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Esta es la historia del viaje físico, pero también sentimental, que emprende el joven Darío a bordo de un barco mercante que recorre buena parte de los océanos huyendo de sí mismo y de una infancia marcada por el abandono de su madre, que se dio a la fuga con su cuñado cuando Darío era un bebé. Ahora que ha crecido y madurado vive en permanente búsqueda de esos dos fugitivos para preguntarles, sencillamente, por qué. Y es también la historia de San Andrés, un pueblo asturiano habitado por personajes como Francisca, la tía de Darío y una pescadera de armas tomar, o Elva, la argentina echadora de cartas, o, incluso, el propio padre de Darío, el farero del lugar, un hombre aferrado a su promesa de no salir jamás del faro hasta que su amor regresara. Con un tono envolvente y onírico Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis se nos presenta como un texto lúcido y evocador, y su autor, Carlos Fernández Salinas, como un narrador capaz de conducirnos, con su prosa serena, mágica e irónica, a lugares imaginarios que llevan a un destino inusitado: la pervivencia del recuerdo como única realidad certera a la que aferrarse.
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Seitenzahl: 381
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Obra ganadora del Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes 2016
© Carlos Fernández Salinas, 2016.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO017
ISBN: 9788490567630
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
El Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes, convocado por el Grupo Hotusa con la colaboración de la Universidad de Barcelona y RBA Libros S.A., tiene por objeto fomentar la creación y divulgación de obras literarias de viajes escritas en español. Carlos Fernández Salinas, autor de este libro, fue el ganador del Premio Eurostars Hotels 2016. El jurado del certamen estuvo compuesto por la escritora y académica de la lengua Carme Riera, el escritor Alfredo Conde, Ana Sanjurjo (Hotusa Hotels), Adolfo Sotelo (Universidad de Barcelona) y Luisa Gutiérrez (RBA Libros). Toda la información sobre el premio, en www.premioeurostarsnarrativa.com
Índice
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No es el placer, sino la ausencia de dolor,
la aspiración de los prudentes.
ARISTÓTELES
En la sección de citas de un boletín cultural leí que un narrador debe contar su historia como si no conociera todos los detalles. Estas son las típicas reflexiones de un escritor (¿tal vez Borges?). Los críticos, ya no digamos los traductores o los profesores de lengua (peor me lo ponen), nunca reparan en este tipo de cosas. Da la sensación de que siempre van un paso por detrás. Sea como fuere, es justo reconocer que la cita tiene su enjundia, ya que nos viene a recordar que la duda es el leitmotiv de nuestra existencia. Muerte y certidumbre son sinónimos a todos los efectos; quien está vivo camina sopesando la repercusión de sus pisadas sobre la superficie del terreno.
Atribulado por los escrúpulos de la duda, descendía yo por la escala de un mercante, tal día como hoy, en otro mes, en otro año. La pregunta me sacudía la cabeza una y otra vez. Había empezado la noche anterior y según se acercaba el desenlace percutía con más insistencia. ¿Qué derecho me amparaba para llevar a cabo una acción de resultados imprevisibles? Recuerdo que era temprano, si bien el sol del Caribe ya se sujetaba a la piel con cinta adhesiva. Por los muelles vacíos solo se escuchaba el eco vago de las suelas de mis zapatos, nada que ver con cualquier jornada de diario, donde estibadores y carretillas recorrían las explanadas con la anarquía de un puñado de bolas de pinball. El uno de enero en ningún lugar decente se trabaja y, en este sentido, Tamarildo no iba a ser una excepción. Así que seguí caminando bajo la mirada metálica de unas grúas que se suspendían en el aire en un equilibrio inverosímil. Según me alejaba de mi barco, el cual hasta el día de la fecha me había brindado la protección de un castillo inexpugnable, sentí que a mi espalda izaban el puente levadizo y trancaban por dentro el portón con un cerrado de siete llaves.
A la salida del puerto me subí a uno de los numerosos taxis que ahí montan guardia en espera de un marinero con los bolsillos repletos de dólares. Le di la dirección al taxista (la misma que había conseguido la noche anterior en el chiringuito de la playa) y tras asentir con una mirada de suficiencia, el hombre embragó el motor. El orgullo es una cuestión de piel, sopesé, nada que ver con la renta disponible o el índice de suicidios de un país.
Según nos adentrábamos en Tamarildo el tráfico se hizo imposible. Por el hueco de las ventanas (que estaban completamente bajadas o simplemente no existían), se colaba una brisa impregnada de esencias criollas. El taxista había decorado el salpicadero con un rosario de cuentas y varias fotos decoloradas de los que, imaginé, serían su esposa y sus chamacos. En la radio sonaba una cumbia o un vallenato, en cualquier caso música jovial y festiva. El conductor llevaba un brazo por fuera de la ventanilla y, golpeando la puerta con la palma de la mano, pedía paso a los vehículos que circulaban en nuestro mismo carril. A la altura de un guardia de tráfico que nos detuvo para que se incorporaran los coches de un vial perpendicular, el taxista le dio un par de monedas que el agente guardó en un bolsillo de su guayabera en un visto y no visto. Me di la vuelta y a través de la luneta observé cómo otros conductores hacían lo mismo.
