LOKI y el collar de Freya - Aranzazu Serrano Lorenzo - E-Book

LOKI y el collar de Freya E-Book

Aranzazu Serrano Lorenzo

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Beschreibung

La hermosa Freya, enviada por Odín al mundo de los enanos, queda prendada de un majestuoso collar que estos, los mejores herreros de los nueve mundos, están elaborando. Se trata de una joya única que contiene el fulgor y la hermosura de las estrellas del firmamento. Deseosa de poseerlo a toda costa, despliega sus dotes de seducción para que los enanos se lo entreguen. Cuando lo averigua, Odín, que desea a la bella diosa desde antiguo, enloquece de celos y urde su venganza. Loki, siempre dispuesto a agradar a Odín, se deja seducir por la misión, a pesar de saber que con ella no solo arriesga su vida, su honor y el reciente respeto de los dioses, sino también el afecto de su esposa.

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Seitenzahl: 156

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Dramatis personae

1. Viaje a Svartalfaheim

2. Un tributo para Freya

3. Loki y el campesino

4. Brisingamen

5. El pacto

Galería de ilustraciones

Los mundos más allá de la muerte

Notas

© Aranzazu Serrano Lorenzo por el texto de la novela

© Juan Carlos Moreno por el texto de Mundo vikingo

© Juan Venegas por las ilustraciones de cubierta y de portadilla

© Diego Olmos por las ilustraciones de interior

© 2019, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño de cubierta: Tenllado Studio & Llorenç Martí

Diseño interior: Luz de la Mora

Fotografías: Roberto Fortuna, commisioned by the Danish National Museum/

Wikimedia Commons: 105; Haukurth/Wikimedia Commons: 107;

Jakob Sigurðsson/Wikimedia Commons: 111

Realización: EDITEC

Dirección narrativa: Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Laia San José Beltrán

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO663

ISBN: 978-84-1098-557-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

DRAMATIS PERSONAE

Dioses

FREYA — poderosa diosa nacida en Vanaheim, la más hermosa e importante de la creación por sus poderes sobre la fertilidad y el amor. Es hija de Njörd, dios de la costa, y hermana de Frey, dios de la fecundidad.

LOKI — maestro de la mentira y del engaño, fue acogido por Odín en Asgard a pesar de su turbia personalidad, con la esperanza de que pudiera servir de herramienta de cambio para el mundo y ayudar a los dioses con su agudo ingenio.

ODÍN — primero de los dioses, llamado el Padre de Todos. Vigila el orden de la creación desde su trono Hlidskjalf, situado en el palacio de Valaskjalf, el primero que se edificó en Asgard, el mundo donde habita la estirpe de dioses que desciende de su sangre, los dioses ases.

SIGYN — esposa de Loki, cuyo nombre significa «amiga de la victoria». Es una valkiria, una diosa ligada a la guerra, cuyo cometido es elegir a los héroes caídos en el campo de batalla y conducirlos al Valhalla.

HEIMDALL — guardián del Bifröst, el puente del arcoíris, que conduce a Asgard. Hijo de nueve madres ligadas al mar, destaca por su extraordinaria percepción y su celo a la hora de velar por la paz y la seguridad del recinto de los dioses ases.

HOENIR — dios de físico imponente, aunque de poco ingenio; es siempre fiel a Odín, con quien le une la amistad desde los primeros tiempos del mundo.

GUNNUR — otra de las valkirias, de fuerte constitución, excelente en el dominio de todas las armas.

Enanos

DVALIN, ALFRIK, BERLING y GRER — cuatro enanos forjadores de extraordinaria destreza que habitan en Nidavellir, la capital de Svartalfaheim, el reino del subsuelo, y forjan el extraordinario collar Brisingamen.

—1—

Viaje a Svartalfaheim

a tierra era de una negrura absoluta, y quien osaba mirarla demasiado se veía ciego, sobrecogido por un vacío tan tenebroso que producía vértigo y también helaba el corazón. Porque aquella oscuridad caliente y ácida jamás había recibido la bendición de un rayo del sol.

