Los idus de enero - Javier Negrete - E-Book

Los idus de enero E-Book

Javier Negrete

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Beschreibung

Veinticuatro trepidantes horas en las calles, las domus y los suburbios de Roma: en medio de conspiraciones, traiciones y avisos de los dioses, nacerá el futuro general Quinto Sertorio y el destino de la República afrontará un giro irreversible. Idus de enero del año del consulado de Lucio Opimio y Quinto Fabio Máximo. El Senado de Roma se está convirtiendo en todo un campo de batalla entre las irreconciliables facciones conservadora y la de los seguidores del revolucionario Gayo Graco. A su vez la tensión, cada vez más palpable, amenaza con convertirse en violentos disturbios que incendiarían la ciudad más poderosa del mundo. Todo en el día que nacerá el futuro general Quinto Sertorio, uno de los estrategas más brillantes del mundo antiguo. Alrededor de él y de su madre Rea se entrelazan las historias de personajes a cuál más distinto. Antiodemis, la actriz que ha venido de Chipre para conquistar al público romano y, de paso, su independencia personal. Su protector, Servilio Cepión, un noble cuyos vicios y deudas lo convierten en uno de los políticos más deshonestos y traicioneros de una ciudad corrupta hasta la médula. El brutal celtíbero Nuntiusmortis, su escolta. El erudito griego Artemidoro, que escribe sobre la historia de un tesoro maldito saqueado siglo y medio antes en el oráculo de Delfos, y su amada, la antigua prostituta Urania. Gayo Mario, el militar tosco y honrado que sueña con convertirse en el primer hombre de Roma. El despreciable Septimuleyo, patrón del clan de los Lavernos, que extorsiona y aterroriza al Aventino con su cohorte de ladrones, asesinos y prostitutas, como la bella Berenice o la niña Sierpe, que ya sabe manejar su daga con el pulso y la decisión de un asesino profesional. Y, sobre todo, Stígmata, el hombre de las cicatrices. Gladiador, asesino y amante a sueldo de misteriosos orígenes, cuyo destino quedará inextricablemente unido al del niño que está a punto de nacer. Javier Negrete nos ofrece un espectacular ejercicio literario con el que sorprenderá a todos los amantes de la novela histórica y a todos aquellos que disfruten de un buen libro. IMPRESCINDIBLE. Sumérgete en la Roma republicana de la mano del autor superventas de Salamina, Odisea o El espartano. Aunque los días de invierno son más cortos, esta jornada de Los idus de enero está tan preñada de acontecimientos que, cuando los que la están viviendo la rememoren años más tarde, muchos de ellos tendrán la impresión de que el sol se hubiera detenido por encima del murallón de nubes. Una congelación del tiempo similar a la que ocurrió cuando Júpiter, deseoso de disfrutar de una larga coyunda con la bella Alcmena, ordenó a Helios descansar tres días con sus noches. Tal vez por esa concentración de hechos, los cronistas posteriores repartirán los sucesos de Los idus de enero del año de Opimio y Fabio Máximo en dos o incluso en tres jornadas. Pero lo fundamental va a ocurrir en menos de veinticuatro horas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Los idus de enero

© Javier Negrete, 2023

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Mapas de guardas: diseño e ilustración cartográfica CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788491399780

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo Oráculo de Delfos, Grecia

La muerte de Brenno y el destino del tesoro de Delfos

Gayo Graco y la situación en Roma a principios del consulado de su enemigo Lucio Opimio

Roma, noche del 12 al 13 de enero del año 121 a. C.

