Los años del silencio - Álvaro Arbina - E-Book

Los años del silencio E-Book

Álvaro Arbina

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Beschreibung

"La narrativa exquisita. Yo lo recomiendo muchísimo. A mí me ha encantado, aunque es drama te engancha y disfrutas de la lectura. Es muy muy buen libro". Piccolo (Soria) LA HISTORIA QUE SE RELATA EN ESTE LIBRO ESTÁ INSPIRADA EN HECHOS REALES. SUCEDIÓ EN 1936, EN UN PEQUEÑO PUEBLO EN EL CORAZÓN DEL PAÍS DEL BIDASOA. En una oscura noche de agosto, Josefa Goñi Sagardía, una enigmática mujer embarazada de siete meses, desapareció de la faz de la tierra con sus seis hijos menores de edad. En un principio nadie en el pueblo escuchó nada, nadie sabía nada. Pero los secretos y los fantasmas empezaron a instalarse dentro de las casas. Al amanecer del día siguiente, el pueblo despertó sumido en un silencio que se demoró más tiempo del que nadie hubiera imaginado. Instintos soterrados que despiertan con la guerra. Una mujer y su envidia, las supersticiones de un cura, un guardia civil empujado por el miedo, la tentación de un padre de familia, un joven reprimido y un pueblo asustado que guarda silencio. Rumores agrandados. Ofensas y sentimientos insignificantes, cotidianos, que se enredan entre sí hasta deformarse y convertirse en monstruos. «Construye la carpintería de su relato como los grandes del , un Pérez-Reverte o un Ken Follett. Es increíble cómo describe las sensaciones. (…) Savia nueva de la literatura». Antonio Gárate, «Memorice este nombre: Álvaro Arbina. Dentro de poco podrá decir "yo lo sabía primero"». Qué leer «Tiene el don de los grandes narradores: te devuelve el placer de sumergirte en una historia y olvidarte por completo del mundo que te rodea». JULIA NAVARRO

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Los años del silencio

© 2023, Álvaro Arbina Díaz de Tuesta

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: LookAtCia

Imagen de cubierta: Trevillion

 

ISBN: 9788491398660

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1. Llega del frente

2. Denuncia

3. El día de la desaparición

4. Tortura

5. El espía

6. No hay nadie

7. Restos del incendio

8. Ellos saben

9. Formas de jabón

10. Padre senil

11. Juegos y hambre

12. Una flor por el camino

13. La sencillez de Watson

14. Silencio en las casas

15. Viaje al mundo exterior

16. Verdades

17. Cansada alegría

18. El cerdo

19. Culpable

20. El hombre aturdido

21. Alivia las penas

22. La mujer santa

23. La soledad de ella

24. El diluvio de Dios

25. El campo francés

26. Silencio en la iglesia

27. El libro prohibido

28. Confesión

29. Solo no podrás

30. Hablan ellas

31. Hablan ellos

32. Luces y sombras en la noche

33. El hombre bajo la sotana

34. El retorno del soldado

35. Ráfagas y susurros

36. Telegrama

37. El oso cerebral

38. Que os jodan

39. Trasero de paja

40. Maldita calma

41. Lágrimas que saltan

42. Cuerdas vocales

43. Los ojos del gato

44. Hasta partir la pala en dos

45. Cabezas pequeñas

46. Cruzando los océanos

47. Lluvia de palabras

48. Cansado

49. Lo que querría contarle

50. Sin paz

51. Patéticos y borrachos

52. La testigo

53. La noche más oscura

54. La verdad

55. El descanso

56. Las dos verdades

57. El amigo

58. La sima

59. Superviviente

Epílogo

Nota del autor

Notas

 

 

 

 

 

La historia que se relata a continuación está inspirada en hechos reales.

Sucedió en 1936, en un pequeño pueblo en el corazón del País del Bidasoa.

La verdad tardó ochenta años en salir a la luz.

Prólogo

 

 

 

 

 

Pamplona, otoño de 2016

 

La periodista avanza por los pasillos del geriátrico. Sobre ella, miradas licuadas por las que se escurren la memoria y la verdad. En lugares como este donde se apaga la historia, piensa la periodista, deberían oírse cómo se relatan los últimos recuerdos.

Ha concluido la hora de la siesta y en los altavoces empiezan a sonar clásicos alegres. Se forman corros de batas blancas y sillas de ruedas, se oyen voces tiernas, algunos ancianos se animan a bailar. Reina en el lugar una agitación colorida, envuelta por una locura feliz. Un geriátrico no se diferencia mucho de una guardería, salvo porque se encuentran en polos temporales opuestos.

La periodista observa a los ancianos y piensa que con ellos se marcha la generación que vivió la guerra. La llaman la generación de los abuelos, porque así los llaman sus nietos y también sus hijos. La anterior generación también fue llamada así, y la anterior, y así sucesivamente hasta el origen de los tiempos. Pero de eso nadie se percata nunca. Las generaciones se suceden unas a otras sin saber que se repiten en las cosas que no se cuentan, que por lo habitual son las verdades en bruto, verdades como diamantes, afiladas y dolorosas.

Con cada generación desaparece el testimonio vivo de un tiempo.

Saber lo que aconteció en él depende de la memoria de quienes aún viven. Y posteriormente, de los escritos que quedan.

Ambas cosas pueden maltratar la verdad.

A estas alturas de su carrera, la periodista sabe con certeza que la verdad está sometida a demasiados contratiempos. Es como un barco a la deriva por los océanos. El salitre lo carcome, el verdín lo cubre, las tormentas lo descuartizan. El barco acabará en las profundidades, convertido en un pecio irreconocible. Algún día alguien lo descubrirá y no alcanzará a saber ni por asomo cómo fue el barco en realidad.

Si la verdad termina convertida en pecio, las generaciones seguirán sin saber que se repiten.

El trabajo de la periodista es contar la verdad. Algunos lo consideran una afirmación cursi, de tiempos pasados, y no la toman en serio. Pero a ella no le importa decirlo, lo hace con toda la calma. Verdad. Libertad. Felicidad. Son palabras que algunos destierran de su vocabulario por estar desfasadas, maltratadas, desfiguradas. La gente ha roto esas palabras, dicen.

