Los pies del peregrino - Margarita López Azkona - E-Book

Los pies del peregrino E-Book

Margarita López Azkona

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Beschreibung

Una serie de acontecimientos, que se van encadenando, reúne a varias personas en el mismo camino para hacer la Marcha Jubileo 2000 a pie, desde Santander hasta el Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Algunos de los peregrinos, que se han encontrado casualmente aquí, tienen un pasado en común.Aquellos niños que recorrían la pradera cerca de Cueva, mientras jugaban y soñaban, idealizando un futuro mejor, deseando transformar el mundo, se encuentran después de muchos años; quizás, para afrontar los fantasmas del pasado.La adolescente, que pasaba los veranos en el pueblo con Alfredo, se ha convertido en una mujer decidida, que se cuestiona las claves acertadas o equivocadas de la existencia mientras camina siguiendo un impulso después de una extraña experiencia vivida durante una noche muy especial.EL AUTORPsicóloga, que ha colaborado en el diseño y puesta en marcha de diferentes proyectos sociales, se ha interesado siempre por el mundo de las relaciones humanas; utilizando sus conocimientos técnicos para incidir en diversos campos, tales como la inserción social de personas en situación de exclusión, evolución de las drogas de síntesis, intervención y prevención sobre las mismas.Ha estudiado Psicología en la Universidad de Deusto, Dirección de Marketing y Planificación Estratégica en la Escuela Europea de Estudios Universitarios y de Negocios.Becada por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, en cursos de investigación, psicología, sociología, literatura y, también, en los encuentros sobre la edición.

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Quiero dedicar esta novela a todas aquellas personas que están sufriendo o han sufrido en algún momento de su vida, pero que han seguido luchando a pesar de las dificultades. Y, también, a las que han perdido la esperanza sobre la posibilidad de construir un mundo más justo.

Y, sobre todo, deseo expresar mi profundo agradecimiento a las personas que estuvieron a mi lado, apoyándome mientras la escribía, tolerando mis ausencias, acompañándome durante este peregrinaje hasta llegar a su culminación. Especialmente, se lo dedico a mi amigo Jon Barruetabeña, que me protegió y me ayudó a reconstruir la vieja casa del pueblo, mientras yo hilvanaba la novela, respetando mi espacio, hasta que la muerte le alejó de mi lado. Y a mi amiga Arancha Tabernero, por hacer una crítica constructiva de parte de mis narraciones, haciéndome ver algunos de mis errores. Y, por supuesto, a mis padres, a los cuales debo todo lo que soy.

También, me gustaría hacer un profundo reconocimiento al matrimonio que me acogió en Cabañes, Emilio Rodríguez Roiz y Pilar Prieto Fernández, ya que estuve en su casa, durante varios días en la primavera del 2001, cuando fui a ver el Cierre de la Puerta del Perdón de Santo Toribio, como si fuera uno más de su familia, facilitándome toda la información que solicitaba, en la medida de sus posibilidades. Asimismo, les estoy profundamente agradecida porque me regalaron un libro antiguo que hablaba de “La Santuca”, “La Señora de la Luz de Liébana”.

Deseo agradecer, también, a mis dos amigos, Gaizka Plágaro e Isaías Sánchez López, la realización de algunas fotografías de los diferentes escenarios en los que se desarrollan los acontecimientos. Y, a mi hermana Mª Pilar, por la colaboración en el la organización definitiva de los diferentes capítulos.

También me gustaría hacer referencia al significado de una palabra clave en este texto, “Peregrino”: el que atraviesa los campos para llegar a algún lugar o para conseguir lo que desea o para alcanzar una meta.

SANTANDER 25 DE JUNIO

Hace frío. Estoy escribiendo a la luz de una farola, sentada en el campo, delante de una tienda de campaña militar. Miro a mi alrededor, veo soldados y una hilera de tiendas. Me han dicho que ellos las van a montar y a desmontar, que se van a encargar de trasladar nuestras mochilas en furgonetas. Somos 335 peregrinos esperando el inicio de la marcha.

Hace pocos días, asistí al encuentro celebrado en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre “Avances en investigación y tratamiento del abuso de la cocaína”. Durante el transcurso de éste, conocí a Arancha (de Salamanca), a Lucía (de Jaén) y a Noelia (peruana, que estudia en la Universidad de Sevilla).

Hoy he cenado al aire libre con personas a las que no conozco, pero que empiezo a distinguir. Nos mueven distintas motivaciones o quizás las mismas, pero todos juntos hemos empezado esta “aventura”, que nos llevará a recorrer 116,7 Km hasta el Monasterio de Santo Toribio de Liébana en los Picos de Europa.

Este es un año profético, apocalíptico, un año especial. Lo inicié caminando descalza entre nieve y piedras en Roncesvalles; y cinco meses después, decido peregrinar en serio. Creo que va a ser una gran experiencia, pienso que ha sido una sabia decisión. Hay brisa. No conozco a mis compañeros de tienda; son todos diferentes a mí, diferentes entre ellos, pero todos vamos a caminar juntos estos cinco días. Puede que sea una locura, aunque no lo creo.

Estamos en el camping de Bellavista, un poco más arriba del Sardinero, zona residencial con bellísimas playas —El Camello y La Concha, que tiene importantes edificios, entre ellos, el Gran Casino. Recorriendo la zona, aún se puede evocar la Belle Epoque, con los saludables Baños de Ola.

Las Playas de los Peligros y la Magdalena ciñen la península del mismo nombre, en cuyo punto más alto sobresale el Palacio Real; hoy, sede de la U.I.M.P.

Todos los pasos de este año, especialmente desde el día de la Madre, siete de mayo del 2000, me han traído hasta aquí. Parece que lo uno me lleva a lo otro formando una serie de circunstancias unidas entre sí, como si se tratara de un engranaje. ¡Quién me iba a decir a mí que iba a caminar desde Santander a Santo Toribio de Liébana!

El día 22 estuve allí, con Arancha y Lucía. Nada más terminar el encuentro, las convencí para hacer el recorrido en coche. No quería irme de Santander, sin conocer el monasterio. Aunque ahora que lo pienso, creo que, inconscientemente, quise ir para ver la distancia que había entre ambos puntos.

La brisa soplaba en la ermita de Santa Catalina mientras tratábamos de recordar el Credo, una de las condiciones requeridas para conseguir la indulgencia. Sus ruinas se elevan sobre la loma que resguarda el monasterio. Se conserva la espadaña y los muros del presbiterio que se unen a ella.

Si no llega a ser por Lucía, no hubiéramos recordado el Credo completo. Fue una suerte haber compartido la habitación con una andaluza que, además de ser médico, había sido catequista.

Comimos unos bocadillos entre las ruinas mientras bebíamos sidra, contábamos anécdotas curiosas y contemplábamos el monasterio a nuestros pies. Nos reímos a carcajadas cuando les conté la leyenda de la caza del gamusino, típica de los pueblos castellanos.

Antes de regresar a Santander, tratamos de buscar la Cueva Santa, que nos habían dicho que estaba en la ladera norte del monte de la Viorna, pero no la encontramos. Sólo conseguimos ver la ermita de San Miguel, situada en el extremo de la loma, desde donde se veía una vista espectacular del valle del Deva y Potes.

El viernes nos despedimos en la entrada del Palacio de la Magdalena. Todas teníamos tristeza y, quizás, lágrimas en nuestro interior. Tan sólo, hacía cinco días que nos conocíamos, pero fueron muy intensos. Compartimos todo, incluso nuestros secretos.

Regresé a casa el día 23 con un grato recuerdo de mi estancia en Santander. El sentimiento de los días vívidos permanecía intacto en mí.

Al anochecer, estuve viendo la hoguera, en la cual quemé los doce deseos, escritos y guardados en un cofre la noche de San Juan del año anterior. Había mucho bullicio en los alrededores de la romería. Jóvenes que contemplaban, extasiados, las llamas mientras se quemaba el muñeco de paja y trapo; niños que saltaban cuando el fuego estaba bajo, probando su valentía. Mientras tanto, los organizadores estaban preparando una “gran sardinada” para todo el pueblo.