Hórreo de Laverna, a orillas del Tíber

Ínsula Pletoria, en el Aventino. El pasado

Torre Mamilia, distrito de la Subura. Ahora

Domus de Gayo Graco, en el Argileto. Quince horas antes

Hórreo de Laverna Ahora

Domus de Quinto Servilio Cepión, en el Quirinal

Torre Mamilia

Domus de Quinto Servilio Cepión

Torre Mamilia

Domus de Gayo Sempronio Graco

Domus de Gayo Sempronio Graco. Unas horas antes

Hórreo de Laverna. Ahora

Hórreo de Laverna. El pasado

Hórreo de Laverna. Ahora

Torre Mamilia

Domus de Quinto Servilio Cepión

Domus de Gayo Sempronio Graco

Domus de Quinto Servilio Cepión

Hórreo de Laverna

Torre Mamilia

La Subura

Palacio de Hécate I

Palacio de Hécate II

Palacio de Hécate III

Palacio de Hécate IV

Palacio de Hécate V

Domus de Lucio Opimio, en el Palatino

Palacio de Hécate VI

Palacio de Hécate VII

Palatino – Mundus Cereris

Interludio. Antes de amanecer

Domus de Gayo Sempronio Graco

El Foro I

El Foro II

Domus de Rea y de Tito Sertorio, en la colina de la Salud

Curia Hostilia, en el Foro

Aventino

Janículo

Hórreo de Laverna. Dos horas después

Del Aventino al Quirinal

Domus de Rea y de Tito Sertorio

Torre Mamilia

Domus de Rea y de Tito Sertorio

Torre Mamilia

Epílogo. El Esquilino

Palabras finales

Notas

 

 

 

 

 

 

Para Almudena,

mi mejor lectora.

Gracias por tu paciencia en este parto.

(¡No lo sabe nadie!).

Por tu ayuda.

Y por tantas cosas.

La muerte de Brenno y el destino del tesoro de Delfos

 

(PASAJE DE LA OBRA SOBRE EL OCÉANO DE POSIDONIO DE APAMEA)

 

 

 

 

 

Sobre el destino del inmenso botín conocido como «tesoro de Delfos», Artemidoro de Éfeso escribe lo siguiente al final del libro 28.º de sus Historias:

 

Una vez dentro del templo, Brenno tuvo la osadía de profanar el lugar de la forma más impía. No solo violó a la Pitia allí mismo, junto al trípode de Apolo, sino que además se llevó consigo el Ónfalos, la piedra sagrada que otorgaba su poder profético al lugar.

Por eso, la reliquia que ahora enseñan los sacerdotes y administradores de Delfos, asegurando que se trata de la original, no es más que una copia. Nadie sabe qué destino corrió el verdadero Ónfalos una vez que Brenno se lo llevó.

En lo concerniente a la Pitia, algunos dicen que murió en el santuario, desangrada por el puñal del bárbaro. Otros afirman que Brenno la dejó embarazada y que los sacerdotes la expulsaron del templo para ocultar aquella vergüenza, mientras ella sostenía que el hijo que llevaba en sus entrañas era fruto del dios Apolo.

Existe, incluso, una tercera versión según la cual la Pitia, trastornada por lo ocurrido o enloquecida por sus propias visiones, se arrojó al khásma, la grieta de la que brotaban los vapores proféticos, y desapareció en las entrañas de la tierra. Por nuestra propia visita al oráculo, no nos pareció que eso fuera posible. Pero los administradores del templo nos aseguraron que la grieta era mucho más ancha en el pasado y que, desde entonces, no ha dejado de contraerse como una herida que cicatriza.

Si bien Delfos no fue el único santuario griego que sometieron a su pillaje, los celtas de la tribu de los volcas tectósages obtuvieron de él la parte más cuantiosa de su botín. Conservaron las monedas y algunos objetos fáciles de transportar, como los huevos de oro macizo que los sifnios enviaban anualmente al oráculo. En cuanto a lo demás —vajillas, estatuas, trípodes, coronas—, lo fundieron todo con el fin de moldear lingotes de oro y plata más fáciles de apilar y transportar en sus carromatos. Hecho esto, abandonaron Grecia tras haber sembrado en ella la devastación y se encaminaron hacia el oeste.

En el libro 29.º narraremos qué destino corrió Brenno y cómo su muerte dio origen a la leyenda de la maldición del oro de Delfos. También explicaremos las averiguaciones que hemos hecho sobre el paradero del inmenso tesoro expoliado de Delfos, que según los archivos del santuario ascendía a quince mil talentos de oro y diez mil de plata.

