Los malos también sufren - Carlos Mehrstedt - E-Book

Los malos también sufren E-Book

Carlos Mehrstedt

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Beschreibung

Es una apacible mañana de barrio porteño, y Gabriela, ama de casa de clase media, lleva a su pequeña a la calesita del Parque Rivadavia. Todo transcurre con normalidad, pero cuando el juego se detiene, la niña ha desaparecido sin dejar rastro: el helicóptero verde inglés en el que viajaba está vacío. Desesperada, Gabriela recurre al amigo de su padre que comparte con él un pasado barrabrava. Juntos iniciarán una investigación metodológicamente no ortodoxa, urgidos por preguntas para las que no encuentran respuesta: ¿Cómo sacaron a la niña de la calesita en movimiento? Si es un secuestro, ¿por qué nadie pide rescate? La misión se convierte en una peligrosa odisea donde no todo es lo que parece. La violencia se alza como único recurso para desentrañar un misterio que los desborda a cada paso, mientras emergen secretos ocultos que involucran a los protagonistas. La tensión crece, y lo que parecía un secuestro rutinario se convierte en una espiral de oscuras revelaciones, donde la vida de Gabriela, de su hija y de quienes la rodean, está a punto de cambiar para siempre.

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Seitenzahl: 271

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Mehrstedt, Carlos

Los malos también sufren / Carlos Mehrstedt. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6665-11-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2025, Carlos Mehrstedt

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-631-6665-11-9

1º edición: junio de 2025

1º edición digital: mayo de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

 

Es una apacible mañana de barrio porteño, y Gabriela, ama de casa de clase media, lleva a su pequeña a la calesita del Parque Rivadavia. Todo transcurre con normalidad, pero cuando el juego se detiene, la niña ha desaparecido sin dejar rastro: el helicóptero verde inglés en el que viajaba está vacío. Desesperada, Gabriela recurre al amigo de su padre que comparte con él un pasado barrabrava. Juntos iniciarán una investigación metodológicamente no ortodoxa, urgidos por preguntas para las que no encuentran respuesta: ¿Cómo sacaron a la niña de la calesita en movimiento? Si es un secuestro, ¿por qué nadie pide rescate?

La misión se convierte en una peligrosa odisea donde no todo es lo que parece. La violencia se alza como único recurso para desentrañar un misterio que los desborda a cada paso, mientras emergen secretos ocultos que involucran a los protagonistas. La tensión crece, y lo que parecía un secuestro rutinario se convierte en una espiral de oscuras revelaciones, donde la vida de Gabriela, de su hija y de quienes la rodean, está a punto de cambiar para siempre.

Sobre Carlos Mehrstedt

Carlos Mehrstedt nació en Caballito, Buenos Aires, el 9 de marzo de 1956. Estudió Ingeniería Química, Licenciatura en Sistemas, Filosofía y Ciencia Política, logrando no recibirse en ninguna de las cuatro. Siempre trabajó en Sistemas, tanto en el ámbito privado como público.

Participó en el taller de Juan Martini. Sus cuentos fueron publicados en diarios y diversas antologías.

Entre sus publicaciones se encuentran las novelas La vida tenue (2015) y Escondida en mi memoria (2019, Bärenhaus, bajo su sello El guardián literario).

 

 

IG: @carlosmehrstedt

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Carlos Mehrstedt

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

Primer Epílogo

Post Epílogo

Agradecimientos

Landmarks

Tabla de contenidos

A Andreas Mehrstedt, cruzando mares.

A Tutty, Carlitos y Ana que hicieron feliz mi infancia.

A Esteban, Claudina y Bruna que están siempre a mi lado.

A Mateo que está llegando.

La sangre es verde

Gerónimo Saccardi

 

 

Viejo Marlowe/ Musgo/ Duro/

La nostalgia no crece/ Permanece

Extracto del poema “El largo adiós”.

Juan Martini

 

 

Where are all the joys

of yesterday?/ Where, now, is the

happiness and laughter that we shared?

“Forsaken gardens”

Peter Hammill

I

Mira el reloj de la mesa de luz, falta poco para las dos de la mañana, lo despertó el sonido estridente del teléfono. ¿Quién puede llamar tan tarde, quién es el desubicado?

