LOS MISTERIOS DE LA DIRECCIÓN TRECE - Daniel Alberto Berazay - E-Book

LOS MISTERIOS DE LA DIRECCIÓN TRECE E-Book

Daniel Alberto Berazay

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Beschreibung

Existe en la SIDE un círculo secreto de espías inorgánicos, sin dependencia oficial, dirigidos por el Director Trece de esa Secretaría de Estado. La creación de dicho círculo fue encargada por el Secretario al Director, y opera clandestinamente. Sus actividades escapan a lo común en tareas que pasan del espionaje a la ciencia ficción. Fueron llamados a operar, entre otras investigaciones, cuando se buscó en la Argentina un vital documento sustraído de una base militar estadounidense, y actúan cuando extraños peligros, riesgosos para la seguridad nacional, surgen en países de América. Los informes de sus actividades se guardan bajo uno de los sitios centrales de la historia argentina. La planificación de sus operaciones se realiza en un lugar impensable, a pesar de que está a la vista de todo el mundo y es seguro que el lector ya ha estado allí.

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Daniel Alberto Berazay

LOS MISTERIOS DE LA DIRECCIÓN TRECE

Berazay, Daniel Alberto Los misterios de la dirección trece / Daniel Alberto Berazay. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3987-8

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

LA SEGUNDA HISTORIA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

LA PRIMERA HISTORIA

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

LOS ELIMINADORES DE PALABRAS

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

SOBRE LAS CAUSAS DE LA ÚLTIMA GUERRA EN AMÉRICA DEL SUR

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

EL ÚLTIMO VALS

LA NUEVA ESCUELA DE LA SALPETRIERE

LA DOCTORA ANDREA ANDREU, LACAN Y LA FÍSICA CUÁNTICA

ROMA LOCUTA

A VERBIS AD VERBERA

UNA REUNIÓN DIPLOMÁTICA

EL TERCER HOMBRE

CAUSA FINITA

LA CINTA DE MOEBIUS

NEC SPE, NEC METU

LA CINTA DE MOEBIUS

THREE BLIND MICE

UN BALLO IN MASCHERA

UN ALMUERZO EN EL PLAZA

EL MARQUÉS DE NARANDAL

ET IN ARCADIA EGO

CIENTO ONCE

LA MARCHA

HERMANOS

LAS MEMORIAS DEL FUTURO

UN ENCUENTRO INESPERADO

CARAVANA

ABARCA

HACIA UNO

LA COLONIA

KRILA

EN EL OFICIO

PANDEMONIUM

EPÍLOGO

ANIMUS IOCANDI

UN ALMUERZO COME IL FAUT

LES JEUX SONT FAIT

DIX SEPT NOIR

CHEMIN DE FER

RIEN NE VA PLUS

LAS TRES ÚLTIMAS

LA CUARTA LEY

EN EL BODEGÓN

USHUAIA

ANTICITERA

UNA HISTORIA

NAVEGANDO

EN EL ALTO NORTE

LA RESISTENCIA

EN LA BÚSQUEDA

ENTRE NOUS

EN UN PRINCIPIO…

AB IMO PECTORE

COSMAS

UNA VELADA ENCANTADORA

SEGUIMIENTO

AQUELARRE

EL MARTILLO DE LAS BRUJAS

Gracias a Mónica,

mi eterna consejera

Tuve conocimiento de los sucesos transcriptos en este libro a través del acceso a las copias de ciertos escritos que me facilitara una extraña y desconocida mujer, en una sorpresiva entrevista acordada en circunstancias inesperadas que no me es dado exponer, sin que yo alcanzara a saber en toda la conversación, mantenida en un aura de incógnito inescrutable, cuál era la razón de su convocatoria. Sólo me explicó, con una sonrisa indescifrable, que me los entregaba por ser yo un escritor conocido…

Nunca supe su nombre, aunque a veces, leyendo con posterioridad las páginas que me diera, creo imaginarlo.

Nunca más la volví a ver.

Comenzó en la extraña reunión señalando que los escritos que me facilitaba estaban basados en las memorias e informes secretos redactados por el titular de la Dirección Trece de la Secretaría de Informaciones del Estado. En ellos describe los pormenores de sus investigaciones encubiertas. Me explicó que el Director había narrado en forma de una bitácora sus actividades, los hechos más relevantes de sus operaciones especiales y plasmado, además, en esas páginas, tanto los acontecimientos como sus impresiones y opiniones personales sobre los actores y sus circunstancias. Se hallan mezclados por lo tanto, remarcó, descripciones de los lugares donde se desarrollara la acción, sus historias y costumbres, y habla de tradiciones y leyendas Buenos Aires, tanto del histórico como en el que ha actuado. Todo ello, consideró con una fría sonrisa, podría ser relevante para mi oficio. Más aún, añadió con la misma sonrisa gélida, el hecho de consistir en información ultra secreta lo haría más interesante.

Semejante exordio me dejó atónito. Si eran, evidentemente, documentos secretos los que esta mujer me ofrecía, ¿cómo habían llegado a sus manos? Fue lo primero que pensé. ¿Y qué papel jugaba ella en esta intriga? No pude averiguarlo. Se negó con pertinacia a contestar cualquier pregunta.

Una vez que me hubo entregado los papeles dio por finalizada la breve conversación, se puso de pie, me saludó brevemente y se fue. No hubo despedida.

Más tarde, ya en mi casa, me dediqué a leer y desmenuzar los documentos. Lo menos que puedo decir es que encontré en ellos, además de los extraños detalles de las operaciones, rasgos y aspectos inusuales para figurar en informes, lo que me llamó fuertemente la atención.

En primer lugar, lo insólito de las historias relatadas. Eran muchas veces inimaginables, alejadas de lo que uno piensa es la actividad de la SIDE; más aún, algunas parecían increíbles y supongo que muchos lectores las considerarán casi imposible.

En segundo lugar, el otro rasgo extraño, o al menos anómalo, resultaba ser una tenue filosofía que el Director dejaba entrever en sus relatos. En cierta forma reflejaba muy sutilmente que creía haber hallado una correspondencia, un hilo conductor, como si existiese una tenue unión entre los hechos vividos y la fatalidad que afecta el destino de los hombres: me pareció entrever que por encima de sus palabras volaba, no sé si con filosofía o resignación, la idea de la ananké de los griegos y el kismet de los persas, es decir la inevitabilidad de los acontecimientos y una fuerza que controla el futuro. Más aún: leí con extrañeza en alguna de las hojas que encontró en sus operaciones clandestinas el rastro de las tres famosas fatalidades mencionadas en el prefacio de Los Trabajadores del Mar, la novela de Víctor Hugo, es decir la fatalidad de los dogmas, la fatalidad de las leyes y la fatalidad de las cosas, opinión notable para un miembro del espionaje y que demuestra un profundo conocimiento de la literatura universal. Intrigado, al leer la narración he tratado de hallar esas fatalidades que adscribe a los hechos y a las personas, ya que no las distingue en cada acción, como si al conocerlas él no fuese necesario mayor abundamiento, más no he podido saber si se reunían todas en un solo relato o si esas fatalidades estaban presentes entre todas las historias.

En fin, lo que encontré en estas notas es tan fuera de lo común, que las he presentado en esta obra respetando en todo lo posible las palabras del Director.

Es decir, este libro, de hecho, ha sido escrito por el Director Trece.

Por último, debo indicar que las notas originales que tomara el Director en cada hecho y cuya copia me entregara aquella mujer, se hallan guardadas hoy, de acuerdo a lo que me dijera, en las catacumbas mencionadas en el texto.

