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Un grupo de jóvenes investigadores viaja a las islas de la Desolación, frente a la Antártida, para registrar los efectos del cambio climático en la fauna y la flora. Es un territorio hostil, completamente aislado de la civilización y azotado por vientos huracanados, donde innumerables naufragios y tragedias se han ido sucediendo desde su descubrimiento en 1772. Forzados a una desconexión total, los científicos, dominados por insospechadas pulsiones atizadas por el inevitable confinamiento, se verán enfrentados a sí mismos y a los demás en un sur gélido y despiadado como la misma condición humana. Al tiempo que estudian los signos que predicen la llegada del fin del mundo tal y como lo conocemos, este grupo de estudiosos asistirá a una serie de misteriosas desapariciones, mientras los icebergs, amenazantes y présagos de inexorables tragedias, se perfilan en su horizonte geográfico y vital.
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Seitenzahl: 206
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Soy la espuma que avanza y cubre de blanco
el borde superior de las rocas, soy también
una muchacha, aquí, en esta habitación.
VIRGINIAWOOLF,
Las olas
A mi hermano Miguel, el aventurero
de la familia, cuyas cartas desde una
isla remota inspiraron esta novela.
Mensaje encontrado en una botella en las costas de Tierra del Fuego: «Si este grito de socorro llega a buen puerto, los invernantes de las Kerguelen os suplicamos que vengáis a rescatarnos. Hace meses que perdimos el contacto con el mundo exterior. No nos quedan apenas víveres. Tenemos hambre y frío. Las Islas de la Desolación se hunden y nosotros con ellas. La marea sube. Va ganando terreno. El océano será nuestro cementerio. Salvadnos».
A menudo pienso que con un poco de suerte
podría haber sido una mujer lobo, porque mis
dedos medio y anular son igual de largos,
pero he tenido que contentarme con lo que soy.
SHIRLEY JACKSON
Siempre hemos vivido en el castillo
1.1 Olivia se agarra con fuerza a la barandilla del barco. Tiene los nudillos blancos, se le han quedado las manos frías y los brazos agarrotados, pero hacía mucho, demasiado, que no se sentía tan feliz. Lleva así horas, desde que zarparon de Reunión. Las olas tienen algo hipnótico y arrullador, como el crepitar del fuego. Se pasaría toda la vida en la proa de este barco, mirando el mar, con sal en los labios, el pelo revuelto por el viento y ese hormigueo que marca el principio de un viaje. La libertad que da el escapar de la rutina…
La perspectiva de vivir un año en una de las islas más remotas del mundo —donde hay muchísimos más elefantes marinos que humanos— es alentadora, sobre todo para alguien que evita por todos los medios establecer más contacto del necesario con los individuos de su propia especie.
Estaba deseando embarcar. Últimamente le han entrado impulsos homicidas en el metro. Le dan muchísimas ganas de empujar a las vías a alguno de esos maleducados que se creen tan importantes de camino a sus trabajos que te dan pisotones y ni se disculpan. Se imagina perfectamente cómo un empujoncito de nada, que podría incluso pasar inadvertido, en el momento exacto, cortaría la insolencia de un tajo. Ya no volverían a incordiar. Parecería un accidente, y entonces un imbécil menos caminaría sobre la faz de esta tierra plagada de imbéciles.
Si las miradas pudieran matar, Olivia ya habría acabado con unos cuantos. Las fantasías asesinas la ayudan muchísimo a sobrellevar el día a día. Se recrea en los detalles morbosos y consigue mitigar un poco la sensación de asfixia: cierra los ojos e imagina los cuerpos guillotinados, con la sangre que sale a borbotones y mancha de rojo las caras y las camisas de los pasajeros, quienes tendrían que regresar a casa a cambiarse y, de consecuencia, llegarían tarde a la oficina, perseguidos por el olor de la muerte, que no se quita por mucho que te frotes con la esponja bajo la ducha, por mucho que laves la ropa.
Olivia necesitaba un respiro, cambiar de escenario. No ver edificios sino espacios abiertos, focas al sol, pingüinos pescando en el mar; ver cormoranes volar en el cielo austral. No se le puede pedir más a la vida. O tal vez sí, pero por ahora es suficiente con la brisa marina, la promesa de la soledad y el aire libre.
