Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Se hizo silencio por un momento y luego el Marqués de Sarne dijo: "Solo hay una manera para agradecerte, Romana". Mientras hablaba, él le puso los dedos debajo de la barbilla y presionó sus labios sobre los de ella. Su beso fue tan perfecto, tan glorioso, que Romana solo podía temblar hacia él. "Estamos juntos ahora, mi preciosa", susurró el Marqués. Sus labios encontraron los de ella otra vez y ahora la estaba besando ferozmente, apasionadamente, con más insistencia que antes. Él sintió su emoción hacia él, y acercó su cuerpo, y aún más cerca. "¡Te amo mi amor!" dijo el Marqués, con una voz profunda y inestable… y continuó: "Ahora dime lo que sientes por mí…". Una glamorosa historia de amor, que arrebatará tus sentidos.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 225
Veröffentlichungsjahr: 2019
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
LOS CAMINOS DEL AMOR
Título Original:“Love Has His Way “
CAPÍTULO I1802
El Marqués de Sarne lanzó un gemido se movió un poco y pensó que el dolor de cabeza que tenía no podía ser real; era demasiado intenso, una verdadera agonía…
Le pareció que había pasado mucho tiempo hasta que pudo abrir los ojos. Vio una habitación desconocida en torno suyo y volvió a cerrarlos…
Las punzadas en la cabeza persistían. En forma lenta e intermitente comenzaron a asaltarle los recuerdos, aunque había momentos en que no podía pensar en nada…
Se dio cuenta de que tenía la boca seca. Tenía los labios partidos y necesitaba beber algo, con tanta desesperación, que se obligó a sí mismo a abrir los ojos y enfocarlos en el muro frente a él.
Había una chimenea y encima un cuadro que no pudo recordar haber visto nunca.
A través de la luz que entraba desde una ventana sin cortinas, pudo ver que la habitación estaba decorada con muebles muy inferiores a los que él tenía en sus diversas residencias. Cerró los ojos por un momento y entonces volvió a abrirlos con decisión.
¿En dónde estaba? ¿Y por qué diablos se sentía tan mal? Se movió con lentitud, y al hacerlo, vio que había un papel sobre su pecho.
Intentó ver de qué se trataba sin mover demasiado la cabeza y se dio cuenta de que tenía puesta todavía su ropa de etiqueta.
¿Qué le había sucedido y por qué habían dejado un pedazo de papel encima de su pecho?
Todo le parecía incomprensible, hasta que de pronto se le ocurrió que vestía traje de etiqueta porque había ido a buscar a Nicole de Prét para llevarla a cenar.
Podía recordarlo ahora, por supuesto. Había llegado en su carruaje hasta la puerta de artistas de un teatro en Covent Garden y, cuando fue a buscarla a su camerino, ella se veía tan elegante y atractiva, que pensó que querría lucirse en algún restaurante de moda.
—¿Estás segura de que quieres que cenemos en tu casa?— le había preguntado, llevándose a los labios la pequeña mano de dedos largos y delgados.
Fueron sus manos, tal vez, lo primero que le había atraído de ella, pues las usaba con mucha más gracia que las demás jóvenes que formaban el corps de ballet.
—Iremos adonde Su Señoria desee— contestó ella en su fascinante inglés con acento francés—, pero en mi casa todo está listo para usted.
Estaba muy de moda que los jóvenes aristócratas de St. James persiguieran a las francesas que abundaban en la escena y que eran siempre mejores bailarinas que las inglesas.
El Marqués había tenido bajo su protección a una bailarina española que lo divirtió por más de un año y pensó que Nicole de Prét llenaría su lugar de manera admirable. Eso era lo que pensaba discutir con ella esa noche, durante la cena.
Le colocó sobre los hombros una capa de piel, de un animal que no reconoció y que le pareció un marco inadecuado para su belleza, y bajaron juntos la escalera de hierro que conducía a la entrada de los artistas.
El Marqués estaba seguro de que Nicole admiraría sin duda su carruaje, ya que no había otro más elegante en todo Londres, ni ningún otro tirado por caballos más finos que los suyos.
