Los héroes de Yakutia - Manuel J. Pérez Lorenzo - E-Book

Los héroes de Yakutia E-Book

Manuel J. Pérez Lorenzo

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Beschreibung

Los Héroes de Yakutia es una obra de ficción, basada en la realidad: ninguno de los capítulos impares, que cuentan historias, son del todo verdad; y ninguno de los capítulos pares, que cuentan vivencias, son totalmente ficticios. La vida es complicada, y, un buen día, un tipo normal —si por normal queremos entender alguien ajeno al mundo carcelario, a sus campañas de entradas y salidas, a sus reglas y a sus contingencias— ve cómo, por circunstancias que en realidad no importan, su vida cambia de golpe, viéndose inmerso durante años en un pozo en el que nadie piensa, ni cree que de verdad existe, hasta que se cae en él. Y, si ese tipo normal, además es un policía, el choque de dos realidades es todavía más cruento. Pero, Los Héroes de Yakutia no cuenta las penalidades de un policía en las cárceles (eso ya lo ha hecho mucha literatura), sino las del preso que no sabe muy bien si existirán los expresidiarios, ni si existen los expolicías, y las historias del día a día de esa nueva realidad que dan munición a la perdición y a la supervivencia. Lo que es va desapareciendo poco a poco, y lo que empieza a ser va creciendo a pasos de gigante. ¿Perdería la esperanza? ¿Hay un camino de vuelta en alguna parte?

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Seitenzahl: 362

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Nació en Madrid en 1961. Es abogado desde hace casi treinta años y empresario; y fue muchas más cosas, que son las que lo han traído hasta aquí. Fue inspector de policía en la lucha antiterrorista en el País Vasco de los años ochenta; estuvo preso y conoció once cárceles; defendió a algunos de los mayores narcos de España; y mantuvo contactos con servicios secretos y de información nacionales e internacionales. El resto no ha prescrito. Su única relación con el mundo editorial fue la publicación de la obra divulgativa profesional Los Pecados de la Audiencia Nacional, Arcopress, 2005. Y, actualmente, compagina sus obligaciones profesionales con la preparación de su tesis doctoral El suicidio del Estado de Derecho.

 

Los Héroes de Yakutia es una obra de ficción basada en la realidad: ninguno de los capítulos impares, que cuentan historias, son del todo verdad; y ninguno de los capítulos pares, que cuentan vivencias, son total mente ficticios.

La vida, a veces, parece que elige los caminos juegan a los dados. Eso es lo que debió de pensar, un buen día, un tipo normal —si por normal queremos entender alguien ajeno al mundo carcelario, a sus campañas de entradas y salidas, a sus reglas y a sus contingencias—cuando advierte cómo, por circunstancias que en realidad no importan, su destino cambia de golpe, viéndose inmerso durante años en un pozo en el que nadie piensa, ni cree que de verdad existe, hasta que se cae en él.

Y si ese tipo normal, además, es un policía, el choque de las dos realidades es todavía más cruento. Sin embargo, Los Héroes de Yakutia no cuenta las penalidades de un policía en las cárceles (eso ya lo ha hecho mucha literatura), sino las del preso que no sabe muy bien si existirán los expresidiarios, ni si existen los ex policías, pero, sobre todo, explica las historias del día a día de esa nueva realidad que dan munición a la perdición y a la supervivencia. Lo que uno es va desapareciendo poco a poco, y lo que empieza a ser va creciendo a pasos de gigante. ¿Perdería la esperanza? ¿Hay un camino de vuelta en alguna parte?.

LOS HÉROES DE YAKUTIA

LOS HÉROES DE YAKUTIA

Manuel J. Pérez Lorenzo

Primera edición: mayo 2021

 

 

Publicado por:

Delta-V Ediciones

Paseo de la Castellana, 248, Bajo-D

28046-Madrid

 

 

© Manuel Jesús Pérez Lorenzo, 2021

© de la presente edición, 2021, Delta-V Ediciones

 

Printed in Spain

ISBN: 978-84-09-36591-3

Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

 

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

A Mariajo.

Por enseñarme cada día,

a golpe de mirarme con esos ojos

de niña grande

—que se ponen verdes cuando me quieren—,

lo pequeño de los amores pasados,

el color de la esperanza

y que, cuando ama,

una mujer construye futuro y hogar,

hasta para quien no tuvo presente.

PRÓLOGO

Caía la tarde definitivamente, y, en la celda medio desordenada, se respiraba cierto aire gastado, como si hubiera sido usado muchas veces por muchas personas antes de haber llegado allí. No importa; valía para su cometido, pero sin alardes, sin aspavientos, proporcionando el combustible justo para unos pulmones que respiraban, unas manos que hacían bolsas de viaje, unos ojos que miraban a intervalos hacia los lados queriendo ver no el espacio —espacio exiguo—, sino el tiempo —profundo como los recuerdos—, y unas rodillas que temblequeaban imperceptiblemente cuando el propietario de todos ellos echaba un vistazo al cassio de plástico negro que llevaba en la muñeca izquierda y al que pensaba pegar un decidido y sonoro martillazo, una vez se encontrara fuera de aquel lugar, para ver si conseguía romper también, con él, todo el tiempo que sumó y contó en sus entrañas digitales.

Ya casi no entraba luz entre los barrotes, y la que daba el fluorescente del techo, lleno de chorretes y grumos de pintura, era blanca, anodina e impersonal.