1.2 Al Marion Dufresne II le quedan días de navegación antes de volver a atisbar tierra firme. Primero se detendrá en Crozet, luego arribará a Kerguelen, aunque para eso aún faltan casi tres mil kilómetros de travesía. Va rumbo a un sur ventoso y gélido.
Los pasajeros del barco se dividen en científicos, que miran el mar apostados en la proa, como mascarones; en militares, apostados en la popa, como despidiéndose de la civilización; y en turistas, que han pagado muchísimo dinero para poder visitar las tierras australes antárticas francesas.
A medida que se alejan de la costa, los científicos sacan los prismáticos, ansiosos por ser los primeros en divisar una orca, un delfín o alguno de los grandes cetáceos que nadan en esos mares y que son debidamente fotografiados desde todos los ángulos.
Los militares no escudriñan con expectación ni las aguas ni el cielo. Le dan la espalda al aire libre, se adentran en las entrañas del barco mientras los turistas pegan grititos al ver los albatros, exclamaciones que son al principio de alegría y luego de terror, asustados de lo cerca que vuelan de sus cabezas. Son las aves con mayor envergadura —hasta tres metros y medio— de entre las que no se han extinguido. El calentamiento global ha causado un pico temporal en la población de albatros, pues ha modificado los patrones de viento oceánicos: corrientes de aire más rápidas les han permitido viajar distancias más largas y ahorrar tiempo, poder recolectar más alimentos y, por tanto, dedicarse con más asiduidad a la actividad amatoria. Llegan a vivir setenta años, de los cuales pasan cincuenta emparejados. Creen en la familia, no así en la monogamia. Un estudio dictaminó que el diez por ciento de los polluelos que criaban estas aves había sido engendrado fuera de la pareja, otro registró más de cuarenta infidelidades de una hembra de albatros en tan solo siete semanas. Se han documentado casos de parejas de hembras que crían juntas a los polluelos que engendran en sus devaneos heterosexuales.
Poco a poco, las especies de aves tropicales van dejando lugar a las subantárticas. Los rabijuncos, que ponen un solo huevo de color rosado con manchas parduzcas y cuyas plumas traseras miden lo mismo que el resto de su cuerpo, son reemplazados por los petreles dameros, de plumaje ajedrezado.
Al caer la tarde, todos se reúnen en el bar, y los militares y los científicos se pelean por el control de la música mientras los turistas bailan, ajenos a la discordia. La brecha es de origen cultural: son enemigos desde el primer momento por razón de una diferente manera de concebir el mundo. Lo que para unos es la oportunidad que permite pisar una isla virgen y descubrir las formas que adopta la naturaleza cuando está a salvo del mayor destructor de ecosistemas —el hombre—, para otros es un mal menor, un destino poco peligroso y bien pagado. Los militares ponen las canciones del verano; aprovechan el poder de su fuerza. De vez en cuando se despistan y, mientras van a por una copa, se urde la revolución y una avanzadilla de científicos achispados consigue colar alguna canción más decente.
Los que no soportan el vaivén del buque se pasan el día tumbados con cara de congoja. Son marineros de agua dulce. El barco se tambalea en la cresta de las olas, cada vez más altas. La travesía no está siendo de placer. Se avecina un temporal. Tendrán que atar las maletas y las sillas para que no se desplacen por las habitaciones. En las cocinas, las ollas quedan vacías porque el agua caliente podría saltar por los aires. Olivia ha guardado el ordenador portátil en el armario y lo ha envuelto en una manta, como si fuera un cadáver. Pretende así amortiguar los golpes.
Suben a menudo al puesto de mando, que es el mejor lugar para avistar la fauna. Aquí se atrincheran los ornitólogos, del alba hasta el crepúsculo; como son varios, se turnan para no tener que madrugar. Se trata de un mirador acristalado desde el que se pueden observar los colores cambiantes del agua y del cielo, los amaneceres y los atardeceres. O desde el que temer los peligros encubiertos por la niebla, que tiñe los vidrios de un gris marengo. Cuando la mar está en calma, no tener referencias espaciales da una impresión de vértigo. Parece que la Tierra sea plana y que se vayan a salir del mapa, a caer en el abismo. Cuando la mar se encabrita se encogen las almas.
