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Cuentos potentes, sinceros, a ratos descarnados, sobre la pérdida, sobre el dolor, sobre la soledad, sobre la necesidad de querer y ser querido, en fin, sobre el Amor, es la propuesta que nos entrega en esta selección el autor de Los amores eternos duran solo el verano. Tomando como hilo conductor la canícula que suele agobiarnos gran parte del año, hay una invitación contenida a reflexionar acerca de estos problemas cotidianos, que no solo afectan la vida de los personajes, sino también nuestra rutina diaria. Triunfo de una prosa fresca y cuidada, como lectores nos vamos haciendo cómplices de los éxitos o sinsabores de los protagonistas, cuya más importante misión es vivir apasionadamente, sin dejarse vencer por el tórrido calor o las vicisitudes.
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Seitenzahl: 346
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Título:
Los amores eternos
duran solo el verano
Rubén Rodríguez
© Rubén Rodríguez, 2019
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2019
ISBN: 9789591023490
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
E-Book -Edición-corrección y diagramación: Sandra Rossi Brito /
Dirección artística y diseño interior: Javier Toledo Prendes
Tomado del libro impreso en 2018 - Edición y corrección: Ruby Ruiz Bencomo / Dirección artística y diseño: Alfredo Montoto Sánchez / Ilustración de cubierta: Rubén Ferrero Hardy / Diagramación: Yuliett Marín Vidiaux
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: [email protected]
www.letrascubanas.cult.cu
Autor
RUBÉN RODRÍGUEZ (Holguín, 1969). Narrador y periodista. Trabaja como editor en el periódico Ahora y la revista cultural Ámbito, de Holguín. Ha obtenido, entre otros, los premios La Gaceta de Cuba, César Galeano, Oriente, La Edad de Oro, Ismaelillo, Abril y de la Crítica Literaria. Tiene publicados los libros de cuentos Eros del espejo (Ediciones Holguín, 2002), La madrugada no tiene corazón (Ediciones Loynaz, 2006), Unplugged (Ediciones La Luz, 2014), El tigre según se mire (Editorial Guantanamera, Madrid, 2017) y Pintura fresca (Ediciones Holguín, 2018); y las novelas Majá no pare caballo (Ediciones Holguín, 2003) y Gusanos de seda (Ediciones Loynaz, 2006). Textos suyos aparecen en antologías de cuentos editadas en Cuba, República Dominicana y España.
Cuentos potentes, sinceros, a ratos descarnados, sobre la pérdida, sobre el dolor, sobre la soledad, sobre la necesidad de querer y ser querido, en fin, sobre el Amor, es la propuesta que nos entrega en esta selección el autor de Los amores eternos duran solo el verano. Tomando como hilo conductor la canícula que suele agobiarnos gran parte del año, hay una invitación contenida a reflexionar acerca de estos problemas cotidianos, que no solo afectan la vida de los personajes, sino también nuestra rutina diaria. Triunfo de una prosa fresca y cuidada, como lectores nos vamos haciendo cómplices de los éxitos o sinsabores de los protagonistas, cuya más importante misión es vivir apasionadamente, sin dejarse vencer por el tórrido calor o las vicisitudes.
Dedicatoria:
Entonces, él la miró fijamente y a Essie le dio
un vuelco el corazón y se le cayó el alma a los
pies cuando el azul peligroso del cielo de verano
antes de una tormenta la miró a los ojos.
American Gods
Neil Gailman
Sobre Sovexportfilm
Por la ventana entra un haz de luz. La malla de acero lo convierte en minúsculas cuadrículas que flotan en el aire caldeado del cuarto y dibujan un rectángulo sobre la colcha estampada en franjas color ladrillo y mostaza, que la penumbra convierte en marrón y sepia. La claridad penetra solamente a través de la puerta-ventana entornada por Michel, quien se hace secar por el viejo ventilador metálico. ¿Para qué quieren los ciegos la luz?
Para nada, se responde como el viejo topo del muñequito ruso que ha visto cien veces. Con otros pájaros se reúne a ver viejos dibujos animados soviéticos que les prestan en la cinemateca, en un proyector hurtado de un cine de barrio. Siempre los mismos.
Está completamente desnudo sobre la silla tapizada en ramazones rojas. Siente la frescura del aire evaporar la humedad que lo cubre. Se rasca el pubis rasurado y lo siente áspero, sabe que al día siguiente tendrá que repetir su rutina higiénica, pero también hedonista. Rasurado el vello púbico, su miembro parece mayor y huele diferente. Luego de una buena untada de crema y el filo de la hoja de afeitar, su vientre queda liso como culo de bebé y parece un mapa, surcado por ríos de venas. ¡Corre, arroyo! Los sapos de turno han intentado encerrarlo con sus espigas de macío, pero él es libre como el arroyuelo gozón y primaveral de aquel dibujo animado, producido por los estudios Soyuzmultfilm y doblado en los estudios Filmexport, con texto en español de Katia Olévskaya.
Levanta los brazos detrás de la cabeza. Ahora siente el fresco en las axilas, rasuradas con mayor frecuencia. Se mira en la puerta de espejo del escaparate, que duplica el de la cómoda, reflejada a su vez en la puerta del escaparate, que se refleja otra vez en la cómoda, y así hasta el infinito. Contempla las uñas de los pies. Necesitan un recorte. Agarra una tijerita y lo hace concienzudamente. Las corta cuadradas para evitar que se encarnen, luego un brochazo de esmalte rosa o brillo harán el resto: Que venga el príncipe que lo estoy esperando. Solo así resistirá el efecto devastador del polvo y el sudor cuando lleve sandalias. En el espejo se refleja también el cartel en la pared: la foto de un negro totalmente desnudo, de espaldas, y sentado sobre una pilastra corintia. Bendito Mapplethorpe, dice siempre su gordo casero. Deja la pajarería, le advierte generalmente Michel. Ambos se dan la espalda: el negro y Michel.