La periodista avanza por el pasillo. En la recepción le han indicado la habitación del fondo. Tenía concertada la entrevista, ha llegado puntual.

La puerta está abierta. En la habitación hay una pequeña televisión encendida, sin sonido. El alboroto senil y festivo queda atrás y relegado a rumor. Se respira una cierta calma.

La anciana permanece sentada en un sillón, de cara a la puerta, esperándola. Sostiene en el regazo el mando y apaga la televisión.

—Cierre la puerta, por favor.

La periodista obedece. Se hace el silencio y pronto las envuelve una burbuja de intimidad. Ella se presenta y le proporciona su nombre y el medio para el que trabaja.

—Espero no importunarla. Vengo por lo de mañana.

La anciana asiente lentamente, con una enigmática sonrisa que es intrínseca a partir de cierta edad. Palmea la silla que tiene al lado para que la acompañe.

—Habíamos quedado a las seis. Ha llegado puntual.

La periodista arrastra la silla para situarse a un par de metros y quedar frente a la anciana. Se siente algo nerviosa. Su primer impulso es abrir directamente el bolso y sacar el bloc y la grabadora del móvil, pero se detiene para mirar a la mujer, para sostenerle la mirada de esos ojos observadores y llenos de intriga. Por edad, podrían ser abuela y nieta.

Le pregunta qué tal se encuentra.

Ella le responde que lleva unos días sin dormir. Le han cambiado las pastillas de la noche y aún se está haciendo a la nueva dosis.

—¡Menudo jaleo! —añade, señalando al pasillo.

La periodista sonríe. Se miran unos segundos en silencio. La anciana parece cómoda en el silencio. Ella no tanto. Si algún día llega a su edad, tendrá tiempo de sobra para hacerse a él.

Por fin abre el bolso y saca el bloc y la grabadora.

La sostiene en alto y busca la aprobación de la anciana, que asiente.

Despliega el bloc, acciona la grabadora y trata de situarse entre sus notas. Va a decir algo, pero la anciana se adelanta:

—Quién me iba a decir que estaría hablando hoy de esa historia…

La periodista asiente, los ojos abiertos, pensativa. Intenta hablar con suavidad.

—¿Se siente preparada para hacerlo?

—Si no es ahora, ¿cuándo lo estaré? Desde la tumba solo hablarán mis huesos.

—Los huesos pueden decir mucho.

—Sí. Los huesos son los héroes de la resistencia.

—Usted es uno de los pocos testigos vivos de lo que pasó —dice la joven.

—Yo no asistí a los hechos directamente, ya sabe usted. A mí me llegaron en forma de relato. Mi testimonio es el que es.

La periodista asiente.

—Todo esto ha llegado demasiado tarde.

—Tanto que casi se pierde para siempre.

La periodista revisa sus notas y se sitúa mentalmente.

—La ONU declaró el 30 de agosto como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. De todos los días del año, justo el de la desaparición de esa familia. Qué casualidad.

La anciana contempla temblorosa a la joven. No pestañea. Es regia a pesar de sus achaques.

—Hubo mucha gente que desapareció durante la guerra. Sobre todo en los pueblos. Pero lo de Gaztelu fue diferente…

La anciana guarda silencio, perdida en recuerdos.

—Lo de Gaztelu fue otra cosa —interviene la periodista, para traerla de nuevo.

—Así es. Lo de Gaztelu fue otra cosa. Por entonces, Gaztelu era un lugar perdido del País del Bidasoa. Así llamó Pío Baroja a aquellos valles tan verdes del corazón de Euskal Herria. El País del Bidasoa.

La anciana se conmueve, sin apartar la vista, que se le humedece.

—Allí desapareció aquella familia…

1 Llega del frente

 

 

 

 

 

Pamplona, invierno de 1937

 

El despacho es como un túnel oscuro. Largas estanterías donde se reproducen infinitos legajos de leyes. Pilas de documentos con declaraciones, diligencias e instrucciones de causas. Una atmósfera densa con olor a papel viejo y a los cigarrillos acumulados en el cenicero.

Al fondo del despacho está el hombre, empequeñecido tras el escritorio. La luz de la lámpara eléctrica lo aísla entre las sombras. El trabajo lo rodea de tal forma que amenaza con darle sepultura.

El hombre es abogado y se llama Vicente San Julián. Sigue con el dedo las líneas escritas con letra minúscula, forzando la vista tras los anteojos. Tantos años encogido sobre decretos y sumarios le han provocado una sutil joroba y la capacidad de inclinarse aún más, hasta el punto de que su desbarbado mentón puede rozar las hojas. Diríase de él que se encuentra en su postura natural, y que se siente en su despacho tan protegido y cómodo como un feto en el vientre materno.

Mientras revisa textos, Vicente acostumbra a murmurar para sí. Hace ya muchos años que dejó de ser consciente de que habla solo. A veces simplemente lee en voz alta. Otras veces pronuncia frases que dijo a su mujer en el desayuno o que le gustaría haber dicho o que piensa decir a la hora de cenar. Otras veces suelta palabras sin sentido. De pronto dice: «¡Estupendo!» o «¡Estamos de acuerdo!».

A pesar de todo esto, Vicente es considerado una persona seria y totalmente cuerda en el círculo de abogados y juristas. Conocido por defender a ultranza y hasta la extenuación las causas más perdidas. Definido por su mujer y sus dos hijos como un buen marido y un buen padre, o más bien un marido y un padre de buen corazón, ya que pasa más tiempo en el despacho que en su casa. Sus manías y sus costumbres se deben a que ya son treinta años en la soledad de su modesto estudio: un primer piso de dos habitaciones con maderas crujientes y retorcidas. Treinta años, doce horas diarias, seis días a la semana. Treinta años al margen del mundo, fusionándose con su despacho hasta el punto de convertirlo en una extensión de su inconsciente, ese misterioso lugar del cerebro donde todo tiene cabida, desde las ideas más ingeniosas y racionales hasta las más absurdas.