Se levanta de la cama y camina despacio al teléfono que suena impaciente, piensa en insultar antes de escuchar, su cuerpo de más de un metro noventa, ahora un poco encorvado por el paso del tiempo, con sus ciento diez kilos, se mueve con bastante dificultad, seguramente los tobillos y las rodillas sienten sus setenta y ocho años más que el resto del cuerpo.

El sonido persiste y lanza un “¡ya va!” al aire con el fastidio que le produce su incomodidad.

—¿Ramón? —Se oye del otro lado del auricular—. ¿Ramón?

Una voz de mujer que no logra descifrar pero que le resulta familiar.

—¿Ramón? —dice él tratando de recordar que significan esas cinco letras en su historia.

No reconoce su propio nombre, pero no atina a colgar, sabe que hay algo cercano en esa combinación de letras, algo que ya no le pertenece pero que sin lugar a dudas le fue propio.

—Hola, ¿quién habla?

—Gabriela, Gabriela Ramírez... Gabriela, la hija de Yogui. ¿Sabe… sabés de quién te estoy hablando?

No logra entender, o acaso su asombro le impide hacerlo, Gabriela, la hija de Yogui. ¿Cuánto hace? Su memoria no logra ubicar la última vez que supo de ella. ¿Cuántos años tendría en ese entonces? Posiblemente diez, doce, no sabe, pero recuerda su cara. Una cara distante que vio escondido detrás de un árbol, a la salida de la escuela.

—¿Gabriela? No entiendo. ¿Me conocés, sabés quién soy?

—Perdón, tal vez la hora no es la mejor.

—No hay problema, ¿qué necesitás?

—Ramón, qué suerte que te ubico, y que te acordás de mí, de mamá y de mí, necesito hablar con vos, necesito verte, por favor, lo antes posible, es urgente, te lo suplico.

—¿Pero vos sabés quién soy?

—Claro que sé, por eso te llamo, mi mamá me contó todo, necesito hablar con vos, es muy importante.

Quedan para el día siguiente en el bar de Cucha Cucha y Neuquén. Bubu se pasea por el comedor, trata de pensar en el llamado, recorre las palabras dichas y las oídas. Se le pasó el cansancio y el sueño. Llegó el desvelo.

No logra reproducir para sí el diálogo, y ahora siente que necesita saber letra por letra lo que le dijeron y lo que dijo.

Saca la ginebra de la heladera, se sirve un vaso lleno y se sienta frente al televisor. Un documental muestra imágenes de Austria, y logra relajarse un poco, trata de pensar que está allí, recorriendo el centro de Europa, atravesando caminos solitarios en una bicicleta, rodeado de árboles altos cuyos nombres ignora pero que quisiera aprender.

¿Qué le dijo Silvia a su hija?

La palabra “todo” resuena en su cabeza. ¿Qué significa todo, mamá me contó todo? Bubu se sirve un segundo vaso y guarda la ginebra, quiere estar lúcido, mañana se tiene que levantar temprano, antes necesita pensar, no sabe sobre qué, pero necesita pensar.

La televisión va cambiando de canales siguiendo las órdenes de un control remoto que, con los nervios y la ansiedad, él no logra dominar. Se va deteniendo en paisajes, carreras de bicicletas, alpinistas, recorridas por pueblos que parecen detenidos en el tiempo.

Un grupo de jóvenes toman unas copas en un bar, que tras las ventanas deja ver nieve, vegetación y no tan lejanas montañas. Son jóvenes que vuelven de esquiar, que festejan vaya uno a saber qué. Se los nota relajados y felices. Mañana pueden morir, pero hoy son felices.

Tal vez, antes de él morir pueda ir a un lugar así, por supuesto que después de conocer Bilbao la tierra de sus orígenes.

Tampoco, pero como si lo fuera.

No logra concentrarse ni recordar nada con claridad, hoy no es la ginebra la responsable, es el pasado que lo visita y lo está acechando, una vez más, escondido, difuminado.

Poco a poco va quedándose dormido, va perdiendo la voluntad sin poder entender qué le espera al día siguiente, sin embargo, siente que el sueño lo va protegiendo de a poco, como un susurro materno.

 

A las tres y media de la mañana llega Juana. Bubu está dormido en el sillón, ahora la televisión muestra repetidas imágenes de la Vuelta de Francia, las bicicletas pasan entre bosques mientras ella trata de despertar a su abuelo.

