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En esta segunda obra del autor, se presenta un conjunto de relatos que entrelazan hechos reales con elementos de ficción, creando un tapiz narrativo rico y diverso. Cada relato es una exploración de la condición humana, desde la perspectiva de la felicidad, como concepto abstracto simbólico. Los relatos están ambientados en una variedad de escenarios, desde pequeñas aldeas rurales hasta bulliciosas ciudades, y abarcan diferentes épocas y culturas. El autor emplea un estilo narrativo evocador, lleno de detalles vívidos que transportan al lector a cada escena. A través de sus historias, invita a reflexionar sobre la naturaleza de la felicidad, el significado de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Es una invitación a encontrar belleza y significado en lo cotidiano, y a apreciar las pequeñas cosas que enriquecen nuestras vidas.
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Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2025
JOSÉ ANTONIO PAGÉS PIÑEIRO
Pagés Piñeiro, José Antonio Los hilos retorcidos de la felicidad / José Antonio Pagés Piñeiro. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5943-2
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Los hilos retorcidos de la felicidad
El Cessna 172
De tristeza se cubre la ruta
La casa vacía
Elisa y la manifestación
La justiciera
Gótico: el número ocho
Gardelito
Contador de baldosas
Epicentro emocional
El juego de las simplezas
Las malditas llaves
Los presentimientos
Una huella en el tiempo
Creer o no creer
El indigente amigo de Picasso
Farid
Fierrito y su hermano Goyo
El misterio de la marmolería
Cuando los tiempos no alcanzan
Un reflejo en la ventana del tren
Padre Miguel y Sandrita
La gota verde
El babuino y don Manuel
El pueblo que le pertenece
Silencio del silencio
La jardinera nocturna
Laguna de Apoyo
Bichitos en la cabeza
Un pasaje submarino
Misterio en la ciudad subterránea
Bosque y anhelado sueño
El sonido del hacha
La danza de los libros
Tía Carmen
La montaña rusa
Luca
Mis “Land Rover”
Bajo la lluvia se cuecen historias
Cubilete en Aguas Claras
Sombras de la hipocresía
Arroyo mío
Reverdecido pasto de mi viejo jardín
Melancolía 74
La escuela
Los amigos gallegos
Melancolía 75
Quiero expresar todo el agradecimiento a mi esposa Vicky, ella leyó todos los borradores e hizo comentarios éticos muy pertinentes.
A mi hijo, Rubén Antonio, casi siempre con breves “está bueno”. Eso me animaba a seguir.
También quiero agradecer a mi asesora Florencia Rumi (Flor), cuya guía experta y consejos invaluables han sido cruciales para dar forma a mi obra.
Además, un agradecimiento especial a mis amigos Enrique Vázquez (el Quique), Rubén Fernández (el Sisifiano, o el Enigmático) y Julio Suárez (el Careca), por sus filosas observaciones y críticas constructivas.
Las perspectivas de todos ellos, y ellas, han enriquecido enormemente mi trabajo.
¡Gracias por ser parte de este viaje literario!
Escribir un prólogo para este libro es un honor y es también la oportunidad de celebrar el recorrido creativo que tuve la suerte de compartir con Tony, su autor. Los hilos retorcidos de la felicidad no es una simple recopilación de relatos: es el resultado de un enorme trabajo, de conversaciones enriquecedoras y de una dedicación admirable al acto de escribir.
Desde las primeras reuniones con nuestro entrañable amigo Rubén (alias “el Enigmático”), que fue quien nos presentó, fue evidente que Tony es un narrador de historias nato, con la capacidad de atrapar al lector desde las primeras líneas. Acompañarlo en este proceso fue un privilegio, no solo por la calidad de sus textos, sino también por la pasión y la generosidad con que siempre estuvo dispuesto a aprender, debatir y explorar nuevos caminos narrativos.