La habitación huele a madera: al cedro del armario, al atado de tablillas de sándalo para perfumar la ropa, a la colonia masculina, al talco con fragancia forestal, al otro perfume que huele a tablas de pino recién cepilladas. Sobre la cómoda está una virgen de bronce, birlada de la alcoba de su casero y luego retenida cínicamente: Es mi protectora, ni muerto te la llevas. Tiene los ojos bajos y una inscripción al pie: Mater Caritatis Admirabilis. La virgen mira un cuenco que es un Lalique auténtico. En el cuenco están los anillos de plata, repujados en palmetas, hojas de acanto y cenefas, uno para cada dedo, incluidos los pulgares de los pies. También hay un anillo de azabache, para el meñique, de los que en la época victoriana eran indispensables para el luto, y un vulgar aro de plástico azul con una oquedad transparente en lugar de piedra. Todo enredado con una gruesa cadena de oro martillada, otra delgada con medallita de san Judas Tadeo y un collar de cuentas amarillas de cerámica vidriada, con el cual se parece a la bella Vasilisa cuando se convierte en pato para escapar por la ventana.
Cerca del cuenco hay un camello de cerámica, copia de uno similar de la dinastía Tang, de colores muy vivos, y un plato laqueado con motivos florales en color turquesa, verde, púrpura, castaño y negro, donde están los zarcillos: tres pares de aros de plata de distinto tamaño y también adornados con hojas de acanto, dos aros más anchos, con minúsculas cadenillas prendidas, un par de oro, y otros con piedras pequeñas. Sobre el plato hay, además, un anillo con un escarabajo de jade y un pectoral cuadrado en forma de buitre, en oro, esmalte tabicado y piedras semipreciosas, robadas del cuarto de desahogo. El joyero le advirtió que las piedras son falsas, pero a él no le importó mucho. Ensartadas en un frasco alto de colonia, lucen varias pulseras: de eslabones dorados, de hilos de colores, de plástico rosa y azul con su signo zodiacal: Capricornio, y una manilla de cuentas amarillas y verdes. Pegado tiene un duende plástico de larga cabellera verde. Cada mañana, después de consultar las runas falsificadas, Michel lo despeina con saña: solo le peinará si se cumplen sus proyectos. Te voy a pelar al rape, gruñe al duende que no le concede un permiso de salida al mundo anchuroso, por más cartas de invitación que reciba. Eh, pastor, tu hermanito quiere quitar las piedras para que salgas, le escriben desde Madrid. Pero cerró la cueva el malvado brujo Ashdajak y solo él puede abrirla de nuevo.
Se contempla en el espejo. Está tatuado sutilmente con tinta verde y rosa: lleva grecas más arriba de los codos, tiene grabada en la ingle derecha una hoja de mariguana, en el tobillo izquierdo el ideograma chino que significa «casa» y al final de la espalda, casi entre las nalgas, una serpiente. Chang el tatuador, La China para sus íntimos, le ha dicho que es la Kundalini, símbolo de la energía; él piensa en que una serpiente mide treinta y seis papagayos. ¿O son treinta y siete?
La puerta abierta del escaparate rompe la simetría del juego de espejos. En el reverso cuelgan un collar de cuentas rojas y negras, una banderita británica y una gorra negra con las letras N y Y enlazadas, junto a un sombrero de tela y un antifaz de arlequín con largas plumas negras en los extremos, que casi tapan la estampa del Buen Pastor, pegada a la puerta junto a la foto del Che Guevara y una postal del orejudo osito Cheburaska, que siempre estaba alegre sin saber por qué. Aunque, al menos tenía pareja, aquel cocodrilo verde y cabezón que seguramente la tenía grandísima.
Las ropas son lascas multicolores; camisetas rojas, azules, negras, blancas, grises y verde olivo con nombres cabalísticos, impresos al revés en el ojo de agua del espejo: regifliH ymmoT, ekiN, nottiuV siuoL; un triángulo troceado: sadidA, una efe de bordes romos: aliF; al lado de una chaqueta de cuero, camisas de hilo y algunos vaqueros sucios artificialmente. «El churre que ves no es / churre porque tú lo veas», se carcajea el casero. Estás vieja, dear, no entiendes nada, riposta Michel. Más abajo, se ven botines de punta metálica, altas botas militares, zapatillas deportivas blancas y azules, dos pares de sandalias, chancletas de suela gruesa, pantuflas cremas, zapatos de punta cuadrada. De la gaveta saltan los calcetines y mínimas piezas de ropa interior con las fajas llenas de ensalmos para alejar al enemigo: nielK nivlaC, incluido un adminículo de cuero con remaches.
