió mi vida cuando tenía once años.
Saqué el teléfono del bolso. Liv no había dejado ningún mensaje, pero no era de extrañar. Odiaba que la grabaran. Habíamos pasado demasiado tiempo con cámaras enfocándonos la cara y seguían apareciendo vídeos en Internet con títulos como unas chicas frustran a un asesino en serie en el bosque olímpico y hablan las supervivientes del «asesino de quinault», alan michael stahl.
Por aquel entonces, Liv tenía lo que su mamá llamaba «obstinada grasa de bebé» y una cara redonda que aún volvían más redonda un flequillo recto y una melena corta. En los años siguientes, ella creció y adelgazó y luego fue desvaneciéndose gradualmente, deshaciéndose hasta que podías contarle las vértebras a través de la camisa. Se aseguró de que no quedara nada de ella que permitiera reconocerla.
Yo no tuve esa opción. La cicatriz de la mejilla y el nervio dañado que me hacía fruncir la comisura de la boca constantemente no eran cosas que pudiera ocultar. Cambiar de nombre redujo la cantidad de personas que daban conmigo, pero nunca me libraría de las cicatrices y me negué a intentar disimularlas. Llevaba el pelo corto y elegante, y siempre me fotografiaba de frente. Definía mi estilo como inquebrantable. Mi terapeuta más reciente había llegado a sugerir que utilizaba la franqueza como armadura.
De repente, el teléfono empezó a sonar de nuevo. Esta vez contesté, preparada para convencer a Liv de que se calmara ante la crisis que le hubiera deparado el día.
—Hola, Liv. ¿Qué pasa? —pregunté alegremente, porque fingir que podía tratarse de cualquier otra cosa formaba parte de nuestra manera de relacionarnos.
Guardó silencio un momento. Esperé. Al principio, oiría breves frases entrecortadas y, luego, un torrente. Y, al final, yo le diría que todo iba a ir bien, le preguntaría si tomaba sus medicinas y le aseguraría que no me importaba lo más mínimo que me hubiera llamado. Y era la verdad. Me preocuparía mucho más el día en que dejara de llamarme.
—Estoy tratando de localizar a Naomi Cunningham —dijo una voz masculina al otro extremo de la línea, y me puse a parpadear sorprendida.
—Esa soy yo. Perdón, creía que era otra persona. Obviamente —añadí, y di un soplido para apartarme de los ojos unos mechones de pelo que me había despeinado el viento—. ¿Con quién hablo?
—Soy Gerald Watts, trabajo en la Oficina de Atención a las Víctimas. Llamo para informarle sobre Alan Michael Stahl.
Se me quedó la mente en blanco. ¿Por qué me llamarían ahora? Habían transcurrido más de veinte años, pero...
—¿Lo han soltado? —pregunté. Recordé la expresión «libertad condicional» de cuando se pronunció la sentencia. «Posibilidad de libertad condicional al cabo de veinte años». Pero veinte años eran una eternidad para una niña. El pánico me invadió como un moho negro—. Un momento. Se supone que deben llamarnos, ¿no? Se supone que se nos permite testificar, o...
—Señora, Stahl no ha sido puesto en libertad —repuso enseguida Gerald Watts con absoluta calma—. Tengo una buena noticia. Ha muerto.
—Pe... —me interrumpí. Muerto. Estaba muerto y punto. Se acabó—. ¿Cómo ha sido?
—Cáncer. Aparte de esto, no puedo compartir información médica personal.
—¿Lo saben las demás? Liv, quiero decir Olivia Barnes y...
—Olivia Barnes y Cassidy Green también han sido notificadas. Nos ha costado un poco más dar con usted. Cambió de nombre.
Lo dijo como si tan solo fuera un motivo, no un reproche, pero, aun así, me aturullé.
—De todos modos, no es muy difícil averiguar mi identidad. No es que me haya escondido, pero me vino bien para reducir las llamadas al azar y demás —respondí. Hacía años que completos desconocidos me enviaban cosas a casa. O simplemente venían en persona, llamaban al timbre, pedían conocer a la niña del milagro y se quedaban boquiabiertos al verme la cara.
—Lo comprendo —dijo Gerald Watts—. Su muerte será noticia en algunos medios. Quizá le iría bien tomarse unas vacaciones, si se lo puede permitir. Irse a un lugar donde no la molesten. La gente no tardará en perder el interés.
—No me pasará nada. Nunca tarda en llegar una nueva tragedia para distraer a todo el mundo —afirmé.
Gruñó a modo de contestación.
—Señora Cunningham, si necesita hablar con un terapeuta, tenemos recursos a su disposición.
—¿Por qué iba a querer hablar con un terapeuta? —le pregunté con una risa aguda y torturada—. Debería estar contenta, ¿no?
El hombre que me atacó estaba muerto. Un poco menos de maldad en el mundo.
—Este tipo de cosas pueden suscitar muchos sentimientos complejos y recuerdos difíciles —me explicó Gerald Watts con delicadeza. Tenía una voz como de abuelo, pensé.
—No se preocupe —le dije, aunque mi voz sonó débil, casi robótica—. Gracias por decírmelo.
—Cuídese mucho —me ordenó con firmeza, y nos despedimos.
Me paré en el bordillo, con los dedos de los pies fuera del borde y mi peso inclinándose hacia delante. Aquella sensación tenía algo especial. A causa de la agresión, había sufrido daños en el laberinto membranoso del oído izquierdo. Tenía ataques de vértigo. Años después, cuando se me pasaron, me quedaba así, casi cayéndome, y recuperaba esa sensación tan impetuosa. Pero la controlaba. Era yo quien decidía si me caía.
Cerré los ojos y bajé de la acera.
Iba por mi segunda copa de vino cuando Mitch llegó a casa. Soltó su bandolera con el suspiro dramático que siempre precedía a una larga perorata sobre el horror que oprime el alma de quienes trabajan en una oficina.
—No te creerías la mierda de día que he tenido —declaró, quitándose los zapatos mientras se dirigía al frigorífico—. Bridget me da la brasa sin parar y Darrel vuelve a estar de baja por enfermedad, de modo que me toca cubrirlo. Joder, aquí solo hay cerveza IPA. Lo mismo podría beber hierba licuada.
—Hay una Porter en la parte de atrás —le indiqué, con la mirada fija en la pared, y tomé otro sorbo de vino.
—Menos mal.
Distinguí patrones en la textura de la pared mientras Mitch abría la cerveza y se desplomaba a mi lado en el sofá.
Mitch me gustaba. Había un motivo por el que Mitch me gustaba. En un instante, recordaría cuál era.
