Los 39 escalones; Mantoverde - John Buchan - E-Book

Los 39 escalones; Mantoverde E-Book

John Buchan

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"Los 39 escalones" (1915) y su secuela, "Mantoverde" (1916), son las dos primeras novelas del espía Richard Hannay. Con ellas, John Buchan creó el patrón oro del "thriller" moderno y marcó la hoja de ruta que señala el camino a autores como Graham Greene, Ian Fleming, John le Carré o Frederick Forsyth, ejemplos destacados de la nómina de escritores que imitan, negocian, se inspiran o responden a la fórmula de Buchan. Con un estilo directo, claro y entretenido, ambos libros inauguran los motivos fundamentales de gran parte de la narrativa de espías hasta nuestros días: las tensiones entre barbarie y civilización (especialmente en el contexto geopolítico internacional), el solipsismo del agente moderno, el manejo de la información secreta, la concepción del espionaje como tarea antiheroica, aunque inexorable, la paranoia como pilar de la identidad nacional, el empleo de la tecnología para (re)territorializar el espacio, la gestión de la podredumbre moral y, en última instancia, la redención espiritual. En el presente volumen, Eduardo Valls Oyarzun ofrece una nueva y cuidada traducción de las dos novelas y un completo análisis del trabajo de Buchan (incluyendo una comparativa entre "Los 39 escalones" y la célebre adaptación cinematográfica de Alfred Hitchcock), además de numerosas notas textuales.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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John Buchan

Los 39 escalones

Mantoverde

Edición, traducción, introducción y notas de Eduardo Valls Oyarzun

CÁTEDRALETRAS POPULARES

Introducción

El espía que escribía demasiado

En la biografía de John Buchan (pronúnciese «bákan», tal vez aspirando un poco la «k» para imprimir el debido tono escocés) caben las vidas de cien personas. Fue poeta, ensayista, historiador, cuentista y novelista, autor de más de cien libros, diplomático, periodista, propagandista, abogado, editor, académico, diputado, gobernador y, por supuesto, espía. Asimismo, Buchan conoció y se codeó con estadistas, primeros ministros, embajadores y altos funcionarios; también con artistas, autores (respetables y malditos), granujas, canallas, clérigos, generales, soldados, viajeros, aventureros de diverso pelaje y reposados tipos de clase media. Estrechó la mano de gente tan dispar como T. E. Lawrence (de Arabia), Franklin Delano Roosevelt o los jefes de las Primeras Naciones (los pueblos nativos) de Canadá; publicó en las mismas revistas que Henry James, William Butler Yeats, Edmund Gosse o Arthur Symons; recorrió el globo prácticamente de punta a punta, desde Sudáfrica al círculo polar ártico; y visitó hasta el último rincón del frente occidental en la Gran Guerra, de cuyo desarrollo, además, fue célebre cronista.

El nombre de Buchan, sin embargo, siempre quedará asociado a la novela de espías. Con títulos como los que aquí se presentan, Los 39 escalones y su secuela, Mantoverde, el autor escocés logró dar con el patrón moderno del thriller de espionaje, la hoja de ruta que luego señalaría el camino a autores como Eric Ambler, Graham Greene, Ian Fleming, Len Deighton, John le Carré o Frederick Forsythe, por espigar un poco entre la nómina de escritores que imitan, negocian, se inspiran o responden a la fórmula de Buchan. Aunque ya había historias de espías y agentes secretos antes de que aparecieran los thrillers de Buchan (él los denominaba shockers), ningún autor posterior a él escribe sin considerar los temas y las ideas que el novelista escocés trata en su obra. Entre estos temas destacan el solipsismo del espía como agente y héroe solitario, la circulación secreta de la información, el espionaje como tarea degradante o deshumanizadora —contraria en cierto modo a los valores ilustrados y civilizadores—, la paranoia y la desconfianza como justificación de la identidad (sobre todo nacional), etc. Buchan cogió piezas que funcionaban parcialmente en las novelas de aventuras de sus antecesores Erskine Childers, William Le Queux y E. Phillips Oppenheim y las reordenó por completo, invistiéndolas de una modernidad radical, una modernidad que aún resuena en la narrativa contemporánea sobre agentes confidenciales, informantes —amigos y enemigos—, intriga geopolítica, secretos de Estado, operaciones clandestinas y/o actividades de inteligencia y contrainteligencia en general. Vale decir que Buchan será recordado por crear el patrón oro del thriller moderno.

John Buchan nació el 26 de agosto de 1875 en Perth, una ciudad de las tierras bajas escocesas. Hasta allí se habían mudado los padres de John, el reverendo John Buchan y su esposa Helen (Masterton de soltera). La señora Buchan se había criado en el seno de una familia de agricultores locales de Broughton, no lejos de Peebles, en el valle del Tweed, la extensa región fronteriza que separa Escocia de Inglaterra. John Buchan padre también era oriundo del valle y ejercía allí, en Broughton, como ministro de la Iglesia libre escocesa. No duró mucho en el puesto. Como aún era joven —contaba veintisiete años cuando se casó—, el reverendo Buchan se pasó la década siguiente cambiando de parroquia, trasladándose allí donde la Iglesia estatal entendía que se necesitaban sus servicios pastorales. El matrimonio empezó yéndose a vivir a Perth, donde nació John, como ya se ha señalado. La familia se mudó después a Pathhead, cerca de Kirkcaldy, en el estuario del río Forth (donde John pasó su primera infancia) y terminó asentándose en los Gorbals, un pequeño barrio deprimido a orillas del río Clyde, en la ciudad de Glasgow. Para entonces, los Buchan contaban con cuatro hijos más: Anna (1877), William (1880), James Walter (1883) y Violet (1888).

A pesar de los continuos traslados, la familia regresaba puntualmente cada verano a Broughton, donde los padres y los hermanos del reverendo mantenían aún el hogar ancestral familiar. Fue en aquellas extensas tierras bajas horadadas por el río Tweed donde John Buchan empezó a aficionarse a la naturaleza, el aire libre, las largas caminatas y la exploración. Los recuerdos de infancia más tiernos de Buchan siempre estarían asociados a Broughton y Peebles, en el valle del Tweed.

Los Buchan eran una familia bien avenida y más o menos acomodada. Su situación económica era adecuada, teniendo en cuenta que dependía únicamente de la retribución de un párroco escocés (suficiente para vivir con desahogo, pero sin lujos ni ostentaciones, los cuales, además, se desaconsejaban). El ímpetu calvinista de la iglesia escocesa se notaba en la disciplina y la educación de los hijos. Estos desarrollaron pronto un profundo sentido del deber, acompañado de la ética del trabajo y la necesidad, es decir, la «importancia de hacer algo» verdaderamente significativo «con sus vidas»1. La vida en casa de los Buchan podía ser espartana, pero, al contrario de lo que se esperaría en un hogar calvinista al uso, el reverendo Buchan transmitía a sus hijos —empezando por el pequeño John— un cálido sentido del amor hacia las cosas sencillas y los placeres cotidianos. John abrazó rápidamente este tipo de espiritualidad «material», valga el oxímoron, hasta convertirla, ya en su madurez, en credo particular, en una «disciplina espiritual», como la llamaría años más tarde, para gobernar las grandes decisiones de su propia vida2.

El placer cotidiano que más sedujo a John Buchan —o «JB», como se referían a él desde pequeño en la familia— fue la lectura. El futuro autor de más de cien libros —treinta novelas, seis colecciones de relatos breves, cuatro poemarios, once biografías y más de cuarenta ensayos, entre otros— comenzó aficionándose a los clásicos escoceses del romanticismo. Su padre le introdujo en los poemas de Robert Burns y las novelas de Sir Walter Scott. De ambos aprendió el sentido de deber social que se les supone a los miembros de las clases dirigentes, así como los tonos sentimentales que evocaban sus respectivas versiones del paisaje escocés. El inicio de la devoción de Buchan por el romance y la novela de aventuras data de estas fechas, los años de su primera adolescencia. La otra gran influencia literaria que Buchan recibió de su padre fue El progreso del peregrino (The Pilgrim’s Progress, 1678 y 1684) del predicador puritano John Bunyan. El progreso narra el peregrinaje alegórico de Christian, su protagonista, camino a la salvación; era el libro que el reverendo Buchan leía en voz alta a toda la familia los domingos por la tarde; su tratamiento de temas morales y espirituales de profundo calado, pero en un estilo directo, claro y entretenido dejó una huella indeleble en el joven John (rastros de El progreso pueden hallarse tanto en Los 39 escalones como en Mantoverde y otras obras del novelista).

