Lo que sé de nosotros - Aitor Iturriza Mendia - E-Book

Lo que sé de nosotros E-Book

Aitor Iturriza Mendia

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Beschreibung

A pocas semanas para las elecciones del País Vasco, Arturo, jefe de prensa de un joven partido político, pasa la peor mañana de su vida: minutos después de que su novia rompa definitivamente con él y le cierre la puerta en las narices, le comunican también que la candidata de su partido, Lara Rico, ha desaparecido misteriosamente sin dejar rastro. Obligado por las circunstancias, Arturo deberá recomponerse, organizar la búsqueda y comenzar un largo e inevitable viaje hacia la madurez. Una novela trepidante en la que los elementos clásicos del thriller político se mezclan con un lúcido y despiadado análisis de la realidad social vasca a través de empresarios estrafalarios, migrantes, siniestros neonazis, jóvenes ilusionados por una nueva etapa en Euskadi y la difuminada presencia de antiguos miembros y estructuras de ETA. Lo que sé de nosotros es una novela generacional en vilo entre el pasado y el futuro, el drama y la comedia, la esperanza por un nuevo porvenir y la resignación por un pasado cuya sombra se proyecta inexorablemente sobre todo el país.

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A María, señorita rock & roll

I

 

 

 

Debería decirle algo a Idoia, pero no soy capaz de encontrar las palabras. Los jefes de prensa tenemos listas de términos que podemos usar y listas de palabras prohibidas que jamás deberíamos tocar. De un tiempo a esta parte, y más esta mañana, siempre que trato de hablar con Idoia todas las palabras a mi alcance parecen salir de la lista prohibida. Así que no digo nada. Y ella se desespera.

—¡Madura de una vez!

Se aleja como si lo repitiera a cada paso que da. Me deja plantado con un café frío y el móvil ardiendo al borde del colapso por todos los mensajes y llamadas que recibo. Son las 7:39 de la mañana.

—Abre los ojos, ¿no ves esto? —me dice.

Veo a una treintañera con ojeras y legañas, pero ni rastro de lágrimas. Veo el vestíbulo de mi piso como si fuera la cabina presurizada de una nave espacial y, al otro lado de la puerta abierta, el espacio exterior, y luego todo el universo, y luego Idoia. También veo que la vecina abre la puerta y saca a su diminuto y diabólico yorkshire, que hoy pasa de puntillas, como su dueña. Sin duda han oído lo más sustancial de la bronca. Sé bien que no es el rellano y la vecina a lo que se refiere Idoia, claro. Y no digo nada. Ella suspira, da media vuelta y sale del piso dando un portazo.

Tenía que haber imaginado que esto iba a ocurrir. Nadie se planta en la puerta de tu casa a estas horas si no es para soltar de una vez la idea que no le deja dormir, la bomba cuyo tic-tac le enloquece y debe dejar que estalle ya da igual a qué hora. ¡Bum! «Tenemos que dejarlo, tienes que madurar de una vez».

Desde la ventana la veo caminar por el paseo Colón en dirección hacia el puente de Santa Catalina. Se va con la pesada marcha de los buques que dejan el puerto: un movimiento lento que sin embargo avanza y a estas alturas ya es imparable. Podría correr, dejar el café, dejar el móvil y, antes de que cruce el puente, alcanzarla y disculparme. Podría retomar el tema con calma, comprender las razones de lo que dice y quizás dar pie a una reconciliación y hasta puede que a un beso, que es posible que un turista (forzosamente madrugador) inmortalizara con una foto como si fuéramos dos figurantes más en una postal de Donostia-San Sebastián. Pero eso, por desgracia, no funcionaría y, francamente, nunca he sabido cuándo es el momento adecuado para salir corriendo para besar a alguien, y menos con Idoia, que reaccionaría con una de sus miradas de rayos láser furiosos capaces de reducir a escombros la torre más alta del mundo. Así, la dejo marchar; el barco se va.