La feliz soledad de Vicente es más bien una burbuja de abstracción. En realidad no está del todo solo en su despacho. Hay dos seres vivos que merodean a su alrededor. El primero es un pequeño yorkshire llamado Watson. Sus patas suenan cantarinas y alegres en el suelo encerado. Él también pasará gran parte de su vida en el despacho. Hasta su muerte a los doce, trece o catorce años, seguirá haciendo lo de siempre: caminando de aquí allá, sentándose al calor de la estufa o de las piernas de Vicente, mirando por la ventana o mirando intensamente a su dueño durante horas como si esperara algo de él o como si lo venerara con toda su alma.

En la práctica, la mitad de los murmullos de Vicente van dirigidos a su pequeño amigo. Le trata de usted y le dice cosas como:

—¡Usted sí que sabe, querido Watson!

O:

—¡Mire que se lo dije, querido Watson!

El otro ser vivo en el despacho es una jovencita de veintidós años con la mente viva y unos dedos que se mueven frenéticos sobre las teclas de la Olivetti. Se llama Leticia y no solo transcribe, sino que reformula los textos de Vicente, que son inconexos y escritos como para telegrama. Su rítmico tecleo desde la antesala es la sinfonía del despacho, una música de la que Vicente no se da cuenta, ya que él vive en su cabeza más que en el mundo.

Cuando Leticia entra en el despacho es como si se abrieran las ventanas. Un soplo de aire fresco y de normalidad.

—Señor San Julián.

Vicente alza la mano libre mientras con la otra escribe enérgico.

—¡Un momento, Leticia!

La joven espera. Vicente concluye y la mira.

—Sí, Leticia. Dígame.

—Señor San Julián, el hombre del que le hablaron está esperando ahí fuera. Viene del frente en Navafría. Me ha dado esto para usted.

La secretaria le tiende un documento. Vicente lo estudia tras los anteojos con suma atención.

—Ah, sí, sí. Ya lo recuerdo. Este permiso viene de arriba. Hágale pasar.

Mientras la secretaria desaparece en busca de la visita, Vicente continúa revisando el documento. Piensa en que ya ha pasado más de un año desde el Alzamiento. Qué absurdo todo y, sin embargo, qué normal parece ya. Una guerra entre vecinos y compatriotas en tierra propia, en las ciudades, en los pueblos y en los campos. Decenas de miles de muertes de norte a sur y de este a oeste, noche y día, sin descanso y sin cuartel, por ideologías y creencias y abstracciones inventadas que nadie puede tocar ni señalar. El país se desangra por la represión, eso Vicente lo lleva percibiendo meses. En Navarra se habla del terror caliente y de las ejecuciones extrajudiciales a militantes socialistas, a miembros de UGT y de la FNTT, y también de las temibles sacas de presos en el Fuerte de San Cristóbal.

Son cientos las familias que acuden desesperadas a presentar denuncias, a indagar, ante la Guardia Civil, ante la Iglesia y la justicia. La saturación de denuncias y casos es tal que la mayoría no se admite a trámite en los juzgados. Vicente lo sabe muy bien. Los casos le rodean y le acosan en el escritorio. Hace tiempo que no llega a todos.

Unos pasos se detienen en el umbral. El abogado se sorprende. Ante él, un hombre vestido de campo, con la boina roja de requeté y un tabardo viejo. Está empapado.

Vicente mira por la ventana y entonces se percata: en la gélida y prematura noche invernal cae aguanieve.

El hombre, cercano a los cincuenta, está demacrado y tiene la mirada afilada y sumisa de soldado. En otros tiempos debió de tener una buena gallardía de juventud. Ahora parece nervioso, humilde, incómodo en la gravedad del despacho. Se ha detenido a considerable distancia del escritorio, entre las sombras.

—Buenas noches —murmura.

Desde el otro extremo de la estancia, Vicente lo observa, en silencio.

—Siéntese, por favor.

El hombre toma asiento. Vicente ordena documentos mientras lo estudia, alzando los ojos tras la montura.

—Pedro Sagardía, ¿verdad?

El hombre asiente.

—Con ese permiso no me esperaba a alguien de campo —comenta Vicente—. No se ofenda.

El hombre se quita la boina. Tiende a inclinar la cabeza hacia el suelo. La coronilla le clarea. Las hombreras del tabardo están desgastadas y le vienen grandes. Vicente lo piensa: este individuo es de esos hombres a los que la gravedad de la tierra parece atraerlos más.

—Soy carbonero.

Tras escuchar esto, Vicente se recuesta en la silla y enciende un cigarrillo.

—Una digna y necesaria profesión. Los hombres como usted me libran de la artritis en invierno. Dígame, ¿cómo ha conseguido eso?

Vicente señala el documento, que está sobre el escritorio.

—Tengo un tío en la Comandancia —responde Pedro—. Es… coronel. Él me ha facilitado el acceso a usted.

El abogado expulsa el humo, observador.

—Estoy desbordado. Ahora mismo no estoy como para coger casos nuevos. ¿Qué edad tiene, señor Sagardía?

—Cuarenta y siete.

—Por lo que aquí figura, usted sirve en los requetés navarros del Tercio de Santiago, 8.ª Compañía de Fusiles.

Pedro asiente. El abogado continúa:

—¿No es un poco mayor para incorporarse voluntario al frente?

—No soy voluntario.

—En su documento eso es lo que figura.

—Hay frentes más seguros que los pueblos —dice el carbonero—. Eso no me hace voluntario.

Se hace un silencio donde Vicente mastica lo que acaba de oír. Estudia al hombre mientras expulsa el humo del cigarrillo.

—¿Por qué razón está aquí?

Pedro manosea la boina, nervioso, mojado, sintiéndose fuera de lugar.

—Mi familia ha desaparecido. Quiero poner una denuncia.

El abogado espera, pero Pedro no continúa.

—¿Mujer? ¿Hijos? —pregunta el abogado.

—Una mujer y seis hijos.

—¿Su mujer y sus seis hijos han desaparecido?

—Sí, señor.

—¿Cuándo ha sucedido eso?

—Hace un año que no sé de ellos.

Vicente se yergue tras la mesa, incrédulo.

—¿Un año?

El carbonero habla con la impasibilidad de una fatiga crónica, de las que se asientan y uno no se quita durante meses.

—No ha sido fácil acceder a usted —responde—. Si uno huye del frente lo fusilan.

