Los impostores - Santiago Gamboa - E-Book

Los impostores E-Book

Santiago Gamboa

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Beschreibung

Las coordenadas eran muy precisas: la casa del dragón rojo, China. En el tablero, los jugadores estaban definidos: tres hombres con la necesidad de viajar a Pekín por motivos personales y laborales. Uno de ellos tiene por encargo recoger un manuscrito misterioso y peligroso buscado por una sociedad secreta, misma que en años pasados asesinó a miles de personas en menos de una hora. En el destino, desde las penumbras, un sacerdote francés cuida del pergamino esperando con anhelo la llegada de su salvador, hasta que una peripecia interfiere en todo lo planeado. Intrigante de principio a fin, Santiago Gamboa esboza y colorea una novela negra que refleja los sinfines de la ambición y el deseo de los personajes que buscan desesperadamente tener el éxito y el poder en sus manos.

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LOS IMPOSTORES

SANTIAGO GAMBOA

LOS IMPOSTORES

Primera edición, 2020 [Primera edición en libro electrónico, 2020]

Primera edición Seix Barral, 2002

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

© Santiago Gamboa c/o Schavelzon Graham Agencia Literariawww.schavelzongraham.com

D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6874-5 (ePub)ISBN 978-607-16-6845-5 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PRIMERA PARTE

Un hombre escondido en un galpónAlguien que rueda por el mundoAlgunos pormenores sobre la vida del doctor Gisbert Klauss, filólogo, y de su búsqueda enloquecidaUn hombre escondido en un galpón (II)Podrá no haber peruanos, pero siempre habrá poesíaDe París a Hong KongLas maletas de Gisbert Klauss (Fráncfort-Pekín)Tan lejos del Perú, tan cerca de sí mismo. Un viaje poético de los ángeles a PekínUn hombre escondido en un galpón (III)Aeropuerto de Nunyuán Pekín 12:30 a.m.

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

Epílogo

A Analía, Tomás y Sergio,queridos viajeros de Oriente

No quería pertenecer al servicio secreto y, por ello, no quise ser espía. Fueron las circunstancias, la guerra, un vago interés por las atmósferas oscuras, el hastío…

GRAHAM GREENE, Entrevistas

¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo y gran repudio? El primer y despiadado repudio se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudio se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudio y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del Arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí empieza ya la completa orfandad.

WITOLD GOMBROWICZ, Ferdydurke

PRIMERA PARTE

I. UN HOMBRE ESCONDIDO EN UN GALPÓN

SOY UN SIMPLE ESCRIBANO. Esto, que quede claro desde el principio, pues la historia que voy a contar es, en realidad, ajena; quiero decir que lo importante, lo que justifica que esto se escriba, no me sucedió a mí, aunque tampoco diré que mi participación fue del todo irrelevante. Ya ustedes juzgarán qué es lo que merezco. Diré de paso que casi siempre ha sido así, y que tal vez por eso soy escribano. Me gusta copiar lo que otros relatan, soñar con dramas y episodios que, de haberme ocurrido, quizá me habrían hecho feliz, aun si éstos fueran tristes. Qué importa la tristeza. Es mejor que nada.

Me encuentro en Pekín y, por razones que relataré más adelante, estoy escondido en un viejo galpón del distrito Fengtai. Un galpón sin ventanas desde el que se oyen los silbatos de las barcas que atraviesan el lago de Yuyuantan y los resoplidos de las locomotoras de la Estación Norte. No puedo revelar, por ahora, mi identidad. Ni siquiera puedo decir cuál es mi verdadera ocupación, dejando de lado el hecho de que soy escribano. Como mucho, y esto lo digo sólo para espíritus curiosos, avanzaré a manera de enigma que me visto con traje oscuro y que mi nombre es Régis. ¿Quién soy? Ya se sabrá.

Quienes me buscan, en cambio, sí me conocen, o al menos eso supongo; fue esa presunción la que me llevó a esconderme, aunque ellos en realidad no se interesan por mí sino por algo que, transitoriamente, yo tengo, y que definiría como un objeto vivo. En suma: algo que es y no es, que tiene cuerpo y esencia, a pesar de no poseer ánima. Protegiendo ese objeto paso mis días encerrado, fumando, concentrado en vigilar las volutas de humo que suben hacia la luz, un resplandor que cae desde lo alto y que forma nítidas columnas en el aire. Cuando uno está solo por tanto tiempo —mi único contacto con el exterior es un joven que trae la comida y se lleva los desperdicios—, empieza a comprender mejor la vida. La propia vida, al menos, o esa suma de memoria, anhelos y golpes que llamamos vida. Es como si uno debiera alejarse para verla con nitidez. ¿Se podrá reflexionar desde la muerte? Bueno, esto no puedo decirlo. Soy un escribano y no un filósofo, aun si, cuando uno se ve privado de su libertad por un tiempo, es inevitable que las ideas empiecen a rondar como murciélagos, y de ahí a Epicteto no hay más que un paso.

Además está mi relación con el objeto que cuido. Bien mirado, es él quien me mantiene cautivo, ya que mis enemigos, por ahora, son una pura abstracción; aún no los he visto. Soy como el dragón que protege el tesoro en las fábulas. Sentado en una silla desfondada, lo observo durante horas. Es un extraño tesoro, he concluido, pues los elementos que lo conforman no tienen ningún valor en sí: tinta, cartulina y papel. Su valor de conjunto no es igual al de la suma de sus partes, pues es su contenido, en caso de que pueda ser descifrado, lo que le da valor. Ya habrán adivinado que se trata de un manuscrito. Un viejo manuscrito en lengua china. Por desgracia, mis escasos conocimientos del idioma no me permiten leerlo, pues de ser así mi cautiverio sería distinto. Se me dijo, además, que no lo leyera, y para ello lo empacaron en una bolsa plástica sellada en la que no entra el aire. Esta precaución, por tanto, fue inútil, y sólo demuestra que no tienen en mí una confianza que pudiéramos llamar “ciega”.