Pasé un dedo por el borde de mi copa, examinándolo. El pelo le caía sobre los ojos, demasiado largo para ser respetable por un centímetro exacto. Él mantenía con cuidado su barba incipiente. Nos habíamos conocido en la inauguración de la galería de mi exnovia, cuarenta y ocho horas después de que ella me dejara por ser «un agujero negro emocional» y me exigiera que, de todos modos, asistiera y le brindara mi apoyo. Mitch había robado una bandeja entera de quesos de lujo y nos escondimos en un rincón a beber champán y hablar con fingida elocuencia sobre las mesas y las lámparas como si fueran los objetos de la exposición. Había sido un poco cruel y a todas luces estúpido, pero también divertido. «Este tío», pensé, «es un gilipollas». Así que, por supuesto, me fui a casa con él.
—¿Y cómo va el negocio de las bodas? —preguntó.
—Bien —respondí. Tras una pausa, agregué—: No, no es verdad. La novia no quería a una fotógrafa con el rostro desfigurado.
—Menuda bruja —sentenció con realismo—. Estás perdiendo el tiempo con esa gentuza.
Eso era, más o menos, lo que yo le había dicho a Maddie. Pero, dicho por él, significaba otra cosa.
—Lo de hoy ha sido una pérdida de tiempo —reconocí. Todo el asunto ya me resultaba lejano.
—Eres demasiado buena para dedicarte a eso —dijo Mitch. Me puso una mano en la rodilla y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá—. Es que, por Dios, tienes talento de verdad. Y estás desperdiciando tu tiempo con el Producto Nupcial Extruido n.º 47.
—Me gusta lo que hago —dije con serenidad.
—Es indigno de ti.
—Cierto.
No me interesaba esa discusión; otra vez, no.
—Todas esas mujeres están desesperadas por tener su día perfecto. Ni siquiera puedo imaginarme casándome. Si trato de visualizarlo, tú y yo en el altar con el esmoquin y el vestido blanco, es una parodia total. No le veo sentido. ¿Tú sí?
—No le veo sentido a casarme contigo, no —le contesté, pero él ya iba otra vez a lo suyo. Volvió a las quejas sobre el trabajo, algo relacionado con una fotocopiadora atascada esta vez.
—Es que, por Dios, este trabajo va a matarme —rezongó cuando por fin se calmó.
Mi copa estaba vacía. Alcancé la botella que había sobre la mesa de centro y descubrí que también lo estaba.
—¿Te la has bebido tú sola? —preguntó Mitch, divertido, pero con un asqueroso trasfondo de reprobación.
—Hoy me ha llamado una amiga —dije.
—¿Malas noticias? —preguntó. Cambió de postura, inclinándose hacia mí. Dos partes de comodidad, una parte de ansia. Ese era el problema de los escritores. No podían evitar hundir el borde de una uña bajo tus costras para palpar la forma de tus heridas.
Mis cicatrices ya se habían trasladado a la piel de media docena de sus personajes. A veces, las sublimaba con metáforas —una chica tenía el corazón herido, un espejo agrietado en el que mirarse— pero, al leer esas historias, yo siempre sentía las yemas de sus dedos recorriendo la constelación de tejido nudoso de mi barriga, pecho, brazos, cara. Al principio, le había dejado hacerlo y, al cabo de un tiempo, era como si la historia fuera tan suya como mía.
Al menos, las partes que le había contado.
—Era Liv.
—¿Descontrolada en otro de sus bucles? —preguntó Mitch con complicidad.
Me enfurecí. Detestaba que Mitch hablara de ella como si la conociera. Nunca se habían visto.
—En realidad, no he hablado con ella —contesté. Necesitaba más vino. La botella no estaba llena cuando empecé, y la bebida no me estaba afectando lo suficiente como para limar asperezas de forma adecuada.
Mitch me cogió la mano. Me levanté y me dirigí a la cocina a por otra botella de tinto y busqué el sacacorchos. Alan Stahl estaba muerto. Nunca saldría de la cárcel. Nunca vendría a por mí.
Había prometido hacerlo. Tras ser condenado, le dijo a su compañero de celda que saldría y me rebanaría el cuello. Una parte de mí siempre había estado esperando a que apareciera en mi puerta, dispuesto a terminar lo que le había quedado por hacer veinte años antes.
Apoyé el cuchillo en el borde de la cápsula de aluminio y lo hice girar. El cuchillo resbaló y la punta se me clavó en el pulgar. Maldije en voz baja y decidí atravesar la cápsula con el sacacorchos y tirar de él. El vino cayó a chorro en la copa, salpicando los lados. El cuello de la botella chocó con la copa y por poco la vuelca, y entonces Mitch me la quitó, al tiempo que me cogía la mano y la giraba hacia arriba.
—Naomi, estás sangrando —señaló.
Me quedé mirando. El corte del pulgar era más profundo de lo que había pensado, y todo —la botella, el vaso, el sacacorchos, la encimera— estaba manchado de sangre. Me zafé de Mitch y me llevé el pulgar a la boca. Un sabor a cobre me inundó la lengua y, al instante, volví a estar en el bosque, con su aroma a tierra mezclado con el olor metálico de mi sangre, mientras los pájaros revoloteaban en los árboles y cantaban sin preocuparse por la niña que moría a sus pies.
Cuando lo recordaba, me veía desde arriba, arrastrándome por el suelo para encaramarme a aquel tronco. No recordaba el dolor. La mente no está hecha para retener la sensación de semejante tormento.
—Mírame. Vamos, Naomi. Mírame a los ojos —me instó Mitch, tocándome la parte inferior de la barbilla con delicadeza, como si temiera hacerme un moratón. Me costó sostenerle la mirada—. Eso es. ¿Qué está pasando? Si no has hablado con Liv...
—Sé por qué me ha llamado —le interrumpí. Tragué saliva. Sería mía hasta que lo dijera en voz alta. Entonces también le pertenecería a Mitch, y a todos aquellos a quienes él se lo dijera, y a quienes estos se lo dijeran a su vez. Aunque, por supuesto, la historia ya pertenecía a un sinfín de otras personas; a Cassidy, y a Liv, y a Cody Benham, y a quienquiera que fuera el periodista que se hubiera enterado primero, y seguramente los periódicos del día siguiente publicarían una noticia breve: el «asesino de quinault» muere en prisión.
—Naomi, vas a la deriva otra vez —dijo Mitch. Ese era el motivo por el que me gustaba. Ahora lo recordaba.
—Se ha muerto Alan Stahl —anuncié—. De cáncer. Murió en prisión. Se acabó.
Si lograra expresarlo de la forma correcta, tendría sentido. Todo encajaría en su sitio y yo sabría cómo debería sentirme.