El autor

LA SEGUNDA HISTORIA

CAPÍTULO I

Estoy seguro de que antes de la ceremonia de desenvainar la espada y lanzar tajos al viento frente al tronco de la justicia, como era de rigor, en la ceremonia de fundación realizada en la fría y soleada mañana del 11 de junio de 1580, el General Juan de Garay primero se alejó lentamente por el terreno cubierto de vegetación baja que cubría la orilla del río que por momentos movía la cruda brisa de la mañana, siguiendo la barranca de la ribera.

Marchaba solo y distraído, envuelto en quien sabe qué pensamientos.

Se desplazó lentamente hasta el espacio que tenía ya decidido y se detuvo de espaldas al río. Al silencio misterioso de la mañana lo quebraban el pequeño sonido de las olas y, de vez en cuando, los trinos y graznidos de pájaros extraños, resonancias que hablaban de tierras ignotas. A cierta distancia, junto al tronco ceremonial, con bagajes, armas, banderas y esperanzas, algunos sentados en los bultos y otros de pie, los futuros pobladores y hombres de armas lo observaban en silencio reunidos en un grupo multicolor.

Garay alzó la mirada hacia el cielo contemplándolo un rato. Parecía envuelto en un diálogo con alguien que estuviese más allá.

Luego, con la vista ya lanzada hacia el frente y siempre de espaldas al río, extendió con bríos ambos brazos con los puños cerrados: en su imaginación, desde él hacia delante, se extendería la ciudad, ¡su ciudad!

Había nacido Buenos Aires.

Más tarde, terminada la ceremonia, siguiendo el plan preconcebido, subdividió el terreno y trazó el damero de las calles. Comenzó con la que correspondía a su brazo derecho, cercana al río, que lleva hoy el nombre de Veinticinco de Mayo y siguió por la representada por su brazo izquierdo, continuación de la anterior, conocida posteriormente como Balcarce. Trazó también las calles perpendiculares. Por supuesto que el Fuerte estaría donde se hallaba parado él, el Fundador. La sede del poder.

Quién sabe por qué desde su trazado esa calle Veinticinco de Mayo siempre fue su predilecta. Media manzana del lado oeste, donde hoy se levanta el Banco Nación, la reservó para sí; quizás porque de esta manera consideró que se hallaba tanto en la ciudad como en el río vecino.

De esta forma el futuro de aldea estaba lanzado.

La historia que voy a narrar comienza casi doscientos años después de esa mañana. Se centra en ese terreno, justo frente a la propiedad de Garay, encuadrado por Veinticinco de Mayo, por el antiguo Fuerte devenido en la Casa de Gobierno y por el río.

El tiempo pasó y la aldea comenzó a crecer.

En 1810, al llegar la Revolución de Mayo, tres lotes figuraban en esa manzana, según cita Di Fiore en su novela Pilar Lezica. De ser sus datos fidedignos figuraban sobre el terreno una propiedad de Felipe Esquivel, que pasó luego a manos del padre del General Belgrano, una de Martiniano Alonso y otra de un tal Flejalde.

La vida de la zona y sus alrededores se completaba con los negocios que mantenían vivo al barrio. Se hallaban cercanas la caballeriza de Crow y de Malcolm, la sastrería inglesa de Coyle, que hacía las delicias del buen vestir de los caballeros y, local reconocido por su buena mesa, el Hotel de Faunch, que Nora Altamiranda menciona como muy connotado durante las invasiones inglesas. Al promediar el día y al caer la noche los parroquianos podían percibir los aromas de su excelente cocina que sustentaba sus bien servidas mesas con las carnes asadas, los guisos capaces de alegrar la vida, los estofados y las albóndigas en salsa y las infaltables empanadas, placeres que se rematarían con el dulce arribo de los alfajores, masas y natillas. Pero no sólo la gastronomía irradiaba la zona. Hay asimismo memoria de que le daban color a la calle Veinticinco de Mayo una importante empresa, compañía naviera y, diseminados en varias cuadras, algunos hoteluchos miserables. Llegó a establecerse, asimismo, para horror de las damas lugareñas que disimuladas solían espiar por los visillos, hasta una casa de mala nota que atraía a los marineros que concurrían a la empresa naviera y a embozados caballeros en sus visitas nocturnas.

Años más tarde, con el transcurso del tiempo y en los albores del progreso, a mediados del Siglo Diecinueve se levantó en dicho terreno, frente a la propiedad de Garay, el Gran Hotel Argentino.

Es en este espacio donde nuestra historia comienza a tomar forma.

Se trataba de un establecimiento moderno para la época, abierto en 1869, que contaba con una gran vista al Río de la Plata. Su entrada principal se abría a la esquina de Veinticinco de Mayo con la avenida Rivadavia, calles que enmarcaban el edificio. Era un construcción de color claro, de noble aspecto y con balcones adornados con herrería negra en sus dos pisos. Sus instalaciones tenían alta fama y su gran salón era muy renombrado. Llegó a incluir hasta la provisión de agua caliente, lo que permitía confortables baños, incluidas las duchas, lo que era una magnificencia en esos años. Fue demolido en 1929, pero la memoria de tan relevante establecimiento fue salvada de las brumas del pasado y del implacable paso del tiempo con una placa recordatoria, que aún puede verse en dicha esquina sobre la pared de la Avenida Rivadavia. Esta placa, poco conocida por los habitantes de Buenos Aires, nos relata una historia sucedida en el hotel. Es que tiempo después de la apertura del albergue, en 1872, una noche, subrepticiamente, en el silencio oscuro de la ciudad, se introdujo furtivamente para hospedarse allí uno de los grandes representantes de las letras nacionales, el escritor José Hernández, devenido en ese momento en perseguido político. Su vida de fugitivo escondido de la vista del gobierno se había tornado muy difícil; no podía salir de día y sólo lograba escabullirse de noche oculto de la policía. Pero en el infortunio de su encierro recibió una ayuda inesperada. El conserje del hotel, Mariano Masculino, sobrino de Mateo, aquel famoso fabricante de peinetones que encantaban a las damas de antaño, resultó ser un antiguo simpatizante de la causa común y decidió ayudarlo en nombre de los principios defendidos: no iba a permitir que al camarada lo encerraran en las mazmorras del régimen, según argumentaba para sí. Además de observar vigilante a menudo por las ventanas, Masculino salía a la calle varias veces al caer las sombras y paseaba su robusta figura mientras se atusaba sus grandes bigotes, con aire indiferente, hacia ambas esquinas, observando si personajes extraños con supuesto aspecto de agentes policiales merodeaban la zona. De no haber peligro, le comunicaba a Hernández el resultado de la pesquisa, con una seria satisfacción por la misión cumplida, y éste abandonaba el hotel sin peligro de ser reconocido por los encapotados agentes secretos del gobierno que lo buscaban sin cesar. Fue en medio de esta verdadera intriga de espías, en ese encierro circunstancial, que el escritor culminó su obra más importante, el poema Martín Fierro, la más conocida de la literatura argentina.

Setenta años de esta intrigante historia, en esa porción de tierra se levantó el edificio Martínez de Hoz en 1949, el inmueble que se ve actualmente frente a la Plaza de Mayo. Fue en esa propiedad que después de haber sido ocupada primero por la gótica Secretaría de Asuntos Técnicos durante el primer y segundo gobierno del General Perón, el espionaje asentó sus reales y la Secretaría de Informaciones del Estado, la famosa SIDE, el muy eficaz servicio secreto de la República Argentina terminó dueña del lugar. De esta forma, el aire de espionaje iniciado por la antigua historia sucedida en el Gran Hotel Argentino en el siglo XIX, continuaba soplando ahora en ese solar de la calle Veinticinco de Mayo en el siglo XX.