En el espejo está la mesita de noche con su lámpara de raída pantalla rosa, bordada con dragones dorados y, al pie, una tarjeta de identidad con foto en colores: Michel en saco y corbata, peinado con mucho fijador. Como John Travolta en Grease, dice él. Como Alain Delon en A pleno sol, le corrige el casero. Al lado, un frasco plástico que dice en el espejo lonelyT, varias monedas, un llavero de plástico, un billete de cinco dólares, un reloj de pulsera, la mitad de un boleto de cine y un recorte de periódico rasgado prolijamente, donde se lee: «HIV noc riviv a rednerpA». También una mancha en la pared, pero no sabe si le recuerda una casa con una chimenea o una locomotora con una chimenea.
Estira las piernas hasta sentir dolor en los muslos. Entonces contrae las pantorrillas y disfruta el mismo efecto del músculo tenso y el posterior placer de la relajación. Levanta el pubis, apoyadas apenas las nalgas en el borde de la silla. Su cuerpo es una máquina eficiente. Abre al máximo las piernas y disfruta la extensión desde la ingle hasta los talones. Hace muecas: hincha los cachetes como un saxofonista y bota el aire despacio, echa la cabeza hacia atrás y abre la boca desmesuradamente, gira los ojos a la derecha y a la izquierda, seis veces. Aunque preferiría quedarse tumbado mirando el techo, espanta a la pereza que le persigue como un atadito de lunares. ¿Por qué te finges corteza? Para que no me coman las aves.
Siempre fue enclenque. Cuando nació, la gente pudo decir a su padre: «Ha parido tu mujer / algo que igual puede ser / una rana que un ratón / y no es hembra ni varón», y este habría contestado: «A la reina con su cría / hundiréis en la mar fría». Pero un libro de Pushkin, en ruso, es el único recuerdo del padre que nunca conoció. Michel se ha negado siempre a aprender una palabra de esa lengua; prefiere que el libro siga siendo un misterio indescifrable. Recuerda la ilustración: las ramas encadenadas del árbol por el que pasea un gato rayado. Se lo ha leído, traduciéndolo, su madre, quien vino de Rusia preñada por un apuesto bogatyr que siempre olía a arenques ahumados y se llamaba Mijaíl Gorbachov, lo que le hace cagarse de risa. Nunca supo de él, aunque le buscó desesperadamente en las películas y los dibujos animados soviéticos. Se dice múltiki, le repetía su mamá embutiéndole papilla de una cazuela esmaltada, tal como hacía la abuela burra en el televisor en blanco y negro. Y él pensaba: ¿Tal vez sea mi abuelita el cocodrilo?
Recuerda la última conversación con su madre: Pinga Chaliapin, gritó descompuesto cuando ella le recordó por milésima ocasión aquel viaje de regreso en el crucero estudiantil, mirando el Atlántico infinito, mientras se acariciaba el vientre y murmuraba: Misha, Misha... Al encontrarlo derrumbado en el sofá de la sala, contando las vigas del techo, su casero sentenció: La especialidad de las madres es crearnos complejos de culpa.
Michel ensaya una reverencia ante el espejo. Adora su imagen. Le gustan sus carnes magras pero bien distribuidas, las piernas largas, los brazos fibrosos sin gimnasio ni esteroides, el cuello distinguido, las nalgas duras, la tabla rasa del vientre, los diecinueve centímetros del miembro sin circuncidar, la nariz recta y la línea del mentón. Sonríe y ofrece un ángulo de tres cuartos de su rostro al espejo. Levanta una ceja. Señor de Faisania y Pavilandia, como los pretendientes de las princesas Augusta y Alhelí, en aquella película. Es como la segunda: Una dama noble que oculta un secreto. Como él cuando descubrió, apenas en primer grado, que le gustaban más los niños que las niñas. Se balanceaba en el pupitre y terminó cayendo de espaldas, y en el suelo, otro niño lo besó. Fue como si le soplaran dentro. Hace un año volvió a ver a su primer amor, convertido en un gordo de calvicie incipiente. El otro eludió cualquier referencia y Michel, de vuelta a casa, se bebió en solitario una botella de Guayabita del Pinar, para ahogar el marasmo. Más dulce no la hay.
Michel tiene cabeza de pájaro. Parece un faisán. Señor de Faisania y Pavilandia.
«Es fácil reconocer el largo y brillante tocado del faisán dorado. Como todos los pájaros de caza, realiza solo vuelos cortos, pero puede iniciar el vuelo casi en vertical, con sus poderosas alas», recita de memoria un texto aprendido en séptimo grado, cuando perteneció a un extraño círculo de interés de Ornitología. Allí recibió el bautismo de fuego. Todos los integrantes masculinos del equipo fueron bautizados con el despectivo mote de «los pájaros», y desertaron sucesivamente. Solo Michel permaneció, estoico. Un día, en el baño de la escuela, se enfrentó a su más acérrimo detractor; le dio la espalda con las nalgas separadas y le espetó un retador: Métemela. El otro, sorprendido, se convirtió en blanco de la burla colectiva. Solo atinó a musitar un casi inaudible y despectivo: «Maricón» mientras se acercaba con los puños apretados. Michel metió la mano en el inodoro, y sin darle tiempo a reaccionar, le estrujó contra la cara un mojón, director, que yo lo vi. Fue expulsado de la escuela.
A Michel le gustaría ser rubio como Marino, pero no lo confiesa por nada del mundo. Envidia a su amigo, secretamente: Dios le da barba a quien no tiene quijá. Le gustaría poseer el perenne aire de ingenuidad del otro, su espíritu amateur, su ausencia de perspectiva, de ambiciones y, sobre todo, su frescura. Ya el tiempo va dejando sus huellas en el rostro de Michel. Es un faisán común. De cola larguísima, pero común.