—Si no te acostás, mañana te va a doler todo.

Le besa la frente y va a su cuarto. Le prepara la cama y finalmente lo termina de despertar y lo convence de que camine los pocos metros que lo separan del cuarto, y se meta en la cama.

Apaga la luz de la habitación y bajo el marco de la puerta lo despide sin dejar de mirarlo. Al pasar por el comedor levanta el vaso, lo huele con desagrado y lo lava, que se duerma mirando la televisión es normal, pero que tome ginebra solo no. Intuye que algo raro pasa, se va a su cuarto, abre un libro y se va durmiendo sin notarlo.

 

A las seis de la mañana, Bubu está despierto y levantado. Mientras Juana prepara el desayuno él se baña, juntos toman café con leche y tostadas en silencio hasta que ella lo interrumpe.

—¿Qué pasó, Abuelo?

—Nada, ¿por?

—Dale, contame, que te conozco.

—Nada, me llamó la hija de un amigo, dijo que necesita hablar conmigo, quedamos en encontrarnos en el bar de Neuquén hoy a la mañana.

—No te creo del todo. No parece ser motivo suficiente para que te tomes dos vasos de ginebra y te quedes mirando el canal de documentales hasta quedarte dormido, algo más hay.

—Juanita, vos estás convencida de que me conocés mejor que yo mismo, pero ¿cómo sabés que fueron dos vasos?

—Te conozco Abu, te conozco. Además, me fijé en la botella.

Juana se ríe y abraza a su abuelo desde atrás, a él se le escapa una sonrisa y se le cae la tostada sobre la mesa.

—No fueron dos vasos, fue uno, pero muy lleno —dice, satisfecho de su pequeña e intrascendente mentira que le otorga una pequeña e infrecuente victoria.

Termina el desayuno y camina lento al dormitorio, Juana lo mira irse y va a la cocina a lavar la vajilla.

—¿Me acompañás al bar? —pregunta Bubu desde el cuarto—. Me vendría bien.

—Claro, si me necesitás, voy. Dame unos minutos que me baño y arreglo un poco.

Al salir del baño, Juana lo ve vestido con su mejor ropa, el olor al perfume importado, que ella misma le compró en el free shop el último verano cuando fue un fin de semana a Colonia, flota en el ambiente, ella lo mira y duda en preguntarle el motivo de tanto arreglo.

Calla para evitar una discusión con su abuelo, sabe que nunca dice lo que no quiere. Él entra al baño y vuelve a peinarse, se mira en el espejo de ambos lados, se acomoda el cuello de la camisa.

—Te afeitaste.

—Sí, claro.

—¿Por qué?

—¿Por qué te asombra?

—Porque vos sólo te afeitás los domingos, y hoy es miércoles. ¿Te pasa algo?

—Callate. ¿Qué me va a pasar? Dale, andá apurándote que no tenemos todo el día, no quiero hacerla esperar.

Caminan en silencio las tres cuadras que separan el departamento del bar. Son las nueve menos cuarto de la mañana y sólo hay una pareja tomando un café. Van hasta una mesa para cuatro al lado de un ventanal. Bubu se sienta mirando hacia la puerta. Cuando se acerca a atenderlos Julia, la moza, le piden un café para Bubu y una Coca Cola light para Juana.

Mientras camina a la barra, Juana le grita que traiga dos medialunas de manteca.

—¿Estoy bien arreglado? —le pregunta Bubu a Julia cuando trae el pedido.

—Perfecto —dice ella y le revuelve el pelo.

—Salí —grita Bubu, fastidiado—. No ves que me estás despeinando.

Contrariado, se levanta y va hacia el baño, en el trayecto saca un peine del saco.

Las dos se quedan mirándolo caminar con ese andar sin ritmo, cansino, pero también orgulloso.

Vuelve del baño bien peinado y con la camisa perfecta, en la mesa termina el café y se queda mirando nervioso a la puerta.

—¿Me decís la hora por favor?

—Las nueve y veinticinco. ¿A qué hora viene… cómo se llama? —pregunta Juana, molesta.

—A las diez, a lo sumo diez y media, antes tenía que hacer algo y después se venía para acá.

—¿A las diez? Me dijiste que me apurara y llegamos antes de las nueve. ¿Me podés decir qué te pasa?