No sé lo que tardamos en llegar al barrio del Ronquero, pero a mí se me hizo eterno. Pudiera ser que el taxista estuviera dilatando el trayecto a fin de incrementar el importe de la carrera, toda vez que antes de subirme no había tomado la precaución de acordar un precio cerrado. Una vez en el arrabal, situado en las estribaciones de un cerro cuyas calles subían y bajaban igual que toboganes, el taxista, que parecía desorientado, se detuvo a preguntar a una cuadrilla de jóvenes que platicaban desinhibidos a la sombra de una tapia. Parecían resacosos por la fiesta de la noche anterior, aunque lo más probable es que ni siquiera se hubieran acostado. Vestían jeans ajustados y camisetas de tirantes. Varios de ellos mostraban el torso desnudo. En sus rostros habitaba el hálito de quien está acostumbrado a convivir con la violencia. Al escuchar el motivo de la consulta, los jóvenes desviaron sus ojos curiosos a la parte trasera del auto y, al comprobar que yo era extranjero y que tendría poco más que su edad, me miraron incrédulos, como si un tipo como yo, remilgado y enjuto a partes iguales, tuviera vedada la entrada en ese distrito marginal. Como lavándose las manos, uno de los descamisados le dio las indicaciones definitivas al taxista, quien al escucharlas soltó freno y embrague, lo que provocó que las ruedas levantaran una gran polvareda.
Tras surcar varias manzanas llegamos a una explanada limitada por una serie de viviendas unifamiliares, distanciadas entre sí lo suficiente como para dificultar la tarea a los vecinos que disfrutan con las vidas ajenas. Pagué la carrera y cuando el taxista terminó de contar los billetes, me indicó con el mentón la casa que estaba buscando. Según salía del coche, del temblequeo mis rodillas amenazaron con dislocarse. Quizás desde el interior de la vivienda hubieran escuchado detenerse un vehículo y me estuvieran observando por detrás de los visillos. No había dado dos pasos cuando oí cómo el taxi se alejaba. No quedaba otra que avanzar.
Desesperado por alargar el momento, en lugar de llamar a la puerta principal me decidí por un corredor lateral flanqueado por un arriate. Al final resultó que el arriate circunvalaba la casa. Enseguida me encontré con un patio colmado de macetas, donde una joven ataviada con una bata japonesa dormitaba en una hamaca. El sol iluminaba sus piernas, exageradamente largas, con muslos torneados que terminaban en el inicio de la ropa interior. Avergonzado, retiré los ojos, lo cual tan solo suponía una solución transitoria. En un intento por llamar su atención carraspeé y, al ver que ella no reaccionaba, golpeé ligeramente con la punta del zapato una de las patas de la hamaca. Nada. Volví a mirar a la chica eludiendo su cuerpo para centrarme en el rostro. Tenía labios abruptos y una nariz un tanto ancha, en contraste con un óvalo delicado. La piel era del color de la arena mojada. Tras la mata de pelo ensortijado me di cuenta de que llevaba puestos los cascos de un walkman. Aposté por zarandearla con delicadeza. Solo entonces la joven abrió los ojos a la par que arqueaba los labios.
Para que no pensara que la había estado espiando, inmediatamente le pregunté por doña Cecilia Garrido. Mi tono de voz, más implorante que solemne, le debió de parecer suficiente para incorporarse. Cuando al fin se puso de pie, resultó ser una joven tan alta como exuberante. Desapareció sonriendo por detrás de la puerta trasera y tras unos instantes de incontenible ansiedad surgió la figura diminuta de una mujer que, aun rondando los sesenta, dibujaba movimientos rápidos y precisos. En líneas generales era tal y como me la había imaginado. Durante años había perfilado un discurso minucioso, lleno de matices y palabras escogidas, pero a la hora de la verdad solté lo primero que me vino a la mente:
—Buenos días, señora. Me llamo Darío. Creo que es usted mi madre.
La mujer se frotó las manos en el delantal mientras me escudriñaba con una mirada imparcial.
—Te quedarás a comer, supongo.
—Si me invita —contesté, procurando disimular el impacto que me había causado el timbre atiplado de su voz. La foto habla, me dije. La foto por fin ha hablado.
La música surge de la arbitrariedad. Tómenlo como una declaración de principios. Es cierto que a lo largo de la historia muchos compositores han evocado imágenes con total impunidad. Vivaldi, sin ir más lejos. Paseaba desinhibido por el bosque cuando el mero crepitar de las hojas bajo sus botines lo hacía regresar alborotado para traducir en un pentagrama ese sonido seco y crujiente. La música no es eso. No. Me quedo con Bach. El más recordado de los turingios deslizaba al azar los dedos por el teclado y si le gustaba el resultado porfiaba hasta completar la secuencia. Lo que pretendo decir es que la música, al menos la que a mí me interesa, obedece a sus propias leyes, y la primera, tal vez la única, dice que no hay reglas prescritas de antemano. Algo así como sálvese quien pueda.
Posiblemente yo, un humilde organista de iglesia con escuetos conocimientos de solfeo, no sea la persona indicada para poner los puntos sobre las íes. En mi época, la gran música estaba reservada a bohemios introvertidos que preferían morirse de hambre antes que enrolarse en una de las numerosas orquestas que, de pueblo en pueblo, iban versionando la canción del verano, sin dejar de lado los pasodobles y las rancheras que les reclamaba un público exaltado y mucho más exigente de lo que se pensaba en la capital. Más de un músico acabó en la alberca por un alarde virtuoso que no venía a cuento. Aquí venimos a lo que venimos, le reprendían los mozos del pueblo, así que olvídate de las escalas para las que te faltan dedos y céntrate en los acordes abiertos de los boleros. Mañana, si quieres, hablamos de música dodecafónica mientras tomamos un café, una cosa no quita la otra, pero las fiestas del pueblo son para espolonear nuestras hormonas en una época particularmente propicia para la función reproductora, así ha sucedido de generación en generación, una suerte de ritual que asegura que no se despueblen los campos desde los tiempos de Maricastaña, ¿o qué te creías?