El libro reúne relatos que transitan distintos registros y géneros: hay cuentos realistas que capturan con precisión y sensibilidad lo cotidiano; memorias de infancia que iluminan el pasado con ternura y nostalgia; cuentos fantásticos que nos invitan a asomarnos al umbral hacia otros mundos; y también relatos humorísticos que ofrecen el respiro tan necesario de la risa. Pero si bien cada texto tiene su propia identidad, hay algo que los une: una voz que es inconfundiblemente suya, una voz que encuentra belleza y esperanza en los lugares más inesperados, incluso en la tristeza.
El corazón del libro es “Farid”, una nouvelle en la que la historia de la segunda mitad del siglo XX y sus repercusiones, cuyos hilos retorcidos llegan hasta nuestros días, se entrelazan con las vidas de sus personajes. Se trata de una reflexión profunda sobre la historia, la memoria, la amistad y las decisiones que nos definen.
Más allá de los textos, hay una dimensión personal que también me gustaría compartir. Las reuniones que tuvimos, tanto virtuales como presenciales, fueron momentos de intercambio genuino, de aprendizaje mutuo y también de risas, muchas veces regadas de sus deliciosos mojitos. Tony no solo demostró ser un escritor talentoso, sino también una persona generosa y abierta, siempre dispuesta a escuchar y a enriquecer sus relatos con las lecturas que fui sugiriendo, que fueron desde Antonio di Benedetto hasta Leila Guerriero, pasando por Silvina Ocampo o Fogwill.
Escribir implica perseverar, aprender de los errores y, finalmente, encontrar la voz propia. El autor de este libro hizo todo eso y más. Dio vida a personajes memorables, tejió tramas que atrapan, exploró los límites de la imaginación y supo también mirarse a sí mismo con honestidad y sentido del humor.
Espero que quienes lean estas páginas disfruten tanto como yo lo hice acompañando a su autor mientras las escribía. Espero que se dejen llevar por las palabras y que terminen descubriendo que, como decía Borges, la lectura es una forma de felicidad.
Florencia Rumi
Los dos amigos caminaban entre los gansos de la plaza, que graznaban a más no poder. Algunas parejas pedaleaban en los artefactos acuáticos del lago. Caía la tarde. Un ciclista pasó casi rozándolos. Abel protestó por las impericias de estos, en voz alta, casi a gritos. Estaba gruñón.
Beto lo tomó por el brazo, sonriéndole respetuosamente: “tranquilo hombre, te puede dar un infarto”.
Abel le explicó que nunca en su vida había sido tolerante con lo mal hecho, las indisciplinas sociales, las vulgaridades, las faltas de respeto, y eso de tirar las bicicletas encima de los peatones lo ponía en un punto muy alto de ira, que lo hacía casi explotar.
—Te entiendo. Yo soy un poco más tolerante, pero también me molesta —dijo Beto.
—Sí, ya lo veo —comentó Abel, con una media sonrisa sacada de las arrugas profundas de su alma.
Beto volvió a sonreír, y se quedó pensando que tal vez Abel lo creía a él un hombre pendejo, cobarde o pusilánime, por no haber reaccionado de la misma manera. Pero también se quedó preocupado por Abel: lo sucedido no había sido de tal magnitud como para elevar demasiado el enfado.
Abel y Beto se han tratado siempre con mucho cariño y respeto.
Siguieron caminando. Se agarraban de los brazos. Uno esperaba al otro cuando era necesario. Se alertaban mutuamente de los charcos de agua de las orillas de la vía, de los ciclistas que se acercaban, de unos pocos autos que transitaban por donde no debían hacerlo.
Una chica joven, aprendiz de patinadora, cayó de bruces a dos metros de ellos. Ambos acudieron a auxiliarla. La chica se levantó como pudo y siguió adelante, sin ni siquiera agradecerles el gesto.
Pasaron por el frente del Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori. Abel comentó sobre la excelencia del museo, que contiene un patrimonio de más de cuatro mil obras y que vale la pena visitar. Beto prometió hacerlo, dijo que pronto iría acompañado por su esposa. Abel continuó explicando que se trataba de un espacio dedicado a uno de los mejores pintores que ha dado el país, considerado el introductor y uno de los más importantes exponentes del realismo pictórico argentino de fines del siglo XIX.