—Dios mío. ¡Qué buena noticia! —Mitch me agarró de los hombros, sonriendo de oreja a oreja—. Naomi, me alegro un montón. Quiero decir, preferiría que lo torturaran cada día durante otros veinte años, pero que esté muerto es casi mejor. Deberías estar celebrándolo.
—Ya lo sé. Pero es un poco complicado —respondí, y me aparté de él. Cogí un paño de cocina y lo apreté contra el pulgar. La hemorragia no era demasiado grave. Enseguida dejaría de sangrar.
—Te va a provocar un buen trauma —sentenció Mitch, asintiendo con la cabeza como un sabihondo. Y ese era el motivo por el que no me gustaba.
—¿Puedes dejar de hablar como si supieras por lo que estoy pasando mejor que yo misma?
Me fui muy ofendida hasta el armario del pasillo y me puse a dar manotazos con una sola mano en busca de una venda.
—En realidad, nunca has asimilado lo que te pasó. Lo rehúyes refugiándote en tu trabajo. Debes afrontarlo, coger el toro por los cuernos. Ahora tienes una oportunidad perfecta. Conviértelo en el catalizador que necesitas para profundizar de verdad. Podrías hacer una serie de autorretratos o...
—Oh, por el amor de Dios, Mitch, ¿quieres dejarlo correr? —le rogué. Encontré la caja de tiritas y la sostuve con el brazo para sacar una. Mitch se acercó para ayudarme, pero me di la vuelta, impidiéndole el paso con mi cuerpo—. No quiero convertir mi trauma en arte. No quiero que tú conviertas mi trauma en arte.
—¿Prefieres reproducir imágenes idénticas de personas con sonrisas idénticas en lugar de crear algo significativo? —me preguntó.
Cerré el armario dando un portazo.
—Pues sí —le espeté—. Si esas son las dos opciones que tengo, me quedo con las personas sonrientes. Que no son idénticas, como tampoco lo son las fotos. Son felices, por eso crees que son inferiores a mí. ¿Pero sabes qué? Significan muchísimo más para muchísima más gente que un artículo en una revista desconocida por el que no te pagan y ni tan siquiera te envían ejemplares para colaboradores.
Eso fue más duro de lo que pretendía, pero no me eché atrás. No podía. Estaba corriendo a ciegas por el bosque y el cazador iba detrás de mí. Solo podía seguir adelante.
—No sabía que menospreciaras tanto mi trabajo —dijo Mitch con frialdad.
—Pues yo sabía perfectamente cuánto menosprecias el mío —mascullé. Acto seguido, me apreté la frente con la palma de la mano—. Perdón. ¿Podemos fingir que no he dicho nada de esto?
—Estás sometida a mucho estrés. —Traducción: encontraría el momento para sacar el tema cuando él pudiera ser la víctima inequívoca. Pero dejé que me rodeara con sus brazos y que me acercara la cabeza a su pecho. Mantuve la mano doblada torpemente, y el pulgar me palpitaba, mientras él emitía sonidos tranquilizadores y me acariciaba el pelo—. Venga. Bebamos algo. Así se resolverán todos nuestros problemas.
Me reí un poco, dándome por vencida. Me tomaría una copa y no discutiríamos, y Stahl seguiría muerto, y el pasado continuaría siendo el pasado, y nadie tendría que saber nunca la verdad.
Entonces lo oí: un leve zumbido intermitente. Mi teléfono estaba sonando dentro del bolso. Sorteé a Mitch en el estrecho pasillo y llegué cuando sonaba el último zumbido. Esta vez sí que era Liv.
—Hola —dije al contestar, mientras Mitch se acercaba despacio al salón.
—Naomi, llevo todo el día llamándote —me reprochó Liv, no sin inquietud. Me la imaginaba perfectamente, acurrucada en el rincón de su cama, enredándose en el dedo su larga melena morena—. ¿Te has enterado?
—¿De lo de Stahl? Sí. Estoy al tanto.
—No me puedo creer que haya muerto. —Su voz sonaba muy lejana.
—Lo sé, lo sé. Oye, Liv, no cuelgues.
Mitch estaba demasiado despreocupado en medio de la habitación. Levanté un dedo que significaba «solo un momento», me deslicé por el pasillo hasta el dormitorio y cerré la puerta detrás de mí.
—¿Estás bien? —pregunté a Liv en voz baja cuando la puerta se terminó de cerrar. Si yo estaba hecha un desastre, no podía ni imaginarme cómo lo llevaba Liv—. ¿Has hablado con Cassidy?
—Un poco. Me envió un mensaje de texto. No la he... Primero quería hablar contigo —dijo Liv con cautela.
—¿Sobre Stahl? —pregunté.
—No. No exactamente. —Tomó aire para serenarse—. He hecho algo.
—Liv, me estás asustando —le dije—. ¿Qué quieres decir con que has hecho algo? ¿Qué has hecho?
Sus palabras se me clavaron hasta lo más hondo, tajantes e implacables.
—He encontrado a Perséfone.
No había abierto la caja en años. A lo largo de varias mudanzas, una serie de novios y novias y tres terapeutas, la caja había permanecido en el fondo de un armario y luego en el de otro, acumulando manchas y abolladuras.
La esquina de la tapa se había partido y los dedos se me llenaron de polvo al abrirla. La mayor parte de la caja la ocupaba la colcha que la escuela me había entregado en el hospital: un cuadrado de tela de todos mis compañeros y profesores, firmado con sus mejores deseos. Olía ligeramente a desinfectante y, en uno de los bordes, había una mancha de sangre seca de un color marrón apagado.
«Siento mucho que te asesinaran», había escrito Kayla Wilkerson. Había añadido «casi» con un pequeño signo de intercalación.
También había tarjetas. Unas cuantas eran de mis compañeros de clase; otras, de lugareños; la mayoría, de completos desconocidos. Habían llenado muchas más cajas, pero, después de años de aferrarme con culpabilidad a todas ellas, había cogido unas cuantas para quedármelas y había metido el resto en bolsas de basura, conteniendo la respiración mientras lo hacía.
Debajo de las tarjetas, estaba la carpeta. La hojeé sin leer ninguno de los artículos. Me los sabía todos de memoria. También había fotos mías de cuando estuve en el hospital y de después. Unas eran espontáneas, otras profesionales, y en ninguna me reconocía aun sabiendo que era yo.