El cochero, de distinguida librea, y los lacayos que les abrieron la puerta del carruaje, estaban recibiendo miradas de admiración de la gente que se había reunido alrededor de la puerta de salida de los artistas, no sólo para ver a las estrellas de la obra, sino para contemplar a los caballeros que casi siempre las acompañaban.
Nicole de Prét se había reclinado contra el mullido interior del carruaje.
—Vive usted con esplendor, milord— dijo.
—Y espero que aceptes compartir esa vida conmigo— contestó el Marqués.
A la luz de la linterna de plata que llevaba una vela encendida en el centro, vio que ella le dirigía una mirada interrogante.
—¿Es esa una invitación?
—Te lo explicaré de manera más formal cuando hayamos cenado.
Ella sonrió y él no estuvo seguro de si intentaba aceptar su protección en seguida o si resistiría un poco para hacerse la “difícil”.
De cualquier modo, pensó el Marqués, el desenlace era inevitable.
No había mujer en Londres que no estuviera dispuesta, a una sola mirada de él, a arrojarse en sus brazos.
En lo que al beau-monde se refería, las bellezas de la alta sociedad, tan perseguidas y aclamadas por sus amigos, no dejaban de hacer notar que él era el hombre que de verdad les interesaba en actitud provocativa, se le ofrecían invitantes.
En el carruaje, Nicole de Prét permaneció callada. A él le gustaba la forma que ella tenía de atraerlo, pues se concretaba a esperar que él tomara la iniciativa.
Tenía la impresión de que era una mujer de mejor clase social que el resto de las chicas del corps de ballet, aunque siempre era difícil valorar la educación ‘de una extranjera.
—¿Llevas, mucho tiempo en Inglaterra?— le preguntó.
—Desde que era niña.
El Marqués enarcó las cejas y ella explicó:
—Mis padres llegaron aquí en la época de la Revolución. Perdieron cuanto poseían. Por eso tengo que ganarme la vida.
Esta era una historia tan familiar entre las francesas residentes en Londres, que el Marqués no cReyó una sola palabra.
Pero, como supuso que era lo que Nicole esperaba de él, hizo un gesto de compasión al decir:
—Veo que la piel de tu capa no es digna de tu belleza. Tendrás que permitirme que la sustituya con marta cebellina… ¿o preferirías armiño?
—Lo pensaré, milord— había respondido ella—, es usted muy generoso.
—Así deseo ser contigo.
Los caballos se detuvieron frente a una casa, en la sección de Chelsea, y él miró el lugar con expresión especulativa mientras seguía a Nicole de Prét, que había bajado del carruaje.
Para sorpresa del Marqués, ella, al aceptar su invitación esa mañana, había enviado un mensaje sugiriendo que cenaran en su casa, en lugar de hacerlo en alguno de los restaurantes elegantes donde el Marqués casi siempre pedía un reservado.
Él, desde luego, había aceptado su hospitalidad, aunque sugirió que él proporcionaría el vino para la cena.
Sabía, por experiencias anteriores, que las mujeres de la clase de Nicole no conocían nada de bebidas, y no intentaba arruinarse la digestión con un vino de mala calidad.
Por lo tanto, envió a la casa de Nicole, durante la tarde, una caja de clarete, otra de champaña y varias botellas de su mejor coñac.
—¿Y no mandaremos nada de comida, milord?— había preguntado su secretario, el señor Barnham.
Estaba acostumbrado a manejar esas cosas y sabía que, si la comida y el vino no eran de la calidad que el Marqués exigía, no disfrutaría de las demás atracciones que le ofrecieran durante la velada.
—Será mejor que mande un paté y una buena cantidad de ternera fría, por si todo lo demás resulta incomible— dijo el Marqués.
—Si la dama es francesa, entenderá de cocina.
—Así lo espero. De cualquier modo, quiero estar preparado— contestó el Marqués.
—El señor Barnham sabía que esto quería decir que debía enviar mucha más comida de la que el Marqués le indicaba y se dirigió a toda prisa en busca del chef con una larga lista de peticiones.
El Marqués, sin embargo, se sintió gratamente sorprendido cuando entró en la casa de Nicole y encontró que era mucho más atractiva de lo que su apariencia exterior sugería.