—Nada, nada, es la hija de un gran amigo, del que seguro fue mi mejor amigo. Me llama después de que hace muchísimo que no sé nada de ella, muchísimo desde que murió el padre, y me dice que quiere hablar conmigo, que me necesita. ¿No te parece suficiente motivo para estar nervioso? Ayudar a un amigo o a su familia es un deber, por lo menos para mí. Ah, se llama Gabriela.

Se quedan en silencio, casi sin mirarse. Viene Julia y se sienta a la mesa, hablan de cosas banales, Bubu les pide que vayan a otra mesa a charlar, que está nervioso, le dice a su nieta que cuando venga la chica si la necesita la llama, si no, no.

Las dos mujeres se sientan en la mesa más próxima a la puerta, Juana de frente y Julia de espaldas.

Julia tiene sesenta años, aunque viene declarando cincuenta y siete los últimos tres años y hace poco más de diez que es la pareja de Bubu. Ambos viven en el mismo edificio.

Bubu y Juana en el quinto piso, Julia en el primero, alguna vez pensaron en vivir juntos los dos, e incluso en hacerlo los tres, pero nunca pasó de charlas, posiblemente la más interesada fuera Juana, que a sus veinticinco años, quiere irse a vivir sola, pero no quiere dejar a su abuelo sin compañía.

Julia heredó el barcito en el que están desayunando, de un tío suyo que la cuidó como si fuera su hija, y allí lo conoció a Bubu, que siempre tuvo el kiosco de diarios que está en la puerta.

Cuando lo conoció llevaba peluca, el cáncer de mama terminó en quimioterapia y ablación de senos.

Una luchadora que sólo quiere vivir y disfrutar un poco, tal vez viajar, y si tiene la suerte de envejecer, hacerlo junto a Bubu, charlando y cuidando algún nieto que les dé Juana.

Bubu le dice que la va a llevar a Getaria, que van a ir a conocer la tierra de sus ancestros.

Ellas hablan para pasar el tiempo, pero ambas están pendientes de la puerta, Juana no puede dejar de mirar, y Julia está atenta a esa mirada. No son celos, ellos no se celan, tampoco se pelean, son amigos, y de tanto en tanto amantes, siempre con afecto, algunas veces con amor.

La vida los acercó y ellos lo agradecen, no esperan mucho del otro y tampoco del futuro, sólo un poco de tranquilidad y la tibieza del otro cuerpo. Saben que los buenos días ya pasaron, y tampoco fueron tan buenos, tal vez lo contrario, pero es lo que les tocó y ya no lo cuestionan.

Juana levanta la cabeza y clava la vista en el leve movimiento de la puerta vaivén. Como presentía, aparece una muchacha joven, bonita, que mira el lugar buscando a alguien.

—Más o menos treinta años, linda pero no una belleza, un poco gordita, demasiado maquillada, no parece culona, fíjate vos porque no me voy a dar vuelta.

—Sí, un poco culona es, no mucho, pero está grande para pantalones de cuero ajustados.

—Grande y es de mañana, no va.

—¿Qué más te pareció?

—Nada, sólo resalta que está demasiado pintada, si fuera mala diría que parece una puerta, pero no lo digo —sonríe Juana.

—Sos mala.

—Bubu se levantó de la silla para saludarla —dice Julia, sonriendo—, se lo nota nervioso. Le da un beso en la mejilla y espera que ella se siente para sentarse él.

—Mira vos, de viejo se nos hizo un caballero.

—¿Qué se traerá entre manos el viejito misterioso?

Julia se levanta, pasa por la barra, recoge la bandeja y va hacia la mesa donde están Bubu y la recién llegada, esta la saluda con un beso. En menos de cinco minutos regresa con un cortado y un par de medialunas.

—Parece simpática —dice Julia al volver con Juana—. Lo que te confirmo es que está demasiado pintada, te digo más, se debe haber pintado mucho para disimular los ojos hinchados.

—¿Ojos hinchados?

—Sí, te puedo asegurar que la mina lloró mucho. En serio, lloró mucho y la noté muy tensa.

—¿Todo eso con un saludo y un pedido?

—Sí, boluda, yo soy así, especialmente cuando lo veo tan nervioso a tu abuelo.

—Me parece que me está llamando.