Se oía un televisor a lo lejos, y de vez en cuando también alguna que otra voz, pero no era importante. No significaban nada ya el silencio o el ruido. Se podían quedar los dos entre aquellas cuatro paredes, cuando aquel tipo de las bolsas y del tembleque de rodillas se fuera, dejando un hueco para que lo rellenara otro superconductor de tiempo, otro bulto de apariencia humana anclado al fondo, al que atravesar las horas y las eras.

Ya no quedaban útiles de aseo en el lavabo. Donde estuvo el televisor, ahora quedaba un cuadrado descolorido —¿o sin polvo?—. La papelera estaba casi llena de dos o tres periódicos y revistas antiguas, folios medio escritos a mano y rotos en cuatro pedazos, pilas gastadas, latas de Coca-Cola y algún que otro envoltorio de comida varia. En las mínimas estanterías de ladrillo quedaba una bolsa de plástico de supermercado vacía y rajada. El cajón de la mesa se encontraba abierto, y dentro permanecía solamente la capucha de un bolígrafo y una goma de borrar mordisqueada por su trabajo, aunque, en realidad, también había en una esquina al fondo, un mechero de tres por veinte duros que todo parecía indicar que se iba a quedar allí. La cama estaba a colchón desnudo, y un juego de sábanas y manta aparecía colocado —perfectamente ordenado— en un extremo, junto con la almohada. Un poco más allá, y en el lado más cercano al protagonista, había dos bolsas de deporte de tamaño mediano, una un poco más pequeña que la otra, con los restos del naufragio.

El Náufrago ahora estaba sentado en una silla de ésas de colegio antiguo, de tubo metálico y respaldo y asiento curvos, como de formica. Se acababa de sentar, con los codos apoyados en las rodillas y sujetándose la cabeza con las dos manos, cogiéndose las sienes como si fuera un pensador de Rodin, pero cansado, muy cansado.

En el instante siguiente, levantó la cabeza, juntó las dos manos con los dedos entrelazados, sosteniendo la barbilla, y todavía apoyados los codos en las rodillas, e inspiró profundamente. El aire preso entró en su pecho y cogió fuerzas para tratar de grabar ese momento en su cabeza, de forma que no desapareciera nunca. Seguramente, al recorrer la celda una vez más con la mirada, estuviera recordando cómo llegó allí, ahora que se iba a ir.

El ruido de la cancela abriéndose lo sacó de golpe de sus pensamientos. Instintivamente, volvió los ojos hacia la dichosa puerta, miró la hora, se levantó, cogió las dos bolsas y, antes de atravesar la puerta, esta vez hacia afuera, giró la cabeza y lo volvió a ver todo, otra vez.

I

Llegó en unK

Llegó en un K. Tal extraña sigla corresponde no a otra cosa que a un vehículo camuflado de la Policía, un coche común y corriente que únicamente se diferencia de todos los que taponan las calles de la ciudad en que lleva una emisora, una sirena de dos o tres tonos, un lanzadestellos, que alguien debió de llamar pirulo alguna vez y que ha dado nombre para siempre al curioso y llamativo aparatejo, y un par de individuos que para sus jefes eran «el funcionario Fulano» y el «funcionario Mengano», para sus subordinados eran dos chapas y para los delincuentes, nada más que «otros dos hijos de puta» o alguna lindeza similar —en el fondo lo entendía: las calles eran la guerra, y, en las guerras, lo primero es cosificar al enemigo—. por lo demás, un K no se diferencia en nada de otro turismo cualquiera.

Cuando la Policía era todavía aquel Cuerpo orgulloso y vocacional cuya oposición de acceso aprobó con 18 años, y en el que no consiguió entrar hasta bien digeridos tres cursos lectivos de nueve meses cada uno de Escuela Superior de Policía, esos dos individuos que conducían kas eran siempre inspectores, salvo el conductor de algún comisario del Cuerpo o el chófer de algún mando del cuerpo hermano de la Policía Nacional —a veces parecía que había más jefes que indios en aquélla, su policía uniformada—. Ahora ya no; ahora, dichos dos individuos pueden seguir siendo los «funcionarios Fulano y Mengano», puede ser que los sigan llamando chapas e «hijos de puta», pero ya no tienen necesariamente que ser inspectores del Cuerpo Superior de Policía. Sin embargo, aquel día, en el K, sí que iban tres inspectores.

El más joven de los tres había sido un tipo seguramente normal. Joven hasta el insulto y posiblemente inmortal, como se sentían los policías que luchaban contra ETA en el País Vasco de los años ochenta. Luego de unos años, todos dejaban de ser normales: demasiado odio, demasiada noche y demasiados funerales.

Moriarty había sido un buen madero, aunque no le dio tiempo a ser un héroe en la Policía, si acaso no lo fueron todos los que anduvieron aquel camino —hoy olvidado por la sociedad, sin duda a propósito— en aquellos años. Su verdadero nombre no importa. En muchos grupos antiterroristas de aquella maravillosa tierra aquejada por la ensoñación separatista, muchos de sus miembros llevaban un apodo encima, un nombre de guerra que apenas les ocultaba la cara, como la pintura antibrillos de las operaciones nocturnas. «Moriarty» lo eligió él mismo —mejor elegirlo, antes de que te lo eligieran—, seguramente porque siempre lo atrajo el romanticismo del lado oscuro: Luzbel frente a Miguel, el Coyote frente al Correcaminos, Darth Wader frente a Skywalker; o Moriarty frente a Holmes. Tenía algo de heroico ser mejor que su némesis y tener que perder solamente por seguir los renglones torcidos del guión y la mentirosa moraleja buenista, que en la vida real no funciona. Luego, «Mor» todavía apocopó más el disfraz que separaba quién era de quién había sido.