Aquí se prohíbe irritar y dar de comer a las fieras, masculla al sentir el maullido de sus tripas, remedando el muñequito del rinoceronte Naricita, el que se hiela y no come nada... El rumor de tripas le recuerda a otro de sus amigos. Negro, pájaro y evangélico, a pesar suyo. En una jornada de ayuno y vigilia, fue tal el estrépito de sus vísceras que sus hermanos en Cristo le pidieron desistiera de la devoción. Este, lustroso y estirado, le ha dicho a Michel: Quien agrega sabiduría, añade dolor. Es un pájaro negro. Un cuervo, piensa él. Un aura, dicen todos.
Pero son pájaros divertidos. Beben, hacen ruido y por cualquier monserga ya andan ellos de juerga, y Michel no es propiamente el gorrioncito abstemio. Aunque recuerda a aquel director de escuela que lo encontró borracho y en cueros, durmiendo la mona en un aula del pre: El gorrión bien merece una repulsa moral. Michel echó mano al calzoncillo y, mientras se vestía, derramó copiosas lágrimas, contándole al búho sobre su infancia sin el padre muerto en Angola, tan marcial y tan hermoso como un faro luminoso. De su madre tan enferma de tristeza que a él le daban ganas de ser el cazador Etuki y traer de vuelta al sol. De sus sueños de ser agrimensor, aunque aquella palabra solo la había escuchado en el muñequito de la hormiga vanidosa. El director, conmovido, le aseguró que este era el verdadero día de su nacimiento y que, si quería, él podía ser como su padre.
Solo le cortaron el pelo. No importa, mamá, crecerán de nuevo, aseguró con la firmeza de la niña que tejió con sus trenzas una soga para que en la yaranga ardiera siempre el fuego. La madre se echó a llorar, y él gritó, casi en ruso: No, el cielo será siempre azul. Sigue siendo un buen actor.
Michel se estira y su espalda se comba hacia atrás, elástica. Su elasticidad le ha valido elogios de sus amantes más originales, como aquel ortopédico que le esperaba cada viernes con incienso prendido y un temible Kamasutra, profusamente ilustrado. Se inclina hacia delante y toca el piso ajedrezado con las palmas de las manos. Siente la presión en las caderas. Con un leve impulso se para de cabeza. El espejo le devuelve su imagen. El rostro enrojecido por el esfuerzo, los brazos tensos, el péndulo sobre el ombligo. Abre las piernas como un compás. Las baja hasta tocar el piso y se incorpora, los brazos en jarra ante el escaparate. Elige un calzoncillo rojo y un bermejo pañuelo estampado en motivos florales. Le gusta su elección, disfruta la ceñidura de su sexo por la franela. Tira de un pantalón de mezclilla. Se embute en la prenda que le ajusta los muslos y las nalgas como un guante. Como un torero, piensa, y hace a su imagen un pase con el pañuelo rojo: ¡Ole! Las perneras, muy anchas más abajo, le cubren los pies que pronto calza con las zapatillas deportivas. Con los cordones desatados va hasta la cómoda y se coloca un par de zarcillos de oro, el anillo del azabache y la pulsera de eslabones dorados. Abre totalmente la puerta-ventana y un torrente de luz blanca inunda el cuarto y hace relumbrar los metales. Recuerda otro dibujo animado.
El antílope dorado. Si dices «basta», todo tu oro se convertirá en vasijas de barro, le advierte el animal al ambicioso rey. Según su madre, no eran vasijas, sino solo barro, pero «la traducción cubana es malísima». Además, como bien se aprecia en el dibujo animado, el rajá (ráshaj, al decir de un amante malayo residente en Canadá), muere atrapado en el lodo, lo cual hubiera sido imposible de haberse convertido todas aquellas monedas en cacharros. Ojalá pudiera patalear y que salieran monedas, acotaba su madre, resignada ya a su destino tropical y, al parecer, irreversible. Ni en Moa, la tierra del «bolo sahib», como la definía el casero, había podido hacer fortuna.
Probó el torque en el cuello, pero le pareció excesivo. Así que lo regresó a su lugar. Estiró la piel de las sienes ante el espejo. Se acercó más: había descubierto líneas de expresión casi invisibles. Abrió los ojos y las líneas desaparecieron. Tenía que renunciar al efecto de la sonrisa húmeda con los ojos entornados, uno de sus recursos profesionales, o pronto tendría las sienes arrugadas como bolsas plásticas. Se tiró un beso. Como Marilyn. Pájaro, se dijo cariñosamente. Se echó colonia, de la que olía a madera seca al sol. Abundantemente. La rata de Marino dejaba la suya bajo llave; de lo contrario podría ahorrar un poco. Le gustaba mucho, se sentía machísimo al usarla. Esta colonia lograba un acople perfecto con sus olores, pero era muy cara. Acto seguido, se entalcó como una vedette. Sus cejas blanquearon. ¡Viejuca, dame de comer!, chilló a la imagen empolvada. La imagen le respondió: Pruébalo, aquí hay de todo, verás qué bueno. Aulló: ¡Qué hambre, cojones! Tradujo: I’am hungry. Aclaró: I’m starving, y volvió a traducir: Estoy partío. La imagen, esta vez de rey bonachón, le indicó: Diríjase a la cocina, allí se le atenderá. Pero él le respondió: ¡¿Te has vuelto loca?! Allí está ese viejo Patas de Chivo y el general con tropas. Y la imagen de la pastorcilla de porcelana respondió, con un mohín altivo: Yo fui contigo al mundo anchuroso y tú no quieres venir conmigo. Bien, como quieras, tal como sucedía en La pastora y el deshollinador. En ese otro había unos ratones de lo más graciosos: unos ricachones y un ratón pobre que se enamoraba de la hija de los ratones macetas.
