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López, soldado de infantería del Ejército Negro, logra escapar de un fusilamiento y se calza en su huida el uniforme de un soldado muerto del Ejército Naranja cuyo nombre está cosido en un parche: López. La asunción de esa nueva identidad trastoca su percepción de la guerra y obliga a López a reescribir su historia. En su fuga por el bosque, se incorpora a un grupo de combatientes de la tropa naranja junto a los cuales se embarca en un derrotero que, nacido del perjurio y del afán de supervivencia, lo lleva a convertirse en un héroe involuntario. López López, la primera novela de Tomás Downey, es un libro sobre el tiempo y su memoria, una historia que se despliega, en espejo y de manera circular, en otras muchas historias, y que aborda la interdependencia de los vínculos y las formas que pueden asumir con una gran lucidez. Una obra que confirma a Tomás Downey como un narrador sutil, inteligente, deslumbrante.
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Sobre este libro
Sobre el autor
Otros títulos de Fiordo
I. El milagro
II. El sosiego
III. El asedio
Agradecimientos
López, soldado de infantería del Ejército Negro, logra escapar de un fusilamiento y se calza en su huida el uniforme de un soldado muerto del Ejército Naranja cuyo nombre está cosido en un parche: López.
La asunción de esa nueva identidad trastoca su percepción de la guerra y obliga a López a reescribir su historia. En su fuga por el bosque, se incorpora a un grupo de combatientes de la tropa naranja junto a los cuales se embarca en un derrotero que, nacido del perjurio y del afán de supervivencia, lo lleva a convertirse en un héroe involuntario.
López López, la primera novela de Tomás Downey, es un libro sobre el tiempo y su memoria, una historia que se despliega, en espejo y de manera circular, en otras muchas historias, y que aborda la interdependencia de los vínculos y las formas que pueden asumir con una gran lucidez. Una obra que confirma a Tomás Downey como un narrador sutil, inteligente, deslumbrante.
Tomás Downey nació en Buenos Aires en 1984. Es escritor, guionista y traductor, autor de tres libros de cuentos: Acá el tiempo es otra cosa (2015), El lugar donde mueren los pájaros (2017) y Flores que se abren de noche (2021). Su obra ha recibido numerosos apoyos y reconocimientos (Fondo Nacional de las Artes, Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, Premios Nacionales, Premio Fundación María Elena Walsh, Übersetzerhaus Looren, entre otros) y fue traducida al italiano y al inglés.
Ficción
El diván victoriano, Marghanita Laski
Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone
Una confesión póstuma, Marcellus Emants
Desperdicios, Eugene Marten
La pelusa, Martín Arocena
El incendiario, Egon Hostovský
La portadora del cielo, Riikka Pelo
Hombres del ocaso, Anthony Powell
Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard
Stoner, John Williams
Pantalones azules, Sara Gallardo
Contemplar el océano, Dominique Ané
Ártico, Mike Wilson
El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey
El reloj de sol, Shirley Jackson
Once tipos de soledad, Richard Yates
El río en la noche, Joan Didion
Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates
Enero, Sara Gallardo
Mentirosos enamorados, Richard Yates
Fludd, Hilary Mantel
La sequía, J. G. Ballard
Ciencias ocultas, Mike Wilson
No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson
Sin paz, Richard Yates
Solo la noche, John Williams
El libro de los días, Michael Cunningham
La rosa en el viento, Sara Gallardo
Persecución, Joyce Carol Oates
Primera luz, Charles Baxter
Flores que se abren de noche, Tomás Downey
Jaulagrande, Guadalupe Faraj
Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat
Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates
Sobre mi hija, Kim Hye-jin
Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen
El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan
Un imperio de polvo, Francesca Manfredi
Dios duerme en la piedra, Mike Wilson
Yo sé lo que sé, Kathryn Scanlan
Historia de la enfermedad actual, Anna DeForest
Desolación, Julia Leigh
Soy toda oídos, Kim Hye-jin
Los galgos, los galgos, Sara Gallardo
La ficción del ahorro, Carmen M. Cáceres
Perturbaciones atmosféricas, Rivka Galchen
Criatura, Amina Cain
No ficción
Visión y diferencia. Feminismo,
feminidad e historias del arte, Griselda Pollock
Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano
Páginas críticas. Formas de leer y
de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino
Destruir la pintura, Louis Marin
Eros el dulce-amargo, Anne Carson
Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair
La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba
La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez
Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit
Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit
Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley
El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez
La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson
Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn
Un caballo en la noche. Sobre la escritura, Amina Cain
Correr hacia el peligro. Encuentros con un cuerpo de recuerdos, Sarah Polley
Legua
Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres
El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi
Lateral
La senda del solitario, O. Henry
El optimista, E. M. Delafield
«López López es una novela buenísima que se lee con intensidad, porque cuando parece que el tema es la guerra, es el amor, y cuando parece que es el amor, son los dobles, y cuando parece que son los dobles, la idea se escurre una vez más. La novela se escapa al igual que su protagonista, pero el protagonista termina chocando contra eso de lo que escapaba mientras la novela, en cambio, esquiva todo con gracia».
