Los cuatro jinetes del apocalipsis - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Los cuatro jinetes del apocalipsis E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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"En ""Los cuatro jinetes del apocalipsis"" Blasco Ibáñez narra la historia de dos familias ideológicamente enfrentadas, los Desnoyers y los Von Hartrott, que combatirán en bandos opuestos en la Primera Guerra Mundial. La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte son los cuatro jinetes de los que el autor se sirve para representar el avance del horror y la desolación que desgarran la Europa inmersa en el conflicto bélico. La novela alcanzó tal éxito mundial que en 1921 ""The Illustrated London News"" afirmó que era el libro más leído del mundo aparte de la Biblia. Después llegarían las adaptaciones al cine de Hollywood de un relato que trasciende más allá de los límites cronológicos para denunciar la eterna propensión humana a las guerras.

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Akal / Básica de Bolsillo / 252

Vicente Blasco Ibáñez

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

Edición de: Emilio José Sales Dasí

En Los cuatro jinetes del Apocalipsis Blasco Ibáñez narra la historia de dos familias ideológicamente enfrentadas, los Desnoyers y los Von Hartrott, que combatirán en bandos opuestos en la Primera Guerra Mundial. La Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte son los cuatro jinetes de los que el autor se sirve para representar el avance del horror y la desolación que desgarran la Europa inmersa en el conflicto bélico. La novela alcanzó tal éxito mundial que en 1921 The Illustrated London News afirmó que era el libro más leído del mundo aparte de la Biblia. Después llegarían las adaptaciones al cine de Hollywood de un relato que trasciende más allá de los límites cronológicos para denunciar la eterna propensión humana a las guerras.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Imagen de cubierta

Detalle del cartel de la película Los cuatro jinetes del Apocalipsis del director Vincent Minnelli

© Ediciones Akal, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4553-3

Estudio preliminar

La génesis de un best seller

Durante muchos años, la figura de uno de los escritores españoles más internacionalmente conocidos se ha venido envolviendo de una serie de tópicos que parecen ser un lastre y una pesada herencia. Vicente Blasco Ibáñez ha sido descrito a la sombra de Zola, se le ha juzgado en función de sus gestos públicos y de sus ideas políticas, para terminar en el recuerdo de muchos en los extremos que separan la admiración más fervorosa y el juicio crítico más hostil. Y es que el novelista, pero también editor, periodista, diputado, aventurero o colonizador, valenciano fue un personaje tan polifacético que sus dimensiones humanas se han impuesto, para bien o para mal, a las cualidades, que son muchas, de su propia obra. Todo un conjunto multiforme compuesto por novelas, apasionados artículos periodísticos, crónicas de viajes, cuentos e incluso un infructuoso ejercicio teatral (El juez).

Cuando su producción literaria se revela tan pródiga y diversa, resulta ocioso pensar en una unidad estética y una limitación de miras. Blasco Ibáñez fue un escritor instintivo, más allá del predicamento que tuviesen en su tarea creativa las exigencias de la observación. A su vez, él es un hombre inquieto que se fija unas metas, pero al que las exigencias más inmediatas o los achaques de su afilada curiosidad redirigen su esfuerzo en una u otra dirección. Muchas serán sus ideas, sus proyectos, proclamados aquí y allá para reclamar la atención sobre sus escritos o sobre su propia figura. Sin embargo, al decir orteguiano, también cuentan las circunstancias. De forma que los embates de la realidad que le tocó vivir le sugerirán o le impulsarán hacia nuevos desafíos.

Hasta cierto punto, lo dicho se puede aplicar a la gestación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El escritor que ha logrado hacerse un lugar en el panorama literario español y extranjero con sus novelas ‘valencianas’ (un valencianismo que habría que entender con matizaciones precisas) y con sus novelas ‘sociales’, viaja como conferenciante a la Argentina, aunque también a otras naciones vecinas del Cono Sur. La inmensidad de una naturaleza que despierta en él resonancias míticas, los contactos políticos que consigue establecer, le animan a convertirse en moderno conquistador. Blasco Ibáñez abandonará la pluma durante unos años para tomar el hábito como colonizador. En el país hermano funda dos colonias: Cervantes y Nueva Valencia. Si algunos europeos, emigrantes en busca de una quimera, han podido establecerse en la Argentina y disfrutar de una fortuna considerable, ¿por qué no podrá convertir él en fértiles territorios unos dominios (en los que ha invertido mucho capital) casi desérticos (bastará leer La tierra de todos para comprobarlo)?

El desencanto de la política, ciertas cuestiones familiares y sentimentales, el atractivo del desafío son circunstancias que conducen a esta transformación en agricultor de Blasco Ibáñez. Hasta que la evidencia, hasta que los imperativos de un medio contra el que litigaron sus propios personajes de ficción (la mayoría de ellos con un referente de carne y hueso), dan al traste con su aventura. Un cambio en el Gobierno argentino y la imposibilidad de afrontar los préstamos que ha tenido que solicitar, hacen imposible prolongar por más tiempo el proyecto inicial. A principios de 1914, compromete sus bienes para liquidar sus colonias argentinas.

Blasco regresará a Europa empobrecido, decepcionado, pero con un bagaje imaginativo que piensa plasmar de inmediato. Su contacto con el Nuevo Mundo ha disparado, de nuevo, la intención de escribir. Y en su cabeza ya laten una serie de ideas de lo que serán en el futuro argumentos y novelas sobre Buenos Aires, sobre los antiguos conquistadores. La capacidad de su mirada para registrar materias novelables y sus aficiones históricas, procedentes de sus mismas lecturas juveniles, figuran como equipaje en la maleta del que quiere emprender un ciclo narrativo del que será pórtico la mal llamada novela Los argonautas (1914).

Claro que las cosas no siempre suceden como uno las desea. De regreso de América, con rumbo a París, Blasco coincide con otros pasajeros que, luego, figurarán como secundarios en Los cuatro jinetes, y que como él se dirigen hacia una vieja Europa que vive los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Lo que ocurre desde su desembarco del vapor alemán König FriedrichAugust es lo que algunos de sus biógrafos nos han contado y aquello que el propio novelista confesará en el prólogo a su edición del libro en 1923.

Cierto que Blasco Ibáñez se enfunda otra vez el traje del periodista que siempre fue, y que a partir del 20 de septiembre de 1914 el diario El Pueblo empieza a publicar sus crónicas sobre ese dramático conflicto bélico. Cierto que su implicación con la causa francesa estará en la base de su Historia de la guerra europea de 1914, proyecto que empieza a ver la luz el 17 de noviembre del mismo año y que vendría a recopilar en nueve volúmenes una serie de cuadernos editados semanalmente. Y no sólo escribe a favor de una causa, sino que trata de publicitarla como apóstol en España. El 10 de junio de 1915 llega a su país de origen, donde existe una disparidad de criterios a propósito de las naciones involucradas en la gran contienda: germanófilos y francófilos. En ese ambiente, Blasco arriba a Valencia y su estancia es brevísima, aunque menos accidentada de lo que va a serlo su llegada a Barcelona, secundada por grandes disturbios de los enemigos del que para el escritor fue el país de la libertad y la revolución.

Es en este contexto donde cabe ubicar el germen de Los cuatro jinetes, novela que el propio Blasco definirá como un servicio a la causa francesa y, más concretamente, en el citado prólogo de 1923, como su respuesta a la invitación que le formuló el presidente Poincaré. Según nos cuenta, en una entrevista personal con este último, recibió el siguiente encargo: «Quiero que vaya usted al frente –me dijo–, pero no para escribir en los periódicos. Eso pueden hacerlo muchos. Vaya como novelista. Observe, y tal vez de su viaje nazca un libro que sirva a nuestra causa». No existe duda alguna sobre el encuentro de ambos personajes, del mismo modo que resultan verídicas las gestiones que realizaron las instancias gubernamentales francesas para que Blasco pasara ocho días en el frente, viviendo en el cuartel general de Franchet d’Esperey y visitando Reims.