Aún quedaban unos pocos rincones vírgenes como aquel en Asgard, tierras hostiles e hirvientes donde el fuego brotaba del suelo costroso, para convertirse, al contacto con el viento del norte, en un paisaje de afiladas y caprichosas formas salidas de la peor pesadilla. En esas regiones inexploradas, la vida estaba vedada, nada podría germinar en ese suelo estéril, ningún ser encontraría alimento en esas laderas ásperas ni podría sobrevivir a ese aire emponzoñado.

Allí donde Odín se encontraba, recogido en su manto y su sombrero de ala ancha, la tierra bruna aún humeaba. Su figura parecía una más de esas retorcidas creaciones rocosas que cincelaban el paisaje, soportando con indolencia las fieras rachas de viento. Bajo sus botas, el dios percibía la primigenia calidez del suelo. Su pecho ardía al respirar el veneno que emanaba de surtidores ambarinos, esparcidos aquí y allá, como macabras fuentes del sueño eterno. Pocos habrían sido capaces de soportarlo, pero él era señor de Asgard, Padre de Todos y Cantor de las Runas Mágicas. Ninguno de los elementos malignos que emergían de aquel bastión de la muerte podrían hacerle daño alguno.

No muy lejos, en la costa, el mar se batía en poderío con la tierra incandescente. Las olas golpeaban furibundas los escarpados acantilados, levantando montañas de espuma, como si trataran de sofocar las coladas que surcaban la tierra negra como venas de fuego.

Al final, la tempestad oceánica terminó deviniendo en un tibio aguacero que alivió de forma efímera el aire insalubre.

Paciente, Odín permaneció de pie bajo la llovizna, aguardando el ansiado momento.

Cuando su tenacidad ya amenazaba con resquebrajarse por el ansia de la espera, notó un leve movimiento bajo sus botas. Al principio fue un temblor casi imperceptible, después, el movimiento se hizo visible ante su mirada: los duros guijarros negros se desintegraban, deshaciéndose bajo la lluvia y convirtiéndose en tiernos terrones. Como un milagro, una pequeña mancha verde asomó entre la tierra oscura, un fulgor de vida en aquel páramo inerte. El brote afloró con timidez, casi temeroso, para brotar con fuerza en tan solo un instante, desafiando la muerte que lo rodeaba, creciendo hasta convertirse en un orgulloso tallo repleto de hojas fuertes.

En seguida, el milagro se repitió por todas partes en el páramo brumoso: motas verdes asomaban aquí y allá como una miríada de estrellas esmeraldas en un firmamento sin luna. Los brotes incipientes de hierba se alzaron victoriosos hasta conformar un suave campo de espigas verdes. En medio de aquel prado recién nacido, un camino de musgo se esparcía sobre la dura roca, anticipando la inminente llegada de su señora, Dadora de la Vida.

Odín sonrió bajo su tupida barba.

—Al fin. Freya.

La niebla le impedía ver más allá, pero pronto su figura excelsa fue tomando forma entre las vaporosas volutas. Lo primero que vio de ella fue su pie descalzo, puro como el mármol, posándose con sutil delicadeza sobre una mullida alfombra de verdor. Al tocarla con su pie, nuevas formas de vida vegetal brotaron del suelo, creciendo velozmente para saludar a la diosa, enredándose juguetonas en sus tobillos.

La niebla caracoleó al paso de aquella criatura nacida en Vanaheim1, su caminar exhibía la delicadeza de un ser felino, tan ligero que parecía acariciar la tierra, en vez de pisarla. Finalmente, las brumas se disiparon al contacto con su respiración, vencidas por el calor que irradiaba de su ser. Odín sintió que sus fuerzas flaqueaban: era imposible no rendirse ante su belleza. Se deleitó con la visión de sus piernas torneadas, que asomaban lujuriosas entre los delicados velos de su túnica translúcida. Luego recorrió con la mirada su sinuosa figura: caderas anchas, cintura delicada, pechos tiernos y redondos… Su boca, un jugoso premio que solo algunos privilegiados habían logrado conquistar.

