Los mejores sueños - Catherine Mann - E-Book
SONDERANGEBOT

Los mejores sueños E-Book

Catherine Mann

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Voy a tomar las riendas Los habitantes de Vista del Mar estaban a punto de pagarlo caro. Rafe Cameron había hecho fortuna y había vuelto para saldar viejas deudas, pero no había contado con encontrarse con Sarah Richards, su novia del instituto, que estaba decidida a evitar que perjudicase a media ciudad. Divertido al ver a Sarah convertida en benefactora, Rafe decidió escuchar sus ruegos. Aunque ni consiguiendo deshelarle el corazón iba a hacer que cambiase de planes. Hasta que una inesperada revelación lo cambió todo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LOS MEJORES SUEÑOS, N.º 78 - junio 2012

Título original: Acquired: the CEO’s Small-Town Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0180-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Sarah Richards era una camarera veterana del club de tenis de Vista del Mar y sabía que la regla número uno en la profesión era no derramar nunca el café en las partes íntimas de un cliente.

Por primera vez en catorce años se sintió tentada a arriesgar su puesto de trabajo.

Metió un recibo firmado en la caja registradora mientras recorría el salón con la mirada y la posaba en una de las mesas que había junto a la ventana. Allí estaba. Su novio del instituto.

Rafe Cameron.

Estaba sentado enfrente de su hermanastro, Chase Larson, sin saber que todo el mundo llevaba hablando de él cinco meses, el tiempo que hacía que había vuelto a su ciudad natal. ¿Por qué no se había convertido en un trol? En su lugar, los años le habían sentado muy bien y estaba todavía más guapo que cuando salían juntos, durante el último año en el instituto. Y eso que por entonces ya había estado para comérselo.

El pelo rubio se le había oscurecido y sus ojos azules seguían siendo fríos y duros. Sus fuertes músculos habían adquirido una madurez solo imaginable durante la adolescencia, cuando Sarah lo había abrazado en el interior de su Chevrolet. Su traicionero cuerpo sintió calor solo de recordarlo.

Al parecer, ella no había llamado su atención. Desde que había vuelto, ni siquiera le había hablado una vez. Al menos podría haberla saludado. Sarah tenía incluso la sensación de que la evitaba, por lo visto, se había convertido en una parte insignificante de su pasado.

El muy cretino y engreído se merecía una taza de café en los pantalones.

Además de ignorarla a ella, había pisoteado los sueños de todo el mundo en Vista del Mar. Nada más llegar a la ciudad convertido en magnate, la gente había esperado que salvase la empresa fabricante de microchips que daba vida a la pequeña comunidad, pero no. El mes anterior, el Seaside Gazette había publicado un artículo anunciando que Rafe tenía pensado detener el funcionamiento de la planta.

Sarah se puso furiosa solo de pensar en aquel artículo del periódico… Sus padres podían quedarse sin trabajo. Así que cerró la caja registradora con fuerza. Iría a hablar con Rafe «Judas» Cameron ya que, qué mala suerte, estaba sentado en una de sus mesas.

«Cuidado con el café», pensó.

Necesitaba el trabajo. No tenía ningún otro ingreso.

Alguien se aclaró la garganta, interrumpiendo sus pensamientos. No quería que nadie la viese mirando a Rafe y confundiese su curiosidad con un renacido interés. Como esperaba ver a su jefe o a una de sus compañeras, se giró y vio a su abuela, que estaba de brazos cruzados y con las cejas arqueadas.

Estaba atrapada. Nadie engañaba a Kathleen Richards, pero lo mejor que podía hacer era comportarse con frialdad.

Miró a su abuela a los ojos verdes, del mismo color que los suyos. Mirar a la abuela Kat siempre había sido como mirarse en un espejo que reflejara varias décadas de adelanto. Compartían incluso el temperamento, ambas eran muy impulsivas. Aunque, con el paso de los años, Kathleen era cada vez más extravagante. Sarah la adoraba porque su abuela siempre la había conocido muy bien.