Efectivamente, llegó en un K. Hacía mucho, mucho tiempo. Mientras el compañero que conducía iba haciendo maniobras para aparcar el —le parecía recordar— Peugeot 309, inevitablemente y casi sin darse cuenta —se la daba ahora, extrayendo recuerdos desde aquella distante distancia—, iba pensando en tantas y tantas cosas que se podrían contar —y callar— sobre la vida de un coche oficial. Sí, eso es, lo recordaba ahora; en aquellos momentos simplemente estaba pasando. Casi sin querer, y como aseguran que ocurre en los instantes en que se acerca la muerte —pensaba—, miles de fotogramas a una velocidad endiablada pasaron de refilón por su cabeza y le dejaron el gustillo agridulce que trae rememorar aquellos lugares donde se ha sido tan feliz que —según la canción— no merece la pena volver jamás. ¡Joder, cuántas veces volvió desde entonces, y absolutamente sin querer, a aquellos lugares!

Recordaba que sentía verdadero placer al llegar al Grupo por la mañana, ver qué había que hacer, elegir las armas adecuadas, suponiendo que fueran mejores para ese día unas que otras, coger las llaves del K y salir zumbando. Por cierto, casi nunca se hacía la fantasmada de comprobar el tambor del revólver con cara de póker, ni tampoco la de sacar y volver a introducir sonoramente el cargador de la pistola que se llevaba encima, como sí se hacía, por supuesto, en las películas americanas: ¿quién se va a entretener en descargarte el tambor en el propio Grupo, o en cogerte la pistola, quitarle el cargador, introducir uno vacío y volver a dejarla en la funda? No; definitivamente, eso sólo debía de pasar en las películas.

Joder… cuántos kilómetros tendría pegados al culo, sentado al volante de uno de estos coches... ¿Por qué no había pensado antes en ello? Cuántos servicios de doce o catorce horas ininterrumpidas de plantón; cuántas horas de calle; cuántas conducciones de niños malos de Rentería o de Durango que ya jugaban a constituir comandos y taldes de gudaris; cuántas carreras con pirulo y sirena, jugándose el bigote en cada semáforo, como aquella vez que el famoso superjuez le hizo llevarle unos papeles al puente aéreo Madrid-Barcelona, para luego no estar allí, y después de meterse a buscarlo hasta en el mismísimo avión —sólo le faltó terminar en El Prat—; cuántas historias de cuánta gente no habrán tenido cabida en esos asientos que siempre terminan cayéndose de viejos; carrocerías abolladas, olor a tabaco, radio que siempre funciona mal, maletero lleno de los más inverosímiles objetos, pero donde invariablemente nunca aparece la linterna o incluso la rueda de repuesto…; «Me-cago-en-la-puta, ¿quién ha dejado el pirulo en el maletero?»; «¿Cómo cojones funcionará esta calefacción»?; «Anda, empuja un poco con la mano el cristal, que no sube…»; «¿Has abierto el canuto?, que estás gilipollas…».

Plas…, plas…, plas… Cerraron las puertas tras ellos y echó en falta el cuarto golpe, propio de las tiradas nocturnas. Después de las detenciones, siempre había alguno que lo decía, pero indefectiblemente también siempre volvían a hacerlo a la noche siguiente. La rutina nos hace creernos invulnerables. «Un día vamos a tener un disgusto, saliendo del coche anunciando de esta manera que venimos, con los cuatro golpetazos de puerta en medio del silencio…». Sí, eran invulnerables, o les importaba un carajo no serlo.

Definitivamente, ya llegaron.

—Buenos días, somos inspectores de Policía —el compañero que habló exhibió la placa.

Revoloteaba por su cabeza el recuerdo de cómo la llamaban «la milagrosa», porque hasta hacía muy poco abría todas las puertas; e, incluso entonces, todavía era un verdadero orgullo llevarla encima.

—Buenos días, yo soy el jefe de servicios del Centro.

Era un individuo con cara de circunstancias, vestido con pantalón gris, camisa azul claro y chaqueta azul oscuro.

Hubo un mínimo cruce de saludos. Dejaron la maleta y las dos bolsas a un metro escaso y los tres dieron la mano al funcionario de Prisiones que, efectivamente, llevaba una plaquita rectangular en el lado izquierdo del pecho con la inscripción «Jefe de servicios» —¡qué cojones significaría eso!—. Él tomó aire, sacudió las manos en el pantalón, como si con la operación de asentar los bultos se le hubieran llenado de algún tipo de polvillo imperceptible y con ese gesto quisiera dar la sensación de que acababa de realizar un penoso trabajo que no admitía prórroga, y, tras ese acto de teatral resolución, miró fijamente a sus dos compañeros.

—Hemos venido a traer a este compañero. Aquí tiene el auto de prisión y el correspondiente mandamiento —dijo el más antiguo de los dos colegas.