Odín no estaba aún entre esos afortunados, pero no dudaba de que ese momento llegaría, más pronto que tarde. Aquella idea excitó su imaginación, anticipando los goces que habrían de venir.

Freya lo saludó con una sonrisa capaz de arrodillar a un ejército y una mirada que enloquecería a cualquier ser, divino o no. Se recogió, caprichosa, un mechón de su cabello tras la oreja, y evaluó sin prisas su alrededor, satisfecha de su obra. Lo que antes era muerte, ahora era vida exuberante: un joven bosque había crecido a su paso en el lugar más hostil, nacido de su propia esencia. Tal era su poder. Los tallos seguían estirándose hacia el cielo ante su presencia, construyendo para Odín y para ella un refugio natural, a salvo de miradas indiscretas, si es que algo así era necesario en aquellas tierras inhabitadas.

Pero Odín sabía que nunca estaba lo bastante lejos como para apartarse de la mirada vigilante de su esposa Frigg, y aquella intimidad que Freya le brindaba lo excitó aún más.

Incluso sin tocarla, percibía con intensidad el tibio aroma de su piel, ese olor que solo ella poseía, capaz de incendiar de deseo al más casto de los hombres. Se acercó a la diosa con confianza y acarició su hombro, recorriendo casi en éxtasis su piel desnuda hasta el lugar donde su delicado cuello se unía a su torso. De todas las curvas de Freya, aquella era la que más adoraba: ese punto sensual y delicado, aparentemente poco importante, que sin embargo volvía débil al más poderoso de todos los dioses.

—Reclamo esta parte de tu cuerpo solo para mí. Nadie más debe tocarla.

Incapaz de retener más el deseo acuciante, se lanzó a besar esa parcela de su piel que había reclamado para él, pero sus labios se toparon con el vacío.

—¿Aún no sabes que no pertenezco a nadie, Baleyg?

Freya lo tentaba como siempre, llevándolo al límite, jugando con el control de sus pasiones, sabedora de que, cuando estaba cerca de ella, se volvían indómitas.

—Baleyg… —repitió él, agradado por la sonoridad de ese nombre, «Ojo Llameante», en boca de Freya.

La diosa solo lo llamaba así con cierta burla cuando lo veía luchar por mantener su dignidad, mientras anhelaba sus caricias como un cachorro grande. Sentir aquella flaqueza ante ella, de alguna manera, le excitaba todavía más: solo Freya sabía dominarlo de aquella forma y solo ante ella mostraba esa parte débil de espíritu. En momentos como aquel, Odín anhelaba despojarse de sus ropas y también del peso descomunal de la responsabilidad de un dios supremo y, como si de una vieja capa se tratara, apartarla a un lado. Entonces quedaría totalmente desnudo ante ella, en carne y espíritu, y dejaría de ser el Padre de Todos, creador y regulador, para amarla como un simple humano.

—¿No me concederás ese pequeño deseo? —le suplicó Odín, en un nuevo intento por alcanzar su piel con su boca.

Freya se retiró, poniendo una distancia cruel entre ellos.

—No me debo a nadie —le advirtió de nuevo, con una frialdad que escarchó todo el ardor en un solo instante—. Ni una sola pulgada de mi piel será tuya si yo no lo quiero. Y ahora no te deseo.

Por un momento, Odín se quedó petrificado ante sus palabras. En cuanto la cordura volvió a él, se irguió en toda su imponente altura, muy superior a la de ella, y recuperó de golpe su orgullo divino y guerrero. Freya era perversa, lo desafiaba en una contienda sutil en la que dominaba muy bien sus armas. Sin embargo, en su insolencia, la diosa parecía haber olvidado que la guerra era el terreno de aquel a quien osaba retar. No en vano también era llamado Sigföd, Padre de la Batalla.

El despecho había transformado la pasión en una ira glaciar. Una ventisca despiadada llegó hasta ellos, escarchando la hierba, helando los verdes brotes. Los tallos languidecieron, las hojas de los árboles se encogieron, mustias y pardas.