Esta tradición se remonta a tiempos inmemoriales, cuando el solsticio era día de celebración, siendo el fuego un símbolo de vida. Los celtas cantaban y consagraban el muérdago y la verbena. Actualmente, las hogueras de San Juan mantienen esta antigua costumbre en una noche llena de misterios, en la que todo se transforma y vivifica.

Después de probar las sardinas y beber un vaso de vino, fui al acantilado de las gaviotas a contemplar la belleza de San Juan de Gaztelugatxe. Me gusta visitar este lugar, refugio de tantas inquietudes, la noche más corta del año.

Al regresar a casa, puse el huevo en la ventana frente a la luna, tal y como dice la tradición; hice fuego en la chimenea y me dormí, escuchando una leyenda sobre el amanecer de este mítico día en la radio.

Al alba me acerqué a la ventana. El huevo estaba extraño, parecía helado; la yema casi no se veía, apenas se apreciaba bajo una cápsula blanca solidificada. Era difícil interpretar el significado de sus formas.

Poco después, inicié la ascensión de las doscientas treinta y una escaleras —otra vez, peregrinando— que llevan a la ermita de mis sueños, San Juan de Gaztelugatxe. Los vecinos de los pueblos colindantes se reunieron allí para la romería. Había puestos de rosquillas, escapularios, hombres y mujeres que subían descalzos debido a alguna promesa. San Juan estaba más vivo que nunca, invadido por cientos de personas, que rezaban al santo con devoción.

Gaztelugatxe significa “peña de castillo” o “castillo difícil”. También, se le denomina Doniene.

En el Oeste del cabo Matxitxako, de belleza agreste, destacan las islas de Akatz y Gaztelugatx. Esta última se halla unida a tierra por un puente de piedra de dos ojos que la convierte en una península sobre la que se asienta la ermita dedicada al martirio o degollación de San Juan Bautista.

Mientras ascendía, miré atrás, fijándome en las cruces que hay a lo largo del zigzag de las escaleras. A mi lado, estaba una mujer, que observaba el mar extasiada, aunque decía sentir vértigo.

Desde la cumbre del islote, contemplé los acantilados; el graznido de las gaviotas se confundía con el ruido de las olas, que golpeaban, furiosas, las rocas afiladas. Cerré los ojos y recordé aquellas frases sueltas, escritas el día de año nuevo, al amanecer, en el refugio cercano al santuario marítimo: “Doniene, alma hiriente y beneplácita de tantos lugareños, te sientas erguida majestuosamente sobre el mar, rodeada de angostos acantilados y almas en pena. Un deseo, admirándote, un sueño, una ilusión, una ermita que suspira, escuchando el gemido de las olas”.

Al abrir de nuevo los ojos, vi a un anciano que hablaba con dos jóvenes sobre la historia del lugar. Comentaba que, desde finales de la Edad Media, junto a la iglesia, existió un hospicio o albergue con doce camas para acoger a los peregrinos, que acudían. Allí, vivía un ermitaño-sacristán, que cuidaba el templo, la hospedería, y también, atendía las necesidades de los romeros.

Amanecí, el nuevo milenio, junto al fuego de la chimenea del refugio, sin saber que, allí mismo, se habían calentado muchos peregrinos durante generaciones.

Continué escuchándole con atención:

—…es muy rica en tradiciones populares. Es costumbre, voltear la campana y expresar un deseo. También, se acude para buscar curación a distintas dolencias. Así mismo, los niños, que padecían trastornos del sueño, eran llevados tres viernes consecutivos a San Juan.

También, acudían al islote los afectados de callos, que buscaban alivio introduciendo los pies en las huellas visibles en el camino, que la tradición popular atribuye al santo. Las mujeres que no podían tener hijos, llevaban ropita de niño a la imagen de Santa Ana y los niños logrados por su intercesión se bautizaban, apadrinados por el primer hombre y mujer que encontraban camino del santuario.”

Me conmovieron sus relatos y su mirada risueña. Su voz traspasaba todos los límites mientras sus palabras resonaban con nitidez sobre el ruido del mar y la muchedumbre.

En el interior del templo, se pueden ver la quilla de una lancha y varios exvotos colgados de la pared, probablemente, por algunas promesas. Dicen que quien muere sin haber cumplido una promesa hecha a San Juan de Gaztelugatxe, habrá de acudir a la ermita tras la muerte.

Avanzada la tarde, recogí flores y hierbas en el camino de regreso mientras los peregrinos seguían tocando la campana. Tenía que volver a casa para cambiarme de ropa, ya que iba a asistir a un espectáculo de danza.

Anoche fui con Anabel a la fiesta de fin de curso de bailes de salón, con el vestido de fiesta y zapatos de tacón. Hoy estoy en Santander, de nuevo, con playeras, pantalón corto y deseando tener fuerza suficiente para recorrer la ruta santa y para todos los acontecimientos con los que tenga que luchar este año y el resto de mi vida. Año Jubileo más Año Lebaniego, espero que el viernes pueda estar en el Monasterio de Santo Toribio.

SANTANDER - SANTILLANA DEL MAR 26 DE JUNIO

Amanece, el gallo canta desde las seis, insistentemente; el silencio de la noche se rompe, el campamento se levanta. Creo que va a hacer un día espléndido. A las ocho y media, tenemos que estar en la Catedral, donde nos esperan el alcalde y el obispo para la salida oficial; así que no puedo entretenerme escribiendo ahora.

La primera etapa une las dos abadías y colegiatas de Santander y Santillana.

Después de reunirnos en la plaza, que está a los pies de la Catedral de Santander, el obispo nos dio la bendición y cortó la cinta para dar la salida. Unas losetas en el suelo indicaban la dirección de la ruta.

Hemos llegado a Santillana del Mar a las siete menos cuarto de la tarde, tras haber recorrido 36,5 km (31,5 desde la catedral, más los cinco anteriores desde el camping Bellavista; estos últimos no estaban indicados en el programa, supongo que para que no pareciera mucho la caminata del primer trayecto).

A lo largo del día, hemos caminado con fuerza y con ilusión —coraje y alegría, increíblemente unidos—. Al atardecer, estábamos agotados, con los pies llenos de ampollas; pero con el mismo entusiasmo.

Caminando junto a Caty y Sofía —la primera es de un pueblo cántabro y la segunda es de Santander—, las he ido conociendo, poco a poco. Mientras charlábamos, la marcha parecía menos dura sobre el asfalto.

Esta mañana, me he fijado en el Hospital Marqués de Valdecilla cuando lo dejábamos a nuestra izquierda. Rostros sombríos y desencajados asomaban por sus ventanas. Sus miradas —mitad inquietas, mitad reposadas— se deslizaban sobre la columna; seguramente, preguntándose el verdadero motivo que ha impulsado a tantas personas a hacer esta marcha.

Mientras percibía sus ojos escrutadores sobre nosotros, me preguntaba: “¿Quién no ha sentido, alguna vez en su vida, que algo te golpea por dentro, insistentemente, desgarrándote?”. Todos tenemos, en nuestro interior, un rincón donde habitan los secretos. Contemplé, por última vez, el hospital, esas sonrisas huidizas, esquivas, que disimulaban el dolor.

Al atravesar los pueblos, algunos residentes abandonaban sus labores, momentáneamente, para vernos pasar. Salían a las puertas para recibirnos, mirándonos con asombro y con admiración. Unos sacaban jarras de agua fresca para que tuviéramos un pequeño respiro, otros nos aplaudían mientras nos animaban. Aprovechando la situación, un avispado comerciante nos dio gorritas con el nombre de su negocio para que le hiciéramos publicidad a lo largo del camino.

Las confidencias se mezclaban con las risas y con las canciones entre el sol y el asfalto.

A la hora de comer, nos detuvimos en Puente Arce. Contemplar la belleza de este espléndido puente nos alivió de la dureza del sol abrasador por la monótona carretera.

