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En cierto lugar y en cierto tiempo existió un hombre que amaba los cuentos. Conocido simplemente como Don Guastavino, dedicaba su vida a narrar historias a los más pequeños. Sin embargo, Don Guastavino tenía muchos secretos, muchos cuentos escondidos, que solo unos pocos curiosos llegaban a conocer. Escondía historias que no podía contar a los más pequeños y, quienes realmente querían conocerlas, deberían dejar de lado prejuicios personales y abrir la mente a mundos fantásticos donde no siempre lo que llamamos "normalidad" suele ser tan "normal" como esperamos.
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Seitenzahl: 145
Veröffentlichungsjahr: 2023
LUCAS SALINA
Salina, LucasLos cuentos escondidos de Don Guastavino / Lucas Salina. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4239-7
1. Narrativa. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
El hombre que amaba los cuentos (I)
Cuando todos dormían
La ineluctable soledad del escribidor
Hay algo en el placar
El concurso
El hombre que amaba los cuentos (II)
Un cadáver
El paseador de perros
En la tranquilidad de la noche
Lucy
El hombre que amaba los cuentos (III)
Agradecimientos y dedicaciones
A Cecilia, mi amor y compañera de vida;
A Emilia y Santiago, mis hijos y mis razones en esta vida;
A mis viejos y a mi hermana, primeros fanáticos de este libro incluso antes de haberlo leído;
Y un agradecimiento muy especial a Laura Yasán, porque la mayoría de los cuentos que componen este volumen fueron revisados, criticados y corregidos por su pluma, durante sus maravillosos talleres literarios. A ella, a donde quiera que esté escribiendo versos, vivirá para siempre en sus palabras y metáforas.
“El terror de mis relatos proviene de la densa oscuridad de mi corazón”
Edgar Allan Poe
“Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es tan insanamente cuerdo”
Julio Cortázar
“Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche”
Edgar Allan Poe
El hombre que amaba los cuentos (I)
Todos en el barrio conocían a don Guastavino, sin edad, con historia. Lo conocí viejo y todos los viejos que conozco y conocí decían lo mismo “¿Don Guastavino? Cuando lo conocí ya era viejo”, y es que Guasta, como se conocía, era una verdadera institución en el barrio. Guasta era el barrio, la plaza, el corso, el bar, la pizzería, la comisaría y, sobre todo, la escuela. De la calle y de la otra. El señor Guastavino, nunca supe su apellido y no lo voy a saber, vivía por ahí, en la calle que no llamativamente lleva su nombre. No se esperó a que muriera, es que no se va a morir más, dijo el intendente; y lo mismo dijo el anterior, no se puede esperar más; lo que pasa, y se lo voy a contar a usted que está leyendo esto, es que don Guastavino generaba votos y todo lo relacionado con Guasta también llevaba votos. El intendente, cargado de corrupción, nombró un museo de arte de la ciudad como “Don Guastavino” y ganó por varios cuerpos; otro, obnubilado por la propaganda y la esterilidad democrática, nombró la calle donde vivía “Don Guastavino” y la elección estuvo terminada.
Don Guastavino se sentaba en la puerta de su casa, con una silla de madera, viejísima pero más joven que él, un toscano en la boca, que no se sacaba nunca, excepto para tomar ese vaso de tinto que siempre estaba apoyado en el umbral de su puerta, un vaso de vino que siempre estaba lleno a pesar de que todos lo veían tomar en varias ocasiones. La gente comentaba siempre que don Guastavino se sentaba en la puerta de su casa para “ver la vida pasar”, y eso se sabía porque siempre que alguien le preguntaba: ¿Cómo anda, don Guastavino? Respondía: “Veo la vida pasar”.
Vino en varias ocasiones a mi escuela a contar cuentos. Fue invitado siempre, durante todos los años y en varias ocasiones, don Guastavino recorría las aulas contando cuentos, se organizaban encuentros, talleres y siempre el invitado de honor era Guasta y sus cuentos.
Mi hermano, mayor que yo, me decía: ¿Don Guastavino? Venía al colegio y ya era viejo; mi mamá decía: ¿Don Guastavino? Venía al colegio a contar cuentos y ya era viejo; y decía mi padre: ¿Don Guastavino sigue contando cuentos?
Venía a mi escuela y ya era viejo.