Ahora bien, la gestación de la novela no fue tan simple, ni debemos aceptar a pie juntillas todo lo que nos dice el escritor, erigido en soldado de la «pluma» y elegido como el rapsoda de una crónica donde la tragedia podrá alcanzar tonos épicos. Sin necesidad de falsear la realidad, Blasco orienta su discurso según sus destinatarios y, al igual que lo hará en muchas otras ocasiones, aprovechando la situación para autopromocionar su figura. En noviembre de 1915 empieza a escribir su novela, pero hasta llegar a ese instante concreto el escritor ha tenido que sortear diversas incertidumbres que morigeran el talante idealista de su proyecto narrativo y ponen sobre el tapete unas constantes personales que fueron igualmente decisivas.

Miguel Herráez ha transcrito, en varios lugares, una buena parte de la correspondencia postal que Blasco sostuvo con Sempere y Llorca, con quienes colaboraba directamente en los proyectos editoriales de la casa Prometeo. Gracias a estas cartas, podemos comprobar de inicio que el novelista no se lanzó a la composición de Los cuatro jinetes para atender las recomendaciones de Poincaré, así como tampoco era este proyecto la única prioridad que manejaba. Según se ha dicho, a su regreso de la Argentina, Blasco ha visto comprometida seriamente su economía, de forma que el periodismo y la literatura siguen siendo para él instrumentos para poder garantizar, como mínimo, su propia subsistencia. Así las cosas, en una epístola fechada en 1915, les expone a sus colaboradores una idea editorial de la que se pueden obtener beneficios seguros. Se trata de Las tragedias de la guerra:

¡He pensado una gran novela popular, una especie de novela histórica, interminable, todo lo larga que se quiera, sobre la guerra actual, en la que saldrán el káiser y todos los suyos […]. Pasará en Alemania, en Inglaterra, en Bélgica, en Francia, en Serbia, en los Dardanelos. Habrá ciudades incendiadas, fusilamientos, raptos, violaciones, palos, tiros, cuchilladas, ¡la descojonación! El folletín más estupendo que se habrá hecho… y más disparatado, aunque siempre en forma literaria y con emoción artística […]. Inútil es decir que esta novela no la firmaría. Inventaremos un autor inglés o francés, y al anunciarla diremos que está consiguiendo en toda Europa un éxito monumental […]. Hay que buscar el éxito de la antigua novela por entregas (1998b, p. 85).

Quien se expresa de ese modo no es el insistentemente catalogado como escritor naturalista (para esas fechas aquello ya era harina de otro costal), sino el editor, el hombre que conoce las potencialidades de una obra para hallar fácil acomodo y difusión en un mercado internacional. Incluso resulta ilustrativo que él mismo proponga disfrazar su autoría bajo una identidad falsa: ¿estaría en entredicho su reputación si intentase un folletín basado en las «tragedias» de la guerra? En cualquier caso, cuando se plantea esta historia, sus razones trascienden lo meramente literario y, por supuesto, el compromiso ideológico, para converger en una necesidad que, a continuación, pasa a reseñar:

Mi situación es la siguiente.

Yo además de la Historia puedo hacer otra cosa, pues no quiero escribir más para periódicos. Esto quiere decir que puedo dedicar la semana entera a la casa editorial.

¿Qué conviene más? ¿Hacer la Historia y además novelas serias, novelas artísticas firmadas por mí, como Los cuatro jinetes del Apocalipsis y otras? ¿O es mejor dejar esto para más adelante y hacer al mismo tiempo que la Historia inmediatamente, todo este folletín semanal que gustaría mucho a la muchedumbre y en el que amparado en el anónimo soltaría toda mi fantasía? […]. Lo que necesito es dinero para vivir (1998b, pp. 86-87).

Esto es, Blasco Ibáñez tiene en mente la idea de Los cuatro jinetes y otras novelas serias y «artísticas», pero sus exigencias más básicas le hacen contemplar también otras alternativas. El idealismo no es incompatible con una visión más pragmática de la escritura, expresada a veces con la frialdad del empresario que domina como nadie las técnicas del marketing. En este sentido, más allá de las dramáticas consecuencias de la contienda, ésta puede convertirse en un verdadero filón. Es lo que sugieren sus palabras, en una carta fechada entre 1914 y 1915, en la que presume que la duración de la guerra va a ser más larga de lo esperado:

La guerra va a ser, según parece, más larga de lo que yo mismo me imaginaba. Además de después que termine la guerra, ésta será objeto de conversación durante muchos años, y no pasará la oportunidad de publicar novelas sobre ella (1998b, p. 96).

Si bien, tal como lo demostrará fehacientemente el argumento de Los cuatrojinetes, Blasco Ibáñez se sentía implicado en el destino de los acontecimientos y jamás deberá cuestionarse la sinceridad de sus denuncias contra el pangermanismo, la creación debe redundar en algo más que un compromiso entusiasta y etéreo. Por eso, las expectativas que esperaba consumar a través de sus relaciones con miembros del Gobierno francés tienen un componente práctico al que no puede sustraerse el autor: el mismo que confía a sus socios valencianos la inminencia de su entrevista con Poincaré en un documento sin fechar:

El próximo miércoles a las 5 de la tarde estoy citado con Poincaré, presidente de la República, que me dará audiencia. Me acompañará Marcel Sembat, ministro de Trabajos Públicos.

Voy a ver si me encargo de la propaganda antialemana en España y América. Como comprenderán algo va a ganar la Historia con esto, y algo va a ganar la casa: cuanto menos, nuevas máquinas para grandes tiradas en el porvenir (1998a, p. 111).

Una vez ya ha tenido lugar el esperado encuentro, el novelista vuelve a dirigirse a los gestores de Prometeo. Su relación es sumamente interesante, pues desvela cada uno de los artificios verbales e incluso materiales que ha tenido que hacer para atraerse la complicidad del presidente francés. Si a ello se le añade la capacidad de Blasco para ufanarse de su reputación literaria, el documento habla por sí solo:

Estuve ayer con Poincaré cerca de una hora de visita. Muy amable: extraordinariamente amable: y eso que es muy serio y nervioso.

En la entrevista casi no hicimos más que hablar de mí. Resulta que me conoce mucho, pues es antiguo amigo de mi traductor Herelle, y que ha leído Arenessanglantes.

Le presenté los 8 cuadernos de la Historia en una carpeta cojonuda, con letras doradas que le hice preparar a un encuadernador y me costó 5 francos. Le gustó muchísimo la obra: le llamó la atención que esto pudiese hacerse en España. Estos franceses son así.

Yo le hablé de la gran fuerza e importancia de nuestra casa editorial como instrumento de difusión y propaganda, de los muchos corresponsales que tenemos en España y América, etc. etc., y dije que la casa y yo estábamos a las órdenes de la República francesa, para trabajar por la causa de la libertad y la civilización. Él lo agradeció muchísimo.

Por esta vez no quise decir más. Es un hombre muy listo y hay que avanzar con él paso tras paso. Pero ya están puestos los cimientos para algo grande que puede venir después (1998a, pp. 112-113).