–Hola, abuela Kat. ¿Has venido a comer? –le preguntó.

Kathleen había frecuentado bastante el club cuando había sido secretaria personal de Ronald Worth, el anterior dueño de la fábrica.

–Creo que no. Ahora que dependo de una pensión no entra en mi presupuesto. He venido a verte, cariño, dado que no respondes a mis llamadas. He quedado con Nina en el Bistro by the Sea y nos encantaría que nos acompañaras.

–¿Para que me habléis del nuevo soltero que me habéis encontrado al que debo conocer? ¿No has pensado en montar una agencia de contactos?

–Tú podrías ser mi primera clienta –le replicó su abuela, guiñándole un ojo.

Kathleen había doblado los esfuerzos a la hora de encontrarle pareja después de que el mes pasado se hubiese cumplido el tercer aniversario de la muerte del marido de Sarah en un accidente de tráfico. Echaba de menos a Quentin, y siempre lo haría, pero no necesitaba que nadie la ayudase a encontrar novio.

–Gracias, pero creo que paso –le dijo Sarah a su abuela, dándole un rápido abrazo y acompañándola hacia la puerta–. Te quiero mucho, pero no necesito ayuda. Ahora, vete. Tengo que trabajar.

Lo mejor sería ir a tomarle nota a Rafe lo antes posible. Sería como tragarse rápidamente una amarga medicina. Tenía cierto miedo a acercarse, no solo porque pudiese desatarse su mal humor, sino por el calor que sentía al recordar los momentos que había pasado con él.

La abuela Kat se quedó parada en el camino.

–¿Qué tiene de malo que quiera invitar a un café a mi nieta favorita?

–Soy tu única nieta y no puedo hacer un descanso hasta dentro de una hora. Deja de preocuparte por mí. Estoy bien. Solo me preocupa el cierre de la fábrica, como a todo el mundo.

El deseo de venganza de Rafe contra una determinada persona iba a costarle muy caro a toda la ciudad. Cuando eran adolescentes, lo había oído decir cómo hundiría Industrias Worth y a su fundador, Ronald Worth. Cuando lo había visto por última vez, la noche de la graduación, no había esperado que fuese a llevar a cabo esos planes, sobre todo, poniendo en riesgo el trabajo de tantas personas. Parecía que había sido ayer, cuando ambos habían despreciado a las personas que se gastaban el sueldo en una comida que costaba más que la compra de toda una semana.

Kathleen estiró a Sarah de la coleta.

–De acuerdo. Te dejo tranquila… por ahora, pero tengo que hablar contigo. ¿Por qué no cenamos mañana? Yo cocinaré. Y sé que es tu día libre, así que no intentes engañarme –le dijo su abuela antes de desparecer por la puerta.

No podía seguir posponiendo su conversación con Rafe. Miró hacia su mesa y descubrió que, por desgracia, no les había hecho a todos un gran favor desapareciendo.

Agarró con fuerza la libreta y el bolígrafo que llevaba en el bolsillo del delantal y se preparó para la confrontación. Atravesó el salón y fue hacia la ventana con vistas al Pacífico. El club, que estaba situado a unos cinco metros sobre la altura del mar, tenía unas escaleras de piedra que daban directamente a una playa de fina arena. Era una cala natural, rocosa, poco frecuentada y romántica, Sarah lo sabía porque había pasado muchos ratos en ella cuando salía con Rafe.

Mientras se acercaba, oyó fragmentos de conversaciones procedentes de otras mesas.

«Céntrate en tu objetivo», se recordó.

Le había dolido mucho que Rafe se marchase después del instituto y que jamás hubiese vuelto a ponerse en contacto con ella. Su manera de actuar había hecho que, en esos momentos, estuviese enfadada con él. Sacó el bolígrafo y la libreta con rapidez.

Hacía mucho tiempo que había dejado de esperar y de preguntarse cómo sería volver a encontrarse con Rafe Cameron. En esos momentos iba a tomar la iniciativa de una confrontación que Rafe no olvidaría jamás.