Y por eso mismo es que es don Guastavino era conocido como el hombre que amaba los cuentos y así lo conocieron mi mamá, mi papá, mi hermano, el barrio entero y la ciudad. Y así paseaba por las escuelas, por los jardines. Don Guastavino era una institución de la cultura. No había biblioteca barrial que no llevara su nombre o tuviera alguna mención especial al hombre que amaba los cuentos; no había centro cultural que no lo homenajeara; no existía escritor que no lo inmortalizara; ni artista que no lo retratara; ni periodista que no lo entrevistara.
Don Guastavino conocía a todos, saludaba a todos.
No solo contaba cuentos en diferentes instituciones. Era una costumbre que los niños y niñas del barrio y de la ciudad, se sentaran a su alrededor en la puerta de su casa a escuchar historias; ocasiones en que terminaba por desbordarse la vereda y las quejas de los vecinos más intolerantes provocaban la suspensión de la jornada literaria para retomarla al día siguiente, con la misma cantidad de escuchas, tantas veces que las quejas quedaron en el olvido y el hombre que amaba los cuentos podía continuar con sus relatos con normalidad. Relatos de otros, dicen algunos; inventados por él, concluyen otros. Algunas veces se dudaba de la veracidad de los cuentos que don Guastavino contaba como ciertos, otras veces, él mismo decía que contaba historias de otros por el simple hecho de narrar.
Pero don Guastavino tenía varios secretos.
He mencionado que su casa solo disponía de una sola puerta. No había ventanas, ni balcones, ni terraza. Apenas una puerta de madera, gruesa y acechada por la historia. La postal de la entrada de la casa de don Guastavino era la puerta, el frente, la silla, el toscano, el vaso con vino y el hombre que amaba los cuentos. Su casa estaba rodeada de muchos secretos, la mayoría, inventados por nosotros, en nuestra infancia o heredados de mitos y enigmas de generaciones. Lo que a mí me llamó siempre la atención era la respuesta de todos: “lo conocí viejo”, lo decían mis padres, mis vecinos, hasta personas mayores, muy mayores. Otro de los misterios era la casa. Mi mamá me decía que estaba prohibida la entrada, no conocía a nadie que hubiera entrado y que me olvidara del asunto, pero su respuesta no hizo más que aumentar mi curiosidad. Sobre todo, cuando hablaba con mis amigos del barrio y de la escuela, que en su mayoría eran los mismos.
Cierto día volvía del colegio. Estaba finalizando la primaria y sí o sí tenía que pasar por la calle donde vivía el hombre que amaba los cuentos (como he mencionado ya llevaba su nombre y se llamaba Pasaje Don Guastavino) cuando vi, yo iba de la mano de enfrente, a un grupo de chicos y chicas, adolescentes, los conocía de vista por el barrio y por verlos en la puerta de la secundaria, charlando con don Guastavino. Nunca los había visto. Él hablaba desde su silla, sonriente, como siempre y ellos le señalaban algo en la puerta de su casa cuando de repente ayudaron a don Guasta a levantarse de la silla y para mi completo asombro ¡estaban entrando a la casa!
Me quedé de pie, mirando fijo desde enfrente cómo don Guastavino entraba a su casa seguido por los chicos. Por un momento, pensé lo peor, un robo, un famoso “cuento del tío” (ironía del destino al tratarse del hombre que amaba los cuentos). No podía llegar a mi casa con esa duda, quería saber por qué habían entrado a la casa. No me animaba a tocar la puerta, no imaginaba la excusa con la cual podría haberlo hecho. Por lo que decidí esperar. Mi mamá y mi papá trabajaban todo el día y no iban a llegar a casa hasta casi el atardecer y mi hermano cursaba en la facultad por la tarde. Nadie me esperaba en ese momento.
Esperé.
Media hora, cuarenta y cinco minutos. Vi a una señora acercarse, desconfiada. Era una anciana, con un changuito de compras, caminando muy lento.
—¿Estás perdido, querido?
—No, señora —le expliqué—, vi que entraban unos chicos a la casa de don Guastavino y me pareció sospechoso porque mi mamá me dice que no podemos entrar a la casa, que está prohibido.
La señora se rio, se agachó y en un susurro, como si de un secreto se tratara, me dijo:
—Lo que pasa es que Guastavino tiene muchos secretos en su casa y no deja entrar a cualquiera.
—Pero —dije y mirando hacia la puerta le quise preguntar a la señora de qué secretos hablaba. Al no recibir respuesta de la anciana, me di vuelta para mirarla, pero no estaba. La señora había desaparecido. Un instante, apenas unos segundos en los que dejé de verla, confundido por la respuesta que me había dado, miré hacia la casa de don Guastavino queriendo encontrar alguna explicación y en ese lapso, tan ínfimo, la mujer se había ido. ¿Se había ido?