¿Fue acaso durante esta entrevista cuando Poincaré le animó a emplearse a fondo en la redacción de una novela propagandística? A través de los fragmentos seleccionados de su correspondencia, puede advertirse nítidamente la intención del escritor de ganarse el favor del Gobierno galo. Un favor que debería repercutir en el logro de «algo grande que puede venir después». El lector avisado intuye el cariz de tales beneficios. Lo único evidente es que Blasco Ibáñez declara, de manera constante, tener unas urgencias pecuniarias que le obligarán a precipitar la redacción de Los cuatrojinetes para buscar de inmediato su difusión. Las circunstancias mandan:

Yo he empezado ya a escribir la novela Loscuatro jinetes delApocalipsis. Es tan interesante y tan movida que estoy gestionando por medio de la Renée a ver si la puedo meter de folletón en un gran diario de aquí.

Les advierto que la escribo para sacar dinero con que vivir, así que hay que contar con que necesito que me envíen todo el producto íntegro (1998b, p. 99).

Cierto que Blasco Ibáñez empezó la redacción de la que, a la postre, sería su obra más internacional en unas condiciones bastante penosas. Él mismo lo subrayará en su citado prólogo: «Nunca trabajé en peores condiciones. Tuve las manos y el rostro agrietados por el frío; usé zapatos y calcetines de combatiente, para sufrir menos los rigores del invierno». Y esas circunstancias inclinaron a Camilo Pitollet, uno de sus primeros y más fervorosos biógrafos, a comparar su labor con la legendaria tradición que especulaba con el hecho de que Cervantes empezó y quizás imaginó su famoso Quijote «en una cárcel en Sevilla» (1921, p. 163). Más allá de esta imagen transida de romanticismo, las penurias por las que atravesaba el escritor nos sitúan en una tesitura más pragmática, que no es óbice para rechazar el espíritu ideal que traspasa su novela. Más bien, la decisión final de escribir esta obra, después de diversas vacilaciones, alude a las luchas personales que asaltaron a Blasco Ibáñez y condicionaron su tarea creativa. El trabajo de un personaje inquieto que igual reivindica sus ideales como brega directamente con la falta de recursos o se abalanza enseguida tras cualquier aventura que le catapulte a la fama.

En febrero de 1916, aproximadamente cuatro meses después de haber iniciado la redacción de Los cuatro jinetes, la obra ya está lista para mandarla a las prensas. Dos semanas más tarde, el 16 de marzo, comienza a publicarse en folletín en el Heraldo de Madrid. Blasco se impone un ritmo frenético para su oficio y para la difusión de sus obras. Necesita comunicar sus invenciones para servir una causa, pero también para obtener unas recompensas más palpables. Por eso no es de extrañar que, mientras desde Valencia la editorial Prometeo corrige pruebas de aquello que el escritor ya ha perfilado, el novelista busque otros cauces artísticos para transmitirlo. Complacido con la oportunidad que le brindan en Francia, manda una carta a Sempere y Llorca exigiéndoles una respuesta inmediata. La razón es ésta:

Están aquí escribiendo un argumento para hacer una gran cinta cinematográfica de los 4 jinetes, que tal vez se encargue el Gobierno francés de exparcirla (sic) por todo el mundo. La van ha (sic) hacer con tan gran aparato haciendo desfilar regimientos enteros, si es preciso. Será una visión verdadera de la guerra.

Yo he ido entregando al que va haciendo el argumento de la cinta todas las pruebas dobles que Uds. me enviaron. Pero como sólo he recibido hasta el capítulo de Gruta santa IV de la 2.ª parte, no he podido darles más (1998b, p. 110).

Del mismo modo que se cruzó en su camino el proyecto de las colonias argentinas, estas líneas dejan constancia fehaciente de que el cine también seduce el ánimo de Blasco. Y si tal epístola data de 1916, el estreno de la adaptación fílmica de Sangre y arena en el Hipódromo de París el 14 de abril de 1917, así como el anuncio de visitar Valencia cuatro meses después para ambientar la versión cinematográfica de Florde mayo, abren una nueva línea de trabajo para nuestro inquieto novelista. Todo ello mientras la Primera Guerra Mundial continúa sembrando de cadáveres los campos de la vieja Europa. ¿Cómo era posible que un solo hombre pudiese estar escribiendo, sin tregua aparente, Mare Nostrum al tiempo que se dejaba embrujar por el hechizo del arte cinematográfico? Seguramente, la cuestión es excusa para una respuesta futura.

Una novela en la encrucijada de una narrativa peculiar

Los cuatro jinetes del Apocalipsis forma parte, junto a Mare nostrum (1918) y Los enemigos de la mujer (1919), de un ciclo novelístico basado en los dramáticos sucesos de la Primera Guerra Mundial. Como él mismo decía a sus «socios» valencianos, eran éstas las novelas «serias» con las que iba a retomar el pulso interrumpido de la creación después de su aventura americana. Y lo hizo, según dice un autor anónimo, inspirándose en un acontecimiento de universal transcendencia (1928, p. 230), una elección temática que, teóricamente, supondría un antes y un después en la trayectoria literaria de Blasco Ibáñez. Sin duda alguna, el escritor amplía el horizonte espacial frente al que se ubican sus personajes, al mismo tiempo que los efectos y repercusiones de su argumento implican a una colectividad infinitamente más populosa que aquellas novelas, pongamos por caso La barraca o Cañas y barro, para las que, de modo general, se ha propuesto una filiación, incluso, costumbrista. Pero más que constituirse como una obra divisora de dos fases creativas, Los cuatro jinetes va a prolongar una evolución dinámica, paralela a la propia biografía del escritor, que tiende a ensanchar el campo de miras del universo narrador. Así como la vocación personal de Blasco es valenciana y, en progresión ascendente, se hace española, destila mediterranismo y americanismo, y aspira a la universalidad, sus títulos se transformarán en entidades concéntricas superiores. Detrás de ellas, búsquese, según las expectativas de cada lector, si en el ánimo del novelista había simplemente un afán de reconocimiento internacional o también cabría especular con un profundo humanismo ideológico.

Los cuatro jinetes es un hito, un nuevo tramo, dentro de un proceso que no renuncia, tal como se dirá, a viejos motivos y fórmulas compositivas, y abre posibles vías que su autor va a transitar en lo sucesivo. Bastaría con hacer un repaso de los cuentos ambientados en los desastres de la gran conflagración mundial, y que Blasco Ibáñez recopila en El préstamo de la difunta y otros relatos (1921), para cerciorarse de la similar factura que guardan determinados personajes y situaciones, que bien parecen trasvasados de la forma breve del cuento a la novela, o bien se consumarán, en sentido inverso, como la perpetuación novelesca de aquellas ideas que se fijan en la memoria del escritor y jamás desaparecen. Léase El monstruo, para comprobar la similitud entre la frívola existencia de su pareja protagonista con las aficiones de ese otro dúo formado por Julio Desnoyers y Margarita. En ambos casos la guerra impondrá un giro brutal a sus aspiraciones más íntimas. Y si a estos cuatro les golpea la tragedia, hay otro drama más punzante que excede los límites de cada una de las víctimas para prenderse en sus familiares, en aquellos que buscan un sentido a la vida tras la pérdida de sus hijos, de sus nietos… Así se cuenta en El empleado del coche-cama y en La vieja delcinema, historia esta última donde la anciana protagonista confía, al igual que Marcelo Desnoyers, en la invulnerabilidad de su nieto ante las balas y las bombas: «Me imaginaba que sólo los otros hombres podían morir, ¡pero mi Alberto!…» (1998, p. 171). El terror y la amenaza palpable de la muerte alimentan las ilusiones falaces. Y, a su vez, disparan los resortes del heroísmo y la abnegación, como ocurre en El beso, o también en Las vírgenes locas con esas dos hermanas que lo abandonan todo para auxiliar a los heridos y que recuerdan a Margarita[1].