En realidad, el objeto que tengo delante es sólo una superficie de plástico color café. Yo sé que en su interior contiene un manuscrito porque lo vi, y por eso hago estas divagaciones. Si no lo supiera, ésta sería sólo una bolsa. Es mucho más humano saber qué es lo que uno está protegiendo, creo yo. Por cierto que, al aceptar el encargo, pregunté si debía protegerlo con la vida. La respuesta que recibí fue inquietante: “No es necesario, Régis, porque si lo encuentran de todos modos la perderá”. He pensado mucho en estas palabras, e incluso las he escrito. Me recuerdan la historia de ese adivino al que le secuestran la hija, y que recibe la siguiente carta de los captores: “Devolveremos a su hija sólo si usted adivina si se la vamos a devolver o no”. ¿Qué debe contestar? Pues bien, yo siento la misma perplejidad ante mi frase. Creo que, al igual que el objeto que cuido, su significado va más allá del de las palabras que la componen. Es, supongo, el lenguaje en el que se expresa Dios. Yo, un simple escribano, no intento llegar tan hondo, y aun así escribo. Pero basta ya de hablar de mí. Vamos a la historia, que es larga y no admite espera. Es hora de escuchar al primero de los personajes.

II. ALGUIEN QUE RUEDA POR EL MUNDO

ME LLAMO SUÁREZ SALCEDO. Mi nombre de pila no importa; o mejor, me da un poco de vergüenza, así que por ahora prefiero no decirlo. Luego, si me siento en confianza, puede que lo diga. Soy un tipo común y corriente, una de esas personas que pagan puntualmente sus impuestos, se alegran con el ascenso laboral, aplauden cuando el avión aterriza y, de vez en cuando, pierden el norte, se desesperan, y entonces necesitan alivio. Pero lo importante es que vivo en París desde hace casi veinte años a pesar de haber nacido en Bogotá —tengo cuarenta y dos—, que soy periodista y que mis programas, en forma de casetes, llegan a ciento setenta estaciones radiales de América Latina.

Trabajo en la Emisora Estatal Francesa, organismo que me paga para que estos programas sean puntualmente expedidos, cada jueves, hacia sus múltiples destinos. Los reportajes versan sobre diferentes temas de índole social, cultural, científica e incluso política, aun si nuestro papel no es opinar sobre los trapos sucios de Francia —de Francia en el mundo, de ahí el nombre del programa: Francia en el mundo— sino más bien lo contrario: tratar de mostrar lo bueno, lo ejemplar. Ahora bien: cuando es necesario somos implacables, pues en este país hay libertad de prensa. Nuestro jefe, monsieur Casteram, jamás impediría que se grabe un programa crítico. Y yo menos, no señor, a pesar de lo que digan mis periodistas en sus chismorreos, de los cuales, por cierto, me entero siempre, pues tengo orejas largas que llegan hasta las máquinas de café; por más que me ataquen con acusaciones ruines, decía, la verdad es que yo sólo rechazo trabajos cuando son malos; cuando veo que ni con una misa al Espíritu Santo en la Église Americaine —la más cercana a nuestros estudios, ubicados en el Quai de Grenelle—, la cosa se levanta. Entonces soy despiadado, pues me va la vida en ello, y pido que lo repitan, o que realicen ese gesto mayúsculo de dignidad que consiste en hacer un ovillo con la grabación, afinar la puntería y encestarlo en la papelera.

En cuanto a otros aspectos de mi vida, debo confesar que es en extremo sencilla, por no decir aburrida —lo que permite valorar la aventura que está por dar inicio, aunque no debo apresurarme con los detalles—. Tras un segundo fracaso de vida en pareja decidí vivir solo, dejando la puerta abierta a ocasionales devaneos, siempre que no tengan el perfil de una relación estable. Y he aquí que, sin ser un Tyrone Power ni mucho menos, he logrado crear una pequeña red de “amigas” con las que salgo los fines de semana, y el lunes si te he visto no me acuerdo, o mejor, sí me acuerdo, pero sin obligación de llamar a preguntar cómo estás, qué estás haciendo o qué tal está tu alma esta mañana, en fin, esas cosas que se dicen las parejas. En París hay mucha gente que vive sola y que está dispuesta a este tipo de contactos, lo que supone una gran ventaja. Es, incluso, una tendencia en alza, según leí en un artículo aparecido en el diario Libération, sección “Vie Moderne”: “Las parejas de solteros”, así las llaman.

Pero vamos por partes:

Me separé de mi segunda mujer, Corinne, treinta y seis años, francesa nacida en Lille, empleada de Seguros Mapfre, agencia Place de Clichy, después de un bochornoso episodio que no sé si me atreva a contar. En fin, haré un esfuerzo. Un día regresé a la casa antes de la hora habitual, pues por una extraña huelga del sindicato de limpiadores, el club de ajedrez del barrio XIV, en el que juego dos tardes por semana, estaba cerrado. Así que llegué, dejé los zapatos en la entrada para no rayar el parquet (exigencia de Corinne) y me serví un vaso de leche descremada para acompañarla con galletas dulces de bajo contenido calórico. Con el vaso en la mano caminé hacia el estudio, atraído por la música, esperando ver qué hacía Corinne, queriendo sorprenderla o las dos cosas, y al mirar por la puerta entreabierta la vi de espaldas. Pero no me atreví a saludarla, pues noté que estaba en una posición extraña. Curioso. Entonces empujé un poco la puerta y vi el computador encendido. ¿Qué hacía? Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y tenía el calzón a la mitad del muslo, con los audífonos puestos. Me acerqué por detrás, dispuesto a darle un golpecito pícaro en el hombro y decirle: “Aquí me tienes, cariño, ¡estoy listo!”, cuando vi entre sus piernas una de esas cámaras que se conectan a los computadores. En un acto reflejo levanté la vista y observé la pantalla, cosa que hasta ahora no había hecho, y por poco pego un grito, pues en el cuadrado central había una horrible verga negra de venas hinchadas, y por supuesto una mano que la acariciaba. Una mano, por cierto, con los dedos cubiertos de anillos. Al lado estaban las últimas frases que intercambiaron por escrito antes de bajarse los pantalones y pasar a los micrófonos, y allí, para mi vergüenza, leí de reojo lo siguiente: “Quiero esa verga caliente en mi boca, pisotéame, sodomízame”. Sentí una oleada de rabia, pero en ese instante la escuché suspirar; a pesar de los auriculares, era increíble que no notara mi presencia. Se estaba empezando a venir, así que retrocedí. Luego gritó algo que no alcancé a escuchar y, en ese preciso instante, terminó el disco, que para el detalle era El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.