Hacia el final, había una foto de nosotras tres. Debía de ser de uno de los días del juicio, por lo sombríamente que iban vestidas las otras dos: Cassidy con sus lustrosas Mary Jane y Liv con un vestido con el cuello de encaje, el mismo que se ponía cuando iba a la iglesia. Yo llevaba una camiseta descolorida de Bugs Bunny y unos vaqueros con agujeros en las rodillas. Eso significaba que era de antes. Poco después, alguien llamó a mi padre y le dijo que parte del dinero que había estado llegando —donativos, retribuciones por las pocas entrevistas que me habían hecho a mí y por las muchas que le habían hecho a mi padre— sería mejor que lo empleara en comprarme ropa nueva. El padre de Cassidy, Big Jim, fue quien se aseguró de que todo se recogiera en un fideicomiso, garantizando que se destinara a mi cuidado y a las facturas médicas en lugar de a los hábitos de papá, consistentes en beber y coleccionar trastos rotos.
Sonreíamos. Alguien debió de pedírnoslo, pues me costaba imaginar que lo hiciéramos espontáneamente. Cassidy lucía la sonrisa radiante y ensayada de la hija del alcalde, estando como estaba acostumbrada a que la fotografiaran. La sonrisa de Liv era apenas un tirón en las comisuras de los labios, con las manos entrelazadas y los pies cruzados por el tobillo. Siempre tenía la mirada perdida en las fotos de esa época. En las semanas posteriores a la agresión, había tenido su primera crisis importante, pero aún estaban buscando un diagnóstico y su medicación todavía no era la adecuada, de modo que quedó desconectada de sí misma.
Y, por supuesto, mi sonrisa era lastimosa. Todavía llevaba la mejilla vendada, probablemente no a causa de la herida original, sino de una de las intervenciones quirúrgicas a las que me sometieron para intentar reparar los nervios y músculos dañados y que, en el mejor de los casos, habían tenido un éxito parcial. El tirón hacia abajo de un lado de mi cara solo había servido para hacerme parecer más digna de compasión. Lo mismo que la silla de ruedas, de la que tardaría unos meses más en prescindir definitivamente, sobre todo debido al dolor y al puro agotamiento.
A veces, cuando no podía dormir, seguía contándolas. Diecisiete cicatrices. Diecisiete veces me había hundido el cuchillo y había vuelto a sacarlo. Aún me costaba entender cómo había sobrevivido. A lo largo de los años, la gente me había ido diciendo que había sido bendecida, valiente, decidida, feroz. Yo no había sentido ninguna de esas cosas. La supervivencia ni siquiera se me había pasado por la cabeza como una posibilidad o un concepto. Me había arrastrado por el suelo del bosque porque, con el cerebro aturdido por la pérdida de sangre, intentaba alejarme del dolor, como si pudiera dejarlo atrás si llegaba lo suficientemente lejos.
Una de las puñaladas me había mellado un lado del corazón, sin llegar a perforar la pared auricular. Si hubiera sido un milímetro más profunda o más a la derecha, al menos me habría librado del dolor.
La puerta se abrió. Mitch entró avergonzado, arrastrando los pies.
—Lo siento —dijo, sentándose a mi lado en la alfombra con las piernas cruzadas—. Tienes razón. Soy un gilipollas. Un completo inútil. ¿Puedes perdonarme?
—Claro —dije, y entonces le dediqué una breve sonrisa. Si parecía poco convencida, Mitch seguiría arrastrando el «por favor, perdóname» tanto tiempo como hiciera falta—. No eres un inútil, y tampoco un gilipollas.
—Sí que lo soy. Soy un novio horrible. —Apoyó la cabeza en mi hombro. Me sentí decaer. En ese momento, me faltaba energía para hacerle sentir mejor, pero si no lo hacía, se pasaría toda la noche reprochándose sus supuestos defectos.
—No pasa nada —lo tranquilicé—. Estás muy estresado, y yo no debería haberte gritado.
—Lo siento —dijo otra vez. Las yemas de sus dedos recorrieron mi brazo y se entretuvieron en la palma de mi mano. Cerré los ojos. ¿Qué me pasaba? Mitch me amaba. Quería lo mejor para mí. ¿Por qué no podía quererle como antes?—. ¿Quién es Perséfone? —preguntó él.
Me sobresalté y me di cuenta de que Mitch me estaba mirando la mano, la pulsera que me envolvía los dedos. La había encontrado en el fondo de la caja. No era consciente de haberla cogido. Era muy sencilla: un cordel de nailon descolorido, anudado con un lazo y ensartado por cuentas de plástico del abecedario, que se habían descolorido y astillado hasta que las letras resultaban casi ilegibles. Pero no del todo.
—Nadie —repliqué. Volví a meter la pulsera en la caja, molesta por haberla cogido sin darme cuenta. «No puedo decirte más. No por teléfono», me había dicho Liv.
—Entonces, ¿por qué tienes su pulsera? —insistió Mitch, riendo un poco—. Deja que lo adivine. Enamoramiento de la escuela primaria. Tu mejor amiga. Tu canguro.
—Ni siquiera sé qué pinta esto aquí —dije. Tendría que haberme deshecho de ella hacía mucho tiempo. Volví a meter la carpeta, las tarjetas y la colcha en la caja. Las cosas que había en esa caja eran las últimas pertenencias que me llevé cuando me fui de Chester—. Quizá debería tirarlo todo. Pasar página.
—¿Sabes qué? Me parece que nunca te he dicho lo condenadamente increíble que eres —dijo Mitch—. Tenías once años y pusiste entre rejas a un asesino en serie. No tenían nada contra Stahl sin tu testimonio. Eras una niña muy dura, y creo que aferrarse a las cosas que celebran eso no tiene nada de malo.
Negué con la cabeza. No había sido valiente, tan solo había obedecido, y tenía mucho miedo. No de Stahl, sino de fallar. La policía, los fiscales y todos los demás me decían una y otra vez que tenía que hacerlo, que todo dependía de mí.
Todas habíamos identificado a Stahl, pero había sospechas de que los testigos estaban «contaminados» respecto a Liv y Cass. Dieron descripciones generales enseguida, pero habían visto a Stahl en las noticias antes de la identificación oficial. Yo había estado inconsciente durante el arresto televisado, ergo estaba impoluta. Así que, aunque las tres testificáramos, mis palabras contaban más. Tenía que hacerlo. De lo contrario, no se haría justicia a ninguna de sus víctimas, y él era un hombre malvado. ¿Acaso quería que quedara impune?
—Voy a irme a casa una temporada —anuncié. No lo tuve claro hasta que lo dije en voz alta.
—¿A casa? ¿Te refieres a Chester? ¿Por qué?
—Bueno, para ver a mi padre. Para ver a Liv y a Cassidy.