Chelsea, donde las casas eran baratas, era muy popular entre los aristócratas cuando tomaban a una dama bajo su protección, como lo había sido desde los tiempos de Carlos II.
Las casas variaban en forma considerable de una a otra y la que el Marqués tenía en mente para instalar en ella a Nicole de Prét era amplia y lujosa. Se había tomado la molestia, también de asegurarse de que tuviera una excelente cocina.
Esta era mucho más pequeña, pero estaba amueblada con buen gusto y el Marqués no se sintió sorprendido cuando Nicole de Prét propuso:
—Creo, milord, que será mejor que cenemos en mi salita privada. Es mucho más acogedora que el comedor.
—Me parece una idea deliciosa— aceptó el Marqués.
La velada conducía de manera tan inevitable a los planes que él tenía en mente, que se sentía como si estuviera presenciando una obra teatral que hubiera visto antes una docena de veces.
Ella subió delante de él por la escalera angosta pero bien alfombrada, y él no pudo menos que admirar las líneas de su figura y sus graciosos movimientos.
«¡Es la perfección misma!», se dijo.
Pensó con satisfacción, que iba a disfrutar de la velada y, que sería, sin duda alguna, el inicio de muchas otras semejantes.
La salita, que tenía dos ventanas, estaba amueblada con sorprendente buen gusto.
No se veía la acostumbrada cursilería de los cojines de satén de colores brillantes, ni los vulgares souvenirs de teatro, que atestaban los departamentos de casi todas las coristas.
Aquella parecía la casa de una dama de la nobleza y el Marqués decidió, una vez más, que Nicole estaba mejor educada que las otras chicas con las que bailaba.
En una mesa puesta frente a una de las ventanas, se veían cuatro velas que una doncella de delantal almidonado y cofia adornada de encaje había encendido.
—Envió demasiada comida con el vino, milord— dijo Nicole—, y eso me parece un insulto.
—No lo tomes como tal, por favor— había contestado el Marqués—. Sólo quise ahorrarte molestias y gastos.
—He agregado algunos de mis platillos especiales a los suyos, y cuando hayamos terminado de cenar puede decirme cuáles prefiere— dijo Nicole dirigiéndole al Marqués una de sus seductoras miradas—, pero me desilusionaría perder.
—Conmigo jamás perderás, te lo aseguro.
Ella cruzó la habitación en busca de una botella de champaña que había enviado el Marqués. Había ya sido abierta y estaba enfriándose en un cubo con hielo. Sirvió dos copas y le llevó una al Marqués. Él se encontraba de pie junto a la chimenea, contemplándola con admiración. Tomo la copa que ella le ofrecía y la levantó.
—¿Debo beber a la salud de tus hermosos ojos o por nuestra futura felicidad juntos?
—Está usted muy seguro de que estaremos juntos.
—Esa, desde luego, será tu decisión.
El Marqués sabía, en realidad, que ella, como cualquier mujer de ambiente teatral, terminaría por aceptarlo.
Tenía fama de ser un hombre generoso hasta la exageración y disponía del dinero suficiente para ello.
La única dificultad, como Nicole ya había oído decir, era que su interés en una mujer, sin que importara su condición social, nunca duraba mucho tiempo.
—Seamos francas— había él mismo oído decir a una mujer con la que había sostenido relaciones algún tiempo y que conversaba con otra—, él está aquí hoy, pero mañana no podrás asegurarlo. Así que trata de sacar provecho de la situación, mientras dure.
Al Marqués le había divertido el comentario.
Sabía que era la verdad. Disfrutaba persiguiendo a las mujeres, con la esperanza de que, alguna, fuera un poco diferente de las demás.
Tal vez fuera demasiado esperar, sin embargo, y, cómo decía un cínico en el Club White:
—Pe noche todos los gatos son pardos!
De cualquier modo, al Marqués le gustaban las mujeres porque con ellas descansaba de sus otras actividades.
Era un gran deportista, aclamado en todas las pistas de carreras de caballos y reconocido campeón de esgrima de Inglaterra.
Y, además de sus intereses deportivos, debía ocuparse de la Cámara de los Lores, donde siempre se le solicitaba.