Durante el breve descanso, nos tumbamos en el césped, descalzando nuestros doloridos pies. La brisa nos acariciaba mientras escuchábamos a través del megáfono:

“Todas las cosas tienen su tiempo, y todo lo que hay debajo del cielo pasa en el término que se le ha prescrito. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo que se plantó. Tiempo de dar muerte, y tiempo de dar vida; tiempo de derribar, y tiempo de edificar. Tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de luto y tiempo de gala. Tiempo de esparcir piedras, y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar, y tiempo de alejarse de los abrazos. Tiempo de ganar, y tiempo de perder; tiempo de conservar, y tiempo de arrojar. Tiempo de rasgar, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar. Tiempo de amor, y tiempo de odio; tiempo de guerra, y tiempo de paz.”

En ese momento, la sonrisa de un desconocido me sobresaltó. Sus ojos, inquietos, recorrían mi espacio, deslumbrándome. Me miraba, solicitando mi atención. Parecía conocerme, aunque yo no le recordaba. Se acercó y comenzó a hablarme como si fuéramos amigos de toda la vida, y sólo, nos hubiera separado un lapsus de tiempo; igual que si nos reencontráramos en aquel lugar.

Cuando miraba atrás, nada me parecía cercano, como si nada de aquello hubiera pertenecido a mi vida. Sólo, conservaba una imagen intacta, que se repetía insistentemente. Constituía el único lazo con mi pasado, y aunque, mantenía vivos todos los detalles, el resto se desdibujaba en imperceptibles siluetas.

Finalmente, su mirada chispeante removió mis recuerdos, y una escena pasada volvió a mi memoria. La intensa luz de sus ojos inundaba el campo en el que nos encontrábamos. Pensé que aquel momento era único e irrepetible por su intensidad.

El laberinto de la vida con todos sus entramados, caminos serpenteantes y vaivenes, nos reunía en un curioso punto. ¡Alfredo, después de tanto tiempo!

Una canción me trajo, de nuevo, al presente. Se reiniciaba la marcha. Sonriendo, nos despedimos.

¡Estoy extenuada! No siento los pies y tengo las manos hinchadas; pero mi alma está llena de gozo por haber realizado la primera etapa. Ha sido una jornada dura, aunque ha merecido la pena. En los últimos cinco kilómetros, mis pies han sido dirigidos por el corazón, que los impulsaba a pesar del cansancio, percibiéndolos como los más largos de mi vida. ¡Nunca me hubiera imaginado que llegase a participar en esta odisea con personas desconocidas que, cada vez, lo son menos!

Escucho el tañido de las campanas. Deben ser las de la Colegiata, que dan la bienvenida a los peregrinos.

Santillana es una villa preciosa, con sus callejuelas empedradas, sus balcones con flores, sus tiendas incitando a comprar; pero estamos demasiado cansados para husmear por sus bellos rincones.

Es una de las poblaciones más antiguas y mejor cuidadas de todas las que conozco. Considerada villa hidalga y cuna de muchos de los nobles castellanos. Se conservan abundantes casas blasonadas con escudos de armas y divisas, vinculados a ilustres linajes de Castilla.

Recorriendo sus plazoletas, calles medievales y casas señoriales, dando un salto atrás en el tiempo, puedes evocar la época en que se disputaban la posesión de las tierras de Santillana. Mientras escribo, estoy contemplando la tienda, en la que se han instalado el médico y su equipo. Están curando lesiones y ampollas, sin descanso.

Hace media hora, ha oscurecido de repente. Los truenos y los relámpagos han sido estremecedores. Me encontraba en la cola de las duchas cuando comenzó a llover, intensamente. Desde allí, he visto que los que estaban en la piscina, salían corriendo para refugiarse de la inesperada lluvia.

De pronto, se ha ido la luz en el camping y el alboroto ha crecido entre las sombras. Me he bañado a oscuras, experimentando una agridulce sensación con el agua caliente sobre mi cuerpo entumecido. Sin ver, he recorrido el espacio a tientas, disfrutando de ese oscuro instante, escuchando las sobresaltadas voces a mi alrededor, que se quejaban de lo ocurrido.

Recordando el día bajo el agua, han vuelto a mi mente algunas personas que forman parte de mi vida, y que, hoy, me han localizado a través del móvil: Francisco lleva un mes raro, llegando tarde a casa y con profundos cambios de humor. Ayer tuvo una recaída. Mario ha aprobado —buenas palabras, como siempre—. Lidia se encuentra muy bien y quiere iniciar un curso de decoración. Sara quería saber si, finalmente, estoy haciendo la ruta. Hace mucho tiempo que no les veo, me gustará reunirme con ellos la semana que viene, el cinco de julio, justo antes de San Fermín.

También, he pensado en el sorprendente encuentro con Alfredo. Me ha costado mucho reconocerle; no parecía la misma persona que conocí veinte años atrás. Mientras me estaba duchando, he reunido algunos recuerdos, retazos de otros días, para reconstruir los añicos de aquel tiempo, que parecía tan lejano. Mi memoria se estaba abriendo, sumergiéndose en lo distante.

Su sonrisa, siempre, cautivadora y seductora. Sus gestos eran suficientemente elocuentes; no necesitaba hablar para convencer, ni para conseguir aquello que deseaba. Antes de expresar un anhelo, ya alguien lo había hecho realidad, satisfaciendo sus despreocupados caprichos.

Nunca pasó desapercibido. Amado y admirado por unos, hasta límites insospechados, rebasando toda realidad; y odiado por otros, que, teniéndole envidia, le obstaculizaban el camino siempre que podían. Su obstinación le hizo conseguir muchos logros; aunque, también, innumerables disgustos. Cuando quería algo, no cesaba en su empeño por conseguirlo; era incansable.

Sus huellas quedaron grabadas en el corazón de muchas personas. Sus obras le abrieron camino, incluso entre sus contrincantes. Su carácter impulsivo creaba desconfianza, al principio; dándole identidad, posteriormente. Después, cambió su temperamento, se volvió hostil, aunque los demás le toleraban por todo lo que habían recibido de él.

Por fin, volvió la luz y, con ella, las voces de mis compañeros gritando, que me sacaron del pasado.

Mañana, tenemos otra jornada dura. Iremos a San Vicente de la Barquera, 28 Km. ¿Tendremos fuerza para hacerlos y para acercarnos, poco a poco, a los Picos de Europa? Nuestro destino es Santo Toribio de Liébana; nuestro corazón y nuestra fe mueven nuestros pies. Las almas se van fundiendo en la solidaridad de la marcha, en el cansancio de los caminos, y también, en compartir. Estamos 22 personas en una tienda militar. Esta noche, hay un concierto, folk de Cantabria. Aunque, no sé si tendré fuerza para ir al centro del pueblo a escucharles.

SANTILLANA DEL MAR - SAN VICENTE DE LA BARQUERA, 27 DE JUNIO

Tras la estruendosa tormenta de ayer, cuyos relámpagos nos dieron la bienvenida; hoy amanece con sol. Dicen que hay 36 personas con lesiones, aunque han pasado más de cien a visitar al personal sanitario para curarse las ampollas de los pies.

Nada más levantarme, he sacado una foto de la cola que hay en la ambulancia, y otra, a los soldados que estaban alineados, esperando el desayuno delante de los camiones militares. Merece la pena eternizar este momento.

“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, dijo el poeta.

La ruta parte del atrio de su colegiata, cruzando la plaza entre las torres del Merino y de don Borja.

Quieren trasladar a los lesionados en furgonetas; pero finalmente, estos deciden ir andando. Creo que, el corazón y el orgullo mueven montañas, ya que consiguen levantar al más derrotado. Sólo, dos personas han regresado a casa, un anciano y un niño.

Rememorando los momentos vividos, hoy, mientras contemplo San Vicente de la Barquera, veo el pueblo a la derecha y el puente a la izquierda. Es el larguísimo puente de la Maza, el cual tienes que atravesar, mientras pides un deseo, cruzándolo sin respirar para que se cumpla. Al menos, eso dicen.