Rafe Cameron había pasado catorce años intentando olvidarse de Sarah Richards sin éxito.

Aquella mujer había permanecido grabada en su memoria hasta mucho después de que se hubiese casado con otro hombre, poco después de que él se hubiese marchado de la ciudad.

Pero no era rencoroso. No mucho.

Mientras escuchaba solo a medias a su hermanastro, al que tenía sentado enfrente, vio acercarse a Sarah. Llevaba la melena pelirroja recogida en una cola de caballo y el delicioso cuerpo cubierto por una sencilla camisa blanca y pantalones negros, el típico uniforme. Aunque Sarah nunca había sido típica.

Se acercó más y Rafe se dio cuenta de que le brillaban los ojos color jade, pero él se había acostumbrado a que lo mirasen mal desde que había anunciado sus planes de cerrar la fábrica. De hecho, le sorprendía que Sarah hubiese tardado tanto en acercase. Siempre había sido muy directa en el pasado y, al parecer, eso no había cambiado.

Tampoco había cambiado la manera en la que el cuerpo de Rafe reaccionaba al verla, con el rostro en forma de corazón… los pechos generosos. Rafe sintió calor, un calor inesperado e indeseado. Había vuelto a Vista del Mar a saldar una cuenta, a destruir Industrias Worth. Al fin y al cabo, Ronald Worth no había tenido ninguna piedad a la hora de despedir a sus padres sin ningún motivo. Y él se negaba a sentirse culpable por querer hacer justicia en nombre de su difunta madre.

No permitiría que nada ni nadie, ni siquiera Sarah Richards, lo distrajera.

La vio detenerse delante de la mesa.

–¿Le tomo nota, señor Cameron?

–Por supuesto, señorita Richards. ¿O debo decir señora Dobbs?

–No, soy Richards otra vez.

A Rafe le pareció interesante que hubiese recuperado su apellido de soltera después de la muerte de Quentin Dobbs.

–Sarah Richards, entonces.

–Hola –dijo su hermanastro, Chase Larson, mirándola–. Me alegro de verte, Sarah. Si me perdonáis un momento, tengo que hacer una llamada. Voy a tomar la ensalada de pasta primavera y un té con hielo.

Y, dicho aquello, Chase desapareció, dejando a Rafe a solas con ella.

Él apartó su copa vacía.

–Me alegro de verte, Sarah –le dijo.

–Ah, así que te acuerdas de mí –replicó ella con acritud–. Aunque ni siquiera hayas venido a saludarme en los cinco meses que llevas aquí. Eso me hace preguntarme si te crees demasiado bueno como para hablar con tus viejos amigos.

Eso lo sorprendió. Era extraño que estuviese enfadada por un desaire y no por lo de la fábrica.

–No es posible que le tengas tanto rencor a tu novio del instituto.

–No se trata del pasado, sino del presente, de cómo estás actuando ahora. Me sorprende que tengas la cara dura de volver aquí y tomarte tranquilamente unas copas después de lo que has hecho.

–Es la hora de la comida y todo el mundo tiene que comer, gatita.

Ella apretó los labios al oír aquel apelativo cariñoso que había utilizado con ella en el pasado. La había llamado así por su temperamento y porque, en una ocasión, le había hecho marcas en la espalda con las uñas mientras se besaban. También porque ronroneaba cuando él le…

Rafe se ajustó la corbata. Aunque no habían llegado a hacer el amor, habían encontrado otras maneras de satisfacer su frustración sexual.

–¿Qué especialidad recomendáis hoy? –le preguntó.

–¿De verdad vas a fingir que no pasa nada? Supongo que no debería sorprenderme. He oído que te has vuelto tan despiadado que desayunas cachorros y bebés por las mañanas –le dijo, subiendo la voz, hasta que dos mujeres que había en una mesa cercana los miraron–. Teniendo en cuenta que vas a cerrar la fábrica, me extraña que no te hayan envenenado. Todavía.