En 1888, la familia Buchan se trasladó al 34 de Queen Mary Avenue de los Gorbals, en Glasgow y John empezó sus estudios de educación secundaria en la Hutchensons’ Grammar School. Durante los cinco años siguientes, Buchan leyó y aprendió de los clásicos latinos (el latín se enseñaba obligatoriamente desde los doce años), pero también de los grandes autores modernos ingleses: Shakespeare, Milton, Dryden y Johnson, entre los poetas; y Swift, Defoe, Fielding, Richardson, Sterne o Wakefield entre los narradores. Con diecisiete años, en 1892, Buchan ingresó en la Universidad de Glasgow. Allí estudió con el académico Gilbert Murray, profesor de filología clásica e intelectual de renombre, acaso el escocés más influyente de la Gran Bretaña desde la muerte del filósofo Thomas Carlyle once años antes. Con Murray, Buchan expandió rápidamente sus horizontes y empezó a interesarse también por los clásicos griegos (su concepto de la historia le debe mucho a las crónicas de Tucídides, por ejemplo). Durante estos años, el joven estudiante también se aficionó a la obra de George Meredith —de la que admiraba su optimismo vitalista— y, sobre todo, de Robert Louis Stevenson, cuyo sentido de la aventura le resultaba apasionante.

En 1894, Buchan publicó su primer libro, una edición con introducción crítica a los Ensayos y Apotegmas de lord Francis Bacon y comenzó a estudiar la obra del profesor de Oxford Walter Pater, en particular sus ensayos sobre el platonismo y su influencia en el calvinismo. Buchan comenzó entonces, poco a poco, a forjar su identidad personal como autor. Se sentía atraído por un «amor sensual hacia lo invisible3», es decir, una espiritualidad inextricablemente ligada a la experiencia física y cotidiana. Esta veta neoplatónica de sus influencias calvinistas —y que terminará por alejarlo precisamente del calvinismo como principio espiritual— se manifestaba ya en los primeros textos literarios del primer Buchan, los cuales transparentaban las lecturas de Pater, sí, pero con un estilo mucho más desnudo y eficaz que el del académico de Oxford. En temas formales, Buchan rehuía el período largo de frase, la retórica recargada o las inserciones innecesarias. Por el contrario, prefería fijarse en modelos como los del cardenal John Henry Newman o el biólogo Thomas Henry Huxley, autores aficionados a componer frases más breves, claras y eficaces. La amalgama de todas estas influencias cristalizó en la primera novela de Buchan, Sir Quixote, publicada por la imprenta de Thomas Fisher Unwin en 1895. Sir Quixote narra las peripecias del caballero francés Jean De Rohaine en sus viajes por la provincia escocesa de Galloway —la misma en la que se desarrolla Los 39 escalones— en el contexto de las guerras de religión del siglo xvii. La novela aúna intriga, romance y aventura en torno a conflictos sobre el amor, la lealtad y el crecimiento espiritual, con el estilo claro y directo que Buchan buscaba imprimir a sus narraciones.

Glasgow sin duda sirvió a Buchan para expandir sus horizontes intelectuales, pero también para hacerle entender que dichos horizontes, en Escocia, alcanzaban menos profundidad de la que él desearía. A pesar del ímpetu intelectual escocés en el siglo xviii, con los filósofos David Hume y Adam Smith o el intelectual James Boswell a la vanguardia del pensamiento; o la influencia crítica del idealismo de corte neoplatónico del autor y filósofo Thomas Carlyle en el siglo xix, Escocia sufrió un severo lastre cultural durante la revolución industrial como consecuencia de un desarrollo socioeconómico y demográfico asimétrico con Inglaterra4. El Imperio británico, en ese sentido, durante los dos siglos anteriores, miraba más a la metrópoli de Londres, en particular, y a Inglaterra, en general. Esto propiciaba que los centros culturales ingleses, integrados en espacios socioeconómicos más favorecidos por las revoluciones agrícola e industrial, destacaran en número y producción por encima de las principales ciudades escocesas. Por otra parte, Murray, Pater, Newman y Huxley, figuras que Buchan admiraba desde Glasgow, compartían alma mater, la Universidad de Oxford. No es de extrañar, pues, que Buchan aspirara a continuar su formación en la misma universidad. Y gracias a su trabajo y sus esfuerzos académicos denodados, lo consiguió. En 1895 recibió una beca para estudiar Derecho en el Brasenose College de Oxford y se mudó allí para iniciar el curso a principios de otoño.

Buchan sabía lo mucho que costaba estudiar en la primera universidad del país a un joven escocés sin los recursos económicos de la clase dirigente inglesa. La situación financiera de su familia era solvente para los estándares escoceses, pero insuficiente para sufragar el coste de los estudios en Oxford. Buchan valoraba pues la oportunidad que suponía el haber recibido su beca y tal vez por ello aprovechó la vida académica, cultural y social de Oxford de manera intensa y desde el primer momento. Su actividad pública en la universidad comenzó el mismo otoño de 1895, cuando Buchan ayudó a fundar la Ibsen Society de Oxford. La sociedad se dedicaba a debatir la obra del autor noruego —muy en boga a finales del siglo xix entre intelectuales de vanguardia—, pero tuvo que cerrar después de haber celebrado apenas unas pocas reuniones por el contenido aparentemente escandaloso de las obras que se comentaban.

En Oxford, Buchan trabó amistades muy selectas y, a la vez, muy fieles. Conoció a Raymond Asquith, primogénito de H. H. Asquith, quien luego sería primer ministro de la Gran Bretaña al inicio de la Primera Guerra Mundial. Asquith y otros compañeros como Harold Baker, abogado y político liberal, Cuthbert Medd —«la mente más poderosa que jamás haya visto en una persona joven»5— Aubrey Herbert —modelo para el personaje de Sandy Arbuthnot en Mantoverde— o Thomas Arthur Nelson —jugador escocés de rugby internacional y futuro director de la editorial que llevaba el nombre de su familia— eran todos estudiantes de clase alta; habían sido educados en colegios privados y conocían muy bien el rígido sistema de clases británico. Provenían de ambientes muy diferentes al del valle del Tweed o al de las pequeñas parroquias de pueblo donde Buchan pasó su infancia. Asquith y Medd, por ejemplo, se burlaban habitualmente de Buchan por su afición a la aventura y el romance; pero también por su presbiterianismo y por su exacerbado sentido del deber y la responsabilidad. En pocas palabras, Asquith y demás acólitos señalaban a Buchan por ser escocés. Y no le permitían olvidar su falta de pertenencia a la clase dirigente británica, que era naturalmente, por lo general, inglesa. Sin embargo, todos ellos también reconocían en Buchan a un estudiante extraordinario que se entregaba con pasión a todos y cada uno de sus variados intereses personales. Advertían un potencial inmenso en él, además de una mente lúcida, llena de talento para cualquier tipo de trabajo, en especial para la política. Al finalizar los años en Oxford, todos ellos acabarían saludando a Buchan como un igual. Él, por su parte, aprendió de estas amistades a ampliar sus intereses personales. Gracias a ellos desarrollaría inquietudes por la política nacional e internacional, por el Imperio como proyecto socioeconómico y cultural, así como por la situación del Estado y sus retos en el futuro inmediato.