 

Aquí se interrumpen las Historias de Artemidoro, en el libro vigésimo octavo, sin que nadie haya podido encontrar los siguientes volúmenes que prometía. Su autor desapareció de Roma, donde estaba redactando esta obra, durante los tumultuosos días que siguieron a los enfrentamientos entre los partidarios del cónsul Lucio Opimio y el extribuno de la plebe, el revolucionario Gayo Sempronio Graco. Gracias precisamente a la familia de Graco, que guardaba en su poder una copia manuscrita de la obra, no se perdieron también los primeros veintiocho libros de las Historias.

Del paradero de Artemidoro nunca más se supo. Algunos de sus contemporáneos contaron que llevaba tiempo manifestando su intención de viajar al Septentrión, a Tule y la mismísima Hiperbórea, siguiendo la ruta de Píteas de Masalia.

En las Memorias del dictador Sila se cuenta que es posible que Artemidoro participara en la gran invasión de los cimbrios. En cuanto a este pueblo, gracias a nuestras propias pesquisas hemos averiguado que los cimbrios hablaban una lengua parecida y adoraban a los mismos dioses que las tribus que habitan hoy la Germania. Por esa razón, sería apropiado denominarlos germanos, a pesar de que los autores de aquella época todavía no conocían ni utilizaban ese término y muchos los confundían con los celtas.

Aunque sea Sila quien transmite esta información, él mismo la pone en cuarentena, ya que la obtuvo de Quinto Sertorio después de que este regresara de su misión de espionaje entre los cimbrios. Hay que tener en cuenta que ambos hombres, que empezaron siendo amigos mientras servían a las órdenes de Gayo Mario, acabaron convertidos en adversarios encarnizados, por lo que Sila nunca tiene palabras buenas para Sertorio.

En cualquier caso, si Artemidoro llevó a cabo su expedición, si pereció en el camino, si decidió quedarse a vivir en el remoto norte o si realmente tuvo que ver con los cimbrios, son materias de especulación más propias de otro tratado.

 

Posidonio, Sobre el Océano, II 3 y ss.

 

Gayo Graco y la situación en Roma a principios del consulado de su enemigo Lucio Opimio

 

 

 

 

 

Tras arreglar y organizar todo [lo relativo a la colonia fundada por él en Cartago] en solo setenta días, Gayo Graco volvió a Roma al saber que las circunstancias exigían su presencia. Pues Lucio Opimio, miembro de la facción oligárquica que poseía una gran influencia en el Senado y que anteriormente había sido derrotado al presentarse al consulado —ya que Gayo Graco había apoyado a su rival Fanio—, ahora tenía una mayoría a su favor y todo el mundo estaba convencido de que iba a conseguir el cargo. Cuando se convirtiera en cónsul, estaba claro que acabaría con Graco, cuya influencia se estaba empezando a debilitar, ya que el pueblo se estaba cansando de sus políticas.

En cuanto Graco regresó a Roma, lo primero que hizo fue mudarse de las alturas del Palatino a otro emplazamiento más popular cerca del Foro, donde vivía la mayoría de la gente pobre y de baja condición. Después presentó el resto de sus leyes con la intención de someterlas al voto de la asamblea. Para apoyarlo en esa votación, acudió una gran multitud desde todas partes de Italia. El Senado, sin embargo, convenció al cónsul Fanio para que ordenara expulsar de la ciudad a todos los que no fueran romanos.

En aquel momento, Graco también se enemistó con los demás magistrados por el siguiente motivo. El pueblo solía contemplar los combates de gladiadores en el Foro Boario, pero muchos de los magistrados habían levantado tribunas con asientos alrededor de la arena para alquilarlas. Graco les ordenó que las retiraran con el fin de que los pobres pudieran disfrutar del espectáculo sin tener que pagar.

Como nadie le hizo caso, Graco esperó a la noche anterior a los juegos. Entonces ordenó a todos los obreros que tenía entre sus trabajadores que desmantelaran las tribunas, de tal modo que al día siguiente el lugar quedó despejado para los ciudadanos.

El pueblo consideró esta acción una muestra de hombría. A cambio, enfureció a los magistrados, que lo tildaron de osado y violento.