—Es lógico —dijo Mitch, asintiendo—. Volver al principio. Cerrar el círculo y todo eso. Pasar página, como has dicho.
«¿Qué quieres decir con que la has encontrado?».
«Te lo contaré, pero solo en persona».
«No pienso volver».
«Se lo debemos».
—Pasar página. Sí. Algo así.
Nos conocimos el primer día de parvulario. Eso era, por descontado, del todo inevitable; la escuela primaria de Chester solo tenía una clase por curso. Cuando me senté en primera fila, entre Olivia Barnes y Cassidy Green, fui muy consciente de ser el foso entre dos ejércitos enfrentados.
El padre de Cassidy, Big Jim, era el alcalde de Chester y propietario del último aserradero que funcionaba en el pueblo. Uno de los últimos de todo el condado, en realidad. Chester era una localidad que aún lucía carteles en los que se leía: «Esta casa se mantiene con dólares de la madera», pero, cada vez más, esos carteles eran una mentira. La culpa recaía, con razón o sin ella, en personas como Marcus Barnes y su esposa Kimiko.
Kimiko era bióloga; Marcus, abogado medioambientalista, y entre los dos representaban todo lo que Chester odiaba. Cuando se mudaron al pueblo, al despertar una mañana, encontraron en su puerta un búho moteado con el cuello roto. Les habían rajado las ruedas mientras comían en el restaurante familiar del pueblo y Kimiko había recibido más de una llamada racista y obscena.
Lo cierto es que, cuando llegaron, la era de la abundancia había terminado para la industria maderera del Pacífico Noroeste. El Bosque Nacional Olímpico pertenecía a los búhos, le gustara o no a Chester, y no habían sido Marcus y Kimiko Barnes quienes habían hecho posible que así fuera. No obstante, al dolor y al miedo de un pueblo moribundo les traía sin cuidado la lógica. Liv empezó aquel primer día siendo ya una marginada.
Nadie me odiaba a mí ni a mi familia como odiaba a la suya, pero yo era casi tan incomprendida como ella. Yo era la niña de los padres divorciados. La niña con agujeros en la ropa y olor a rancio. Mamá era una fulana que se había largado y papá un borracho y un holgazán que apenas podía conservar un trabajo a tiempo parcial en el bar, y nadie esperaba que yo fuera a ser mejor.
De todos los niños de Chester, Liv y yo éramos las que menos posibilidades teníamos de ser amigas de la hija del alcalde. Sin embargo, por alguna razón, Cassidy Green nos echó un vistazo y, para consternación de sus padres, decidió que íbamos a ser amigas íntimas. A la hora del recreo, nos dijo que jugaríamos con ella y nos quedamos demasiado atónitas para protestar. Los adultos trataron de intervenir, se negaban a llevarnos en coche cuando quedábamos para jugar y sermoneaban a Cassidy sobre sus responsabilidades como hija del alcalde para que buscara buenas compañías, pero ya era demasiado tarde: Cass nos había escogido.
Nuestra amistad no tardó en volverse salvaje. Si nos prohibían vernos, escupíamos, arañábamos y nos escabullíamos al bosque hasta que nuestros padres cedían. Al final, renunciaron a separarnos. Cassidy era así. Se le metía una idea en la cabeza y esta se adueñaba de ella. Una vez que Cassidy Green se empeñaba en algo, nada ni nadie era capaz de disuadirla.
Puede que yo fuera quien descubrió a Perséfone, pero Cassidy fue quien la convirtió en una de las nuestras.
Había acordado reunirme con Liv y Cass a las diez de la mañana, lo que implicaba salir del apartamento antes de que Mitch se despertara, una ventaja añadida, habida cuenta de cómo habían ido las cosas la noche anterior. Todo había empezado con su sugerencia de acompañarme para «documentar» mi regreso a Chester, y rápidamente se había convertido en la discusión que había intentado evitar. Dije cosas crueles, algunas en serio y otras solo para herirle. Él me había devuelto cada una de mis ofensas.
Y ahora me había marchado. En realidad, no había dado explicaciones, no le había dicho que lo abandonaba, pero sabía que no volvería. Llegué a Chester sintiéndome libre. No sabía si eso era bueno. Mitch y yo no estábamos hechos el uno para el otro, pero nunca se me había dado bien estar sola.
En los años transcurridos desde que me fui, Chester se había transformado, pero no te dabas cuenta al conducir por el pueblo... al menos, no hasta que te fijabas bien. Las tiendas eran las mismas, salvo por el colmado, que exhibía antigüedades en el escaparate, con la esperanza de sacar unos dólares extras cada mes, y la cafetería estaba ambientada como una película que se rodó cerca de allí y estuvo muy de moda, pero que ya había caído en el olvido. El gran almacén anunciaba ponchos impermeables para los excursionistas y campistas que no se habían tomado lo de «bosque pluvial» al pie de la letra mientras hacían el equipaje, y había pases de parques nacionales en las ventanillas de la mayoría de los coches aparcados en la calle Mayor.
Cuando éramos niñas, Cass se habría reído de ti si le hubieras insinuado que acabaría viviendo en Chester de adulta. Resultó que la broma le había salido cara pero, por lo que pude ver, estaba contenta. Abrió la puerta con un delantal manchado de harina y unos auriculares colgando de una oreja. Al reconocerme, se le escapó una sonrisa espléndida y, sin darme tiempo a ponerme tensa, me estrechó en un abrazo.
—¡Naomi! Llegas pronto —sentenció, echándose hacia atrás y dejándome recuperar el aliento—. Estás increíble.
Yo parecía una bola de pelo apelmazado. Ella parecía sacada de una revista de casas y jardines, con el pelo platino cepillado y un maquillaje inmaculado. El delantal protegía una blusa granate satinada y unos pantalones de vestir. Me pregunté si tenía una reunión de negocios o si ahora siempre vestía así.
—He tardado menos de lo que me imaginaba. Espero que no sea un problema —dije.
Agitó una mano.
—No te preocupes. Ven, sígueme, tengo unas galletas a punto de salir del horno. Ah, y quítate los zapatos en la puerta.
Obedecí y los dejé junto a una ordenada fila de zapatos de tacón, zapatillas deportivas y bonitos zapatos planos de talla infantil. ¿Qué edad tendría Amanda ahora? ¿Ocho años, nueve? Cass se había quedado embarazada en su último año de universidad; resultó que ella y yo teníamos estrategias similares para arreglárnoslas, pero yo tuve más suerte con los anticonceptivos.
Último año de universidad, mierda, Amanda tenía casi doce años. ¿Dónde habían ido a parar tantos años?