La Secretaría se mantiene en dicho sitio desde entonces. Más el incremento y desarrollo de sus funciones la llevó a encontrar escasa el área que se le concediera y, como un gigante que se despierta, extendió primero sus brazos hacia el edificio vecino, anexando el inmueble de la compañía de seguros London and Lancashire y luego a adquiriendo otras construcciones repartidas por Buenos Aires. Pero una circunstancia inesperada e impensada le permitió incrementar aún más su extensión en la ciudad. Un día, de improviso, se logró acceso a un lugar con el que no se había contado jamás: los subsuelos de la ciudad. Sucedió una mañana a poco de establecerse, cuando el capataz de un grupo de obreros pertenecientes a la institución, que se hallaban instalando armarios en el segundo sótano, acudió al Jefe de Turno con una extraña novedad: se había desmoronado parte del enyesado de una de las paredes dejando a la vista una arcada tapiada con ladrillos. Con un rápido reflejo el Jefe de Turno acudió al sitio y ordenó abrir una entrada. Despejado el polvo levantado por el abatimiento de los adobes ingresaron a un túnel que cruza la Plaza de Mayo, abandonado desde la época de la colonia, que nunca había sido descubierto ni por los arqueólogos ni por los historiadores citadinos, que sólo habían sacado a la luz las galerías cercanas a la Manzana de las Luces. Algunos jefes de la SIDE suponen que pudiera ser algún tipo de derivación de la galería cavada por Enrique Sentenach y los suyos, en el famoso plan para volar el Fuerte y el Cuartel de la Ranchería durante la ocupación inglesa de 1806; una opinión distinta es que sería otra de las galerías aún no descubiertas que cruzaban la Plaza de Mayo.

La historia de los túneles de Buenos aires es larga y compleja. Existe un plano de 1870 del centro de la ciudad donde se marca el rumbo probable de las galerías de acuerdo a un relevamiento hecho por el Arquitecto Greslebin. Una de ellas hace un largo recorrido desde la manzana delimitada por las calles Bolívar, Alsina, Perú y Moreno hasta la manzana de Bolívar y Rivadavia. Pero lo que no se conoció en ese momento, y no se supo jamás, fue que una segunda galería partía en dirección a las calles Rivadavia y Veinticinco de Mayo, cruzando en diagonal la Plaza de Mayo. Esa era la que había descubierto la gente de la SIDE. La Secretaría se apoderó del túnel ávida y sigilosamente. Comenzó por cementar rápidamente todas las posibles salidas por los alrededores, aunque se hallasen obturadas, asegurándolas mediante pequeños derrumbes controlados y ejecutados sólo en noches de tormenta. El resto de la ocupación fue cuestión de administración. Una vez limpia, y con el sistema de aireación emplazado, la catacumba fue aprovechada para instalar los archivos secretos de las operaciones de la Secretaría, horadando para ello bóvedas cada cierto tramo, cerradas con puertas de acero blindadas, grutas que se entregaron a las distintas Direcciones Generales de la SIDE, destinadas a conservar los tesoros informativos más ocultos. Las puertas no tienen señas ni números: cada dirección conoce la ubicación de la suya, pero no la de los demás. De ellas, una está reservada exclusivamente para los Secretarios de Estado de Informaciones, cuyas llaves se pasan de antecesor a sucesor en ceremonias ocultas sin la participación de nadie. Los funcionarios más antiguos cuentan, además, que existen siniestros rumores que mencionan que una de las puertas da acceso a una escalera que conduce a un par de calabozos, a un nivel más bajo aún, que comenzaron a utilizarse durante la llamada Revolución Libertadora, ergástulas terribles y mohosas que señalaban el camino hacia la nada.

Describir la cabeza de ese pulpo edilicio, de ese sistema de edificios y subterráneos, es decir el interior del elegante edificio Martínez de Hoz donde se halla la sede central de la Secretaría, no es un proceso sencillo. El interior del inmueble ha sufrido retorcidas reformas e increíbles reconstrucciones ya desde la época en que fue sede de la Secretaría de Asuntos Técnicos, reformas que continuaron cuando se instaló el servicio secreto. A los cambios primigenios, que se hicieron quien sabe con qué recónditos propósitos de los que no quedan testigos, se sumaron las adiciones de edificios vecinos y los respectivos pasajes; con el tiempo todo se transformó en un monumento de escaleras desconocidas, de pasillos terminados en la nada, de escalones y círculos que aparecen y desaparecen en cualquier recodo, subterráneos secretos, puertas falsas, edificios anexados y pasajes inconclusos, en una geografía similar a la del colegio de los aprendices de magos. De esta manera, el intrincado reino oculto que es la SIDE no tiene fronteras en Buenos Aires: se extiende por el suelo y el subsuelo como una ramificación fantasmal que los ciudadanos ignoran.

Es allí, en ese edificio de la central de inteligencia es donde presto servicios desde hace años, como Jefe de la Dirección Trece. Y esa es su historia.

El primero de los acontecimientos que voy a relatar comenzó a rodar cuando una mañana recibí por el teléfono interno la llamada del Ayudante de Turno del Señor Cinco, como se denomina en el lenguaje interno de la Casa al Secretario de Informaciones del Estado, pidiéndome que subiera al despacho del titular. Hacía tiempo que la Dirección Trece, denominación que le ha quedado a pesar de las sucesivas reformas administrativas de la repartición, se encontraba ocupada sólo con sus cuestiones de rutina. Estas tareas, que hacen sonreír a muchos de mis colegas, quienes sostienen que mis funciones son un tanto esotéricas, incluyen fundamentalmente trabajos informativos sobre fenómenos paranormales, la explotación del espacio exterior en los países americanos y aquellas relativas a sucesos inexplicables, es decir todo aquello que no se puede indagar por los medios de ninguna otra dirección general y que se encuentra entre la ciencia y la inconciencia. Es debido a estas competencias sin peso estratégico en el juego de poder de la Casa que la Dirección Trece mantiene una situación especial en la SIDE; la marginalidad de sus asuntos la excluye de la eterna lucha de dominación que se desarrolla en el edificio, no obstante el alto rango que ocupa, pues sus investigaciones carecen de fuerza política. Gracias a esta situación mi vida en la repartición se desliza con una gran tranquilidad.

Al menos visto desde afuera.

Pero hay algo oculto.

Hace ya tiempo que cierta tarde de invierno, en una larga conversación que tenía más de conspiración que de coloquio, el Secretario de Estado me había hecho un pedido asombroso. Deseaba que organizase un círculo secreto, fuera del alcance de la Secretaría y de cualquier otro control, que respondiese sólo a él, formado por personas desconocidas para la Casa. En la larga conversación, con su hábil discurrir diplomático me señaló que ciertos asuntos extraordinarios para el país, de características especiales, a los que otorgaba el tratamiento de Secreto Absoluto, debían ser tratados fuera del circuito común, lejos de cualquier filtración o apetito político. Le esbocé prolongadamente mis dudas, sobre todo de carácter legal, ya que no soy afecto a traspasar las normas vigentes; no soy temeroso, pero respeto el orden jurídico. Me dedicó un largo parlamento, apelando a mi patriotismo y a las necesidades del estado, que requerían a veces más imaginación que prudencia. Terminé comprendiendo las necesidades que aducía, pero quedé con la extraña sensación de que aunque lucharía por el bien de la República, sería en cierta forma más allá de las normas. No podía dejar de sentir una mezcla de orgullo y de prejuicio.