Ambos hombres se contemplan, frente a frente, durante varios segundos. Pronto el abogado percibe que no se encuentra ante un caso de los habituales. La imaginación se apodera de su mente y se sitúa en la terrible impotencia que ha debido de sufrir el hombre. Meses sin saber de su familia. Cartas sin respuesta. Posibles rumores. Y el tormento de no poder abandonar una trinchera.

—Un año es mucho tiempo —sentencia—. Demasiado. Le han tenido que reconcomer las entrañas.

Pedro lo mira, pero no dice nada. Sus ojeras son pronunciadas. Baja la mirada hacia su boina, que no para de manosear. Sus hombreras empapadas brillan bajo la luz de la lámpara.

Vicente lo estudia, pensativo, los codos apoyados en la mesa, el cigarro humeante junto a su rostro. Dentro de él se fragua una decisión que no esperaba tomar.

—¿Desde cuándo no come algo?

—No he venido aquí en busca de caridad.

—Pues al menos tendrá la decencia de acompañarme en la merienda. —Vicente alza la voz, mirando hacia la antesala—. ¡Leticia!

La discreta figura de la secretaria asoma en el umbral.

—¿Sí, señor San Julián?

—Leticia, baje al bar de Paco y traiga dos sopas. Y coja otra para usted también. —La joven hace amago de irse, pero Vicente parece recordar—: ¡Y también cigarrillos!

—¡Sí, señor!

La secretaria se va. Se hace un silencio entre los dos.

—Antes de ayudarle ante un tribunal, tendré que confirmar lo que me dice.

Pedro asiente. El abogado lo mira sostenidamente mientras asume su decisión.

—Está bien. Ahora cuénteme lo que pasó.

2 Denuncia

 

 

 

 

 

En el despacho del abogado Vicente San Julián hace tiempo que los cristales de las ventanas se han empañado. En las calles la noche invernal se hace más gélida. El pequeño Watson está tumbado junto a la estufa. A él y al abogado no parece importarles el paso del tiempo. Solo la pobre Leticia piensa en la hora y asume que una vez más no llegará a casa para cenar con sus padres.

Ha pasado una hora desde que subiera con la sopa caliente. Vicente está tan aturdido por el relato del carbonero que se le ha olvidado por completo su necesidad de comer. Ahora la cazuela se enfría sobre la mesa junto a tres platos vacíos mientras él da vueltas por el despacho, las manos a la espalda, pensativo.

El abogado ha manifestado la intención de anotar algunas ideas.

Pedro y la secretaria lo observan. La energía del abogado es la misma que a primera hora del día.

—Muy bien, Leticia. ¿Situada?

Ella se sitúa frente a la Olivetti, los dedos sobre las teclas, la espalda erguida.

—Sí, señor San Julián.

—Muy bien, muy bien. Quiero escribir el inicio de la denuncia.

Vicente sigue dando vueltas, sin llegar a arrancar. La sopa se enfría.

—Está bien, apunte.

Leticia se dispone a apuntar.

—Allá va.

Vicente sigue sin decir nada. La secretaria se desespera.

—¿Va o no va?

Por fin va:

—Pedro Sagardía, de cuarenta y siete años de edad. Vecino de Gaztelu, Navarra, en la actualidad requeté del Tercio de Santiago, 8.ª Compañía.

Leticia teclea a ritmo frenético, lo que impresiona y hace arquear las cejas al carbonero. Vicente continúa:

—Presenta ante el juzgado una larga y estremecedora denuncia, a fin de averiguar el paradero de su familia.

El abogado hace una pausa para pensar. Se toma su tiempo y continúa:

—Hablamos de una mujer y seis hijos, sus señorías. Desaparecidos sin dejar rastro, vistos por última vez en su localidad natal hace ya más de un año. A estos efectos, y como abogado de la acusación, debo manifestar que…

Se para, sin manifestar nada. Ante la Olivetti y con deseos de concluir y marcharse de una vez, Leticia suspira:

—Y debo manifestar…

El abogado reacciona:

—Y debo manifestar que: el pasado año de 1936, en el mes de agosto, poco después del Alzamiento, se hallaba el denunciante trabajando junto a su hijo mayor en los montes de Eugui cuando recibió aviso de su mujer para que acudiese de urgencia al pueblo de su residencia.

Vicente vuelve a detenerse, los ojos muy abiertos, como si acabara de recordar algo. Mira a Pedro y su estado famélico, sentado en la silla principal, observándole en silencio. Después repara en la sopa.

—Acabo de darme cuenta de que tengo un hambre terrible.

Se aproxima a la cazuela con sorpresa.

—¡Vaya, está fría!

Leticia se desespera. Escucha las palabras del abogado:

—Disculpe, Leticia. Me va usted a perdonar…

La secretaria se levanta con un suspiro, sabiendo lo que le espera.

—No se preocupe. Bajo y les pido que la calienten.

—Gracias, Leticia. No sé qué haría yo sin usted.

La joven se pone el abrigo y entonces Vicente repara en la hora.

—¡Virgen santa! ¡La hora que es! Pero, Leticia, ¿cómo es que usted no me dice nada?

Ella se arma de infinita paciencia y dice:

—A mí también se me pasó la hora, señor San Julián.

—Ande, váyase con apremio a casa, que nos las tomamos frías y ya continuamos mañana.

—Deje que al menos se la recaliente y luego ya me voy a casa.

—Está bien, está bien. ¡Qué haría yo sin usted, Leticia!

La secretaria se va con la cazuela a cuestas y quedan los dos hombres en silencio. El abogado vuelve a sentarse tras el escritorio, ante Pedro, que tiene el rostro pálido y parece sumamente fatigado. Vicente se enciende otro cigarrillo.

—Ya he apuntado lo que quería. Ahora estoy tranquilo. Si no lo apunto, se me olvida. ¿Le suena convincente?

Pedro asiente en silencio. El abogado muestra alivio.

—Nos espera una noche larga —dice—. Ahora siga contándome.

Pedro mira al abogado hiriéndose en la memoria, buscando las palabras.

3 El día de la desaparición

 

 

 

 

 

Montes de Eugui, agosto de 1936

 

El amanecer ilumina las alturas de Eugui. Un mar de nubes cubre los valles dando a los montes el aspecto de islas boscosas. De sus apretujados árboles, como si fueran pilares que sostienen el cielo, emanan misteriosas columnas de humo azul.