Si bien Buchan aprendió entonces a moverse por ambientes selectos, lo cierto es que tampoco descuidó la vida artística y bohemia. Entre 1896 y 1897 se afianzó como una de las promesas del panorama literario del fin de siglo británico, incluso aunque, a mediados de la década de los noventa, ya tuviera claro que la literatura «[debía] ser su hobby, no su profesión»6. Publicó relatos en la prestigiosa —algunos dirían «infame»— revista El libro amarillo (The Yellow Book) (1894-1897) del editor John Lane. En dicha publicación trimestral colaboraban los escritores más célebres del llamado movimiento decadente, así como figuras de la vanguardia literaria en general. En 1895 apareció su primer relato en la revista. Se titulaba «El capitán de la salvación» («The Captain of Salvation», 1896) y apareció en un volumen donde también figuraban relatos de H. G. Wells (autor de La máquina del tiempo, La isla del Dr. Moreau o El hombre invisible), George Gissing (El ultramundo) o Kenneth Grahame (El viento en los sauces). El siguiente relato que publicó en la revista apareció apenas tres meses después, se titulaba «Un viaje de poco provecho» («A Journey of Little Profit», 1896) y apareció acompañado de obras firmadas por Frederick William Rolfe (apodado «Barón Corvo») y Max Beerbohm (autor de la novela satírica Zuleika Dobson). Un año después, Buchan publicó «En el artículo de la muerte» («At the Article of Death», 1897) junto a obras de Henry James, Edith Nesbit (Los chicos del ferrocarril) y, de nuevo, Kenneth Grahame. William Butler Yeats, Arnold Bennett, Edmund Gosse y Arthur Symons, entre otros, también colaboraron en la revista7. Buchan conoció personalmente a algunos de estos autores y compartió —hasta cierto punto— la vida bohemia que también algunos de ellos llevaban8.

Buchan también se lanzó a explorar nuevos géneros literarios más allá de la novela de aventuras. Comenzó a publicar textos de ensayo y cuadros costumbristas que él mismo presentaba como crónicas periodísticas. Nómadas académicos (Scholar Gipsies, 1896) fue el primer libro que recogía este tipo de viñetas literarias. En ellas narraba las peripecias cotidianas de la vida en el valle del Tweed. El libro desprendía cierto aire nostálgico de Escocia, una identidad —la escocesa— a la que el flamante estudiante de Oxford no estaba dispuesto a renunciar. Por último, su vida literaria en Oxford culminó con dos prestigiosos premios: el Newdigate de poesía y el Stanhope de ensayo9.

Los últimos años en Oxford (1898-1899) no hicieron sino acrecentar la popularidad de Buchan en diversos círculos intelectuales. En 1898, John Lane publicó el segundo romance de aventuras del autor, John Burnet de Barns, una novela en la línea de Robert Louis Stevenson, pero con el estilo conciso y particular de Buchan. Lane también publicó la primera colección de relatos breves y poemas del escocés: Tiempo gris (Grey Weather: Moorland Tales of My Own People). En 1899, la etapa de Buchan en Oxford culminó con su elección como presidente del prestigioso foro de debate Oxford Union10. Sería el primero de los muchos cargos que ocuparía Buchan a lo largo de su vida gracias a su vocación de servicio público.

Al terminar los estudios de Derecho en la universidad, Buchan se trasladó a Londres para preparar el examen del bar, las oposiciones públicas que habilitan para ejercer la abogacía en las vistas orales de un proceso. Buchan se instaló en Temple Court, Londres, a orillas del Támesis. A pocos metros detrás del Temple, además, discurre Fleet Street, el hogar espiritual del periodismo en Gran Bretaña y, un poco más al oeste, estaban sitas las oficinas del semanario The Spectator11. Buchan entró a trabajar en la prestigiosa revista bajo la supervisión directa de John St. Loe Strachey, editor general, a quien el autor conoció gracias a sus contactos en Oxford. Buchan llegó a ejercer funciones de director del semanario y publicó un buen número de artículos en él. De este modo, el joven aspirante a abogado consiguió costearse tanto sus estudios como la manutención en el Temple, al tiempo que se iniciaba en la práctica periodística, y todo esto sin perder su pasión por la literatura. En 1900 publicó The Half-Hearted, un nuevo romance de aventuras, esta vez ambientado en la época contemporánea del autor. Asimismo, en 1901, Buchan comenzó a colaborar con la revista mensual Blackwood’s Magazine de Edimburgo, una de las cabeceras literarias de mayor prestigio en Gran Bretaña y, sin duda, la más célebre de Escocia. John Buchan unía así su nombre al de otros colaboradores de renombre, como Samuel Taylor Coleridge, Thomas De Quincey, George Eliot, Felicia Hemans, Margaret Oliphant o Joseph Conrad, quien hacía apenas un par de años había serializado allí, en Blackwood’s, su novela breve El corazón de las tinieblas (Heart of Darkness, 1899).

John Buchan aprobó el examen del bar en 1901. Se abría entonces ante él la oportunidad de iniciar una carrera profesional de prestigio en la capital del Imperio. Sin embargo, el apasionado autor escocés abrigaba demasiados —y muy dispares— intereses en el mundo de las leyes, la política, la academia o el periodismo como para decantarse por una sola actividad; y cuando, en 1901, recibió la llamada de lord Milner, alto comisionado para los asuntos de Sudáfrica, con una oferta para unirse a su misión administrativa, no se lo pensó dos veces y respondió afirmativamente. Buchan tomó esta decisión porque prefería la política al derecho, pero también porque la idea de vivir en Londres no terminaba de convencer a un enamorado de la naturaleza como él. Por el contrario, la perspectiva de poder explorar los indómitos parajes de África —un espacio romantizado a través de tantas y tantas novelas y cuentos sobre el Imperio— debió excitar sin duda su imaginación aventurera.

De este modo, y con apenas veintiséis años, el 14 de septiembre de 1901, Buchan se embarcó en su aventura africana. Viajó hasta Ciudad del Cabo, donde conoció a no pocos refugiados de la guerra de los bóeres. Cruzó el territorio colonial en un accidentado viaje por tierra, siendo testigo de varias escaramuzas con guerrilleros bóeres. Llegó a Johannesburgo, sede administrativa de lord Milner, el 4 de octubre. Buchan se empapó rápidamente de la experiencia colonial africana. De entrada, se alistó en la milicia montada de Fusileros de Rand (los Rand Rifles), un cuerpo creado ad hoc para la defensa de Johannesburgo contra los ataques bóeres. La naturaleza administrativa de su trabajo, sin embargo, apenas si le dejaba tiempo para realizar la instrucción de la milicia un par de veces al mes. Pronto se enamoraría de los inmensos paisajes del veld, agrestes praderas del altiplano sudafricano por donde llevaría a cabo larguísimas excursiones. Este sería el paisaje que años más tarde añoraría su personaje Richard Hannay, tanto en Los 39 escalones como en Mantoverde.