De acuerdo con los manuales, el arte de Blasco Ibáñez evidencia muchos rasgos de ese realismo documental, tamizado y reorientado por el naturalismo zolesco, influjo al que habría que añadir muchos otros aportes (la literatura folletinesca, el romanticismo, ciertas maneras impresionistas…), sin obviar la experiencia propia ni el carácter intuitivo que él mismo declara consustancial a su temperamento. A partir de estas coordenadas, podrían explicarse algunas características de Loscuatro jinetes. La más evidente, su relación directa con los acontecimientos narrados, de los que dará un testimonio preciso. Además, deberemos señalar que, a pesar de que el propio Blasco lo niegue, existe en sus escritos una manifiesta tendencia al aprovechamiento de materiales previos, sin que tal costumbre comporte una valoración peyorativa. Si uno de los imperativos de los múltiples viajes que el autor realizó por las más diversas latitudes era el de familiarizarse con el terreno que, poco después, pisarían sus personajes[2], resulta lógico que gran parte del acarreo documental que sustenta la recreación histórica del ambiente de esta novela proceda de sus artículos periodísticos a favor de la causa francesa y, sobre todo, de su Historia de la guerra europea de 1914.

A buen seguro, un cotejo detenido entre su magna empresa cronística y Los cuatro jinetes depararía sorprendentes hallazgos textuales, en forma de paralelismos incluso en la reproducción de ciertos pasajes en estilo indirecto libre[3], que reflejan la imposibilidad de establecer una frontera nítida entre el Blasco Ibáñez periodista que noveliza y el Blasco literato que observa la realidad con objetiva precisión o le infunde un impulso polémico similar al de sus artículos de opinión. Esta comunidad de facetas y de objetivos, unida al hecho de que el escritor conoció de primera mano todo aquello que ocurría en el París alarmado por la llegada inminente de las tropas alemanas y que, por ejemplo, durante su visita al cuartel general de Franchet d’Esperey, estuvo una noche, del mismo modo que también lo conseguirán Marcelo Desnoyers y el senador Lacour, en una trinchera a pocos metros del enemigo, contribuirán a dotar los pasajes descriptivos, y también narrativos, de la novela de una actualidad propia del reportaje más fresco, vivo y directo. Una fisonomía que puede ser considerada en un doble sentido: para el lector que demanda una información exhaustiva y pormenorizada de los sucesos acaecidos, el texto no le defraudará en ningún instante; sin embargo, la acumulación de datos, de referencias puntuales supone, a su vez, un serio riesgo para la naturaleza artística del relato. Y tal inconveniente alcanza un protagonismo en algunos capítulos de la primera parte de la novela, cuando la crónica se conjuga con el acopio de datos de variada índole que van manejando los personajes para defender su postura a favor o en contra de la guerra. Entonces el discurso se torna reflexivo, dialéctico y, en suma, abiertamente maniqueo, y Blasco nos muestra unos procedimientos que utilizará años después en esas novelas bautizadas con el calificativo de «evocativas» (En busca del gran Kan, El papa del mar, A los pies de Venus). En títulos donde los personajes atesoran una cultura impresionante y sus diálogos versan sobre cualquier aspecto (literario, histórico, filosófico o musical) que fuera del interés de un escritor cuya formación libresca, fundamentalmente autodidacta, era tan notoria como su misma personalidad.

Estructura

En un principio, desde la misma distribución de los capítulos, la novela aparenta un intento de buscar el orden dentro del gran caos que llevó aparejado la Primera Guerra Mundial. Aunque no siempre con un rigor matemático, Blasco suele optar por una división externa en diez capítulos y, en casos como Los cuatro jinetes, recurre a establecer tres partes con cinco capítulos. Este esquema aparentemente simétrico, derivado, quizá, de la meticulosidad con que el autor se preocupa por el aspecto editorial de sus obras[4], se acopla a un primer bosquejo estructural del argumento. Esto es, la primera parte desarrolla los prolegómenos de la contienda internacional y analiza las causas de su estallido a partir, muchas veces, de un contraste de puntos de vista, como el que van a representar Hartrott desde el bando germano y Argensola y, especialmente, el ácrata Tchernoff, desde la órbita aliada. La naturaleza de la materia exigirá de un apoyo ideológico concretado en citas y referencias con carácter argumentativo. El segundo bloque pasa a relatar la partida de los soldados franceses de París tras el inicio de las hostilidades bélicas y tiene su punto más álgido en la narración de la batalla del Marne. Por último, la tercera parte anuncia la participación en el conflicto de Julio Desnoyers y se remontará hasta la tragedia personal y familiar de los protagonistas.

Hasta ahí presumimos que la sucesión de los hechos derivará en una linealidad estructural. Afirmarlo sería algo demasiado simple. La novela empieza in media res, digámoslo otra vez: como La barraca, como Cañas y barro, con el regreso de Julio Desnoyers de la Argentina adonde ha viajado en busca de fondos para solventar su futuro sentimental. El lector intuye el relato de una historia de amor. Pero las cosas cambian ya en el segundo capítulo, cuando después de plantearse la proximidad de una guerra a gran escala, el narrador vuelve la mirada hacia atrás en el tiempo y nos sitúa en las grandes llanuras argentinas para trazar una genealogía que cuenta como miembro casi venerable al centauro Madariaga. La historia de un clan familiar que emparienta con un francés, Marcelo Desnoyers, y un alemán, Hartrott, y que, tras la muerte de Madariaga, nexo de unión de la saga, va a desmembrarse en una dualidad paralela a la que opone en Europa a dos países rivales. El discurso recobra el pulso temporal cuando las dos ramas de la familia retornan a las naciones originarias de los respectivos esposos. La guerra está más cerca. Los amores de Julio Desnoyers y Margarita siguen despertando las expectativas lectoras. No obstante, la existencia personal y familiar de los personajes se verá absorbida por una fuerza superior que les irá vapuleando. Hay un antes y un después de la guerra. Y en ese después las trayectorias individuales pasan a un segundo plano, porque unas circunstancias más inmediatas exigirán de una toma de partido concreta. La necesidad de la supervivencia, de la defensa del orgullo amenazado y de otros valores más etéreos y admirables como la libertad están en juego. Todo lo demás quedará supeditado a ello. Incluso los protagonistas declinan su responsabilidad actancial para transformarse en testigos, en observadores de una tempestad que los empuja en medio del sinsentido de la guerra.

Los personajes son, en cierto modo, el vehículo utilizado por el narrador para plasmar su reportaje. A través de sus ojos nos asombramos de las atrocidades de la batalla y podemos calibrar cómo pudo reaccionar cualquier francés de aquellos tiempos, cuyos sueños se vieron interrumpidos, cuando no mutilados de raíz, por una realidad de la que eran víctimas identificables con las criaturas ideadas por el autor. En este sentido, en el del papel de los personajes como entes que ilustran las consecuencias de la guerra, la novela deja traslucir la presencia de motivos que Blasco Ibáñez ya frecuentó con objetivos bien distintos. No en balde se han venido citando textos como La barraca y Cañas y barro.

Con respecto a la primera de las novelas, no se sugiere ninguna afinidad entre el escenario de la huerta valenciana y la geografía teñida de sangre de Los cuatro jinetes. Incluso la problemática que rige en aquélla, ese aire de revuelta callada de los campesinos frente a sus amos, nada tiene que ver con un conflicto que excede las dimensiones del individuo. Sin embargo, para apuntalar la oposición entre la Francia invadida y una Alemania que aspira al dominio mundial, Blasco impone, explícitamente, a su relato una dinámica donde quedan marcadas las diferencias entre los dos bandos. El autor se expresa con nítida tendenciosidad, enfatizando los tonos cromáticos que singularizan a cada bloque. El Batiste considerado por el colectivo huertano como intruso y ladrón, por entrometerse en unas tierras abandonadas que son el símbolo de la hostilidad de los arrendatarios frente a sus señores, excede a los demás en esfuerzo y nobleza. Hacia él apunta la simpatía autorial, del mismo modo que en Loscuatro jinetes recaerá en esa Francia que, por instantes, deja de ser un Estado para transformarse en la patria de la libertad y de los derechos humanos.