Le devolvieron los dos la mirada —aunque, en realidad, no estaba seguro de que fueran a atreverse a hacerlo—, se estrecharon las manos, le dieron un abrazo y le desearon suerte —«ánimo, Moriarty»—, cruzaron todavía dos palabras en voz baja con el jefe de servicios y se marcharon. Con ellos empezaba a irse su mundo entero, apilado con todos los otros cachivaches en el maletero de un K. Aquella puerta enorme se cerró con él dentro, y afuera quedó la vida. El que aquí entre, que pierda la esperanza.

II

¿Por dónde llegó allí?

El dueño del naufragio se dio cuenta de que se encontraba solo, solo como nunca nadie debiera sentirse, abrumadoramente solitario entre torbellinos de soledades; solo por dentro como si el alma le hubiera sido devastada por un millón de tempestades que hubieran hecho su nido allí; solo como si esto le hubiera arrancado todo lo demás. Ya en el pasado la soledad le había mordido en el cuerpo y en el alma, pero nunca como ahora, nunca con la semilla de la rabia en sus colmillos, nunca con el odio y la saña propios de sádicos o de amantes defraudados. Para qué poco sirve haber sido feliz antes. Al contrario, quizás lo único peor que ser desgraciado sea haber sido también antes feliz, y cuanto más feliz, peor. Peor…

Tenía entre los dedos un triste bolígrafo que no valía más que unas pocas pesetas, que no tenía otro valor que ser el vehículo de lo que ahora sentía, y que tanto bien estaba haciendo a las palabras que querían salir a empujones de su pensamiento y no querían perderse lejos de su boca y de los oídos que no había. Sus dedos parecían ya más acostumbrados a dibujar letras y palabras que a pensarlas… Lo arrastraba sin fuerza y creía ver que casi no arañaba el papel, porque los ánimos se van, caen con el día y no vuelven a salir con el sol. Cada día tenía él menos y más la noche. Ayer, este pensamiento habría bastado para hacerle reaccionar, pero hoy ya no. Hoy sólo tenía una mesa cuadrada y un flexo que ni siquiera era suyo, una radio que no paraba de no decir nada y un reloj que —a su izquierda— lo vigilaba, como si fuera la prueba definitiva de que seguía allí y de que la hora del miedo se acercaba.

¿Se nos escapa, tal vez, algo de la mente cuando apilamos farragosamente día sobre día, minuto sobre minuto, en procesión amarga de pequeñas continuidades? Tal vez sea la cordura lo que huye de nosotros para evitar que estallen nuestros recuerdos y que nuestros temores gobiernen nuestros pensamientos y nuestros actos gastados. Tal vez debamos rompernos en trocitos minúsculos antes de sobrevivir a uno mismo. Tal vez nadie pueda superar el encuentro consigo mismo en esas horas en que se encuentran vacíos los caminos y los corazones. Tal vez el azote del mundo se encuentre indefenso ante el enemigo que lleva dentro.

La fuerza de ese enemigo se define por su propia soledad. Enemigo incansable que nos ataca con nuestra sonrisa y nos aguarda con nuestros más secretos temores en su mochila de campaña. ¿Cómo podríamos vencer a nuestros propios secretos? ¿Podríamos asustar un día a nuestro miedo?

Sueña que duerme en un desierto; al despertar, ¿cómo saber de qué despertaba? Si en sus sueños existen espejismos, estaba perdido; si sus sueños no le engañaban, no dejaría de estar en un sueño. Lo peor no es dormir, lo peor es despertar, porque siempre hay algo que no es real, o porque todo era demasiado real; no lo sabía.

Lo de arriba es igual a lo de abajo, había leído. ¿Quién podría distinguir esos segundos en los que el día nace, de aquéllos en los que el día muere? Lo único bello del fin es que se parece mucho al principio. Nada más. ¿Pero, dónde se encontraba ahora?

No hay paz para los viejos guerreros. No sabían que perderían el derecho a ella cuando empuñaron la espada por primera vez. ¡Quién pudiera volver al amanecer y poder elegir si empuñar reverencias y buenas digestiones en lugar de escudos y lanzas! Cada nuevo motivo de descansar el acero, levantaba sus dos manos y el filo volvía a caer sobre el enemigo y un poco también sobre él mismo. ¿Por qué nadie lo advirtió de que, con cada mirada inquisitiva, el ojo carga con una lesión nueva? ¿Por qué no hubo nadie que lo advirtiera de que hay más caminos al inicio de cada camino? ¿Por qué tuvo que aprender a preguntar, en lugar de a conformarse? ¿Por qué no eligió la felicidad frente a la inquietud?

Estaba solo y en esos momentos la recordaba a ella; por eso estaba infinitamente más solo. Nadie conoce la soledad si no la conoció a ella antes. Se sentía solo y no había nadie en el espejo, diría Borges. Afilaba sus lapiceros y se preparaba para comenzar, ¿o para terminar?

¿Por qué nadie le dijo que en el camino no hay cambio de sentido? ¿Por qué la soledad llama a más soledades? ¿Por qué no es posible parar de pensar y descansar un minuto?

Si fuera incapaz de sentir, todo sería diferente. ¿Por qué nadie se lo advirtió cuando aún había tiempo?

Afila sus lapiceros y se prepara para acabar, ¿o, tal vez, para empezar?

