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¿Te atreverías a conocer de nuevo a tu primer amor? Como muchos millennials que están ya rozando la treintena, Eric atraviesa una situación económica complicada. Decidido a probar suerte en otro sitio, comienza a trabajar en un colegio como monitor de extraescolares. Lo que no sabe es que allí se encontrará a quien menos espera... El profesor de sus niños no es otro que Rubén, su primer amor de la adolescencia, a quien lleva catorce años sin ver. Pero este no parece reconocerlo, y Eric no puede creer que el mismo chico que le rompió el corazón se haya olvidado de él. Mientras trata de reconectar con el Rubén del presente, Eric no deja de rememorar a ese Rubén del pasado, reviviendo su despertar sexual y todos aquellos momentos con ese chico que aún no ha sido capaz de olvidar. Una historia sobre los primeros amores y la ilusión, sobre la pérdida y las segundas oportunidades.
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Seitenzahl: 416
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Mike Lightwood
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lo que nunca fuimos, n.º 1 - diciembre 2020
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-304-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Primera parte
Antes
Capítulo 1
Antes
Capítulo 2
Antes
Capítulo 3
Antes
Capítulo 4
Antes
Capítulo 5
Antes
Capítulo 6
Antes
Capítulo 7
Antes
Segunda parte
Antes
Capítulo 8
Antes
Capítulo 9
Antes
Capítulo 10
Antes
Capítulo 11
Antes
Capítulo 12
Antes
Capítulo 13
Antes
Capítulo 14
Antes
Tercera parte
Capítulo 15
Antes
Capítulo 16
Antes
Capítulo 17
Antes
Capítulo 18
Antes
Capítulo 19
Antes
Capítulo 20
Antes
Capítulo 21
Un año después
Agradecimientos
Para todos a los que, como a mí,
les robaron su adolescencia.
2004
Me había pasado un trimestre entero sin hablar con él ni una sola vez. Un trimestre entero mirándolo.
Lo miraba por la calle cuando salíamos del instituto, lo miraba por los pasillos y, sobre todo, lo miraba en clase. Cuando nadie más me veía, cuando todos tenían mejores cosas que hacer que fijarse en el chico nuevo al que nadie conocía y que tampoco se molestaba por conocer a nadie. En esos momentos, yo solo hacía una cosa: mirarlo.
Así fue como lo aprendí todo sobre él o, al menos, eso es lo que creía. Me aprendí los movimientos de sus manos y su forma de caminar. Me aprendí el remolino que siempre se le formaba en la coronilla. Me aprendí el movimiento nervioso de sus piernas cuando teníamos algún examen. Me aprendí su voz, la diferencia de tono entre cuando hablaba con sus amigos y el nerviosismo cuando respondía las preguntas de algún profesor.
Pero jamás le había hablado y, por supuesto, él tampoco lo había hecho. Sin embargo, al terminar ese curso deseé que jamás hubiéramos llegado a conocernos siquiera.
Fue en 3.º de la ESO. Un curso que supondría un punto de inflexión en mi vida, y no solo por motivos académicos. Acababa de cumplir los quince años; ya no era un niño, pero todavía me quedaba mucho para ser un adulto. Desde mi perspectiva, faltaba tanto que realmente dudaba que llegara a serlo algún día, aunque ahora sonrío al pensar en lo cortos que parecen esos años vistos desde la distancia.
Había empezado el curso con miedo. Tras dos años en secundaria, el fantasma del bachillerato era cada vez más corpóreo en el horizonte, como cuando vas en coche durante una mañana de niebla y los edificios comienzan a aparecer en la lejanía. No, desde luego que ya no era ningún niño. El curso siguiente ya terminaría la ESO, y después entraría en bachillerato. Tras eso, vendría la selectividad, seguida de la universidad, y entonces llegaría el fantasma más terrible de todos, un monstruo que me acompañaba cada noche cuando no podía dormir pensando en el futuro: La Vida Adulta. Ese Día de Mañana que tanto mencionaban los profesores, esa etapa en la que ya no estaría bajo la protección de mis padres y tendría que volar solo, quisiera o no.
Habría sido más fácil si hubiera tenido un grupo de amigos en clase, pero no era el caso. No es que fuera de los marginados de la clase, pero tampoco era popular. Simplemente era uno más, alguien del montón. Pero yo no era como mis compañeros; eso era algo que ya tenía más que claro. Tenía un secreto; un secreto que había aparecido en mi vida sin desearlo y que se había quedado ahí sin ser invitado. Un secreto que me daba miedo. Era un secreto que necesitaba gritar a los cuatro vientos y, al mismo tiempo, sabía que debía ocultar a cualquier coste.
Nadie podía descubrir que me gustaban los chicos.
Por lo que había podido averiguar de la dinámica del grupo durante el primer trimestre, Rubén también era uno más en la clase. Tenía un par de amigos, aunque muchas veces prefería quedarse solo. Y también era guapísimo, o al menos a mí me lo parecía. Y me molestaba pensar eso. Me molestaba mirarlo cuando nadie me miraba. Y me molestaba que estuviera siempre, casi siempre, solo, cuando yo lo único que quería hacer era acercarme a él. Pero no podía hacerlo.
En realidad, desde la distancia que me dan los años, me doy cuenta de que tampoco era tan guapo, al menos, no en el sentido más convencional de la palabra. Tenía acné, aunque lo cierto es que casi todos lo teníamos a esa edad. Y tampoco estaba tan desarrollado como algunos de mis compañeros, que me sacaban una cabeza y tenían unos músculos que prefería no mirar. Rubén, de hecho, ni siquiera estaba delgado, lo cual lo excluía automáticamente de las listas absurdas que hacían las chicas de clase. Y, aun así, durante ese curso Rubén era para mí el chico más guapo del mundo.
Sin embargo, no hablé con él hasta el día que nos emparejaron para hacer un trabajo de clase.
Y, desde ese momento, todo cambió por completo.
Empezar un nuevo trabajo siempre da miedo.