La casa estaba impecable. Flores frescas decoraban la repisa de la chimenea. Las fotos estaban enmarcadas y dispuestas con precisión. Había un retrato formal de madre e hija de cada uno de los años, en los que Amanda iba creciendo hasta convertirse en un pequeño calco de su madre, un reproche fenotípico al padre que nunca se había molestado siquiera en enviar una tarjeta por Navidad.
Cuando llegué a la cocina, Cass ya había sacado las galletas y dejado la bandeja a un lado para que se enfriaran.
—Para la feria de pasteles del colegio —explicó. Me indicó que tomara asiento en los taburetes de la isla de la cocina, que parecían estilizados picos de acero y resultaban más o menos igual de cómodos.
—Deja que lo adivine. Eres la presidenta de la Asociación de Padres de Alumnos —dije, sin saber si era un cumplido o una burla. Tal vez ambas cosas.
Arrugó la nariz.
—No, por Dios. No tengo tiempo para eso. El hotel me quita cada minuto libre que tengo e incluso más. Estamos terminando la temporada de bodas, y eso significa que me paso el día corriendo como un pollo sin cabeza. El padre de la novia de este fin de semana me llama tres veces al día, te lo juro. Es un completo maniático del control.
—¿Un alma gemela? —pregunté en broma. Ya me había tocado lidiar con ese tipo de clientes. Una vez, incluso, con uno para Cass, cuando me insistía en que fuera la fotógrafa de bodas del hotel. Habría supuesto una gran fuente de ingresos, pero pensé que no aguantaría tantos viajes de ida y vuelta a Chester.
La arruga de la nariz reapareció.
—¡Oh, cállate!
—Perdona, ¿acabas de decir «cállate»? —pregunté, con una risa incrédula raspándome la garganta. Cass soltó un resoplido.
—Tal vez llevo demasiado tiempo en esto de la hostelería.
—¿Cuándo fue la última vez que dijiste «jódete»? —le pregunté—. Y, ahora que lo pienso, ¿cuándo fue la última vez que realmente...? —Enarqué las cejas.
—Hace demasiado tiempo, jódete —dijo la antigua Cass, abriéndose paso con una sonrisa. Se afanó en limpiar después de hornear, apilando ordenadamente los tarros de harina y azúcar y eliminando hasta la última mancha de las encimeras de granito. Había pulido sus asperezas cuando se hizo cargo del hotel, convirtiendo una reliquia de otra década en estado ruinoso y estructuralmente frágil en un próspero establecimiento de lujo. Y es que, en cierto modo, Cass siempre había sido así: se comprometía por completo con las cosas que le importaban, incluso si eso suponía transformarse a sí misma.
En otra época, yo había sido su proyecto. Su misión en la vida se había convertido en conseguir que me graduara viva y relativamente ilesa, y sin ella no lo habría logrado. Una parte de mí estaba celosa de la vida a la que ahora dedicaba toda su atención.
—Bueno... ¿Sabes de qué va todo esto? —preguntó Cass.
—¿Liv no te lo ha contado?
—Solo me dijo que era importante —respondió Cass.
Dudé. Me parecía extraño que Liv me lo hubiera dicho a mí y no a Cass... aunque, de no ser así, yo no habría venido a Chester.
—Quizá deberíamos esperar a que llegue Liv.
—Naomi. —Cass me miró con franqueza—. Quiero saber en qué me voy a meter. Si este es uno de los delirios de Liv...
—No lo es —aseveré, con una confianza que no sentía del todo. Los medicamentos que tomaba Liv la mantenían equilibrada la mayor parte del tiempo, pero no eran una garantía.
—¿Estás segura?
Me encogí de hombros.
—Ya conoces a Liv.
Suspiró y recogió unas migas de la encimera con la palma de la mano.
—Mejor que nadie. Venga ya. No merezco que me sorprendan, se trate de lo que se trate.
Me pasé el dedo por la cicatriz que recorría el interior de mi muñeca izquierda. Esa no era de Stahl. Era de Perséfone.
—Liv me dijo que la había encontrado —dije en voz baja.
—¿A quién? —preguntó Cassidy. No contesté. Cassidy soltó un resoplido sibilante. No fue preciso que se lo dijera en voz alta—. ¿Qué demonios significa que la ha encontrado?
Levanté un hombro.
—Ya sabes cómo es dando detalles por teléfono.
—Porque la NSA tiene muchísimo interés en escuchar las conversaciones privadas de Olivia Barnes —dijo Cass en tono mordaz, y luego sacudió la cabeza como si se arrepintiera al instante de sus palabras. No le podía reprochar que se sintiera frustrada. A veces yo había dicho cosas peores—. Pensaba que sería por lo de Stahl. Una reunión para celebrar la ocasión. Si hubiera sabido...
—Deberíamos escuchar lo que tenga que decir —respondí.
—No es buen momento para esto —dijo—. Venga ya, ¿ahora? ¿Justo cuando todo el mundo está hablando de Stahl? Y ese tío del pódcast...
—¿Qué tío del pódcast? —pregunté perpleja.
Pareció sorprenderse.
—¿No te ha llamado? Me imaginé que estarías al principio de la lista. Está haciendo una de esas cosas serias sobre crímenes reales. Va sobre Stahl, o uno de los episodios va sobre Stahl, o algo así. No me enteré bien porque apenas le presté atención. Pero habla con todo tipo de gente.
—¿Colaboras en un libro entero sobre el caso pero no concedes una entrevista? —pregunté secamente.
Justo cuando parecía que el interés se desvanecía, apareció el libro. Supuestamente era el relato en primera persona de la agresión, redactado a partir de extensas entrevistas con las tres valientes chicas que protagonizaron el caso. De las tres, el autor en realidad solo había hablado con Cass, pero ese dato no aparecía en la sobrecubierta del libro.
—Sabes de sobra que fue idea de mis padres, no mía —respondió—. Tampoco es que me resultara precisamente agradable revivirlo todo.
Cogió un trozo seco de algo que había en la encimera, sin mirarme a los ojos.
Me miré las manos. A veces me alegraba de ser yo la agredida. La gente entendía mi trauma. Dejó sus marcas claramente visibles en mi piel. Pero que Liv y Cass tuvieran que verlo todo, obligadas a permanecer calladas y ocultas... eso era peor, en cierto modo.
Sonó el timbre. Cass se sobresaltó.
—Ya voy yo —me ofrecí, levantándome del taburete. Recorrí despacio el pasillo; el tiempo retrocedía en las fotografías a medida que Amanda iba rejuveneciendo hasta desaparecer. Vislumbré la silueta borrosa de Liv a través del cristal esmerilado de la puerta. Miraba a la calle y se movía nerviosa.