Era un orador excelente, y cuando se le podía convencer para que defendiera una causa, luchaba por ella con una decisión que lo había convertido en favorito del Primer Ministro y en un hombre odiado por la oposición.
El resto del tiempo lo dedicaba a sus propiedades.
Sarne, tenía su mansión en Kent, no sólo era una de las casas más amplias y admiradas del país, sino sitio de suntuosas fiestas— a las que hasta el Príncipe de Gales gustaba de asistir.
El Marqués tenía otras propiedades, todas las cuales tenían algo interesante y diferente, pero él esperaba la excelencia en todo, de modo que sus posesiones tenían que ser perfectas hasta el último detalle.
—El problema contigo, Sarne— había dicho alguien apenas la semana anterior—, es que resultas demasiado bueno para ser cierto, y lo único que te falta para que nadie pueda superarte en nada es que encuentres una esposa hecha a tu medida. Aunque es posible que, el día que te cases, tu mujercita te ponga en tu sitio en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Tú crees eso de verdad… que una mujer podría hacerme eso a mí?— preguntó él torciendo un poco los labios.
—Las mujeres siempre encuentran la manera de meter a un hombre en cintura, de un modo o otro— había contestado su amigo.
—Entonces yo seré la excepción— señaló el Marqués—. Te aseguro que escogeré a mi esposa con el mismo cuidado con que escojo a mis caballos.
—Conociendo la suerte endemoniada que tienes, sin duda será una mujer comparable a un caballo que gana la Copa de Oro en su primera carrera en Ascot, y se lleva el Derby el mismo año.
El Marqués se había echado a reír.
—Me estás poniendo una meta tan alta que, si soy un poco inteligente, permaneceré toda la vida como estoy ahora… ¡soltero!
—Pero, necesitarás un hijo que herede tu inmensa fortuna.
—Ya habrá tiempo para eso— contestó el Marqués.
La verdad era que estaba evitando el matrimonio porque había visto, en el caso de muchos de sus amigos, que no era un estado envidiable.
Por fortuna, había heredado el título antes de cumplir veinte años, lo que significó librarse de lo que su padre lo presionara a realizar un matrimonio arreglado, cosa casi inevitable para los hombres jóvenes de su posición.
Había visto demasiados casos en que los hombres eran moralmente destruidos por un matrimonio desdichado.
Aunque se decía a sí mismo que esas cosas jamás le sucederían a él, se daba cuenta de la forma tan rápida en que una mujer lo aburría. Y si eso era inevitable con sus amantes, no lo sería menos con una esposa.
Por lo tanto, disfrutaba de su soltería y jamás concedía al matrimonio el menor pensamiento, excepto cuando algún entremetido le recordaba que un día necesitaría un heredero. Reconocía que era cierto, pero como todavía tenía menos de veintinueve años, no había ninguna urgencia al respecto.
Mientras saboreaba su copa de champaña, de excelente calidad, la doncella empezó a traer varios platillos que fueron colocados en una mesita lateral. El Marqués, un gran amante de la buena mesa, que tenía empleado al mejor chef de Londres, cruzó la habitación para inspeccionarlos.
Los platillos se veían muy apetitosos, por lo que pensó, satisfecho, que no habría necesidad de recurrir al paté que había mandado traer.
Se sentó a la pequeña mesa con Nicole frente a él y, mientras disfrutaba de una excelente comida, servida con discreción y eficiencia por la doncella, que era también francesa, había empezado a pensar que, una vez más, su suerte excepcional le había hecho encontrar a Nicole.
Ella se veía preciosa a la luz de las velas y a él le encantaban sus ojos oscuros, de forma un poco oblicua, que le conferían una exótica belleza. Su rostro, aunque debía gran parte de su atractivo al artificio, era delicado, de piel inmaculada.
Hablaron de teatro y ella lo había hecho reír comentado los arrebatos temperamentales de las primeras damas y las excentricidades de los administradores.
—¿Tienes mucho tiempo en el teatro?— preguntó él.
—Unos tres años, milord.
—Entonces, ¿por qué no te había visto antes?
—Es mi primera temporada en Covent Garden.