Es curioso que nunca te hablen de ello en el instituto, o ni siquiera en la universidad, cuando se supone que te están preparando para la vida laboral. Siempre se centran en que hay que estar preparados a un nivel académico. Bien formados y, a ser posible, que no falten los títulos. Como mucho nos decían que tenemos que ser formales, aseados y puntuales. Que es importante dar una buena impresión, especialmente el primer día. Hubo un profesor de la universidad que hasta nos dio algunas pautas para hacer un currículum decente, aunque él era una rara avis.
Pero ninguno te hablaba de la noche sin dormir antes de incorporarte a tu nuevo trabajo. De los nervios en el estómago al despertar por la mañana. De la tensión cuando vas hacia allí, sin saber qué es lo que te vas a encontrar. Empezar en un trabajo nuevo se parece mucho a empezar en un instituto nuevo, y eso es algo con lo que tengo cierta experiencia.
Y lo peor es que, cuando eres gay, vas con un miedo añadido del que se habla poco. Nunca sabes qué van a pensar de ti tu jefe o tus compañeros. Si se imaginarán lo que eres, o si les molestará cuando lo descubran. Nunca sabes qué ideología va a tener la gente que trabaje contigo. En cualquier momento puedes oír cualquier comentario hiriente, aunque sea malintencionado. Tampoco sería la primera vez que me pasa, y desde luego no es algo a lo que te acostumbres.
Recuerdo cuando estuve dando clases de inglés para pagarme mis gastos mientras iba a la universidad. Parecían una familia normal y corriente. Lucas era un chaval de doce años, más simpático y agradable que otros alumnos que había tenido. También era buen estudiante y se esforzaba en los estudios como el que más, pero un día pinchó y suspendió un examen. Cuando me lo contó, noté que se le saltaban las lágrimas, hasta que al final acabó llorando. No podía culparlo; después de todo, tenía constancia de que había estudiado y él mismo estaba decepcionado. Sabía bien cómo debía de sentirse, así que traté de consolarlo y ofrecerle las palabras de ánimo que necesitaba en ese momento. Fue entonces cuando entró su padre y se lo quedó mirando mientras lloraba.
—No seas maricón —le dijo.
Tres palabras. Tres simples palabras que derrumbaron todo lo que había estado construyendo desde mi adolescencia, que apenas acababa de dejar atrás. Por un momento, me llenó de pánico pensar que me lo decía a mí, que me había descubierto de algún modo. Pero entonces me di cuenta de que se lo decía a su propio hijo, y eso era todavía peor. Me pregunté qué habría pasado si mi propio padre me hubiera dicho algo así unos años antes. Probablemente me habría destrozado, pero al menos yo tuve suerte con mi familia. Y, después, me pregunté qué pasaría si ese chaval fuera gay en secreto, tal como lo había sido yo apenas unos años antes. Tal como, en realidad, lo seguía siendo cada vez que conocía a alguien.
Es curioso que la gente hable de salir del armario como si fuera un momento único en el tiempo, porque en realidad te pasas toda la vida haciéndolo.
La segunda vez que me ocurrió fue un par de años más tarde, poco después de independizarme y cambiar de ciudad. Estaba trabajando en una cafetería para poder pagar el piso mientras encontraba algo de lo mío, y no había tardado en hacer migas con mis compañeros. Todos tenían más o menos mi edad; se trataba de gente maja con la que había conectado enseguida, algo poco habitual en mí, que siempre tenía problemas para relacionarme.
Una tarde me había tocado cerrar con uno de mis compañeros, un chico rubio con el que me llevaba bastante bien. Mientras yo estaba haciendo la caja y él ponía el lavavajillas, sonó mi móvil, que ya había encendido tras terminar el turno. El tono de llamada era Applause, de Lady Gaga, el último single de mi cantante favorita. Me apresuré a cortar la llamada, pero él oyó la canción de todos modos.
—Vaya mariconada de canción, tío —dijo entre risas.
Se me encendieron las mejillas al instante y di las gracias en silencio por tener la caja como excusa para no contestar. Y, a partir de ese momento, las cosas cambiaron un poco en ese trabajo. Ya no me sentía tan libre cuando me tocaba hacer el turno con él; estaba constantemente controlando mi voz y mis gestos para no delatarme.
Poco después, por suerte, comencé a escribir sobre música para una revista de cultura que me permite trabajar desde casa. El ambiente dentro del grupo de trabajo no podría ser más amigable y más abierto, y casi me da pena que no haya una redacción física donde pueda tener un contacto más directo con mis compañeros. Luego pienso que eso es precisamente lo que me permite no madrugar y se me pasa, claro.
Pero hoy comienzo a trabajar en un colegio. No como profesor de verdad, sino como monitor de inglés en las actividades extraescolares. Las cosas no van tan bien como antes en la revista y no son buenos tiempos para ser autónomo, así que necesitaba urgentemente unos ingresos extra después de unos meses bastante complicados. Y, al recordar mi etapa universitaria dando clases, me ha parecido la opción perfecta. Después de todo, uno de mis intereses siempre fue la enseñanza, aunque al final acabara ganando mi pasión por el periodismo.
Al ser el primer día, tenemos que estar en el colegio a las dos en punto, una hora antes de la que empezaremos normalmente. He venido bien peinado, vestido con mi mejor camisa y unos pantalones que he planchado por primera vez en mi vida, y con todos mis nervios bajo el brazo. No nos contrata el propio colegio, sino una empresa externa, y nos han citado a una reunión para explicarnos todo lo que necesitamos saber antes de empezar. La plataforma informática donde encontraremos todo el material, las listas de asistencia que tendremos que rellenar cada día, las normas que hay que seguir… Es demasiada información, pero me esfuerzo al máximo por absorberlo todo.
Tras la reunión, todos los monitores de inglés nos reunimos con la coordinadora, una chica morena que se llama Martina. Es joven; tal vez un par de años mayor que yo. Pero está seria, muy seria, y su expresión me deja claro que no se va a convertir en una amiga en ningún futuro cercano. De hecho, me basta un primer vistazo para saber que es un poco borde.