–Supongo que tendré que contratar a un catador.

Se le había olvidado la mordacidad de Sarah, y le resultó divertida. Había pocas personas capaces de enfrentarse a él últimamente. Casi todo el mundo estaba demasiado ocupado haciéndole la pelota para después intentar pedirle algún favor.

–No te costará encontrar a algún imbécil que quiera trabajar para ti, dado que media ciudad va a quedarse sin empleo, gracias a ti. Ah… –añadió, chasqueando los dedos–. Ya te pasaré el currículum de mis padres, ya que ambos van a ir al paro.

Qué valor tenía, reprendiéndolo así. A él, que se había dejado la piel trabajando después de marcharse de allí. Siempre se había imaginando volviendo algún día y liberando a Sarah de su pobreza. Un plan estupendo. Pero ella no había tardado nada en darle su amor a otro hombre y casarse. Aquel hombre había fallecido tres años antes, pero eso no cambiaba el pasado.

Así que, sí, la había ignorado desde que había vuelto a Vista del Mar.

Sarah hizo una breve pausa para tomar aire.

–¿Qué? ¿No te defiendes? Tal vez hayas engañado a algunas personas al principio, con esa fundación para la alfabetización a la que le has puesto el nombre de tu madre, La Esperanza de Hannah –comentó, sacudiendo la cabeza–, pero a mí no me engañas. Solo pretendes que la gente baje la guardia. ¿Tanta sed de venganza sientes por Ronald Worth y sus amigotes como para estropearle la vida a tantas personas?

Él guardó silencio por el momento, sorprendido, alucinado con semejante bronca en público. Aunque lo cierto era que la mayoría de las acusaciones que Sarah le decía eran ciertas. Había vuelto a la ciudad a vengarse. Estaba a punto de cerrar la fábrica y de ganar mucho dinero.

La fábrica era viable, por supuesto, pero el esfuerzo y los gastos… No. No había llegado tan lejos en la vida pecando de ingenuo. Y, sí, estaba disfrutando mucho pasándole a Ronald Worth su éxito por las narices.

Pero Sarah se equivocaba mucho, de manera imperdonable, al burlarse de que le hubiese puesto el nombre de su madre a la fundación. Eso lo enfadó.

–Los negocios son los negocios, gatita.

–No me llames así.

Su ira avivó la de él.

–Es un nombre que me trae muchos recuerdos. Me recuerda cómo…

–¡Basta! –le ordenó Sarah, golpeando el suelo con el pie–. Jamás pensé que te convertirías en un tipo petulante y estirado.

–¿Por qué no hablas un poco más alto? Creo que en la mesa del fondo no te han oído.

–¿Acaso te importa lo que piensen? ¿Qué más te da que pierda mi trabajo? ¿Acaso te acuerdas de lo que es trabajar por el salario mínimo? ¿Vivir sabiendo que puedes perder el coche, como poco, si tienes la gripe y estás una semana sin trabajar?

Todo el salón se quedó en silencio de repente.

–Sarah, creo que deberíamos seguir hablando en privado. –Ah, ¿ahora quieres seguir hablando conmigo? ¿Después de cinco meses ignorándome? ¿Después de no mandarme ni una postal en catorce años? Pues que te den. Siento que escuchar la verdad te haga sentirte incómodo.

Él abrió la boca para replicar, pero entonces se dio cuenta de que aquello era absurdo. Era conocido por amedrentar a tiburones empresariales y Sarah estaba enfrentándose a él sin inmutarse.

Se echó a reír.

–Maldita sea, Rafe, no te atrevas a reírte de mí –le dijo ella, colorada.

Y él rio todavía más.

Un hombre con un cartel en el que ponía «encargado » en la chaqueta y cara de agobio se acercó a la mesa.

–¿Hay algún problema, señor Cameron?

–Ninguno –respondió él, intentando tranquilizarse–. La señorita Richards y yo solo estábamos poniéndonos al día.

El encargado se giró hacia Sarah.