Dado el sigilo requerido por la exclusión que me impusiera de todo otro miembro operativo de la Secretaría, me vi obligado a crear en la sombra una red especial de agentes inorgánicos y de recursos específicos, sin apoyo de la logística general, es decir una verdadera estructura oculta por fuera de la SIDE. Círculos secretos han existido y existen en casi todos los servicios del mundo; más aún, hay decenas de historias de espionaje donde se encuentran dichos sistemas, generalmente poblados por espías malignos. Pero en casi todas ellas de alguna forma u otra esos espías en las sombras trabajan dentro del órgano público de informaciones. No es así para aquellos que yo comando. No tienen relación alguna con la Secretaría, son solamente conocidos por mí y por el Señor Cinco, y actúan por encima de la organización y de los denominados agentes orgánicos que operan a diario en relación de dependencia, aún en mi Dirección. Conformé así un círculo recóndito, dedicado a la realización de las investigaciones que nos encomendaran y conocidas exclusivamente por el Señor Cinco y a veces, ligeramente, por la Directora General de Operaciones.

A medida que estas operaciones se desarrollaron comprendí que encubrían una jugada maestra del Secretario. Se trataba de un gambito que imponía un jaque doble a la personalidad más fuerte del organismo, la famosa Marta Delorme, Directora General de Operaciones. Cuando el actual Secretario se hizo cargo de la Secretaría heredó a Marta y descubrió dos cosas: el enorme poder que tenía esta mujer en la repartición, basado en una oscura red de lealtades y acatamientos, y su feroz e irrefrenable ambición. Decidido a dominarla, en un juego magistral hizo correr primero por los pasillos del edificio durante un cierto tiempo fuertes rumores de que sería desplazada, con lo que la llevó casi a la neurosis; a continuación, le propuso un acuerdo: ella podría mantener la conducción de las operaciones de todo el organismo, pero jamás intervendría en el quehacer de la Dirección Trece. Marta aceptó aliviada, pero quedó encerrada en su propia ambición. El Secretario de Estado obtenía de esta forma dos servicios de informaciones al costo de uno: el de la Secretaría en sí, y el de mi círculo secreto al que alimentaría con fondos reservados.

Pero en cierta forma el desarrollo del sistema ideado por el Señor Cinco no fue pacífico. Arrepentida con el tiempo del acuerdo al que había llegado con su superior, la identidad de las personas que integraban la red secreta se transformó en la desesperación de la Directora General. Si bien Marta es la única incluida en el conocimiento de la existencia de los operativos ocultos que yo realizo, sólo si el Secretario así lo dispone, no puede conocer ni su desarrollo ni sus actores y, muy pocas veces, sus consecuencias. Desesperada por la trampa en la que había caído, que le restaba una parte de la Secretaría a su dominio, vivía presa de unos celos profesionales inimaginables, detestando que en la Secretaría existiera algo que ella no supiera. Para averiguar sobre nosotros tendió mil trampas, ideó toda clase de estratagemas e incluso empleó a la Dirección de Contraespionaje para poder descubrir mis agentes inorgánicos, pero no pudo develarlos; sólo nos obligó a crear medidas cada vez más intrincadas y novelescas para ocultarnos.

Mientras meditaba sobre ello y me preguntaba qué me esperaba esta vez, subí por el Ascensor 9 —único que tenía acceso al piso del Secretario de Estado dentro de la enmarañada geografía del inmueble— ascensor denominado en la jerga de la casa El Expreso del Cielo, e ingresé al despacho del Ayudante de Turno.

—Buenos días Director —me saludó el Ayudante, un joven agente con título de psicólogo, con la deferencia que me otorgan los colegas, especialmente los más modernos, dada mi antigüedad en la Casa y el Grado de Acceso que me corresponde. —Lo voy a anunciar al Señor Secretario.

El Señor Cinco, un embajador de carrera retirado, ocupa el despacho tradicional de los jefes de la SIDE, una sala especial cubierta de boiserie, pesados muebles antiguos y veladores franceses, a los que su actual titular le había agregado cuadros y objetos personales coleccionados en los distantes destinos diplomáticos por los que había pasado durante su carrera. Aparte de ellos, un mueble que no provenía del inventario tradicional figuraba además en un sitio prominente: un biombo de Coromandel, una verdadera obra de arte, gemelo al que existe en el Palacio San Martín, sobre cuyas adquisiciones los memoriosos de ambas casas cuentan secretas historias llenas de curiosos circunloquios relacionados a la China Nacionalista y a un general durante uno de los gobiernos militares. El biombo, cuyos dorados resaltan sobre la laca negra gracias a un potente foco sabiamente dirigido, cumple con una misión específica para la cual el Secretario de Informaciones lo había instalado en el lugar: atrae inmediatamente la mirada y distrae la atención de cualquier persona que ingrese al despacho, por lo que el Secretario suele asegurar, con una sonrisa, que le es muy útil para poder analizar su semblante mientras su atención se hallaba en otra parte. Yo, que lo tenía por un hombre muy astuto, le creía.

Durante su larga historia de destinos y misiones en su carrera diplomática el Señor Cinco había mantenido una continua colaboración con la Secretaría en materia internacional, con lo que llegó a conocer la Casa con precisión. Llevado a sus actuales funciones por el anterior gobierno hacía ya ocho años, se considera en la SIDE que dadas sus capacidades y el prestigio con que cuenta en todos los ámbitos políticos continuará por más períodos presidenciales. Se trata de un caballero de aspecto calmo y ceremonioso, en sus setenta, con la sonrisa y el trato afable de los diplomáticos a la antigua, que se expresa con un hablar pausado y concreto, que le ayuda a disimular la agudeza de sus concepciones y la sutileza de sus respuestas. Viste siempre de azul o gris oscuro, con la elegancia de la alta burocracia internacional. Es un celoso guardián de los intereses y la seguridad del país y de mis conversaciones con él he colegido que sus concepciones políticas son muy conservadoras. Su esposa, una dama de la alta sociedad salteña, lo acompaña en todo con una hospitalidad clásica y una penetrante apreciación de sus interlocutores.

Nuestro trato cercano es a la vez cordial y distante, si se pueden juntar dichos extremos. Mantenemos nuestras relaciones basadas en tres puntos: el compartir los Secretos Absolutos, las preferencias personales que habíamos ido descubriendo con el tiempo y, al mismo tiempo, en la distancia que marcaba la diferencia de rangos.