—Hay que llegar al cole todos los días a las tres menos cinco como muy tarde. Tenéis que estar en vuestras aulas a las tres en punto para recoger a los niños. La profe no se puede quedar esperando, así que no tardéis. —Nos lanza una seria mirada de advertencia a cada uno antes de continuar—: Y tened en cuenta que en cada clase hay niños que van a actividades distintas, así que os tenéis que asegurar de que tengáis a todos los vuestros. La profe suele entregar cada niño a su monitor, pero siempre se puede despistar y tenéis que estar atentos. ¿Habéis entrado ya en la plataforma online para descargar la lista de matriculados?
Todas asienten con la cabeza. Todas menos yo, claro.
—Eh… No sabía que había que descargar la lista.
Martina me mira con el ceño fruncido. No llevo ni cinco minutos y ya la he cagado.
—Pues muy mal —responde tajante, dejándome descolocado por un momento—. Ábrela ya en el móvil, que la profe no tiene por qué adivinar cuáles son los que te tocan a ti.
Enrojezco hasta la raíz del pelo mientras saco el móvil de mi bolsillo para entrar en la plataforma online. Sí, sin duda, me ha tocado una coordinadora borde. Y, tal como suele ser esta gente, no me extrañaría que me haya cruzado ya. Por suerte, no tardo más que unos segundos en encontrar la lista. Cuando levanto la mirada, mis ojos se cruzan con los de otra de las monitoras… Porque, sí, aquí son todas chicas menos yo. Pero no hay hostilidad en su mirada y, cuando ve que la estoy mirando, me dirige una sonrisa de ánimo.
—Eric —dice Martina, sobresaltándome un poco—. Tú eres el nuevo, así que todavía no conoces el cole. —Mira a la chica que me ha sonreído—. Que Clara te acompañe y así ves cómo se llega, yo no tengo tiempo de ir contigo.
—Va… Vale —balbuceo.
—Y apréndete bien el camino, que el jueves vas a tener que ir tú solo.
¿En serio es necesario que sea tan borde?
—Vale —repito, sintiéndome cada vez más estúpido.
A continuación, Martina da por terminada la charla y todas se van cada una por su lado. Yo me quedo ahí plantado, con Clara, deseando que me trague la tierra. Está claro que mi primer día no podía haber empezado peor, pero al menos ya me he enfrentado a lo más duro. Al menos, eso es lo que creo, porque todavía no he conocido a los niños. Aunque dudo que sean peores que Martina.
—Eric, ¿verdad? —me pregunta con una sonrisa, y yo asiento con la cabeza—. No le hagas mucho caso a Martina; está un poco amargada. Siempre es así de borde al principio, pero ya la irás conociendo.
Me echo a reír sin poder evitarlo. Al menos, sus palabras alivian un poco la tensión que siento.
—Bueno, al menos tú pareces maja.
—Eso dicen —contesta entre risas, y se pasa el pelo rubio por detrás de los hombros—. ¿Cuál es tu clase?
—Primero… —Saco el móvil para asegurarme—. Primero B.
—¡Ah, es la clase de Rubén! Vente, es por aquí —Echa a caminar hacia un pasillo hacia mi izquierda—. Es muy majo, yo tenía a sus niños del curso pasado.
—Pues mira, al menos ya van dos personas majas en este colegio.
Vuelve a reír.
—Sí, de los profes de primaria él es el más simpático. Y también es el más guapo, aunque me imagino que eso a ti no te importa.
Ay, si tú supieras…
Compruebo de nuevo la lista de mis niños. Solo tengo cinco, así que supongo que no será difícil aprenderme sus nombres. Y, con suerte, tampoco perderé a ninguno. Repaso los nombres en mi cabeza: Gabriel, Nora,Marta, Fayna y Elías. Tres niñas y dos niños. No debería ser demasiado difícil, ¿verdad? Espero no tardar mucho en aprendérmelos, aunque asociarlos a sus caras igual ya me cuesta un poco más.
—Bueno, pues aquí es —dice Clara, deteniéndose frente a una puerta llena de recortes de cartulina y dibujos mal pintados que me hacen sonreír. A continuación, señala otra aula al fondo del pasillo—. Y ahí es donde tienes que ir a dar la clase después de recoger a tus niños.
—¡Vale! Gracias por acompañarme —respondo con absoluta sinceridad.
—¿Quieres que venga a por ti cuando terminemos? Me pilla de camino.
—Eh… Sí, claro.
—¡Genial! Pues me voy ya a mi clase que no llego, ¿vale? Luego nos vemos.
Me quedo mirando la puerta sin saber muy bien qué hacer. ¿Debería llamar? ¿O esperar a que salga el profesor? Después de todo, todavía no ha sonado el timbre siquiera. ¿No me habré equivocado de clase? Compruebo el móvil una vez más y veo que no: todos mis niños son de Primero B. Estoy a punto de llamar a la puerta cuando escucho una voz detrás de mí.
—Es tu primer día, ¿verdad? —Me doy la vuelta y veo a una chica atlética en chándal, probablemente la monitora de alguna actividad deportiva. Asiento tímidamente con la cabeza. En serio, ¿de verdad se me nota tanto que soy el nuevo? Es como volver al instituto otra vez—. No te preocupes, Rubén abrirá la puerta cuando acabe.
—Va… Vale, gracias.
Estoy enrojeciendo de nuevo, así que me alejo de la puerta y me apoyo contra la pared. Cierro los ojos y suelto un suspiro. Espero que la cosa mejore, porque si no esto va a ser un verdadero desastre. Y lo peor es que todavía no ha hecho más que empezar.
La puerta se abre apenas un minuto después. La monitora entra en la clase, así que espero mientras la oigo hablar desde fuera y saludar a los niños con entusiasmo.
—¡Te toca! —dice con una sonrisa al salir unos momentos después. Se despide de mí con la mano, seguida de una docena de niños eufóricos. Está claro que el inglés no es la actividad más popular, precisamente, porque yo no tengo ni la mitad—. Que vaya bien.
—¡Gracias! —respondo, feliz de haberme encontrado a otra persona simpática.
Me acerco a la puerta, revisando la lista de nombres una vez más para que parezca que me he aprendido los nombres.
—¡Hola! Soy Eric, el monitor de inglés.