Estoy apoyada en un árbol, sentada en el césped del camping mientras escribo. Me he descalzado para que mis pies respiren un poco. Mi piel está completamente tostada; más que sentir las caricias del sol, hemos recibido la insensibilidad de sus rayos en un día espléndido; pero excesivamente caluroso.

No consigo quitarme de la cabeza este extraño encuentro con parte de mi pasado: la adolescencia, la juventud, los sueños de cada amanecer, el grupo de amigos —Ana, Belén, Pablo y él, con su arrolladora personalidad.

¡Alfredo! Las consecuencias de sus decisiones equivocadas no tardaron en aparecer; arrasaron su temprana inquietud por lo desconocido y mermaron su anhelante vitalidad, antes siempre sedienta de aventura y novedades. Fue reducida, sin apenas oponer resistencia. Su pasividad ante los acontecimientos contrarrestaba con su energía anterior. Los errores cometidos habían minado su férrea voluntad y el interés por todo lo que a su alrededor se movía.

Sintió como el invierno fue llegando a él, implacable, llenándole de pesadumbre y malestar. En un instante de debilidad, el vendaval entró en su vida por un pequeño resquicio, arrasándolo todo. Así, pasó de golpe al lado oscuro de su vida.

Hubo un tiempo de parón, en el que todo era distinto; incluso, él no se reconocía en el espejo. Se miraba y los cambios de sus facciones le asustaban. Su comportamiento le desconcertaba, vivía sumergido en el sinsentido de una profunda metamorfosis que le iba arrastrando.

Las contradicciones se agolpaban, martirizándole, volviéndole loco, sin dejarle vivir. Un profundo desasosiego le invadió y los sentimientos más nobles eran sólo reflejos del pasado, que habían dado paso a otros llenos de dolor y de resentimiento.

Las fechas se mezclaban confusas en mi memoria. Rememoraba momentos de incertidumbre, que volvían entre apariencias y voces sórdidas, velados; las facciones de los otros se iban perdiendo, y de repente, todo desaparecía como si nunca hubiera existido.

Vuelvo a la realidad y miro, de nuevo, el pueblo, los puentes, mientras abro un libro, que me han prestado, sobre la geografía e historia del lugar:

“El estero se convierte en una hermosa bahía, al quedar cubierto por el mar. El punto de unión del estero con las rías está señalado por dos puentes: uno corto, y el otro, más antiguo y más largo. El más antiguo —el de la Maza— tiene medio kilómetro de longitud y cuenta con 28 ojos”.

A las seis de la tarde, nuestra hora de llegada a San Vicente, hemos contemplado la villa, completamente embelesados, mientras cruzábamos la playa.

“La Parte nueva está cercana al agua en uno de los lados de la carretera, que conduce al faro de Punta Sillas y a la capilla de la Virgen de la Barquera.

En la plaza se conservan casas de dos o tres plantas, sencillas, con balcones de madera y porches o soportales. Hay un parque, un paseo marítimo, muelles donde atracan los barcos pesqueros. En lo alto del promontorio se levantan las ruinas de un gran castillo, con los muros semiderruidos.”

Y, al fondo, el espléndido verdor de los Picos de Europa.

Aunque, ayer, estábamos destrozados; esta mañana hemos salido de Santillana con alegría, pisando fuerte y con decisión.

El animador, siempre, nos habla por el megáfono; es incansable. Cuenta anécdotas, chistes, y de vez en cuando, pone la canción del verano. La hemos oído tantas veces, a lo largo de la jornada, que todos la llevamos dentro y la vamos tarareando constantemente, aunque no queramos.

Caminando, el sol arreciaba, atormentando a las personas de piel blanca y delicada, que empezaban a tener quemaduras en las piernas y en los brazos. A pesar de todo, cantábamos y bailábamos al ritmo de la música, que procedía de la ambulancia y de la furgoneta que lleva el megáfono. Una pareja de motoristas de la guardia civil nos escoltaba mientras paraban el tráfico para que pudiéramos pasar. La ambulancia de la cruz roja, atrás, en la cola, y el coche del organizador técnico, al frente.

Dos monitores tocaban las guitarras y cantaban durante el trayecto. Su vitalidad era impresionante; irradiaban alegría y entusiasmo. Los de alrededor se preguntaban de dónde sacarían las fuerzas y la moral, a pesar del intenso calor.

Por el megáfono, se escuchaba: “¡Arriba las manos, marchosos!, que se note que pasamos por aquí”. Y todos las levantábamos como si nos impulsara un resorte.

Se iban uniendo peregrinos a la columna. ¡Qué emoción se sentía al pasar por los pueblos! Avanzando, paso a paso, nos acercábamos a nuestra meta.

Cuando alguno de los participantes pasaba frente a su casa, recibía el saludo de sus familiares y de sus amigos, que esperaban ansiosos en la parte delantera de la casa para darles ánimo, apoyo y, también, algunos alimentos para el viaje.

Sin darme cuenta, escuché la conversación de dos jóvenes, que iban detrás de mí:

—La cooperación es, siempre, una dinámica solidaria. Cada uno de nosotros es responsable de su propio desarrollo. Pero además, estos días está existiendo un proceso de camino conjunto, que permite la integración de las individualidades mientras medimos nuestras capacidades.

—Sí, la fuerza y la cohesión de todos va formando un grupo compacto, que se supera a cada instante.

Estábamos demasiado cerca, por eso les oí; entendiendo y compartiendo aquello que decían. Empezábamos a ser un grupo de compañeros, unidos por el mismo deseo, olvidando nuestras diferencias y nuestra procedencia. Sin embargo, pensé que la reflexión de ese diálogo era excesivamente profunda y transcendental para dos personas, que, seguramente, no tendrían más de veinte años. Palabras cargadas de madurez, afirmaciones categóricas, sin titubear.

En Cóbreces, nos detuvimos cinco minutos a descansar; el tiempo suficiente para beber agua, comprar el periódico y sentir la brisa acariciando nuestros rostros.

Cada vez que parábamos, tenía un doble sentimiento: por una parte, era un alivio, y por otra, un agobio porque después me costaba mucho volver a arrancar y ya no cogía el ritmo que había conseguido antes.

Me apoyé en un muro de piedra, sin llegar a sentarme para no tener que realizar mucho esfuerzo al levantarme. Junto a mí, se sentó un chico guapísimo, moreno, de ojos verdes, que contemplaba todo en silencio y que sonreía plácidamente. Después de un breve instante, comenzó a hablarme, diciéndome que este pueblo fue importante en la ruta a Santiago por la costa, debido a su hospital del Buen Suceso, y que, actualmente, lo es por la abadía cisterciense de Vía Coeli. Sacó un mapa y me señaló el itinerario de la ruta mientras me ofrecía agua fresquita.

Su voz penetraba en mi interior, resbalando con suavidad:

—En el trayecto Santillana del Mar-Comillas, vamos dejando atrás, pueblos que, aún viven en el pasado, llenos de paz y tranquilidad —afirmó—. Creo que el alma de sus habitantes habla a gritos o entre silencios.

—Siempre que pienso esto, siento que ellos y yo vivimos en mundos diferentes, no sé si paralelos o si uno es la continuidad del otro —continuó describiendo—. De cuando en cuando, buscando serenidad, me traslado de uno a otro, resbalando, casi sin rozar sus límites.

Escuchándole, comencé de nuevo a caminar, sintiendo el vaivén de diversas emociones, siguiendo esa necesidad de saber, de llegar más allá.

—¡Mira!, Comillas, con su espléndida belleza, maravillosa, celestial, una etapa más.

Entrando en el pueblo, sus primeras piedras y rincones impregnaron de fuerza mágica al grupo. Creo que sentimos que algo se alteraba en nuestra sangre mientras nuestro espíritu se renovaba. Atravesamos el pueblo, alborotando, cantando, saltando.

Los vecinos nos miraban asombrados por nuestra energía. Han debido leer en el periódico que cien estábamos lesionados; supongo que vernos tan felices les ha tenido que extrañar, incluso desconcertar.