Pablo Katchadjian
«Downey no es un cuentista que aspire a hacer novela, es un narrador que nos muestra cómo una gran novela puede ser también un cuento».
Munir Hachemi
«López López es una novela destinada a convertirse en clásico y reafirma que Downey es uno de los mejores escritores argentinos de su generación».
Mariana Komiseroff
«Tomás Downey es uno de mis contemporáneos favoritos. Nunca sé con lo que va a salir de libro en libro o de cuento en cuento. Leer esta, su primera novela, fue, una vez más, una grata sorpresa, porque no se parece a nada que se esté escribiendo hoy, no se apoya en ninguna seguridad, va en busca de lo desconocido, con la frente en alto. En la historia de López hay épica, aventura, ironía y poesía: los elementos de un gran libro».
Luciano Lamberti
Primera edición, febrero de 2025
© Tomás Downey, 2025
© de esta edición, Fiordo, 2025
Paroissien 2050 (C1429CXD), Ciudad de Buenos Aires, Argentina
www.fiordoeditorial.com.ar
Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro
Diseño de cubierta: Pablo Font
ISBN 978-631-6630-07-0 (libro impreso)
ISBN 978-631-6630-10-0 (libro electrónico)
Hecho el depósito que establece la ley 11.723
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.
Esta obra contó con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
Downey, Tomás
López López / Tomás Downey. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo,
2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-631-6630-10-0
1. Novelas. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.
CDD A860
Acá no hay ninguna grandeza que sirva de consuelo.
J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros
Al fondo, el horizonte: chato, aplacado, incoloro,
como el encefalograma de un muerto.
Marcelo Cohen, La ilusión monarca
«¿Por qué no peleaste con nosotros?», me dijeron.
«No sabía quién era el enemigo, de verdad», dije yo (…).
«Eran los del otro bando, obviamente, los de los
ojitos brillantes», dijo alguien. «Eran crueles», dijo otro, «terribles».
«Uno fue muy amable, me acunó en sus brazos», dijo uno.
James Tate, «La guerra acá al lado»
Querida M:
Cuando recibas esta carta, voy a estar muerto. Nos quedan unos pocos minutos, los que me den para escribir estas líneas, los que te lleve leerlas.
Luchamos hasta el final con hambre, con sueño, con llagas en las manos, sin equipo y en inferioridad de condiciones, pero guiados por nuestro ideal, confiando en que la victoria, tarde o temprano, va a ser nuestra.
Aunque haya cometido errores, no me arrepiento de nada, y no se me ocurre mejor forma de partir: seguro de haberlo dado todo, convencido de los motivos que me trajeron hasta acá y me ayudaron a levantarme día a día, a seguir marchando cuando el cuerpo no aguantaba más de dolor y de tristeza.
Cada vez que vi morir a un compañero fue como verme morir a mí mismo, pero los que van quedando en el camino continúan de algún modo en los que siguen, nos pasamos la bandera de mano en mano. Lo importante es llevarla a la meta, o hasta las últimas consecuencias. Nuestra gente no sabe rendirse.
Tampoco quiero ser ingenuo, ni idealista. Aunque inevitable ante la agresión del enemigo, la guerra es un espanto, y hay un dato que lo ilustra muy bien. En un pelotón de fusilamiento siempre hay un fusil que se carga con balas de fogueo; nadie sabe cuál es y eso cumple dos funciones. Por un lado, que los que tiran puedan pensar que el fusil inofensivo es el propio. Por el otro, que a la hora de oír la orden todos disparen sin dudar. La culpa se diluye en la relativización. En cualquier caso, estamos todos condenados, y a la vez somos todos inocentes. Vamos en el mismo barco, rememos o no.