—¡Un segundo! —contesta el tal Rubén, que se encuentra girado a noventa grados de mí, de modo que no puedo verle bien la cara. Está consultando una lista que hay colgada en la pared—. Tengo que comprobar quiénes se van contigo a Inglés y a quiénes los recogen sus padres, si me das un momento…
—Eh… Sí, claro.
Rubén termina de consultar la lista y se dirige al resto de niños, que están todos en fila y esperando, obedientes.
—Vale, venid conmigo los que yo os diga. Los demás os quedáis en la fila. Marta, Fayna, Gabriel, Nora y Elías. Os toca ir a Inglés.
Y, entonces, se gira hacia mí con una sonrisa en los labios. Y yo no puedo evitar quedarme boquiabierto al verle la cara. Una cara que, a pesar de los años que han pasado, todavía conozco muy bien.
No es un Rubén cualquiera.
El Rubén que tengo delante fue el primer amor de mi adolescencia. El chico del que me pasé todo el curso colgado, el chico que me hacía suspirar y que, durante mucho tiempo, también me hizo llorar. Un chico al que llevaba más de catorce años sin ver.
Rubén fue mi primer amor, pero también fue el primer chico que me rompió el corazón.
Y, aunque logré superarlo, verlo es como si volviera a tener quince años. Como si me hubiera roto el corazón otra vez.
Lunes, 10 de enero de 2005
Nunca fui capaz de decidir si me gustaba ser «el nuevo» o si lo odiaba con todo mi ser.
Como todo, tenía su parte positiva, pero también su parte negativa. La parte positiva era que podía empezar de cero en un lugar donde nadie me conocía, lleno de posibilidades y de posibles futuros. Un lugar donde podía ser quien quisiera ser, sin que nadie tuviera una imagen ya fijada de mí tras toda una vida compartiendo aulas, pasillos y recreos. Y, si nadie se fijaba en mí, nadie podría averiguar mi secreto.
La parte negativa era que allí no tenía amigos, pues había llegado nuevo ese curso al instituto y prácticamente no conocía a nadie. Tenía una amiga, en singular, pero no tenía amigos, en plural. Nadie me incluía en los planes. Nadie me contaba qué tal le había ido en algún examen, ni me pedía los apuntes o los deberes. Mi compañero de pupitre ni siquiera me pedía la goma cuando la necesitaba; prefería levantarse a pedírselo a algún amigo que probablemente conociera desde hacía años.
Pero, en mi mente, la parte positiva compensaba todo lo demás.
Solo una persona se había acercado a mí el primer día de clase: Natalia, una chica de largo pelo castaño y lacio que se sentaba justo detrás de mí. Por su aspecto y su madurez al hablar me pareció que era mayor; tal vez había repetido un curso. Lo primero que hizo cuando acabó la presentación fue acercarse a mí. Se presentó y, desde entonces, nos volvimos inseparables. No solo se convirtió en una amiga, sino también, gracias a su madurez, en una especie de hermana mayor.
Pero ese día, el primero después de las vacaciones de Navidad, no había venido a clase. Y, cuando solo tenías una única amiga, eso podía llegar a ser un problema.
—Hoy vamos a empezar un proyecto audiovisual para el resto del trimestre —dijo la profesora de Inglés—. Va a ser por parejas, así que id eligiendo mientras saco las fotocopias de la carpeta.
La clase se llenó del ruido de sillas arrastrándose y deportivas chirriando en el suelo. Yo me quedé donde estaba; tenía claro quién sería mi pareja. Me incliné sobre el cuaderno y me dediqué a hacer garabatos mientras esperaba a que los demás terminaran de buscar a sus compañeros.
—Hola —dijo de repente una voz masculina que conocía muy bien, sobresaltándome—. Dice la profe que me ponga contigo.
No tenía que levantar la mirada para ver de quién se trataba, pero lo hice de todos modos. Algo regordete y de mejillas sonrosadas, con el pelo oscuro y rizado y unos grandes ojos castaños. Ya me había fijado en él, claro; me había pasado todo el trimestre anterior mirándolo. Sin embargo, aquella era la primera vez que lo tenía tan cerca y, por supuesto, la primera vez que hablábamos. A tan poca distancia hasta podía ver algunas pecas en su nariz en las que jamás me había fijado, y me parecía todavía más mono por ello.
Y me daba rabia pensar eso.
—Eh… Soy Rubén, por cierto —añadió, claramente incómodo.
Por supuesto, yo ya lo sabía. Aunque tampoco podía esperar que él supiera mi nombre, así que supuse que sería mejor que me presentara.
—Yo soy Eric. Pero ya tengo pareja. —Rubén miró a mi alrededor, sorprendido—. Me voy a poner con Nati, ya haré yo su parte hoy.
Se encogió de hombros.
—Pues no sé, díselo a la profe. A mí me ha dicho que me ponga contigo.
Y eso es lo que hice. Por alguna razón me estaban comenzando a arder las mejillas, así que me apresuré a levantarme de mi pupitre para ir hacia el escritorio de la profesora. Levantó la mirada de sus papeles cuando vio que me acercaba y me miró con una sonrisa.
—Oye, profe —murmuré, cohibido—. ¿No podría ponerme con Natalia? No me importa hacer su parte de hoy.
Ella negó con la cabeza.
—No, ya le he dicho a Rubén que se ponga contigo.
—Pero entonces Natalia se quedará sin pareja —argumenté, esperando que con eso bastara—. Somos impares en clase.
—No te preocupes; cuando vuelva, que se incorpore a otro grupo. Tú vete con Rubén.
—Es que… —comencé, pero ella me interrumpió antes de que pudiera protestar.
—Eric, necesitas socializar un poco con el resto de la clase. Haz el proyecto con Rubén, ¿vale?
—Pero…
—Nada de peros. Vas a hacer el proyecto con Rubén —insistió, tajante.
—Está bien —contesté al fin, resignado.