—Ah, no, me olvidaba, me pidió que fueras para la mesa, que te necesita para algo.

Juana se levanta insegura y va hacia la mesa donde la esperan Bubu y Gabriela, él hace las presentaciones y se sienta.

—¿Tenés el celular?

—Claro, ¿para qué?

—Necesito que grabes lo que ella va a contar.

—¿Qué?

—Que necesito que grabes lo que Gaby va a contar, grabar nena, con el celular. Vos sabes hacerlo, me mostraste alguna vez, yo no sé y necesito que quede registrada cada palabra que diga ella, por favor, es muy importante.

Juana saca el celular y lo pone para grabar, pero con pausa. Mira a su abuelo, y él a la mujer. Juana apoya el celular sobre la mesa, quita la pausa y la mujer que le acaban de presentar toma el celular y se lo acerca, respira profundo, lo mira a Bubu y comienza.

—Salí de casa no muy temprano, a las...

—No, no, empezá desde antes —interrumpe Bubu—. Desde que te levantaste, desde el comienzo.

—Bueno, ahí va. —Aspira profundo—. Me levanté a eso de las siete, Lucre nos despertó, y como siempre Alberto se dio vuelta y se tapó la cabeza. Alberto es mi marido —dice, mirando a Juana—. La llevé al baño para que hiciera pis y preparé el desayuno para nosotras. La cambié, hice el bolso con sus cosas, abrí el cochecito y lo puse en la posición de sillita, la senté, abroché el cinto de seguridad, agarré el celular, las llaves…

—¿En cochecito la llevás? ¿Cuántos años dijiste que tenía? —interrumpe ansiosa.

Bubu mira a su nieta que hace un gesto de no entender de qué están hablando y le dice.

—Gabriela es la hija de un gran amigo mío, Yogui, y tiene una hija que se llama Lucrecia, y es por ella que estamos acá charlando, es por lo que pasó ayer con Lucrecia.

—Lucre tiene tres años y aunque camina bien la llevo muchas veces en cochecito porque se cansa, y cuando se cansa protesta y se pone insoportable, hace berrinches, qué se yo, pobrecita, el parque queda bastante lejos de casa, y ella no aguanta hacer el trayecto a pie. —Hace una pausa, respira profundo como si quisiera evitar llorar—. Yo sé que está mal, pero con tal de que no haga escándalos, la llevo un trayecto sentada en el cochecito.

Se queda callada como si ya no le quedara nada por decir, los mira a los dos y amaga hablar, otra vez respira profundo.

—Bueno, seguí por favor —apura Bubu.

—Ok —dice, aparentemente repuesta—. La cosa es que saludamos a Alberto que empezaba a despertarse, y salimos para el parque, muy contentas las dos.

—¿Qué hora era? —pregunta Juana sin saber por qué, tan solo para participar.

—A lo sumo las nueve y media.

—¿Dónde vivís? —pregunta Juana ya metida en un relato que no sabe de qué trata.

—José Bonifacio y Hortiguera, sobre José Bonifacio. Bueno, bajamos por el ascensor con Lucre en el cochecito, y fuimos por José Bonifacio hasta Hortiguera, ahí doblamos hacia el norte, cruzamos Pedro Goyena y tomamos la avenida hasta Terry, dónde volvimos a doblar hasta Valle, una cuadra después fuimos hacia el sur por Víctor Martínez, y entramos en el Barrio Inglés por Antonino Ferrari. Seguimos hasta...

—¿A qué parque querías ir?

—Al Rivadavia.

—¿No te desviaste?

—Sí, pero siempre me gustó pasear por esas calles tan tranquilas, muchas veces salimos con Lucre y Alberto, y caminamos por ahí para terminar tomando algo en algún bar de la zona.

—Bueno, seguí.

—Te decía que fuimos hasta Centenera, y ahí una cuadra hasta Valle, y por Valle hasta Beauchef, luego tomamos el pasaje Matorras hasta Viel, caminamos hasta Rosario y cruzamos. Entramos en el parque por Doblas.

—¿Qué hicieron en el parque? —pregunta Juana.