El clima era excelente. Muy cerca del lugar se ultimaban los preparativos para un concierto del cantante Luis Miguel. Había mucho movimiento de personas, autos, ciclistas, patinadores. En ocasiones, el ruido de los trenes que pasaban por arriba, por los puentes de hierro, apagaban la conversación.
Se dirigieron al restaurante-bar “Tomate”. Abel entró “como perro por su casa”, saludó a uno y a otros, aunque no los hubiera visto nunca en su vida.
—Buenas tardes, le presento al embajador Beto —le dijo a la hostess delbar con voz de pecho.
Algunos clientes dirigieron la vista hacia lo que estaba sucediendo en la puerta de entrada. Beto trataba de producirse, de simular, siguiéndole la corriente al amigo, como “perrito faldero”, con el ceño fruncido, trataba de poner rostro de embajador, sosteniendo con delicadeza un bastón de palo de rosa con mango enchapado en plata esterlina, algo anacrónico para el lugar.
Llegó un mesero, un joven en proceso de transformación sexual, después una mesera, también en proceso de transformación. Fueron atendidos con la delicadeza que se tiene con clientes cercanos.
Abel no ocultaba la ufanía de sentirse reconocido, aunque, a decir verdad, uno de ellos no lo recordaba muy bien, pero mintió, como muchos meseros mienten.
—Ah, ya lo recuerdo, ¡qué bien que volvió señor, un gusto tenerlo de nuevo por acá! —dijo uno de ellos.
Se sentaron en una de las mesas y sillas de madera en el patio exterior, desde donde el cielo, en azul pálido, abombado, los cubría de una atmósfera sutil.
—Esto es muy semejante al amor —dijo Abel—, intentando acariciar la mano de su amigo, quien se desprendió de ese intempestivo y desmesurado arranque de amistad mayor.
—Muy semejante al amor, amigo querido, pero desprovisto de las connotaciones románticas —comentó Beto.
Ambos rieron como pequeños infantes cuajados de maldades.
Un pajarito de pecho naranja no paraba de trinar a unos cuatro metros de donde ellos estaban, saltando, de vez en cuando los miraba, como pidiendo permiso para acercarse y meterse en la conversación.
El aroma a jazmín cubría suavemente el ambiente desde unos arbustos laterales, y eso mejoraba el estado de ánimo de los amigos.
Llamaba la atención las parejas que estaban en aquel patio, que por lo visto se reencontraban con pequeños momentos de felicidad, de afectuosa relación, gente que se miraba, sonreía, se tocaban por encima o por debajo de la mesa, intercambiaban los tragos, y dejaban la mirada expandida sobre el dosel de los árboles, que ya no permitía ver todo su esplendor por la llegada del ocaso.
Los ancianos, o como se les llama ahora, adultos mayores, comenzaron a degustar unos cócteles y vinos deliciosos. La conversación fluía agradablemente. Uno de ellos, tal vez atraído por el contexto, introdujo el tema de la felicidad.
—¿Tú eres feliz? —preguntó Abel—, y como para dorar la píldora prosiguió de inmediato.
Te digo la verdad, es que por lo general te percibo melancólico, nostálgico, he llegado a esta conclusión al leer tus relatos, al conversar contigo, y eso que aún no he leído todos tus poemas.
Beto no había quedado extrañado por la pregunta, aunque sí por la forma de hacerla, a boca de jarro. No era algo nuevo para él. Varias veces antes, de una u otra manera, Abel había insinuado a su amigo que él era una persona triste, o entristecida, con añoranzas marcadas por el paso del tiempo y de la historia.
Beto pensó que tal vez tenía razón, pero se quedó un instante callado. Trató de encontrar una explicación simple a la pregunta y se enredaba en respuestas cuasi filosóficas. Habló de la felicidad cuantitativa y la cualitativa. La felicidad objetiva y la subjetiva. La felicidad grupal y la individual. Midió su felicidad en una escala del 1 al 10 y se colocó en un punto intermedio entre 8 y 9.
En la medida que hablaba iba enfilando mejor el libreto: la felicidad es un estado de grata satisfacción espiritual y física, es tener esperanzas en el futuro, sentirse con ánimo, tener deseos de aprovechar la vida al máximo, cultivar corazones siendo bondadoso, ser feliz es tener a su lado una pareja amada, con quien se pueda dar solución a los variados aspectos que conforman la vida cotidiana.