Además, no hay tiempo para pensar en estas cosas, el teléfono no deja de sonar. Soy el jefe de prensa de un partido político a menos de dos semanas de una campaña electoral. Básicamente, soy una de las cinco personas en este mundo que más llamadas recibe estos días; las otras cuatro son mis colegas responsables de prensa de los otros partidos, y quizás algún vidente o médium televisivo, el resto ya ha robotizado el servicio. Sueño con un futuro en el que una máquina me arrebate el puesto. No es tan descabellado, los políticos ya son casi robots; sería una consecuencia lógica de nuestra democracia. Los jefes de prensa nos dedicamos básicamente a eso, a coger el teléfono y a contestar preguntas en un interrogatorio interminable. Montamos y desmontamos relatos, nos defendemos y contraatacamos con argumentos más o menos afortunados que tratan de resignificar palabras, ideas y lugares. Si lo hacemos bien puede que la gente vaya a votar por algo más que por costumbre. Somos los primos enclenques de los publicistas, vendemos estados de ánimo y deseos, pero a diferencia de aquellos —que son recompensados y cuidados por el sistema como príncipes y atraviesan la vida con un coche de lujo como un supositorio que da por el culo al resto del mundo—, nosotros somos una raza odiada destinada a conducir por carreteras sinuosas a deshoras con coches que el mundo parece haber cagado.

En fin, el trabajo es una planta más del mismo trasatlántico que esta mañana llevaba escrita en el casco y en letras gigantes la palabra madurar, un crucero al que nunca sabes si subes o bajas y desde el que te saludan con sonrisa maligna ancianas calvas y niños resabidos con bigote.

Cojo el teléfono. Cae una nueva bomba, y ya van dos: Hiroshima y Nagasaki, y yo con un pie en cada una. Y todavía no han dado las ocho de la mañana. La noticia me la anuncia Lucía, con voz preocupada que no deja de tener cierto aire a «te lo dije».

—Lara ha desaparecido.

 

 

 

 

Bajo el cielo azul y sobre el verde radiactivo del monte Urgull, el Sagrado Corazón parece seguir, hoy más compungido que nunca, el deambular desnortado de los simples mortales, y es inevitable preguntarse en qué momento la vida se convirtió en eso que se mueve a lo lejos, más allá de la terraza de la casa de Lara Rico.

—Quizás esté corriendo por ahí afuera, un poco de ejercicio matutino.

Pero ambos sabemos que es mentira. En esta ciudad la gente tiene una especie de enfermedad que los empuja a hacer deporte compulsivamente, pero no es el caso de Lara.

—Ha huido.

—Que no esté no significa que haya huido.

Lucía me mira con sus profundos ojos negros. Me dice algo, pero no le presto atención. Ha llegado el día que me temía pero que había preferido borrar de la cabeza. Hasta ahora, como mucho, había sido una broma recurrente: «No sé cómo todavía no ha huido con lo que se le viene encima»; «Yo en su pellejo cogería todo el dinero de la campaña y me iría a Brasil»; «Un día de estos, volviendo a casa de algún plató, cogerá la autopista y se irá lo más lejos posible, hasta Vladivostok».

Lucía me agarra fuerte de los hombros para encararme. Si estuviéramos en una película me zarandearía o me daría una bofetada.

—¿Qué vamos a hacer? Mi hermana no es el tipo de persona que desaparece sin avisar.

—No. ¿A qué hora habías quedado con ella?

—Habíamos quedado temprano, me dijo que iba a estar en casa.

Mierda.

En cuanto me suelta empiezo a dar vueltas por la casa como si fuera un juguete al que han dado cuerda. Lucía se pone nerviosa y vuelve a agarrarme de los hombros. La miro y mi mirada debe de parecer que viene desde muy lejos porque entorna los ojos y me escruta como si tuviera ante sí a un extraño. Sus ojos negros son como los de Lara; son como los de su padre, pienso. Ojos que durante generaciones rascaron el horizonte egipcio en busca de algo más que desierto. Los ojos de un continente maltratado y que ahora se mezclan en estos que han crecido contemplando un mundo con menos aristas, más amable, más redondo. Consigo tranquilizarme, me relajo y me libera poco a poco los hombros. A su lado, en una estantería, Lara me mira desde una foto como si no hubiera hecho nada malo.