Imposible tan rápido. ¿Vivía en esa mano? ¿Su casa estaba ahí nomás? Tampoco. Lo cierto es que había desaparecido y eso para mí había sido demasiado, por lo que decidí volver a mi casa, con la cabeza llena de confusión entre la visita de esos chicos a la casa de don Guastavino cuando supuestamente estaba prohibido y la respuesta de esa señora, sobre todo, su misteriosa desaparición. La puteada de un taxista me despertó de mi trance y me salvó de morir atropellado al cruzar la calle. En mi casa aún no había nadie, así que tuve tiempo para tratar de ordenar unos pensamientos que nunca pude ordenar.
Mi objetivo de conocer la casa de don Guastavino seguía en pie. Ese fin de semana mis amigos y yo nos reunimos alrededor de él para escuchar historias, a la tarde, como siempre durante años. Cuando llegué al Pasaje Don Guastavino, ya estaban sentados alrededor y el hombre que amaba los cuentos tenía en su boca el toscano, como siempre, una acción que le valió críticas de los padres por fumar delante de los chicos. Nunca hizo caso y el gobierno municipal no se atrevía a tocar a don Guastavino. Una hora pasamos escuchando cuentos. Estábamos fascinados. Y yo no paraba de pensar en la casa. Mientras escuchaba los cuentos, miraba hacia la puerta entreabierta, pero no podía distinguir nada. Solo había oscuridad, seguramente, tenía las luces apagadas. Hasta que se me ocurrió una idea.
Cuando terminó de contar, le pregunté si podía pasar al baño. Raro, que yo recuerde, nadie le había pedido algo así, ni siquiera un vaso de agua. Sentí la mirada de mis amigos como si hubiera pedido algo descabellado, inmoral, hasta desafiante. Don Guastavino no lo tomó por sorpresa, al contrario.
—Sí, pasá —dijo—, pero esperá un poco.
Entonces sacó de un bolsillo un cuaderno, escribió algo y cuando terminó dijo:
—Ahora sí, podés pasar.
No pude ver qué había escrito. Le di las gracias y entré. Cinco pasos me separaban de la puerta. Una sensación extraña en el vientre sentí en ese momento y la vista comenzó a hacerse un poco difusa. No le di importancia. Empujé la puerta entreabierta, entré a la casa y ¡estaba dentro del baño!
Me quedé petrificado, con el corazón acelerado. Nunca a las casas se entraba por el baño. Miré hacia atrás y la puerta estaba cerrada. Esperaba encontrar un comedor, un patio, nunca un baño. Rozaba las paredes con las manos, abría las canillas, la ducha, abrí el botiquín. Tocaba el papel higiénico, el bidé, el inodoro. No daba crédito a lo que veía. Pensé, realmente, si estaba soñando.
Lo más curioso, si es que había algo más curioso que entrar a una casa y que la primera habitación fuera el baño, era que no había otra puerta. Solo aquella por la que había entrado. Ni siquiera otra que llevara a las otras habitaciones. Pensé que don Guastavino vivía solamente en un baño. Me empecé a marear. Sentí náuseas, pero por suerte no vomité. Me senté en el inodoro mientras escuchaba afuera la voz de don Guastavino contando cuentos. No había ventanas. Solo la puerta por la que había entrado. Me lavé la cara y esperé unos minutos antes de salir. Sentí miedo, porque no sabía a dónde podía llevarme la puerta por la que había entrado. La lógica, si es que había, decía que, por obvias razones, tenía que llevarme al mismo lugar de donde vine. Y no se equivocó. Abrí la puerta y sentados en la vereda estaban mis amigos alrededor de don Guastavino. Mi expresión habrá sido de malestar y confusión porque todos, incluido don Guasta, me preguntaron si me sentía bien.
Respondí que me dolía un poco la panza, le pedí disculpas a don Guastavino y me fui. Cuando me iba, sentía la mirada de don Guastavino. Me di la vuelta y estaba contando cuentos a mis amigos, muy compenetrado, pero en un momento levantó la mirada hacia mí y creo que sonrió.
Desde ese momento, evité pasar por el Pasaje y no volví por un tiempo a reunirme alrededor para escuchar historias. Por ese año, don Guastavino no volvió al colegio a contar cuentos, yo terminé la primaria, llegaron las vacaciones y el veraneo y la vida siguió su curso.