Así de pragmáticos eran mis vecinos, que en los pueblos son alérgicos a las filigranas, un paso en falso y adiós a la cosecha, y no conozco a ningún campesino que la perdiera por pura negligencia. De hecho, la palabra «negligencia» no existe en su diccionario. Llegados a este punto, he de matizar que mi pueblo era un caso atípico que se alejaba del estándar. Dos décadas antes de que yo naciera, San Andrés había experimentado un notable desarrollo económico y demográfico bajo el esplendor de los años del carbón. El mineral llegaba a nosotros en los mismos vagones rebosantes que salían de las minas, algunas de ellas situadas a cincuenta kilómetros, y sin manipulación previa eran volcados en los mercantes de remaches oxidados que atracaban en el muelle de carga. Esto provocaba una polvareda de tintes negruzcos que en los días de mayor actividad teñía de luto las calles, hasta el punto de que al llegar los niños a casa, antes de merendar, además de lavarse las manos debían frotarse con un cepillo los pliegues de las orejas. Tender al sol sábanas blancas era una temeridad. Cada buque solía permanecer en el muelle cuatro o cinco días, si bien no acababa de zarpar y ya había otro preparado para ocupar su puesto. Para aquellos barcos de tres cuerpos (castillo, alcázar y toldilla) y bodegas de por medio, constituía toda una proeza el salir o entrar en la dársena sin dejarse la quilla en el intento, y es que debido a que el puerto se ubicaba al final del río que circunvalaba la cuenca minera, en la desembocadura el fondo cambiaba de posición de forma caprichosa a cada marea. Eso cuando los temporales del Cantábrico no removían cantidades ingentes de arena y guijarro que iban al encuentro de los mercantes con la mala idea de tenderles la zancadilla. ¡Cuántos buques se quedaron varados a la vista de unos paseantes que ya ni se sentían excitados al ver una mole de acero encallada a pocos metros de la bocana! Y eso que hasta muchos años después, incluso cuando las minas prácticamente se habían agotado, una vetusta draga se esforzaba a diario en ensanchar los límites del canal. La draga se llamaba Ría de Cantos y su patrón era mi padrino, Rafael Belloso, íntimo amigo de mi padre, por no decir el único. Todas las tardes se acercaba hasta el faro donde mi padre prestaba sus servicios. Se presentaba tras la caída del sol, cuando la draga dejaba de revolver las tripas del canal, pues hasta para un marino al que le crecían percebes en la espalda resultaba sumamente peligroso navegar sobre un fondo que a oscuras lanzaba dentelladas.
A mi padrino todos lo conocían como el Taheño, en homenaje a un cabello entre bermejo y pelirrojo, y eso que el hombre era más calvo que una lagartija, lo que intentaba disimular con su inseparable gorra de patrón y una barba que solo se arreglaba en los solsticios y equinoccios, que —como todo el mundo sabe— en su conjunto suman cuatro al año. Mi padre recibía sus visitas con verdadera ansiedad. No en vano, exceptuándonos a mí y a mi tía Francisca, el Taheño era la única persona con quien a lo largo del día cruzaba una palabra, circunstancia desde el punto de vista social cuando menos embarazosa, y que, al igual que la gran mayoría de este tipo de patologías, tiene un origen cognitivo más que congénito.
No siempre fue así. Por lo que tengo entendido, en su juventud mi padre era lo que en mi tierra popularmente se conoce por un bandarra. Su trabajo como representante de una fábrica de abonos, unido a un carácter jovial y desinhibido, lo llevaron por una senda alejada de la virtud. Tengo oído que los representantes de cualquier género, cuyos ingresos son directamente proporcionales a las ventas, se ven obligados en infinidad de ocasiones a agasajar al cliente con toda suerte de caprichos, entre estos, comidas y cenas de negocios, algunas de las cuales terminan como terminan, ustedes ya me entienden. A quien quiera cerrar un pedido no le queda otra que pasar por el aro, aunque no daba la impresión de que esto fuese un sacrificio desproporcionado para mi progenitor. Para sazonar más el mejunje, mi padre era un joven apuesto, más alto que la media, que vestía con una elegancia que solo se veía en los galanes de las comedias ligeras que acaparaban las carteleras. Carne de cañón, que diría mi tía Francisca. Tal era la aureola de crápula con la que se iba invistiendo, que en su lecho de muerte su madre le arrancó la promesa de que sentaría la cabeza y formaría una familia como Dios manda. Llegado el momento del fatal desenlace, mi padre, contrito, sintió una necesidad vehemente de cumplir su palabra, así que poco después del funeral se puso manos a la obra. Como es costumbre en los hombres de carácter libertino, tras redactar una lista de posibles candidatas se acabó decantando por la mujer más piadosa y recatada de toda la comarca. La elegida solo salía de casa a misa y de misa a casa, y en el ínterin realizaba algunos recados inexcusables de índole doméstica. Dos años mayor que él, su futura esposa jamás había dado que hablar ni se le conocían novios ni pretendientes ni amigos especiales, menos aún relaciones tormentosas, tal vez porque (y siento de corazón ser yo el que así lo exponga) la mujer no reunía los atributos necesarios para que el varón menos exigente perdiera por ella la cabeza. No hablo de oídas sino por lo que corroboré con mis propios ojos una y mil veces en la foto que mi padre mantenía en su mesita como una reliquia, y que todas las noches antes de acostarse besaba con veneración. ¡Cuántas horas me he pasado enfrente de esa fotografía intentando descubrir en ella la clave que pusiera en orden mi confusa infancia! En aquella instantánea de colores inertes se podía ver a una mujer menuda y enjuta, con el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y los ojos achinados, un tanto bizcos. Los prominentes dientes recordaban la boca de una ardilla. Soy consciente de que lo habitual en los hijos expósitos es que idealicen a su madre como un arquetipo de virtudes físicas y morales; tal vez esto último fuera cierto, pero guapa, lo que se dice guapa, rotundamente no. Ni siquiera gozaba de ese particular atractivo con el que a veces cuentan las personas de facciones difíciles. En cualquier caso, cuando mi padre se presentó en casa de su futuro suegro, un sargento de la Guardia Civil que dormía con la capa y el tricornio debajo de la almohada, este se sintió encantado de que al fin alguien se interesara por una hija que dejaba peligrosamente atrás la edad núbil para dedicarse en cuerpo y alma al atrezo de imágenes de santos y beatas de la circunscripción parroquial.