En el mundo en sombra del bosque, entre las hayas que pueblan las zonas más altas, un niño corre y jadea como si lo persiguiera el diablo. Sube desde el pueblo de Gaztelu y lleva consigo un mensaje urgente y delicado.

Su destino es la zona del bosque donde se origina el humo. Allí se reproducen los montículos de las carboneras y sus múltiples incendios. El humo ruge hacia las alturas y oscurece el cielo. Tizna las hojas y los troncos de los árboles.

Los carboneros intentan mantener a raya los fuegos provocados. Se suben a los montículos y los agujerean con varas para formar respiraderos por los que liberar el humo. Ahí dentro la madera de los árboles trasmochos se cuece y se convierte en carbón.

En lo alto de uno de los montículos, Pedro Sagardía agujerea sin descanso con el listón. A su lado está su hijo mayor, José Martín, de diecisiete años, asistiéndole en el trabajo. El humo brota con furia y los envuelve. Tienen los rostros negros. Les pican las gargantas, se les entrecierran los ojos, pero a ninguno de los dos parece importunarle lo más mínimo.

El trabajo continúa su curso hasta que las zancadas apresuradas del niño irrumpen en la zona de las carboneras. Avanza entre los hombres. Le falta el aire, como si hubiera ascendido a matacaballo.

Uno de los carboneros lo detiene y le pregunta a qué viene tanto apremio.

El niño contesta sin aliento.

El hombre escucha lo que dice y después mira a los Sagardía, que están a lo lejos.

Ellos siguen al trabajo, sin percatarse de la llegada del niño. Pedro brega con insistencia, abstraído, los ojos en un punto fijo. Lleva trabajando el carbón desde que tiene memoria. La vida en las carboneras es para él como respirar o como mirar las cosas del mundo. Algo natural y en lo que no se piensa. Ya son muchos años trabajando en las montañas. Ya son muchas semanas y muchos meses fuera de casa, sin ver a la mujer ni a los niños, viviendo en los barracones construidos en el bosque, pasando frío, comiendo frío, sin apenas lavarse ni cambiarse de ropa, con la roña negra adherida a la piel durante días, acostumbrado a las llagas en las manos y al escozor en los pulmones.

Hace mucho tiempo que Pedro dejó de distinguir si su vida es difícil o es sencilla. Tampoco es capaz de imaginarse haciendo otra cosa. No por no querer, sino por no tener otras vivencias ni material en la retina como para hacerlo.

Pronto se escuchan los gritos de un carbonero, que tras atender al niño llega hasta ellos con el mensaje.

—¡Sagardi! ¡Sagardi!

Pedro y José Martín no le oyen entre los rugidos del humo. El carbonero llega a la base del montículo.

—¡Sagardi! Zure emaztearen abisua![1]

Pedro se percata y deja su labor. Habla desde lo alto.

—¿Qué pasa?

El otro carbonero alza la voz para hacerse oír.

—¡Tu mujer te pide que bajes al pueblo! ¡Es de urgencia!

—¿Cómo que de urgencia?

Pedro está entre humos. Mira al niño que ha llegado con el mensaje y que ahora se encoge de hombros. Lo reconoce, es el hijo de una amiga de su mujer. No recibe respuesta.

—Ya sabes cómo están las cosas con el Alzamiento —grita el otro—. Algunos tienen ganas.

El joven José Martín, más impetuoso, se adelanta a su padre:

—Pero si en Gaztelu todo está tranquilo. ¡Ni que fuéramos rojos!

—¡José Martín! —lo acalla Pedro.

El padre mira con seriedad al hijo. Entonces le cede el listón.

—Te quedas con esto y esperas a que vuelva. —Señala los dos cubos de agua y añade—: No tardes mucho en enfriarla y sellar los agujeros.

José Martín mira a su padre y después los dos cubos. A no ser que se vaya y vea mundo, dentro de unos años será como él y ya no será capaz de imaginarse fuera de las montañas y del pueblo.

Pedro desciende del montículo y se dirige hacia los barracones con la intención de cambiarse y de limpiarse el rostro para bajar a Gaztelu.

No muy lejos, dos carboneros los observan mientras comen de sus fiambreras. Hablan en euskera.

—Ze ba![2]

—Arretxeko etxekoandrea seguruenik. Andre eder hori.[3]

—Mitxeletekin sendatzen ibiltzen dena?[4]

—Bai, hori hori. Buruhauste ederra Sagardirendako. Gizajoa![5]

 

 

Cuando la bruma del amanecer se estanca en el valle, bajar al pueblo desde las montañas soleadas contiene algo de transición alucinante. Algunos tienen la sensación de que se recorren miles de kilómetros o de que se atraviesan siglos. Montañas y pueblo pueden llegar a ser dos mundos diferentes, por mucho que estén uno junto al otro.

Gaztelu está sumergido en una niebla densa. La calle está vacía. Las casas centenarias se desdibujan como alentadas por un hechizo gris.

Ventanas y puertas están cerradas. No se ve un alma, ni siquiera las de los hombres de campo que van a segar la hierba.

Los pasos de Pedro apenas suenan en el silencio. Todo está quieto y estancado. Desde las sombras de un cobertizo, un perro lo mira fijamente mientras avanza por la calle. Vuelve la cabeza y sus inexpresivos ojos no se inmutan. Pedro sigue andando. Pasa junto a las casas Larretoa, de Kapainea, de Bidauztea. Todas cerradas y como sin vida.

De pronto, repiquetean las campanas de la iglesia. Entonces se detiene.

Al final de la calle, entre la bruma, hay tres siluetas sombrías.

Son tres mujeres. Una niña, una anciana y en el centro una mujer de mediana edad. Todas visten de negro, con mantillas cubriéndoles la cabeza.

Pedro se aproxima, inquieto. Percibe seis ojos fijos en él. Las mujeres le están cortando el paso.

Habla la del centro.

—No puedes pasar.

Pedro la reconoce.

—¿Mercedes?

Las tres mujeres lo miran sin moverse un ápice, como si fueran estatuas vestidas de luto. Mercedes no responde. Pedro no entiende nada.