Lara Rico es nuestra candidata en las próximas elecciones autonómicas. Licenciada en psicología, cursó un máster de investigación y luego otro más para especializarse en psicología pediátrica. Habla con soltura inglés, alemán, italiano, castellano y euskera. Apenas ha cumplido los treinta. Es la chica perfecta.

Hasta que terminó los estudios, la vida de Lara parecía estar escrita en un guion, cumplió con todo lo que se le pedía y se esperaba de ella, y lo hizo con creces. Sin embargo, lejos de dedicarse a lo que estudió, Lara ha estado en el paro y ha sido profesora particular, camarera, correctora en una editorial y, por supuesto, becaria en prácticas más tiempo de lo reglamentado. Lara es, en definitiva, el desprendimiento de una generación compuesta por personas con una alta cualificación y cultura del esfuerzo que creyeron en lo que se les prometía y que ya con treinta años siguen en el mismo limbo socio-laboral que cuando terminaron los estudios, encadenando trabajos que en la mayoría de las ocasiones poco o nada tienen que ver ni con su formación ni con sus expectativas de futuro. Gente que se convierte en personas currículum, siempre a la espera de conseguir algo que no llega: obligada a más formaciones, a acudir a la siguiente entrevista, a trabajar en cualquier cosa para no dejar un hueco sospechoso en el perfil de LinkedIn. Son personas a la expectativa. La crisis emborronó el guion, tachó todas las líneas e hizo que la fachada del sistema se tambalease y dejara al descubierto el vacío: como casas de atrezo en un plató de cine, solo quedaba el esqueleto que sostenía una imagen de cartón piedra. El guion que les habían dado ya no era para ellos. Todo lo que les habían prometido si se esforzaban ya no tenía sentido.

Así, la estudiante modelo, la que lo tenía todo en sus manos pero nada en lo que aplicarlo, se reconoció en sus compañeros, en sus innumerables trabajos, y junto a alguno de ellos decidió dar el salto, poner en práctica lo que les habían enseñado y tomar lo que le habían prometido. De este modo, se puso a escribir las páginas de su propio guion y se metió en este polvoriento circo de tres pistas lleno de leones desdentados, payasos tristes y boñigas de elefantes jurásicos llamado política.

Y aquí estamos.

Lucía se parece a Lara. Apenas hay un año de diferencia entre las dos, son casi mellizas, a menudo las confunden. Una idea loca, y si…

—Reacciona.

Ahora sí, creo que han estado a punto de darme una bofetada.

—Lleva sin coger el teléfono y sin conectarse a Telegram desde hace más de doce horas.

—Son muchas horas.

—Demasiadas.

—Es imposible que lleve tanto tiempo sin conectarse sin que le haya pasado nada —insisto.

Lucía asiente.

—¿Hay algún signo de algo?

—¿De qué?

—De cualquier cosa, yo qué sé, de que haya dejado algo a medio hacer, o falte una maleta, o yo qué sé, una pista.

—Esto no es una película.

—No me estás ayudando.

—No, no hay nada fuera de lo normal. Está todo en su sitio. El ordenador, la ropa…

—¿El bolso?

—No hay bolso, ¿pero eso qué significa?

—Nada, yo qué sé.

—También se ha llevado el móvil y la cartera. Y supongo que algo de ropa y las botas Dr. Martens.

—¿Las de flores?

—Sí.

—¿Cómo sabes que faltan esas?

—Porque entre otras cosas me las iba a dejar prestadas, o se las iba a coger.

—Muy relevante todo.

Lucía suspira.