–Por favor, señorita Richards, póngase al día con los clientes en su tiempo libre.

–Por supuesto, señor –le dijo ella. Luego miró a Rafe–. Siento haber levantado la voz. ¿Quiere beber algo?

–No tienes que disculparte –le respondió él, y no pudo resistirse a añadir–: Gatita.

Sarah frunció el ceño. Respiró hondo y su pecho subió y bajó. Rafe recordó la primera vez que le había visto los pechos bajo la luz de la luna, el día del baile de fin de curso. En la parte trasera de su coche, bajo las estrellas y junto al mar. Cómo iba a olvidarlo.

Ella se había bajado los tirantes del vestido, dejando sus pechos al descubierto. Rafe todavía recordaba el olor del ramillete que llevaba atado a la muñeca, cómo le había clavado Sarah las uñas en la espalda mientras suspiraba.

Entonces se había dado cuenta de que estaba borracha y la había llevado a casa para que se tomara un café.

Rafe se metió un dedo dentro del cuello de la camisa.

–Sí, me tomaré algo mientras Chase termina esa llamada.

Sarah sonrió, peor él tenía la mente demasiado empañada con la imagen de sus pezones erguidos como para pararse a analizar qué la había hecho sonreír.

Ella señaló el carrito de las bebidas que había a unos metros de allí.

–¿Quiere té con hielo… o un café?

–Té, gracias.

–Enseguida –dijo Sarah, yendo a por la jarra.

Rafe levantó su copa vacía y se la tendió.

–Gracias.

–Es un placer.

El brillo de sus ojos verdes debió advertirle que todavía no había terminado con él. Tenía que haberse acordado de que Sarah nunca cedía. Su mirada se endureció, levantó la jarra y…

Le echó el té con hielo en el regazo.

Capítulo Dos

Rafe retrocedió sorprendido mientras Sarah le vaciaba la jarra de té con hielo en los pantalones. Esquivó la mayor parte del líquido y tiró la silla al levantarse, pero aun así se le mojaron los pantalones.

Sarah siempre había tenido reacciones inesperadas, cosa que parecía no haber cambiado en los últimos catorce años. Pocas personas se atrevían a enfrentarse a él últimamente y tenía que confesar que aquel reto le resultaba… refrescante. rio en voz baja y se sacudió la ropa.

Todo el salón los estaba mirando, pero a Rafe le daba igual lo que pensasen los demás.

El encargado volvió a acercarse a la mesa con el rostro enrojecido, pero él levantó una mano para detenerlo y luego le hizo un gesto para que se marchase. El hombre no dudó en obedecer. Ya nadie discutía con él.

Salvo Sarah.

Centró su atención en la mujer que tenía delante. La mujer a la que jamás olvidaría. Catorce años antes había puesto en riesgo sus ambiciones.

¿Y en esos momentos? Al parecer, seguía sintiéndose atraído por ella. Se rió, de sí mismo en esa ocasión, porque mantenerse apartado de Sarah no le había hecho ningún bien.

Sarah golpeó la mesa con la jarra, furiosa.

–¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

Él se acercó y le susurró al oído:

–Creo que te he calado hondo.

El deseo hizo que todo desapareciese a su alrededor.

Por eso se había mantenido alejado del club y de Sarah, porque no podía distraerse, sobre todo, teniendo tan cerca la venganza de Ronald Worth.

Apartó la vista de ella y tomó su chaqueta, que estaba colocada en el respaldo de la silla.

–Voy a necesitar que me pongas la comida para llevar. Tengo prisa –le dijo.

–Con mucho gusto –respondió ella sonriendo.

–Al vaso de té ponle tapa, por favor. Lo siento, pero me da miedo que se te pueda volver a caer.

–Has tenido suerte de que no haya escogido el café –le dijo Sarah entre dientes.

A él le sorprendió verla tan enfadada solo porque la había provocado un poco y la había llamado gatita. Al parecer, se había pasado.