Lo único que no puedo aceptar es la idea de no volver a verte. Lamento no dejarte más que esto, mis últimas palabras.
Pero no hay más tiempo.
Con todo mi amor, por siempre tuyo,
López
Ese hombre ya no es López. En ese soldado descalzo, de pie frente al pelotón de fusilamiento, queda, de López, apenas su fisonomía, esa forma un poco torcida de pararse, quizás su olor, aunque debajo del vaho que desprende esa mezcla de orina, sangre y barro en la que se hunden los dedos de sus pies. López, lo que era López, su pasado, su futuro, la consciencia de sí mismo, quedó enterrado bajo un pánico ciego. Ahora no es más que un animal rendido ante la inminencia de la muerte: un pájaro con las alas extendidas, inmóvil, montado sobre una corriente de aire en su último vuelo antes de caer en picada.
La venda que le cubre los ojos está húmeda de sudor y la soga de las manos aprieta; tiene los dedos hinchados y entumecidos. Un escalofrío trepa por su espalda como una culebra. No los ve, pero sabe que hay cuatro fusiles apuntándole al pecho. Cuatro pares de manos temblando por el cansancio, por la tensión, con los dedos extendidos en paralelo a los gatillos.
Su corazón rebota seco y pesado, como una pelota muy inflada. Oye la voz ronca del sargento:
¡Pelotón!
¡Preparen!
¡Apunten!
¡Fuego!
Él respira y tensa la mandíbula, aprieta los dientes con tanta fuerza que parecen a punto de astillarse como vidrio. Se mea. Se caga. No importa, ya está muerto. En cualquier momento va a escuchar las explosiones, las balas van a impactar contra su pecho. Elige una imagen para llevarse con él: María. Los ojos negros, los labios agrietados, el cuello y la línea de las clavículas, las palmas de sus manos. ¿Recibirá su carta? Le hubiera gustado tener tiempo de corregirla. Lo que recuerda le parece solemne, confuso, y ahora que es tarde siente que tiene mucho más para decir.
¡Dije fuego!, grita el sargento.
López suelta el aire que estaba reteniendo. Se escucha un carraspeo, un murmullo, el ruido de un soldado quitando y volviendo a poner el cargador de su fusil.
¿Está vivo?
No funcionan, señor, dice una mujer con voz aguda, la voz de una adolescente, casi una niña.
Las balas vinieron malas, dice un hombre. El último cargamento…
El sargento lo interrumpe con falsa calma, con hastío: los soldados tienen la obligación de probar y mantener en buen estado los equipos y las municiones que les fueron asignados.
Nosotros avisamos, dice, un poco a la defensiva, la adolescente. Del comando central nos respondieron que era lo que había, que nos arregláramos con esto hasta el próximo envío.
Entre lo que escucha y lo que intuye, López imagina al sargento bufando mientras saca su revólver de la cartuchera; lo ve quitar el seguro y apuntar con un ojo cerrado. Lo oye, ahora bien claro, gatillar tres veces. Después, varios pares de botas chapoteando en el barro, un silencio incómodo y algo que parece una risa ahogada seguida de un insulto en la voz de trueno del sargento:
Pero quién mierda me manda a este pantano infecto.
Lo podemos colgar, dice otra voz.
López siente una picazón entre las piernas que se le empieza a volver insoportable. Necesita rascarse. La soga aprieta cada vez más y apenas puede mover los dedos.
Entonces oye un disparo y la tristeza y el alivio se confunden, dónde termina una, dónde empieza la otra. Lo que ya no tiene, nota con sorpresa, es miedo; solo queda la resignación, una especie de languidez. Por fin puede descansar. Pero un instante después escucha otro disparo, esta vez más lejos, seguido de una ráfaga que impacta contra la chapa de un vehículo, alguien que grita ¡posiciones!, y más tiros, corridas, gritos, el motor de un helicóptero, algo que parece un desbande general.
Tras un momento de confusión intenta correr. Da unos pasos, resbala y cae de cara al barro. Una explosión cercana lo ensordece. Siente un pinchazo en el oído izquierdo, un dolor agudo que cede pronto y lo deja oyendo un pitido. Trata de incorporarse y se marea. Con el oído derecho escucha que alguien le pasa corriendo por al lado; algo pesado, quizás un cuerpo, que cae muy cerca. No puede gatear porque aún tiene las manos atadas detrás de la espalda. Se arrastra, y cuando logra ponerse de pie corre unos metros a ciegas. Se choca con un cuerpo, alguien lo empuja, una voz grita ¡a las torres! Él vuelve a caer, escupe el barro que se le mete en la boca. En un instante de lucidez, se da cuenta de que le basta pasar las manos por debajo de las piernas para tenerlas por delante. No es fácil, requiere cierta elasticidad, pero lo logra y se quita la venda.