No quería hacer el trabajo con él. Cualquiera en mi lugar se habría alegrado de tener una excusa de pasar horas con el chico que le gustaba, pero aquel no era mi caso. Si yo hubiera sido una chica, o si él lo fuera, habría sido más fácil. No me lo habría pensado dos veces, y probablemente hasta habría aprovechado la situación a mi favor. Pero las cosas no eran tan fáciles. Aunque me gustara, prefería permanecer alejado de él, seguir admirándolo desde la distancia sin acercarme más de lo necesario, tal como había hecho durante todo el primer trimestre. No sabía si me daba más miedo el rechazo o lo que pudiera pasar si no había tal rechazo.
Y tampoco sabía que aquel trabajo iba a cambiar por completo mi vida durante ese curso.
Apenas avanzamos durante el resto de la hora. No solo porque habíamos empezado tarde, ni tampoco porque me quedé mirándolo cuando tenía que estar leyendo las fotocopias con las explicaciones para hacer el proyecto. No, el verdadero problema fue que no éramos capaces de elegir un tema.
—A ver, ¿qué películas te gustan? —me preguntó después de que hubiéramos descartado las series y los videojuegos tras no encontrar nada en común.
Pero tampoco le quise decir la verdad, al igual que había escondido mi amor porEmbrujadas y por Pokémon cuando me había preguntado por series o videojuegos. La verdadera respuesta habría sido Harry Potter;en esa época, estaba completamente obsesionado con las películas. El problema era que en clase se reían mucho de Harry Potter,al que llamaban jocosamente por nombres absurdos como Harry Petas o Harry el Porretas. Al igual que se reían de Embrujadas por ser una mariconaday de Pokémon por ser para críos… Justo las tres cosas que más me gustaban.
Durante ese curso teníamos entre catorce y quince años, así que estábamos en esa edad incómoda en la que renegábamos de las cosas que nos gustaban en la infancia. Veíamos películas de Disney, pero no se lo decíamos a nadie. Jugábamos a Pokémon, pero lo ocultábamos para no parecer críos. Íbamos a ver las películas de Harry Potter, pero disimulábamos cuando nos encontrábamos en el cine. En mi caso, ese mismo año me habían regalado por Navidad el DVD de Harry Potter y el prisionero de Azkaban y, por Reyes, la Edición Rojo Fuegode Pokémon. Pero no se me habría ocurrido mencionar la película en clase, al igual que tampoco se me habría ocurrido llevar la consola al instituto como sí que había hecho con las primeras ediciones en el anterior colegio.
—Pues… No sé. —Me esforcé por pensar películas que parecieran más adultas y mencioné los primeros títulos que se me pasaron por la cabeza, películas que conocía por mi hermano pero nunca me había molestado en ver—. Matrix, El Señor de los Anillos… Star Wars. Esas cosas, ya sabes.
De repente, su rostro se iluminó.
—¡¿Qué dices?! ¡Me flipa Star Wars! ¿Cuál es tu favorita?
«Mierda. Me va a pillar».
—No sé, es difícil elegir —me apresuré a mentir—. La primera, supongo.
—¿De cuáles? ¿De las originales o de las precuelas?
—¿Qué?
—Sí, ya sabes. ¿La primera de las antiguas o de las nuevas?
—Eh. ¿De las nuevas?
En realidad, no tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando. Me di cuenta de que le había dado la respuesta equivocada al ver su ceño fruncido, pero ya era tarde.
—¿En serio? —preguntó extrañado—. ¿Tu favorita de la saga es La amenaza fantasma?
—Bueno, a ver. —Me estrujé el cerebro, tratando de encontrar una salida convincente—. Yo tampoco diría que es mi favorita. Es que me gustan todas.
Eso ya pareció tranquilizarlo un poco más.
—Entonces, ¿te parece si hacemos el trabajo sobre Star Wars? —me propuso entusiasmado—. Siendo algo que nos gusta a los dos, va a estar chupado.
No sabía en qué jardín me estaba metiendo, pero ya me había quedado sin opciones.
—Me parece bien.
En ese momento, la profesora pidió silencio para hablar.
—Quedan menos de cinco minutos de clase, así que podéis ir recogiendo las cosas. El miércoles quiero que me contéis el tema que habéis elegido para que os dé el visto bueno.
El empollón oficial de la clase, Rafa, levantó la mano, y la profesora le dio la palabra.
—¿Para cuándo es el trabajo?
—El proyecto será para hacerlo durante todo el trimestre. La última semana antes de las vacaciones de Semana Santa la vamos a dedicar a las exposiciones orales.
—¿Vamos a hacer todo el trabajo en clase? —preguntó Rafa, apuntando lo que sin duda debía de ser la fecha en su agenda—. Porque si necesitamos ordenadores o lo que sea…
—No, también tenemos que avanzar materia —le recordó la profesora—. Vamos a dedicar un día a la semana para trabajar en el proyecto, pero la mayor parte tendréis que hacerla en vuestras casas o en la biblioteca.
Tragué saliva. ¿En serio iba a tener que quedar con Rubén fuera de clase para hacer el trabajo? Si me lo hubieran dicho aquel mismo día al levantarme de la cama, no me lo habría creído.
—Podrías venirte a mi casa un día de estos —sugirió Rubén mientras recogía sus cosas, y las palabras hicieron que el corazón se me detuviera por un instante—. Si quieres. Así podemos ver alguna de las pelis y empezar con el trabajo.
Tragué saliva varias veces más antes de contestar, tratando de deshacerme del molesto nudo que sentía en la garganta.
—Vale.
A esas alturas, ya no podía dar marcha atrás. Sin embargo, la perspectiva de ir a su casa me emocionaba y aterrorizaba a partes iguales.
No me ha reconocido. No puedo creer que no me haya reconocido.
—Oye, ¿estás bien? —pregunta al verme pasmado, como si hubiera visto un fantasma.
Y en cierto modo así es, porque ahora mismo estoy viendo a un fantasma que no esperaba volver a ver en mi vida. Concretamente, un fantasma del pasado. Un fantasma que llegó a mi vida cuando menos lo esperaba y dejó un rastro imborrable a su paso.
Pasamos dos trimestres enteros juntos. Me grababa capítulos de Embrujadas en un CD, que prácticamente era lo más romántico que podías hacer a mediados de los 2000. Y yo le hacía galletas que aprendí a preparar para él.Fui a su casa en incontables ocasiones, y él también fue a la mía más de una vez. Fue el primer chico del que me enamoré. El primer chico que me cogió la mano. ¿En serio no se acuerda de mí?