—A la altura del ombú, Lucre se bajó y empezó a trepar al árbol, es algo que le gusta, yo estoy muy atenta porque me da miedo que se caiga, en general trepa muy poquito y con mi ayuda. Después fuimos a los juegos, ella se mueve con mucha independencia en ese sector, y yo aprovecho para sentarme y fumar un cigarrillo. Al rato, no sé, digamos diez minutos como mucho, ella quiso pintar en unos tableros que te alquilan por muy poca plata y te dan un dibujo, unas acuarelas y un pintorcito para que no se manche. Tuvimos que esperar un poco para que se desocupara uno de los puestos. Ella eligió una figura del Pato Donald y se puso a pintar, yo me quedé atrás, mirando un poco el celular y un poco a ella.

—¿Cuánto tiempo estuvo pintando?

—Unos quince minutos, tal vez menos, como me aburro me parece más tiempo, pero deben haber sido quince minutos. Un cigarrillo y un poco más.

—¿De ahí fueron directo a la calesita? —interrumpe Bubu, que no puede disimular la ansiedad.

—Sí, ah, no, primero fuimos a un mini teatrito de títeres que se arma los fines de semana. Eso me entretiene un poco más, sobre todo mirar las caras de los chicos, el asombro, y especialmente cómo le avisan al personaje bueno que se acerca el malo, o lo que sea. Súmale otros diez minutos, pero en verdad no soy buena calculando el tiempo. Cuando terminó la función ella quiso ir a la calesita, y yo ya tenía ganas de irme, pero como todavía no quería volver a casa nos fuimos despacio a la calesita.

—¿Hasta ese momento notaste algo raro?

—¿Raro? No, ella estaba cansada, por lo que fue en el cochecito, pero es lo normal.

Gabriela toma un sorbo y respira profundo, Bubu hace un gesto de decir algo, pero finalmente no dice nada, Juana pone pausa en el celular y los mira a los dos.

—Avisame cuando estés lista —le dice a Gabriela.

—Ya está, ya está, gracias. Fuimos las dos hasta la calesita, y compramos unos boletos, creo que tres. Ah, ahora que lo pienso posiblemente Lucre haya ido caminando, no estoy segura si fue en el cochecito.

—No te hagas problema, no importa, seguí —dice Bubu.

—La ayudé a buscar a dónde subirse, primero se subió a un autito rojo, pero enseguida cambió de opinión y fue a un caballito. Para subirse al caballito la tuve que ayudar, porque ella sola no podía. Yo me bajé y me senté sobre el asiento que da a Rosario, junto con un montón de madres. Las dos primeras vueltas las hizo en el caballito, y para la tercera se quiso cambiar a un dragón. La ayudé, y al volver para sentarme estaba ocupado el lugar y tuve que irme a un espacio chiquito que quedaba cerca de la entrada. Faltaba una sola vuelta, y me alegré, la música y el griterío me habían puesto de mal humor, quería irme, dar una vuelta y volver a casa de una vez por todas. Claro que siempre hay algo que no sale bien.

—¿Qué pasó? —Se impacientó Juana.

—¡Sacó la sortija! Les juro que no lo podía creer, una vuelta más me parecía una eternidad. Volví a subir y la ubiqué lejos del borde para que no sacara otra vez la sortija. Ella se enojó porque quería seguir en el dragón.

—¿A cuál fue?

—A un helicóptero verde inglés, la puse ahí porque era prácticamente imposible que accediera a la sortija, hizo un pequeño berrinche, pero terminó aceptándolo. Me bajé y me quedé parada al lado de la boletería, casi obstaculizando la entrada.

—¿Ella seguía enojada?

—No, para nada, pasó una vez y saludaba como hace siempre, sonriendo y haciendo morisquetas, a la segunda vez lo mismo. Yo crucé alguna palabra con una señora que estaba a mi lado y no vi la tercera pasada. La calesita comenzó a disminuir la velocidad y algo más me dijo la señora. Cuando paró no la vi de mi lado, pese a que sí estaba el helicóptero verde inglés, y di la vuelta para buscarla, pensando que había dos helicópteros del mismo color o que simplemente me había confundido, pero no estaba, había madres sacando a sus hijos y madres ubicándolos, pero Lucrecia no estaba.

—¿Qué hiciste, Gaby? —pregunta Bubu, tomándole la mano y mirándola a los ojos.

—Grité, grité y no paré de gritar.

—¿Qué gritaste?

—No estoy segura, creo que “¡Lucrecia, Lucrecia, desapareció mi hija, desapareció mi hija!”.