Este trato amistoso comenzó de la forma más curiosa e irrelevante, cuando notamos que nos unía el aprecio por el mismo perfume, el Tabac Blond de la casa Caron, una esencia extraordinaria muchas veces compartida por hombres de mundo y mujeres exclusivas, del que quedamos muy pocos adeptos que lo adquirimos en el negocio central en la Rue Montaigne en Paris, un local Art Nouveau tapizado en gris y oro viejo. El haberlo descubierto e intercambiar comentarios abrió enseguida un canal de acercamiento entre ambos que se amplió con el revelación de otras preferencias mutuas. En sucesivas reuniones encontramos que nuestras predilecciones incluían el amor a dos ciudades, Buenos Aires y Madrid, el gusto por los tangos de la Guardia Vieja y por la música barroca, las obras de Humberto Eco y de Mujica Láinez, las recetas francesas de ciervo y jabalí y los platos de ciertas comidas criollas. Con el tiempo, ante la necesidad de comentar algunas operaciones sin que nos interrumpieran o molestasen y lejos de ojos indiscretos, pusimos en práctica el ejercicio de nuestras preferencias gastronómicas, e iniciamos la costumbre de reunirnos al finalizar cada investigación secreta para analizarlas mientras almorzábamos o cenábamos en nuestros restaurantes preferidos, algunos de cinco tenedores y otras simples cantinas. Era nuestro favorito Les Anciens Combattants, donde el deferente chef, un antiguo conocido, nos recitaba especialmente el menú del día —creer que nos darían una carta impresa era un pecado del pensamiento contra la tradición— eso siempre y cuando no le hubiésemos solicitado especialmente jabalí con suficiente antelación. En este noble establecimiento abríamos la sesión con champagne proveniente de pequeñas bodegas conocidas por el maestro. También el restaurante del Hotel Claridge, que nos prometía la exquisitez del lomo homónimo y el pecaminoso final de la terrina a los dos chocolates, mientras que el Rody Bar nos daba una íntima acogida en la Recoleta con deliciosas y tranquilas comidas caseras, cuando coincidíamos en desear algo fácil al espíritu y cálido al corazón. A todos ellos sumábamos el Globo y su impagable puchero, el Imparcial y su pulpo donde los mozos que nos atendían eran una sucesión de hermanos, así como otros venerables lugares de reflexión.

—Pase, Director, pase —exclamó con su amable sonrisa el Secretario de Estado al verme entrar. A pesar de nuestra cercanía espiritual, los dos hacíamos gala de evitar el tuteo y mantener la atmósfera protocolar.

—Vamos a esperar que llegue la Directora General de Operaciones, y comenzamos —me indicó mientras apretaba un botón. Un mozo de chaquetilla blanca entró inmediatamente con otro de los gustos que nos eran caros, el café ristretto, que al estar ordenado de antemano me hizo pensar que la reunión y sus circunstancias habían sido programadas con antelación. Si la Directora General va a estar presente la situación debe ser de una cierta complicación, pensé mientras me acomodaba en una de los amplios sillones. Como siempre que participaba ella asistiría solamente a la apertura de las investigaciones, cuando iba yo a requerir un fuerte apoyo financiero o cuando la acción envolvía a varios países.

Casi enseguida entró Marta, la Directora General de Operaciones, con su eterno taconeo acelerado y enérgico, llevando una cartera portapliegos de cuero negro en la mano. Es una mujer baja, muy activa, casi hiperquinética. Usa una melena hasta los hombros y viste siempre con ropa clásica y oscura, la más de las veces negra, luciendo la seriedad de una mujer de negocios que se envuelve en una sonrisa cómplice y atractiva cuando quiere arrastrar al interlocutor a un compromiso, a una concordancia comprometedora o a un pacto secreto.

Su nombre laboral, porque en la SIDE no se conoce el verdadero nombre de nadie, es Marta Delorme, pero en la comunidad internacional de las informaciones se la llama simplemente Marta: su personalidad hace que haya una sola Marta en ese mundo y nadie podría confundirse; su fama de mujer sorpresiva, veloz e impiadosa la distingue en todas las capitales. Oficiando en su cargo es un personaje singular y temible: tiene en el edificio amigos y enemigos que la defienden y la atacan con igual fiereza, a los que ella protege y agrede con igual firmeza. Yo me encuentro en un limbo entre ambas categorías: siempre hemos mantenido nuestra relación dentro del perímetro laxo de una cordialidad casi de esgrimistas, envueltos en su permanente suspicacia sobre mis actividades, los inmensos celos que la acucian y mi disimulo casi impertinente. Delorme, que no ignora que el Secretario a veces me recibe a solas para encomendarme investigaciones secretas, esbozó una sonrisa de satisfacción al ingresar y notar mi presencia: esta vez no había sido excluida.

—Marta —indicó el Secretario cuando ésta hubo tomado asiento— cuéntenos por favor cuál es el estado actual de la carpeta de La Rata.

Si mi Dirección hubiese tenido alguna ligazón con la sección de Contraespionaje me habría imaginado que ese sería el nombre encubierto de un agente extranjero o de una amenaza a nuestra seguridad. Pero dado el tenor enigmático de mis ocupaciones, consideré que no se trataba de ello. Calculando y recalculando posibilidades a gran velocidad recordé de golpe que era el nombre del corriente año en el horóscopo chino; me era imposible olvidarlo porque mi esposa me leía todos —me interesasen o no— todos los horóscopos que caían en sus manos, comenzando por Ludovica Squirru y el esoterismo oriental.

Marta comenzó desde el principio, para mi beneficio exclusivo, ya que era obvio que ambos conocían el tema.

—Como sabemos el gobierno ha recibido un pedido de ayuda de parte de Washington, relativo a un caso especial… —hizo una especie de pausa dubitativa mientras se acomodaba el prendedor de la solapa, que de todas maneras no necesitaba retoque alguno— un caso que creemos puede tener implicancias extrañas. El pedido de ayuda —continuó— lo efectuó un organismo secreta a través del FBI en razón de que un empleado sustrajo un elemento de una base militar y huyó de los Estados Unidos. Las investigaciones que se realizaron en la zona indican que es probable que haya escapado hacia la Argentina, ya que en su juventud pasó un tiempo en nuestro sur, específicamente en Bariloche. De esta manera, el pedido de ayuda se trata, en principio, de un caso federal de robo de elementos del gobierno estadounidense. Hasta allí era algo relativamente común. Pero, para nuestra gran sorpresa, casi enseguida nuestra Dirección de Contrainteligencia informó la llegada de un contingente de agentes de la CIA al país.

—Eso nos llamó mucho la atención, máxime cuando la Agencia podría simplemente habernos pedido ayuda en base a nuestros acuerdos reservados —interrumpió el Secretario— Si interviene Langley significa que lo sustraído implica un caso de seguridad nacional para los Estados Unidos que supera el simple aspecto delictual. Verá usted, Director, el ladrón trabajaba en la base Wright y tenemos razones para pensar que en realidad no se trataría específicamente de un caso de espionaje militar, sino de algo muy extraño... —Trataba de no sonar melodramático, pero por su reticencia era evidente que se refería a algo muy poco común.

A esta altura cinco mil campanas comenzaron a sonar en mi cabeza.

Wright es la base militar donde la leyenda dice que habían sido escondidos los despojos de una nave extraterrestre supuestamente rescatada de un desastre en la zona de Roswell, y las expresiones dubitativas del Secretario me hacían imaginar las cosas más extrañas al respecto. Para mi Dirección —y ahora creía comprender por qué causa me habían citado— al igual que para las reparticiones similares en todos los servicios de inteligencia del mundo Roswell, una zona de Nuevo México en los Estados Unidos, es un nombre clásico, una historia de culto que relata el siniestro de una nave proveniente del espacio exterior en el año 1947.