Semejanza muy débil, cierto, si no fuera acompañada de otras maneras de presentar la realidad novelesca que fluyen como ríos paralelos. Así donde la barraca maldita se yergue en símbolo de una problemática donde la lucha por la supervivencia adquiere tintes míticos, la gran guerra europea vendrá a engrasar un mecanismo cíclico de violencias a través de una imagen metafórica que, según se verá, emplea el autor para trascender la anécdota inmediata y pulsar las cumbres de la reflexión filosófica. Muy distintos en su argumento, no se olvide tampoco cuál es la causa por la que el pacífico Batiste se pasea al final de su historia por la vega valenciana escopeta en mano y se enfrenta con Pimentó, cabeza visible del colectivo hostil a la familia protagonista. En este caso, la cuestión de la supervivencia obliga a la respuesta armada, de manera similar a como los desfiles de las tropas en el París de la época, descritas con épica admiración, se consolidan como la respuesta justa y necesaria ante la agresión de un pueblo autoritario como el alemán.

Y los hipotéticos resabios de novelas previas vuelven a reaparecer en Los cuatrojinetes desde el momento en que nos encaramos con una historia donde tiene un papel fundamental la genealogía. Recordemos la trascendencia que dicho asunto posee en Cañas y barro, un relato donde cada miembro de la saga familiar de los Paloma encarna una forma de pensar, donde cada generación puede vincularse con una etapa específica de la evolución humana. Allí, el viejo tío Paloma ejemplificará una ambigua edad de oro, vinculable con el estado nómada, de cazador, del hombre. Su hijo Toni, en su ímprobo esfuerzo por convertir una laguna en tierras de cultivo, vendrá a ser la imagen del hombre recolector, mientras que el nieto, el ocioso Tonet, testificará con su conducta un retroceso en la evolución del linaje que frustre su natural progreso. Tres épocas a partir de un relato genealógico, planteadas de forma ligeramente distinta en la progresión que arranca desde el centauro Madariaga, sigue con Marcelo Desnoyers y llega hasta Julio. Un proceso generacional el de Los cuatro jinetes donde el instinto de ruptura con lo anterior aparece matizado desde el instante en que Marcelo Desnoyers lava su sentimiento de culpa, por haber huido de Francia momentos antes de la Guerra Franco-Prusiana, a través del heroísmo militar de su hijo. Aun así, aun considerando que la muerte de Julio Desnoyers es un sacrificio por la patria, el dramático final, con la escena del padre inquiriendo el sentido de su existencia ante la tumba de su hijo, no cesa de rememorar ese otro fatídico desenlace en que el tío Toni entierra a Tonet en sus campos de la Albufera[5]. ¿De qué les ha servido tanto esfuerzo a los padres?

Personajes

Por lo general, se suele esgrimir que los personajes de Blasco Ibáñez están faltos de psicología, de una profundidad que los humanice más allá del tipismo. Si ello fuera así, habría razones de sobra para justificar el supuesto talante arquetípico de tales criaturas novelescas. Hemos de decir, por ejemplo, que en muchos casos el desarrollo de la trama se impone a su propia caracterización y, otras veces, los personajes son el instrumento a través del que se esboza determinada problemática o incluso concretan el mensaje que subyacerá finalmente a la historia. De lo que no existe duda alguna, es de la capacidad del autor para singularizar a sus criaturas en una diversidad social incuestionable.

Merced a sus facultades como agudo observador, Blasco Ibáñez trasladó a sus páginas personajes conocidos y corpóreos ajustándolos con total naturalidad a las exigencias de la historia. El mismo novelista informa en el prólogo a Los cuatro jinetes sobre la correspondencia entre los personajes que regresan desde la Argentina con Julio Desnoyers, según detalla el capítulo inicial, con otros muy similares con los que él convivió en una travesía con idéntico punto de partida e idéntico destino. Aún más, José Luis León Roca, uno de los biógrafos más certeros del escritor, subrayará el parentesco existente entre el hijo de Blasco y el protagonista de la novela:

Julio César permaneció en París, durante algún tiempo. Fue el hijo predilecto, tanto por su carácter audaz como por la simpatía que derrochaba. A Julio César le cupo la satisfacción de poner de moda el tango argentino en una ciudad que no perdía, a pesar de la guerra, su amor a lo exótico (41990, p. 453).

Es posible que el escritor quisiera verter sus propias inquietudes eligiendo como modelo a uno de sus vástagos. Cuando menos, la elección ayudaría a apuntalar el efecto realidad que tan consustancial es a su narrativa. En todo caso, la naturaleza de los contenidos a dilucidar es un imperativo supremo que condicionará la entidad e incluso la libertad de movimientos de los personajes. En otros términos, la existencia de estos entes ficcionales estará supeditada a unas necesidades de índole narrativa. No es casual que las hijas de Julio Madariaga se casen, respectivamente, con un francés y con un alemán. La ramificación de la descendencia familiar en dos troncos le permitirá al narrador observar el conflicto bélico desde dos posiciones, dos perspectivas antagónicas, cuyas ideologías contrastarán desde los inicios de la contienda hasta un desenlace igualmente fatídico para ambas partes. Y ese papel conductor que desempeñan los personajes novelescos se pondrá igualmente de manifiesto cuando la mirada omnisciente tenga que desplazarse a través de una geografía en guerra. Entonces el viaje de Marcelo Desnoyers a su castillo de Villeblanche sur Marne ubicará al lector frente a uno de los episodios más señalados de la Primera Guerra Mundial. O cuando el Gobierno francés se traslade a Burdeos, Julio Desnoyers seguirá una ruta muy parecida en busca de su amada Margarita.

Teniendo en cuenta el carácter testimonial de la obra, considerando que el autor no se propone en ningún momento alterar la dinámica de unos sucesos que se ajustan a la historia verdadera, los personajes, ficciones al fin y al cabo a pesar de sus posibles referentes reales, serán los que se amolden al discurrir de los hechos. Puesto que, además, una de sus principales funciones es la de demostrar las repercusiones del conflicto armado en unas familias, los Desnoyers y los Hartrott, que podrían corresponderse, ahora sí que la abstracción implicaría su tipismo, con cualquier familia de la época vapuleada por los horrores de la guerra.

La peripecia individual, por tanto, es el mecanismo para transformar la historia en sustancia novelesca. Así los personajes adoptarán roles diversos, pero siempre a expensas de unas directrices externas. Están para debatir sobre la conveniencia o no de la guerra, para verla muy de cerca como testigos presenciales[6] o para experimentar en sus propias carnes las consecuencias de una problemática que no deja insensible a nadie y ante la cual hay que tomar una decisión inmediata. Todo ello no significa que cada uno de los personajes no manifieste un empaque preciso que lo distingue. Blasco Ibáñez sabe dibujarlos con unos trazos caracterológicos, a veces sobrepujando un rasgo, un vicio o una virtud, que no sólo los representa, sino que les otorga su individualidad.

Julio Madariaga, figura de «carácter insufrible» y fácilmente irritable, encarna uno de los temas que más le preocuparon a Blasco por aquellos años: la emigración. El centauro abandonó su Castilla natal para buscar fortuna en la Argentina. Y la obtuvo como rico estanciero, después de haber peleado con los indios cuando los colonos intentaban expandir los límites agrícolas desde Buenos Aires hacia el Sur. Viene a representar los intereses de las primeras oleadas de emigrantes europeos en una tierra que, al decir del autor, iba a ser, tal como reza el título de una novela posterior, «de todos». Despótico, brusco, violento, con una moral patriarcal según la cual la esposa y las hijas apenas tienen opinión, es un hombre hedonista y satisfecho de la paz adquirida. Quizá por ello recela de Karl von Hartrott, al que arrima a su estancia como un favor personal a una amante que tuvo en Buenos Aires. Y es que el instinto sexual, asumido con una libertad que no admite los reparos de la etiqueta social ni las normas religiosas, le convierte en un antepasado literario del célebre Pedro Páramo, con quien puede competir en la prolija descendencia que ha ido «adoptando» en su estancia.