Tu padre se muere de pena si se entera, gritaba nerviosa la madre a la ratoncita. Lo mismo había pasado cuando trascendieron sus amores con un compañero de curso, al que colmó de malas traducciones de versos rusos, figuritas de madera y postales con reproducciones de arte del Hermitage. Mi padre me mata si se entera, lloraba el otro retorciéndose las manos. Sacó de su carpeta las cartas atadas con una cinta, los regalos y las postales, las dejó sobre el banco y le tendió la mano: No puedo verte más. Michel aventuró una solución: ¿Y si mamá habla con la tuya? El otro chilló espantado: Estás loco, y echó a correr. Fue su primer intento de suicidio. Se atracó de pastillas robadas a su madre y se hundió en un letargo húmedo lleno de sonidos, del que salía como el erizo en la niebla y se hundía otra vez. Un gemido amhhh, silencio y niebla... amhhh y silencio. Cuando estuvo fuera de peligro, le confesó todo a su madre. Nunca permitas que te hagan sentir anormal. ¡Nunca!, aulló ella y puso a hacer té en la tetera esmaltada. Lo bebieron juntos en las hermosas tazas traídas de Leningrado. Ella sacó un libro en ruso y le tradujo algunos conceptos psicológicos elementales, que le hicieron sentir la fuerza de doce Hércules. ¿Dónde era eso?, se preguntó y no pudo recordar. La madre colocó en el tocadiscos una placa de Visotski y la sala se llenó de abedules y komsomoles. La vio hermosa, fina e injustamente sola, con la taza de té frío en la mano y la mirada perdida en una interminable ensoñación. La quiso mucho. Le volvió a doler el Pinga Chaliapin. Dale a mi hijo la fuerza de doce Hércules, decía el recuerdo. En el recuerdo se abrazó a su mamá, quien le dio un beso y le dijo Misha.
Al día siguiente, vestido de pionero, bien peinado y con su mochila a la espalda, se personó en el domicilio de su cobarde enamorado y expuso ante una abismada mujer en bata de casa que el homosexualismo, compañera Mercedes, no es una aberración, sino una opción menos ortodoxa de orientación sexual. Le contó que era un pionero ejemplar y jefe de destacamento, entre otros méritos, y le aclaró que pensaba luchar por su felicidad hasta las últimas consecuencias. Como la rata del muñequito, la compañera Mercedes le echó a cajas destempladas y llamó a su marido, quien aseguró que mataría al «mariconcito ese» si osaba acercarse a Osvaldito, y al día siguiente dio las quejas en la dirección de la escuela.
Nunca olvidará la mirada de odio del otro, que con los ojos arrasados, le dijo que era un mierda, que lo perjudicaba, que lo de antes había sido ordenado por sus padres, pero que ahora él, Osvaldo Miguel Reyes Rivero, no quería volver a verlo ni en pintura. Ni en pintura. Michel había sentido un dolor profundo en el pecho, pero no lloró ni se empastilló, porque también del pecho le nació una ira tan grande que hubiera podido echar abajo la escuela si la dejaba salir. Como Dobrynya Nikitich alzándose sobre la fuerza hostil de los flancos de su caballo, para matar al dragón que tenía prisioneros a tantos cautivos rusos. Era un muñequito oscuro, mas en la pantalla del televisor en blanco y negro, un Electrón del año de la bomba. Son dibujos basados en lacas de Pálej, le aclaró su mamá y le trajo la cajita lacada donde guardaba sus pendientes. Con todo aquel coraje, se sentó en la biblioteca, sacó su lapicero y escribió dos extensas cartas: en una informaba a la dirección de la escuela que «el pionero Osvaldo M. Reyes Rivero, aspirante a la Unión de Jóvenes Comunistas» mantenía relaciones con familiares en el extranjero, tenía creencias religiosas y frecuentaba la iglesia tal, en una «actitud incorrecta en un pionero revolucionario». En la segunda carta notificaba a cierto organismo sobre «el desvío de recursos realizado por el compañero Osvaldo Reyes Pupo, administrador de tal Empresa, exclusivamente para su lucro personal, en una actitud incorrecta para un militante comunista y un ciudadano de este país». Fue una bomba. Más bien, dos bombas. Tuvo que irse de la escuela, pero a Osvaldito le quitaron el derecho a la militancia y a su padre lo tronaron. ¿Cómo pudiste hacer eso?, le preguntó su mamá, horrorizada, cuando él se lo confesó. ¡Que se jodan!, fue su única respuesta y se hundió en el libro de Pushkin. No obstante su victoria, se sintió tan malo como la hermana hilandera y la hermana cocinera, y esa vil sabandija, la comadre Babarija, las villanas del cuento de Pushkin. Perdóname, Guidón, rogó al apuesto príncipe dibujado en el libro, que se parecía vagamente a su perdido enamorado. Se fue al cine, y allí se dejó manosear por un hombre de manos temblorosas que le sacudió el miembro hasta el cansancio y le dejó su dirección por si quería hacerle la visita.