Abrí la puerta y ella se volvió como sorprendida de que alguien hubiera acudido. Sus ojos castaños estaban muy abiertos y asombrados. Tenía la mandíbula prominente de su padre y el pelo moreno de su madre, que tendía a encrespársele. Sonrió.
—Has venido —dijo.
—Te dije que lo haría —le recordé, regañándola con dulzura.
Titubeé; no sabía si le gustaría que la tocara. Se acercó, la abracé con cautela y me sorprendí examinándola: delgada, pero no demacrada del todo. Inquieta, pero con una mirada firme y clara cuando se apartó. No tenía las uñas destrozadas ni se había mordido los labios, cosa rara en ella. La tensión que llevaba sobre mis hombros se alivió un poco.
—Te veo bien —le dije, y lo dije en serio. Hizo una mueca.
—Quieres decir que no parezco una loca.
—No, lo que quiero decir es que se nota que te cuidas. Y no siempre lo haces, así que no te molestes si me doy cuenta.
—¿A diferencia de como te cuidas tú siempre? —me preguntó, dirigiéndome una mirada escéptica.
—Oh, cierra el pico —le dije, y se echó a reír, levantando la barbilla y mostrando su largo cuello, con los ojos brillantes. En esos momentos, era hermosa, nuestra Olivia.
—¡Liv! Tengo la sensación de no haberte visto hace años —declaró Cass cuando llegamos a la cocina, y la sorprendí examinando a Olivia como yo lo había hecho. Se acercó con aire majestuoso, le dio un abrazo y hábilmente la apartó de mí—. ¿Cómo es posible que nos siga pasando esto cuando vivimos a un tiro de piedra? ¿Puedo ofreceros algo? ¿Agua? ¿Habéis comido?
Su voz era demasiado alegre; su sonrisa, demasiado amplia. La ansiedad aleteaba detrás de sus palabras. Mis nervios estaban a punto de estallar, pero ambas sabíamos que no debíamos presionar a Liv. Solo conseguiríamos que se cerrara en banda.
—Nada, gracias —dijo Olivia. Se mordió el labio y toqueteó con los dedos la costura de sus vaqueros.
—¿Por qué no nos sentamos y nos cuentas de qué va todo esto? —dije con ternura.
Olivia ocupó uno de los taburetes y yo me senté a su lado. Cass se quedó de pie al otro lado de la isla, con los brazos cruzados. Me di cuenta de que estaba conteniendo las ganas de ponerse en plan mamá: siempre había sido protectora con nosotras, la primera en dar un paso al frente cuando necesitábamos que nos ayudaran. Entre las dos la habíamos mantenido ocupada durante años.
Olivia tomó aire. Se frotó las manos mientras hablaba con un tono animado y entusiasta.
—Sé que las tres hemos intentado dejar atrás lo que ocurrió aquel verano —dijo—. Hay cosas de las que no hemos hablado. Y entiendo por qué no podíamos hacerlo. Pero eso ha cambiado, ¿no? Ahora Stahl está muerto. No va a... No podrá salir.
Titubeó y nos miró. Puse una mano sobre la de Liv, instándola en silencio a continuar. Nerviosa, se recogió el pelo detrás de las orejas y se subió las gafas, un tic con el que, por un instante, pareció que volvía a tener once años.
—Empecé a buscarla hace tres años —dijo Olivia, hablando deprisa—. Al principio, no encontraba nada. Pero, hace unos meses, tuve suerte. La encontré. Encontré a Perséfone.
Nos miró triunfante.
—¿Qué había que encontrar? —preguntó Cass bruscamente—. Está justo donde la dejamos.
—No me refiero a eso —dijo Olivia, sacudiendo la cabeza rápidamente—. Yo... Yo...
—Descubriste quién era —dije. Olivia asintió, agradecida, y sonrió.
Cass restregaba un mismo punto del granito de la encimera con el pulgar. Tenía la mandíbula tan apretada que se le hinchaba un tendón.
—No deberíamos estar hablando de esto.
Olivia dejó de sonreír y frunció el ceño.
—Tiene familia. Personas que la han estado buscando. Merecen saber lo que le pasó a...
—¡Basta! —exclamó Cass, levantando la mirada de golpe. Sus ojos brillaban con las lágrimas no derramadas—. Basta. Acordamos que no hablaríamos sobre esto. Sobre ella. Nunca.
—Teníamos once años —protesté. Once; nos aterrorizaba lo que nos podría pasar si le contábamos a alguien lo de Perséfone. No era solo que la gente pudiera descubrir que lo habíamos mantenido en secreto. También estaba lo del juicio.
La policía y los fiscales nos lo habían inculcado: si el jurado tenía algún motivo para pensar que estábamos equivocadas, si facilitábamos a la defensa alguna manera de hacernos parecer poco fiables, Stahl saldría impune de lo que me había hecho a mí y a todas aquellas mujeres. Recordaba cómo me convencieron de que, si cometíamos un solo error, saldría en libertad y vendría a por nosotras. Tuve pesadillas durante años. Me despertaba convencida de que él estaba en mi habitación, dispuesto a acabar conmigo.
Si hubieran sabido la verdad sobre Perséfone, habrían pensado que éramos unas bestias extrañas y malvadas, y lo éramos. ¿Qué niña no lo es? Claro que nos lo habíamos callado.
Nunca le habíamos contado a nadie lo que había en el bosque: aquellos bonitos huesos.
—Se lo debemos —dijo Olivia con obstinación.
—No le debemos nada. No tuvimos nada que ver con... —Cass hizo un gesto amplio—. Nada de aquello.
—Por lo tanto, no hay razón para no contarlo —señalé, aunque tenía un nudo en el estómago a causa del miedo. No quería saber el nombre de Perséfone. No quería saber quién era.
Cass se mordió el labio.
—Han pasado más de dos décadas. Si alguien esperaba que Perséfone volviera a casa, a estas alturas ya se habrá dado por vencido. ¿Realmente va a servir de algo, después de tantos años?
—¿Tú no querrías saberlo? ¿Y si fuera Amanda quien hubiera desaparecido? —preguntó Olivia.
Cass se tapó los ojos con la mano.
—Joder. Por supuesto que querría saberlo. Pero, Liv, no es tan simple. ¿Cómo crees que será la vida de Amanda si esto sale a la luz? Sería mi ruina. La gente no va a querer celebrar su retiro de negocios en una casa de campo propiedad de una mujer que escondió un cadáver durante veinte años. Y buena suerte con las bodas, Naomi.
—Las cosas no serán así —dijo Olivia con un tono un tanto desesperado.