Desconcertado salí de la casa, volví a entrar como si nada y caminé silbando por el corredor. “Corinne, chérie, ¿estás en la casa?” Ella saludó desde el estudio, “¡Aquí estoy, amor! En un momento vengo a saludarte”. Yo grité desde la cocina que no había podido jugar al ajedrez porque había huelga de limpiadores, y ella, desde adentro, respondió qué lástima, pero que mejor así, pues eso nos permitiría cenar más temprano y ver alguna de las películas de vídeo que habíamos alquilado en Blockbuster. Luego agregó: “Espera salgo de internet, estoy loca con la investigación esta sobre las legislaciones de pólizas en Europa”. Corinne, ya lo dije, era agente de seguros.

Al verla acercarse me derrumbé; por ello debí hacer un esfuerzo sobrehumano —que, dicho sea de paso, hizo arder mi úlcera— para mostrarme civilizado, cauto, parisino.

Lo que más me aterró no fue la traición —aunque no sé, en realidad, si a eso se le pueda llamar traición—, sino el modo sencillo, casi cotidiano con el que fue capaz de ocultarlo. “No es la primera vez”, me dije, “habrá habido muchas antes”. Y entonces ya no era Corinne, sino un ser desconocido. Alguien que cambiaba no sólo mi presente sino también el pasado, por Dios. Recordé, en perspectiva, las mil y una noches en las que ella se acostaba tarde por trabajar en internet, y supuse que esa mano tendría una cara, y la cara una voz, y en esa memoria, quién sabe en qué ciudad, en qué país remoto, estarían impresos los delicados pliegues de su sexo, el ritmo de sus espasmos, su respiración agitada, y ese alguien saldría a trabajar recordándola, se le pararía por la calle o se masturbaría en el baño de su oficina con esa imagen, con esa voz alterada por los micrófonos del computador, que metaliza los tonos, o peor, se lo contaría a sus amigos del bar, me estoy tirando a una francesita, tiene los pelos amarillos y el clítoris rosado, quién sabe qué clase de huevón será el marido, y sin duda, al ir a dormir, acariciará a otra mujer y le dirá buenas noches, amor, igual que Corinne me lo dice a mí cuando al fin decide acostarse.

—Vi lo que estabas haciendo —le dije con un hilo de voz—, ¿quién es el propietario de ese falo?

Lo negó todo en un principio, pero dos minutos después se dio cuenta de que era inútil. Entonces su reacción pasó por dos momentos muy intensos: un primero en el que me aseguró que se trataba de un juego y que a esa persona no la conocía, pues era la primera vez que entraba a un chat pornográfico; y un segundo en el que me culpaba, con argumentos legales, de violar su intimidad. El contrato de la casa del Boulevard Arago, semiesquina con la glorieta de Gobelins, felizmente, era mío, así que le dije sin soltar el vaso de leche:

—Voy a ir a ver Ghost Dog, de Jim Jarmusch, a los cines Gaumont de Montparnasse. Cuando vuelva no es necesario que estés aquí.

Mi único gesto latinoamericano, al menos tal y como nos ven a los latinoamericanos en París —es decir, como a unos puercos machistas—, fue lanzar el vaso contra la pared antes de salir y hacerlo añicos dejando un manchón blanco sobre el papel de colgadura. Ese horrible papel que decora la mayoría de las casas parisinas.

Claro, no vi la película sino que fui a emborracharme a L’Oiseau du Feu, en Bastilla, pero esto Corinne nunca lo supo; tampoco supo que a las dos de la mañana vomité en el canal Saint-Martin maldiciéndola y maldiciendo a ese lejano país que, en una noche como ésa, me había vuelto a abandonar, y que me hacía llorar de nostalgia, de dolor, de risa, de asco, todo lo que nunca hice estando con Corinne por temor a parecerle demasiado meteco, que al fin y al cabo es lo que siempre fui, y que nunca dejaré de ser, y para que no me dijera por centésima vez lo que es tan cierto, y es que le echo la culpa a mi país de todo lo que me pasa, así sea un simple dolor de estómago, y es cierto porque en cada borrachera lloro de orfandad por lo que allá dejé, perdí y olvidé, sobre todo en noches como ésa, corneado por una verga venosa cuyo propietario, a lo mejor, es un negro de Barranquilla o del Chocó, y yo llorando y maldiciendo de lejos, sin que mis gritos lleguen siquiera a inquietar a los taxis que pasan, indiferentes. Peor que sufrir, carajo, es que a nadie le importe que uno sufra.

Así fue que Corinne salió de mi vida.

La experiencia anterior es ya muy lejana, pero, en fin, ¿por qué no mencionarla? Fue con una compatriota de Medellín llamada Liliana, estudiante de Letras —como yo—, en la Universidad de Vincennes. Ella —también como yo— quería ser escritora, pero sus ídolos eran Georges Perec, Alain Robbe-Grillet, Claude Simon y, en general, los autores del nouveau roman francés. A mí, en cambio, me gustaban Camus, Malraux, Genet y Céline, y además me gustaba Vargas Llosa, lo que nos llevaba a interminables discusiones, ya que para ella el único latinoamericano válido era Severo Sarduy. Lo peor era cuando intercambiábamos nuestros textos. Según ella yo era un decimonónico que no había entendido nada, y mis escritos reflejaban la pobreza de mis conceptos. Cuando me tocaba el turno la acusaba de vivir fuera de la realidad, de disfrazar con un halo misterioso lo que en realidad no tenía ningún misterio ni gracia, y de escribir ideas prestadas de narraciones que, sobre todo, eran aburridísimas. Así la polémica iba creciendo; Liliana me gritaba: “¡Sartriano mediocre!”, a lo que yo respondía: “¡Deleuziana ignorante!” Como suele pasar en estas discusiones, muy pronto dejábamos de hablar de libros para arremeter contra el otro diciendo cualquier disparate: “¡Gordo culo!”, me gritaba, y yo: “¡Paisita metida a escritora!”, y así, hasta que había dos posibilidades: o bien alguno se iba dando un portazo, ofendido, o bien acabábamos llorando, abrazados y pidiendo perdón, pues en el fondo sabíamos que ninguno tenía el menor talento y que insultar al otro era un modo de paliar la frustración por la mediocridad de nuestros escritos y por lo lejos, lejísimos que estábamos de ser lo que soñábamos. Hasta que un buen día, con gran civilización y mucha tristeza, decidimos cortar para dejar de hacernos daño, pues coincidimos en que cada uno era el reflejo deprimente del otro.

—Es que yo te veo escribir, en tu mesa —me confesó esa tarde—, y me parece verme a mí, garabateando pendejadas sin sentido, llenando hojas con historias que no le interesan a nadie.