¿Y en serio me duele tanto?
—Sí… Perdona —respondo al fin, tratando de recomponerme—. Es que es mi primer día aquí y estoy un poco atolondrado con todo esto. Me llamo Eric.
Por un momento me parece ver una expresión extraña en su rostro al oír mi nombre, pero al segundo estoy seguro de habérmela imaginado.
—Encantado, Eric.
Me tiende la mano para saludarme, como si no nos conociéramos. Esa mano que tantas veces soñaba con acariciar durante mis noches de insomnio. Esa mano que tan solo toqué en ocasiones contadas, aunque todas se me quedaron grabadas a fuego en la memoria. La observo durante un instante, dudoso, pero entonces extiendo la mía para tomársela.
Y ahí está. Esa electricidad que había entonces. Solo habían sido chispas cuando nuestras manos se rozaban por accidente, pero el día que me la tomó al fin sentí una verdadera corriente eléctrica que nos atravesaba por completo. Ha pasado mucho tiempo, pero no he sido capaz de olvidarla. Y, ahora, casi quince años después, todavía siento que parte de esa corriente eléctrica aún vive entre nosotros. Es como si se detuviera el tiempo por un momento, o tal vez simplemente sea un momento muy largo que transcurre en lo que parecen ser solo unos segundos.
—Profe, ¿nos vamos? —nos interrumpe la voz de una niña, rompiendo el momento.
Tal vez sí que estaba siendo un momento demasiado largo.
—¡Sí! —Bajo la mirada y veo a una niña con media melena de pelo oscuro, mirándonos con curiosidad—. ¿Cómo te llamas, guapa?
—Soy Nora. ¿Nos vamos ya, profe? Me aburro.
Me echo a reír ante su iniciativa. Para ser tan pequeña, es muy insistente, y eso me deja claro que voy a tener que controlarla bien en clase si no quiero que acabe dominándome.
—Claro, cariño —respondo, tendiéndole la mano. Consulto el móvil de nuevo; ya se me han olvidado los demás nombres—. Marta, Fayna, Gabriel y Elías. Venid conmigo, ¿vale?
—Bueno —dice Rubén con una sonrisa que no sé cómo interpretar—. Ya nos vemos.
—Eh… Sí, ya nos vemos —acierto a responder—. Hasta el jueves.
Me llevo a los cinco niños hacia el aula del fondo, con cuidado de no perder a ninguno por el camino. En realidad, no he preparado gran cosa para hoy, tan solo unos juegos de presentaciones para conocernos mejor y aprenderme sus nombres. Y me alegra que sea así, porque no soy capaz de quitarme a Rubén de la cabeza durante toda la hora.
¿Qué posibilidades había de que acabáramos los dos aquí? Estamos a cientos de kilómetros del instituto donde estudiábamos juntos y hemos acabado los dos en el mismo colegio, y además con los mismos niños. Y, aunque ya estoy mucho más cerca de los treinta que de los quince, peligrosamente cerca, no puedo evitar sentirme de nuevo como un adolescente. Como si volviera a ser ese adolescente que apenas comenzaba a descubrir el mundo y conoció el amor cuando todavía no estaba preparado, si es que alguien lo está alguna vez.
Cuando suena el timbre que pone fin a la clase me doy cuenta de que he vuelto a cometer un error: Martina nos había dicho que cinco minutos antes de que sonara el timbre teníamos que recoger el aula y estar preparados para salir, pero no me he dado ni cuenta. Recogemos a toda prisa y, cuando salgo de allí, me encuentro con Clara esperando al otro lado de la puerta, rodeada de un corrillo de niños algo mayores que los míos que parecen completamente enamorados de ella. ¿Cómo es posible que haya conseguido hacerse con ellos tan pronto?
—¡Hola! —me saluda con una sonrisa—. ¿Cómo ha ido tu primer día?
Me esfuerzo por devolverle la sonrisa mientras reúno a mis niños en una fila. Si ya es difícil con los cinco que tengo yo, no me quiero ni imaginar cómo será tener que lidiar con los catorce o quince que tiene ella.
—Bueno, ha estado bien. ¿Tú qué tal?
—Pues bien, tengo a los mismos niños del año pasado, así que ya los conozco. ¿Los tuyos qué tal? —pregunta, echándoles un vistazo mientras nos ponemos en marcha—. ¿Son buenos?
—Sí, sí, parecen buenos críos —respondo distraído—. Oye… ¿Sabes dónde están los profesores?
—¿Los demás monitores, dices? Pues tenemos que ir todos al patio para esperar a los padres. ¿Necesitas algo?
—No, no —me apresuro a responder—. Era solo curiosidad.
Mierda. Tendría que haberlo supuesto. Rubén es un profesor de verdad, no un simple monitor de extraescolares como yo. Él se habrá ido después de entregarme a mis niños; probablemente esté ya en su casa. Su casa… Recuerdo esas veces que fui a su otra casa, esa en la que vivía cuando los dos éramos adolescentes. Recuerdo mi nerviosismo al entrar y la tensión que sentía cada vez que estaba a solas con él, en su habitación, una tensión que iba creciendo a lo largo de las semanas. Recuerdo exactamente todo lo que hacíamos en ella. Estoy seguro de que, si cerrara los ojos, podría recordar cada detalle de esa habitación.
Los siguientes diez minutos transcurren como rodeados de una neblina que lo difumina todo a mi alrededor. Salimos al patio, que está convertido en un caos de niños, monitores y padres recogiendo a sus hijos. Por suerte, Clara me indica dónde tengo que esperar, así que apenas tardo unos pocos minutos en entregar a todos los niños. No sé si debería quedarme a esperar a Clara o si tendría que hablar con Martina, así que miro a mi alrededor durante unos instantes, un tanto confuso. Pero no veo a nadie que conozca y tampoco me habían dicho que tuviera que quedarme, así que me voy.