Anuncian tormenta para la noche que marca justo la mitad del viaje. Fecha fatídica: están entre dos islas igualmente lejanas. Teniendo en cuenta lo inclemente de la temperatura en esas aguas, un naufragio se considera una muerte segura. Nadie se atreve a expresarlo en voz alta, por superstición. Si no lo dicen, quizás no suceda. El lenguaje adquiere un significado litúrgico. Ya no se asoman a la cubierta, no quieren invocar a las criaturas que pueblan sus pesadillas. Los cetáceos se confunden con el kraken de las leyendas. Reviven en ellos terrores ancestrales. Se despiertan gritando, empapados en sudor, tras soñar con los monstruos sanguinarios que esconden las simas del océano.
La amenaza de la tormenta perfecta acerca por un momento a todos los pasajeros, que observan de reojo cómo se prepara el barco para la batalla. Memorizan las instrucciones de evacuación. Las normas de salvamento incluyen embutirse en una combinación salvavidas de neopreno. Tienen que conseguirlo en menos de dos minutos. Han hecho simulacros. Se arrepienten de haberse dejado llevar por el romanticismo y ahora recuerdan la letra pequeña del contrato, en la que el Instituto Polar Francés se desentendía de los daños que pudieran sufrir.
Ven acercarse el primer iceberg, es gigantesco; no debería estar ahí. La adrenalina se palpa, es casi eléctrica. En toda su historia de navegación, es la primera vez que el Marion Dufresne II se encuentra con un iceberg en esas latitudes. No es un barco como los demás, es un buque de investigación y suministro de ciento veinte metros de eslora, pero tampoco es un rompehielos acorazado como los que viajan hacia el Polo. No soportaría el embiste de un iceberg inmenso y su integridad depende por completo de la destreza que tenga el capitán para sortearlo. Pasan cerca, demasiado cerca, por eso contienen la respiración, atentos al menor ruido. Una vez desaparecido el iceberg en el horizonte, olvidan las rencillas y, hermanados en el descontrol, acaban con todas las reservas del bar.
Solo los marineros permanecen sobrios, ajenos a la orgía de bacantes que se celebra en la discoteca del piso inferior. El alcohol y el balanceo del barco no son una buena mezcla, muchos pasajeros vomitan por los rincones. Ante la proximidad de la muerte, la desinhibición es absoluta. Eros y Tánatos van siempre de la mano, desbocados.
Muchos amanecen en el camarote equivocado, junto a un cuerpo desconocido que les ha permitido arrinconar durante unas horas el temor y hacer oídos sordos al fragor de la tempestad. Los temibles mares del sur no desmerecen —en este viaje— de su reputación de fiereza. No osan mirar el mar, como si no quisieran intuir sombras serpenteantes debajo del barco. Tampoco levantan la cabeza hacia el cielo, como si no quisieran ver las aves de mal agüero que planean sobre ellos. Es posible que pronto estén a su merced, una presa fácil en un bote de salvamento a la deriva.
La palabra iceberg viene del neerlandés y quiere decir montaña de hielo. Se estima que una octava parte de la superficie no viaja sumergida, de ahí la expresión «la punta del iceberg». De ahí también que supongan un peligro real, e impredecible, para las embarcaciones.
1.3 Cuando despierta, Olivia no recuerda mucho de lo que ha pasado, sí lo suficiente para sentir arrepentimiento. Sin hacer ruido, se desliza por debajo de la zarpa sudorosa que la aprisiona. Un reguero de baba cubre la almohada, el semen crujiente adorna una manta raquítica. No hay ni un solo libro a la vista. Mucha espiga y poco grano. Iba demasiado ebria para darse cuenta de esos detalles tan significativos, o quizá la noche era tan cerrada que decidió pasarlos por alto.
Rebusca a tientas la ropa y echa un vistazo por el ojo de buey mientras se pone los pantalones. Un escalofrío le recorre la espalda al atisbar un segundo iceberg. Va a agonizar muy mal acompañada. Todo por la necesidad de abrazar un cuerpo caliente en la profundidad de la noche, de combatir el miedo tras ver pasar el bloque de hielo tan cerca del barco.
Sale huyendo del camarote, pero su amante se despierta, la persigue por el pasillo y la abraza por la espalda mientras baja la escalera. Olivia ha practicado, desde pequeña, artes marciales, y la llave es ya un acto reflejo; sale sola, como en el combate de un campeonato. Es cinturón negro, que equivale a llevar un arma blanca siempre encima, a pesar de que «kárate» signifique algo así como «el camino de la mano vacía».