—A mí, Lili, me interesan a mí —le respondí mintiendo, pues no sólo no me interesaban, sino que, además, me aburrían.

Por fin se fue y ambos nos dimos un respiro. Claro, seguimos siendo amigos, e incluso pasamos fines de semana juntos y noches de juerga. Pero nada más. Luego ella se casó con un francés muy simpático, un arquitecto, creo, y una o dos veces al año me invitan a comer en un apartamento muy lindo cerca de Bastilla. Nunca hablamos de libros y, sobre todo, jamás preguntamos por los escritos. Así es mejor.

En fin, no sé ni cómo ni por qué acabé contando todo esto. Supongo que es importante que se sepa quién soy. Pero lo que debo contar ahora realmente, lo que interesa en esta historia, fue la extraña llamada de ayer. Estaba yo en mi cubículo —no se puede llamar “oficina” a lo que tengo aquí— cuando el timbre del aparato me sacó de mis cavilaciones. Escuchaba un defectuoso reportaje sobre la preparación de las hamburguesas kosher en el parisino barrio del Marais, y, para la precisión, intentaba saber si tenía arreglo o si lo mejor era devolverlo con cajas destempladas, so pena de que su autor me mandara a comer lo que sabemos y me acusara de antisemita. ¿Qué decía? Ah, sí, el teléfono. Lo levanté con desidia, pero al responder me puse firme. Monsieur Casteram me pedía ir con urgencia a su oficina. Él, como es jefe, sí tiene oficina, pues si algo les gusta a los funcionarios franceses —en realidad, a los funcionarios de todo el mundo— es mostrar las diferencias de jerarquía en este tipo de cosas.

Al llegar a su despacho encontré sentado a un tal monsieur Pétit, un hombre bajito, calvo, con una obesidad obtenida sin mucha alegría y a quien, por cierto, nunca había visto en la redacción. Casteram me lo presentó como alguien de las altas esferas de la Radio Estatal y me dijo que preparara maletas, pues debía salir con él para Hong Kong al día siguiente, escala desde la cual viajaría a Pekín para realizar un reportaje sobre los católicos en China.

—Nuestros clientes piden temas originales —teorizó Casteram, haciendo una pausa entre cada frase con un pequeño eructo—, y hoy, mi querido Suárez Salcedó, el tema de los católicos en países comunistas está en primer plano. Fíjese la que se armó en Cuba después de la visita del papa Wojtyla. Todo un golpe informativo. La idea es crear algo así, ¿me sigue?

—¿Y por qué ahora? —me atreví a preguntar.

—El regreso del verano nos tiene algo… secos —continuó diciendo—. Sí. Ésa es la palabra: secos. No hay grandes temas. Se acabó lo de Chechenia, en Kosovo no ha vuelto a haber nada que valga más de un par de muertos. Nuestros asociados necesitan color. Por ello es el momento de meter al horno alguno de los temas fríos, y éste es uno de los más grandes.

Casteram me explicó que Pétit, este ser extraño y silencioso, era uno de los organizadores de enlace con los directivos de nuestras radios asociadas en el mundo. Un pez gordo, en suma. Mientras Casteram hablaba, Pétit permaneció mudo, limpiándose el sudor de la calva con un pañuelo asqueroso. Era ese típico funcionario estatal de traje raído y corbata cuyo atuendo cuadraba tan bien con su carácter que parecía haber nacido con él puesto. La orden, caída como un meteorito en el centro de la oficina, me dejó perplejo.

Yo no tengo nada contra China. Al contrario, me atrae. Pero la verdad es que por estos días me viene un poco mal, pues se echa encima la carga del mes de septiembre, con la mitad de los periodistas aún en vacaciones. Además, y esto lo digo de modo estrictamente personal, estoy en medio de una dieta hipocalórica, y nada hay peor para una dieta que un viaje de trabajo, el cambio de rutina y la tensión que esto genera, situación que, por lo general, lo bota a uno de cabeza a los bufetes de los hoteles, cuando no a los restaurantes de comida rápida, lo que en términos alimenticios significa un aluvión de calorías, grasa y colesterol. Pero en fin. No es la primera vez que me envían, de la noche a la mañana, a lugares como Nairobi, Yakarta o Tegucigalpa, dándome apenas el tiempo de hacer la maleta. Mis jefes son caprichosos y a veces, por haber escuchado una emisión en las radios competidoras, por algún comentario de cóctel o, simplemente, porque sí, les entran estos afanes. Y ahí estamos nosotros, sus fichas, para salir al terreno de combate.

Lo primero que hice al saber que debía ir a Pekín fue lo que haría cualquier francés, es decir sacar de la biblioteca esa vieja edición en Gallimard que todos tenemos de Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, para buscar las páginas relativas a China. Tras comprobar que el libro sí estaba en la biblioteca —lo que, dicho por mí, quiere decir sobre todo que no fue uno de los libros que Corinne, mi ex mujer, se llevó al irse— me dispuse a leerlo, teniendo a mano un sándwich de gérmenes de soja y una botella de agua Perrier con aroma a lima. Y leí, hasta que encontré algo que me llamó la atención. Una serie de descripciones de tipos chinos.

Citaré algunas: “Modesto, o más bien agazapado, acolchado, se diría flemático, con ojos de detective, y pantuflas de fieltro, caminando en puntas de pies, las manos entre las mangas, jesuita, con una inocencia cosida con hilo blanco, pero dispuesto a todo”.

Pensé en los chinos del álbum El Loto Azul, de Tin-tín. Luego Michaux agrega: “Cara de gelatina, y de pronto la gelatina se destapa y sale un precipitado ratón”.

Esto último, a decir verdad, no lo entendí muy bien. Así que releí, pero la impresión fue la misma: “Con algo de borracho y de blando; con una especie de corteza entre el mundo y él”.

¿En qué año escribió Michaux esta estupidez? Todo el mundo ha visto un chino. En todas las ciudades grandes de Europa y de América hay chinos, y entonces, ¿qué sentido tiene describirlos? No lo entiendo. ¡Es un acto arrogante y burlón que no estoy dispuesto a tragar!