En relación a esta historia, que integra las tradiciones más antiguas tanto de los cazadores de platillos voladores como del espionaje mundial, las opiniones están divididas. Hay servicios de inteligencia que sostienen que se trata sólo de una leyenda, mientras que otros la consideran un verídico contacto extraterrestre. Entre los primeros, los descreídos, la mayoría arguye que esconde algún fracaso en el ejercicio del proyecto de globos Mogul, que era un plan oculto estadounidense relacionado con el espionaje sobre las pruebas con explosiones atómicas realizadas por la Unión Soviética, en plena Guerra Fría. Al ser el Mogul un secreto militar, agregan, llevó a Washington a esconder cualquier referencia al episodio de Roswell, dejando que se expandiera la falsa leyenda de un contacto espacial utilizándola como una pantalla. Los servicios secretos que participan de esta opinión agitan la idea de que el Departamento de Contrainteligencia de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos había trabajado firmemente para expandir dicha leyenda, incluso pagando a pseudoinvestigadores y escritores de misterios científicos poco serios para que impulsen el supuesto origen sideral del suceso a fuerza de publicaciones a cada cual más increíble, incluida la filmación trucada de una eventual autopsia de un astronauta del mundo exterior. En el bando contrario figuran aquellos organismos de informaciones que, en apoyo de la teoría del desastre extraterrestre, señalan que sí se habían recogido en el lugar cadáveres de seres de otros planetas y distintos elementos pertenecientes a su nave, posteriormente secuestrados por la Fuerza Aérea para su estudio, que aún se mantienen ocultos bajo el más alto grado de secreticidad. Algunas variantes indican que con ello los Estados Unidos habían adquirido ya sea una tecnología de vuelo y destrucción de última aplicación, reservada sólo para el caso de un conflicto total, o algún otro secreto inverosímil.

—De allí en más las cosas se precipitaron —continuó Marta trayéndome a la realidad, mientras arreglaba nueva e inútilmente el broche de su solapa—Contrainteligencia nos informa que no sólo se ha registrado el incremento de la presencia de los agentes de la CIA en el país, sino también la llegada de algunos elementos de las agencias de otros países. Pero lo más relevante de estos agentes que acaban de llegar es que se trata de gente perteneciente a los organismos similares a tu departamento… —señaló mientras me clavaba la vista y acentuaba la palabra tú. Sonaba casi como si fuera un reproche.

—Nuestra teoría es, continuó, que el sujeto en cuestión, el ladrón, ha llegado a Bariloche, ha sido descubierto por los demás servicios y que, de una forma u otra, los agentes extranjeros esperan contactarse con él para hacer sus ofertas o arrebatarle lo robado antes que lo hagan los norteamericanos.

Esto sí que era una novedad. Producía un cosquilleo intelectual. Amigos o enemigos, el hecho de enfrentarme a colegas con los mismos objetivos que los míos era, además de un desafío profesional, una señal de la relevancia de lo sucedido. Traté de pensar para serenarme que podría tratarse de una casualidad, que el ladrón no estuviese en la Argentina o que la presencia extranjera se tratase de espionaje científico relacionado posiblemente con el Centro Atómico Bariloche, aunque Marta cerró rápido esas posibilidades.

—El Centro Atómico Bariloche no anda detrás de nada nuevo como para atraer a los agentes extranjeros. Ya lo hemos comprobado. El hombre de Wright debe poseer algo que salga de lo común, lo suficientemente extraño como para que haya movido a estos efectivos hasta el lugar. Va de suyo que este hombre no ha contactado a la SIDE para ofrecernos su mercancía, lo que indica que se trata de algo que interesa, más que nada, a las grandes potencias.

El Secretario de Inteligencia retomó la palabra:

—Y aquí comienza su tarea, Director… Queremos saber qué objeto sustrajo este hombre, queremos recuperarlo nosotros y estudiarlo antes de devolverlo a sus legítimos dueños. Consideramos que todo esto ha pasado a ser ahora un tema de la seguridad argentina. —El Señor Cinco era un celoso defensor de los intereses nacionales.

Marta interrumpió enseguida. Actuando juntos daban la impresión de un padre comprensivo y una madre imperiosa.

—Pero debe ser hecho con muchas precauciones. Estamos procediendo sobre el filo de la navaja. Nuestra colaboración con la CIA es muy estrecha: no podríamos iniciar esta investigación por las vías cotidianas sin que inmediatamente la descubran y quedemos en evidencia. Yo misma, que soy su nexo más cercano con la SIDE debería informarlos o mi credibilidad quedaría reducida a cero. —A mí su cercanía con Langley siempre me había producido desasosiego, y su deseo actual de no ser descubierta en falta por ellos, más aún.

—Lo que no deseamos para nada es que descubran que desconfiamos del suceso, ni que la oposición conozca nuestra presencia en la zona —continuó Marta— pero si queremos que se piense que de esto se encarga solamente la Policía Federal que ya se halla en el lugar debido al pedido de la CIA. Por algo ellos no han venido a la Casa por ayuda; tratan de mantener el asunto lo más oculto posible. Por todo esto deberás utilizar solamente a tus inorgánicos, que son desconocidos y que no pueden ser relacionados con la SIDE. —Al mismo tiempo que hablaba extrajo una carpeta de su portafolio y me la alcanzó. Esta vez había acentuado la frase “tus inorgánicos”. Mi presencia en la reunión quedaba así explicada.

Mientras la oía, mi imaginación viajera me señaló inmediatamente que iba a ser un caso para los barones Sforza.

Marta continuó dándome indicaciones sobre la manera en que íbamos a proceder. Finalmente señaló, mientras se arreglaba el prendedor una vez más y me miraba fijo:

—Mantendremos contacto mediante el teléfono 7487. La clave de seguridad será cualquier frase que incluya la palabra “rata”. La contraclave será “ratones”. —Usar la contraclave significa para nosotros invertir lo que se dijera y señalaba al interlocutor que el agente estaba comprometido.

La entrevista llegaba a su fin.

—Buena suerte, Director —me deseó el Secretario— Como siempre, los apoyos financieros que requiera se los pedirá a Marta.

La Directora General y yo nos retiramos. Me fui a mi despacho. Tenía mucho que preparar y rápidamente.

CAPÍTULO II

Había llegado el momento de convocar a nuestra Honorable Sociedad, como llamábamos a nuestro grupo secreto.

En primer lugar, debía hablar con mi esposa Liliana, con quien siempre debato mis planes antes de comenzar cualquier operación. Liliana es rubia, de ojos celestes y talla mediana, de una belleza clásica, casi renacentista; posee un carácter fuerte pero dulce y chispeante, tiene además el don de descubrir el pensamiento oculto de cualquier interlocutor, lo que siempre me ha auxiliado; ama los horóscopos, los crucigramas en italiano y el pintar al óleo. Con los años que llevamos casados nos hemos convertido en almas gemelas: compartimos los mismos gustos y disgustos, apreciamos y detestamos a la misma gente, nos gustan los mismos paisajes y ciudades y sólo disentimos en el sabor de los helados.

Si con mi esposa íbamos a adoptar la caracterización ficticia del barón Sforza y su mujer, había que moverse aceleradamente para llevar a cabo todos los pasos requeridos. El primero era procurarnos las personalidades artificiales necesarias para poder pasar desapercibidos en el terreno. Como en las operaciones con mi red oculta no puedo recurrir a los equipos de la SIDE para la provisión de documentación y circunstancias falsas, hacía tiempo que había tenido que apelar a proveedores externos, personajes que pueden hallarse en las callejuelas oscuras del submundo en el que se mueve una maraña de velados contratistas de seguridad privada, servicios de inteligencia y ocultos traficantes internacionales, casi todos caminando al margen de las leyes. Para esto fuimos mi esposa y yo un verano a buscar en Sicilia, en base a una confidencia que me hiciera un amigo de la CIA sobre la existencia de este negocio, al que sería mi proveedor, don Santo Ghironi, un uomo d´onore que presta servicios especiales a diversos clientes y que descubrimos que sumaba a sus capacidades la inestimable cualidad de ser pariente de mi mujer, tal como Liliana lo había aclarado por su apellido. Siempre recordaré las circunstancias del encuentro, que fueron casi novelescas. Don Santo vive en Castiglione de Sicilia, en la provincia de Catania, un pueblo maravilloso; por él deambulamos a lo largo de callecitas abrumadas de recuerdos y calcinadas por el sol que bordean las casas típicas y que parecen ser el epítome de Sicilia, un terruño lento y profundo en su romántica ensoñación. Buscando su casa no pudimos dejar de entrar a la Basilica de la Madonna della Catena, de la que Don Santo me contaría luego la historia, el monumento augusto de la villa, que soporta sobre sus muros más de trescientos años y a la que visitamos para admirar la estatua de la Virgen y el Niño.