No estuvieron de novios siquiera un año, lo cual dio lugar a no pocos chismorreos acerca de si el enlace se precipitaba por motivos expeditos, rumores ignominiosos a oídos de mi patrio abuelo que para su tranquilidad yo me encargué de desmentir viniendo al mundo a los dieciocho meses de la boda. Mi otro abuelo, al que no llegué a conocer, había estado cuatro décadas al cargo del faro de San Andrés, al igual que su padre y el padre de este, así hasta que en el año 1847 la reina Isabel II firmó el Real Decreto por el que se aprobaba el Plan Nacional de alumbrado de las costas españolas. Como cabía esperar, a la muerte de mi abuelo lo sustituyó el mayor de sus hijos, mi tío Emilio, a la sazón único hermano de mi padre. Fiel a la tradición familiar, y como si se tratara del primogénito del mayorazgo más próspero, mi tío heredó la responsabilidad del mantenimiento de la ayuda a la navegación más importante al oeste de cabo Peñas, y se entregaba al oficio con una actitud profesional digna de encomio. La peligrosidad de las aguas que amenazaban el puerto y que traían en jaque tanto a los marinos como a las autoridades responsables, justificaban su celo meticuloso hasta la obsesión.
Debajo del imponente faro de veintiún metros de altura (ciento treinta y cinco, si el cómputo se realizaba desde el nivel del mar), se encontraba el caserón de dos plantas que el Ministerio cedía a la familia del farero para que viviera lo más próximo a su puesto de trabajo, el cual se suele ubicar en cabos prominentes e islas aisladas del meollo de la civilización. Tal era el caso del faro de San Andrés, construido en el límite del acantilado de Punta Casandra, a cuatro kilómetros del pueblo. Al faro se accedía por una carretera cuyos flancos escarpados daban forma a una protuberancia inusualmente estrecha que se adentraba en el mar cual lengua de tierra. La exposición a los elementos era tal que mi padre siempre tomaba la precaución de dejar en la furgoneta dos sacos de abono para que los días de temporal el viento no se llevara el vehículo por los aires. Dado que por aquel entonces los responsables del Ministerio no eran muy quisquillosos, mi tío Emilio, que como he dicho era el titular del faro, no solo permitió que una vez casado mi padre siguiera viviendo en la casa en la que había nacido, sino que le cedió la planta de arriba del caserón para que la pareja gozara de la debida intimidad.
Emilio, por su parte, estaba casado con mi tía Francisca, persona a la que le debo los mejores y más escuetos consejos que he recibido en mi vida. Emilio y Francisca formaban un matrimonio bien avenido, posiblemente porque ninguno de los dos se inmiscuía en los asuntos del otro, lo que les permitía vivir volcados en sus respectivos oficios. De temperamento diametralmente opuesto al de su marido, mi tía Francisca era de esa clase de mujeres que se ponen el mundo por montera. A los pocos años de casarse, y ante la ausencia de hijos en los que ocupar las horas de tedio en aquel faro dejado de la mano de Dios, decidió emplearse en una pescadería de un familiar lejano y extremadamente avaro que le pagaba cuatro pesetas. Lloviese o cayese un sol de espanto, mi tía iba a trabajar subida en una bicicleta de hierro forjado. Ningún día se ausentó, ni siquiera cuando la fiebre le arrebolaba los mofletes. La mujer se movía por la pescadería con total desparpajo y ¡ay de aquel que pusiera en duda la calidad del género que ella disponía con llamativa simetría a lo largo y ancho del mostrador! Salmonetes de Lastres, pescadilla de Cudillero, parrocha de Avilés y, en Navidades, percebes de Luarca, frutos del Cantábrico que según mi tía llegaban a la pescadería dando brincos en las cajas. Mujer de talle grueso, limpia hasta la exageración, exigía encarecidamente a los clientes según entraban que cerrasen la puerta a fin de impedir que el polvillo del carbón que nimbaba el pueblo se colase en el local. Los albures de la Providencia quisieron que cuando mi tía hubo alcanzado un dominio básico en el negocio de la venta minorista, el dueño de la pescadería pasase inesperadamente a mejor vida. Como el hijo de este, hastiado de lo huraño que resultaba su progenitor, hacía años que había emigrado a Alemania (sin que tuviera la menor intención de regresar en un presente inmediato), accedió sin reparos a venderle a mi tía la pescadería a plazos trimestrales que coincidían con las temporadas más señaladas de las distintas especies. Compensando unas con otras, mi tía cumplió con los pagos a rajatabla.