—Es cierto. No me perteneces —consintió Odín con la mandíbula apretada—. Y no tengo derecho a tocar tu piel sin tu permiso. Sin embargo, no olvides esto, Freya hija de Njörd: me debes obediencia.

—¿Por qué habría de obedecerte? —replicó ella, cada vez más indignada—. Mi padre y mi hermano fueron tus rehenes, no yo. Soy libre de hacer mi voluntad, ¡soy una diosa de Vanaheim!

—Mas no es Vanaheim el lugar que has elegido para levantar tu heredad, esa que llaman Folkvang, con un palacio donde se alzan más de cien tronos, ¿no es cierto? ¿No dejan allí mis hijas la mitad de su carga cuando regresan de las batallas?2 —le recordó con fiereza—. Mientras vivas, respires y camines en esta tierra, respetarás la voluntad del señor de Asgard, como hacen todos mis hijos. De no ser así, permitiré que regreses en paz a Vanaheim para que vivas junto a aquella que te engendró, la hermana de tu padre, y ten esto por seguro: jamás volverás a cruzar el Bifröst.

Su aviso fue tan descarnado que Freya retrocedió un paso, intimidada. A ella le gustaba jugar con su deseo, pero en aquel momento comprendió que herir el orgullo de Sigföd había sido un juego muy arriesgado, había cruzado una línea peligrosa, y que, pese a lo mucho que él la ansiaba en todos los aspectos, cumpliría su palabra, pesase lo que le pesase.

Odín también sabía que el orgullo de Freya era grande, y que en aquel momento debía de sentirse muy tentada de volver sobre sus pasos y dar la espalda a Asgard para siempre. No obstante, le gustaba demasiado el mundo de los dioses ases. Admiraba la naturaleza valerosa de Asgard, la fuerza arrolladora de sus moradores y el poder de su señor. Y ante todo, en Asgard podía vivir cerca de su hermano y de su padre, a los que amaba profundamente.

—Está bien —consintió ella, consumida por la rabia pero soberbia en sus formas—. Acataré la voluntad del señor de Asgard mientras more en sus tierras. ¿Puedo saber entonces lo que tanto desea aquel que se sienta en el Hlidskjalf?

Lo dijo con arrogancia, retándolo todavía a que la tomara en contra de su deseo. Pero Odín había perdido el fervor con el que la había recibido, y ya solo quedaba en él un áspero resentimiento. Dio la espalda a la diosa y apartó de él las ramas exuberantes que ahora languidecían.

—Tengo una importante tarea para ti —murmuró.

Freya lo observó consternada, temiendo sus siguientes palabras. Y su corazón se encogió al escucharlas:

—Irás al mundo subterráneo de Svartalfaheim.

—¿Svartalfaheim? —replicó ella, horrorizada.

Odín alzó su mirada por encima del vergel marchito, hacia el horizonte neblinoso que se perdía más allá del mar.

—Hay lugares tan yermos como este en otros mundos: grutas subterráneas donde nunca crece una brizna de hierba ni se ha oído jamás el canto de un pájaro. Allí viven los enanos. Son excelentes artesanos, sin duda, los mejores de los nueve mundos, pero están tan consagrados al fuego de sus forjas que han olvidado ese otro fuego que debiera salir de sus entrañas: la necesidad de hacer crecer su pueblo, de perpetuar su especie. Ese es un peligro que no puedo consentir, no permitiré que esa preciada raza caiga en la extinción de una forma tan absurda y desequilibre la armonía del gran árbol del mundo Yggdrasil. Irás allí e infundirás en ellos ese deseo olvidado en su carne, y en cambio tan abundante en tu espíritu, para que se interesen en el más gozoso de los deberes: la procreación.

Dicho esto, se envolvió en su manto azul y aguardó impertérrito la respuesta a su mandato.

A Freya no le pasó desapercibido el cinismo de sus últimas palabras. El Padre de Todos había hablado, y no había réplica posible.

—Así se hará —aceptó la diosa.