El ruido sordo del cráneo al golpear contra el escalón no deja lugar a dudas, pero se agacha para buscar el aliento del hombre desnudo. No respira, no tiene pulso. El cuello forma un ángulo rarísimo. Mira a su alrededor, no hay moros en la costa. Estarán todos durmiendo todavía, tras una noche de excesos. Sin pensarlo, levanta el cuerpo del suelo y lo arroja por la borda. No se detiene a mirar cómo se lo tragan las aguas. No recuerda su nombre; lo llamará Jonás, por lo de la ballena.
Corre a su camarote, cierra la puerta, y no sale en todo el día. Mientras admira los icebergs de todos los tamaños que no dejan de pasar, de nuevo demasiado cerca para su gusto, dibuja flores, caracoles y lunas en el vidrio empañado del ojo de buey. Dan ganas de subirse con una pértiga a esas islas de merengue flotante y de navegar hacia el ocaso.
Los témpanos que atraviesan el océano no son necesariamente blancos. En el atardecer son un prisma, un aleph de reflejos: recogen y concentran toda la luz y la devuelven irisada.
1.4 A la mañana siguiente, Martine aporrea la puerta. Olivia no quiere levantar sospechas, así que justifica el mal humor con la resaca y se dispone a escuchar la enumeración de las acrobacias sexuales efectuadas por su amiga con un italiano llamado Edoardo al que Olivia también le había echado el ojo, pero no el lazo.
Martine fue más rápida. Olivia entró en la discoteca mientras la pareja ya se marcaba unos ardorosos besos de tornillo en el centro de la pista de baile. Si no hubiera tardado tanto en arreglarse, quizás habría detenido el romance a tiempo. En esas estaba, llorando despechada mientras volvía al camarote, cuando apareció para consolarla su Romeo, el mismo que ahora yacía en el fondo del mar; o en la panza de alguna ballena. Por lo menos nadie la ha visto. Ha actuado con nocturnidad y alevosía. O eso quiere pensar.
Edoardo sería uno más de esos modernos con barbita que parecen sacados todos del mismo molde si el azul de sus iris no fuera tan pálido. Martine ha hecho fotos, cómo no. Olivia traga saliva al ver el pene enhiesto en la pantalla del móvil. Es perfecto, de película porno: ni torcido, ni fino, ni rechoncho. Olivia deseaba que Edoardo tuviese algún defecto físico, un talón de Aquiles en su belleza apolínea. Pretendía con ello no odiar tanto a Martine, o no odiarse tanto por la falta de iniciativa. Olivia se acaba conformando siempre con el amigo del que le gusta; es una condena. Jonás no es ya sino una figura borrosa en la memoria, un pene en forma de garfio que se le clavó en las entrañas sin delicadeza alguna.
Mientras tanto, la sangre fría de la tripulación consigue mantener intacto el barco. El capitán ha dado instrucciones por los altavoces para que nadie salga a cubierta, ni siquiera bajo su propia responsabilidad, por precaución. Los nubarrones comienzan a sangrar y el ruido del vendaval apaga todos los demás. Hay que agarrarse a los cordones de seguridad para no tambalearse por los pasillos. La desaparición de Jonás parecerá un accidente. Olivia se hará la sorprendida, como el resto. «Sin cadáver no hay crimen», se repite como un mantra. «Sin crimen no hay castigo».
Tiene restos de sangre seca incrustada en la uña del meñique. Saca el neceser, se pinta de rojo rubí las uñas de las manos y, ya que está, las de los pies, mientras escucha a Martine, que podría hablar de sí misma durante horas —arrobada por el sonido de su voz— y no se inmutaría aunque Olivia descuartizase a alguien delante de sus narices y se untase las mejillas con el dedo mojado en sangre.
Sus amigas la irritan cuando narran sus romances con golpes de efecto, a bombo y platillo, como capítulos de un culebrón de sobremesa. Le da rabia, porque son inteligentes. Una de ellas es doctora en astrofísica, especialista en estrellas binarias, y aun así pierde el tiempo diseccionando cada minuto que pasa en compañía masculina. Quizás la realidad sea tan poco interesante que sea necesario buscar significados recónditos en palabras vacías, a pesar del desperdicio de todas esas mentes brillantes dedicadas a desentrañar los misterios del amor, a intelectualizarlo. Ella es pudorosa, y nunca describe con puntos y comas sus ligues.