—Por todo eso, hermano mío, yo me considero una persona feliz, siempre he sido feliz, pero no con una felicidad plena, por eso no punteo 10, sino un poco por debajo —le explicó Beto—.
“Para yo ser plenamente feliz debería estar más cerca de algunos familiares, al menos unos pocos de ellos, como hijos y nietos; no debería tener preocupaciones sobre el último tramo de la vida, como las tengo y por último, debo agregar la cuestión fallida que se hace llamar la debilidad y fragilidad ante ciertas cosas creadas por la mano del Señor, aunque, según Freud, son banales procesos del inconsciente de las personas, por eso no les doy mucha importancia relativa”.
Abel escuchaba atentamente, solo escuchaba, con la cabeza mirando el piso, doblado su arco vertebral en casi noventa grados.
—A ver Beto, mezclas la mano del señor con Freud. No te entiendo.
—Sí, me refiero a la naturaleza, las obras artísticas, la cultura en general de la sociedad —respondió.
—Ah, ya veo. Ahora entendí mejor. Pensé que te referías a seres humanos, pensé que te referías a las mujeres.
—No, no, de ninguna manera, aunque también podrían ser incluidas.
—¿Y tú, eres feliz? —le preguntó Beto.
La respuesta demoraba en salir. Abel levantó la cabeza y miró hacia arriba, como queriendo encontrar alguna estrella auxiliar.
—No, no soy un hombre plenamente feliz —respondió despaciosamente—. Yo también pienso bastante en la salud, la vida y la muerte. Todos vamos a “estallar” por alguna parte de nuestro cuerpo. No podemos tener certeza sobre cómo vamos a pasar ese pequeño puente que separa la vejez de la muerte. Todo eso no me hace una persona plenamente feliz. Eso sí, vivir “una vejez de mierda”, no quisiera que me ocurriera.
Después de muchas idas y vueltas, ambos coincidieron en algunos puntos sustanciales, principalmente que la felicidad se encuentra en las pequeñas cosas de la vida, en la posibilidad de disfrutar de los momentos más simples.
También concordaron en algunos puntos clave sobre la infelicidad, por ejemplo, tener preocupaciones y pensamientos recurrentes que perforan la mente y que pueden llegar al alma y que también perforan el alma.
A medida que avanzaban con los tragos, la conversación se hacía más interesante.
—Felicidad es esto, hermano querido —lo interrumpió Beto—, felicidad es estar aquí, ahora, sentados en esta mesa disfrutando estos tragos, compartiendo puntos de vista comunes.
“Felicidad es echar un vistazo a nuestro alrededor y ver la humanidad que fluye, felicidad es disfrutar la sensación que nos produce ver a aquel adulto panzudo patinando o a aquella joven en bicicleta, exhibiendo sus brillantes matrices”.
—Sí, coincido en todo eso —dijo Abel y agregó—: la felicidad es sentir el canto de los pájaros por la mañana, el aroma de las flores en primavera, disfrutar la amistad sincera, como la nuestra.
—Eso, ya ves, eso es lo que es —le dijo Beto—, somos felices, muy felices, no pongamos demasiado pensamiento reflexivo a estos asuntos.
—A ver, ¡mesero!, ¿podrías repetirnos el trago? —exclamó Beto.
Intentaron darse un abrazo de una silla a la otra, pero rodaron las copas y se derramó el vino. Estuvieron a punto de caer al piso enroscados, y tal vez aplastar al pajarito que había tomado confianza y se había acercado debajo de la mesa.
Habían pasado más de dos horas en aquel lugar. Pagaron la cuenta, se despidieron de los meseros (quienes esperaron con decencia su propina) y prometieron volver al lugar, esta vez acompañados de sus respectivas y queridas parejas. Caminaron de regreso por donde mismo habían llegado, ya más oscuro, aunque con el mismo bullicio y algarabía.