Se olió las axilas que comenzaban a sudar y se las roció con el desodorante caro, que tenía un vago aroma a aserrín. Volvió a sentarse frente al ventilador, porque el cuarto caldeado le provocaba un extraño sofoco. Miró el ajedrez de los mosaicos y descubrió algo: La mosca al suelo bajó y una moneda encontró. Un dólar de plata. Se lo había robado al casero por puro deporte, porque le gustaban las cosas raras. Era una cleptómana de bellas fruslerías, canturreaba el gordo, comprensivo, cuando descubría cada nueva pérdida. Echó la moneda en el bolsillo de una camisa: Se fue la mosca al bazar y se compró un samovar. El espejo preguntó, maravillado: ¿Samovar? Él respondió, igual de encantado: ¡Samovar! Su mamá tenía un samovar, toda una reliquia que vendió cuando empezó el Período Especial. Con el primer dinero ganado con su cuerpo, Michel recorrió las tiendas, pero en ninguna halló un samovar. ¡¿Un qué?!, preguntaban las tenderas, ignorantes. ¿Usted nunca vio el muñequito aquel, de la mosca zumbona?, preguntaba él. ¡Ay, mi niño, no jodas!, le dijo una negra francota. Michel escribió una larga carta al periódico provincial donde daba cuenta de «los malos tratos sufridos en las Tiendas Recaudadoras de Divisas, en una actitud incorrecta en trabajadores revolucionarios», que conmocionó a la opinión pública.
Aquí se prohíbe irritar y dar de comer a las fieras. No obstante, Michel se desliza rumbo a la cocina y se prepara un emparedado. ¿Por qué te hielas en la jaula de verano?, le pregunta Yoyó en las cartas. Yoyó se llama realmente Raimundo y procede de un oscuro municipio perdido en la geografía provincial. Pero se quiso comer el mundo y ahora le manda cartes postales desde Champagne. Lo de Yoyó es la corrupción de joyeux, su nombre de guerra. Ahora escribe a Michel: «Nuestros inviernos son fríos, en lugar de lluvia cae nieve», justo como el muñequito del rinoceronte, y como este, se hiela, no come nada, para tratar de mantener la línea de jabao tropical y gozón. Yoyó ha perdido hasta su olor; ahora huele a perro mojado por más colonias que se ponga. Yoyó pone corchos a botellas de champaña en Champaña. Tu espumosa amiga, firma las postales de paisajes otoñales y campiñas veeeerdes con muchas vaaacas.
Michel corta el pan y, como no tiene arriba el ojo avizor del casero, pone tomate, una hoja de lechuga, mucha mostaza y una lasca grande de jamón. Se sienta allí y se lo zampa, bajándolo con un vaso de la leche sagrada del gordo. Para la gastritis, como ella. ¿Ella? Ella.
Se llamaba Aidée y tenía las tetas más espectaculares del pre. Fue la única mujer en su vida. Su única amiga, ante (uno) el proverbial rechazo de los varones de la beca, intimidados, no obstante, por sus arrojos. Al primero que intentó obligarlo a lavar calzoncillos lo aporreó con un cubo de aluminio. Y (dos) su natural aversión hacia las adolescentes púberes, todas acné y menstruación. Compartieron chistes y diabluras, colgaron rabos de papel encendido, saquearon los armarios mejor abastecidos de víveres, robaron leche en el comedor, para la gastritis de ella; escribieron anónimos con promesas de amor a los más ingenuos del grupo, lloraron juntos desengaños amorosos y se contaron sus proezas, como cuando ella obligó a los varones a masturbarse en un pomo de mermelada vacío, que envió bien tapado al subdirector docente, con fama de sodomita. Se mostraron fotos de sus respectivas familias. Mi abuela fue puta, le contó ella. Mi papá es ucraniano, reveló él. En horario de estudio individual subían a la azotea y recitaban sus deseos más secretos: Vuela, vuela, hojita mía / de este a oeste con el viento / y regresa en un momento / tomando el norte por guía / y no olvides que al caer / lo que te pida has de hacer... Acto seguido musitaba: Quiero templarme a Mario. Michel apretaba sus ojos y susurraba: Vuela, pétalo de rosa / a poniente y levante / vuela al norte vuela al sur / y regresa en un instante / y no más llegues volando / cumple lo que yo te mando... Seguía la petición: Yo también quiero templarme a Mario. Y se cagaban de la risa. En las tardes grises, escapaban a través de los agujeros en la cerca rumbo a un cercano parque de diversiones, donde gastaban su dinero en aparatos que giraban, columpiaban, subían y bajaban vertiginosamente, o se bañaban en las aguas estancadas de una represa, donde ocasionalmente aparecían aves acuáticas. Una garza, adivinaba Aidée. Una grulla, aseguraba Michel. Grullito, me caso contigo, le dijo ella una tarde, desconcertante como todas las tardes de noviembre. Y se le apretó mojada, los senos escaparon del sostén de encajes como dos helados de fresa. Michel comenzó a lamerlos y ella a suspirar y a poner los ojos en blanco, y a tirarle del sexo... Dejó de chupar y la abrazó callado: Señorita garza... A ella le dio vergüenza: Perdóname. Salió del agua y se puso la blusa del uniforme. Los senos más bellos del mundo fueron desapareciendo en azul. Si alguna vez cambias de parecer, me lo dices, bromeó ella y buscó en el calzoncillo empapado: ¡Qué desperdicio! Michel se volvió bocabajo para disimular su turbación. Ella, acostada en blúmer y con la blusa húmeda, le palmeó las nalgas duras: Quién fuera macho. El sol los fue secando lentamente, todo lo dorado que puede ser un sol de noviembre. Aidée se dio candela en Finlandia, donde vive la vieja finlandesa que podía ayudarla a encontrar a Kai, para salvarlo de la reina de las nieves. Se casó con un chileno para salir del país y terminó recogiendo fresas en Finlandia, donde una mañana se roció con todas las bebidas de su albergue de refugiada y se prendió fuego. Un hermoso fuego rojo en la mañana gris de Finlandia. El pájaro de fuego, solían llamarle ellos a un chamuscado mariconcito del grado inferior en el pre. Michel recibió su última postal de un campo de fresas infinito, dedicado al dorso: Grullito, me caso contigo. Cuando la madre lo encontró llorando, solo recibió una respuesta: El Frío raptó a mi hija Primavera. Y metió la cabeza entre los brazos. Cada día estás peor, gruñó ella.