III

Primer contacto

Aquel día había llegado en un coche. Ya no era como antes; ahora casi ya no le venía a la mente K. Antes sí. Qué lejos le quedaba ya todo… Mientras sus recuerdos todavía se creían fuertes y seguía sintiendo en su costado derecho la ausencia del arma, como si le faltara algo de su propio cuerpo —«el hombre ha sido diseñado para llevar pistola», le decía un compañero desde el pasado lejano—, el futuro le empezaba a envolver. No pensaba «el presente», porque todavía era demasiado pronto como para que se diera cuenta de que aquello estaba pasando en realidad. Lo que lo agarraba en aquellos momentos era su futuro; su presente de hoy, pero entonces era el futuro que habría de acompañarlo por muchos años. Y creía, igualmente, que cuando ya fuera por fin pasado efectivo, todavía seguiría apareciéndosele por el presente por mucho tiempo.

—Acompáñame —le dijo el jefe de servicios.

No anduvieron más de diez o quince metros, que, por cierto, tuvo que recorrer dos veces, para transportar consigo la maleta y las bolsas —podía herniarse, el cabrón, si le echaba una mano…—. La nueva puerta metálica que atravesaron se cerró automáticamente, tras propinarle dos pequeños golpes en un lateral; después aprendió que, en ese lugar, muchas de esas puertas —allí las llamaban simplemente cancelas— se abren y se cierran así, aunque hay que aclarar, no obstante, que con la de su chabolo no funcionaba tal simpático procedimiento. Le señaló otra puerta, que daba a una habitación absolutamente ridícula de proporciones, y le instó a que esperara allí.

—¿Qué hay? —le dijeron desde dentro—. En su interior se encontraban dos individuos de aspecto verdaderamente patibulario. Claro que había detenido en muchas ocasiones a hombres así, pero, ahora, él era uno de ellos.

—Hola —respondió.

—¿Quiere usted fumar?

—No, gracias, no fumo.

Tardó cuatro o cinco días en hacer que dejaran de llamarle de usted. Cuanto antes conectara con aquella gente, antes se acostumbrarían a tener a un policía cerca de ellos. En prisión, los violadores, los chivatos y los policías están muy expuestos a sufrir accidentes, y por él podían hacer pedacitos a todos los violadores y a todos los chivatos, pero él tenía que sobrevivir a aquello.

El que le ofreció tabaco era el más alto de los dos. El pelo, sucio, lacio y de un color que podría aproximarse al rubio o al castaño claro, le caía sobre los hombros, no se sabe muy bien si manchando o siendo manchado por una cazadora vaquera con piel de borrego que debía de haber conocido tantas celdas como su dueño. Debía de tener unos veintitrés o veinticuatro años y estaba muy tranquilo. Si es cierto que la cara es el espejo del alma, la de este tipo debía de ser absolutamente abyecta. Su rostro era alargado, cubierto por una incipiente barba de tres o cuatro días, escasamente poblada, y, debajo de ésta, malamente se ocultaban las secuelas de la viruela o del trabajo de un ejército de insectos zapadores; la nariz era recta y alargada, y la boca, construida con labios finos y llena de una sucesión intermitente de dientes negros y agujeros; los ojos, creía recordar, eran levemente achinados y oscuros, y debía de reconocer que no llegó a saber, definitivamente, si tenía orejas. El cuadro lo completaba un pantalón vaquero de pitillo, tan ajustado que más bien pensaba que de crío un día se le debió de olvidar quitárselo y se vio obligado a crecer dentro de él. Y, por último, las invariables zapatillas de deporte —que llamaban «wambas», o algo así, nombre seguramente derivado de alguna marca que ha quedado olvidada e invadida por el propio objeto al que nombró—. No cabía duda: se hallaba ante un auténtico lugareño de esas tierras. En aquellos momentos, Lombroso le pareció un tío cojonudo.

El otro era más bajito y regordete. Iba vestido mucho más correctamente, aunque con cierto descuido. En los pantalones de tergal arrugados y en el cuello de la camisa de cuadros se le notaban demasiado los tres días de calabozo policial en la comisaría, como si, en efecto, hubieran estado tres días y tres noches completos sin pasar por una percha o por el respaldo de una silla. Llevaba puestos también un jersey y una cazadora, y daba una desagradable impresión de sofoco. Su cara redonda parecía congestionada, como de haber pasado la noche llorando, y sus escasos dieciocho años, junto con una historia rápidamente contada, de error o confusión por qué sabe nadie qué y quién —¡bastante le apetecía escuchar en esos momentos las penas de nadie!—, hacían de él, por el contrario que a su fortuito acompañante, un genuino primerizo en aquellas lides. Sin embargo, pese a compartir esa circunstancia con él, tampoco por ello le pareció más simpático ni, por supuesto, se le ocurrió intentar establecer ningún vínculo. Por él, como si le fusilaban al amanecer.

—Esta es mi tercera campaña; esta vez «me han colocao bien de marrón». «Me cagüen dios», ¿para eso pagaron doscientos papeles al abogado mis viejos, para sacarme en provisional hace dos semanas? Mira que le dije que era muy gordo lo de la gasolinera… y, encima, el hijo de puta se ha librado… ¿Chachi que no quiere usted un cigarro?

El pájaro en cuestión no dejaba de hablar, arrastrando las sílabas de las palabras, unas veces dirigiéndose a él, y otras a sí mismo o a un interlocutor invisible; en realidad, creía que le daba igual. El gordito ya no decía ni mu.

Volvió el jefe de servicios.

—Ustedes dos —se dirigió a ellos—, esperen aquí, y vayan sacando todo lo que lleven encima y poniéndolo sobre esa mesa. Tú, vente conmigo —le dijo a Moriarty.