Se parecen, ese gesto también es propio de Lara, suspiros para no arrancarme la cabeza por subnormal. Miro la casa. Estamos en un bajo en el barrio de Aiete, en un lugar en el que nunca podrías comprarte una vivienda. Pero Lara se las ha ingeniado para vivir allí de alquiler. Se trata de un agujero húmedo de unos cincuenta metros cuadrados que han reformado para alquilarlo de forma descarada y sonrojante como loft, pero que tiene un secreto: da a una terraza/jardín de otros cuarenta metros cuadrados colindante con los terrenos de la duquesa de Alba. Solo tiene a su alrededor árboles y monte. Es un cuchitril palaciego, ofrece tranquilidad en pleno centro de la ciudad. Y eso es todo un lujo hoy, cuando San Sebastián se vende al mejor postor —generalmente ruso, si uno se fija en las matrículas de la media docena de jets privados que aterrizan semanalmente en el aeropuerto de Hondarribia— y expulsa a sus habitantes a los barrios y pueblos de la periferia. El «marco incomparable» está cada día más lejos para los donostiarras. En cierta forma, que se haya empeñado en vivir allí es también un gesto reivindicativo, una crítica a nuestra ciudad y a las demás ciudades turísticas que se venden con atardeceres llenos de fuegos artificiales mientras otros nos pudrimos en barrios con pisos-armarios que ni siquiera nos podemos permitir pagar. No es más que un intento de descolgar el maldito «marco incomparable» y mirar la huella de mugre que deja.

Lucía vuelve a la carga.

—¿Qué vamos a hacer? No es normal que haya desaparecido así.

—Tampoco nos volvamos unos memos, parece que si te quedas sin batería en el móvil se acaba el mundo. Lo más normal es que acabe apareciendo. Hoy en día nadie puede desaparecer sin más y que no salten todas las alarmas, y menos si eres la candidata a unas elecciones que se celebran en apenas dos semanas.

—Es muy raro. ¿Y si no aparece qué hacemos?

—Encontrarla, Lucía, qué vamos a hacer si no.

Lucía templa un poco los nervios tras mi respuesta, como si fuera lo que esperaba de mí para no sentirse sola ante el problema que supondría una hermana y candidata desaparecida.

—¿Hay que llamar a la policía?

—¿Qué hora es?

Saco el móvil y compruebo la hora, todavía no han dado las 9:00.

—De momento creo que no. Tengo un acto en Muskiz y tengo que coger ya el coche si quiero llegar. Hagamos una cosa. Quédate aquí, lo más probable es que acabe apareciendo. No sé qué demonios hace, pero no se suele meter en líos. E insiste, ve llamándola, en algún momento cargará el móvil y contestará. Yo también la llamaré de vez en cuando.

—Okey.

—Luego tengo una reunión en Bilbao. Mientras esperas mira a ver si puedes entrar en su ordenador y conseguir algo de información que nos dé una pista.

—Pero…

—Pero, nada. Ponte a ello, si al final acaba apareciendo pues nada, pero quién sabe si estamos perdiendo el tiempo.

Lucía asiente. Tiene veintiséis años y es la encargada de llevar las redes sociales del partido político Aurrera. Morena y menuda, está perdiendo la vista y sus ojos, tras unas gafas con los cristales cada vez más gruesos, se van achicando. Como los presos que después de años sin horizonte se quedan ciegos, Lucía es el ejemplo perfecto de una nueva generación cuyo mundo acaba y empieza en una de sus múltiples pantallas, ya sea del móvil, portátil, tableta o televisión. Es el prototipo de un nuevo ser cuyo horizonte se expande de forma digital: dos dimensiones que simulan una tercera, una profundidad virtual que alcanza simas inimaginables y conecta antípodas al instante, pero que empieza a ser contraproducente para los tabiques y puentes nasales de las personas. Ha cambiado de gafas tres veces en los últimos dos años. Tiene la miopía de un topo y el astigmatismo de un murciélago borracho. Y lo malo es que ahora, si la dejan sin móvil, pierde la última herramienta que le queda para ver algo en este mundo. Cada uno cae en sus propias cárceles.

 

 

 

 

Las relaciones duraderas se empiezan a parecer a esas revistas con ejercicios mentales que uno ha de ir resolviendo para poder pasar a la página siguiente. Se basan en misterios que uno tiene que dilucidar, medias palabras y silencios por descifrar, en enigmas que ni uno ni otro han aclarado aún y que en ocasiones ni siquiera han llegado a formular, pero que intuyen y van dejando crecer en su interior.