Al parecer, se retiraron del lugar más animados que como habían arribado y con más energías. Beto lucía un poco más alegre, iba agitando su bastón mientras andaba, perturbando el ambiente elástico del aire, que con sus vibraciones producía un diminuto zumbido.
Cruzaron la avenida para tomar un taxi al otro lado. Tuvieron que correr para llegar a tiempo del cambio de luz. Algunos transeúntes que los vieron cruzar se quedaron detenidos, observando la capacidad y habilidad de ambos para pasar la avenida corriendo, como haciendo competencia entre ellos para ver quién llegaba primero. Uno al lado del otro, cuidándose entre sí de los autos que pasaban, de los ciclistas indisciplinados y de los grupos de jóvenes algo estrambóticos que iban de un lado al otro por la vereda y habrían podido pasarles por encima en un acto de descuido.
Llegó el momento de la despedida. Ya estaban dentro del taxi que los transportaba hasta sus respectivas casas.
—Tú hablaste de la felicidad plena, eso escuché con mucha atención —dijo Abel—. Felicidad plena la vamos a tener cuando vayamos juntos a Río. Al menos vas a poder cubrir ese tercer punto de tu infelicidad, o como le llames, ese que dijiste que tiene que ver con la fragilidad y la debilidad ante ciertos seres creados por la mano del Señor. Te lo prometo, amigo mío. Freud quedaría sorprendido si pudiera acompañarnos.
Abel se desmontó del auto al llegar a su casa. Beto lo vio irse, lo siguió con la vista. Iba algo encorvado, tropezó con algunas lozas de la vereda, y se le escuchó, una vez, graznar como los gansos del lago.
Esa noche Beto soñó. Era un sueño agradable: se realizaba una gran fiesta en un salón imperial; Abel y Beto estaban vestidos de etiqueta, con chaquetas entalladas, camisas de seda, pantalones de lienzo, galera y bastón. Conversaban animadamente. Más tarde se despidieron de los presentes. Abel pronunció un discurso alegórico a la felicidad más allá de nuestro planeta. Planeaba encontrarse con Voyager 1, la nave extraviada, ya envejecida, en misión interestelar, y ellos, ambos, machos dominantes del universo, orbitando junto a los satélites de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
En el sueño estaban acompañados de vibraciones espaciales, tipo ondas gravitacionales. Abel tenía un objeto raro entre sus manos, que se disolvía y se concentraba, en colores que no habían conocido en la Tierra, eran otros colores.
—¿Y esa cosa rara que tienes en las manos y que entra y sale de tu cuerpo, que juegas y juegas con ella sin parar, ¿qué es eso? —preguntó Beto.
—Esto es una flecha temporal —respondió Abel—, una hermosa flecha, aquí estoy fijando los acontecimientos de mi vida, para tratar de explicarte, desde la cosmología filosófica, los conceptos y las diversas interpretaciones sobre los hilos retorcidos de la felicidad.
—Hola, Alberto, lamento interrumpirte —dijo a su amigo—. Me han convocado desde la central para un vuelo esta noche, pero estoy bastante ocupado, ¿podrías cubrirme?
Alberto era uno de los pilotos más destacados de la compañía. Un instructor de vuelo con un amplio conocimiento de la meteorología sinóptica. Eran muy buenos amigos. No dudó en ayudar.
Desde el despegue, se podían ver nubes oscuras en el noreste, la ruta que debía seguir el avión, pero nada que impidiera el vuelo.
Había tres pasajeros a bordo.
El viaje estuvo lleno de turbulencias que causaron miedo en algunos y precaución en otros.
El piloto siempre estuvo pidiendo a sus pasajeros que se mantuvieran tranquilos. Transmitía confianza.
A medida que el avión se acercaba a la pista de aterrizaje en el lugar de destino, el viento se intensificó de frente. El piloto realizaba maniobras evasivas para evitar ser golpeado por las corrientes de aire.
La situación se volvía cada vez más peligrosa. La comunicación con la torre de control se había perdido. La visibilidad era casi nula debido a la lluvia y la oscuridad de la noche. Mantener la estabilidad del avión era muy difícil, a pesar de la habilidad del piloto y su temperamento equilibrado.