—¿Qué pasó después? —pregunta Juana mientras Gabriela respira agitada y toma un poco de agua.

Se acerca Julia y pregunta si está todo bien. Desde las otras mesas están observando con atención lo que pasa. Ahora Gabriela se tranquilizó, pero le caen lágrimas, Bubu agita las manos sin decidirse a hacer ni decir nada.

Afuera comienza a llover, Juana mira las gotas contra la ventana y apaga el celular. Julia trae medialunas, pero nadie se atreve a comerlas, como si hacerlo fuera una demostración de insensibilidad. Bubu hace una seña para que le traigan otro café y Gabriela va al baño con Juana.

Al rato vuelven las dos charlando, Gabriela esboza una sonrisa, Juana antes de sentarse toma una factura, y enseguida pide seguir con el relato, acomoda el celular y retoma la grabación.

—¿Qué pasó después? —repite Bubu.

—Lo voy a decir desordenado, pero sé que grité que se llevaron a la nena, que pedí auxilio, que me puse en la entrada para que nadie pudiera salir.

—¿Qué hicieron las demás personas, los otros padres, los encargados de la calesita?

—Se me acercaron, estoy segura de que el primero que se acercó fue un policía, que me preguntó qué pasaba, y por el celular o el handy pidió algo que después supe que era que se cerraran todas las salidas del parque.

—¿Y los otros?

—Una señora me preguntó dónde estaba la nena, y yo recuerdo haber señalado la calesita, desorientada, desconcertada, tratando de respirar, temblando…

—¿Qué más recordás?

—De ese momento, no mucho, mucha gente, no sé si me desmayé ni cómo fue que vino Alberto. Posiblemente lo haya llamado yo, pero juro que no me acuerdo.

—¿Qué pasó cuando llegó?

—Cuando lo vi, ya le habían contado y estaba con un oficial de Policía. Su llegada me tranquilizó, por un momento creí que él iba a solucionar todo.

—¿Qué dijo cuando te vio?

—Nada, me abrazó, y supongo que dijo que me quedara tranquila, que él lo iba a arreglar, supongo, fue un instante, enseguida volvió a hablar con el policía y con un par de personas más.

Toma de un trago el agua que le quedaba en el vaso, los mira y respira profundo un par de veces.

—Ramón, necesito que me ayudes, que la encuentres lo antes posible, yo no sé si puedo seguir así, no sé cómo voy a poder dormir, comer, pensar… no sé.

—Está bien —dice Bubu, tomándola de la mano—, quédate tranquila, te voy a ayudar, te vamos a ayudar.

—Gracias, Ramón.

—Listo, por ahora ya está bien, por hoy terminamos, no tiene sentido seguir más. Ella, Juanita, te va a pedir unos datos para que nos comuniquemos con vos y con tu marido.

Gabriela se levanta despacio, arrastrando un cansancio y un pesar que contagia, Juana la mira impaciente a la espera de que se vaya, Bubu no le puede sacar la vista de encima.

Cuando está por atravesar la puerta vuelve a la mesa y los abraza a los dos, el abrazo a Bubu es fuerte y sentido, parece que no se pueden soltar, ella le dice algo que podría ser “por favor encontrala”, él responde, pero Juana no alcanza a oír con claridad. Finalmente se va.

—¿Qué pensás, abuelo?

Bubu ve cómo se va, la sigue cuando se cierra la puerta, y la sigue con la mirada por las ventanas que dan a Neuquén. Se queda pensando y juega con un vaso vacío.

—¡Abuelo! Estoy acá. ¿Qué pensás?

—Eh, nada, qué se yo. Una cagada todo esto.

—¿Me contás qué está pasando? ¿Qué tenemos que ver nosotros con lo que le pasa a esta mina? Porque está bien que tiene un problema terrible, la escucho y me dan ganas de llorar, pero no entiendo qué hago escuchándola y grabándola.

—Vamos a ayudar a encontrar a la nena, a Lucrecia.

Juana no reacciona, mira a su abuelo y no termina de comprender lo que está diciendo.

—¿Somos detectives y no me había enterado? ¿Vos te estás escuchando, abuelo?