Tal era el escenario familiar cuando mi padre decidió casarse y acomodarse con su esposa en la planta superior del caserón. De esta manera debió de pensar que el buen nombre de su mujer se mantendría inmaculado a pesar de las numerosas noches que por motivos laborales él tendría que ausentarse del domicilio conyugal. Así que siguió con su vida libidinosa mientras en casa le aguardaba una esposa sumisa que parecía entender sobradamente cuál era el papel que le habían asignado.
Una noche, cuando mi padre regresaba por la estrecha y escarpada carretera que terminaba en el faro, tuvo el pálpito de que una sombra inquietante se cernía sobre la furgoneta y que a resultas de la misma las cosas no volverían a ser como antes. Tal vez influyera el hecho de que en ningún momento vio el haz luminoso que como cada noche tenía que estar cortando la cerrazón con filo de guadaña. Mi padre completó el trayecto con el corazón en un puño, y cuando terminó de aparcar la furgoneta ya no le cabía duda alguna de que se había producido el desastre. Por primera vez en sus ciento y pico años de historia, el faro de San Andrés no había sido encendido.
Como si esperara un milagro, mi padre alzó la vista hacia la cúspide pero la oscuridad le engulló la vista. Temiéndose lo peor, entró precipitadamente en la planta baja de la vivienda y allí se encontró a mi tía Francisca sentada al calor de la cocina de carbón. Sobre los mullidos pechos de la mujer dormitaba un bebé. Ese era yo, Darío Prendes Garrido. Acababa de cumplir once meses. Entre la resignación y el cansancio mi tía Francisca le espetó:
—Se han ido.
Mi padre la miró perplejo.
—¿Quiénes se han ido?
—El Emilio y tu Cenicienta. Tuvieron la delicadeza de esperar a que yo llegara para no dejar a la criatura sola.
Mi padre empezó a perder la paciencia.
—Vamos a ver, Paca, haz el favor de explicarte para no crear malentendidos.
Mi tía Francisca ni se inmutó por el tono desabrido de mi padre y comenzó a relatar los acontecimientos como si estuviera hablando para sí.
—Cuando llegué de la pescadería, sobre las tres, no noté nada extraño en Cecilia, a la que encontré barriendo el descansillo con la mirada hundida en las baldosas. Nada nuevo bajo el sol. Dado que Emilio no estaba en casa me imaginé que seguiría ocupado en el faro. Estos días me hablaba de no sé qué problema en los transformadores. Así que comí y luego me eché en el sillón a dormir la siesta, que eso de levantarme a las cinco de la mañana se me hace muy cuesta arriba. Me despertó el llanto de tu hijo —la mujer me señaló con los ojos con los que se mira a un huérfano—. Subí al piso de arriba y me lo encontré en el corralito, muerto de hambre. Comprobé el reloj. Acababan de dar las cinco y media. Con Darío en brazos empecé a dar vueltas por aquí y por allá llamando a tu mujer, pero nadie me contestó. Me acerqué hasta el faro y al pie de la escalera de caracol llamé a gritos a Emilio. Recibí la callada por respuesta. Le di unas galletas al chiquillo y esperé inútilmente a que tu mujer o mi esposo dieran señales de vida. Así toda la tarde. Después de la cena, Darío terminó por dormirse. Pobrecillo, míralo, ¡da una pena! Se ha pasado toda la tarde llamando a su mamá.
Mi padre comenzó a dar pasos alrededor de sí mismo.
—Paca, Paca, vigila lo que dices. Para empezar, ¿por qué das por sentado que se han ido juntos?
—Nunca dejaré de sorprenderme de lo pardillos que sois los hombres. Tu mujer no está y mi marido no ha encendido el faro. Faltan dos bicicletas. ¿Qué más pruebas necesitas, alma de Dios?
—¡Esto es absurdo! Ni Emilio ni Cecilia son propensos a las frivolidades.
—¡Precisamente! Tú no me extraña, pero yo no sé cómo no me di cuenta del peligro. Emilio y Cecilia son como dos piedras de una misma cantera. Era cuestión de tiempo que un día, sin pretenderlo, se rozaran y saltara la chispa.
Estas últimas palabras fueron lo suficientemente descriptivas como para que mi padre reaccionara. Volvió a la furgoneta y condujo hasta el pueblo. No es difícil imaginar el estado de ebullición en el que se encontraba su cerebro. Primero se dirigió a la parada del autobús de línea, pues ni mi tío ni mi madre sabían conducir. Preguntó en la cantina que quedaba justo enfrente y que hacía las veces de despacho de billetes. El dueño le aseguro que en el autobús de la tarde solo habían subido tres personas en dirección a Oviedo y que ninguna se correspondía con la fisonomía del Emilio o de la Cecilia.
Bajó entonces hasta el muelle, el cual se encontraba vacío. De una garita iluminada por una bombilla desnuda salía el tibio ronroneo de una radio, y hacia allí se encaminó. Dentro, un carabinero echaba una cabezada en posición de firmes, con la espalda apoyada en la pared. Ante el carraspear de mi padre, el hombre abrió desmesuradamente los ojos apretando con las manos su fusil reglamentario. Al ver a mi progenitor, se relajó y enseguida adoptó el talante seco y distante típico del cuerpo de carabineros. No obstante, y ante la avalancha de preguntas, alcanzó a recordar haber visto esa misma tarde a una pareja que se acercaba bastante a la descripción. El carabinero había supuesto que se trataba de un tripulante y de su mujer, que regresaban al barco después de dar una vuelta por San Andrés. Si no había reconocido en ellos un rostro familiar tal vez fuera porque la mujer llevaba gafas de sol y un pañuelo que le cubría la mayor parte de la cabeza, y el hombre gabardina y sombrero. También añadió que el buque había partido tres horas antes.