En desquite, decidí improvisar una descripción del francés:

Ser temeroso, tacaño —a la tacañería la llama “sentido del ahorro”— y mezquino. Hábil para el trabajo. Disciplinado. Tiene miedo de que sus vecinos lo denuncien a la policía y por eso ve la televisión con el volumen bajo. No le gusta que los demás crean que es tonto, por eso evita sorprenderse, aun si lo que tiene delante son las pirámides de Egipto. Tiene dos obsesiones centrales: parecer más inteligente de lo que es y estar muy ocupado. Desde joven piensa en la pensión, pero cuando ésta llega, a los sesenta y cinco años, se deprime y a veces se suicida. Las jovencitas ponen mala cara si un varón les dice un piropo, y son capaces de negarse a hacer el amor si al día siguiente deben levantarse temprano. Les gusta la buena comida, pero casi nunca la comen porque es cara. Sus vinos son óptimos. Se dice que crearon los perfumes porque no se bañan, pero esto no es del todo cierto. Son rubios, de ojos saltones y piel acartonada. Creen que si Francia no existiera el mundo sería una leonera, y no les falta algo de razón. Inventaron, por error, el champagne.

Al releer me invadió un cierto sentido de culpa, pero fue Michaux quien empezó. Luego regresé a la biblioteca y, con mano temblorosa, extraje la edición en La Pléiade de las Obras completas de André Malraux. Es curioso. Otro apasionado de Asia y con un nombre tan parecido al de Michaux. Sólo tres letras los diferencian. Abrí La tentación de Occidente y releí la última frase: “Una de las leyes más fuertes de nuestro espíritu es que las tentaciones vencidas se transforman en conocimiento”. Mis ojos se llenaron de lágrimas, los vellos de mi antebrazo se levantaron como espinas de erizo. La lucidez de Malraux me emociona hasta las lágrimas; es algo un poco ridículo, lo sé, pero que no puedo controlar. ¿Y por qué me emociona tanto? Pues porque, en fin, modestamente, a mí me habría gustado ser como él. Sin duda me faltó el talento, claro, pero lo que yo me digo, y lo que les digo a mis pocos amigos, es que no tuve la oportunidad de hacerlo, pues la supervivencia me empujó a este trabajo y luego no me quedó tiempo libre. Yo sé, secretamente, que esto es falso; si uno quiere escribir, escribe, así deba levantarse por las noches, sacrificar horas de sueño, trabajar en buses y cafeterías. Lo que me faltó fue coraje, decisión, y esto es algo que mordisqueo de vez en cuando, desvelado, o cuando me paso de tragos y acabo echándole la culpa a mi país, que fue el primero en abandonarme, y lloro de rabia, y bebo, y acabo colgado del teléfono, llamando sin parar a Bogotá, sólo por sentir que no todo está perdido, que mi nombre, en esa ciudad, aún es capaz de despertar afecto.

El talento de Malraux y el de otros escritores que admiro es un dedo acusador, un incómodo espejo de mi cobardía. Pero en fin, no quiero desviar la historia.

Estaba por decir que si voy a ir a Hong Kong, y luego a Pekín, lo mejor sería releer también algunos pasajes de Los conquistadores y de La condición humana. Así que, tras comer el sándwich de germen de soja —y de ir furtivamente a la nevera, lo confieso, y apurar tres bocados de foie gras y varios sorbos largos a una botella de Vouvray—, me dispuse a leer hasta quedar profunda, reparadoramente dormido.

A las siete de la mañana el timbre del teléfono me despertó y caí en la cuenta de que estaba en el sillón de la sala, con el libro de Malraux sobre las piernas. Caramba, me dije, ¿quién podrá ser a esta hora?

—Soy Pétit —escuché decir—. En quince minutos pasaré a recogerlo. Iremos a la embajada china y de ahí al aeropuerto. El vuelo es a las once. No olvide su pasaporte.

Dicho esto colgó; yo me quedé mirando el auricular sin comprender muy bien qué estaba sucediendo. ¿Quince minutos? De un salto fui al armario, saqué mi maleta y puse dentro todo lo que encontré. En otro maletín guardé la Sony Digital y varios casetes —hace ya tiempo que dejamos de usar las pesadas grabadoras Nagra, lo que mi espalda agradece a diario.

Del baño, tras darme una ducha rápida y pasarme una afeitadora eléctrica por las mejillas, recogí mis utensilios, dándole particular importancia a las pastillas Chitosano, un complejo orgánico que reduce en un treinta por ciento la absorción de las grasas. Todos estos cuidados, sobra decirlo, los sigo por estrictas razones médicas, ya que en mí la vanidad, además de ridícula, sería inútil. En la cocina tomé un par de sorbos de jugo de naranja, una manzana y un yogurt natural, cero por ciento de grasa. Luego cerré la llave del gas y la del agua, justo en el instante en que otro timbre, esta vez el de la puerta de la calle, atravesaba el aire.

Pétit me esperaba en un Renault 21 de color negro, parqueado sobre el andén. Saludó con un gesto y, sin siquiera proponer ayudarme a subir la valija al maletero, volvió a sentarse al volante. Sé que de entrada este hombre me cayó mal, esto creo haberlo dejado claro, pero quisiera agregar que su pinta, esa mañana, era lo más ridículo que había visto en mi vida: sobre una desabrida camisa mil rayas llevaba un chaleco de fotógrafo Banana Republic, pero no original, sino una burda imitación comprada en algún puesto callejero de Belleville. Encima del chaleco lucía una chaqueta ligera, un pantalón de algodón color caqui y zapatillas de suela baja sin medias, con lo cual regalaba a los paseantes la espantosa imagen de sus tobillos regordetes, rosados y lampiños. Ése debía ser el atuendo de los funcionarios estatales en los “países cálidos”, en las épocas coloniales de Francia. Pero en fin, ya dije que todo en Pétit era ridículo: su forma de sudar, su barriga fofa, su horrible papada, el olor a naftalina que exhalaban las costuras de su traje, el pelo de la coronilla, húmedo por la transpiración, dejando al aire las zonas baldías.

Al llegar a la embajada china, Pétit dejó el Renault 21 en doble fila, me pidió el pasaporte y me dijo que lo esperara. Tuve la tentación de bajar del carro y entrar a una brasserie a comer un croissant con café —ya empezaba a ponerme nervioso—, pero tuve miedo de que esto contrariara a mi compañero. Así que esperé, tamborileando con los dedos sobre la guantera y calculando si debía encender el radio, pues a esa hora ya habrían sucedido miles de cosas en el mundo y yo aún no había escuchado el sumario de France Info, algo que, a estas alturas de mi exilio voluntario, se había convertido en vicio.