Al principio ve borroso, fuera de foco: las barracas en llamas; los cadáveres; los naranjas tratando de refugiarse donde sea; los helicópteros negros, que de lejos parecen libélulas, pegando la vuelta. Por un instante cree que vienen a buscarlo, después recuerda que él no es nadie, que ya está muerto.
Las ametralladoras empiezan a disparar otra vez y busca refugio bajo un camión, esconde la cabeza entre sus piernas, se abraza a sus rodillas.
María.
Durante algunos minutos, el ruido es ensordecedor. Después, de a poco, los disparos empiezan a sonar cada vez más espaciados, los helicópteros se alejan. López espera en posición fetal, a resguardo detrás de una de las ruedas. Agotado por el miedo, el hambre y la sed, imagina que el vehículo se pone en marcha y el eje lo chupa; su cuerpo se rompe y se corta en jirones hasta quedar hecho una pulpa que lubrica el mecanismo. Una especie de sueño diurno con final feliz del que despierta confundido. O quizás la confusión se deba al silencio, a esa calma que sobreviene cuando un ruido molesto, como el motor de una heladera, desaparece de un momento a otro.
Con su oído derecho, comienza a oír sonidos aislados: el crepitar de una llama, un gemido lejano, el gorgoteo de un soldado que se ahoga.
Se arrastra despacio y se incorpora. Le lleva un momento asimilar lo que ve. El fuerte quedó arrasado. La empalizada que da al norte, de donde provino el ataque, está totalmente quemada. Algunos sectores siguen ardiendo, pero la mayor parte fue consumida por el fuego. Debe haber unos doscientos muertos, trescientos, más. Todos naranjas.
Se detiene frente a un hombre que parece convulsionar. Cree reconocerlo y le limpia el barro y la sangre de la cara. Es su carcelero, el que le llevaba la comida, el que lo condujo al patíbulo hace apenas unos minutos. Ahora boquea sin aire: tose, escupe. No mira a López, no parece ver nada. Tiene el vientre deshecho a balazos. Una ráfaga de metralla, o las esquirlas de alguna explosión. López le palpa la cintura hasta encontrar un cuchillo en su vaina. Corta la soga que le ata las manos y trata de flexionar los dedos; están morados y duelen. Se frota las muñecas.
El hombre en el piso se queda quieto, los ojos abiertos al cielo. López corre hacia la única barraca todavía en pie, a unos cien metros a su derecha. La construcción está elevada sobre pilotes. Trepa por lo que queda de la escalera y entra, avanza en cuclillas entre las camas empuñando su cuchillo. Apenas puede respirar. Hay un humo espeso con olor a plástico quemado, a combustible. Algunos colchones están carbonizados y otros siguen ardiendo; la gomaespuma flamea lentamente, las llamas son débiles, de un amarillo verdoso. A López le lloran los ojos, trata de ver. Algunos soldados no llegaron siquiera a levantarse de sus camas. Se acerca a uno de ellos: tiene un agujero de bala sobre la ceja derecha, con un reborde de sangre reseca. La sábana blanca está empapada de rojo. A los pies de otra cama, sobre un arcón pequeño, hay un uniforme naranja doblado. Levanta el bulto y lo huele: cuero, jabón blanco, ropa secada al sol.
Se quita los restos del uniforme negro, casi deshecho, y arranca la sábana de una de las camas. Encuentra una cantimplora y después de tomar un poco de agua se lava el culo y la entrepierna. Usa la sábana para terminar de limpiarse. Se toca el oído izquierdo y nota que exuda una mezcla de sangre y pus. Casi no duele, pero tampoco escucha.
Se viste con el uniforme nuevo: las medias, los calzoncillos, el pantalón y las botas. El cinturón, la remera y la gorra. Cuando extiende la chaqueta, ve el parche con el nombre cosido en el pecho. Dice «López».
Escucha un ruido afuera, alguien que pasa corriendo, un disparo lejano. Tiene que escapar.