Al sacar el móvil, veo que tengo un mensaje de Natalia. Después de quince años, continúa siendo mi mejor amiga, y es ella quien me ha proporcionado todo el apoyo moral que necesitaba antes de comenzar en el trabajo.
Natalia:
Eriiic!
Qué tal el primer día?
Todo bien?
Yo:
Bueno, bien
Tía, te acuerdas de Rubén?
Natalia y yo nos conocemos desde el mismo 3.º de la ESO, que lo conocí a él, así que en su día se tuvo que comer todos mis dramas con Rubén.
Natalia:
Qué Rubén?
Espera
El del cole??? Tu Rubén???
Yo:
Sí, tía
Adivina quién es el profe de mis niños
Natalia:
No jodas!!!!
Es coña, no?
Yo:
Qué va
Me he quedado flipando
Natalia:
Y qué tal??
Qué te ha dicho?
Yo:
Pues nada, la verdad
No me ha reconocido, tía xd
Natalia:
No jodas
Estás seguro?
En realidad, no lo estoy. O, al menos, no del todo. Recuerdo esa expresión que me pareció ver en su rostro cuando le dije mi nombre. ¿De verdad fue solo mi imaginación, o realmente le cambió la cara al oír mi nombre? Y recuerdo también la pausa que hizo antes de pronunciar mi nombre en voz alta. ¿De verdad no me había reconocido? Sí, ya han pasado casi quince años, pero los amigos del instituto no se olvidan. Porque eso es todo lo que fuimos después de todo, ¿no? Amigos. Aunque yo habría querido ser más que eso. Mucho más que eso.
Yo:
No lo sé
No me dijo nada
Natalia:
Y tú tampoco??
Yo:
No, la verdad es que no
Me quedé muy bloqueado
Natalia:
Y no crees que a él le pudo pasar lo mismo??
Erais muy buenos amigos, seguro que se acuerda
Tampoco me resulta una opción descabellada. Después de todo, si a mí me chocó verlo, ¿por qué no iba a pasarle lo mismo a él? Uno no ve todos los días a su mejor amigo de hace quince años, aunque la cosa durara poco. Igual no estaba seguro de que fuera yo, o igual pensaba que era yo quien no se acordaba de él. Natalia tiene razón: éramos muy buenos amigos por mucho que después nos distanciáramos, así que es imposible que se haya olvidado de mí.
¿Verdad?
Lunes, 10 de enero de 2005
Necesitaba ayuda.
Y el único que podía ayudarme en aquella situación era mi hermano.
—Luis —resollé sin aliento en cuanto llegué a casa, irrumpiendo en su habitación—. Te necesito.
—¿Qué quieres, pesado?
Estaba tirado en la cama, en calzoncillos, leyendo un cómic mientras se rascaba el paquete con aire distraído. Un espectáculo que hubiera preferido ahorrarme, pero tendría que aguantar si quería conseguir mi objetivo. Por lo general, solía evitar su habitación siempre que podía. Estuviera él dentro o no, siempre había tres constantes en ella: mal olor, calzoncillos por el suelo y pósteres. Muchos pósteres. Y la mitad eran de Star Wars, lo cual significaba que era la persona perfecta para sacarme de mi ignorancia.
—¿Vemos Star Wars?
Se quedó tan sorprendido que se le cayó el cómic de entre las manos. Me miró durante unos instantes, boquiabierto, antes de ser capaz de contestar.
—Estás de coña, ¿no?
Llevaba como mínimo diez de mis quince años recién cumplidos tratando de convencerme para que viera las películas con él, pero jamás lo había conseguido. Lo más cerca que estuvo fue una vez, cuando yo tenía seis o siete años, en la que me senté con él en el sofá mientras veía una de las películas. Todo iba bien hasta que, de repente, apareció una especie de babosa gorda y gigantesca que me hizo salir corriendo de allí, aterrorizado. Siempre pensé que esa escena me había creado un trauma y por eso jamás había vuelto a ver ninguna de las películas, porque desde ese momento me había negado en rotundo cada vez que me había propuesto ver alguna.
—Tenemos que hacer un trabajo de Inglés sobre alguna película y mi compañero ha escogidoStar Wars,así que… tengo que verlas.
Podía ver un brillo de puro entusiasmo en sus ojos grises, los mismos que habíamos heredado los dos de nuestro padre.
—Vale. Esta tarde empezamos el maratón —decidió—. ¿Prefieres el orden cronológico o el de estreno?
—Eh. No sé. ¿Qué quieres decir?
—A ver, ¿prefieres empezar por las originales o por las precuelas?
Ya estaba hablando igual que Rubén, y a él tampoco lo entendía. Por suerte, Luis era mi hermano y no quedaría mal si se lo preguntaba.
—Tío, que no sé de qué me estás hablando. Explícamelo.
—En serio, ¿qué os enseñan en el instituto? —Soltó un suspiro de resignación—. A ver, primero se estrenó La Guerra de las Galaxias,que después se llamó Una nueva esperanza. Ese es el Episodio IV, que es de los setenta. Y después llegaron El imperio contraataca y El retorno del Jedi,que son los Episodios V y VI.
—¿Por qué empezaron por el cuarto? —pregunté, un tanto confuso—. No tiene sentido, ¿no?
—Es muy largo de explicar, pero lo importante es que esos fueron los primeros que se estrenaron. ¿Me sigues por ahora? —Asentí con la cabeza y él tomó aire para continuar—: Vale, pues hace como seis años comenzó la trilogía de las precuelas, que serían los Episodios I, II y III. De momento se han estrenado La amenaza fantasmay El ataque de los clones, pero este verano ya sale la tercera, La venganza de los Sith.¿Lo pillas?
Asentí una vez más con la cabeza.
—Entonces, empezamos por el Episodio I, ¿no? La de los fantasmas esos.
—Personalmente, no te lo recomiendo —respondió, negando con la cabeza—. Piensa que todavía falta el Episodio III, así que tendrías que pasar del II al IV y sería un poco extraño. Yo creo que es mejor que vayamos por el orden de lanzamiento. Empezamos por el Episodio IV, y después de terminarnos la trilogía original ya nos vemos las precuelas. ¿Te parece bien?