Se cree que esta fue la causa de que no fuera elegido tribuno por tercera vez, pues, aunque en la votación obtuvo la mayoría, los magistrados hicieron el recuento de votos y la proclamación de ganadores de forma injusta y fraudulenta.

En cuanto nombraron cónsul a Opimio, empezaron a abolir muchas de las leyes de Graco…

 

Plutarco, Vidas paralelas, Gayo Graco 12-13.

 

Roma, noche del 12 al 13 de enero del año 121 a. C.

 

 

 

 

 

Siendo cónsules Lucio Opimio y Quinto Fabio Máximo

 

Medianoche de invierno. El cielo encapotado tapa las estrellas. La luna llena es un vago resplandor gris tapado por un mar de nubes que cuelga amenazador sobre templos y casas.

La a veces heroica, a veces villana, en ocasiones traidora, cada vez más desmesurada y siempre indescriptible ciudad de Roma duerme.

¿Duerme?

No del todo.

Roma es como Argos Panoptes, el gigante de cien ojos que nunca los cierra todos a la vez por mucho que lo acucie el sueño. No en vano la diosa Juno lo eligió para vigilar las infidelidades de su esposo Júpiter.

A estas alturas, Roma no tiene cien ojos, sino doscientos o trescientos mil pares.

Nadie conoce el número exacto. Ni siquiera los funcionarios que supervisan el reparto de grano barato para los ciudadanos. Pues a estos se suman sus familias, sus esclavos y decenas de miles de extranjeros procedentes de todas las orillas del mar Interior y de países más lejanos, algunos tan remotos que sus nombres dejan en la boca el regusto salado de océanos desconocidos.

Por muy profunda que sea la noche, en la ciudad de las siete colinas siempre hay gente despierta, ocupada en los quehaceres que mantienen con vida a este organismo inmenso y multiforme.

Carreteros cuyos vehículos pesados tienen prohibido atravesar de día las calles de la ciudad y que, a cambio, en plena noche atormentan los oídos de los vecinos con el traqueteo de las ruedas, los chirridos de los ejes, los mugidos de las bestias y su propio repertorio de maldiciones.

Panaderos que se adelantan muchas horas a la salida del sol para recibir las cargas de harina de esos mismos carreteros y empezar a calentar sus hornos.

Fornidos esclavos públicos, a las órdenes de los tresviri capitales, que patrullan las calles para prevenir incendios y otros desmanes. Con un éxito muy cuestionable y en proporción inversa a la ufanía de sus andares matonescos.

Vestales de sangre noble que, en el cambio de fecha a medianoche, salmodian los rezos y llevan a cabo los rituales ancestrales destinados a mantener el fuego sagrado que arde en nombre de la ciudad.

Rameras de ínfima condición para las que la luz del día es un cruel enemigo que revela la ruina de sus rostros, pobres criaturas hambrientas que pese al frío tratan de conseguir clientes.

Libitinarios que retiran de la vía pública los cuerpos de los mendigos y borrachos víctimas del frío, y también los cadáveres del resto de indigentes que mueren de los mil males insidiosos que infestan las calles de Roma. Los cargan en carretones grandes como barcazas, los sacan del recinto sagrado del pomerio, los arrojan a las fosas comunes del Esquilino y a veces —no siempre— se toman la molestia de echar encima de ellos unas cuantas paladas de cal y tierra. Algunos de ellos, tras sus acarreos, se desfogan con las bustuarias, infortunadas prostitutas de cementerio que pescan clientes entre lápidas y estelas.

Excrementarios que recogen las deyecciones de hombres y bestias para venderlas como abono a los campesinos fuera de la ciudad o incluso para aplastarlas y secarlas y convertirlas en combustible en forma de tortas. No les falta material, ya que la ciudad produce al menos un millón de libras de mierda al día. Alguna que otra familia humilde ha calentado su hogar sin saberlo con las heces que ellos mismos arrojaron por la ventana.