—¿Cómo se llama el barco?
—El Simancas. Es de un armador de Gijón. Gumersindo Junquera. Un sobrino mío trabajó de mozo de cubierta en esa compañía hasta que se fue a una naviera extranjera que paga en dólares...
—¿Hacia dónde se dirige esa nave? —lo interrumpió mi padre.
De un cajón de la tosca mesa de pino, el carabinero extrajo un documento escrito con papel de calco.
—Aquí dice que hacia Málaga.
A la mañana siguiente, mi padre cogió un autobús que lo llevó a Oviedo y allí tomó el tren de Madrid. Pasó la noche en la misma estación de Chamartín para, a primera hora, subirse al expreso de Málaga. Cuando el Simancas entraba entre la roja y la verde del puerto de la Malagueta, mi padre llevaba un día y medio esperándolo a pie de muelle. Al poco los marineros aparejaron una escala por la que subieron y descendieron varias personas, sin que ninguna de ellas fuera ni su mujer ni su hermano. A pesar de encontrarse a primeros de mayo, en Málaga hacía un calor apabullante, con un sol que le apretaba la cabeza, la cual ya estaba a punto de estallar sin necesidad de ayuda externa. Presa de un arrebato, mi padre decidió subir a bordo y empezó a amenazar a todo aquel que le salía al paso: o le entregaban a su esposa o era capaz de desarmar el buque plancha por plancha hasta que esta apareciera. Alarmado, un tripulante lo llevó hasta el capitán, quien efectivamente le reconoció que en San Andrés habían embarcado a una pareja de familiares del contramaestre, pero que ambos habían desembarcado poco después en La Coruña, puerto a donde habían recalado para rellenar los tanques de combustible. Una parada técnica que, como de costumbre, apenas les había llevado unas horas. Dado que de San Andrés a La Coruña tan solo mediaban unas millas, el capitán había accedido al favor que le había pedido con insistencia su subalterno.
Ante la incredulidad de mi padre, el capitán hizo llamar al contramaestre, quien acabó confesando que no eran familiares suyos, si bien aseguró que con ellos había hecho una suerte de obra de caridad. Por lo visto, mi tío Emilio (a quien había conocido en un chigre de San Andrés) le había comentado tras varias botellas de sidra y otras tantas raciones de oricios que él y su mujer tenían que coger un paquebote de ultramar con destino a Australia, tierra de oportunidades donde las hubiere, y que después de pagar los billetes apenas les quedaba dinero para los gastos corrientes, por lo que todo ahorro sería bienvenido. El paquebote en cuestión hacía escala en La Coruña, lugar donde el Simancas hacía acopio de gasoil una vez al mes porque en ese puerto el combustible resultaba mucho más barato al estar exento de ciertos gravámenes. Posiblemente lo que en realidad había sucedido era que el contramaestre, un hombre de aspecto ruin y de mirada aviesa, hubiese aceptado un soborno de los fugitivos, quienes más que el ahorro de los billetes del autobús a La Coruña, lo que buscaban era salir de San Andrés sin ser reconocidos, acción que en la parada situada frente a la cantina les hubiera resultado imposible.
Siguiendo la nueva pista, mi padre se dirigió a la central de teléfonos de Málaga y desde allí inició una serie de llamadas a La Coruña a fin de recabar información sobre las fechas en las que recalaba en la ciudad un paquebote con ruta fija a Australia. Por medio de un agente de aduanas supo que el buque en cuestión se llamaba el New Hampshire, y que saliendo de Hamburgo, admitía pasajeros en Amberes, Plymouth, Brest, y finalmente en La Coruña antes de partir hacia Sídney. El New Hampshire había zarpado, precisamente, la tarde anterior.
Cómo se las habría arreglado mi tío para poner en marcha una huida a la que no le faltaba detalle resultaba irrelevante frente al hecho de que, en esos momentos, la pareja estaría navegando por el Atlántico proa al cabo de Buena Esperanza, extremo meridional del continente africano desde el cual pondrían rumbo a Australia. Gracias a una documentación donde tan solo había que cambiar el nombre de pila de un hermano por otro, no debió de haberle supuesto gran esfuerzo conseguir los visados pertinentes.
Mi padre regresó al norte bajo el total convencimiento de que viajar a La Coruña resultaría un esfuerzo baldío toda vez que el New Hampshire ya había partido. De haber sabido que el Simancas iba a realizar allí una escala corta a lo mejor habría tenido una oportunidad de recuperar a su esposa, pero el viaje a Málaga le había hecho perder un tiempo valioso, además de socavar su ánimo hasta límites en él insospechables. El otrora hombre parlanchín y dicharachero se debatía en el albero de la culpa. Se había casado con una mujer recta y discreta para que soportara su vida de tunante y, ahora, ella le devolvía el guante sin ningún recato. Quien inflige daño solo es consciente de ello cuando le pagan con la misma moneda. Según el tren avanzaba por la interminable meseta castellana, mi padre, desprendiéndose del orgullo que ampara al ofendido, llegó a la conclusión de que lo que le había sucedido no había sido un mero contratiempo del destino, sino que albergaba un especial significado en el que debía profundizar. Decidió no presentar denuncia alguna en los juzgados competentes y, menos aún, ante el consulado australiano. Su mujer debería volver a su lado por su propia iniciativa. Ese era el único y definitivo plan. Y para animarla a dar el paso, él haría que llegase a sus oídos su firme propósito de cambiar de vida, de demostrarle a ella, a su familia, a los vecinos, al mundo entero si fuera preciso, que a partir de entonces sería un hombre distinto, un hombre responsable y comprometido, capaz de sacrificarse como solo lo hacen los héroes mitológicos.