—Comillas conjuga la ascensión a la colina sobre la que se asienta y el descenso a la playa —describió el chico moreno, que parecía conocer muy bien la historia del lugar. El cementerio, instalado en lo que fue la antigua iglesia parroquial.

—El ángel de ese cementerio, siempre, me ha llamado la atención. Cada vez que le miro pierdo el sentido de la existencia del resto del pueblo, atraída por un sentimiento tenebroso, que llena el ambiente de misterios lejanos y desconocidos —comenté, interrumpiéndole.

Me encontraba contemplando la arquitectura de las edificaciones del centro, que dan a la vieja plaza y a la iglesia principal, cuando se acercó Sofía. Quería que le hiciera una foto entre sus callejas para que su familia y sus amigos vieran que había conseguido llegar hasta ese punto, ya que tuvo que escuchar, muchas veces, que no lo iba a lograr porque no estaba preparada.

Me despedí del joven que, en el último tramo, se había convertido en mi guía y me entretuve sacando fotos con ella. Compramos postales en las tiendas de los soportales y, en una de ellas, coincidimos con Caty, que estaba cogiendo fruta para el camino. Nos invitó a probar unas manzanas, y después, las tres juntas, volvimos al centro del pueblo.

El alcalde nos estaba esperando en la plaza para darnos la bienvenida. Su discurso fue breve, ya que una pareja de japoneses, que iban a casarse, le estaban esperando. Los novios estaban muy guapos, vestidos con gran elegancia. Ella, de blanco, con un precioso ramo de flores blancas y amarillas, y él, de etiqueta, sonriendo con vehemencia.

A nuestro lado, estaban un chico y una chica que, viendo a los novios, recordaron su boda, su encuentro y su enamoramiento. Decían haberse conocido en Noruega, estudiando una especialidad de fisioterapia en la universidad. Hablaron del influjo del sol de media noche en junio; especialmente, de la noche de San Juan, que les arrastró a unirse en matrimonio de forma rápida, y quizás, un poco alocada, sin pensar. Posteriormente, regresaron a su ciudad natal, Valladolid, en la que los cambios sucedieron precipitadamente. Nada era igual y parecía que el encanto había desaparecido.

Nos encontrábamos tan juntos que la intimidad no existía. No podías evitar escuchar las conversaciones de los demás; te involucrabas en ellas, sin apenas darte cuenta.

La tuna estaba en la plaza, supongo que por la boda. Se despidió de nosotros, cantando: “Clavelitos, clavelitos”. Todos acompañamos la canción mientras decíamos adiós al municipio señorial de Comillas.

Atravesando la ría de la Rabia, bordeamos las marismas de Zepedo en el espacio protegido del conjunto de Oyambre mientras continuamos avanzando.

Quedaban cuatro kilómetros hasta la playa de Oyambre. Habíamos recorrido 16 o 17, y por cierto, este último tramo resultó eterno, como los cinco últimos de ayer.

Contemplando paisajes maravillosos, cuya visión nos refrescaba los sentidos, a lo lejos vimos la playa. Estábamos deseando llegar para quitarnos las playeras y para darnos un baño en el mar.

Una vez allí, me descalcé sobre la fina arena con ansia desmedida. Quería tener los pies libres y, sin terminar de quitarme la ropa, me sumergí en el agua. Necesitaba percibir su contacto para sentirme viva.

Al salir, estuve conversando con un chico, que está en mi tienda, cuyo nombre es Alberto. Me habló de sus estudios, su profesión y también, de la chica con la que sale. La primera noche, no durmió con nosotros en el camping de Bellavista, ya que su novia trabaja en Santander, y por lo tanto, decidió quedarse en su casa. Casi todos los que viven en dicha ciudad hicieron lo mismo, unirse al grupo la mañana del 26 en la catedral.

Comimos en una campa, que estaba justo enfrente de la playa, al otro lado de la carretera; lugar en el que descubrí la amistad, así como la solidaridad entre los participantes. El grupo, cada vez, estaba más unido; una piña con casi cuatrocientos piñones. Personas de todas las edades —desde los 79 años, con los que cuenta el más veterano, a los 12 del más joven— compartían, no sólo la comida, sino también sus experiencias personales mientras bromeaban.

Hojeando el periódico, leí el horóscopo a todos los que estaban a mi alrededor, conocidos y desconocidos. Parecía que fuéramos amigos de toda la vida. Nos reímos mucho, comentando los distintos artículos, y además, recorté aquellos que hablaban sobre nuestra marcha. ¡Es curioso, cuánto te puedes reír sin causa aparente! Ni siquiera sé los nombres de muchos de los que se encontraban junto a mí; sin embargo, fue un momento entrañable. A los de mi grupo, les sentía más cercanos. Nos íbamos conociendo mejor.

Antonio, uno de los más ancianos, estaba con su nieto. Se acercó a nosotros, comentándonos que sentía el cambio generacional sin entenderlo, observándolo desde la distancia de los años. Nuestra espontaneidad le dejaba atónito, perplejo. Había vivido una época completamente distinta, que le hacía pensar que él nunca había tenido esta edad. ¡Cómo había podido olvidarla!

De repente, miró asustado a su nieto, como si recordara de golpe otra época, otro tiempo; algo que, él mismo vivió hace mucho, según nos contó. Nunca, antes, se había fijado; pero ese niño tenía sus facciones, sus mismos gestos, su crueldad de antaño. Pablo estaba pegando a un perro con un grueso palo, comportándose con cierta arrogancia desafiante.

Así que, Antonio se enfrentó a él por esa actitud que conocía tan bien, ya que le había acompañado, siempre, dándole tantos sinsabores. Las escenas del pasado se sucedieron irremediablemente, y aquello, que creía olvidado, reapareció con todo su antiguo furor.

Se recuperó, instantáneamente, de aquellos recuerdos viscosos tan amargos, que le hicieron tambalear, mirando hacia el lado contrario del lugar en el que se encontraba su nieto, olvidándole. Evocó la etapa dorada de su vida, que le absorbió por completo, sobreponiéndose de aquella antigua adversidad.

Permaneció inmóvil, escuchando los ecos de su pasado, que volvían cargados de nitidez, precipitándose con gran claridad en el silencio del mediodía. Todos estábamos escuchándole.

—Fui un hombre de reacciones imprevisibles, aunque siempre realizaba todo con precisión y auténtica eficacia —reflexionó en voz alta. Rebosaba tanta vitalidad, que resultaba contagiosa debido a mi gran optimismo.

—¿Cuál fue el precio que tuve que pagar para alcanzar el éxito? —se preguntó—. Sacrificio, esfuerzo, tenacidad; mi vida personal, completamente, hipotecada. Las huellas del cansancio se notan en cada una de mis arrugas, y también, en el mal genio que tengo.

—La ambición, el ímpetu aventurero y el sacrificio se unieron, aliándose, construyendo un mundo donde imperaba el poder — continuó relatando—. A veces, me preguntaba dónde estaba la línea entre la aspiración encauzada y la ambición desmedida. La respuesta era siempre la misma: “depende de los valores personales y de la calidad de los cimientos de aquello que construyes. La ambición no es mala si la utilizas bien”, haciendo callar mi conciencia.

—Cuando algo acapara tu atención y te absorbe por completo, haciendo desaparecer las otras opciones, suele ser algo grande o importante que, consciente o inconscientemente, se ha impuesto en tu vida, dirigiéndote —me atreví a decir.

—Así es —dijo Antonio—. Incluso, puede llegar a anularte si su fuerza es desproporcionada. Además, cada uno tenemos nuestro territorio, cuyos límites lindan con los del otro, conviviendo cercanos; pero apenas rozándose, como si tuvieran miedo de invadir o de ser invadidos. Lo malo es cuando pierdes el miedo a sobrepasarlos y faltas al respeto a los demás.

Antonio estaba contándonos cosas importantes de su vida, sin apenas conocernos; posiblemente, porque necesitaba compartir aquello que brotaba de su interior en un momento especial. Reinaba un silencio absoluto, que acompañaba sus palabras.