Pétit volvió a los veinte minutos. Subió sin decir palabra, y, tras lanzarme de modo grosero el pasaporte, salimos hacia el aeropuerto de Roissy. Yo seguí tamborileando sobre la guantera hasta que en un semáforo se quedó mirando con odio mis dedos. Entonces los replegué y me mantuve en silencio. Qué tipo tan raro. Nunca había visto a un periodista actuar de este modo, aun si es cierto que el periodismo es un gremio capaz de contener todas las tendencias humanas, incluyendo taras, virtudes y defectos. En el aeropuerto sucedió algo curioso: en lugar de dejar el carro en el parqueadero, Pétit le entregó las llaves a un hombre de vestido gris que, al parecer, nos esperaba, pero que nadie me presentó. Luego empujamos las maletas hasta los mostradores de la aerolínea Cathay Pacific y, para mi frustración, comprobé que nuestros billetes eran de clase económica. Hubiera preferido un vuelo con Air France, para engordar mi programa de millas, pero Pétit dijo que la Cathay era la única que volaba a Hong Kong ese día. No hice más preguntas al ver el disgusto con el que me respondió, pero suspiré al pensar que no podría relajarme en el salón VIP del aeropuerto, comer algo de maní con jugo de naranja y leer los periódicos del día. Entonces nos sentamos en una de las frías salas de espera y, en un lance de humanidad, le pregunté a Pétit si tenía hijos.

—No —dijo con sequedad—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Es una forma educada de iniciar una conversación —repliqué—. Al fin y al cabo vamos a hacer un viaje juntos.

—Ya hablaremos cuando llegue el momento… —Dicho esto volvió a su silencio de antes; para justificarlo sacó unos documentos de su maletín y se sumergió en ellos como si se tratara de su acta de divorcio. Yo, desagradado y con ganas de maldecir, me levanté a dar una vuelta por el duty free pensando que, en realidad, Pétit no sólo era sucio, sino grosero y arrogante. Me pareció imposible que un ser así fuera capaz de dar a otros algún tipo de alegría, ni siquiera el día de su nacimiento. A lo mejor más tarde, con algunos tragos a bordo, o al llegar, algo de su personalidad profunda afloraba y la situación daba un vuelco. No creo ser una persona conflictiva. Si Pétit quería dárselas de duro era su problema.

Por lo pronto nuestro camino era largo. Había que atravesar todo Asia, viajando contra el sol, para llegar a Hong Kong a las siete de la mañana. Estas situaciones las conozco de memoria y por lo general leo mucho, de ahí la delicada elección de un buen libro, que no puede ser ni muy denso ni muy ligero: algo que interese sin cansar y que se sostenga durante muchas horas. Luego de la cena, abundantemente rociada con vino, bebo unos buenos tragos de whisky o ginebra, dependiendo del ánimo, haciendo coincidir la última copa con la película de turno que en todas las aerolíneas pasan después de la comida. Y ahí me voy quedando dormido, mecido por los tragos y el bailoteo del avión —cuando hay, claro, y aquí debo confesar que me gustan las turbulencias, pues cuando no, cuando el viaje es rectilíneo y tranquilo, tengo la sensación de estar sentado en una inmensa, aburridísima sala de espera. ¡Ah, Hong Kong, qué lejos estás!

III. ALGUNOS PORMENORES SOBRE LA VIDA DEL DOCTOR GISBERT KLAUSS, FILÓLOGO, Y DE SU BÚSQUEDA ENLOQUECIDA

LA VIDA DEL DOCTOR GISBERT KLAUSS, como la de tantas almas destinadas a medrar en las ciencias del espíritu, dejó pocas huellas en la época de su infancia y primera adolescencia. Su juventud transcurrió en la Westfalia de los años cincuenta, más exactamente en un pueblecito llamado Bielefeld, y quienes dieron razón de él en los diarios —es decir, después de obtener una dramática notoriedad—, afirman que de niño siempre tuvo un balón de fútbol entre las piernas. Pero el destino, ese pájaro oscuro que revolotea sin que lo llamen y que mete el pico en todas partes, estaba harto de futbolistas, y para que no hubiera lugar a dudas lo castigó rompiendo un tendón de su pierna derecha. Con esto la existencia del joven dio un vuelco, y, de los campos deportivos, pasó al estudio. La madera de Gisbert era de la buena y el mismo destino, que se había portado mal en un principio, decidió compensar dándole otra gran pasión: la filología. Entonces ingresó a la Universidad de Colonia, o de Köln, como escriben los alemanes, dirigiendo su lúcida mente hacia la sinología, es decir el estudio de la lengua y la cultura chinas.

De su vida de estudiante en Köln también se sabe poco, apenas que la pasión sinológica fue tan fuerte que le impidió realizar cosas normales como cortejar mujeres, salir a fiestas y hacer vida bohemia. En realidad esto lo suponemos por el hecho de que Gisbert Klauss se casara muy tarde, ya viejo, con una empleada menor de la Universidad de Hamburgo, centro docente en el que impartía sus lúcidas clases. No hay que ser caracterólogo para imaginar que el de Gisbert y Jutta, Jutta Krugg, fue uno de esos matrimonios aceptados, de parte de la dama, por admiración y ascenso social, y de parte de él por la necesidad de resolver asuntos prácticos de la vida. Sobra decir que no tuvieron hijos.

El detonante de la pasión sinológica, sin embargo, tuvo que ver con el descubrimiento de un legendario sacerdote jesuita, el italiano Mateo Ricci, uno de los occidentales que, después de Marco Polo y del franciscano Juan de Piano, conoció mejor ese universo que en Occidente llamamos China, pero que en lengua nativa quiere decir “Nación Central”.

Y es que la vida de Ricci, que llegó a las costas de Macao en 1582 —dos años después de la partida del fidalgo portugués Luis de Camões, autor de Los Lusiadas—, contiene todos los elementos necesarios para despertar la pasión de un filólogo. Lo más llamativo fue la rapidez con la que aprendió el idioma chino. Dicen las crónicas, en efecto, que Ricci tardó apenas un año en hablarlo con fluidez, una empresa cuya dificultad podría ser comparada, en términos de masas, con la construcción de la Gran Muralla. Por esta ilimitada capacidad de aprendizaje, Ricci se ganó los favores de los gobernadores imperiales, los cuales le permitieron instalarse en la provincia de Guandong, en el centro del país, e iniciar una serie de viajes pastorales por China que lo llevarían muy lentamente a Pekín —llegó en 1601 y allí permaneció hasta 1610, fecha de su muerte—, a la corte imperial, en donde obtuvo el beneplácito del Emperador, quien se interesó por su prodigiosa memoria.