Michel limpió cuidadosamente la cocina, desapareció las migas de pan, las puntas del tomate, el pabilo verde de la lechuga. Lavó bajo el chorro del fregadero el vaso nublado por la nata de la leche y el cuchillo engrasado por el jamón. Escrutó el pasillo antes de meterse otra vez en su cuarto. Sabía que el gordo acabaría por descubrirlo, porque siempre hay un ojo que te ve, como el faisán argos.
Recitó de memoria: «El faisán argos es llamado como el gigante mitológico de los cien ojos, porque el macho tiene gran cantidad de manchas irisadas, similares a ojos, en las plumas del interior del ala. La cola está constituida por doce plumas, de las que las dos centrales son muy largas». El faisán argos es Gabi, el ave fénix, la alcohólica, con récord en fracasados intentos de suicidio. Sin embargo, a pesar suyo, los pájaros chicos son los que más viven. Gabi mide metro y medio apenas, pero compensa con zapatones de plataforma de corcho, suéters de punto, aunque la temperatura ande por los ciento y pico de grados Fahrenheit, bufandas escocesas y boinas guevarianas. Aunque estas aves no son mucho mayores que un pollo grande si se les despoja de su plumaje, la longitud total, incluyendo las plumas de la cola, es superior a metro y medio. Es la pájara más chismosa de todo el contorno, la que más bombas pone y no lo hace de mala fe, sino por puro deporte; porque se aburre. Sus cien ojos virtuales fiscalizan todo el movimiento gay en leguas a la redonda. Tiene récord de rupturas matrimoniales, algunas de ellas con agresión, así como varias amenazas de muerte que logra sortear. Ella nunca vio el muñequito de Se-puede y No-se-puede, dos hombrecitos responsables de todo lo bueno y malo que sucede. Amiguitos, si les prohíben algo no se enfaden: es vuestro amigo No-se-puede. Gabi dice como el niñito desobediente: Abajo los No-se-puede. Gracias a eso ha estado detenido en varias ocasiones, por su espíritu pendenciero y discutidor. Michel evita a Gabi. Un percance que podría resolverse con una conversadita o una mamada, Gabi lo convierte en un conflicto de baja intensidad y habla, habla, habla...
Michel no se siente solo. Sabe que en el mundo de los pájaros, la pareja depende de la calidad del nido, y ha aceptado. El ave-lira adorna su nido con piedras, plumas y conchas. El ave-lira era un cliente fijo. Un milanés profesor de gramática, gustador del sexo grupal y con debilidad por la adolescencia estacionaria de Michel, con su cara de púber, a pesar de que ya ronda los treinta. Un día pidió un poco de variedad y Michel echó mano a un par de negritos de secundaria básica que jugaban voleibol en el patio vecino. Primero, los obsequió con cerveza enlatada, les regaló goma de mascar y diez dólares a cada uno, y los invitó a que regresaran al día siguiente, con más compañeritos; para todos habría cerveza, goma de mascar y hasta una película. Pero siempre hay un ojo que te ve.
Los chicos llegaron, y el profesor repartió cervezas, chicles, papas fritas y les pidió que se quitaran las camisas para que estuvieran más cómodos, que les iba a poner una película. Él también se quitó la camisa y les dijo que se sintieran como en su casa, que se sirvieran más cervezas y se echaran en el colchón de agua, y sí, qué rico, aquello sí era colchón y no lo que tenían ellos en sus casas. Si tuviera otra vida, la viviría aquí, en Leche Cortada. El profesor regresó con una bandeja llena de trocitos de jamón y queso pinchados con sombrillitas chinas: Pruébenlos, aquí hay de todo, verán qué bueno. Los muchachos arrasaron y él trajo, además, paquetes de galletas, papas fritas y mantequilla de maní, que comieran porque había más para después de la película, solo habría que gritar: ¡Viejuca, dame de comer!