Con sus defectos y virtudes el centauro Madariaga se torna a los ojos del narrador como criatura entrañable[7] y cuya actitud ante la relación sentimental entre su hija Elena con Karl pone en marcha el orden maniqueo que distribuirá a los protagonistas en dos facciones netamente diferenciadas.

De un lado, Marcelo Desnoyers, marido de Luisa (Chicha) y padre de Julio y Chichí. Del otro, Karl von Hartrott, esposo de Elena y padre de una prole a la que, intencionadamente, el autor apenas le otorga un distintivo onomástico y actancial. Francia y Alemania unidas por lazos sanguíneos que la guerra romperá, porque las fuerzas, los resortes ideológicos, que alientan a sus espaldas van a resultar irreconciliables.

El novelista tiene muy claras sus intenciones. Su proyecto literario debe ser dialéctico, porque el compromiso con la causa es anterior a la génesis de la ficción. De ahí, los perfiles diferenciales de los Desnoyers y los Hartrott. Y eso que cuando los primeros van desarrollándose en el discurso su actuación dista de la ejemplaridad que podría exigírsele al grupo, llámesele, privilegiado. Marcelo Desnoyers aparece vinculado, significativamente, con el año 1870. Es entonces cuando abandona su Francia natal para no participar en la guerra contra los ejércitos del canciller Bismarck. Si se embarca con rumbo a la Argentina, es algo que deriva del puro azar. Pero el recuerdo de sus deberes patrióticos le perseguirá tras el estallido de la Guerra Mundial con la urgencia de la culpa que debe ser expiada. Por lo demás, señálese que es un personaje que goza del aprecio –muy pocos pueden decir lo mismo– del centauro Madariaga, por su fortaleza de carácter. La misma que lo conduce a ayudar a sus cuñados, Karl y Elena, cuando su suegro no los acepta en el clan familiar y que constituye otro guiño al lector sobre la superioridad moral del francés. Del hombre tranquilo que, a su regreso a Europa, alimenta su ociosidad con unas actividades a partir de las cuales fluye el humor al discurso. Mientras Madariaga llenaba su estancia de ganado pedigree y de tantos hijos ilegítimos como aventuras gauchescas acometía, Marcelo, tan riguroso con la economía doméstica, se precipitará en las subastas para llenar, primero, su piso y, luego, su castillo, de una impresionante cantidad de objetos obtenidos a precio de saldo.

La hipérbole identifica al yerno con el suegro momentáneamente, pero la vieja herida de Marcelo jamás hubiese cicatrizado de no tener un hijo. Claro que la cuestión no es tan simple. Julio repite en su comportamiento muchos de los rasgos de otros personajes blasquianos. Es bravucón y pendenciero como el Tonet de Cañas y barro, o el personaje homónimo de Flor de mayo. La inclinación hedonista de su abuelo ha calado en él y se resuelve en un carácter indolente, sin oficio ni beneficio, dedicado a la pintura sin aptitudes para el arte y cuyo éxito más sonado será su destreza para el tango. Más allá de eso, una existencia frívola, salpicada de aventuras amorosas, que lo enemista con su padre. Para que la situación cambie, tendrán que pasar dos cosas: que empiece la guerra y que Julio vea zarandeados sus propósitos matrimoniales con Margarita. Cuando esto ocurre, cuando su amante que iba a divorciarse se cerciora del heroísmo de su esposo, decide no abandonarlo y renunciar al amor por un fin noble. Será esta elección la que impulse a Julio Desnoyers a tomar partido en un conflicto en el que, teóricamente, no debería implicarse un argentino. Paradójicamente, a través del servicio armado, el protagonista encuentra el sentido de su vida en el compañerismo en las trincheras y el sacrificio, al mismo tiempo que su padre puede purgar, metafóricamente, las culpas de antaño trascendido por la entrega heroica de la sangre[8].

Nada es gratuito en la obra. La evolución manifiesta de los personajes ante unas circunstancias que obligan a replantear las prioridades del quehacer diario y futuro asume una condición ejemplar, casi de tesis, que los lectores deben reconocer de inmediato. Hasta cierto punto, la trayectoria del clan Desnoyers parece erigirse como un patrón de conducta en positivo. Algo que difícilmente puede reconocerse en el retrato de la familia Hartrott. Aunque ocupa un segundo plano, sus atributos quedan perfectamente definidos y, al mismo tiempo, vinculados con un pensamiento, con un Zeitgeist filosófico complejo que el autor intenta describir a través de sus personajes. Blasco Ibáñez no pretende un ensayo sobre ese pangermanismo imperialista que se creía invencible en el arranque de la Gran Guerra. No cita a todas las celebridades que contribuyeron a la gestación de esta ideología[9], pero sí menciona diversas autoridades representativas. Al fin y al cabo, la suya es una novela. Y aun así, el escritor perfila con destreza un proceso que encadena y casi solapa los conceptos de romanticismo, nacionalismo, racismo y experiencia mítica, allí donde se levanta la figura, tan admirada por Blasco, de Wagner[10].

Cada uno de sus miembros y todos en general, en su conducta y en sus opiniones, tenderán a ejemplificar los rasgos que singularizaban el mencionado patrón ideológico. Pero, además, el novelista registrará sus condiciones con buen acopio de ironía, sean cuales sean los ojos a través de los que aquéllos son contemplados.

Karl se singulariza por su actitud servil, con «un eterno miedo a desagradar a sus jefes» que se torna en un carácter «inflexible y duro con los inferiores». Como se dirá en el relato poco después, es la actitud privativa de su pueblo, paradójicamente contraria al idealismo filosófico al que se inclinaban tanto los alemanes. Las simples pinceladas descriptivas sobre su físico se centran en sus ojos «bovinos», del mismo modo que Madariaga sintetizará los contornos físicos de sus nietos haciendo hincapié en su pelo color de zanahoria y la apariencia animal que adquieren sus ojos con gafas: «parecen tiburones» (1.ª parte, II). Si el retrato de Karl se plasma con significativa economía, unos breves apuntes sobre su enigmático pasado redondearán una imagen intencionadamente maniquea. El alemán es como Marcelo Desnoyers un emigrante, no un simple buscador de fortuna, sino alguien que ha huido de su patria por unos motivos que cuestionan su integridad moral. Karl fue oficial del ejército prusiano, pero «el deseo de vivir ostentosamente, sin otros recursos que el sueldo, lo arrastró a cometer actos reprensibles: sustracción de fondos pertenecientes al regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de firmas» (1.ª parte, III). Faltó al honor, al que le obligaba el ejército y al que debía afrontar como miembro de una familia aristocrática. Y esa culpa será la que lo empuje hasta el Nuevo Mundo, lidiando con las circunstancias adversas hasta que su matrimonio con Elena y la muerte de Madariaga le proporcionaron una suculenta herencia.