¿Cuál era el método utilizado por Mateo Ricci para recordar? Él mismo lo llamó El Teatro de la Memoria, y consistía en una representación mental de ideas, abstracciones y esencias, organizadas por afinidad semántica o sonora en los diversos espacios del gran teatro. De este modo, cuando Ricci necesitaba acudir a cualquiera de sus múltiples conocimientos, sumergía su mente en ese espacio hasta dar con él, como un utilero que busca una prenda en una bodega, y lo increíble, lo que no ha podido ser jamás igualado, es que en este proceso tardaba sólo unos pocos segundos. No es de extrañar que gran parte de la instalación de los jesuitas en China haya tenido que ver con este prodigio, ya que el Emperador, interesado en conocer su método, le dio a Ricci todo su apoyo, a cambio de que, cada tanto, hiciera para él o sus invitados alguna circense demostración de su infinita memoria.

Se dice que Ricci, antes de viajar a Oriente, decidió aprehender todos los conocimientos que, hasta entonces, la cultura cristiana había atesorado, pues deseaba transmitirlos en China, pero que no contaba con espacio físico para transportarlos, pues se encontraban en enormes libros y tratados de los que, en muchos casos, no había más que una copia. De este modo, para poder viajar con una ligera mochila, optó por llevarlos en su memoria.

Fue con estos datos que Gisbert nació al legado de Mateo Ricci. Como el Emperador y tantos otros, Gisbert Klauss soñó con poder repetir el milagro de la memoria, aunque basado en presunciones filológicas. Un idioma, y esto lo saben los filólogos, no es otra cosa que una ordenación del universo enunciada a través de un sistema de lenguaje. Si bien éste se debe aprender, gran parte de la estructura que lo conforma responde a un método, a una columna vertebral que coincide con la visión del mundo de la sociedad que la produce. Ésta imprime su huella en el idioma, aun si en todos hay estructuras que se repiten, tales como las diferencias de género, número, los casos, las funciones pronominales, el plural y el singular, los tiempos verbales, etcétera.

Los idiomas derivados del latín tienen estructuras idénticas. Los distingue el particular recorrido de cada una en la “romanización”, es decir, la transformación del latín en lenguas romances, con diferentes resoluciones regionales para un tronco común. Hay, claro, otras raíces igualmente sólidas, como las lenguas germánicas o las semíticas; están también las lenguas indígenas americanas, de las cuales sobreviven, según la Unesco, ciento sesenta y siete, y a las cuales no se les ha encontrado un tronco común, pero que tienen estructuras similares. Y en medio está el chino, el más importante de los idiomas sino-tibetanos, y que es, en sí mismo, un racimo de dialectos y lenguas derivadas como el mandarín, el cantonés y otros, los cuales tienen la inusitada particularidad de compartir la misma escritura, una de las más grandes creaciones, por cierto, de la historia humana, y que está en el origen de la grafía de otras lenguas de la región, caso del japonés o el coreano.

Y aquí venía la gran sospecha de Gisbert: si Mateo Ricci logró aprender esa lengua en tan poco tiempo, fue sin duda por haber encontrado un sistema que unía al idioma chino con las lenguas indoeuropeas. Con todas las lenguas, en suma, lo que equivaldría a un código universal de lenguaje, ese idioma bíblico perdido en la confusión de Babel, durante aquella aciaga tarde filológica en la que Dios decidió castigar la soberbia del hombre condenándolo a la incomprensión. Tal vez Ricci, en su Teatro de la Memoria, había encontrado el sistema perfecto, el lenguaje de las primeras esencias.

Era posible, pensó Gisbert, que este idioma fuera hijo, descendiente al menos, del supremo lenguaje con el que fue creado el universo. Ese que, según los evangelios, usó Dios para ir poblando el mundo, para inventar la Naturaleza, animal por animal, árbol por árbol, para generar el sabor de las cosas, el orden de la vida y de la muerte, los azares y el arrepentimiento, la injusticia y el triunfo, la derrota y el dolor. Todo, pensaba Gisbert, fue nombrado para que existiera, y esta lengua, aun siendo de índole divina, debió dejar su huella en algún lado. Enunciarla, para él, era acercarse a quién sabe qué misterios, a qué lejanías, pues se supone que al pronunciar una sola de esas palabras uno sería igual a Dios, sería Dios, pues podría crear.

Por su frenética preparación Gisbert Klauss ya sabía griego, español, inglés, francés, italiano y portugués. Tenía nociones de ruso y de otras lenguas eslavas como el polaco o el serbo-croata, y podía comprender el árabe, el turco y el hebreo. También había estudiado, aunque de forma puramente teórica, algunas lenguas malayas. Su gran reto sería la lengua china, entendiendo por “chino”, como mínimo, el mandarín y el cantonés, y, en su proyecto mental de joven estudioso, abrasado por la sed del saber, pensaba seguir con el quechua, el swahili, el vasco y el húngaro —que al parecer tienen una raíz común—, el esquimal y el maorí. El hombre que más lejos llegó en el conocimiento de los idiomas fue un neozelandés llamado Harold Williams (1876-1928), corresponsal en las islas del Pacífico del periódico Times, quien llegó a hablar con corrección cincuenta y ocho, y aunque la vanidad de Gisbert no llegaba al punto de desear superarlo, supuso que estaría obligado a ello, tarde o temprano, al alcanzar, como Ricci, el resumen de las lenguas, necesario para enunciar el sistema universal, la caja negra de todos los idiomas, dando un aporte invaluable a la ciencia filológica. Otro caso, muy caro a Gisbert, era el de Richard Burton, pero no referido al célebre actor, eterno marido de Elizabeth Taylor, sino al legendario cónsul inglés en Trieste, allá por el año 1872, traductor de Las mil y una noches, quien, según Borges, “soñaba en 17 idiomas y que llegó a dominar 35, contando entre ellos lenguas dravidias, semitas, indoeuropeas y etiópicas”. ¿Cuál es el límite de la memoria? A esta pregunta los científicos no han dado respuesta y por lo tanto Gisbert podía pensar que era infinita. Ricci era el ejemplo y él, modestamente, pensaba seguirlo.