Cuando mi padre regresó por fin al pueblo, el faro llevaba cinco días sin ser encendido. La Comandancia de Marina de Gijón había enviado un telegrama a la Ayudantía de San Andrés exigiendo una explicación. El teniente de navío responsable de la misma, que conocía personalmente a mi tío Emilio y no dudaba de su profesionalidad, ya no sabía qué excusa poner. Se había acercado varias veces al faro y allí mi tía Francisca, arrullándome entre sus pechos infinitos, lo informaba de las últimas noticias que en realidad se resumían en una sola: no hay noticias.
Mi padre llegó a casa a eso de las ocho de la tarde. Sin mayor dilación subió por la escalera de caracol y cuando alcanzó el último peldaño del faro asomó la cabeza al mar. El sol estaba a punto de descalabrarse. En unos minutos las nubes se incendiaron, deflagración que dio paso al azul cobalto de la noche. Después de un impasse de introspección, el hombre se dirigió al cuadro eléctrico y accionó la secuencia de interruptores, como desde niño había visto hacer a su padre a la caída del crepúsculo. Una vez los pulsadores estuvieron en su sitio, volvió a asomarse. La inmensidad del mar, recortada ahora por los haces del faro, recobraba toda su sustancia. La imagen terminó de arrancarle de un plumazo lo poco o nada que quedaba de su carácter disoluto. Desde ese día mi padre no volvió a poner un pie por fuera de los límites del faro. Miento, sí lo hizo, en una ocasión. ¡Como para olvidarlo!
Tal y como era de esperar, la noticia de la fuga de los amantes corrió por el pueblo como un trueno de tormenta. A nadie se le escapaba que durante las semanas venideras San Andrés iba a estar en boca de toda la comarca, no precisamente por mor de sus virtudes sino a costa de un suceso del que se harían múltiples chascarrillos a cada cual más delirante, lo que a la larga supondría que la deshonra que había sufrido mi padre se hiciera extensible al resto de vecinos. Palabras mayores en una época en la que los asuntos de honor tenían especial trascendencia en el acervo popular. Visto así lo primero que hicieron mis paisanos fue negar la mayor. Si ellos no daban pábulo a la historia, cabía la posibilidad de que en el resto de poblaciones pasara desapercibida, una actitud tan infantil como ineficaz ante las lenguas procaces, pero con pocas más opciones contaban. Al menos el faro volvía a funcionar, lo que en parte embozaba la prueba del ultraje. Solo cabía esperar que los fugitivos recapacitaran y tras el fusilazo de la pasión regresaran con sus respectivas parejas, y aquí paz y después gloria. Tan infundada esperanza fue la que a la postre le concedió a mi padre un tiempo precioso para afianzarse en el puesto de farero, hecho a todas luces irregular desde el punto de vista administrativo, si bien peores cosas se han visto con efectos más perniciosos sobre los bolsillos de los contribuyentes.
Decía que el pueblo entero se confabuló para tender una cortina de humo, pues estaban convencidos de que conocido el talante y la hasta entonces irreprochable conducta de los protagonistas del culebrón, el conflicto se acabaría solventando sin la intervención de terceros. Ni una sola mención en los sermones dominicales de don Gabino, tan dado a comentar desde el púlpito los acontecimientos de la más rabiosa actualidad. Durante los domingos sucesivos se limitó a destacar los valores de la familia cristiana reencarnados en la institución del matrimonio, pilar de la civilización occidental. En vista de que el faro funcionaba a satisfacción de los usuarios, el ayudante de marina se sumó al tiempo de gracia en espera de que el Emilio y la Cecilia regresaran con el rabo entre las piernas.
Mi abuelo materno respiró aliviado cuando fue a visitar a mi padre y este le manifestó su firme negativa a presentar una denuncia por abandono del domicilio conyugal. Como responsable del cuartelillo de la Guardia Civil, le aseguró que en los incidentes domésticos la discreción resultaba esencial para resolver el caso. Ahora bien, al contrario que mi padre, lo que mi abuelo pretendía con ese momentáneo silencio era aplacar la inmensa vergüenza de que una persona como él, baluarte de los valores irrenunciables, hubiese entregado en santo matrimonio a una hija adúltera. Además, nadie sabía a ciencia cierta lo que en realidad había sucedido. No había cartas ni notas de despedida, por lo que todo se resumía a vagas presunciones, o eso ansiaban creer. No hay más ciego que el que no quiere ver, qué voy a decirles que ustedes no sepan. En San Andrés la consigna fue todos a una como en Fuenteovejuna, y con la excepción de mi abuela materna, como ya explicaré si tengo ocasión, todos los vecinos estaban en el ajo, desde el primero al último.