Más allá de la actividad militar y el atractivo paisaje de la colonia, Buchan también conoció in situ las tensiones políticas que lastraban la administración del Imperio. Una de las primeras tareas que le encargó lord Milner fue redactar extensos y detallados informes sobre la situación administrativa de la colonia. Aquellos informes servirían luego a los miembros senior del equipo de lord Milner para trazar las líneas estratégicas de la política administrativa en las provincias sudafricanas. Tras el armisticio con los bóeres (31 de mayo de 1902), Buchan se encargó de ejecutar los acuerdos para el desarrollo de las zonas más castigadas por el conflicto. Su tarea le llevó a construir hospitales, supervisar infraestructuras de agua corriente y saneamiento, así como encargarse de la inspección de los campos de prisioneros y refugiados bóeres. Por primera vez, y no pocas veces contra el criterio de lord Milner, Buchan pudo alzar la voz y dar su opinión sobre el presente y el futuro del Imperio en un foro con cierta capacidad para decidir sobre tales asuntos. Buchan no tardó en defender una idea del Imperio claramente adelantada a su tiempo. Buchan entendía el Imperio «como una coalición de partes independientes»12. Todas las provincias del Imperio debían tener una identidad nacional propia derivada de su paisaje y su herencia cultural; todas las colonias debían disfrutar de independencia política, aunque estuvieran coaligadas, confederadas si se quiere, con la metrópoli, y unificadas por una lealtad común a la monarquía y a un sistema legal único y propio. Debían contar también, en fin, con una parte cultural compartida. El concepto de Imperio de Buchan entraba en conflicto de lleno con la visión conservadora dominante entre los miembros del equipo de Milner. Los kindergarteners, los «niños de la guardería» de Milner, como se los denominaba con sarcasmo, defendían una estructura federal del Imperio en la que los virreinatos desempeñarían el papel administrativo central. Buchan defendía una estructura política mucho más aperturista que la del centralismo (político y económico) de los kindergarteners. En consonancia con sus principios, Buchan era partidario del reconocimiento político de todos los habitantes del Imperio, también de los nativos. Y defendía dicho reconocimiento como paso necesario para articular un proceso de «igualamiento económico» entre las diversas colonias, un proceso por el cual los colonos blancos llegarían a compartir en igualdad de condiciones los mismos trabajos manuales que los nativos llevaban a cabo. Solo a través de una integración gradual, pero completa, de los nativos de las colonias en el demos del Imperio podría asegurarse el crecimiento sostenido y general, es decir, el futuro del propio Imperio. Es verdad que Buchan emitía muchas de estas opiniones con el tono condescendiente hacia la población nativa al uso13, pero, en palabras de su nieta y biógrafa, Ursula Buchan, «el hijo del reverendo John Buchan al menos mostraba», con tesón, sentido ilustrado y visión de futuro, un «compromiso con la humanidad común que une a los miembros de todas las razas»; no era en absoluto transigente con la actitud conservadora y cortoplacista de lord Milner y sus kindergarteners14. Tanto fue así que la honradez intelectual de Buchan, la defensa a ultranza de sus propias convicciones, le valió ser objeto de muchos prejuicios de parte de los empleadosde Milner y los miembros de la misión colonial británica en general. Este antagonismo, que Buchan sufrió durante la última etapa de su estancia en Sudáfrica, debió de influir en su decisión de volver a Inglaterra en 1903. El Buchan que embarcó rumbo a la metrópoli, sin embargo, distaba mucho de ser el joven aventurero que había marchado a las colonias hacía dos años. De algún modo,

[durante su estancia, Buchan] había perdido algo de la despreocupación y de la altanería, de ese sentimiento de estar encantado consigo mismo propio de la juventud, para volver a Inglaterra convertido en un hombre mucho más sabio. […] Sus dos años en Sudáfrica habían transformado su punto de vista profundamente: su arrogante mentalidad de «Gran Bretaña puede con todo» había virado rápidamente a una actitud más humilde de aceptar que la política, en particular la política de reconstrucción después de una guerra, es muy complicada; además de que otras razas, de cualquier color, tenían también aspiraciones legítimas que necesitaban ser respetadas y atendidas, aunque fuera de manera gradual. Sus sentimientos anteriores al viaje a Sudáfrica, los cuales se basaban nada más que en principios teóricos, no podían sobrevivir al contacto cercano con el país, con sus habitantes15.

En sus memorias, Buchan no escatimaría páginas y comentarios sobre el crecimiento personal que supuso su estancia en Sudáfrica:

Había concebido las colonias de manera condescendiente, como asentamientos distantes de nuestra gente, la cual llevaba a cabo una serie de esfuerzos reconocibles bajo la adversidad para continuar con las tradiciones británicas. Ahora me doy cuenta de que Gran Bretaña tiene tanto que aprender de los nativos como estos de la propia Gran Bretaña. Encontré algo en su punto de vista, imaginativo y realista al mismo tiempo, que era completamente nuevo para mí […] Empecé a comprender que el Imperio, el cual hasta ahora no había sido más que un concepto para mí, podía llegar a convertirse en una fuerza muy potente y beneficiosa para el mundo16.

El John Buchan que volvió de Sudáfrica era un hombre «más sabio», pero también más compasivo. La influencia del calvinismo en Buchan, como observa Jonathan Parry «dejó una profunda huella en él. Muchos de sus logros como adulto [se debieron] a su devoción por el deber, a su fe en la lucha [por la propia fe] y la mejoría personal; solo así, pensaba, podría mantener a distancia la autocomplacencia, la insatisfacción y las inseguridades contra uno mismo»; pero muchos de «estos instintos básicos» se verían ahora «complementados» por un cristianismo más parecido al anglicano, «que Buchan desarrolló como reacción contra buena parte de la cultura tradicional calvinista escocesa»17. Para Buchan,

La religión era una concepción espiritual de la vida basada en «el amor por el prójimo, en sumergirnos profundamente en un interés superior». La cristiandad de Buchan acentuaba la misericordia que muestra Dios al cargarse él mismo a sus espaldas la mortalidad del ser humano, únicamente por su propio bien. La doctrina de la encarnación exaltaba [para Buchan su] «concepción de la humanidad» muy por encima de cualquier [creencia] que tuvieran a mano los imperios griego o romano18.

De vuelta en Londres, Buchan comenzó a ejercer como abogado especialista en asuntos fiscales, publicando en apenas dos años una monografía al respecto, la Ley relativa a la tasación de los beneficios extranjeros (The Law Relating to the Taxation of Foreign Income, 1905). También regresó a la actividad periodística, reanudando en 1903 su colaboración con The Spectator.

En 1907, Buchan contrajo matrimonio con Susan «Susie» Grosvenor (a quien llevó a Italia de viaje de novios… ¡para escalar los montes Dolomitas!19). Un año más tarde, nació su primera hija, Alice (1908), a la que siguieron, en la década posterior, John (1911), William (1916) y Alastair (1918). La familia se instaló en una cómoda residencia del número 40 de Hyde Park Square, en el extremo norte del parque del mismo nombre, no lejos de Marble Arch. Buchan comenzó a trabajar entonces como asesor de su amigo Thomas Arthur Nelson, cuya casa editora epónima, T. Nelson Publisher —fundada por su abuelo— era, en la primera década del siglo xx, uno de los sellos editoriales escoceses más célebres de Gran Bretaña. En el contexto de cambio profundo que por entonces experimentaba el mundo editorial20, Buchan aprendió muy pronto los secretos de la profesión. Incluso desarrolló cierto instinto para conseguir nuevos nichos de lectores. La primera y más notable contribución de Buchan a la editorial fue el lanzamiento de una colección de clásicos de la literatura del siglo xix en volúmenes de tapa blanda (o paperback) asequibles para los lectores de clases pequeñoburguesa y obrera. La colección se llamó Sevenpennies, por su modesto precio de siete peniques y rivalizó primero con la colección canónica World’s Classics de Clarendon Press (luego Oxford University Press), así como, décadas más tarde, con la serie de Penguin Classics.

Buchan también contribuyó a la editorial con uno de sus primeros (aunque moderados) éxitos literarios: Prester John (1910). En dicha novela, el autor escocés fusionaba leyenda medieval y aventura imperial al tiempo que meditaba sobre las poblaciones nativas y el futuro del Imperio. La novela narra las peripecias de un joven escocés, David Crawfurd —trasunto no muy disimulado de Buchan—. Obligado por su padre a emigrar a Sudáfrica, Crawfurd descubre un plan para lograr el levantamiento de las tribus zulúes y swazis, lideradas por el misterioso reverendo de la iglesia escocesa John Laputa. La trama preludia elementos que Buchan utilizaría más tarde en Mantoverde (ambos textos, por ejemplo, especulan con revueltas de poblaciones autóctonas propiciadas por la aparición de símbolos religiosos), pero, sobre todo, Prester John anticipa la voluntad de Buchan por revisar el patrón del género de aventuras en general. Buchan intenta mantener la esencia del género, pero adaptándola a la modernidad del siglo xx. La influencia de las narraciones coloniales de Henry Rider Haggard y, en menor medida, Arthur Conan Doyle, se hacen patentes en Prester John, por encima incluso del ímpetu stevensoniano que transparentaban las primeras novelas del autor.