Hay dos tipos de amantes. Por un lado, los buenos, los sanos e intrépidos amantes Sherlock Holmes que disfrutan resolviendo los acertijos que cada página les va planteando. Luego están los torpes, aquellos que saben que al final de la revista están las respuestas impresas boca abajo. Yo soy de esos amantes inasequibles al misterio, de esos que saltan del principio al final y viceversa y lo ponen todo del revés.

Mientras pienso en esto, desciendo por la calle de Aldapeta (no sin antes reprimir el impulso de atropellar a algún infante uniformado entre la manada de niños que va a esas horas a la escuela de monjas de la calle citada). Bajo hasta la calle Easo y giro en el hotel Londres para encarar el paseo de la Concha en dirección hacia el barrio del Antiguo y coger la salida hacia la ap-8.

Además de niños pijos, tengo que sortear a unos cuantos deportistas. Normalmente van solos, o como mucho acompañados por otro individuo, pero en conjunto forman una masa de amantes del ejercicio público semejantes a rebaños en perpetua trashumancia. En esta ciudad es casi imposible despistarte al volante y no acabar atropellando a alguien en pantalones cortos.

Sigo mi camino pensando en las últimas palabras de Idoia. Sé que mi nivel de madurez a los treinta no es comparable al de mis padres, y mucho menos al de mis abuelos, pero tampoco es como para darme con la puerta en las narices de buena mañana. No creo ser una persona inmadura, vaya. O al menos creo haber llegado al nivel de madurez e independencia que permite la temporalidad laboral, el salario medio, el precio del alquiler, las facturas de la luz, la tarifa de Internet o la cesta de la compra que nuestros supermercados ofrecen para seguir mínimamente en pie sin morir de cáncer gastrointestinal prematuro.

Cuando me cruzo con antiguos compañeros de instituto me sorprendo admirando las transformaciones que en ellos se han dado con el paso del tiempo (a veces con demasiada concentración por mi parte e inevitable incomodidad por la suya). Ante este tipo de exámenes que la vida me va poniendo delante en mis paseos por la calle un domingo cualquiera, suelo acudir con prisa a mirarme en el reflejo de los escaparates o en los espejos del siguiente bar y ponderar en mí el paso del tiempo. Concluyo casi siempre que, con algún que otro desengaño, sin grandes triunfos pero sin facturas desproporcionadas, sigo siendo el mismo que en la adolescencia. Ya sé que aquí parece estar la clave de mi recientísima ruptura: sigo siendo un niño grande o una especie de pseudoestudiante universitario. Pero no es el caso, más o menos siempre se me ha considerado un joven maduro. No debería ser un paso tan grande abandonar la etiqueta «joven» para ser simplemente alguien «maduro». No sé qué ha podido cambiar desde entonces para que a Idoia ahora le parezca lo contrario.

Tampoco sé si la cuestión de la madurez es la más atinada, si no es en realidad una excusa o algo general que envuelve todas las ideas por las que decide dejarme e irse de esa forma, la raíz de todos los defectos de mi personalidad que han llegado a pudrir la relación. No he cometido errores graves, aunque todo el mundo sabe que las parejas cortan por una serie de factores y vasos comunicantes que desatan cadenas de causas y consecuencias entretejidas e imprevisibles, de tal modo que, a no ser que alguien lo haga rematadamente mal, cuando una pareja lo deja suele haber un equilibrio entre ambas partes de la balanza.

Puede que el miedo al fracaso haya sido nuestro mayor problema.

Bueno, ese y que cuando las cosas no iban del todo bien, Idoia se enrolló una noche con un australiano o neozelandés que estaba de paso. Ahora el tipo en cuestión estará en su país de origen conquistando mujeres de otras parejas y no resulta una amenaza (o no al menos como entidad física capaz de seguir follando con mi novia, o exnovia). A decir verdad, nunca lo fue, y paradójicamente ese ha sido el problema que nos ha llevado hasta aquí. Yo creía que asumir con indiferencia algo así era un signo de madurez. Al parecer no. Al parecer es un signo de desidia, de falta de ganas, de ausencia de deseo y de todo. Puede ser y es descorazonador, la indiferencia es lo mejor que he aprendido a hacer como adulto. ¿Acaso madurar no es aprender a resignarnos ante los golpes de la vida? Creo que no es a lo que se refieren cuando te dicen que madures, pero por lo que he observado, es lo que les ocurre a las personas cuando el tiempo pasa, ¿no?