Como ya había visto esa película, esta vez cogió como pudo la maleta y las bolsas y se las llevó de una vez. Siguió al amable funcionario a través de un espacio muy ancho para ser un pasillo y demasiado estrecho para ser un hall, y llegaron a otra cancela. Pum, pum y se abrió; pum, pum y se cerró. Delante de ellos apareció una construcción circular que llamaban centro. En su interior había otros dos o tres funcionarios, todos vestidos de forma similar al que lo acompañaba, pero ninguno exactamente igual. Se quedó en la puerta.

Enfrente se encontraba la galería. Había dos pisos, ambos de forma más o menos circular y llenos de puertas cerradas. La galería estaba a rebosar de individuos que iban y venían en grupos de dos, de tres y hasta de cuatro, casi chocando entre sí, en un continuo murmullo ininteligible. Eso sí, sin embargo, se entendía bastante bien lo de «madero», «picoleto», «hijo de puta», «¡qué te parece ahora esto!», etc. ¡Joder, el aparato de información de este lugar debía de ser mejor que el de la jefatura! Con todo, se reía para sí, pensando en el aspecto que tenía que presentar, ahí parado, con una maleta y un par de bolsas, vestido de chaqueta y corbata, y encarando a un ejército de canallas que iban a ser sus vecinos durante quién sabe cuánto tiempo.

—Ven; no hagas caso —le decía un funcionario que salía con el jefe de servicios.

—No te preocupes, me han dicho cosas peores trabajando. —Lo dijo solamente porque creía que debía decir precisamente eso, y no porque lo sintiera. En realidad, aquello era tan impactante que no sentía ni pensaba nada exactamente.

—Como la ley obliga a que estés separado de los demás, te vamos a dejar, de momento, en la enfermería, aunque tendrás que convivir, por huevos, con catorce o quince internos —le iban explicando mientras se dirigían a otro lugar—. No obstante, si prefieres la separación total, no nos quedaría más remedio que aislarte completamente en una celda —siguieron—, pero solamente podrías salir durante una hora al día.

—No, no, está bien así. —¿Qué iba a decir?

—De todas formas, vas a tener que probar antes el aislamiento, porque el juez ha decretado la incomunicación. No te preocupes, que suele durar sólo unos días.

De sobra sabía él lo que duraban las incomunicaciones judiciales: hasta que lo llevaran a declarar.

Subieron al segundo piso, se abrió una puerta y, tras ella, apareció un pasillo con tres celdas a un lado, tres ventanas al otro y una cuarta celda enfrente. Le eligieron la segunda del lateral, pero hubo que cambiarla porque, además de disfrutar de idénticas comodidades que las otras, le faltaba un cristal en la ventana, y, según le aseguraron, no daban por su vida ni un duro, si pasaba una noche allí en esas condiciones —al complejo en cuestión lo denominaban la nevera; le daba de lleno el viento del norte, que según le dijeron era capaz de helar el culo hasta a un pingüino—. Abrieron la tercera y creyó haber sido transportado de un plumazo al El expreso de medianoche.

IV

Tiempo

¿Qué había ido quedando por el camino? ¿Por qué tenía la sensación amarga de que había sido expoliada su alma? ¿Qué pasa con todo lo que le había sido sustraído? ¿Era posible recuperar alguna vez aquello que ya había quedado a la espalda? Ojalá el camino del tiempo estuviera levantado sobre un círculo, para poder pisarlo mil veces. Se trata de lo que llevamos por dentro, de aquello que hasta el más miserable miembro de esta especie atesora para sí: esa íntima sensación, ese convencimiento interior de que no se es un guijarro sin importancia, ese saber positivo de que —por el hecho de nacer con forma humana— no se puede ser escupido en la cara ni siquiera por los que todo lo pueden. El Náufrago pensaba en todo aquello que se conserva cuando todo ha sido robado, en aquello que continúa cuando cerramos los ojos y nos encontramos solos, en aquello que nadie sino uno mismo puede hacer estallar; en todo aquello que, sin embargo, las zarpas del infierno no dejan de manosear, a ver si se hacen con ello cuando estamos más débiles.

¿O estaba equivocado? Tal vez el sentido moral sólo llegara hasta un determinado nivel, sólo hasta allá donde el bien y el mal desaparecen, sólo hasta allá donde incluso la causalidad se va y se encuentra el reino de la arbitrariedad, de la bota del poder, de la incomprensión, de la indefensión…

A veces, encontraba una pizca del valor antiguo para mirar cara a cara a su propio infierno, y parecía que los reflejos del fuego le iluminaban el rostro. Alguien diría que estaba lleno de luz, pero no; no era más que el respiro de las terribles tinieblas.