Karl von Hartrott puede regresar a su país enormemente rico. Puede volver a ocupar la posición que estima que le corresponde en una sociedad estratificada en castas: invirtiendo en prósperos negocios, relacionándose con los círculos más distinguidos del poder imperial. No obstante, el narrador ya ha dejado claras sus credenciales. Ha subrayado directamente e indirectamente el lado oscuro de un personaje que renuncia a su amor propio y, a pesar de su humillante servilismo, manifiesta un sentimentalismo falso y acartonado. No en balde es este último detalle el que le granjeó el amor de su esposa, a la que Blasco, siguiendo con su afición a otorgarle un mote literario a sus criaturas, apoda «la romántica». Elena, como Iseo, se enamoró de Karl, un Tristán que dista un abismo del héroe legendario, aquel que experimentó como pocos la herida de una pasión fatal. El alemán es una figura hueca, sin gusto estético, de forma idéntica a ese castillo que compra la familia en Alemania y el narrador representa como cruel mescolanza de un romanticismo mal digerido:

Karl había comprado un castillo viejo, con torreones puntiagudos, fantasmas en los subterráneos y varias leyendas de asesinatos, asaltos y violaciones que amenizaban su historia de un modo interesante. Un arquitecto condecorado con muchas órdenes extranjeras, y que además ostentaba el título de «consejero de Construcción», era el encargado de modernizar el edificio medieval sin que perdiese su aspecto terrorífico. «La romántica» describía por anticipado las recepciones en el tenebroso salón, a la luz difusa de las lámparas eléctricas que imitarían antorchas; el crepitar de la blasonada chimenea, con sus falsos leños erizados de llamas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado con los recuerdos de una época de nobleza omnipotente, la mejor, según ella, de la historia. Además, las cacerías, las futuras cacerías, en una extensión de tierras arenosas y movedizas, con bosques de pinos, en nada comparables al rico suelo de la estancia natal, pero que habían tenido el honor de ser pisadas siglos antes por los marqueses de Brandeburgo, fundadores de la casa reinante de Prusia (1.ª parte, III).

La ostentación, el alarde, la altivez, la soberbia son cualidades que se transmiten de padres a hijos y de las que el doctor Julius hará gala al presentarse en el piso de la rue de la Pompe donde encomia las grandezas de su país. De una nación que sueña con dominar el mundo sustentándose en unos pilares que la tradición familiar de los Hartrott deja en entredicho y unos argumentos político-filosóficos que otros personajes van a contrastar desde fuera.

Esta última es la función narrativa que el autor atribuye al español Argensola, que como un parásito se nutre de las bonanzas económicas de Julio, y al anarquista ruso Tchernoff. Lectores los dos y poseedores de una vasta cultura, podría suponerse que hay algo en ellos que los convierte en alter ego de Blasco. La correspondencia resultaría imprecisa. Los límites ideológicos entre los franceses y alemanes están tan marcados que se precisa de un enfoque imparcial, aunque las conclusiones de esta nueva esfera interpretativa se inclinen del lado que todos ya sabemos. ¿Cuál es entonces su verdadero papel? Recuérdese la procedencia textual del título elegido para la novela. Recuérdese que es Tchernoff el que muestra a sus vecinos un curioso ejemplar con grabados de Durero. La idea del Apocalipsis, del advenimiento de la Bestia, está puesta en boca del extraño personaje ruso. Y su voz tiene un sentido oracular, profético, magnificación de una guerra que se inviste con los ropajes de una tragedia mítica.

La novela de la guerra

Por su tema y su planteamiento, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, pese a la obviedad, es una novela a favor de la paz y contraria a la guerra[11]. Sin embargo, su talante pacifista deberá vincularse con su evidente intención de propaganda para no perder el tino en la interpretación. En este sentido, puede traerse a la colación el afinadísimo juicio de Ramiro Reig:

El acierto de Blasco en la novela está en la maestría con que anuda los dos hilos, propaganda y repulsa, exaltación romántica del heroísmo de quienes defienden la libertad y realismo brutal en la apreciación de los hechos (2002, p. 182).

Esto es, el discurso se articula en un doble nivel de lectura: en una condena mordaz hacia los nacionalismos exacerbados[12] y en una recreación con tintes épicos de la abnegada defensa de un país y de los valores ideológicos que éste representa.

Con respecto al primer motivo, creemos ilustrativo ese excurso alegórico al que nos conduce el narrador buceando en la mente de Julio Desnoyers. En su búsqueda de la amada el protagonista llega a Lourdes, donde queda impactado por las imágenes que le depara la realidad. Su viaje por territorio francés, al igual que el que realizó su padre para visitar su castillo en el Marne, cobra el aspecto de una bajada a los infiernos. Tantos heridos, tantos mutilados… tanta locura. Su imaginación transforma en una metáfora unos sucesos que abandonan sus contornos espacio-temporales para derivar en una verdad atemporal y universal. La tierra es un buque enorme navegando por la inmensidad y tripulado por todos los humanos, los mismos que

llevaban siglos y siglos exterminándose sobre la cubierta. Ni siquiera sabían lo que existía debajo de sus pies, en las profundidades de la nave. Ocupar la mayor superficie a la luz del sol era el deseo de cada grupo. Hombres tenidos por superiores empujaban estas masas al exterminio, para escalar el último puente y empuñar el timón, dando al buque un rumbo determinado. Y todos los que sentían estas ambiciones por el mando absoluto sabían lo mismo... ¡nada! Ninguno de ellos podía decir con certeza qué había más allá del horizonte visible, ni adónde se dirigía la nave. La sorda hostilidad del misterio los rodeaba a todos; su vida era frágil, necesitaba de incesantes cuidados para mantenerse; y a pesar de esto, la tripulación, durante siglos y siglos, no había tenido un instante de acuerdo, de obra común, de razón clara. Periódicamente, una mitad de ella chocaba con la otra mitad; se mataban por esclavizarse en la cubierta movediza flotante sobre el abismo; pugnaban por echarse unos a otros fuera del buque; la estela de la nave se cubría de cadáveres. Y de la muchedumbre en completa demencia todavía surgían lóbregos sofistas para declarar que éste era el estado perfecto, que así debían seguir todos eternamente, y que era un mal ensueño desear que los tripulantes se mirasen como hermanos que siguen un destino común y ven en torno de ellos las asechanzas de un misterio agresivo... ¡Ah, miseria humana! (2.ª parte, IV)

El personaje y, a través de él, el autor asumen un carisma sacerdotal para ir más allá de la anécdota concreta, de la Primera Guerra Mundial, y exponerle a los lectores una reflexión lúcida, al tiempo que desengañada, sobre el sinsentido de todas las guerras, surgidas solamente por un deseo de acaparar el poder, que resulta más ilógico si es comparado con la fragilidad humana, siempre a merced de un horizonte hostil y misterioso. En medio del caos, de la barbarie, la reflexión expresa un deseo de paz universal, difícil de conseguir cuando intervienen unos «lóbregos sofistas», en este caso equiparables con los alemanes, que con sus desmedidas ambiciones sólo vienen a reafirmar la circularidad de la historia, la repetición cíclica de unos choques cruentos que desembocan en la tragedia y, además, dificultan el progreso humano y social.

La idea de una vuelta a los orígenes, de la constante reincidencia en la barbarie, explica el pesimismo del autor, que a lo largo de su relato ha relacionado en diversas ocasiones la Primera Guerra con aquella de 1870. Es el devenir continuo de idas y vueltas que tiende a anular la ilusión de un progreso lineal[13]. Por eso, aparte de los imperativos documentales de riguroso realismo, el narrador traslada en toda su crudeza los efectos de la guerra allí por donde pasa. Será suficiente repasar el capítulo titulado «La invasión» para que el testimonio ocular, salpicado por retazos oníricos[14], de Marcelo Desnoyers nos asombre ante la visión de los cuerpos literalmente destrozados de los combatientes. La descripción macabra apoya el argumento de una vuelta a la sinrazón y al primitivismo inhumano[15]. En este contexto preciso, el retorno de la Bestia no presupone tanto la hecatombe final como una recaída en los errores del pasado. De ahí la responsabilidad del invasor, de los ejércitos alemanes cuyos oficiales aparecen desenmascarados por el narrador. Unas veces, por no respetar los tratados internacionales procediendo a matar indiscriminadamente, a exterminar, a víctimas inocentes. Otras, por la brutalidad de unas decisiones que nada tienen que ver con su apariencia sofisticada (la del oficial que ordena un fusilamiento mientras toca al piano una romanza lacrimógena o la de que aquel padre de familia que procede a violar a una adolescente cegado por el instinto).