—Mercedes, ¿qué está pasando? —pregunta.

La mujer sigue sin responder.

—Cómo…, ¿cómo que no puedo pasar?

Pedro mira más allá de las mujeres, hacia la bruma. Su casa no está muy lejos. Aún no la ve.

—Mercedes, ¿qué pasa en mi casa? —insiste—. Mi mujer me ha pedido que baje de urgencia. Me estáis asustando. No entiendo…, no entiendo nada de lo que está pasando.

Las tres mujeres lo observan.

A su derecha, una puerta se abre con violencia. Surge un grito.

—¡Sagardía!

Un hombre se abalanza sobre Pedro. No le da tiempo a reaccionar.

El hombre le golpea con furia en la sien. Le vuelve la cabeza y la vista se le nubla, durante un instante no sabe si el mundo está del derecho o del revés. Para cuando recupera el norte, un pitido se le ha encendido en el oído.

Aturdido, ha trastabillado hasta el muro de la calle.

Enseguida reconoce al hombre. Es Agustín, el hermano de Mercedes. Se le abalanza de nuevo y le vuelve a golpear. Pedro alza los brazos. Apenas puede defenderse. Cae al suelo. Aparecen otros hombres en el umbral y entre todos lo inmovilizan.

Las tres mujeres lo observan todo sin inmutarse.

Pedro apenas puede alzar la cabeza, pero mira a Mercedes y le suplica.

—¡Mercedes! ¡Mercedes, qué está pasando! Y mi mujer… ¡Qué pasa con mi mujer y mis hijos!

Los hombres le golpean.

—¡Cállate! —grita Agustín.

Lo alzan. Pedro tiene sangre en la cara y está conmocionado.

—Mercedes…

4 Tortura

 

 

 

 

 

La niebla se disipa lentamente en el valle del Alto Bidasoa. Es un fenómeno que nadie ha llegado a entender cómo se produce. Nadie sabe si la niebla atraviesa la tierra o si se eleva al cielo o si simplemente desaparece. El sol de verano lo empieza a pintar todo de verde. Surgen los castaños y los fresnos que cubren las faldas de los montes. Surge la regata que baja de Txaruta. Surgen los pinos de repoblación, los ganados y los forrajes.

Se inicia un día luminoso y alegre, nada que ver con el nubarrón de incomprensión que lleva Pedro en la cabeza.

El grupo de hombres desciende por el valle. Hace tiempo que perdieron Gaztelu de vista. Pedro arrastra los pies, atado de manos. Siente una palpitación en la sien, como si el corazón se le hubiera subido a la cabeza. Siente también el sabor de la sangre en los labios. No abre la boca. Una sílaba y un nuevo golpe, en el estómago o en la cabeza. Son reglas sencillas que se aprenden rápido.

Mientras avanzan, Pedro intenta recomponer sus pensamientos. Trata desesperadamente de recordar si cometió una ofensa o enojó a alguien. Después piensa en si todo esto tiene relación con lo que pasa en el país. Pero no, se dice. Eso es imposible. En Gaztelu no puede pasar nada de eso. En Gaztelu todo está tranquilo. En Gaztelu no hay discrepancias ideológicas. En Gaztelu todos han votado al Frente Nacional. Es imposible, se vuelve a decir. No tiene que preocuparse de nada porque no ha hecho nada.

Mira a los hombres que lo rodean. Sus rostros brillan bajo el sol. A todos los conoce, la mayoría son vecinos. Llevan viéndose las caras desde niños. Se saludan cada día y comparten tintos en la barra del ostatu. Los hombres forman la guardia del pueblo y llevan los máuseres al hombro. Hay en ellos un silencio tenso, como si en el fondo los inquietara lo que está pasando, como si no supieran muy bien a qué se enfrentan. Y eso asusta a Pedro.

Una inquietud se empieza a hacer grande en su cabeza.

No puede ser, se dice. Es imposible.

Ha transcurrido un mes desde el Alzamiento y ha llegado a oídos de todos lo que sucede en algunos lugares del país. Muchos en Gaztelu no lo creen posible. Son como cuentos de terror. Miles de personas que ven cómo se llevan a sus padres, a sus hijos, a sus esposos y a sus hermanos. Muchos detenidos públicamente, en sus propios domicilios o en plena calle, ante decenas de testigos. Algunos fusilados al momento. Otros llevados a los ayuntamientos, a los cuarteles de la Guardia Civil o a las cárceles del distrito. La mayoría, con registro de entrada y no de salida.

Las razones de semejante locura nadie las sabe explicar con exactitud. Nadie tiene una respuesta clara. Incluso los más convencidos, los más seguros de que todo tiene sentido, dan tumbos extraviados cuando buscan una respuesta. Pero eso no puede estar sucediendo en Gaztelu, piensa Pedro. ¿Y a él? ¿Por qué razón a él?

Piensa cosas. Recuerda cosas.

El miedo le recorre la médula espinal, acechante.

Pronto descubre adónde lo llevan. El valle desemboca en otro más grande, como si fuera el afluente de un río. Allí florecen, como salpicaduras de una acuarela, las casitas blancas de Santesteban. Una localidad más grande y próspera que el recóndito pueblo de Gaztelu, muy adentrado en las montañas.

En Santesteban está el cuartel de la Guardia Civil que controla la región.

Pedro siente cómo le tiemblan las piernas.

Tiene que haber un error.

 

 

Los surcos del camino ascienden hasta el cuartel, que se ubica a las afueras de la localidad de Santesteban, en lo alto de una loma. Pedro ya piensa en él antes de verlo. Es ampliamente conocido por sus métodos para sonsacar información. Algunos aseguran que más que extraerla del interrogado la crean en él, de la nada. Lo llaman el creador de recuerdos.

Apoyado en la entrada del cuartel, el comandante del puesto fuma. Un sargento de la Guardia Civil apellidado Zabala. Corpulento, en torno a los cincuenta.

Lanza el pitillo al suelo en cuanto los ve llegar.

 

 

Todo son sombras en la estancia. Solo un ventanuco estrecho, con un rayo de luz y la miríada de partículas de polvo que este revela. Las paredes son blancas y descarnadas. Por eso se notan las marcas. Son como registros de presencias pasadas, en algunos puntos incluso se distingue la forma de los dedos y de las manos. Son marcas ennegrecidas que bien podrían ser de sangre o de cualquier otro fluido excretado por el hombre.