La chaqueta también es de su talle. Lo único que aprieta un poco son las botas. El conjunto, en general, parece de mejor calidad que el suyo, o al menos más nuevo. Se cuelga un fusil al hombro, un AR15 con el cargador lleno, y vuelve a saltar al barro.
Saliendo del fuerte por la parte de atrás, a unos metros, hay un camión volcado. En el piso, un costal del correo lleno de cartas. Se lo cuelga al hombro. Corre.
El fuerte del Estero Grande se erige, o erigía, sobre el margen de un gran humedal. Hacia el oeste, hasta donde alcanza la vista, se extiende una llanura sin interrupciones. Hacia el norte todavía se ven algunos pelotones de infantería del Ejército Negro en retirada. Hacia el sur, a unos quinientos metros, empieza el bosque. López corre hacia allá. Tropieza, se levanta. Se interna entre los árboles y sigue corriendo. Cada tanto se alarma al ver un destello naranja por el rabillo del ojo. Es la costumbre: naranja equivale a enemigo. Salta sobre raíces y troncos caídos, no se detiene hasta sentir una punzada en el bazo. Recién entonces para, deja caer el costal. Jadea doblado sobre sí mismo con las manos sobre las rodillas. Lamenta no haber llevado una cantimplora.
Se mira los brazos, las piernas. Al principio de la guerra, recuerda, solían reírse de la candidez del enemigo: el color del uniforme los hacía visibles a grandes distancias, incluso de noche. No tenían forma de camuflarse: ni en los desiertos al sur, ni en los pantanos al oeste, ni en las selvas al norte, ni en las montañas al este. Pero con el tiempo, los naranjas terminaron demostrando que no eran ingenuos sino más bien temerarios. El color del uniforme era un desafío. El temperamento de los negros, en contraste, se había ido degradando con el tiempo a la par que su estrategia. Últimamente se limitaban a ataques fulminantes como el del fuerte, rápidos y a traición. Después se replegaban y se dedicaban a esperar. Hacía meses que no había enfrentamientos abiertos.
El sargento a cargo del pelotón de López, hasta minutos antes de morir, repetía a quien quisiera escucharlo que el Ejército Negro tenía la victoria prácticamente asegurada, que la estrategia era a largo plazo. Que al Ejército Naranja le sobraba confianza y le faltaba astucia. Cuanto más inminente parecía la derrota, cuanto menos se sostenía el argumento, más vehemente se ponía. López había pasado varias noches de insomnio preguntándose si los naranjas no serían, efectivamente, mejores, más dignos. ¿La columna vertebral de un soldado no debía ser el coraje?
Después de recuperar el aire, mira alrededor tratando de ubicarse. Ve, a su izquierda, no muy lejos, la columna de humo negro que sube desde el fuerte. Tiene que caminar hacia el este. El costal es muy pesado y piensa en dejarlo; revuelve rápidamente buscando su carta, pero son demasiadas. Lee los nombres de algunos de los remitentes y piensa en todos esos muertos: sus compañeros, sus enemigos. En sus madres y sus mujeres aguardando noticias. En sus hijos. En sus perros echados junto a la puerta, esperándolos. Cierra el costal y ata la soga, se lo cuelga al hombro. Después verá. Por lo pronto tiene que encontrar agua limpia, un lugar seguro donde pasar la noche, algo de comer. Cuando se cruce con algún pueblo, puede conseguir ropa de civil para después llegar como sea hasta Buena Nueva, volver a casa.
A María.
El cielo se oscurece, se carga de nubes pesadas. En el aire, en el suelo, se siente la vibración de los truenos lejanos. Hay olor a ozono. López retoma la marcha, pisa mal y cae de costado. Se queda un momento de rodillas y piensa que su torpeza es culpa del shock y del cansancio, pero enseguida entiende que tiene el tímpano perforado, y que eso le está afectando el equilibrio. Se desorienta y busca el humo, ya no lo ve. Trata de avanzar en línea recta mientras el mundo parece inclinarse a la derecha. Por momentos cree oír ruidos que le llegan desde la izquierda y gira rápidamente para escuchar con el otro oído. El bosque es tan igual a sí mismo que al retomar la marcha ya no sabe en qué dirección está yendo. Busca el sur en el musgo de los árboles, pero la zona es muy húmeda y las cortezas de los troncos están cubiertas de verde en toda su circunferencia, de las raíces a las primeras ramas.