Aunque lo más importante ahora es saber cómo se tomará Idoia la ruptura, porque hasta ahora Idoia se ha tomado las rupturas como a todos nos gustaría hacerlo: da un portazo y se olvida. Sufre breve e intensamente los dos primeros días, o las primeras horas al menos. Un desahogo inicial violento, pero fugaz, no exento de cierto placer por el melodrama y la autocomplacencia. Y tras la noche de lágrimas (porque en todo caso será eso, una noche), da paso a un nuevo día en el que va reencontrándose con ella misma con una lenta pero constante ilusión. El pudor y el miedo a descubrirse como una desalmada no la hacen saltar de alegría, pero poco a poco va disfrutando sin amarras de los pequeños placeres del pasado que reencuentra y que la definían como persona. Es cuestión de unas escasísimas horas, de dos días, tres a lo sumo, una semana como excepción extrema. Rupturas que duran lo que una gripe, que, tras el malestar y la manta y el sofá y los bolsillos llenos de pañuelos, acaban con ella sana, y un contagio a destiempo en su ex; al que la gripe se le suele prolongar más de lo debido y acaba por complicarse y convertirse en una pulmonía, bronquitis o neumonía crónica.

Creo que no he presentado como es debido a Idoia. Ella también es periodista. No ha sido una excepción a la hora de vivir una juventud precaria y sin futuro, pero siempre ha sabido encontrarse un hueco. Podría decirse que ella se ha guiado siempre por un código propio que la ha ayudado a saltar los obstáculos que le han puesto en el camino. No hace las cosas que se supone que tiene que hacer si está en contra de ellas, aunque llevar a cabo su ideal le perjudique en su carrera profesional. El código propio que sigue lo ha descifrado a partir del rock, que es su pasión y refugio. Su autopista está iluminada por los Pixies, Sonic Youth, la Velvet, Patti Smith, los Stooges, The Cramps, Echo & the Bunnymen, lo justo de Dylan, los Clash, Joy Division, los Smiths por supuesto, y un largo etcétera de rock alternativo. Antes de terminar la carrera de periodismo ya trabajaba en radios locales en programas de música y cultura. Tras una breve experiencia como bajista de un grupo post-punk zarauztarra, además de trabajar aquí y allá en radios, revistas y portales de Internet, organizó festivales underground como el Infest, que durante tres años reunió en las antiguas fábricas de minas del barrio El Infierno de San Sebastián veladas clandestinas de hardcore, rock progresivo, post-punk y grunge. Poco a poco se convirtió en una referencia y fue trabajando en cadenas más generalistas en otros ámbitos además del de la música. Tras casi diez años de experiencia periodística precaria, ahora trabaja de forma más o menos estable en un diario digital, escribe críticas musicales para una revista y un programa de radio y pincha cada quince días en el bar Dabadaba. Tiene treinta y un años y no ha firmado nunca un contrato indefinido, pero siempre ha sabido encontrar algo para vivir como le da la gana.

Llegamos a la relación sin grandes alardes, sus aristas encajaban con mis huecos y viceversa. Descubrimos que nos completábamos como piezas de un puzle que llevan tiempo perdidas y aparecen cuando uno menos se lo espera. Nos conocimos una noche en el bar La Cripta, en un concierto de Las Furias. Idoia era amiga de la guitarrista del grupo punk donostiarra y yo iba con un amigo que tocaba la batería en otra banda. Después del concierto, mi amigo fue a saludar a Las Furias, e Idoia y yo nos cruzamos entre saludo y saludo. A decir verdad, aquella noche hubo algo más que simplemente encajar piezas de un puzle. En pocos segundos descubrí que Idoia era la causa del cambio climático: la primera vez que nos vimos me lanzó una sonrisa capaz de derretir los polos y sepultar medio planeta bajo los océanos en cuestión de milésimas de segundo; avanzada la noche y cuando todo iba rodado, en el momento de la mirada clave no había insinuación, sino ciudades en llamas abrasadas por el napalm, el Amazonas reducido a cenizas, amor en deflagración.