A medida que fuimos creciendo y las obligaciones escolares fueron en aumento, el tiempo para escuchar a don Guastavino era poco y, a decir verdad, de adolescente tenía la mente más ocupada en otras cosas. Solo veía al hombre que amaba los cuentos cuando venía al colegio. Esa costumbre de invitarlo no cesó nunca, venía todos los años. Don Guastavino, como mencioné, era una institución. El incidente del baño ya casi no lo recordaba, hasta que un día, mi mejor amigo tuvo la brillante idea de ir a la casa de don Guastavino.
—Vamos —me dijo—, quiero escuchar historias de terror.
—¿De terror?
—Sí, bolas, me contaron que don Guastavino guarda una gran biblioteca de cuentos de terror y fantasía. Ese lugar está oculto, los niños no pasan a la biblioteca escondida. Dicen que tiene cientos de cuentos escondidos.
—¿Cómo es que nunca supimos nada de eso? Siempre venía a contar cuentos infantiles y algunas veces historias barriales en las peñas y centros culturales.
—Don Guastavino tiene muchos libros con historias ocultas. Mi viejo me lo dijo. El sábado vamos. Tenemos que ir por la noche. Luego que haga su clásica ronda con los niños del barrio.
—No sé —dije.
—No me digas que tenés miedo.
—Ni a palos, sabés que me gustan las historias de terror. Pero algo pasó hace unos años. Cuando estábamos en primaria, a punto de terminar séptimo, le pedí a don Guasta permiso para entrar al baño.
—¿De verdad? ¡Sos un loco! Nunca nos dejaron pedir permiso para entrar a la casa de don Guastavino. Era como una especie de santuario.
—Bueno, santuario o no, quise entrar. Me ganó la curiosidad.
—¿Y te dejó?
—Sí, pero pasó algo extraño.
Le conté a mi amigo todo lo sucedido, sin obviar detalles. Todo, desde antes de entrar, lo que sucedió una vez adentro y hasta el momento que me estaba yendo y don Guastavino me miró sonriendo. Era la primera vez que hablaba de eso con alguien. Nunca lo había comentado con nadie, ni con mis padres, ni con mi hermano. No me animé siquiera en ese entonces a hablarlo con mis amigos. A decir verdad, he llegado a dudar de la veracidad de esos hechos. He llegado a pensar que había sido un sueño. Lo había enterrado tan hondo en mi memoria que no lo quise recordar más. Hasta ese momento. Incluso, nunca más había pasado por el Pasaje Don Guastavino. No era tan necesario hacerlo para ir o venir del secundario.
Mi amigo no me creía. Pensaba que lo estaba cargando o inventando una excusa para no ir a visitar al hombre que amaba los cuentos. Hasta se empezó a reír en mi cara, pero la risa se terminó al ver mi expresión.
Palidecí. Como dije, nunca lo había hablado y al parecer el hecho de poner en palabras aquella extraña experiencia me había provocado una sensación molesta de dolor y temor.
—¿Estás bien? —me dijo.
—Sí, sí, estoy bien —respondí—. ¿Cuándo vamos?
—¿Estás seguro?
—No, por eso mismo quiero ir.
El sábado, luego de que hiciera su clásica ronda de relatos, nos acercamos a la casa de don Guastavino. Estaba, como siempre, sentado en su silla de madera, con un toscano en la boca y un vaso de tinto en el umbral.
—¿Qué anda haciendo, don Guastavino? —le pregunté.
—Miro la vida pasar —respondió.
—Ya veo. ¿Sabe qué le quería pedir?
—Hace mucho que no te veo —me interrumpió—. ¿No te gustó el baño?
No pude responder y sentí la mirada de amigo a mi derecha, con los ojos bien abiertos y otra vez don Guastavino hizo aquella sonrisa, la misma que me hizo cuando me estaba yendo.
Apenas pude balbucear unas sílabas. Empecé a sospechar seriamente que el hombre que amaba los cuentos era una persona demasiado extraña, demasiado misteriosa, incluso, empecé a sentir temor, miedo de don Guastavino. Estuve a punto de irme. Esa decisión fue frenada apenas por un instante, el momento en que mi amigo le preguntaba si podíamos pasar a su casa a leer cuentos.
—¡Por supuesto! —exclamó don Guastavino—, creo que ya están en edad para entrar y leer algunas historias más de adultos. Pero antes, esperen.
Y sacó de su bolsillo el mismo cuaderno que sacó en aquel momento y volvió a escribir algo que no pude leer.
—Ahora sí, pero ayúdenme a levantarme.
Los tres, con don Guastavino por delante, entramos a la casa.
—Ahora verás el baño —le murmuré a mi amigo. Pero no había baño.