Cuando llegamos por fin tras la larga caminata al domicilio de Ghironi, una mansión antigua y majestuosa en el estilo imperante en el lugar, y le avisaron al patrón quienes éramos, salió a recibirnos con una cálida sonrisa y gestos muy de la Italia sureña, haciéndonos pasar al salón pleno de muebles grandes y antiguos y arcaicos retratos al óleo. Tras intercambiar comentarios sobre nuestros lazos familiares traté de explicarle que venía por negocios pero no quiso tratarlos por nada del mundo: era la hora del almuerzo y desde ya éramos invitados selectos. Hablaríamos después de almorzar, me indicó, “Per che non si parla d´affari a tavola e nemeno con le donne”, mientras me palmeaba la espalda conduciéndome al comedor. A ese salón ingresamos junto con su hija Assuntina, acompañados por Caloggero, su marido y mano derecha de Don Santo, un hombre en los treinta años, de bigote y cabellos negros y de fuerte contextura que noté que miraba a Assuntina con devoción, y con la dueña de casa Donna Addolorata, una señora gruesa con una sonrisa de una enorme simpatía. Especulé que lo que haría valioso el encuentro con este recóndito dotador de utilerías virtuales es su relación de parentesco con mi esposa, ya que Liliana es hija de uno de sus primos segundos, lo que nos transformó inmediatamente en su familia y, en mi caso particular, en el marido de su nipotina. En el mundo de Don Santo esa proximidad de extirpe tiene un valor extraordinario, que me eleva por encima de los demás clientes, y siempre tuve la impresión que debido a esta feliz relación atiende mis requerimientos no sólo con su eficiencia habitual sino también con un afecto especial. Además, creo que siente una cierta admiración por el esoterismo de la Dirección Trece, de la que le di una idea muy general de sus funciones.

Este personaje extraordinario maneja una vasta organización de la noche, tan extraordinaria como él: su negocio es ofrecer personalidades ficticias colocadas en cualquier parte del mundo. Las personificaciones están cubiertas por una documentación perfecta, falsificadas con maestría, y realiza la entrega a sus clientes en operaciones absolutamente seguras y sin filtraciones.

La historia de su familia y su negocio había sido larga y agitada, según me comentó el agente de la CIA que me hablara de él. Santo Ghironi heredó esta explotación de sus padres, que fueron un caballero de la industria impresora y una hija del pequeño pueblo en el que vivían, en la cuesta de la montaña. Muy jóvenes, durante la ocupación alemana en la guerra, su vida se vio amenazada por la persecución de un oficial de la Gestapo, loco por la lozana esposa y desalmado en su proceder, a la que había visto en una representación del teatro parroquial de la comunidad. La persecución se hizo continua y cada vez más feroz hasta que debieron huir. Escaparon por las laderas de las montañas y por los campos, escondiéndose de día, viajando en la oscuridad y evitando cualquier patrulla alemana. Huyeron amparados por unos parientes que, con mil precauciones, los habían remitido una noche a Don Caló, il capo de la Cosa Nostra de esa zona, hombre convencido de la necesidad de apoyar a las tropas aliadas en Italia, que vivía en un pueblo más allá del horizonte . Este vecino poderoso los escondió un tiempo y los dirigió después, nuevamente a través de tierras fragosas, de miles de vicisitudes y robando comida de donde podían, a un grupo de partisanos que trabajaban directamente para la inteligencia estadounidense. Los recién llegados fueron muy útiles para este grupo dadas las capacidades calcográficas del marido y las tendencias actorales de la joven, características muy ventajosas para las operaciones encubiertas requeridas por la inteligencia estadounidense: así comenzaron lentamente a ganar su reputación en el mundo de las sombras.

El incipiente negocio de individualidades ficticias continuó prósperamente en la posguerra, dirigido ahora solamente por el joven matrimonio, en base a las continuas solicitudes de sus antiguos y nuevos clientes, tanto de la inteligencia en Washington, con pedidos cada vez más numerosos al arreciar la guerra fría, como de los encargos de las secciones de seguridad de grandes concentrados financieros europeos y de operantes privados, ampliando con ello sus tareas. Con el incremento de sus operaciones comenzaron a seleccionar cuidadosamente para sus actividades mayor cantidad de operadores, al principio vecinos y adeptos a la familia pobladores del paese, y luego de otras nacionalidades, felices de ganarse un alto estipendio. Todos estaban juramentados bajo pena de muerte ya que el secreto era la viga maestra de la industria. Desde su ingreso a la organización se ocupaban de la interpretación de los roles y de la logística, como si integraran una compañía teatral trashumante. La fachada del negocio fue una imprenta primero y una numerosa serie de empresas después, de emprendimientos e instituciones, incluidos institutos científicos, que les eran útiles en sus negocios. Auspiciaban asimismo una iglesia, dos conventos y un hogar de ancianos, lo que además de darle sus réditos en las operaciones los presentaban en la comunidad como generosos donantes.

Hoy, pasado el tiempo, Don Santo Ghironi, el hijo de esta pareja, es el heredero de esta extraña agencia. Cuenta ahora con una mayor cantidad de fluidas relaciones, una amplia nómina de secretos afiliados que colaboran en la organización, e incrementó asimismo las empresas e instituciones conexas al servicio principal de acuerdo a tiempos modernos de las que paga cuidadosamente impuestos y mantiene, gracias a todo ello, una clientela en el mundo entero. Por todo esto los servicios de este valioso emprendimiento son muy superiores a los que puedan brindar ciertas firmas legales en paraísos fiscales. Fue pues con este caballero que combiné un muy especial servicio necesario para nuestro círculo: convocar a personajes imaginarios, como los barones Sforza, cuando yo lo requiriera.

El almuerzo fue espectacular. Hubo primero una pasta al uso del lugar y luego un pez espada a la siciliana, aderezado con anchoas, alcaparras, aceitunas negras y albaca, la piece de resistance de la cocina de la casa. El patrón nos comentó en confianza y en voz baja que la cocinera, sabiendo que había invitados argentinos, se había esmerado muchísimo, pues tenía un hijo trabajando en un restaurant en La Boca al que tanto extrañaba, por lo que deseaba agasajarnos especialmente. Quizás, pensé, se sentía así más cercana a su hijo. El postre, un cannolo de chocolate, rayaba en lo sublime. Mientras comíamos el dueño de casa nos contó la historia de la Madonna de la Catena, patrona de Castiglione de Sicilia, cuya iglesia habíamos visitado. En 1392, nos relató, en una noche azotada por una feroz tormenta, la Madonna liberó de sus cadenas a tres prisioneros injustamente acusados y condenados a muerte, que eran inocentes, que se hallaban en capilla en una pequeña iglesia en Palermo. Los penados alzaron sus ruegos a la Madonna en desesperado pedido de ayuda; la Virgen desató sus cadenas y los condenados pudieron huir.