—Sí, me estoy escuchando, y estoy seguro de que los tres vamos a encontrarla. Vos sabés tan bien como yo que lo único que puede encontrar la Policía es una grande de muzzarella, cuatro porciones de fainá y tres pendejos que laven los platos y el auto del comisario.

—Abuelo, no somos detectives privados.

—Tampoco debe ser una ciencia, no nos están pidiendo que mandemos un cohete a la luna, ni hacer una operación a corazón abierto, lo único que tenemos que hacer es encontrar a una nena que raptaron, no digo que sea fácil, pero no parece una ciencia.

Juana lo mira y con una seña le pide otro café a Julia, lo vuelve a mirar y recuerda un detalle de lo que le dijo.

—¿Dijiste tres? ¿Quiénes somos?

—Cúper, vos y yo.

—¡Cúper! Cúper es un patotero, violento y no sé cuántas cosas más. ¿Qué tiene que hacer con nosotros?

—Cúper es amigo, leal, y va al frente, esas son tres cosas que se necesitan siempre.

—Bueno, te juro que no te entiendo, pero no te voy a dejar solo en semejante despelote, pero necesito que me cuentes por qué nosotros, y no me vengas con que es la hija de un amigo.

—Sabía que podía contar con vos —le dice y le toma la mano, la aprieta un poco y la levanta—. No podría hacer nada en esta vida sin vos, en serio te lo digo.

—No me contestaste.

—Sabía que podía contar con vos.

—¿Cuánto nos van a pagar? —pregunta resignada a que no le responda la otra pregunta, e intuyendo que puede que tengan problemas económicos que ella desconozca.

—¿A pagar? Nada. ¿Cómo se te ocurre que le puedo cobrar a Gabriela, estás loca?

—¿Loca? Vos debés estar loco. ¿Por qué no vamos a cobrar un mango si además vamos a tener gastos?

—Es la hija de Yogui, la hija de mi mejor amigo. No le puedo cobrar, es como si fuera de mi familia.

—¿De la familia? La conociste hoy. Además con Yogui te peleaste hace muchísimo tiempo. No sé, hacé como quieras. Contame, qué tenemos que hacer.

—Nada del otro mundo, Cúper va a averiguar en la comisaría, porque, aunque lo niegue, yo sé que tiene contactos ahí. Después esperamos a que los raptores llamen, Cúper lleva la plata, y yo de alguna manera me escondo o lo que sea y los capturamos. Es eso. En una semana ya tenemos todo resuelto.

—Abuelo, no sabemos si es un rapto, no parecen tener plata, no sabemos nada, no conocemos a la chica ni al marido, no sabemos cómo funcionan las bandas de raptores, ni tampoco los que venden chicos.

—¿Vender?

—Y sí, posiblemente se la llevaron para vendérsela a un matrimonio que no puede tener hijos, incluso pueden ser extranjeros. Pueden ser pervertidos o un loco.

—¿Ves para qué te tenemos a vos? Todo grupo necesita a alguien que piense.

—Bueno, entonces llamalo a Cúper, necesitamos que venga.

—¿Ahora? ¿Para qué?

—Vos decís que tiene contactos con la Policía, bueno, que mueva el culo y traiga lo que declararon Gabriela y el marido en la comisaría, y que averigüe cuál es la versión de la Policía de lo que pasó, cuáles son sus hipótesis de trabajo, y si ya tienen sospechosos.

—¿Cómo van a tener sospechosos tan rápido?

—Abu, porque el que hace esto no es el primer delito que comete, sea un pervertido, raptor o traficante.

—¿Estás segura vos? Para mí esta cosa la puede hacer cualquiera, no sé, un despechado, una amante del marido, yo vi una película en que a la nena la raptaba...

—Abuelo, esto no es una película, nosotros no somos detectives, y Cúper es un pobre gil que posiblemente conozca a alguien de la Policía, nada más. —Hace una pausa—. Pero yo te voy a ayudar, fundamentalmente porque vos sos un desastre. —Lo mira con amor mientras agarra una medialuna.

Bubu guarda sus cosas, toma un último trago de soda y se levanta de la mesa con una sonrisa de orgullo, le hace una seña a Julia, avisándole que la espera en el departamento, y sale con paso cansado del bar.

Afuera se da vuelta y mira su kiosco de diarios, está preocupado pero animado, decide caminar un poco para despejar la mente y se dirige a la cancha de Ferro mirando las baldosas.