El Marqués se daba perfecta cuenta de que el sueldo de ella no podía permitirle vivir con el lujo y las comodidades que la rodeaban. Se preguntó si debía interrogarla acerca de quién había sido su protector que, tal vez, estaba pagando por la excelente cena de que disfrutaban.
Mientras bebían el clarete, que era tan bueno que el Marqués había enviado una caja en una ocasión al Príncipe de Gales, no le sorprendió oír decir a Nicole:
—El vino es delicioso, milord.
—Me alegra que lo aprecies. Sí, es un vino excepcional. Me lo enviaron de Francia hace apenas dos meses.
Vio que ella lo escuchaba interesada y agregó:
—Es poco frecuente encontrar a una mujer que entienda de vinos. Debe ser tu sangre francesa, ¿o te enseñó alguien a apreciarlos?
—Mi padre me enseñó todo lo que sé sobre vinos y sobre comida. Es decir, sobre comida francesa. Él considera que eso es parte importante de la educación de una.
—¿Tu padre vive todavía?
—Sí, milord.
---¿Y dónde está?
—Vive en Little Hamble. Me imagino que nunca habrá oído hablar del lugar. Es un pueblo pequeñito, en Northumberland.
Nicole dijo aquello como si no tuviera deseos de continuar ese tema de conversación. La libró de hacerlo la presencia de la doncella, quien se estaba llevando los últimos platos sucios y que, un momento después, puso junto a ella una bandeja de plata con una cafetera llena del aromático líquido.
La doncella llenó la copa del clarete del Marqués y, después de abrir otra botella, puso una licorera con coñac frente a él.
Todo esto, como había comprendido bien el Marqués, significaba que la mujer se disponía a marcharse y a dejarlos solos y él pensó que la comida, que había sido deliciosa y servida a la perfección, era el preludio adecuado a lo que le esperaba.
Tomó su copa y la levantó.
—Brindo por una anfitriona admirable— dijo—, ¡y por una cena que será la primera de una larga serie!
—¿Está seguro de eso, milord?
—Muy seguro. Si tienes alguna duda, estoy dispuesto a convencerte de que ésta es una noche muy especial para ambos.
Él había hablado con aquella voz profunda que emocionaba tanto a las mujeres y cuando los ojos de Nicole se encontraron con los suyos a través de la mesa iluminada por las velas, pensó que hacía mucho tiempo que no encontraba a una mujer tan deseable como ella.
Le agradaba que no hubiera coqueteado con él durante la cena ni demostrado que deseaba atraerlo.
Hablaba en la misma forma en que lo habría hecho una dama de la nobleza y comía con una elegancia que habría resultado perfecta aun para la propia Casa Carlton, del Príncipe de Gales.
«Es evidente que existe algún secreto con respecto a sus padres», pensó, «… y, aunque me haya estado diciendo mentiras, lo ha hecho con tanta habilidad y en forma tan encantadora, que me siento, más que escéptico, desconcertado».
Decidió que esta nueva relación que había iniciado resultaba muy satisfactoria, desde todos los puntos de vista. Retiró un poco la silla de la mesa y cruzó las piernas con expresión de contento.
No eran sólo sus riquezas lo que hacía que las mujeres lo persiguieran incansables. Era también su apostura física y, tal vez, la expresión de bucanero que había en sus ojos y que revelaba que era el tipo de hombre que tomaba todo aquello que deseaba.
Uno de los ancestros del Marqués había sido pirata y él era muy joven todavía cuando supo que un pirata tomaba por la fuerza aquello que no podía obtener por medios legales. Con frecuencia se preguntaba si, de no encontrarse en la afortunada posición de poder pagar por cualquier cosa que deseaba, él también habría recurrido a la fuerza para satisfacer sus deseos.
Y ya que no podía demostrarlo en otra forma, lo hacía apoderándose de todas las mujeres que le gustaban, lo mismo si tenían esposos celosos, que si estaban bajo la protección de un hombre que no podía ser con ellas tan generoso como él.
No tenía escrúpulos de ninguna especie en ese sentido y aunque muchos hombres hubieran querido retarlo y pelear con él para defender sus derechos, no había un solo espadachín ni tirador de pistolas que se hubiera atrevido a hacerlo, ya que todos sabían muy bien que él era superior a cualquiera, con ambas armas.