—La historia la escribimos entre todos. Revivirla desde sus orígenes, supone rastrear cada recuerdo, revolver en los sentimientos olvidados, despertando los fantasmas del ayer —expresó, cambiando su tono de voz.

—Siendo niño, rodeado de un ambiente sórdido; a veces, opaco y asfixiante, necesité de mi imaginación para salir de él, buscando algo bien distinto que me aliviase —continuó describiendo—. Empecé a desarrollar la capacidad de engañarme hasta el punto de convertir lo peligroso en inocuo por autoconvencimiento, en función de los intereses del momento. De la infancia a la edad adulta, sólo un instante, y de esta forma, cambié de dimensión, sumergiéndome en el mundo de las responsabilidades, cuando aún era muy joven. El tiempo de las risas y los juegos había quedado atrás. Por eso, quizás, ahora, me cuesta entender vuestras carcajadas y vuestra despreocupación.

—Nuestra alegría —especificó un chico de dieciséis años, que estaba escuchándole.

—Cierto. Había olvidado el significado de esa palabra —dijo Antonio.

—De una pequeña semilla creció un gran imperio —siguió recordando—. A cambio…

El cielo, con ese tono azul, tan intenso, protegía sus confesiones. Los demás le escuchábamos tranquilos, intentando comprenderle.

Empezaba a sentir que iba a vivir unos días increíbles junto a personas diferentes, cuyas experiencias serían enriquecedoras.

Después del descanso, continuamos la marcha. Sólo quedaban seis kilómetros. San Vicente se veía al fondo, así como una visión aterciopelada de los Picos de Europa. El panorama constituía una imagen para el recuerdo, un sentimiento en el alma, una emoción en el corazón.

Desde el alto de la Maza, estuvimos admirando uno de los paisajes más bellos de la región, la villa de San Vicente de la Barquera sobre el amplio estuario de sus rías.

Este trayecto lo realicé con Caty, haciendo fotos al grupo de peregrinos desde distintos ángulos, enmarcadas en la belleza del escenario que recorríamos. Detrás de nosotras, se encontraba la pareja con la que habíamos coincidido en Comillas durante la boda.

—¿Por qué cambiaste tanto, Carlos? —preguntó ella—. Antes, eras dulce y solícito, realmente encantador; siempre atento a mis deseos y a mis necesidades. Después, me encontré ante un hombre altivo, arrogante, que estaba constantemente irritado.

—No fui yo quien cambió; fuiste tú la que percibías todo de una forma diferente. Mal interpretabas mis palabras, juzgabas mis acciones y te mostrabas intolerante con todas mis decisiones. Fuiste destruyendo mis ilusiones y acabaste con el amor que aún sentía por ti —expresó él, tajantemente.

—¿De verdad piensas eso? —preguntó ella.

—Claro —afirmó Carlos—. Si era cortés y cariñoso, me encontrabas falso y fatuo, despreciándome con desdén. Por el contrario, si era frío o distante, me hablabas con ironía y sarcasmo, sacándome de mis casillas.

—No es del todo cierto lo que dices —aseguró ella—. Pienso que tienes dos personalidades completamente distintas y nunca sabía con cuál de ellas me iba a encontrar. Además, creo que lanzabas tu rabia, sin control, contra las personas más cercanas, especialmente sobre mí, como si necesitaras descargar tu frustración. Eras incoherente en tus decisiones, impulsivo y, a veces, temerario en algunas de tus acciones. ¿Cómo iba a apoyar tus contradicciones que eran, sólo, reflejo de tu inmadurez?

—Era así, cuando me conociste. ¿Por qué te casaste conmigo, Claudia?

—Me enamoré de ti, enseguida —contestó ella, rápidamente—. Te encontraba atractivo, ocurrente en los chistes y en las anécdotas. A tu lado, el cielo siempre estaba azul, radiante, decorado con diminutos algodones esponjosos; el mar inmenso, vivo y susurrante. Recuerdo, con mucho cariño, aquellos días en las playas de Noruega, en las que estábamos, horas y horas, observando el infinito, así como las huellas de las aves, que dejaban su rastro en la fina arena, y también, admirábamos la quietud de las personas, que caminaban por la orilla, buscando paz.

—¡Qué lejos estamos de aquellas sensaciones y de aquellos sentimientos! —exclamó Carlos—. Nos juramos amor eterno, ¿recuerdas? ¿Cómo pudimos destruir, poco a poco, algo que fue tan bello?

—Carlos, siento verdadera nostalgia de aquellos momentos, cierta añoranza de aquellas risas despreocupadas, y también, de la etapa en la que una pequeña tontería era todo un problema —afirmó Claudia.

—Disfrutando de esta belleza, que nos rodea, me doy cuenta de que la vida no es tan dura como creemos. Somos nosotros los que nos empeñamos en complicarla, haciéndonos daño —continuó—. Si te fijas bien, la complejidad de las situaciones que tenemos que resolver suele ser gradual; normalmente, en la medida de nuestras posibilidades, así como proporcional a nuestra madurez. Sin embargo, en el momento de crisis, parece que todo cae encima de manera desproporcionada.

Claudia sonreía misteriosamente mientras hablaba con cierta picardía, invadida de lejanas emociones. La voz de Carlos tenía una melodiosa entonación, contemplando todo con profundidad.

Llegando a la romántica playa de Merón, pensé que Claudia tenía razón en sus últimas palabras. Poco a poco, adquirimos conocimiento y maestría, desarrollando destrezas y habilidades mientras limamos asperezas y debilidades.

Sentí que la columna humana, que alcanzaba la villa paso a paso, estaba llena de emociones contenidas, palabras nunca dichas y sentimientos no expresados. Se respiraba en el ambiente, semioculto a la consciencia, velado, olvidado por tantos.

El caos provocado por la intensidad de mis pensamientos, que discurrían veloces, empujando, atropellándose sin orden ni concierto, fue interrumpido por la altisonante voz del animador, que decía por el megáfono: “Peregrinos, vamos a recorrer el último trayecto hasta el pueblo, atravesando la playa. Debéis entrar en ella, en parejas, de la mano; un chico y una chica, no importa que no os conozcáis. Tal vez, a través de esa caricia de vuestros dedos enlazándose, reconozcáis a vuestra alma gemela”.

Carlos y Claudia se miraron hipnotizados como si se trasladaran en su pensamiento a aquella otra playa, tan lejana en los últimos años, y sin embargo, tan cercana en los últimos instantes.

Sofía encontró pareja fácilmente, un hombre un poco mayor que ella. Cogidos de la mano, avanzaron sobre la fina arena. De vez en cuando, se daba la vuelta, nos miraba y se reía; le estaba haciendo mucha gracia la situación.

Caty, sonriendo ante la pícara mirada de Sofía y ante sus carcajadas, decidió participar en el juego, también; eligiendo a un chico, que conocía del gimnasio de Santander.

Miré a mi alrededor, sin saber si hacer caso o no. Sin darme cuenta, me encontré cruzando la playa con un chico moreno, de acento madrileño, que era agradable, pero no hablaba mucho.

Junto a la orilla, Alfredo paseaba solo, taciturno y ausente. Contemplaba el infinito con la mirada perdida. Su rostro inexpresivo reflejaba el calvario por el que había pasado. Sus rasgos eran toscos y cansinos: ojeras pronunciadas, arrugas tempranas, demasiadas canas para su edad.

Aún sigue siendo atractivo; pero es una belleza adusta, distinta a la de aquel joven tan guapo que yo conocí. Incluso, sus pasos, su voz y su forma de mirar son completamente diferentes, como si fuera otra persona. Aquellos ojos tan vivos, hoy tan apagados.

Tintes de tristeza y de melancolía le daban esa expresión casi fantasmal mientras hundía sus pies descalzos en la arena y las olas le azuzaban, mojándolo, sin despertarlo.