—Dios, parezco horrible. Preocuparme por el dinero cuando... —Se le quebró la voz—. Pero hablo en serio, Liv. ¿Qué crees que pasa cuando la gente empieza a hacer preguntas? No creo que ninguna de nosotras quiera que el mundo sepa exactamente lo que pasó en aquel bosque. O después —añadió en voz baja, clavándome una mirada directa.
—Quizá ya va siendo hora de que se sepa —repliqué, ahuecando la voz.
Cass perdió los estribos.
—Naturalmente que estás a favor de hacerlo volar todo por los aires. Nunca eres tú la que tiene que quedarse a limpiar el estropicio.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que nunca has intentado arreglar nada en tu vida. Simplemente estropeas lo que hay y te largas —dijo Cass. Su voz desprendía una rabia punzante que me erizó la piel—. Nos dejaste tiradas. Amanda ni siquiera te recuerda.
—¿Te atreves a culparla de querer huir? —preguntó Olivia.
—Éramos unas crías. Todo el mundo la caga en la infancia. La cuestión es superarlo —dijo Cass.
—Ya, está claro que tú lo has superado. Estamos ¿a cuánto?, ¿a dos manzanas de la antigua casa de tus padres? —pregunté, con el genio tan encendido como el suyo.
—¿Acaso es mejor vivir con un novio de mierda y hacer fotos a gente que es más feliz de lo que tú nunca lo serás?
—Que te den, Cass.
—Lo mismo digo, Naomi.
Nos fulminamos con la mirada. Luego se echó a reír, meneando la cabeza.
—Es tan condenadamente fácil pelearse contigo... Siempre lo ha sido.
Solté una risita tensa. De pequeñas también nos peleábamos cada dos por tres. Prontas para pelear y prontas para superarlo. Ya entonces mi instinto me llevaba a arremeter y huir a la menor provocación, y Cass siempre era la que me perseguía para que arregláramos las cosas.
Cass cambió de actitud, se acercó a la encimera y sacó de su sitio una botella de vino blanco medio vacía.
—Voy a beber. ¿Quién me acompaña?
Miré el reloj. Apenas eran las diez y cuarto.
—Cass... —comenzó a decir Olivia.
—Bueno, no voy a beber sola —dijo, y sacó copas para las tres. Las puso en la isla y vertió un chorrito en cada una. Bebió un sorbo de la suya, cerró los ojos y se quedó con la copa a un palmo de los labios. Entonces abrió los ojos. Su mirada era clara y serena.
—Escucha, Liv. Entiendo lo que pretendes hacer, de verdad. Hablo en serio. No está bien dejarla fuera. Pero tú has estado pensando en esto durante años. Nosotras solo hemos tenido unos minutos. Danos un poco de tiempo para que nos pongamos al día, ¿vale?
—Yo... —empezó Olivia.
—Necesitamos tiempo para aclarar las cosas —insistió Cass. Me miró fijamente, buscando apoyo—. Tenemos que pensar en las consecuencias.
Bebí un trago de vino. Liv tenía razón: ya hacía tiempo que tendríamos que haberle contado a alguien lo de Perséfone. Alguien tenía que estar buscándola. Llorándola.
Pero eso no era algo que se hiciera a la ligera. Necesitábamos tiempo para pensar.
Al menos, yo necesitaba tiempo para pensar. Porque Cass tenía razón; tampoco yo quería que la gente hiciera demasiadas preguntas acerca de aquel día en el bosque. Perséfone era un secreto que compartíamos las tres, pero yo también tenía mis propios secretos.
—Por favor —dijo Olivia, con los ojos fijos en su regazo. Me dolía el pecho. No podía respirar hondo.
—Vayamos por partes —dije, sintiéndome odiosa—. Cass tiene razón. Debemos asegurarnos de que nos metemos en esto con los ojos bien abiertos.
Olivia hizo un leve gesto de asentimiento. Se había encerrado en sí misma.
Cass suspiró.
—Lo siento, Liv. Nos has soltado esto y... quizá tengas razón y sea el momento de hacerlo. Pero, si nos decidimos, seamos inteligentes. Puedo hacer un par de llamadas. Hablaremos con un abogado y así, al menos, nos aseguraremos de que no nos estamos arriesgando a tener algún tipo de responsabilidad. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó Liv, en voz tan baja que apenas se oyó. Levantó los ojos hasta el nivel de la encimera e incluso eso pareció que le costaba un esfuerzo monumental. La culpa se abrió paso en mis entrañas—. ¿Quieres saber cómo se llama?
—No —repuso Cass de inmediato, y me alegré. Porque yo tampoco quería saberlo. Quería que siguiera siendo Perséfone, que siguiera siendo un mito, una leyenda. Que siguiera siendo nuestro secreto. En cuanto tuviera nombre, tendríamos que admitir que era una persona.
Que ella era algo más que los huesos que habíamos encontrado en el bosque y la magia que habíamos hecho con ellos.
Después hablamos de trivialidades. La hija de Cass, Amanda; el hotel; mi trabajo. Cass y yo mantuvimos la conversación mientras Liv guardaba silencio, pellizcándose la base del dedo pulgar. Finalmente le puse una mano en el brazo.
—Tengo que irme ya —dije—. Liv, ¿quieres que te acompañe a casa?
—¿Tan pronto? —preguntó Cass, más por obligación que por otra cosa. Las tres teníamos ganas de dar por concluida aquella tensa reunión.
—Estoy hecha polvo por el viaje y debería pasarme a ver a mi padre —le dije.
—Hablaremos pronto —prometió Cass, y nos envolvió en un abrazo a cada una antes de dejarnos marchar. Mantuvo su mano en mi brazo un momento más de lo preciso, dirigiéndome una mirada que yo conocía. La mirada de «asegúrate de que Liv está bien». Me apretó el brazo una última vez antes de soltarme.
Liv me siguió hasta el coche y se sentó en el asiento de al lado sin hacer ningún comentario. Se quedó ahí sentada, rascándose la piel reseca. Liv no conducía. No es que no pudiera, es que lo odiaba. Era habitual verla en los arcenes de las carreteras de Chester, caminando con la cabeza gacha y sus pensamientos a un millón de kilómetros. Puse en marcha el motor.
—Perdóname —le dije.
—¿Por qué? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Por todo esto.
—Entiendo que no quieras perder clientes, pero...
—No se trata de eso —dije. Ni siquiera me lo había planteado. Supuse que debería haberme preocupado por la repercusión que pudiera tener en mi trabajo, mi única fuente de ingresos, pero mi reputación siempre la habían forjado cosas que escapaban a mi control. La idea de que yo tuviera algo que decir al respecto me parecía absurda.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Liv.