En 1910, Buchan trabajaba tranquilamente como editor y periodista, aunque sin dejar de lado por completo la abogacía. Su vocación de servicio público, no obstante, le movió a iniciar su andadura en la carrera política. Aprovechando que sus visitas a la casa ancestral de los Buchan en Broughton iban volviéndose cada vez más frecuentes —debido a la larga enfermedad que padecía su madre—, Buchan decidió presentarse, en diciembre de ese mismo año, como candidato del Partido Unionista, a las elecciones al parlamento por la circunscripción de Peebles y Selkirk (en el valle del Tweed). Perdió ante el candidato liberal, Donald Maclean21. La decepción disuadió a Buchan de volver a presentarse al parlamento en la década de los diez (sí lo haría más tarde, en la década de los veinte), pero no a dejar de lado la política o las labores de Estado. Simplemente, a partir de entonces, se implicaría en dichas labores desde posiciones más discretas.

En 1912, los Buchan se mudaron a Portland Place, en uno de cuyos pisos el autor situaría el asesinato que desata la trama de Los 39 escalones. Durante los años siguientes, Buchan empezó a padecer úlceras de estómago, algunas de las cuales le obligaron a pasar largos períodos de tiempo (a veces meses) sin apenas poder salir de la cama. Los problemas de salud de Buchan se volvieron recurrentes durante la década de los diez, pero nunca llegaron a convertirse en un verdadero obstáculo para la ajetreada vida profesional del autor. En 1913 comenzó a publicar por entregas en Blackwood’s Magazine su novela The Power-House (La central eléctrica). El título suponía la primera incursión de Buchan en el thriller de espionaje, y giraba en torno a uno de los temas que más le preocuparon a lo largo de su vida: el futuro de la civilización en el contexto del mundo moderno. La novela tuvo poco éxito en su versión serializada y como tampoco salió en forma de libro hasta 1916, antes de la publicación de Mantoverde, pero después del éxito de Los 39 escalones, la popularidad de esta última oscureció el verdadero mérito de The Power-House como primer shocker de Buchan22.

En 1914, la Gran Guerra iba camino de convertirse en una suerte de profecía autocumplida. La carrera armamentística (especialmente en el ámbito naval) que habían protagonizado los Imperios británico y alemán, unida a las crecientes tensiones en los Balcanes, África, Oriente Medio (Turquía) y la frontera europea del Imperio ruso propiciaron una situación de profunda inestabilidad que acabó estallando el 28 de julio de 1914, tras largos meses de avisos continuados sobre la inminencia del conflicto. Buena parte del futuro del Imperio que Buchan había teorizado durante su estancia en Sudáfrica quedaba ahora puesta seriamente en entredicho. Al mismo tiempo, la mayor parte de sus amigos y allegados, entre los que se contaban, por ejemplo, Raymond Asquith, Basil Temple Blackwood (una de las amistades más firmes que Buchan entabló en Sudáfrica) o Aubrey Herbert, se marcharon al frente, mientras la mala salud de Buchan sometió al autor a la pequeña humillación de ver cómo el ejército rechazaba su solicitud de alistamiento. Muchos de aquellos amigos y compadres jamás volverían del frente (Asquith y Blackwood, por ejemplo, murieron en el campo de batalla, en 1916 y 1917 respectivamente). Y no pocos de los amigos que regresaron lo hicieron sumidos en los horrores psicosociales del trauma.

Aun sin llegar a pelear en el frente, la guerra se convirtió en el interés y la ocupación principales de Buchan hasta después incluso del armisticio, el 11 de noviembre de 1918. El conflicto llamaba la atención de Buchan como estadista, como político, como periodista, como literato y, en fin, como hombre religioso, que veía en la guerra una extravagante —como él diría— ocasión para medir la fortaleza del espíritu humano ante la barbarie. La Gran Guerra fue el primer conflicto armado industrializado y, como tal, suponía un cambio radical en los paradigmas (filosófico, literario, cultural) empleados para entender la naturaleza humana. Los nuevos discursos sobre la guerra dejaban entrever que la profesión militar apenas si conservaba un ápice del romanticismo con que se veía en siglos anteriores. Y a medida que avanzaba el conflicto, la deshumanización de la guerra mecanizada comenzó a afectar en forma de crisis de conciencia y existencial a los autores de las generaciones más jóvenes. En cierto sentido, la Gran Guerra fue la forma traumática en la que el sujeto cultural de occidente terminó abandonando las seguridades morales, éticas y existenciales del siglo xix para entrar de lleno en el solipsista mundo moderno del siglo xx. Buchan no fue en absoluto ajeno a estos cambios. Pronto adquirió una «amarga repulsión por la guerra», no solo debido a «sus horrores», sino también a «la futilidad y el aburrimiento» que le producía la forma en que la propia guerra había convertido la tragedia «en una cuestión» más propia «de la vida cotidiana». Buchan profesaba «un desprecio enorme» por la gloria que la guerra supuestamente infunde en el ser humano. Y no encontraba por ningún lado ese «elevamiento del espíritu» que tradicionalmente «se asocia con la batalla». Pronto empezó a entender la dura realidad de la «Guerra como drama cósmico titánico que engloba todos los rincones del mundo y toda la órbita de la vida humana»23.

Buchan desarrolló este sentimiento de repulsión visceral como consecuencia de sus continuas visitas al frente, las cuales empezó a realizar a partir de 1915, cuando fue contratado como corresponsal de guerra de TheTimes. Gracias a estas visitas, Buchan ganó acceso directo y entabló comunicación fluida con los generales más importantes del Estado Mayor británico: William Robertson, John French, Douglas Haig, etc. El trabajo periodístico de Buchan, por el contrario, no pasó desapercibido para la Oficina de Guerra del Gobierno; y dado que el autor tampoco podía luchar en el frente, la Oficina lo reclutó para actividades de propaganda. Sus primeras tareas en el departamento consistían en enviar panfletos a las zonas ocupadas, transmitir noticias a la prensa americana y canadiense (cuidándose de atraer el beneplácito de los primeros para la causa bélica), organizar exhibiciones de las películas de propaganda bélica, así como ¡procurar que el conflicto con Irlanda no saliera nunca en las conversaciones con los americanos!24.

Las tareas periodísticas y propagandísticas de Buchan lo convirtieron asimismo en un candidato perfecto para trabajar en la Oficina de Inteligencia Militar. De esta faceta de la vida profesional de Buchan se conservan pocos datos, y la información al respecto es, como informa Christopher Harvie, ciertamente imprecisa. No obstante, resulta razonable pensar que Buchan debió realizar tareas secretas de inteligencia al menos desde octubre de 1915. Fue entonces cuando entró a formar parte de la propia Oficina de Inteligencia para emitir informes sobre la batalla de Loos25. (En esas fechas, por cierto, también inició contactos —que se mantendrían a lo largo de los años— con Sir Reginald Hall, director de Inteligencia Naval.) Desde entonces, y durante los tres años siguientes, Buchan tendría un despacho en el cuartel general de las fuerzas expedicionarias británicas en Francia.

La Gran Guerra supuso para Buchan la oportunidad de escribir algunas de las obras por las que luego sería recordado. Ya en 1914, Thomas Nelson concibió la posibilidad de escribir una crónica de la guerra que fuera publicándose a medida se desarrollaba el conflicto. Nelson propuso el proyecto a Arthur Conan Doyle, otro compatriota escocés. Doyle declinó la oferta. Nelson, sin embargo, no cejó en el empeño y se puso en contacto con Hilaire Belloc, historiador anglo-francés que también, como Buchan, había presidido el prestigioso foro de la Oxford Union (en 1895, cuatro años antes que Buchan). Belloc rechazó el proyecto porque entonces andaba de corresponsal con Land & Water, revista para los soldados del frente donde Buchan serializaría, un par de años más tarde, Mantoverde. Sin más candidatos para escribir la crónica, Nelson propuso entonces el reto —más que la oferta— a Buchan, quien aceptó prácticamente sin pensárselo y se puso manos a la obra inmediatamente. En el otoño de 1914 el autor comenzó a escribir el primero de los 24 volúmenes que acabarían formando una de sus obras magnas: La historia de la Gran Guerra (Nelson’s History of the War). Cada volumen contenía 50000 palabras distribuidas en unas trescientas páginas por libro, que dieron un total de más de siete mil páginas. La obra disparó la popularidad de Buchan como historiador y cronista oficioso de la Gran Guerra, circunstancia que el autor aprovechó para proponer al mariscal de campo Douglas Haig la fundación de un departamento de Historia en el cuartel general de las fuerzas expedicionarias británicas. Los miembros de dicho departamento deberían asistir a las reuniones del Estado Mayor en Francia para redactar la crónica de los acontecimientos históricos según estos iban sucediendo. Haig no quiso saber nada del asunto.