El avión se sacudía violentamente, oscilando de un lado a otro. Los tres pasajeros, con las manos entrelazadas, permanecían en silencio, controlando los suspiros que venían con cada respiración.
El avión Cessna 172, de una sola hélice, tocó tierra, se escuchó un estruendo y se detuvo en medio de la pista. Los tres pasajeros corrieron hacia la puerta de salida para intentar abrirla. No tuvieron éxito. El motor se había apagado. El calor era sofocante.
En la cabina, sobre el volante del avión, doblado sobre su pecho, yacía Alberto. De uno de sus oídos se desprendía un delgado hilo de color rojo, que se deslizaba lentamente hacia su cuello.
Los pasajeros se miraron y decidieron regresar a sus asientos, a esperar.
El camión de pasajeros, bastante estropeado, avanzaba lentamente por la llamada “Curva del diablo”. Yo iba sentado en la última fila, cerca de la puerta trasera, la única que había, con una pequeña escalera para que las personas subieran y bajaran del vehículo.
Los pocos pasajeros que íbamos mirábamos con curiosidad a los laterales del camino de ripios.
Había inmensos precipicios a la izquierda. La visión se perdía en las profundidades, sobre una gran estepa verde, que en algunas aberturas dejaba entrever un manto de rocas arrolladas por un río estrecho de fuerte caudal.
A la derecha la pared de una alta montaña rocosa, por donde chorreaba gajos de agua cristalina desde diferentes grietas.
El camión se detuvo. El chofer, una persona joven, de complexión fuerte, quitó unas inmensas rocas que habían caído desde la montaña y que obstaculizaron el tránsito. Me bajé a ayudarlo y otros dos pasajeros hicieron lo mismo. Continuamos más lento de cómo lo habíamos hecho hasta ese momento. Las nubes se podían tocar con las manos, había mucha humedad y las ramas de helechos rozaban uno de los laterales del camión. Estábamos a más de tres mil metros de altura. Sentía un poco de mareos y falta de aire, que iba y venía.
Pasada la curva, comenzamos a bajar la altitud. Por delante teníamos un tramo recto, para después adentrarnos de nuevo en el camino sinuoso y con recodos.
El camión se detuvo. Una mujer indígena subió por la escalerilla, cargaba un niño pequeño, envuelto en un aguayo sobre sus espaldas, como si fuera un capullo. El niño, o la niña, eso no se podía precisar, lloraba desconsoladamente. La mujer era muy joven, no creo que tuviera más de veinte años.
Me acerqué a ella y le brindé ayuda. La criatura seguía llorando, cada vez más fuerte. No nos entendíamos. Ella hablaba en su propio dialecto. Otra pasajera se acercó y hablaron entre ellas. Esta me contó que era un niño, que estaba con mucha fiebre. La madre intentaba llegar lo antes posible al próximo pueblo, que quedaba a unos noventa kilómetros. Iba vestida con atuendos indígenas, coloridos, estilo aimara. Anchas polleras, una manta, y un sombrero tipo bombín colocado en medio de la cabeza. Una larga trenza, negra y brillosa, caía sobre sus espaldas.
En sentido contrario al nuestro nos traspasó un auto. Tuvimos que acercarnos lo más que se pudo a la pared de la montaña para darle espacio. Vi cómo una de las ruedas traseras del auto quedaba en el aire. Algunas piedras de la orilla se desprendieron y cayeron al vacío. El conductor se las arregló para sortear el peligro. Nunca había experimentado algo tan alarmante.
La madre abrazaba al niño, trataba de amamantarlo. Nada lo calmaba. Me acerqué de nuevo a donde se encontraba. Tenía los labios azulados.
Al poco rato se fue acallando, hasta que dejó de escucharse el sonido sordo de su respiración. Ahora era la madre quien reflejaba un rostro de tristeza infinita. No exponía sus lágrimas, las que con seguridad estaban acumulándose en su corazón, aceptando la cruel realidad. El niño había fallecido.