No sabía ni qué decir; tanta información de golpe me resultaba abrumadora. Menos mal que eran solo seis episodios y no nueve.
—Sinceramente, tampoco te creas que me he enterado mucho —admití—. Pero confío en ti, así que lo que tú digas.
—Ya verás, te van a encantar —dijo con entusiasmo, aunque yo no estaba tan seguro—. ¡Y en verano podríamos ir al cine a ver el Episodio IIIjuntos! Fijo que sacan el tráiler dentro de poco, tengo unas ganas que me muero.
—Bueno, bueno, tampoco te emociones —respondí entre risas—. De momento nos vemos estas y después ya hablamos, ¿vale?
Y así fue como empezó mi maratón de Star Wars. Cinco películas en dos tardes, y todo para poder estar preparado para cuando tuviera que hablar de la saga con Rubén. Lo bueno de verlas con Luis es que era el mayor experto en la saga que conocía, así que no le importaba responder a todas mis preguntas y dudas sobre las películas.
Supongo que, si lo analizo en perspectiva, esa fue la primera locura que hice por amor.
Se estremece bajo mi peso mientras lo embisto con fuerza, temblando de placer mientras suelta unos jadeos que quedan ahogados por la almohada.
—Joder… —gimotea Álvaro contra la almohada—. Sigue, Eric…, sigue.
Continúo moviendo las caderas, aumentando la velocidad todavía más mientras él se estremece debajo de mí. Arquea la espalda y, entonces, una serie de gemidos prolongados señalan que ya ha terminado. Sus piernas ceden y se desploma sobre la cama, haciéndome caer con él. Aunque no me detengo todavía.
—¿Crees que aguantas un poco más? —susurro contra su oreja, abrazando su cuerpo inmovilizado debajo del mío.
—Sí, tranquilo —responde con la respiración entrecortada—. Tú sigue.
Pero, en realidad, tampoco tardo mucho más. Con su cuerpo atrapado debajo de mí, aumento cada vez más la velocidad hasta que siento ese estallido de placer que, por un momento, hace que me olvide de todo. Y eso es justo lo que necesitaba esta semana.
Me quedo inmóvil sobre Álvaro, abrazándolo con fuerza y con la cara enterrada en su pelo demasiado largo.
—Eric… —susurra tras unos instantes—. Me estás aplastando.
—Perdona.
Me apresuro a quitarme de encima de él y me tumbo a su lado. Él, sin embargo, continúa sin moverse.
—Acaríciame un poco la espalda, anda —me pide con la voz ahogada contra el colchón.
—Qué cara tienes —respondo entre risas.
Sin embargo, hago lo que me pide. Es una rutina que me gusta, muy diferente a la que he tenido con otros follamigos. Álvaro es especial; nunca es y nunca ha sido un polvo más para mí. Álvaro es mi amigo de verdad. Un amigo con el que suelo acostarme varias veces por semana, sí, pero un amigo, al fin y al cabo. Mi mejor amigo, en realidad.
—¿Estás bien? —pregunta tras unos minutos de silencio, claramente preocupado—. Estás muy callado hoy.
—Sí, sí, lo siento… Es que no dormí muy bien anoche.
—No te preocupes. Creo que será mejor que me duche y me vaya a casa. Y tú deberías descansar, que mañana tienes cole —añade con un guiño.
—Te recuerdo que no empiezo hasta las tres —respondo en mitad de un bostezo, y aprovecho la oportunidad para picarlo un poco—. No todos tenemos que madrugar.
Me siento de espaldas a la pared, frotándome los ojos con los puños. Él se incorpora para mirarme durante unos segundos. A continuación, baja la mirada hasta su vientre pegajoso y después hasta las sábanas, que también lo están.
—Te he pringado la cama… Lo siento —se disculpa con una sonrisa.
—Ni que fuera la primera vez —respondo entre risas mientras me quito el preservativo—. Ya cambiaré las sábanas luego.
—¿Te vienes a la ducha conmigo?
—Sí, claro.
Normalmente habría respondido con más entusiasmo, en parte porque me gusta que nos duchemos juntos y en parte porque eso muchas veces significa una segunda ronda. Sin embargo, hoy tengo la cabeza en otra parte. Tiro el condón a la papelera y sigo a Álvaro hasta el cuarto de baño, sumido en mis pensamientos.
—Oye, ¿seguro que estás bien? —pregunta mientras se mete en la bañera y abre el grifo para que el agua se vaya calentando—. Es que te veo muy raro.
Suelto un suspiro antes de contestar. Sé que se lo acabaré contando tarde o temprano, así que tampoco tiene mucho sentido seguir retrasándolo.
—Sí, no es nada… Un encuentro inesperado, nada más.
—¿Algún antiguo amor? —pregunta entre risas.
Mi primer impulso es negarlo. Sin embargo, nunca le he mentido a Álvaro, desde el primer día que quedamos. Nos conocimos por Grindr, durante mi primera semana en Madrid. Él buscaba sexo y yo también. Nos gustamos enseguida y además vivíamos relativamente cerca, así que quedamos esa misma noche. A veces, las cosas eran así de simples. Sin embargo, después del sexo ocurrió algo que pocas veces me había pasado: nos quedamos hablando durante horas. Concretamente, hasta las seis de la mañana. Y, después, le dije que se quedara a dormir conmigo, a pesar de que vivía a solo veinte minutos a pie. Nos despertamos a la hora de la comida, metimos una pizza en el horno y nos pasamos toda la tarde y buena parte de la noche viendo películas malas en Netflix. Y también haciendo otras cosas, claro.
Y, por sorprendente que pueda parecer, ese fue el inicio de algo muy bonito.
Ni somos ni hemos sido nunca pareja, por supuesto. Ninguno de los dos siente ninguna clase de atracción romántica hacia el otro. Sin embargo, ese encuentro fortuito a través de Grindr fue el inicio de mi primera amistad de verdad en Madrid, y también la más importante. Álvaro no es solo alguien con quien acostarme cuando a los dos nos apetece. Es alguien con quien ir al cine o de fiesta. Es alguien con quien pasar las tardes viendo series y películas. Y también es alguien