—Cuéntame sobre ti— había dicho el Marqués—, no soy tan ingenuo para creer que no has tenido muchos ardientes admiradores en tu vida, antes que yo.
Nicole sonrió con aire misterioso.
—No creo que a Su Señoría le gustara que lo aburriera con la historia de mi vida.
—Por el contrario, me interesaría mucho conocerla— insistió el Marqués—, cuando hayas terminado el clarete, quiero que pruebes mi coñac, que es excelente. Después, creo que sería conveniente que nos sentáramos más cerca uno del otro.
Levantó su nueva copa de clarete, que no había tocado todavía.
—Me desconciertas y me excitas— dijo—, ahora, cuéntame todo sobre ti.
Al decir eso, bebió casi la mitad del clarete que había en su copa.
Cuando lo sintió pasar por su garganta, le pareció advertir algo extraño en él. Y, al llevarse la copa medio vacía a la nariz para oler su contenido, se dio cuenta de que algo extraordinario estaba sucediendo a todo su cuerpo y que resultaba difícil moverse… pensar…
Estaba luchando contra una extraña oscuridad y una parálisis que se apoderaban de él.
Entonces no recordó nada más… su memoria evocó todo aquello y, con un esfuerzo casi sobrehumano, mientras la cabeza le daba vueltas…
El Marqués se obligó a sí mismo a incorporarse en la cama.
—¡Maldita sea, me drogaron!— murmuró.
Era casi increíble que una cosa así le hubiera sucedido a él. Que lo hubieran tratado como a un provinciano que llegaba por primera vez a Londres y que era robado por la primera prostituta que encontrara en la calle…
Pero ahora él, el Marqués de Sarne, el hombre que se jactaba de que nadie podía jugarle una mala pasada, porque sabía de memoria todos los trucos del bajo mundo, ¡había sido drogado con su propio clarete por una bailarina de ballet de Covent Garden! .
¿Cómo era posible? ¿Y por qué lo había hecho?
¿No se daba cuenta Nicole de las repercusiones que tendría para ella su conducta?
Él podía hacer que la despidieran del teatro con sólo hablar con el gerente.
El Marqués se sentó y, con un esfuerzo más grande aún, bajo las piernas de la cama y se puso de pie.
Se llevó la mano a la frente, como si temiera que la cabeza se le fuera a partir en dos o a separar del cuello.
«¡Sólo Dios sabe qué me dieron!», pensó. «¡Pero debe haber sido pólvora, por el efecto que tuvo sobre mí!».
Después de unos segundos, abrió los ojos y vio en el suelo, a sus pies, el papel que había estado en su pecho y que debió caerse con sus movimientos. Eran en realidad dos papeles.
Los miró un momento. Uno de ellos era una nota manuscrita y el otro una forma impresa. Por algunos instantes, no le interesaron. Se concentró en su terrible dolor de cabeza.
«Debo salir de aquí», se dijo.
El sol estaba entrando a raudales por la ventana sin cortinas y supuso que había pasado ahí toda la noche.
Por fin, sujetándose aún la frente con una mano, se inclinó y levantó con la otra los dos pedazos de papel, para ponerlos frente a sus ojos.
El primero de ellos, escrito con letra masculina, tosca y grande, decía:
“Mi primer propósito, después de haberlo drogado, fue arrojarlo al río. Pero entonces pensé que morir ahogado era demasiado bueno para usted y, por tanto, ¡he hecho que el castigo sea digno del crimen cometido! ¡Y creo que lo logré!”
Kirkhampton”.
El Marqués miró la nota y volvió a leerla.
Así que era Kirkhampton quien había puesto droga en su clarete. Kirkhampton, que lo detestaba, y a quien él detestaba a su vez. Jamás le habría atribuido la inteligencia suficiente para hacer algo que lo humillara en forma tan efectiva.
—¡Maldito sea!— exclamó el Marqués en voz alta—. ¡Lo retaré a duelo aunque sea lo último que haga en mi vida!
Entonces, al mirar el otro papel que había levantado del piso, se quedó petrificado.