Antonio, unos metros detrás de mí, se apoyaba en el brazo de una esbelta mujer —alta, morena, cuyo paso tenía un porte distinguido—. No me había fijado en ella, antes; quizás, era una de las personas, que se habían unido al grupo en alguno de los últimos pueblos. Su sonrisa era afable, con expresión apacible, cuya mirada rebosaba serenidad. No sé por qué, pensé que había cierta complicidad entre ellos.

Un grupo de niños del pueblo, que jugaban al fútbol en la playa, nos dieron la bienvenida, aplaudiendo nuestra entrada en la villa. Decían que llegábamos antes de lo previsto, según lo que habían escuchado en la radio.

En los últimos metros, me reuní nuevamente con Sofía y Caty; charlando animadamente, nos dirigimos hacia el camping.

El sol radiante parecía que, hoy no fuera a ocultarse. El mar, reposado, nos traía relatos de un pueblo de pescadores en cada una de sus olas.

Estoy escuchando las campanadas; las ocho. Sigo sentada, recostada en el árbol, mientras contemplo el puente del deseo y el pueblo, que se ven al fondo a través de los árboles.

El municipio, cuya ría tiene su mismo nombre, es un activo puerto pesquero y mercantil. Destacan la Iglesia de Santa María de los Ángeles, las casonas, y ese profundo olor a salitre que envuelve por completo nuestros sentidos.

Los vecinos vieron la necesidad de construir dos puentes para facilitar a los habitantes el cruce de los brazos de mar. El más importante es el de la Maza, el cual veo desde aquí. Al cruzarlo, el peregrino de antaño se encontraba con el convento franciscano de San Luis; hoy, en ruinas.

Caty acaba de acercarse y me ha sacado una foto, escribiendo.

Creo que está contenta y siente grandes emociones como yo; aunque, a veces, hable exaltada. Se ha ofrecido a dejarme dormir en su casa, el próximo viernes, si no consigo llegar a tiempo para coger el autobús que me lleve de vuelta. Siempre, es la primera en levantarse, dándonos ejemplo a los demás en dinamismo y en valentía para afrontar el nuevo día. Lleva bastante tiempo preparándose para estar en forma. La veo hacer ejercicios de elasticidad, constantemente; creo que, estos días los considera un desafío personal.

En un instante, vienen a mi memoria el resto de compañeros; aquellos que están en mi tienda de campaña. Sofía es encantadora. Juan y Alberto, ambos de Bilbao; Gonzalo de Soria; los tortolitos y la amiga de estos que, anoche, llamaba al grupo por el altavoz para que nos levantáramos y para que fuéramos con ella al concierto, ya que decía sentirse sola. Hay otros dos chicos que, aún no sé como se llaman; aunque, con uno de ellos, he hablado bastante al levantarme. Mañana, sabré algo más y conoceré a más gente.

Mi mente se llena de momentos y de vivencias, que se van agolpando. El cielo está tan extraño, cargado de buenos presagios. Esta sensación me recorre, turbándome. Siento una inquietud especial, como si una premonición tomara cuerpo y se hiciera real. Percibo ese frío estremecedor, que te recorre por dentro, sobrecogiéndote, y sin embargo, la temperatura del día es extremadamente cálida.

El sonido del teléfono me sacude, recordándome dónde me encuentro, sacándome de mis ensoñaciones. Consigo reaccionar, y al contestar, una voz familiar me traslada a mi vida diaria, igual que si no hubiera salido de ella en ningún momento. Las palabras de Cristóbal, padre de Mario e Iván, actualizan mi realidad y, al final de la conversación, me da un montón de consejos para poder hacer la marcha sin problemas, ya que él tiene experiencia porque ha recorrido el camino de Santiago de Compostela.

Nada más colgar, el sonido impertinente del móvil requiere mi atención, nuevamente. Esta vez es Francisco; que, cabizbajo y apesadumbrado, no ha conseguido articular frases hilvanadas, ni coherentes. Lo más importante de todo lo que le he querido transmitir, ha sido que se levantara y que caminara porque su familia lo necesitaba.

No sé por qué, hablando con él, he pensado en una chiquilla que, esta tarde, comentaba que le dolía el alma mientras sonreía a pesar de su malestar, y también, en un chico que gritaba alegremente: “que no se note lo que estamos sufriendo”. A veces, ciertos sentimientos o algunas palabras te trasladan a otras escenas; que, aunque, sin ser idénticas, tienen algo en común. Se enredan en tu pensamiento, mezclándose, conmoviéndote.

Anoche no fui al concierto; estaba agotada. Hoy también, estoy cansada; aunque, menos. Esta noche, hay otra actuación, folk de Cantabria.

Mañana vamos a Sobrelapeña; dicen que hay cuestas empinadas. Estoy convencida de que, también, realizaremos esa etapa sin problemas. Tengo ganas de escuchar, otra vez, la canción del verano: “Mañana será otro día”.

Un grupo de chicos se tumba a mi derecha. Comienzan a charlar mientras descansan. Dicen que, mañana, vamos a dormir al sereno en pleno campo, ya que no hay camping, y, por lo tanto, no habrá duchas, ni servicios. Enumeran las desventajas, pero no parece que les importe pernoctar sin comodidades. A mí también me da igual. Es más, creo que me alegro; el contacto con la naturaleza será, aún mayor.

Cierro los ojos, pensando en todo esto, y, al abrirlos de nuevo, veo que Alfredo se está sentando a mi lado. Nos contemplamos en silencio, increíblemente unidos a través del pensamiento y de nuestros múltiples recuerdos. Se le ve sereno, reposado, tan distinto.

Después de permanecer callados durante unos minutos, ha comenzado a hablar, recordando lo vivido, sin continuidad, a saltos. En su memoria estaban registrados aquellos fragmentos que deseaba olvidar, sin conseguirlo y, apenas, permanecían algunas imágenes de lo que le gustaría recordar.

Ha conseguido describir algunas cosas que ocurrieron con tranquilidad, sin aquel antiguo desasosiego que le irritaba o le entristecía. Con el paso del tiempo, ya no le afectaba tanto; no se removía el dolor, la ira o cualquier otro sentimiento similar, como si hubiera dejado de sentir.

Ha revivido el enfrentamiento entre sus mitades, cara a cara, reconociéndose, palpándose, tanto tiempo, conviviendo en el mismo cuerpo, sabían más del otro que de él mismo. Se contemplaban, retándose, sabiendo bien cuáles eran sus debilidades y cuáles sus fortalezas, cuándo defenderse y cómo aliarse, combinándose.

Le gustaría rescatar del olvido aquellas ocultas vivencias, tratando de buscar un sentido; incluso, actualizar instantes velados por los miedos del momento, desenmascararlos para que dejaran de empujar, haciendo daño. Al descubrir la verdad, podría mitigar un agudo dolor punzante, que le acompañaba desde entonces.

Su voz era casi inaudible cuando hablaba de todos esos años pasados; resultaba más clara y más serena cuando se refería al futuro.

Juntos fuimos hilvanando retazos del ayer y deshilvanando escenas contradictorias. ¡Veinte años! Aquel instante crucial para el resto de nuestras vidas, que se separaron de golpe, y que, brevemente, en un espacio inusual convergían de nuevo, susurrantes.

Palabras apagadas, que coloreaban el pasado, secretos inconfensables, igual que cuando éramos niños y nos quedábamos hasta muy tarde, sentados bajo el roble de la bolera.

Algo detuvo su descubierta intimidad; quizás, miedo a seguir profundizando, exteriorizando temas ocultos. Consultó el reloj, y, diciendo que empezaba a ser tarde, se despidió de mí con una extraordinaria sonrisa. Sus últimas palabras se quedaron grabadas en mi corazón:

¡Cómo vivir en la penumbra, cuando has conocido la luz!

¡Picos de Europa, nos estáis esperando! Abrid vuestro corazón a los peregrinos, que vamos a vuestro encuentro.

Estoy demasiado cansada para ir hasta el pueblo, al concierto. Cinco kilómetros, ida y vuelta, son demasiados para escuchar folk después de la caminata.

He tenido suerte, se oye la música desde la tienda. Estamos enfrente y hay espacio abierto; voy a dormir acunada por la música como si fuera una nana.