Hay muchos otros romanos que no están obligados a permanecer en vela para subsistir. Pero se durmieron poco después de oscurecer y ahora, pasada la hora que los poetas llaman connubia nocte, despiertan durante un rato antes de regresar al reino de Morfeo en un segundo sueño. Del mismo modo que los largos días de verano se hacen más cortos y soportables con el descanso de la siesta, hay quienes fraccionan las interminables noches de invierno con una o dos horas en vela.

Durante ese lapso de vigilia en plena noche, algunos nobles senadores y ricos caballeros aprovechan para trabajar un rato en sus lechos, leyendo o escribiendo cartas, informes, tratados, discursos. Lucubrando a la luz de lamparillas de aceite o velas de cera, acompañados por el rítmico rasgueo de la pluma o el suave frufrú del papiro desenrollándose bajo los dedos.

Hay quienes se vuelven hacia sus esposas en el lecho para engendrar nuevos romanos. O, si no comparten alcoba, algo muy común en estos tiempos entre la élite de la ciudad, se levantan y van a visitarlas.

Eso si no es que reciben ellos las visitas de bellas esclavas —o esclavos— y disfrutan de las delicias de Venus. Algo que siempre hace que conciliar el segundo sueño de la noche resulte más placentero.

Otros de condición más humilde, si no tienen ocasión de copular, abandonan sus cubículos mal aireados para compartir un rato de tertulia y acaso una copa de vino con sus allegados.

No faltan quienes se dedican a actividades prohibidas y aprovechan el corazón de la noche, cuando el sol se encuentra en el punto medio por debajo de ambos horizontes. Así pueden llevar a cabo sus felonías entre las sombras, hurtando sus obras a las miradas ajenas.

Ladrones que horadan paredes o fuerzan cerraduras en casas y almacenes.

Sicarios que asesinan con puñal o con cordel de bramante.

Envenenadoras que machacan pulmones secos de rana rubeta para mezclar el polvo con vino en una mixtura letal.

Brujas que profanan las tumbas del Esquilino en busca de ojos, vísceras, dientes o uñas para sus nefandos conjuros.

Alcahuetas que entran en establos ajenos para recoger hipómanes, el fluido viscoso que segregan las yeguas en celo y que sirve de base para elaborar filtros amorosos.

La lista se alargaría tanto que, de hacerla exhaustiva, el sol volvería a salir y sus rayos sorprenderían al enumerador como hizo con los adúlteros Venus y Marte, tan queridos en esta capital del mundo y de todos los vicios.

 

***

 

Es la frontera de la medianoche, cuando la nueva fecha recibe el relevo de su víspera, como jinetes que se pasan la antorcha en una carrera.

El día de los idus de enero que empieza ahora terminará justo cuando nazca Quinto Sertorio, veinticuatro horas después.

El gladiador Stígmata, el hombre de las cicatrices, que será el primero que reciba al recién nacido en este mundo, duerme con un sueño inquieto que no tardará en ser interrumpido.

El erudito Artemidoro, segundo hombre que verá a Sertorio, se levantó hace un rato de la cama que comparte con Urania, su joven amante embarazada. Mientras escribe la historia del oro de Delfos a la luz de dos cirios, se detiene un instante para sopesar si debe revelar además dónde está escondido ese tesoro maldito o es mejor que lo siga manteniendo en secreto.

La actriz Antiodemis, la primera mujer de la que se enamorará Sertorio de adolescente, duerme al lado de Servilio Cepión, el general que mandará el ejército en el que Sertorio combatirá en su primera gran batalla.

Tito Sertorio, el hombre que dará su apellido al recién nacido, despierta entre los enormes pechos de la prostituta que ha contratado en el lupanar subterráneo conocido como Palacio de Hécate. La causa de que se encuentre fuera de su hogar esta noche es la discusión que sostuvo horas antes con su esposa Rea, madre casi parturienta de Quinto Sertorio.

Gayo Sempronio Graco, extribuno de la plebe, el reformador revolucionario que será un modelo de conducta para Quinto Sertorio, ni siquiera ha podido conciliar el sueño. Cuando amanezca se celebrará en el Foro una asamblea que ha sido convocada expresamente para derogar sus leyes. Aunque ya no es magistrado, Graco no piensa rendirse sin luchar, y está preparando estrategias mientras espera la visita de un aliado.