La sangre fría demostrada por el invasor, su rapacidad para con lo ajeno, son ejemplos de una conducta involutiva que pone en tela de juicio su proclamada superioridad racial. Por mucho que intenten justificarlo todo en aras de esa muletilla que pierde su significado en su constante reiteración: «Es la guerra… Son las necesidades de la guerra», sus actos plantean la necesaria respuesta del pueblo invadido.

El discurso silogístico ha dejado abiertas las puertas al mensaje propagandista. El movimiento de los habitantes de París con rumbo a la estación de ferrocarril, descrita como puerta de la guerra, es reflejado en diversas ocasiones por el narrador y por personajes como Marcelo Desyoners, que, ante la respuesta popular en la defensa del país, no puede ocultar un renacido fervor patriótico:

La nación vivía. Francia era un gran pueblo; las apariencias le habían engañado como a otros muchos. Tal vez los más de sus compatriotas fuesen de carácter ligero y olvidadizo, entregados con exceso a los sensualismos de la vida; pero cuando llegaba la hora del peligro, cumplían su deber simplemente, sin necesitar la dura imposición que sufren los pueblos sometidos a férreas organizaciones (2.ª parte, I).

Capítulos después, habiendo sufrido la triste experiencia de la guerra en su castillo del Marne, el propio personaje transitará de la admiración a la cólera. De ahí que satisfecho de la decisión de su hijo Julio de alistarse en el ejército le aconseje furibundo:

Tal vez encuentres frente a ti rostros conocidos. La familia no se forma siempre a nuestro gusto. Hombres de tu sangre están al otro lado. Si ves a alguno de ellos... no vaciles: ¡tira! Es tu enemigo. ¡Mátalo!…, ¡mátalo! (2.ª parte, V).

Finalmente, los acontecimientos han transformado por completo la actitud del rico emigrante que ahora se resuelve en una postura cainita. Su evolución mental es paralela a la del pueblo francés, que se identifica como una unidad frente a un enemigo común. Los grandes conceptos, las sublimes ideas por las que abogaba Blasco Ibáñez en sus escritos y en sus manifestaciones públicas[16], contribuyen, a la par que el instinto de supervivencia, a la cohesión del pueblo francés. Desaparecen las diferencias sociales, los particularismos, todo aquello que puede facilitar el triunfo alemán[17]. Desde todos los espectros sociales, el sacrificio de la propia vida se entiende como un deber. Y el narrador no escatimará recursos para rodearlo de un aura de heroísmo.

Tan aficionado a los símbolos, Blasco Ibáñez recorre una geografía parisina que resulta emblemática: los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la avenida Victor Hugo… E incluso se revela parcial en el uso de la elipsis. ¿Por qué no alude en ningún caso el narrador a la participación británica en determinados episodios bélicos? Tanto él como los lectores sabían sobradamente que los franceses no fueron los únicos adversarios con los que tuvo que litigar el ejército alemán. No obstante, esta omisión intencionada contribuye a reforzar el protagonismo galo en un conflicto que, en otros lugares, Blasco ha presentado con dimensiones mundiales.

Existe una tendenciosidad innegable, es cierto. Aun así, la dimensión maniquea no se radicaliza, es antidogmática. El sentido común y la razón hablan a través de Tchernoff varias veces. En una de ellas se discute sobre la responsabilidad en el estallido de la guerra y sobre la conveniencia de castigar con el exterminio a los alemanes. Apoyar dicha alternativa, sería caer en la trampa de ese bárbaro primitivismo que antes se ha condenado:

Ese pueblo tiene grandes méritos confundidos con malas condiciones, que son herencia de un pasado de barbarie demasiado próximo. Posee el instinto de la organización y del trabajo, y puede prestar buenos servicios a la humanidad... Pero antes es necesario administrarle una ducha: la ducha del fracaso. Los alemanes están locos de orgullo, y su locura resulta peligrosa para el mundo. Cuando hayan desaparecido los que les envenenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando la desgracia haya refrescado su imaginación y se conformen con ser un grupo humano ni superior ni inferior a los otros, formarán un pueblo tolerante, útil… y quién sabe si hasta simpático (3.ª parte, III).

Diferenciando el grano de la paja, el ruso muestra una sensatez apabullante. El odio extremo sólo podría conducir a nuevas masacres, a que padres como Marcelo Desyoners lloraran sobre la tumba de su hijo con una mueca nihilista, con un gesto de rabia y protesta angustiada contra la Bestia[18].

Ésta es la lección, la moraleja, que seguramente quiso Blasco que trascendiera a su novela.

El éxito mundial

La historia editorial de Los cuatro jinetes del Apocalipsis resulta, cuando menos, tan curiosa como la misma génesis de la obra. En cierto sentido, su difusión, según la tendencia blasquiana a otorgarle un sabor novelesco a cada uno de sus proyectos, es paralela a la de La barraca. De este título valga recordar que, tras ser publicado en España, tuvo algunas buenas críticas, que no fueron acompañadas por un éxito de ventas inmediato. Tuvo que ser el traductor Hérelle quien se entusiasmara por la obra y le escribiera varias cartas al escritor para que le autorizase a verter el texto al francés. Blasco, que públicamente solía manifestar cierto desinterés por empresas similares, aceptó la propuesta y la traducción de Hérelle despertaría el interés del público galo, provocando una reacción mimética en el lado español.

Con ligeras variantes, la historia vuelve a repetirse con Los cuatro jinetes. Recordemos las expectativas que el autor había depositado en sus novelas «serias» y los problemas monetarios que manifestaba a sus socios de Prometeo. Pues bien, la aparición de la novela en España no alcanza los resultados esperados, incluso sus ventas son inferiores a otros títulos suyos. Sin embargo, el milagro ocurre tras la irrupción de la traductora Charlotte Brewster Jordan, que insiste en comprarle los derechos para realizar una versión en inglés de la novela. Las cifras estipuladas en el contrato son casi irrisorias: según Pitollet (1921, p. 164), trescientos dólares. Y Blasco sigue fabulando otras ficciones hasta que, desde el otro lado del Atlántico, las noticias le auguran un éxito sin precedentes. En julio de 1918, la editorial Dutton and Company sacó a la venta TheFour Horsemen of the Apocalipsis y, rápidamente, se fueron multiplicando las reediciones.

La existencia de Blasco Ibáñez experimenta un vuelco repentino y los acontecimientos de su ya abigarrada biografía se suceden a un ritmo casi frenético. Los editores, medio avergonzados por los escasos beneficios que la obra le ha reportado al autor, le envían una primera compensación que, de acuerdo con los biógrafos, oscila entre los diez y los veinte mil dólares. Y como la fama le reclama, Blasco acude a su llamada. En octubre de 1919 se embarca con rumbo a Nueva York. Recorrerá el país como conferenciante (Smith, 1998). Los periódicos lo contratan con cifras escandalosas como colaborador. El 25 marzo de 1920 es nombrado doctor honoris causa por la Universidad George Washington. En las páginas de The Illustrated London News, de 12 de febrero de 1921, se subraya que Los cuatro jinetes del Apocalipsis es el título más vendido después de la Biblia, mientras que tres años después, en abril de 1924, la revista neoyorkina International Book Review