En el centro, entre las sombras y rodeado de paredes desnudas, Pedro permanece maniatado en la silla. No puede hacer nada más que esperar.

A su lado, Agustín y los hombres de guardia fuman apoyados contra la pared. Hay en el ambiente la sensación de una función a punto de iniciarse. Una función terrible. Un descenso a los infiernos.

Unos pasos crujen sobre la madera, lentos y pesados. Todos lo miran pasar. El sargento Zabala se acerca a Pedro, que tiene la cabeza gacha, suda y no deja de temblar.

El hombre queda ante él, de pie, la cintura a la altura de su cabeza, a solo un centímetro. Se mantiene así durante un largo rato. Pedro no es capaz de moverse. No tiene valor para levantar la cabeza.

—¿Sabes quién soy? —pregunta Zabala.

Pedro no responde.

—¿Sabes quién soy? —insiste el comandante.

Pedro evade la mirada hacia la luz. Un balbuceo.

—Sí…

El sargento le coge del cuello con suavidad. Sus dedos gruesos lo rodean. Empuja a Pedro lentamente, hacia el respaldo de la silla.

Entonces le alza el mentón al límite. Su mano enorme se extiende y le cubre media cara, como los tentáculos de un calamar.

Le obliga a mirarlo. Se hace un silencio.

—Espiar para los rojos está castigado con la muerte —dice el sargento.

—¿Qué?

—Lo has oído bien, Sagardi. Han llegado tiempos de limpieza. Y aquí no hay sitio para indeseables. Ahora dime: ¿desde cuándo trabajas para los comunistas?

Pedro abre los ojos, incrédulo.

—¿Los comunistas? Pero si yo…

Zabala desliza opresivo la mano por el rostro de Pedro. Le tapa la boca y la nariz. Le aprieta con fuerza. Pedro no puede respirar.

—Por fin vas a conocer a Cristo Nuestro Señor.

Apoyado en la pared desnuda, Agustín fuma con los ojos brillantes e iluminados por la brasa, excitados ante lo que ven.

Mientras tanto se oyen los gemidos de Pedro. No puede hablar. Se ahoga.

Sus piernas patalean contra el suelo. La silla se sacude.

5 El espía

 

 

 

 

 

Pamplona, invierno de 1937

 

En el despacho de Vicente San Julián el tiempo no parece avanzar. Las sombras rodean el escritorio, donde la lámpara derrama su luz sobre los dos hombres. Vicente observa por la ventana. Ha dejado de caer aguanieve. Ahí fuera, la noche está congelada y detenida, una noche eterna hasta el fin de los tiempos.

En el suelo, apoyada la cabeza sobre las patas, Watson parece aburrido de oír una historia que no entiende.

En el escritorio, Pedro está encorvado y aún con el tabardo, que ya está seco. El carbonero come lentamente la sopa de pan. Sobre la mesa permanece el plato intacto y aún humeante de Vicente.

—Está bien —resume el abogado—. La guardia del pueblo lo llevó al cuartel de Santesteban y lo entregó a la Guardia Civil.

Pedro asiente, aliviado por el calor en el estómago.

—¿Cuánto tiempo le tuvieron retenido?

—Siete días.

En la ventana, Vicente se vuelve y lo observa.

—¿Le pegaron?

Pedro sorbe de la cuchara. Se hace un silencio.

—Usted no tiene facha de andar en política —insiste el abogado.

Pedro para de comer y alza la cabeza.

—Gaztelu está aislado de España. Es otro mundo. Allí todos votamos a derechas y todos vamos a la iglesia. No hay más.

—¿Y en las elecciones de febrero del 36?

—Ni un solo voto al Frente Popular.

Vicente da vueltas por la estancia, pensativo.

—Entonces, la suya era una acusación absurda.

—Si de verdad fuera espía, me habrían fusilado. Yo no sé más que de monte.

Vicente se detiene y mira al carbonero. Lleva la humildad impresa en el rostro y es evidente que está en horas bajas. Imagina que un año en el frente le habrá añadido varios más a la expresión. Se pregunta si sabrá leer y escribir. A pesar de todo, hay una serenidad y una verdad en él que el abogado empieza a admirar. Una serenidad y una verdad algo melancólicas.

—¿Pudo ver a su familia cuando le soltaron? —pregunta.

Pedro tarda en responder.

—Me obligaron a volver al monte, con mi hijo mayor. El comandante tenía ojos en las carboneras. Si bajaba al pueblo darían aviso.

—¿Y no hizo nada?

Pedro vuelve a mirar al abogado.

6 No hay nadie

 

 

 

 

 

Agosto de 1936

 

Reina la oscuridad en las montañas de Eugui. Los sonidos del bosque se suceden bajo las estrellas. En las carboneras, los montículos duermen sin humos ni llamas. Todo parece en calma en la noche veraniega.

Un poco más abajo, en un pequeño claro del bosque, se extiende el asentamiento de los carboneros. Pedro está tumbado en un camastro viejo, apenas una chirriante tabla de maderas roñosas. Se cubre con la manta y mira al cielo nocturno, que parece un cuadro enmarcado por las copas de los árboles. Lleva dos noches sin dormir, desde que envió el dinero. Aún no ha recibido noticias del pueblo.

Suspira y se vuelve. Compone una mueca de dolor. Sabe que hay algo dentro que tiene roto. Una costilla, tal vez. Pero los golpes no fueron lo peor. Ni los ahogamientos en los que a veces perdía la consciencia. Lo peor era cuando se marchaban todos y lo dejaban solo, desnudo y maniatado, en mitad de ese maldito zulo. Sin duda eso era lo más terrible. Entonces deseaba que volvieran, aunque fuera para pegarle y para hacerle perder la consciencia.

A su lado, José Martín duerme. Parece que por fin ha conciliado el sueño. Él también está preocupado y tiene dificultades para dormir, a pesar de que con el duro trabajo caiga derrumbado hasta encima de una roca.