La guerra trajo a Buchan fama como periodista, como editorialista y como historiador; pero la Gran Guerra también le sirvió para granjearse, al fin, su bien merecida fama como novelista. En 1914 Buchan inició la obra por la que será siempre recordado, una novela popular de poco más de cien páginas titulada Los 39 escalones, y que supuso la primera entrega de las aventuras de un espía fortuito, escocés de nacimiento y sudafricano de adopción, de nombre Richard Hannay. El éxito del libro y del aventurero que lo protagonizaba fue inmenso, y provocó que Buchan siguiera contando las peripecias de Hannay en cuatro libros más: Mantoverde(Greenmantle, 1916), su otro gran éxito comercial, Mr. Standfast (1919), la última de las aventuras de Hannay en tiempos de guerra, Los tres rehenes (The Three Hostages, 1924) y La isla de las ovejas (The Island of the Sheep, 1936), la novela de madurez con la que Buchan se despidió del personaje. (En 1929 también publicó la novela The Courts of the Morning (Los tribunales de la mañana), una novela en la que Hannay aparecía de forma marginal, pero que estaba protagonizada por el aliado de este, Sandy Arbuthnot.) En la serie de Richard Hannay, Buchan logró dar con una fórmula clara y definida, un patrón narrativo muy eficaz que inaugura de facto el thriller de espionaje moderno o schocker, el tipo de novela «en el que los incidentes desafían todas las probabilidades, pero avanzan dentro de los límites de lo posible»26. El propio autor volvería sobre la fórmula y jugaría con ella en novelas posteriores, como Huntingtower (1922) (sobre la amenaza de una revolución bolchevique en Gran Bretaña), aunque sin abandonar del todo su predilección por la estructura de la novela de aventuras y el romance.

La vida de Buchan después de la Primera Guerra Mundial no estuvo exenta de peripecias interesantes, muchas de ellas resultarían sin duda atractivas para el aficionado a la historia, la política y la diplomacia del Imperio británico durante el período de entreguerras. Su vida, sin embargo, se volvió, por lo general, algo más sedentaria y tranquila, lo cual le permitió seguir escribiendo a buen ritmo durante las dos décadas posteriores. En 1919, los Buchan se mudaron a su casa familiar en Elsfield, al norte de Oxford. Desde entonces y hasta los años treinta, Buchan alternaría diversos puestos de asesoría política con tres primeros ministros distintos: fue director de información con el liberal Lloyd George (1919), asesor del conservador Stanley Baldwin (en 1928) y, también, del laborista Ramsay MacDonald (1931). Llegó a cumplir su aspiración de ocupar un escaño en el parlamento británico, finalmente por la circunscripción de las Universidades Escocesas (1927-1935), y todo ello sin descuidar su carrera periodística (accedió, por ejemplo, a la vicepresidencia de Reuters en 1923). En 1935, Jorge V lo invistió lord Tweedsmuir, al objeto de encargarle el puesto de gobernador general de Canadá. Buchan pasó allí, en Canadá, los últimos cinco años de su vida, viajando por todo el país (llegó a visitar las islas más allá del círculo polar ártico), familiarizándose con el entorno y procurando poner en práctica los principios de ecuanimidad y reconocimiento de las provincias del Imperio que había teorizado años atrás, durante su estancia en Sudáfrica27. Fue el encargado de firmar la declaración de guerra de Canadá contra la Alemania nazi el 10 de septiembre de 1939.

Buchan falleció el 11 de febrero de 1940 a causa de una leve apoplejía que había sufrido como consecuencia de un accidente casero. Dejó tras de sí más de cien títulos entre novelas, romances históricos, libros de historia, novelas-ensayo, ensayos políticos, biografías, colecciones de relatos breves, poemarios, conferencias, monografías, tratados, ediciones críticas y una autobiografía, Memory, Hold-the-Door, que fue publicada póstumamente ese mismo año de 1940.

Hacia la novela de espías moderna

La novela (o thriller) de espionaje es uno de los géneros literarios populares característicos de la modernidad en Gran Bretaña. Es cierto que antes de la década de 1900 ya había relatos de espionaje, novelas sobre conspiraciones políticas, misiones secretas, agentes confidenciales extranjeros y demás amenazas varias para el Estado. No es hasta el 1900, sin embargo, cuando aquello que ha dado en llamarse el «espíritu de la época», las ansiedades culturales propias del siglo xx, propicia una fórmula de espías rudimentaria en respuesta imaginaria a dicho espíritu.

El proceso de formación de la fórmula hunde sus raíces en las últimas décadas del siglo xix. Durante los decenios de 1870, 1880 y 1890 va creciendo en Gran Bretaña un sentimiento generalizado sobre la decadencia del Imperio. El proyecto social victoriano, basado en la ética del trabajo, la (limitada) democracia liberal, la fe y el progreso se enfrenta en este sentido con una serie de desafíos potencialmente desestabilizadores de su monolítica identidad cultural: crisis económicas continuadas (1870-1880) que se resuelven solo en parte con el desarrollo de un nuevo modelo productivo basado en la cultura del consumo; agitación social; la aparición de nuevos sujetos políticos que exigen reconocimiento de pleno derecho (en la reivindicación del sufragio femenino, por ejemplo); la colonización imperial de África se vuelve traumática, tanto en el aspecto militar, con la guerra anglo-zulú (1879), la revuelta en Sudán (1885) y las guerras de los bóeres (1880-1881 y 1899-1902)28, como en el aspecto cultural (la civilización europea empieza a reconocerse capaz de cometer serios actos de barbarie); los nuevos avances científicos y tecnológicos propios de la revolución industrial; la lenta sustitución del idealismo religioso por el pensamiento evolucionista de vanguardia (Darwin publicó su obra más polémica, El origen del hombre, en 1871) da pie a un cambio de paradigma en la concepción del ser humano; y, en fin, una nueva generación de autores (Oscar Wilde, George Bernard Shaw, Max Beerbohm, George Gissing, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, etc.) abre la puerta a la modernidad literaria en la última década del siglo. Todas estas circunstancias propician una «profunda transformación en la cultura de las clases populares»29, transformación que se resuelve, a su vez, con la aparición de nuevas formas (modernas) con las que articular los problemas ideológicos y las ansiedades culturales propias del siglo xx30.

Una de aquellas «ansiedades» o miedos socioculturales que se desarrollan en el imaginario colectivo de finales del xix es el «pánico generalizado a que el Imperio británico», explica David Trotter, «al igual que el romano, llegue a deteriorarse internamente» hasta tal punto «que acabe por no poder resistir las presiones externas»31. Así, como observa Stephen Arata, la narrativa de finales de siglo xix empieza a proponer fantasías en las que el Imperio británico se ve sujeto a procesos de «colonización revertida», donde el «colono» se pone «en el lugar del sometido, el explotador en el lugar del explotado y el opresor en el lugar de la víctima»32. La novela de Henry Rider Haggard Ella (She, 1887), La guerra de los mundos(The War of the Worlds, 1898) de H. G. Wells o incluso Drácula (1897) de Bram Stoker son buenos ejemplos al respecto. En menor medida, también empiezan a aparecer relatos como la novela breve La batalla de Dorking (The Battle of Dorking, 1871), de George Tomkins Chesney, en los que, directamente, la Gran Bretaña se ve amenazada por otras potencias coloniales que desconfían del proyecto civilizador victoriano. Algunas de estas fantasías resultan especialmente aterradoras por cuanto introducen en su fórmula un novedoso elemento de maldad. El proceso de «colonización» del Imperio británico a manos del «otro» no viene propiciado por la conquista militar de la Gran Bretaña. La colonización se produce de forma silenciosa y secreta, pausada y de manera gradual, minando los principios ideológicos, éticos, morales y políticos del proyecto imperial victoriano. El «otro» penetra en la metrópoli —el corazón del Imperio— para debilitarlo como si de una epidemia silenciosa se tratara, deshumanizando al sujeto victoriano o transformándolo en víctima sometida.