Todo es tiempo. Cuando las manos se cruzan a la espalda y se recorren muchos kilómetros en muy pocos metros… Cuando la absoluta soledad de los corazones induce a hablar con gentes que, en realidad, se odiarían o se ignorarían… Cuando nada tiene sabor de verdad… Cuando hombres que tienen sobre los hombros crímenes horribles se enfrentan con miedo a la noche y a la vigilia… Cuando su miedo terrible a pensar en la soledad de una celda y de una cama los aboca a la droga…

Sólo es tiempo. Cuando se ha sido recluido en un trozo inmundo de suelo tabicado, cubierto por una suciedad que alcanza —por fuera— las gargantas y —por dentro— los corazones… Cuando el frío impide el sueño… Cuando la personalidad es perseguida y la individualidad, cazada… Cuando uno se sabe a merced, simplemente a merced… Cuando se ha visto a un hombre suplicar por cien pesetas… Cuando otro se cree afortunado por poseer un vaso de cristal… Cuando se ha tenido que comer con las manos porque los cubiertos de plástico ya se han roto… Cuando un hombre tiene que sufrir la insoportable humillación de que otro le regale sus galletas porque tiene hambre… Cuando se mira a los ojos vidriosos del que te pasa al lado y no se puede ver nada porque está empachado de gotas y pastillas que acabarán con su mente y sólo le dejarán la sonrisa de un idiota… Cuando se busca engañar al tiempo al precio de meter muerte en las venas, para olvidar el presente a cambio de renunciar al futuro… Cuando, por fin, en la cabeza se asienta la seguridad de que no se es nadie, de que allí nada existe…

Tiempo. Aquello antes no existía, y entonces ya sólo existía aquello. Cuando todo hace ademán de caerse, vuelven a sujetarnos las manos negras de la realidad, para que siga existiendo la infinita angustia de esperar la caída… Pero él sabía que se iría. Sabía que el tiempo es caprichoso y que, tarde o temprano, se cansa de sus nuevos juguetes y los libera. En eso cifraba su esperanza: lo sabía, y nada que pudiera ir de la mano del tiempo lo rompería por dentro, a no ser que antes lo rompiese por fuera.

¿Entonces, qué? Ya lo sabía: todo acabará y se abrirán las puertas de la pesadilla para que pueda escapar. Y alguien le dirá que todo ha acabado bien, que las pesadillas lo son porque un día se terminan y se despierta a la vida; y lo escuchará con el escepticismo instalado en las comisuras de los labios, sonriendo con el cinismo que da el conocimiento. ¿Qué puede saber nadie de lo que se puede vivir en estos días, de lo que se puede ver, de lo que nunca olvidará y de lo que le ha cruzado por la cabeza como relámpagos sin trueno? ¿Dónde va la vida que se pierde? ¿Dónde las oportunidades que han pasado de largo? ¿Qué hacer con todas las horas de tribulación que llevará en la mirada por mucho tiempo? Un minuto de la felicidad de la mujer que amaba valía infinitamente más que todos los apóstoles del sistema, que todos los cinismos, que todos los linchamientos morales, que todas las recompensas… ¿Quién podrá arrancarle los tatuajes que esos días se habían clavado en su alma? ¿Quién podrá devolver los días perdidos? ¿La sociedad? ¿La justicia? ¡Mierda! Entonces comenzará una guerra.

V

El expreso de medianoche

Olía mal, muy mal. Es lo primero que recordaba de aquello siempre que le volvía todo a la cabeza. El olor no se iba ni aun manteniendo horas la ventana abierta. Era un olor especial y contumaz, ya propio de aquel lugar. Estaba pegado a las paredes y al propio aire. Y, sin duda, también querría pegarse a sus habitantes.

Tenía suerte porque, al parecer, estaban todos los cristales intactos; estaba seguro de ello, pues tenían tanta mierda que era imposible no verlos al primer vistazo. Eso sí, cuando los limpió descubrió que no eran translúcidos, pero de todas formas daba igual: en ese lateral, al otro lado no había nada que ver, excepto una pared de ladrillos nada interesante.

Todavía no se atrevió a meter sus cosas. Fue en aquel momento cuando comenzó a adquirir conciencia de en dónde estaba. ¿Qué había pasado para que hubiera llegado a un lugar como ése? La puerta estaba en uno de los lados largos del rectángulo que era la celda; era doble: la propia puerta de hierro y, tras ella, el cangrejo, es decir, otra puerta de barrotes, a modo de complemento de seguridad. En la pared de enfrente estaba el ventanal, a unos dos metros de altura. Era una celda grande para los cuchitriles en los que había tenido que estar desde entonces, unos quince metros cuadrados. Del techo colgaba una solitaria bombilla que amenazaba constantemente con poner en práctica la ley de la gravedad. Justo en el centro de la celda se encontraba el esqueleto de una cama, con un somier hundido y desdentado de muelles; realmente parecía que alguna vez debió de haber estado pintada, aunque entonces ya sólo quedaban restos de chorretes que, en un alarde de optimismo, permitían lanzar tal suposición. Había también una silla a la que le faltaba el respaldo y que cojeaba más que su moral de entonces. Debajo de la ventana se encontraba una mesa cuadrada. Por las huellas de pisadas que tenía casi fosilizadas, quedaba claro que su finalidad no había sido precisamente la de soportar horas de lectura, sino más bien la de tarima de zapateado flamenco, la de instrumento escalatorio o cualquier otra que escapaba su imaginación, por mucho que tratara de acercarse al pensamiento de los canallas que lo habían precedido desde años inmemoriales. Pero eso no era lo peor.

No sirve tratar de explicarlo. El ser humano se rodea de su pensamiento y de sus ideas, transforma el medio en el que vive, intentando recrearlo a su imagen y semejanza. Su hábitat es parte de él, es parte interior de él mismo que materializa para rodearse de identidad. Arrojar a un hombre en medio de la basura es tratar de destruirlo, es tratar de conseguir que piense como le obligan a vivir, es buscar convertirlo a él mismo en un basurero. No se puede saber, si no se ha vivido, todo lo que pasa por la cabeza en esos momentos.