Olivia divide el mundo entre actores protagonistas, secundarios y espectadores. Martine es la vedette. Tenía que enrollarse con el galán del barco, era el único guion posible. Martine era la verdadera culpable de la muerte de Jonás, pues el pobre no intentó sino ahogar las penas del despecho. Hubiera sido mejor tirarla a ella por la borda, hubiera tenido más sentido; aunque en esta vida nada lo tiene.
Estaba decidida a hablarle aquella noche. Se paró un momento en el umbral con la intención de darse ánimos, pero la suerte ya estaba echada. Ahora tiene sangre en las manos. No conseguirá lavarla nunca; lleva la maldad marcada a fuego en las uñas. Se las examina de reojo. Es una asesina: un nuevo estado civil, una etiqueta tan reluciente como el esmalte rojo. Homicidio involuntario, tal vez, pero homicidio al fin y al cabo, y con ocultación de pruebas. Menos mal que el temporal habrá limpiado ya las gotas de sangre que dejó en el escalón la nuca herida de Jonás.
Olivia siempre ha imaginado la muerte como algo escandaloso, y esta ha llegado sin estrépito ninguno. Un parpadeo, un golpe seco, un cuerpo desnudo que le resbala de entre las manos hacia el fondo marino.
1.5 El silencio, de repente. Ha cesado el soliloquio. Un murmullo de agitación recorre el barco. Las dos amigas salen apresuradamente del camarote temiendo lo peor. Reina el desconcierto, los pasajeros se arrastran como almas en pena y esperan órdenes, de quien sea. Los altavoces, de nuevo, cumplen su función: «Todos a sus camarotes», rugen, «esto no es nada. Llegaremos a puerto sanos y salvos».
Olivia vuelve a la cama tras saquear los víveres de Martine, que ha desertado para retornar con su Adonis, desobedeciendo las órdenes del capitán: está prohibido deambular por los pasillos. Olivia desea que se mate ella también. Cierra los párpados mientras se chupa el chocolate derretido de la punta de los dedos, y sueña con el hielo azulado de los icebergs.
Cuando despierta es de noche y la tormenta ha amainado, al menos el barco ya no se tambalea tanto. Parece evidente que el sacrificio de un mártir inocente ha aplacado la cólera de los dioses; el cuerpo desnudo de Jonás ha calmado de momento el apetito de los monstruos que acechan en el vientre del océano, y que les permiten continuar la travesía.
Ha tenido un sueño reparador. Lamerse los dedos —una mezcla de sangre y chocolate— le ha infundido valor y proporcionado una extraña serenidad. La impunidad de la que goza la sobrecoge. ¡Si lo hubiera sabido antes!
Después de todo, tal vez esa sea su vocación. Nunca es tarde, si bien se piensa. Abre una novela de Agatha Christie y se enfrasca en la lectura. Quiso ser bibliotecaria, hasta que descubrió que no se pasaban el día leyendo tranquilamente, como imaginaba, sino que era una profesión de cara al público consistente en sermonear a quienes no devolvían los libros a tiempo. Entonces se decantó por su otra pasión infantil, los bichos.
Del amor por las historias de detectives le ha quedado, eso sí, cierta atracción por el crimen. Ahora que ha cometido uno, nota que algo salvaje se ha despertado en ella. Pretende dejar que crezca, hasta tomar la forma que desee. No opondrá resistencia. Siente curiosidad por conocer esa faceta de sí misma, que tan aletargada ha permanecido todos estos años.
Si tuviera que elegir un superpoder, sería el de controlar las mentes ajenas, y así poder convertir a los demás en marionetas que obedeciesen sus órdenes sin discusión. Como Obi Wan Kenobi cuando convence a los soldados imperiales de que no son ellos los fugitivos a quienes buscan. Acabaría con el libre albedrío y se anularía el conflicto. Ya de paso, tampoco estaría de más asfixiar a distancia a quienes osen contradecirte, como hacía Darth Vader.
A Olivia le atrae mucho más el lado oscuro de la fuerza. Siempre ha sentido afinidad con los villanos de las películas, aunque en las pantallas ganen los buenos, por aquello de la moraleja.
