Los perseguidos - Horacio Quiroga - E-Book

Los perseguidos E-Book

Horacio Quiroga

0,0

Beschreibung

Los perseguidos es un cuento corto del autor uruguayo Horacio Quiroga en el que aborda un desorden mental tan serio como la paranoia. Con su facilidad para crear las más escalofriantes atmósferas, el autor nos presenta una persecución sin tregua que quizá podría estar solo en la cabeza de su víctima.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 41

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Horacio Quiroga

Los perseguidos

 

Saga

Los perseguidos

 

Copyright © 1905, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726568189

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Los Perseguidos es un cuento del género en que sobresale el autor: la historia de un loco perseguido cuyo origen real conozco, lo cual me da por cierto un papel con nombre propio y todo en la interesantisima narración.

Quiroga siente la locura, con profundidad peculiar, dando fácilmente la impresión del horror que bajo todas sus formas la caracteriza. Ello, sin perjuicio de una ligereza narrativa que nunca deja convertirse en tortura aplastadora y de consiguiente extraña al arte, siendo padecimiento inútil, el escalofrío del miedo.

Pues dentro de una sana estética, esas impresiones depresivas, serán siempre meros recursos: aguijones del interés cuyo objetivo está en otra parte.

Leopoldo Lugones.

Una noche que estaba en casa de Leopoldo Lugones, hace una infinidad de años, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los Vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagaba enormemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos, prosiguiendo una charla amena como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores Lugones había visitado un manicomio; y las bizarrías de su gente, añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna Vez, ofrecían materia de sobra para un confortante vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, su color trigueño mate, su cara afilada y sus grandes ojos negros daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio, y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación; pero la inmóvil atención con que lo hacía me chocó.

Pronto dejamos de hablar. Nuestra situación no fué muy grata, sobre todo para Vélez, pues debía suponer que antes de que él llegara nosotros no practicaríamos ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. Habló a Lugones de cierta chancacas que un amigo le había enviado de Salta, y cuya muestra hubo de traer esa noche. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado en sí, y como Lugones se mostraba suficientemente inclinado a comprobarlo, Díaz Vélez prometióle enviar modos para ello.

Roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros locos. Aunque sin perder una palabra de lo que oía, Díaz se mantuvo aparte del ardiente tema. Por eso cuando Lugones salió un momento, me extrañó su inesperado interés. Contóme en un momento porción de anécdotas — las mejillas animadas y los labios precisos de convicción. Tenía por cierto a esas cosas mucho más amor del que yo le había supuesto, y su última historia, contada con honda viveza, me hizo ver que entendía a los locos con una sutileza no común en el mundo.

Se trataba de un muchacho provinciano que al salir del marasmo de una tifoidea halló las calles pobladas de enemigos. Pasó dos meses de persecución, llevando así a cabo no pocos disparates. Como era muchacho de cierta inteligencia, comentaba él mismo su caso con una sutileza tal que era imposible saber qué pensar, oyéndolo. Daba la más perfecta idea de farsa; y ésta era la opinión general al oirlo argumentar picarescamente sobre su caso — todo esto con la vanidad característica de los locos. Pasó de este modo tres meses pavoneando sus agudezas sicológicas, hasta que un día se mojó la cabeza con el agua fresca de la cordura y modestia de las propias ideas.