El suelo se encontraba cubierto casi por completo de restos de comida, papeles, colillas y toda clase de desperdicios que puede originar un animal de la raza humana. Pieles de frutas pisoteadas, restos de pollo, envoltorios, latas roñosas, manchas cuya procedencia no quería ni preguntarse…

De las paredes colgaba de todo menos cuadros. Una de las paredes pequeñas estaba forrada hasta la mitad de pósters de páginas centrales de Interviú, Penthouse y otras publicaciones por el estilo. Las mujeres le gustaban como a cualquiera o más, pero aquello debía de ser masoquismo puro. Y, joder, tampoco es que pretendiera encontrarse en la pared una exposición impresionista, pero lo que nunca esperaba que fuera posible encontrarse era aquellos verdaderos pegotes de auténtica mierda colgando de ella: el hijo de puta en cuestión tenía por fuerza que haberse echado mano al culo y haberse liado a pelotazos contra toda la celda. Eso sí, las manos después se las limpió ¡también en la pared! Un collage. Se juraba para sí mismo que aquellas paredes parecían un collage demencial.

Por supuesto, no había retrete. Simplemente había un agujero practicado en un rincón, en estado de suciedad agravado en comparación con el resto de la celda, de forma directamente proporcional al uso al que se debe. Daba la impresión de que en cualquier momento podrían surgir de esa negra oquedad Alien, Depredator o cualquier otro bicho que los creadores sacan de su imaginación, desconociendo que la realidad presenta ejemplos que van mucho más allá que cualquier fantasía. Qué no crearía Spielberg, por ejemplo, tras una noche en este lugar…

Tardó varios cubos de agua, dos o tres botellas de lejía y de agua fuerte y muchas docenas de pases de fregona por suelos y paredes hasta que tuvo valor para que lo encerraran allí.

—¿Qué tal va eso? —sonó a su espalda. Era el último funcionario que lo había acompañado hasta allí.

—Sobreviviré —le dijo.

—Tengo que chaparte ya, ¿necesitas algo?

—No, gracias —¿Qué le iba a pedir, cuarto y mitad de valor?

Por fin entró. Ya estaba aquí. Era el primer día del resto de su vida… Qué gilipollez. ¿Perdería la esperanza?

VI

Sobrevivir

Hay una forma de esperar interminable, que tiene una capacidad sorprendente para agotar las esperanzas hasta de los más bravos. Una forma terrible que también habitaba entre aquellas paredes, como si en ellas ningún horror fuera bastante y hubieran de contenerlos todos para que nunca se pudiera olvidar dónde había estado. Y eso que el Náufrago era paciente; en su alma esquizofrénica, había siempre un rincón vacío para que el tiempo lo fuera llenando de esperas y que éstas no pesaran demasiado en el corazón. Era paciente, pero cómo pesaban los fardos de la duda y de lo desconocido…, del no saber qué había esperando a la vuelta de cada esquina…, del no saber si quedaba algo a la vuelta de cada esquina… Si el camino fuera recto, siempre podría verse, ¿pero, qué puede ocultársenos en sus curvas y en sus desniveles? Ni siquiera hacia atrás…, porque parecía que los pasos recién dados se iban deshaciendo al levantar el pie.

La espera desnuda a los héroes. Sus armas se oxidan y sus ideales envejecen. Máquinas de combatir paradas porque no saben qué camino tomar ni si hay un camino que tomar. Cervantes tenía razón, siempre es mejor el camino que la posada. A veces, pensaba en qué se puede hacer cuando en el horizonte sólo hay posadas. ¿Qué habría sido de los caminos?

Sin embargo, pensaba (esperaba) que, si el hombre que ha sido tirado a ese camino que desaparece al andarse y que se oculta para el paso siguiente, era fuerte, era suficientemente fuerte, era fuerte de verdad —quería decir—, las tempestades de espera podían convertirse en un embalse soleado y sin olas, y tal vez pudiera navegar sobre sus aguas el pensamiento tranquilo y la paz de espíritu que le permitieran transportarse a lugares del alma por los que hacía mucho no paseaba; o, si sí lo hizo, quizás el paseo fue en coche cómodo o en avión rápido, y no en bicicleta o montado en un buen par de zapatos, que es como de verdad se pasea y como pueden apreciarse bien los paisajes, tanto los de afuera como los de adentro. ¿Pero, y si esa paz solamente fuera el cansancio de luchar, si solamente fuera la máscara que se pone la derrota para no llenarnos de miedo el alma?

Le daba por pensar que todo viene de alguna lucha; no sabía por qué, le parecía a esas alturas indiscutible. Tampoco le quedaba más remedio. Nuestras más pequeñas ideas han surgido de la confrontación de sus contrarios con ellas mismas o con otras. De la pelea de la cual sólo una puede sobrevivir, han crecido nuestras ideas y nuestras ilusiones. De las confusiones del pasado vinieron las certezas, igual que de los problemas del niño llegó la fuerza del hombre. En aquel espantoso no-lugar se encontraba en estado puro para la reflexión, porque estaba en un mundo en el que la guerra y la paz luchan entre sí dentro de uno, por hacerse con los territorios del alma; y esta batalla fraticida le estaba dejando regado de frutos. Como diría Neruda, se estaba rompiendo los zapatos, pero estaba creciendo en la marcha.