Este elemento secreto resulta crítico a partir de la década de 1890, pues permite convertir el miedo a la decadencia del Imperio en paranoia. El secretismo inicial de la colonización revertida da pie seguidamente a una fiebre por la amenaza general a una invasión enemiga. Al mismo tiempo, la complejidad del panorama social en Europa a finales de siglo —con el reconocimiento de las clases trabajadoras, la aparición de la mujer como sujeto político, o la llegada a las metrópolis de los primeros emigrantes provenientes de las provincias imperiales— provoca que los Estados en general se preocupen más por «subvertir» que por afianzar «las libertades políticas» otorgadas a los nuevos colectivos, con altas dosis de violencia si es necesario33. En ese sentido, el Estado moderno también se vuelve paranoico y mira con el mismo recelo tanto al enemigo exterior como a un supuesto enemigo ideológico interior, muchas veces identificando el uno con el otro. Este fenómeno político se ventila en el imaginario literario con la figura del espía o el agente secreto, un sujeto que actúa de forma subversiva en contra de la comunidad política a la que, paradójicamente, pertenece.

El espía comienza a aparecer de manera más o menos sistemática con el cambio de siglo. Agentes subversivos contra la estabilidad del Imperio marcan la obra de autores como William Le Queux (1864-1927), Edward Phillips Oppenheim (1866-1946) y Erskine Childers (1870-1822). Los tres, pioneros del género de espías moderno, conciben el agente confidencial como avanzadilla enemiga para la conquista de las islas británicas, miedo político primario que se articula en novelas como La gran guerra en Inglaterra de 1897 (The Great War in England in 1897, 1893) de Le Queux o El misterioso Mr. Sabin (TheMysterious Mr. Sabin, 1898) de Oppenheim. En ambos títulos, una red de espías franceses conspira para facilitar la conquista de Inglaterra a manos del ejército francés (en la novela de Le Queux) y de Alemania (en la novela de Oppenheim).

La fascinación por el arquetipo del agente secreto alcanza incluso a autores con aspiraciones literarias de calado. Rudyard Kipling, por ejemplo, articula su novela Kim (1901) en el contexto del «Gran juego», expresión con que se denominaban las tensiones diplomáticas entre los imperios ruso y británico por el control de Asia Central. Y Joseph Conrad, por su parte, construye en El agente secreto (The Secret Agent, 1907) un preciso, pesimista y esclarecedor estudio sobre la vida doméstica moderna al tiempo que reflexiona sobre la naturaleza, la necesidad y la pertinencia de los mecanismos de vigilancia que emplean los Estados a principios del siglo xx.

El lento y gradual camino hacia la Primera Guerra Mundial alimenta aún más las fantasías paranoicas sobre la conquista de las islas británicas (o las provincias de su imperio). El pánico provocado por estas fantasías se vuelve tan presente que llega a influir en el discurso político general sobre la defensa del Estado. Realidad y ficción se retroalimentan así durante la primera década del siglo xx:

Los años entre 1900 y 1914 fueron testigos, no de forma casual, tanto del establecimiento de la novela de espías británica como del Servicio Secreto Británico. Antes de 1907, el espionaje era por lo general pasivo, se basaba en agentes aficionados e informantes casuales. Ese año, la designación del teniente-coronel James Edmonds como cabeza del MI5, la sección de los servicios secretos del directorado de operaciones militares marcó un cambio de énfasis. Hacia finales de 1910, ya se había puesto a funcionar un sistema más activo y profesional: una oficina de los Servicios Secretos con una sección de información extranjera y un departamento de información doméstica (denominados, posteriormente, MI6 y MI5). El nuevo profesionalismo, sin embargo, dependía mucho de viejos prejuicios […]. La oficina trabajaba con la suposición, errónea, de que Alemania se estaba preparando para invadir Gran Bretaña con la ayuda de un ejército de espías y saboteadores. Cualquier información que parecía confirmar esta sospecha se consideraba verdadera, y cualquier otra información que contradijera esto se trataba como falsa. […] El Servicio Secreto británico, al igual que la novela de espías, había invertido sus recursos en una fantasía34.

Esta forma de interpretar la información reservada y la inteligencia militar, teñida por la paranoia implícita en la novela de espías, domina a la hora de revisar los principios clásicos de la política estratégica y de alianzas de Gran Bretaña a principios de siglo xx. En 1898, Alemania había iniciado un plan de expansión y desarrollo de su armada bajo el mando del almirante Alfred von Tirpitz para disputar el dominio naval a Gran Bretaña. Londres respondió impulsando una carrera armamentística con Alemania que culminaría en la Primera Guerra Mundial. El 8 de abril de 1904 se firmó la Entente cordiale, el acuerdo de alianza política entre Francia y Gran Bretaña que de facto rompía los casi cien años de «aislacionismo espléndido» —como se conocía la estrategia en política exterior del Imperio británico durante el siglo xix— y supuso un avance crítico en la gradual alienación del Imperio alemán35 por parte de ambas naciones. En paralelo a esta desafección diplomática, cada vez más patente, entre Gran Bretaña y Alemania, la literatura de espías fomenta el mito del «superespía» alemán36. Le Queux actualiza entonces su ficción sensacionalista sobre la posible caída del imperio con La invasión de 1910 (The Invasion of 1910, 1906), en la que el enemigo ahora es Alemania, y Oppenheim no le va a la zaga con novelas como El gran secreto (The Great Secret, 1908), uno de los primeros grandes éxitos editoriales protagonizado por un «superespía» alemán.

Entre estas novelas, la obra de Erskine Childers El enigma de las arenas (The Riddle of the Sands, 1903), su única novela de espías, merece comentario aparte. Un poco antes de la Entente, Childers recoge los principales elementos narrativos que se han comentado hasta ahora (la paranoia, el secreto, el espía) y los ordena de manera orgánica en el contexto de una novela clásica de aventura imperial. La innovación de Childers es crítica en este sentido, pues aporta una diferencia crucial en términos estructurales. Hasta entonces, las novelas de espías eran novelas detectivescas o dramas de situación costumbrista en las que intervenían agentes confidenciales, cada vez, sin embargo, con más peso en las tramas. Es verdad que, a comienzos de siglo, la novela de aventura imperial ya había incorporado componentes del espionaje a su estructura (la trama geopolítica del Kim de Rudyard Kipling es un buen ejemplo), pero lo que consigue Childers con su novela es reinterpretar los elementos del romance victoriano, que son los pilares de la novela de aventura imperial, en clave de guerra subrepticia y clandestina, es decir, en clave de espionaje.

El romance victoriano se estructura en torno al viaje y la búsqueda (quest) protagonizados por un héroe, el cual emprende la peripecia para apoderarse de un objeto simbólico. En el contexto de la cultura victoriana, la búsqueda como tal tiende a fracasar37, pero el propio fracaso sirve para revelar los significados alegóricos del viaje en sí: se fija la identidad del héroe (el aventurero que emprende su periplo por las provincias del Imperio); se reafirman la ética y la ideología propias de la comunidad que defiende dicho héroe (encargado de salvaguardar la sociedad victoriana y su Imperio) y, por último, se actualiza la identidad del lector, que invierte sus expectativas en el triunfo del héroe.