No demoró ni un instante más su presencia al lado del señor de Asgard. Abrió su mano y extrajo de ella una sencilla pluma, que pronto se convirtió en una magnífica capa emplumada de colores pardos, un objeto mágico con el que podría volar a través de los mundos que eligiera.

Freya se envolvió en el manto y al instante siguiente alzó el vuelo. Abandonó la tierra bruna y a su señor, dejándose llevar por los vientos helados, convertida en un altivo halcón.

Cuando el último rayo de luz quedó detrás de ella, Freya no pudo evitar que un escalofrío de terror le atenazara el alma. A su espalda quedaba el calor, la exuberancia, bosques infinitos desprovistos de toda civilización que poblaban la superficie de Svartalfaheim. Delante, una burda cavidad rocosa que la recibió como un lobo hambriento, relamiéndose entre las tinieblas ante su presencia.

Teniendo en cuenta la famosa maestría forjadora de la raza de los enanos, Freya había esperado una gloriosa entrada a su mundo subterráneo, quizás precedida por un magnífico pórtico labrado y un corredor de altos muros. Sin embargo, lo que había encontrado no era nada parecido a eso. Nada de grandeza, ni rastro que augurara la extraordinaria habilidad de la raza que habitaba mucho más abajo, en lo más profundo de sus entrañas. Tan solo paredes húmedas y frías, y una desalentadora oscuridad.

En realidad aquella cueva no era más que una grieta natural en la tierra, como si un rayo divino hubiera descargado allí toda su furia, hendiendo la roca con su descomunal vigor hasta profundidades abismales.

—Maldito Odín… —se dijo Freya con el aliento helado, y buscó refugio en la capucha de su capa emplumada, tratando de cubrir bajo ella sus temores.

Ningún guía acudiría a recibirla, debía recorrer el camino sola. Teniendo en cuenta la naturaleza de su labor allí, la compañía de su hermano Frey hubiera sido más que oportuna, sin embargo, Odín le había prohibido que nadie la acompañara, reforzando la idea, hecha ya certeza, de que aquella misión era un cruel castigo por haberlo rechazado. Su hermano Frey había montado en cólera al saberlo.

«Está bien, hermano, no es más que la rabieta de un guerrero herido en su orgullo», le aseguró ella, apaciguando su indignación con una sonrisa burlona. «Nada malo ha de ocurrirme, soy poderosa en la magia, nadie osará tocarme. Y si alguien se atreve, lamentará haberlo hecho».

Cuando dijo aquello, el rencor henchía su corazón, dándole el coraje necesario para afrontar aquella prueba. Ahora todo su ser se rebelaba contra ese viaje a las entrañas del territorio de los enanos, advirtiéndole a gritos que se alejara de aquella caverna. Ella era un ser de Vanaheim, había nacido con una afinidad natural hacia la tierra, sus pulsos y corrientes, y era capaz de controlarlos a su merced. Los reinos subterráneos no la amedrentaban, pero aquel sitio era muy diferente del hogar donde había crecido: era duro y hostil, la roca estaba desnuda, tan solo vestida por la muerte. Ella era un ser de vida, y aquel lugar era contrario a su naturaleza, pudo advertirlo en el aire cerrado que la envolvía.

«Nada malo ha de ocurrirme», se recordó, repitiendo como una oración sus propias palabras.

A pesar de su aprensión, se sabía muy capaz de hacer el viaje sola. Se enfrentaría con valor a cualquier peligro que la acechara en el camino.

Tampoco iba desprevenida: en una pequeña bolsa guardaba una piedra mágica. Al susurrarle las palabras apropiadas, una runa se inflamó en su superficie y una luz verdosa emanó de ella, no muy intensa, pero suficiente para desterrar las sombras. Entonces, cuando su resplandor alcanzó los rincones más lejanos de la cueva, Freya quedó sin aliento al ver lo que lo rodeaba. Se dio cuenta de que se había equivocado por completo al juzgar Svartalfaheim: la entrada al mundo de los enanos en verdad era magnífica, solo que no había sido capaz de verla.