Vino entonces a acontecer un hecho decisivo para los intereses de mi padre. Sucedió a los tres o cuatro meses de la huida de su esposa, a eso de finales de septiembre, cuando hasta los más optimistas comenzaban a caerse de la burra. A ver si acierto a contarlo bien, que el suceso presenta múltiples matices. Veamos. Dentro de las funciones del farero se encontraba la recolección de datos atmosféricos. Para tal fin contaba con una rudimentaria estación meteorológica dotada de varios instrumentos de medida. Mi padre, con el prurito de un penitente, se afanaba en recabar todos los días la pluviometría, la humedad relativa, la fuerza y dirección del viento, qué clases de nubes poblaban el cielo y las octas que estas ocupaban. Por supuesto que había otras variables especialmente significativas, como la temperatura o la altura de las olas (la cual medía a ojo de buen cubero), si bien de todas ellas la más determinante era sin duda la tendencia barométrica, para lo cual mi padre trazaba unas gráficas donde quedaba recogida la evolución de la presión con el paso de las horas. Todo marino sabe que las variaciones de la presión son la huella que dejan los desplazamientos de anticiclones y borrascas. Tanto es así que los navegantes han ideado un refranero marinero con dichos tales como «barómetro que lentamente se eleva, el viento se lleva», y lindezas por el estilo.
Esa mañana, al terminar de llevar la primera lectura del día sobre la gráfica correspondiente, mi padre sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo. Volvió al barómetro y lo comprobó de nuevo por si había cometido un error de apreciación. Fue entonces cuando se percató de la gran diferencia angular que había entre la aguja del barómetro y la del puntero que marcaba la última lectura del día anterior. Mi padre salió al exterior para asomarse al mar. La visibilidad era del todo inusual, del orden de cuarenta millas. Una cenefa nacarada se elevaba por encima del horizonte, acorralándolo. El hombre se tuvo que sujetar a la barandilla para compensar el temblor de piernas. La superficie del agua era una sábana recién planchada surcada por decenas de pequeños pesqueros que a lo lejos recordaban el carapacho de un caracol. Por oriente el sol resurgía como una bola de fuego. Mi padre giró la cabeza hacia poniente. Justo en el límite del extraordinario campo de visión que le ofrecía el hecho de estar a ciento y muchos metros de altura en conjunción con unas condiciones meteorológicas excepcionales, pudo ver emerger unos cúmulos tiznados que se tragaban todo lo que les salía al paso. Aquellas nubes fuliginosas crecían por momentos, como si desde el cielo las estuvieran sazonando con levadura. A pesar de que el fenómeno acontecía de Pascuas a Ramos, mi padre supo reconocerlo de inmediato. Observó de nuevo los botes de bajura que faenaban en las inmediaciones del faro sin caer en la cuenta del peligro que se les venía encima, dado que a ras de agua la visibilidad es de solo unas millas. Eran pequeños pesqueros artesanales de cubierta corrida donde se enrolaban un cabeza de familia con algún hijo o un hermano. Mi padre sintió cómo la angustia se apoderaba de su pecho. No había tiempo que perder.
Tras bajar la escalera de caracol a trompicones se subió apresuradamente a la furgoneta, que al llevar meses sin ser arrancada no obedeció a la llave de contacto. La empujó por la pequeña pendiente que terminaba en la entrada al faro y, a poco que alcanzó velocidad, saltó sobre el asiento del conductor. Luego accionó la llave y esta vez el motor sí respondió. Mi padre realizó el recorrido a velocidad supersónica hasta que llegó a las puertas de la cofradía de pescadores. Entró en el local llamando a gritos al patrón mayor sin que este diera señales de vida. Lo encontró en un hangar adyacente, repasando unos aparejos. A esas alturas los pulmones de mi padre más que exhalar aire lo desmenuzaban.
—¡Una galerna, viene una galerna! Hay que hacer que los pesqueros regresen de inmediato —lo exhortó, al tiempo que le extendía la gráfica donde quedaban recogidas las variaciones de la presión atmosférica.
El patrón mayor tuvo que darle la vuelta al papel. Mi padre no estaba para interpretaciones sectarias.
—Créeme, Arturo, la he visto con mis propios ojos desde lo alto del faro. En unos minutos estará aquí.
El patrón le devolvió el papel con una mirada impotente.
—Difícil me lo pones. Dado que el mar estaba como un plato, esta madrugada han salido todos a faenar. No se ha quedado ni el Tato. Mientras sacamos el bote de la Sociedad de Náufragos, la galerna se nos echará encima. Cierto que también está la lancha de la Ayudantía de Marina, pero tengo miedo de que ni arranque.
Durante siglos fue costumbre en las cofradías del Cantábrico que el patrón más experimentado se situara en lo alto de un acantilado para leer las nubes. En el caso de que estas no fueran favorables, tenía acordada una serie de señales como fogatas y gallardetes de color gualda para que los pesqueros regresaran a puerto. Desgraciadamente, esa tradición había sido abandonada en favor de los servicios meteorológicos profesionales, los cuales, en aquel momento, se mostraban ineficaces para hacer frente a un suceso tan imprevisible como inmediato.
Si algo tenía mi padre era que se crecía en aquellas situaciones en las que los demás lo daban todo por perdido. Echando un vistazo alrededor del hangar, le preguntó al patrón mayor:
—¿Tienes por aquí alguna bengala?
—Ahí tienes las que quieras y más —dijo, señalando unos enormes estantes metálicos donde imprudentemente almacenaban la pirotecnia—. He de advertirte que están todas caducadas. También hay cohetes de señales y botes fumígenos. Con la humedad que hay aquí dentro dudo mucho de que prendan, y de hacerlo puede que te exploten en la mano.
Esto último mi padre no lo escuchó, pues literalmente había trepado hasta una de las baldas para examinar minuciosamente el material. Dijo:
—Avisa al ayudante de marina mientras yo voy metiendo todo esto en la furgoneta. Luego te vienes conmigo.
Tanto arrojo le insufló ánimos al patrón mayor.
—Al primer bache saltamos por los aires. Pero ¡qué carajo!