En la pantalla apareció un cuadro renacentista, que ya Michel conocía, porque era un pellejo de época. El cuadro estaba lleno de hombres y mujeres vestidos con trajes largos de mangas anchísimas, y sombreros con plumas. Estaban en el salón de un castillo, donde se estaba realizando una actividad. De pronto, el cuadro se animó y resultó que no era un cuadro pintado, sino personas que empezaron a bailar, todo de lo más bonito, aunque un muchacho preguntó si no había alguna película de «Yaquichán» o de «Bruslí», o de «Yancló Bandán», o de «Árnol», o de «Estíben Sígal», o no sé, «La mátriz», porque el filme estaba de pinga y no se ofenda amichi. El profesore se echó a reír y les dijo que siguieran mirando, que la cosa se ponía buena; preguntó si querían más cerveza y si alguno fumaba. Todos dijeron que sí, él les trajo un par de cajetillas de cigarro negro, y ellos se sintieron superbien porque el yuma sabía cómo tratarlos y les trajo una pizza familiar, de jamón, piña y queso, y más cerveza, Bucanero, Cristal, Heineken. Y todos de lo más rico comiendo pizza, tomando cerveza y fumando aquellos cigarros mentolados «Jólibu», «Marboro», «More»... La vida misma en el colchón de agua con el aire acondicionado al máximo.
La película se empezó a poner buena, porque entre un bailecito y otro, los artistas empezaron a besarse y a quitarse la ropa; una se la quitaban ellos y a otros los desnudaban los demás, pero todo rico, sin dejar de bailar suavecito y con esos pasillos raros de los bailes de entonces. Las parejas empezaron a cambiar, unos se besaban suavecito y otros ya se estaban dando la lengua, y a otra muchacha, linda loco, otras dos empezaron a chuparle las tetas, y de esas se ocupó otro caballero con una capa, sombrero y botas, pero en cueros. En la película se empezaron a hacer grupos, que se besaban, se mordían, se metían los dedos, se lo chupaban todo. Los grupos eran de tres, de cuatro, hasta de diez. La película era en colores, con las cámaras metidas entre las piernas de la gente; un reguero de piernas, y nalgas y tetas... Los muchachos sentían pena al principio, pero siguieron con la cerveza, jodiendo en el colchón de agua y el aire acondicionado riquísimo, pero ya ni se sentía porque empezaba a hacer calor. Cuando se dieron cuenta de que el italiano se había quedado en cueros, les dio por reírse y seguir jodiendo; él trajo más cerveza y repartió más cigarros. Estaban mareados, y la película era un gran despelote; todo el mundo le hacía de todo a todo el mundo. Los criados con las bandejas se mordían y se las mamaban unos a otros, y la pareja de los tronos, que eran como los reyes, también; estaba la reina trepada sobre el rey que le mordía entre las piernas y el bufón se la mamaba al rey; y el rey le metía a la reina la vara que usan los reyes, que era un consolador.
Ni cuenta se dieron cuando empezaron a hacer lo mismo, «pero no porque seamos maricones, loco», sino porque estaban calientes, y no les pareció malo que les tiraran fotos. Se pusieron de culo para joderle las fotos, y él se reía también y decía ragazzi. Que iba a hacer una película para que la vieran en su país, y los iba a hacer famosos. Que eso no era pornografía sino hedonismo o erotismo, después ellos no recordarían la palabra. Fue jodedera, vacile entre socios, y ahí todo el mundo era hombre. Ya no sabían dónde terminaba la película, porque estaban haciendo lo mismo; miraban para copiar las poses y se besaban, para salir en la otra película, porque el yuma les dijo que les iba a dar dinero. Veían que era riquísimo que a uno le chupen el culo, y tampoco es malo hacerle una paja a un socio, como en la película, y todo el mundo tan contento. Se pasaban los buches de cerveza y uno se las mamaba a dos a la vez, porque quería hacer las cosas mejor que en la película. El yuma sacó unos consoladores que tenían hasta pelos, y empezaron a chuparlos, y a ponerlos delante o a pegarlos detrás. El pellejo eran ellos. Entonces tocaron a la puerta, o la empujaron, y eran los vecinos con la gritería. Empezaron a gritarles maricones y enfermos, y llamaron a la policía. Decían que iban a matar al yuma y a la vieja de la casa, y si no llega la policía, los matan... Mas echa a gritar la vieja que la ropa ella no deja, como en el muñequito del tío Stiopa, y vira el profesor a ponerse un saco y unos pantalones, muerto de la vergüenza entre tanta gente iracunda, que le gritaba improperios y le tiraba huevos.
Todo lo vio Michel desde la parada de ómnibus, donde permaneció como clavado, mientras la gente se arremolinaba con machetes, palos y piedras. Los policías apenas podían contenerlos, haciendo un cordón entre la casa y el carro patrullero para sacar al profesor milanés, entre insultos y escupidas. El pobre viejo musitaba: escusi, escusi. Y más atrás una camioneta cerrada, donde metieron a los adolescentes a medio vestir, medio borrachos, desorientados, ciegos por el sol que los hacía parecer animales recién nacidos, atontados por la yerba y la gritería de la gente que chillaba enardecida sus insultos.
Michel se quedó quieto en medio de un agradable y dulce mareo, como la niñera-robot, mientras agradecía al príncipe Guidón que lo sacó de la casa a comprar cigarros antes de que llegaran el agua, el fuego, las trompetas de cobre y el general con tropa. Al pie de un tocón quemado, halló Michel cobijo.
Pero qué importa eso ahora.
Michel sabe que está viviendo aquel otro muñequito ruso donde los juguetes trataban de llegar hasta la ventana alta, para ver el arcoíris. Menos el puerquito alcancía, que se la pasaba luchando monedas. En la gaveta de la cómoda hay una tarjeta con membrete médico y un par de cuños, que le recuerda que no pudo tragarse la moneda más grande. Sabe que desde la ventana, donde los juguetes contemplan extasiados el cielo, la muñeca mirará al cerdito roto allá abajo y dirá, tristemente: Se quedó sin ver el arcoíris.