Pero al iniciarse en la lengua china y al descubrir a través de ella su poesía y sus novelas, Gisbert Klauss empezó a aplazar el proyecto multilingüe para demorarse, cada vez con mayor fruición, en los textos literarios. Algo nuevo tomaba forma en su mente y era la percepción de un nuevo sistema. Como es de rigor en cualquier espíritu que busca la perfección, Gisbert Klauss había dedicado mucho tiempo a la literatura. Había disfrutado con los poemas de Goethe y François Villon, conocía la obra de Dante Alighieri y de Cervantes, había leído a Eça de Queiroz y a Walt Whitman, a Milton y a san Juan de la Cruz, a Ibn Arabi y a William Blake, a Quevedo y a Omar Khayam, a Shakespeare y a Heine; en fin, la lista de sus lecturas sería tan larga como los húmedos pasillos de la biblioteca de la Universidad de Köln, pero al leer estos libros siempre había predominado la antena del filólogo, del investigador atento, ocultando la posible emisión de otras señales.

Y ése fue el gran cambio. Al adentrarse en la literatura china, la irradiación de algo nuevo hizo vibrar su corazón, opacando las ondas del intelecto. La limpia precisión de los versos de Li Po, por poner un ejemplo conocido, conmovieron sus fibras más íntimas sin que él llegara a saber por qué. “¿Cuál es este extraño sistema que desconozco y que me hace feliz?”, llegó a preguntarse una noche, temblando de emoción, ante una página de Lin Hsú. El oscuro cielo alemán, entrevisto por una de las claraboyas de la biblioteca, no le dio respuesta. Esas páginas eran el envoltorio perfecto de su alma, más allá de la razón, frente a las cuales las armas de su oficio se quebraban como lanzas de cristal. “Ese sistema se llama Literatura”, se dijo una noche, “toda mi vida lo he tenido delante de la nariz, sin llegar jamás a descubrirlo”.

Desde un punto de vista filológico, era irracional que una selección de lenguaje provocara placer. Si una de las frases de Lin Hsú, por decir algo, se reprodujera remplazando cada palabra por un sinónimo —es decir, sin alterar un ápice su sentido—, el perverso y placentero efecto desaparecería. Gisbert hizo esa prueba y muchas otras hasta determinar que el sistema escapaba a las reglas por él conocidas, y que si bien era posible explicar los efectos que producía un texto literario, e incluso saber cómo y por qué los producía, no se podía elaborar ninguna teoría, ya que el efecto era irrepetible. La explicación de un texto determinado no servía para entender otro, lo que significaba que no era un saber universal, verificable y comprobable, sino una impresión, palabra que a un científico como él producía urticaria. Y sin embargo ahí estaba, subyugado por ese ciego universo; feliz y al mismo tiempo aterrado de haber abierto esa oscura puerta que, supuso, ya no podría cerrar jamás.

Entonces decidió convivir con ambas pasiones, con la consecuencia de que su ímpetu de conocimiento filológico, al encontrar en la literatura un contrapeso, se hizo más tenue, se adecuó a la realidad. Ya no quería consagrar cada segundo de su tiempo al trabajo científico, pues ahora le era indispensable obtener cada tanto una dosis de ese placer recién descubierto, de esa lectura sin finalidad práctica que tanto hacía vibrar su espíritu. Y así, de los grandes sueños, Gisbert pasó a las grandes realidades, obteniendo un cargo de profesor supernumerario en la Facultad de Filología de la Universidad de Hamburgo, que, con el tiempo, pasó a ser de maestro de planta, y, años después, de catedrático.

La primera vez que Gisbert Klauss leyó la Historia de los nombres cambiados, de Wang Mian, sintió golpear un oleaje placentero en las dársenas de su cerebro. Era un libro perfecto. Su deliciosa armonía y sus historias tenían esa envoltura de dificultad para la cual él, filólogo, estaba preparado, permitiéndole sumar al placer estético la comprensión del intelecto. Wang Mian parecía haber escrito para él y, sin embargo, qué vidas tan dispares: Wang Mian satirizó la Academia, y él, Klauss, formaba parte de ella. Mian era un derrochador irresponsable y Klauss un ciudadano serio, un dócil contribuyente con las cuentas al día. Wang Mian murió en la miseria, alcoholizado, mientras que Klauss, cotizando el seguro social hacía más de veinte años, tenía una pensión que le prometía, salvo catástrofe, guerra mundial o acceso al poder de los skin-heads, una vejez apacible. En suma: dos seres opuestos, pero con almas gemelas. “Sólo el mundo de las letras puede conciliar tales distancias”, pensaba Gisbert. El único parecido entre ambos, eso sí, era el gusto por los destilados, ya que Gisbert, hijo de su región, mecido en la maternal espuma de la cerveza, tenía inoculado en su organismo, en su ADN, una cadena LDNG suplementaria que quería decir: “Ligera Dipsomanía Nada Grave”, y que como su nombre indica nunca llegó a extremos censurables; más bien, ésta le daba una plusvalía espiritual que lo acercaba a sus congéneres, convirtiendo su frío empaque de hombre de ciencia en un caparazón cálido después del tercer vaso, sobre todo si había delante un buen partido de fútbol, y ya no digamos cada vez que el equipo de la Bundes Republik ganaba un torneo internacional. Si bien es cierto que todos sueñan con destacar, no hay nada más tranquilizador, a fin de cuentas, que saberse igual al resto de los mortales. La seguridad de ser alguien común y corriente.

De este modo, los artículos de Gisbert sobre la obra de Mian fueron saltando en varias publicaciones universitarias hasta darle cierta fama en el mundo académico. Y así fue un hombre feliz, pues a pesar de que sus mayores aportes a la sinología eran explicaciones del grafismo en los ideogramas chinos, lo que más orgullo le daba, lo que más halagaba su vanidad, eran los artículos sobre obras literarias por las que sentía pasión y, por qué no decirlo, que se habían convertido en una segunda escala de ascenso en la carrera docente. A punta de ideogramas, pero también de comentarios eruditos, Gisbert había logrado una jerarquía bastante alta en la Facultad de Filología de la Universidad de Hamburgo, con un salario que le permitía adoptar con calma ese aire de persona retraída, alzada del suelo, nefelibata que deambula en el mundo de las esencias y no por estas groseras trochas de la realidad, senderos de tierra por los que arrastran sus insulsas vidas la mayoría de los mortales.

La revelación le llegó a Gisbert durante una visita a París, en uno de los puestos de libros a la orilla del Sena —los célebres bouquinistes—: fue un libro sobre la China que no