Pidió al chofer que detuviera el vehículo y se bajó con el niño entre los brazos. Yo decidí acompañarla. Nos sentamos a la orilla del camino. Ella quería expresarme algo que no entendía, tal vez agradecer que estaba a su lado. Estábamos en medio de la nada, entre cerros rocosos. Un trópico inmenso nos invitaba, al otro lado de la vía, para expandir nuestra mirada en el precipicio. El olor a páramo nos impregnaba, era una mezcla de niebla, flor de pino y hojas tiernas.
La madre comenzó a abrir una pequeña fosa. La ayudé. El terreno estaba suelto y húmedo. La abrimos con las manos y con un pedazo de palo seco de algarrobo. Allí colocó al hijo, boca abajo, totalmente envuelto, como besando a la Pachamama. Lo cubrimos con piedras redondas de variados tamaños, que ella fue componiendo en formato de túmulo cónico.
Allí estuve todo lo que pude. Ya caía la tarde. Me despedí y continué el camino a pasos largos. Miraba de vez en cuando hacia atrás: allí permanecía ella, de rodillas. Llegó un momento en que la perdí de vista.
Se hizo de noche. Decidí quedarme a esperar ayuda de algún transportista. La oscuridad cubría todo. Tenía sed. Mi pensamiento no podía separarse de lo ocurrido. En aquel enorme espacio, unido tan solo por caminos peligrosos y por huellas, como la que ahora se dibujaba a la orilla de aquella ruta: una pequeña montañita de piedras que miraba arriba, despidiéndose del tiempo, en aquella naturaleza triste y hermosa, o, mejor dicho, hermosamente triste, que ha visto a la vida misma nacer, ir y venir, desvanecer y brotar de nuevo.
Vivía en soledad y deprimido, en una casa vacía de afectos y seguridad emocional. Todos sus familiares y amigos cercanos se habían despedido de la vida o tomado otros rumbos. Cercano a los ochenta años, Mario decidió hacer un viaje a Cuba, su país de nacimiento, para sanar heridas que habían estado abiertas durante mucho tiempo.
Sus padres lo habían llevado a Miami cuando comenzaba la escuela primaria. Ni siquiera pudo despedirse de sus amigos en La Habana. Todo fue muy rápido. Tuvieron que salir por serios problemas políticos que involucraron a su padre y a otros parientes. De todo aquello él tenía pocos recuerdos: la casa donde nació; la esquina de calles donde jugaba pelota con amigos. Recordaba algunos de sus nombres, pero nunca más había establecido comunicación con ellos desde que salió de la isla.
Miami fue crucial en su desarrollo personal y profesional, se graduó de abogado y tuvo una vida próspera. Contrajo matrimonio muy joven. No pudo llegar a tener hijos: su esposa murió en la plenitud de sus capacidades físicas e intelectuales. Él nunca volvió a estar en pareja. Tampoco se adaptó al ambiente bullicioso de la ciudad, que poco a poco se fue llenando de migrantes cubanos. Nunca se sintió arraigado a su país de origen, ni a su cultura, la naturaleza, ni a la idiosincrasia popular de lo cubano. Por todo eso, él mismo no entendía la causa de la impronta emocional que lo empujaba a volver a La Habana, aunque fuese por última vez.
Tampoco tenía un plan bien concebido sobre qué hacer en este viaje. Pretendía visitar la casa donde había nacido, y con las mismas regresar a Miami, a esperar por los próximos instintos emocionales, posiblemente los instintos finales de la vida.
En Cuba no quedaban familiares. En la práctica, Mario se había convertido en un hombre solitario en este mundo conflictuado y agresivo.
Al llegar a su barrio habanero, donde vivió sus primeros años, fue directo a su casa natal, ahora vacía y destruida. Se detuvo en una abertura de pared donde antes había una puerta. Miró al techo y observó las nubes mudándose de un sitio a otro, con sol radiante. El piso de la casa estaba cubierto de escombros y maderas viejas y estropeadas. Caminó por encima de aquellos retazos históricos, recorrió cada uno de los espacios que antes configuraban los ambientes del hogar. Todo estaba destrozado. Un repugnante olor a orina invadía el aire que se respiraba, y esparcidos por las esquinas se veían excrementos de humanos y animales.