El día después de estar con ella, hablando con Lara, le conté lo ocurrido:

—Idoia tiene los pulgares más feos que he visto nunca. Son como dos pequeños yunques, como si de niña se hubiera pillado los dedos en una puerta y el resto de su cuerpo hubiera crecido salvo los pulgares de ambas manos.

—Eso es porque te sientes culpable y buscas una excusa para no tirártela —me dijo Lara cuando le conté aquella primera noche.

—No, son realmente espantosos.

—Venga ya. Esa mujer está claramente por encima de tus posibilidades, solo buscas excusas porque tienes miedo.

—Es como si fuera una extraterrestre de lo guapa que es.

—No digas estupideces.

—Esto confirma mi teoría de los pulgares: estudiaron mal la anatomía humana antes de lanzarla de la nave nodriza hacia la Tierra. Mientras la diseñaban, a esos alienígenas se les debió de pasar por alto la página dedicada a los dedos en el libro del cuerpo humano y juntaron los pulgares de los pies con los de las manos. Una tragedia, como quien termina un bizcocho con un pastel de carne porque se le quedaron adheridas la penúltima página de una receta con la primera de la siguiente.

—Estás loco. Y eres un cretino.

Quedé para verme con Idoia pocos días después, en un bar cerca de la emisora en la que ella trabajaba por aquel entonces. Yo pasaba por ahí a menudo cuando me tocaba alguna entrevista política que se emitía un poco antes de su sección musical. Nos reímos al pensar que algún día pudiéramos haber acabado a pocos metros, separados solo por una cabina de control de sonido. En fin, la segunda noche todo fue más vergonzoso y torpe que la primera, pero un mecanismo secreto seguía girando y encajando piezas que activaban algo desconocido. Y, bueno, en algún momento todo nos llevó a besarnos, y sonó una de los Pixies y sentí las ganas de, como en aquella película, fabricar explosivos a base de jabón para hacer volar los edificios más altos de la ciudad mientras le daba la mano, «me has conocido en un momento extraño de mi vida».

Apenas unas semanas después, coincidimos una tarde en los estudios en los que trabajaba y como si la opción hubiera estado allí al alcance de la mano desde el principio y todo fuera muy sencillo, ella me ofreció bajar a la ciudad en su furgoneta repleta de discos que desbordaban las guanteras y el salpicadero. Y desde entonces, hasta esta mañana, siempre compartimos viaje.

 

 

 

 

«El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura». Lara sigue sin coger el teléfono.

Del cielo gris plomo cuelgan cables de acero como partituras de una marcha fúnebre anotada por luces rojas y amarillas. Estoy en Muskiz, más concretamente en la explanada del parking vacío del cementerio de Muskiz, junto a la curva de una carretera imposible que no lleva a ningún lugar (más que al cementerio). Al otro lado de la carretera se desparraman las ruinas de una iglesia y las puertas de un bar parecen dar una bienvenida funesta en consonancia a la de los mausoleos cercanos. A nuestro alrededor la inmensa refinería de Petronor lo devora todo. La planta tiene las dimensiones de una ciudad a medio camino entre la belleza ciberpunk y la más prosaica fealdad roñosa. Todo un entramado de tuberías y carreteras irisadas recorre un organismo de tanques de gasolina refinada y decenas de chimeneas y torres de cemento que desafían un cielo que van armando con nubes de hormigón a su imagen y semejanza. Cerca del bar hay un parque infantil con dos columpios que, definitivamente, dan la última pincelada a un paisaje de desastre industrial postapocalíptico. La labor de un jefe de prensa muchas veces pasa por hacer de anfitrión en estos lugares a los que nadie en su sano juicio acudiría si no es porque hay un político en campaña.