Ese aliado, Gayo Mario, el hombre que con el tiempo impulsará la carrera militar de Quinto Sertorio, ha dormido unas horas antes de la medianoche. Ahora camina a oscuras por las calles para reunirse en primer lugar con Graco y después con una vidente siria que espera que le dé consejos para alcanzar una meta en la que únicamente cree él: convertirse en el primer ciudadano de Roma y en el mejor general de la historia de la República.

Ninguno de ellos puede saberlo. ¿Quién conoce los designios de las inflexibles Moiras, que ni a los dioses obedecen?

Pero las tres, comunicándose a través del tiempo bajo la apariencia de mujeres mortales, están trenzando juntos todos sus hilos en la oscuridad de la noche.

 

Hórreo de Laverna, a orillas del Tíber

 

 

 

 

 

Bajo los párpados cerrados, los ojos del hombre de las cicatrices bailan de un lado a otro como si quisieran escapar del sueño.

En la bula, el amuleto de plomo que cuelga de su cuello y del que no se desprende ni cuando se halla desnudo como ahora, se lee LVCIVS·ΠΥΘΙΚΟΣ.

Lucio Pítico. Un extraño nombre que mezcla caracteres latinos y helenos.

Nadie lo llama así.

Todos lo conocen como Stígmata.

El gladiador que domina los combates del Foro Boario desde que se retiró Nuntiusmortis, el Mensajero de la Muerte.

Su sobrenombre Στίγματα, Cicatrices, se debe a las marcas que surcan su rostro. Sendas curvas en forma de «U» que parten de las comisuras de su boca bajan hasta el borde del maxilar y después suben casi hasta sus orejas.

Berenice, la mujer que se ha despertado al oír que Stígmata gruñía en sueños, le aparta un poco el pelo y acaricia esas orejas de la forma entre fascinada y abstraída con que alguien deslizaría los dedos una y otra vez por la superficie pulida de un tarro de alabastro.

Sin destacar tanto como sus cicatrices, los lóbulos de Stígmata le resultan llamativos. Están completamente pegados a su mandíbula, sin un resquicio de separación.

Un rasgo en el que ya reparó Berenice cuando ambos eran críos.

Cuando Stígmata no había recibido aquel apodo. Cuando esos pómulos afilados como la roca Tarpeya se ocultaban todavía bajo dos mejillas intactas y gordezuelas como manzanas recién maduradas. Cuando en su frente no se marcaban las dos venas que ahora suben en forma de «V». Cuando el gris de sus ojos recordaba más a las nubes que al acero y todavía no anidaba la muerte en ellos.

En aquel tiempo ella se llamaba Neria.

Antes de que cambiaran de amo.

Antes de que el nuevo patrón, Septimuleyo, decidiera que un nombre griego como Berenice —a decir verdad, es macedonio— le otorgaría el atractivo de lo exótico y se traduciría en más monedas para su bolsa de proxeneta.

Sin dejar de acariciar la oreja de Stígmata, Berenice usa la otra mano para tirar de la gruesa frazada de lana y taparlos a ambos.

Los rescoldos del brasero están tan fríos que ya ni siquiera se traslucen bajo la ceniza. La solitaria luz que alumbra la estancia procede de una lamparilla de aceite que arde sobre un escabel, el único mueble que hay allí aparte de la cama.

Aunque el gran almacén en el que se encuentra el cubículo está construido en sólido ladrillo, el viento que silba en el exterior en esta inhóspita noche de enero es astuto y coladizo como la mano de un ratero, se las ingenia para encontrar resquicios por donde introducir sus gélidos dedos y hace que la llamita de la lámpara se agite temblona y por momentos amenace con apagarse.

Bajo el juego titubeante de esa luz, claros y sombras danzan traviesos, revelándole a Berenice perfiles y volúmenes cambiantes de su compañero de lecho. Ora más duros, ora más suaves. Misteriosos, familiares. Amenazantes, protectores.

Una danza fascinante.

El colchón donde duermen ahora y no hace mucho rato copularon está tirado en el suelo, al lado del armazón de la cama.

Manías de Stígmata.