Se sobresaltó al ver que alguien le ponía la mano en el hombro. Miró hacia atrás y vio a su hermanastro. Chase Larson no se molestó en ocultar su sorpresa al verlo todo empapado de té.

Sarah se ruborizó, como si acabase de darse cuenta de la magnitud de su acto. Sin decir palabra, se dio la media vuelta y fue hacia la cocina.

–Chase –le dijo Rafe–, vamos a tener que posponer el resto de la reunión. Como ves, tengo que cambiarme de ropa.

Chase, además de ser su hermanastro, le llevaba las cuentas personales y se ocupaba de algunos acuerdos comerciales. Su padre se había casado con la madre de Chase catorce años antes y, aunque no habían llegado a vivir juntos, sí habían compartido una sana rivalidad que los había ayudado a ambos a salir de la pobreza.

Su hermanastro se puso la chaqueta del traje.

–¿Qué te ha pasado? ¿Se te ha caído el vaso o qué?

–Más o menos –respondió Rafe, volviendo a mirar hacia las puertas de la cocina por las que Sarah había desaparecido unos segundos antes.

No solía perder el tiempo lamentándose por nada, prefería optar por mirar al futuro, pero en ese momento se arrepintió de una cosa: no haberse acostado nunca con Sarah Richards.

Al día siguiente, Sarah doblaba una toalla en la cocina mientras su abuela hacía paquetes individuales de carne. Paquetes individuales para que comiese sola. Tanto su abuela como sus padres la invitaban a menudo, o iban a verla, como esa noche, pero no era lo mismo que tener compañía diaria, como cuando vivía con su marido.

Esa noche había cenado una ensalada con su abuela y habían hablado de los detalles del cumpleaños de esta, que haría sesenta y cinco años el fin de semana siguiente. Al terminar la cena, su abuela se había quedado a ayudarla con algunas de las tareas de la casa y ella no había insistido en que se marchase porque, después del día que había tenido, no le apetecía quedarse sola. Intentó no pensar en lo ocurrido en el club de tenis de Vista del Mar. El encargado le había dado la tarde libre para que se tranquilizase. Dado que llevaba mucho tiempo trabajando allí, no la despedirían. A no ser que Rafe pidiese que lo hicieran.

Aunque no pensaba que fuese tan vengativo y, además, se había reído.

Se maldijo.

–No puedo creer que vaya a desmantelar la fábrica y a dejar a cientos de personas sin trabajo.

–Supongo que estás hablando de Rafe Cameron –comentó su abuela.

–¿De quién si no? Hasta mis padres se quedarán sin dinero después de toda la vida trabajando allí. ¿No estás enfadada? Tú trabajaste cuarenta años para Ronald Worth. ¿No te duele ver que acaban con todo? ¿Que destruyen tantas vidas?

Sus padres eran demasiado mayores para encaminar sus carreras y habían dedicado mucho tiempo a aquella fábrica.

–Por supuesto que estoy disgustada, cariño –le respondió su abuela, metiendo una docena de hamburguesas empaquetadas individualmente en una fiambrera–. Conozco a todos los empleados que llevan allí mucho tiempo. Y no solo me enfada que vayan a quedarse sin trabajo, sino que me rompe el corazón.

Sarah había pensado que su corazón no podría volver a romperse más que después de que Rafe se hubiese marchado. Pero luego había rehecho su vida, se había casado y había creado un hogar con Quentin, como siempre había querido. No obstante, el corazón se le había vuelto a romper tras varios abortos y la muerte de su marido.

Había pensado que era inmune al dolor después de todo aquello, pero se había equivocado.

Sintió ganas de llorar.

–No puedo creerme que esté pasando esto –dijo, limpiándose los ojos con la muñeca–. Sé que Rafe culpa a Industrias Worth de la muerte de su madre, pero ¿cómo puede seguir queriendo vengarse después de tantos años? Sobre todo, no teniendo pruebas.

Su abuela se levantó y fue hasta la vieja nevera. Metió la fiambrera en el congelador.

–Se quedó destrozado cuando Hannah murió.