Esos superpoderes le hubieran venido de perlas de pequeña para acallar a las niñas malas que la hacían sufrir. Olivia fue a un colegio de pago sin pagar, francés, religioso y de señoritas en El Viso, llamado Union-Chrétienne de Saint-Chaumond. Las hijas de los empleados tenían la matrícula gratis. Por el contrario, debido a la segregación por sexos, los hijos no podían acceder a la educación elitista de aquel colegio francés, y los cuatro hermanos de Olivia acabaron, sin excepción, de camareros.
Su madre era la cocinera y su padre el jardinero, oriundos ambos de un lugar de La Mancha del que Olivia no quería ni acordarse: cuatro casas desvencijadas que se apiñan en el meandro de una carretera provincial de mala muerte. Un pueblo fantasma, castigado por el sol y por el aburrimiento.
El uniforme, que todas aborrecían, la protegió en cierto modo de que las desigualdades fueran demasiado evidentes. El suyo era, si acaso, más viejo, estaba más desgastado, con esas bolitas que les salen a algunas prendas cuando se acercan a la fecha de caducidad. Su madre compraba uno varias tallas más grande, e iba deshaciendo el dobladillo de la falda a medida que crecía. Odiaba aquel uniforme incomodísimo. Le picaba la piel por culpa del jersey, sobre todo en el cuello.
Las diferencias se notaban, a pesar de todo. En clase de gimnasia todas llevaban el mismo chándal color pizarra, y las zapatillas debían ser blancas. Cada alumna podía elegir las suyas. Una niña llamada Milena se burló de las playeras con velcro marca Decathlon de Olivia para fardar de sus Nike nuevas y restregarle que eran doce veces más caras. Olivia se quedó callada y se miró los pies. Siempre le habían parecido comodísimas esas playeras. No tenías ni que atarte los cordones. Debería haberle contestado a Milena que sus zapatos serían doce veces más caros, pero que ella era también doce veces más estúpida; o que sus notas en matemáticas eran doce veces peores; o que tenía el culo doce veces más gordo. Cualquier respuesta hubiera sido mejor que bajar la mirada y dejarse pisotear por aquellas flamantes zapatillas de marca.
Las distribuían por orden alfabético, y este orden preestablecido forjaba alianzas indestructibles, o enemistades imperecederas. Tuvo la suerte de que Jimena, su compañera de pupitre, la invitase a Comillas todos los agostos, salvándola así del tedio del pueblo manchego. La suerte o la desgracia, porque al ver cómo vivían las demás familias pudo medir la distancia que separaba a sus amigas de la frugalidad de su hogar. Comer en exceso, hasta el empacho, era una manera de substraer aquello que no le pertenecía, de hacer suyos esos manjares que jamás iba a catar en casa. Sus favoritos eran los entrantes y los postres, todo lo que acompañaba el plato principal. Se deleitaba en lo accesorio: los quesos, los patés, los arroces con leche, los flanes, los bizcochos, las frutas exóticas y las cremas de limón que adornaban la mesa como en una naturaleza muerta holandesa. Incluso ponían flores en un jarrón azul Klein, y usaban un mantel de lino con servilletas a juego.
Por el contrario, su madre se llevaba fiambreras del colegio (cabe pensar que la cleptomanía de Olivia es un rasgo heredado y no una debilidad propia), y cenaban todos los días lo mismo que habían comido en la cantina escolar, sentados a una mesa tan pequeña que se chocaban los codos y las rodillas de los comensales, con un hule de cuadros rojos y blancos reluciente de tan gastado.
Durante aquellos veranos de la infancia, de una comodidad prestada, en los que Olivia impostaba ser una más y renegaba de sus orígenes sin un ápice de culpabilidad, se despertó en su interior el afán por acumular cosas hermosas. La avidez por lo superfluo, pero aún más por vivir sin el miedo que atenaza a los pobres. El estar a salvo (un techo, comida caliente, hoy y mañana) se compra con dinero, con la incertidumbre y la miseria de otros. Los billetes tienen una concentración altísima de bacterias fecales. El dinero es sucio y da la felicidad, o la seguridad necesaria para que se den las condiciones previas a su existencia.
Fue Jimena quien —al dejarla entrar en un mundo privilegiado— le enseñó lo que se estaba perdiendo y quien insistió para que frecuentara las clases extraescolares que la han convertido en una máquina de matar. Olivia se habría apuntado a lo que su amiga hubiera propuesto: ballet