Childers intenta ajustar el patrón de este género popular al nuevo contexto ideológico dominado por el secreto y la paranoia. En El enigma de las arenas, dos jóvenes ingleses, Carruthers y Davies, salen de vacaciones en un pequeño yate por las islas frisias y descubren un plan secreto —el «enigma de las arenas»— de la marina alemana para conquistar Gran Bretaña. Carruthres y Davies se encuentran con el misterio por casualidad, pero terminan convirtiendo su resolución en el propósito central de su viaje. El objeto de la búsqueda del héroe pasa a ser ahora el propio secreto, cuya posesión determina la distribución de poderes en el cuadro geopolítico que enmarca la acción.

Semejante actitud hacia el secretismo y la noción del secreto es un elemento que el thriller de espías comparte con la novela de detectives, pero al contrario que en la ficción detectivesca, en la que el dueño del secreto (el criminal) debe permanecer escondido (desconocido), un espectador relativamente pasivo de su propia caída, la pregunta central en la ficción de espías es quién es el dueño del secreto, lo cual implica una lucha de poder que propicia cierto grado de excitación [thrill]38.

El enigma de las arenas pone en juego una serie de elementos que luego resultarían críticos para definir el patrón de la novela de espías como romance de aventura: «el protagonista es un agente amateur, el misterio se descubre de manera fortuita, las serias consecuencias de dicho misterio se van revelando de forma gradual», es decir, el agente va apoderándose del misterio como parte de la búsqueda a la que dedica su viaje; y una vez dicho agente se apodera por completo del secreto, él solo se encarga «de desbaratar la conspiración enemiga»39; de ese modo, la novela logra hacer visible la superioridad heterónoma recientemente adquirida por el protagonista (y, por extensión, su bando). Childers logra reunir todos estos elementos en un conjunto orgánico y funcional, quizá incluso por primera vez; sin embargo, y en última instancia, El enigma de las arenas sigue siendo una novela de aventuras decimonónica.

Es precisamente John Buchan quien termina por dar forma al género de espías moderno. Buchan toma los elementos generales que pone en juego El enigma de las arenas y, al mismo tiempo que los convierte en genéricos, también los inviste de una modernidad radical ausente en la novela de Childers. El enigma, como se ha dicho, y a pesar de su carácter novedoso, nunca termina de desligarse por completo de los modelos narrativos decimonónicos en los que se inspira. Buchan reconoce dichos modelos, pero acaba por transformarlos y, al hacerlo, también logra construir un molde adecuado para la novela de espionaje en el siglo xx. Si Childers creó un relato de aventuras articulado a través del espionaje, Buchan, por su parte, fue capaz de producir novelas de espionaje teñidas de aventura. Mientras Childers estructuró una aventura misteriosa con espías y agentes (fortuitos) de por medio, Buchan logró abordar de lleno las cuestiones específicas que definen el espionaje en tanto fenómeno cultural moderno. Para entender mejor el salto cualitativo que experimenta la literatura de espías con Buchan, conviene abordar un análisis detallado de las dos novelas que aquí se presentan: Los treinta y nueve escalones y Mantoverde. Con ellas, Buchan inaugura la novela de espías articulada como romance de aventuras (la misma tendencia que luego continuaría Ian Fleming, creador de James Bond, por ejemplo). Esta es la línea que domina en el género de espionaje durante la primera mitad del siglo xx y hasta prácticamente la posguerra de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría40.

«Los 39 escalones»

A comienzos del verano de 1914, Alice, hija mayor de los Buchan, sufrió una mastoiditis aguda que le obligó a guardar reposo durante varias semanas. Finalmente, tras fuertes dolores de oído, hubo de pasar por quirófano. El trance puso a prueba los nervios del matrimonio Buchan. Para que su hija pasara la mejor convalecencia posible, los Buchan alquilaron una casa en Broadstairs, Kent, donde pasaron el verano. La casa estaba situada en un pequeño acantilado y el jardín trasero daba a un túnel por el que una serie de peldaños de madera bajaba hasta la playa. Una vez recuperada, la propia Alice contó los escalones a petición de su padre, quien para cuando estalló la guerra, en agosto de 1914, también hubo de guardar cama para recuperarse de la úlcera de estómago que le había impedido ir al frente41.

Buchan pidió a su hija que contara los escalones (ya imaginará el lector que había treinta y nueve) porque necesitaba la información para completar la novela que estaba escribiendo aquel verano. A mediados de agosto, postrado en cama y con poco que leer, Buchan había empezado a dar forma a una idea que llevaba considerando desde cierto tiempo atrás. Según Susan Buchan, su marido había pasado años queriendo escribir un libro «de detectives»42. Se había aficionado a leer a Oppenheim; conocía la obra de Le Queux y, por supuesto, El enigma de las arenas, de Childers. Pero Buchan creía que podía sacar mayor provecho literario a la narrativa de espías que sus antecesores. «Casi ningún autor de novelas policíacas», le explicaba a Susan, «se toma la molestia suficiente de trabajar los personajes; y a nadie parece preocuparle tampoco lo que acaba pasando ni con el asesino ni con el cadáver»43. Ahora, con la guerra recién comenzada, y Buchan postrado en cama a dieta de pescado y leche hervida, parecía ser el momento adecuado para que el autor explorara las posibilidades literarias implícitas en el fenómeno del espionaje.

Buchan escribió el grueso de la novela durante su convalecencia de agosto. Aunque pasó la mayor parte del tiempo en cama, trabajaba rápido y con brío. El objetivo principal de Buchan era hacer avanzar la historia a ritmo ligero y eficaz, reflejando en su modo de trabajo el estilo que quería imprimir a la obra. No le preocupaba mucho que se colaran inconsistencias en la trama mientras esta progresara con rapidez44.

Antes de poner el punto final a la novela, Buchan ya se había levantado de la cama para retomar su actividad profesional. El ritmo frenético de los dos meses siguientes le impidió terminar en el manuscrito. En octubre, sin embargo, cayó enfermo de nuevo y se vio condenado a pasar otro período de convalecencia en cama. Así, Buchan hubo de terminar la novela en las mismas condiciones de salud en las que la había empezado.

En 1915, Buchan atesoraba ya un conocimiento privilegiado del mundo editorial. Su puesto como asesor y luego como director en la editorial Nelson, unido a sus tratos con otros editores en lo que por entonces era ya una carrera literaria con más de veinte títulos a sus espaldas, permitían a Buchan navegar bien por el mercado editorial y sacar buen rendimiento económico a sus libros45. Los 39 escalones no fue ninguna excepción. Buchan era consciente del potencial del libro y negoció con ahínco la cesión de derechos tanto para la serialización como para la publicación de la novela en forma de libro. La imprenta de William Blackwood se quedó con los derechos de la primera edición para Gran Bretaña (tanto por entregas, como en formato libro), pero Buchan se reservó los derechos para la edición en Estados Unidos. Allí incluyó la novela en un paquete de dos títulos (Los treinta y nueve escalones y Salute to the Adventurers, 1915, que en España se llamó Hijos del sol) para que salieran publicados de manera consecutiva en el All-Story Weekly. Los 39 escalones aparecieron primero por entregas semanales, entre el 5 de junio y el 31 de julio de 191546. Durante años se ha concebido la novela como un producto eminentemente británico, publicado en Blackwood’s Magazine entre el 15 de julio y el 15 de septiembre de 1915 y luego en un solo volumen en la misma editorial; pero lo cierto es que la novela se había publicado en Estados Unidos un mes antes de que apareciera en Gran Bretaña.

Las razones de que Buchan distribuyera la novela de esta peculiar forma son económicas, pero también estratégicas, para llegar a un público más amplio y diverso. Mientras los suscriptores de Blackwood’s eran «miembros del gobierno, de la élite militar y colonial […], soldados y hombres de la marina, en Europa y el Imperio, clases medias altas y profesionales, [además de miembros] del establishment político y literario conservador47», el All-Story Weekly «era una clase de revista decididamente más baja y democrática en su [conjunto]; era populista y pluralista, con un precio de solo diez centavos por número, impreso además en papel tosco de baja calidad». Era la clase de revista pulp que servía literatura popular a una nueva clase de lectores, un público que apenas se acababa de incorporar —como sujeto consumidor— a la industria cultural48