A Pedro le cuesta respirar cuando se tumba de lado, así que vuelve a mirar al cielo. Sigue sin comprender lo que ha pasado. Todos hablan de la locura colectiva desatada en otros pueblos. Dicen que es como una epidemia. Una terrible purga social donde se señala y se mata, sin piedad ni cuartel. ¿Y si la locura está llegando también a Gaztelu? ¿Por qué ahora? Nada ha cambiado en la vida de los pueblos. Siguen las mismas reparticiones de leña y helechales. Sigue la estabulación del ganado y la matanza de los cerdos en invierno. Sigue la plantación del maíz en primavera y la siega de las yerbas en verano y la recogida de castañas en otoño. Y después sigue el inicio de un nuevo ciclo, que parece ser el mismo desde el día de la creación. ¿Qué ha cambiado ahora?

Lo que más le inquieta son su mujer y sus hijos. Ella le pidió que bajase de urgencia al pueblo. Sabe que lo vigilan. Pero no puede contenerse más. Sin darse cuenta, Pedro murmura:

—No puedo seguir así.

Sus pensamientos se enredan y ahuyentan al sueño. La noche va a ser larga. Pedro suspira y mira a las estrellas.

Entonces se escucha: un sonido procedente del bosque.

Es una especie de silbido. Pedro se reincorpora y mira hacia la linde de los árboles. Intenta distinguir entre las sombras, hasta que de pronto algo llega volando y cae a sus pies.

Es una piedra.

Pedro se levanta y avanza entre los demás camastros, donde duermen los compañeros. Se adentra en el bosque con sigilo. Entonces surge una sombra, tras un árbol.

Es el joven al que envió con el dinero. Le entrega el paquete, sin abrir.

—Su dinero de vuelta.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Pedro.

—No había nadie en su casa.

Pedro mira al mozo, incrédulo.

—¿Cómo que no había nadie?

El mozo parece apurado, como si corriera peligro estando allí y hablando con él.

—Su familia no estaba en casa.

—¿Y no ha preguntado por el pueblo?

El joven agacha la mirada.

—No me he atrevido.

Pedro zarandea al joven de los hombros.

—¿Por qué?

—Parece que de su familia nadie quiere hablar.

—¿Qué?

—Nadie quiere hablar, señor.

—¿Cómo que nadie quiere hablar?

—Solo sé que se fueron del pueblo.

Pedro suelta al joven, entre nervioso y asustado.

Unos pasos suenan a sus espaldas y los sorprenden. Pedro se vuelve con el corazón en un puño, esperando encontrar uno de los ojos que el comandante Zabala tiene puestos en las carboneras.

Pero no. Pedro suspira de alivio. Es su hijo José Martín, que al parecer no estaba dormido y lo ha escuchado levantarse.

—Aita, tenemos que bajar al pueblo.

7 Restos del incendio

 

 

 

 

 

Lo forman una veintena de casas, algunas blasonadas, con varios siglos de antigüedad. Por las faldas del monte se diseminan algunos caseríos. Bajo el toque de queda, el pueblo de Gaztelu permanece desierto.

Una penumbra azul lo baña todo. La sinfonía de los grillos es estridente. Hay vacas que pastan en silencio, entre las sombras.

Cubiertos por mantillas, como si fueran dos ancianas, Pedro y su hijo avanzan con la cabeza baja, sin atreverse a mirar cada vez que pasan ante alguna vivienda. Más de cien almas habitan el pueblo, quién sabe si durmiendo u observándolos tras los visillos de las ventanas.

Pedro se detiene en una esquina y estudia el entorno. Al fondo la ve. La casa Arretxea. Su hogar. Arrendada a un señor de Santesteban. Junto a ella se elevan los muros grises de la iglesia. Es un templo duro, gris, sin huecos grandes, que más bien parece una muralla del medievo.

Con suma discreción, Pedro y su hijo cruzan la plazuela de la iglesia hasta llegar a su casa.

Desaparecen en las sombras del portón, que está cerrado.

—¡Josefa!

Nadie contesta. Pedro rodea la casa, pegado a la fachada, y busca forzar la ventana de atrás. Tras unos intentos, esta cede.

Padre e hijo saltan al interior.

Aguzan los oídos. Todo en la humilde vivienda permanece a oscuras. Sus pasos hacen crujir las maderas.

—¡Josefa! ¡Joaquín!

Padre e hijo escrutan las escaleras, envueltas en sombras. Escuchan con atención los sonidos de las vigas en el piso superior. No hay sonidos ni voces. Nadie parece moverse ahí arriba.

Observan los platos y cubiertos que hay sobre la mesa. Sin recoger, a medias. Como si se hubieran ido apresuradamente.

En la chimenea, la ceniza está fría.

—Subamos —dice Pedro.

Las escaleras crujen, los hombres apenas distinguen el escalón que los precede. Todo parece sin vida. La desazón envuelve a Pedro. Con el alboroto de siete hijos jamás había sentido su casa así.

Pedro repara en uno de los jergones. Le falta el colchón.

Unos instantes perdido en sus pensamientos y al fin reacciona y entra en la habitación principal. Contempla la cama. Mucho tiempo de matrimonio descansando sobre ella. Debería oler a inercia, a lucha, a desesperanza y a frustraciones, a sueños y a risas, a rencores y a amor. Debería oler a vida. Pero no. Todo parece frío y ausente, como si la casa llevara siglos abandonada. Por mucho que sean las mismas paredes y los mismos suelos, Pedro siente que esta no es su casa.

A su lado está José Martín. Su voz suena afectada, casi sumergida en lágrimas.

—Hay algo que no te he dicho, padre. Esperaba que solo fueran rumores.

Pedro mira a su hijo. José Martín tiene la cabeza gacha.

—Algunos en las carboneras han dicho que en realidad los expulsaron del pueblo.

—¿Qué?

—Eso es lo que he oído, aita. No… no me he atrevido a decírtelo antes.

Pedro le abofetea en la cara.

—¿Cómo has podido?

La voz de su hijo tiembla.

—Lo siento, aita, lo siento…

—Dime qué han dicho. ¡Dímelo!

—Han hablado…, han hablado de una cabaña que hay en el monte.

—¿La del camino a Leiza?

—Sí, aita… Esa misma.

Pedro se impacienta.