Y, tras llamadas fallidas a Lara Rico, llamadas entrantes de periodistas con peticiones, preguntas y ruegos de lo más variopintos, el acto ha acabado. Me retiro al bar a escribir la nota de prensa. En algunos pueblos deben de reconocerme ya como ese forastero extraño que bebe café de forma compulsiva y escribe apoyado sobre una mesa, sobre la barra, sobre la máquina de tabaco o el congelador de los helados. Mi trabajo se verá recompensado en el momento en el que un camarero me reconozca con el leve gesto de cabeza con el que obsequia a sus clientes habituales y me sirva «lo de siempre» sin haber abierto la boca.

Escribo la nota rodeado de viejos parroquianos que parecen no tener otro lugar en el que estar. Uno de ellos se ahoga cada cinco segundos en los carraspeos que fuerza para evitar ahogarse del todo. Nadie habla con nadie. Parecen estar allí por una suerte de tradición o liturgia mortuoria. Solo interactúan cuando llega alguien nuevo y lo saludan o cuando se despiden. Son momentos de una alegría fugaz, de un compañerismo que estalla y se apaga en cuestión de segundos y que se da entre los clientes y entre estos y los camareros; cosa que hace que todo ese ambiente sombrío tenga cierto misterio melancólico. En algún momento esa chispa de alegría debió de ser algo más grande, la chispa que los unió a todos. ¿Cómo han llegado hasta aquí y en qué momento quedaron atrapados en este lugar? ¿Qué es lo que los retiene? Y lo más inquietante y preocupante, ¿cómo he acabado yo aquí escribiendo una nota de prensa triste e insulsa con un café aguado sobre la mesa?

—¿Puedo cogerte el periódico?

Levanto la vista del ordenador. Un hombre me señala el periódico que hay sobre la mesa.

—Claro.

Lo coge dubitativo, como si no quisiera ser brusco delante de un forastero. Luego se retira y se sienta a la barra para comentarlo en voz alta con todo el bar en general y con nadie en particular.

—Hay que ver lo de este tipo. Los vascos al final siempre tenemos que solucionarle la papeleta al resto.

Se refiere a la noticia de portada. Ignacio Huarte, un empresario de éxito que creó una marca de ropa ligada al surf, ha cedido el camping que posee en las Landas para que los refugiados que llegan desde África tengan un lugar en el que descansar. Ha acondicionado roulottes y toda una zona para que estas personas, muchas de ellas menores de edad, puedan pasar el otoño y el invierno allí. Huarte critica la dejadez de los gobiernos español y francés ante lo que califica una emergencia humanitaria, y pide que ambos se impliquen en poner soluciones. Denuncia que, como ya han advertido movimientos sociales y ong, el Gobierno galo esté quebrantando la legalidad internacional al devolver en caliente a los migrantes que cruzan la frontera en Irún, y le da un tirón de orejas al Gobierno vasco y al español por no prever centros de acogida en la frontera y dejar en manos de la ciudadanía la asistencia a personas que huyen de los desastres de las guerras y hambrunas. En la foto que ilustra la noticia Ignacio Huarte posa de brazos cruzados junto a una de las entradas del camping frente a la playa de las Landas. La imagen no deja de tener potencia, ya que combina un extraño y bien maridado contraste entre su imagen de hippie surfista entrado en años (un tipo fibroso de melena encanecida, Ray-Ban, camisa hawaiana, bañador con motivos «surferos», con los pies negros de quien anda descalzo) con la reivindicación social. Antes de convertirse en un empresario filántropo y algo excéntrico, a finales de los años setenta, fue un deportista ecléctico y tuvo cierto reconocimiento. Siempre con un toque más aventurero, se dedicó, con más marketing que éxito, a la escalada primero y al surf después. Mi padre lo conoció de joven cuando ambos empezaban a calzarse los primeros pies de gato y a subirse a cualquier pared que encontraran (es mi padre el que en alguna aparición televisiva de Huarte ha tasado su pericia de vendedor por encima de la de deportista).