Por un momento, pensó que sus ojos debían estarlo engañando, y miró de nuevo. ¡Era un Certificado de Matrimonio con su nombre!
Decía, con toda claridad, aunque él no podía dar crédito a lo que estaba leyendo, que se había celebrado un matrimonio el quince de junio, que era la fecha del día anterior, entre “El nobilísimo Vallient Alexander, Marqués de Sarne, soltero; y Romana Wardell, soltera, habiendo oficiado en la ceremonia el Reverendo Adolphus Fletcher, Capellán de Su Majestad en la prisión de Fleet”.
—¡No puede ser cierto!— exclamó el Marqués.
Pero el certificado parecía estar en orden y sabía, cosa que recordó con un sentimiento de horror, que los capellanes que pululaban por la prisión de Fleet, eran capaces de celebrar cualquier ceremonia, a cambio de dinero.
Ahora estaba seguro de que, si un capellán de la prisión de Fleet, reconocido por la iglesia, había celebrado un matrimonio, la unión era válida.
El Marqués se puso de pie.
Tal vez, pensó, aquella era una broma que Lord Kirkhampton le había gastado para hacerle pagar por las ofensas que, según él, el Marqués le había infligido en los últimos años.
El primer incidente entre ambos había tenido lugar cuando el Marqués hizo notar ciertas irregularidades del jockey de Lord Kirkhampton en una carrera celebrada en Newmarket y, después de una investigación, el caballo de éste había sido descalificado.
Kirkhampton, furioso, le había dicho al Marqués, en términos precisos, lo que pensaba de él.
Desde entonces habían dejado de dirigirse la palabra en las muchas reuniones sociales en que habían coincidido, o en sus encuentros en el Club White.
En otra ocasión, ambos pretendían a la misma dama.
Era hermosa y coqueta, y con un marido que, aunque muy distinguido, tenía muchos más años que ella.
El marido pasaba largas temporadas enfermo y la dama en cuestión dividió sus favores, durante algunas semanas, entre el Marqués y Lord Kirkhampton. Como era inevitable en una situación así, el Marqués había ganado.
Le había exigido a la mujer que renunciara a su rival.
—Pero ambos me gustan!— había protestado ella.
—Pero esta situación no me gusta a mí— dijo el Marqués—. Tendrás que escoger, querida mía. Y, si prefieres a Kirkhampton, lo entenderé. Aunque lo sentiré mucho, porque esperaba invitarte a una fiesta que daré en Sarne.
Él sabía, al decir eso, que estaba inclinando la balanza en su favor.
La fiesta que iba a dar en Sarne incluía al Príncipe de Gales y sería una reunión muy divertida, no sólo por la presencia de Su Alteza Real, sino porque congregaría a toda la gente importante del beau monde.
—Dadas las circunstancias— había dicho sonriendo la dama al mismo tiempo que introducía su mano en la piel del Marqués—, Lord Kirkhampton, tendrá que cenar solo mañana en la noche.
Era una victoria sobre la cual el Marqués nunca había tenido la menor duda, pero Lord Kirkhampton, por supuesto, se había quedado lívido de furia.
Trató de desacreditar al Marqués hablando mal de él ante sus amigos, pero ‘éstos se concretaban a reír.
—Deja a Sarne en paz— le había aconsejado uno de ellos—. ¡Sin duda debe haber otras mujeres que tú puedas conquistar y otras carreras de caballos que ganar!
Kirkhampton, que era un hombre rencoroso y vengativo, había jurado que, algún día, el Marqués se las pagaría todas juntas.
—¡Me vengaré de usted muy pronto, Sarne!— le había dicho apenas un mes, antes, cuando el Marqués había adquirido un caballo que él también deseaba comprar, en una subasta celebrada en Tattersall’s.
—¿Quiere apostar a que no lo logrará?— le había contestado el Marqués en tono burlón.
Sin embargo, comprendió, al ver alejarse a su enemigo, que sus palabras sólo habían añadido leña a una hoguera que ya ardía con intensidad.
Ahora, Kirkhampton había cumplido su amenaza.
Pero no podía ser verdad lo que el certificado decía, se dijo el Marqués tratando de consolarse.
Sin embargo, no podía negar la preocupación que le causaba.