—De allí en más ha sido la patrona de los perseguidos. Habrán visto la imagen que tenemos en el salón, a la que somos devotos, máxime —esbozó una sonrisa— cuando la historia de nuestra familia se inició con una persecución injusta.— Sonreí yo también, porque ya conocía la historia, la que me contara mi amigo cuando me pasó sus datos.

Terminado el almuerzo me invitó a pasar a su despacho, donde me sirvió un poco de lemoncello, mientras las damas se retiraban al salón. Le expliqué lo que necesitaba de él, lo que escuchó atentamente. Cuando terminé mi exposición hizo pasar a Caloggero y luego me dijo:

—¡Estamos de acuerdo, caro nipote!

En esa parte del mundo eso era toda una bendición.

Luego me explicó que para solicitar sus servicios, cuya matriz se manejaba en su casa en el sur de Italia, debo seguir un protocolo integrado por una cadena de llamadas telefónicas, ya que por supuesto yo jamás volvería a hablar directamente con Don Santo Ghironi, pues él también mantiene su sistema de seguridad. El protocolo adoptado implica llamar a un primer contacto, propietario de un pequeño bar en la costanera del puerto de Copenhague en la Nyhavn, quien transmite el mensaje desde otro aparato a un segundo contacto secreto en las callejas de la Vía dei Serpenti en Roma el cual, a su vez, transfiere también por un teléfono distinto al que recibió el mensaje, el pedido a Don Santo. El pago de sus servicios se hace por un laberinto similar. De esta manera, quedó establecida la conexión entre nosotros.

Cuando nos retiramos de su casa la despedida fue efusiva. Nos acompañaron hasta la calle y Donna Addolorata le regaló a Liliana una botella de lemoncello que, por supuesto, era hecho en casa.

Esta vez, a fin de concretar la misión secreta que me encargara el Secretario de Estrado, con mi primer llamado telefónico tenía que pedirle a mi estimado proveedor que envíe inmediatamente a los barones Sforza a la Argentina, con destino final al Hotel Llao Llao en Bariloche. Como siempre, los pasajes internacionales, las conexiones de cabotaje y las reservas necesarias se adquirían en Italia a nombre de los Sforza y con sus tarjetas de crédito.

Para esta protagonización el primer acto de la personificación solía asumirla una pareja de actores retirados, miembros de la organización de Ghironi, muy de acuerdo para el papel: don Mateo Dogliotti y su mujer. Ella, de una presencia notable, se había hecho famosa en las tablas líricas en otros tiempos, representando a la duquesa de Crakentorp en La Hija del Regimiento, la ópera de Donizetti, componiendo maravillosamente el papel de la noble matrona altanera y despectiva. Traerían al país los documentos que nos eran necesarios y dejaban además marcado el arribo a Buenos Aires desde Italia por si la oposición investigaba el origen de estos barones. A su llegada a Ezeiza mi mujer y yo, caracterizados igual que ellos, los suplantaríamos y partiríamos al Aeroparque para embarcarnos hacia Bariloche, mientras que los actores retornaban a Italia bajo otra personalidad y con otros documentos con intervenciones debidamente falsificadas.

El perfil de los barones Sforza los presenta como supuestos miembros de la vieja aristocracia del norte itálico. Son rentistas, con un buen pasar y con una mundanidad que se desliza entre los personajes de Fellini y los del neorrealismo italiano, muy del agrado de la tradición itálica de mi esposa. Organizados bajo el cuidado personal de nuestro ilustre pariente, los fantasmagóricos nobles traerían los pergaminos necesarios para corroborar una realidad ambiental basada en Milán, que incluía domicilio, teléfono, casilla de correo electrónico y documentos completos, desde pasaportes hasta licencias de conducir y tarjetas de crédito. La caracterización física presentaría perilla francesa, anteojos pince-nez y bastón para mí y peluca, maquillaje apropiado y ropas de excursión de tweed para Liliana, todo concordante con una cierta imagen de las viejas familias europeas.

Mi segundo llamado, desde un locutorio distinto también alejado del centro de la ciudad, sería para Martín Sensi, el Guardián de mis inorgánicos, mi mano derecha y segundo en la conducción del grupo. Debía pedirle que convocara a los miembros con extrema urgencia.

Martín había sido mi compañero de colegio y amigo desde nuestro paso por la tan amada escuela de la calle Río Bamba, si bien desde que acordáramos su participación en mi equipo secreto no teníamos más contacto público, lo que no dejaba de lamentar. De la misma forma que a Ghironi en Italia, era necesario llamarlo a través de una serie escalonada de contactos que comenzaba con un teléfono en la Ciudad de Córdoba, desde donde se comunicaban desde un segundo aparato con otro en Olivos, que a su vez hablaba al estudio contable de Sensi. A su oficina llamada directamente sólo en casos extremos. Él se encargaría de citar, por medios telefónicos similares, a las personas que quería ver, para que acudieran al lugar al que llamábamos el negocio. Aunque luce extraño, todo este complicado procedimiento había sido dictado por la necesidad de preservar la identidad de mis agentes ocultos a la turbada curiosidad de Marta Delorme. De hecho, ninguno de ellos, salvo el Guardián, podía tomar contacto con la SIDE y cuando éste lo hacía, ante necesidades perentorias, siempre telefónicamente, hablaba con Marta a través de un conversor ruso que transformaba la voz de hombre en mujer, presentándose a ella como la señora Ángeles.

De acuerdo a mis instrucciones, Martín indicaría a los convocados que debían acudir a una reunión al negocio donde manteníamos nuestro cenáculo a una hora determinada, y prepararse para partir después a un lugar frío, ya que los seleccionados volarían a Bariloche a continuación de la junta, algunos actuando con personalidades ficticias y otros no, lo que yo ya tenía en mente.

Cuando hube terminado con los preparativos marché a casa. Debía repasar la estrategia con mi esposa y preparar nuestros movimientos.

CAPÍTULO III

Muchas ciudades logran que las bellas memorias de su pasado continúen armoniosamente con las vivencias del presente. Así, cuando tienen dicha suerte, los edificios que albergaron los sueños de antaño se mantienen o se reciclan como la continuidad de un perfume y no mueren bajo la piqueta del progreso; sus calles y rincones siguen teniendo esa magia que no se ha perdido. En esta polifonía de la reminiscencia ciudadana son esas calles las tienen un atractivo particular por sus recuerdos, y sus historias se continúan en el tiempo como una guirnalda que une el antes y el después; las tradiciones se mantienen vivas, aunque la fisonomía de las arterias cambie.

Si tomamos por caso el Buenos Aires de hace ya muchos años, el ejemplo permanente suele ser la transformación de la Calle Corrientes, desde cuando era angosta hasta su ampliación con el estallido de la miríada de nuevos teatros, de cines, de restaurantes y pizzerías que completan el vasto escenario de la avenida actual. La música ceremonial de esa teología del recuerdo es sin duda el tango. Y así la Avenida Corrientes sigue brillando, y si bien ya no es la misma música ni las mismas marquesinas, y sus viandantes lucen muy diferentes, las luminarias titilantes de sus teatros y sus innumerables cafés y casas de comida llevan adelante la historia de esa avenida en un continuo desfile de noctámbulos que no cesa jamás. Por algo es la calle que nunca duerme. Para otros, en distintas regiones de la ciudad, refugiados aún en la filosofía antigua que mana de un tango “rante”, son los barrios, poblados de recuerdos, de novias y de malvones, los que danzan en sus ensoñaciones quiméricas del pasado, aunque el tiempo los haya cambiado.