QUINTANA DE LAMASÓN 28 DE JUNIO

Anoche, nuestro monitor durmió en la tienda con nosotros. Creo que le echaron de la de monitores por roncar. No le oí entrar, y, al despertarme, le he visto tumbado a nuestros pies. Más de uno se ha tropezado con él.

Son las siete y media de la tarde. Mis compañeros están descansando mientras hacen chistes y dicen tonterías, compartiendo la alegría del momento. Nos encontramos en Quintanilla. ¿Quintanilla o Sobrelapeña? No estoy segura. Aunque, es un lugar precioso de Picos de Europa. Hemos acampado en una finca, junto al río.

Parece que es cierto lo que se comentaba, ayer, en San Vicente; no hay camping. Nos han colocado unas letrinas muy modernas y unas duchas especiales de agua fría. Decían que iban a colocar cuatro caños y una manguera para ducharnos a todos. La realidad no está lejos de lo que explicaron, bromeando.

Dos vecinas del pueblo —de unos sesenta años, vestidas de negro y peinadas con moño— han tenido curiosidad; así que, estaban esperando la llegada de la expedición, apoyadas en un coche, junto a las letrinas. Somos la novedad por estos parajes.

El heladero, un vendedor ambulante, nos ha seguido hasta aquí. ¡Hay quien no pierde una oportunidad de negocio! Nos estaba esperando en Cades, y la verdad es, que ha hecho una gran venta de helados y refrescos, ya que estábamos extenuados y sedientos.

¡Huele a incienso! Todo el mundo, que pasa por delante, se para y mira dentro de la tienda, comentando lo del buen rollo del incienso. Hasta Romerales —el chico del megáfono— ha entrado a saludarnos, y por supuesto, ha aprovechado el momento para repetir la adivinanza: “Verde por dentro, verde por fuera, tiene una semilla de aguacate dentro. ¿Qué es?”. Lleva tres días con el mismo tema y, desde que Caty y yo, le dijimos que era “un guardia civil que se había comido un güito de aguacate”, no deja de reírse, recordándolo. Hoy, incluso lo ha contado por el megáfono, al pasar a nuestro lado. Cada vez que nos adelantaba con la furgoneta durante la marcha, repetía la adivinanza, riéndose de nuestra respuesta.

Juan me ha dado un masaje en las piernas; así que, me siento renovada. Es fisioterapeuta y trabaja en una unidad de rehabilitación. Tiene barba, ojos claros, y sobre todo, muy buena disposición. Se lo agradeceré siempre porque, hoy me encuentro especialmente cansada.

Su amigo Alberto tiene 29 años y es un joven encantador. A veces, pienso que le conozco de algo, aunque no recuerdo de qué. Parece un poco tímido.

Ya sé como se llama el chico del que hablé, ayer. Su nombre es Koldo y quiere estudiar medicina. Es simpático. Su amigo parece más callado.

La chica morenita está casada con un inglés. Este se ha marchado, esta mañana; creo que, a trabajar. Pensaba volver esta noche, pero ha dejado recado en una casa del pueblo, diciendo que se incorporará mañana. Ella se ha quedado un poco triste; le había preparado un sitio a su lado, incluso, la esterilla y el saco.

Gonzalo es un hombre adorable. Nunca sabes si habla en serio o en broma; siempre, nos está haciendo reír.

Creo que, el que dice ser de Isla, se llama Fernando; aunque, no estoy segura. Este ha comentado, bromeando, que la idea de Romerales de formar parejitas, para entrar en la playa de San Vicente de la Barquera, puede romper muchos matrimonios, y que, además, el obispo no va a estar contento con este asunto.

Las duchas son un “show”. Algunos dicen que el agua está helada; otros, que no está mal; también, comentan que nadie llega a los caños, y que, hay que saltar para que te alcance el agua. Por lo visto, tienes que desnudarte fuera porque dentro no hay sitio, y además, algunas de las duchas son para dos personas. Es el tema que ocasiona la risa en la velada, antesala de la cena.

Juan sigue dando masajes. Los que pasan cerca, mirando dentro, dicen:

“Esta tienda se llama H1 porque significa Hospital 1. Tienen suerte de tener masajista y fisioterapeuta, no necesitan esperar la cola de la ambulancia.”

Hay dos chavales jovencitos, que no sé como se llaman; aunque, anteayer, me apoyé en los pies de uno al dormir, pensando que era mi almohada.

Sofía, siempre, está animada a pesar del cansancio. Tiene 52 años, pero parece más joven. Su amiga, Caty, parece que está contenta. Se ve que está a gusto aquí y que olvida sus problemas; aunque, echa en falta a su familia. Admiro la fuerza de voluntad que tiene cuando madruga para hacer gimnasia y ejercicios de elasticidad.

A mi izquierda, hay un hombre muy educado; habla poco, pero parece amable. También, están los tortolitos, Raúl y su novia; y Rosa, la amiga de estos. Esta tarde he caminado con esta última. Es hija de una doctora y un antropólogo. Sus padres han viajado mucho, así que ha conocido muchos sitios con ellos; quizás, por eso, tiene espíritu aventurero.

Paula, la prima de Ana —mujer del inglés— ha bajado al pueblo con la parejita y me ha traído el periódico “el Diario Montañés”. En la foto del artículo, que habla de la marcha, está Gonzalo, sentado en la ambulancia, con cara de sufrimiento mientras le están curando los pies.

Junto al de Isla, está un hombre que está acostumbrado a caminar en su pueblo. Creo que es amigo suyo. Además, forman parte del grupo, un matrimonio de unos cincuenta y cinco años, y también, una amiga de estos. Anoche, vino el médico, a las doce de la noche, para visitar a una de estas dos mujeres porque tenía cierto sarpullido; quizás, una alergia. El doctor parecía preocupado.

Se han retirado siete personas entre Santillana del mar y San Vicente de la Barquera, justo cuando llegábamos al ecuador del viaje. Otros se han ido incorporando a la marcha, al pasar por los pueblos.

Esta mañana, he caminado en silencio porque no podía con el alma. No tenía fuerzas para hablar. A la tarde, me sentía mejor.

Llueve ligeramente, hace frío, y además, hay una intensa niebla en los Picos, que se va acercando, poco a poco, entre los árboles. Me gusta mucho ver cómo cubre la montaña; parece tan tenebrosa.

Adoro las acampadas con niebla al anochecer, y también, me gusta ver cómo desaparece suavemente cuando amanece; aunque sé que facilita el extravío del ganado, dificultando la labor de los pastores.

Después de cenar, el amigo de Koldo me ha dicho que estudia Historia mientras me explicaba el significado del tercer cuadro del calendario, que he cogido en el Ayuntamiento de Cades.

Me ha descrito la escena de la pintura con verdadera pasión. Comentaba que, en una de sus clases de arte, ha visto un tríptico como este. La descripción y el comentario sobre lo representado, un cordero y una paloma, podría cautivar cualquier espíritu inquieto. Es lo primero que le he oído decir, y por cierto, es lo más interesante que he escuchado sobre el tema que me inquieta, últimamente.

La radio y la tele hablan constantemente de nosotros. Comentan todos nuestros pasos, momento a momento. Los locutores dicen que los peregrinos no perdemos el humor, a pesar del cansancio. Y los vecinos de los pueblos, que atravesamos, siguen mirándonos, absolutamente admirados, con alegría, y también, con sorpresa, animándonos, sonrientes.

La última visita, que hemos tenido hoy en nuestra tienda, ha sido la del monitor que, siempre, va en la cola; según él, su puesto sirve para empujar a los que van delante. Tenemos una posición estratégica; por eso, viene todo el mundo a vernos. Estamos en el centro, como si fuera la plaza, enfrente de las letrinas y del comedor, en el espacio que queda entre las tiendas.

No sé por qué, esta mañana he caminado desolada; alegre, pero sin fuerzas. En esos momentos, he comprobado que mis pies eran movidos por el corazón. Caminaba sin pensar, en silencio y en soledad. Saludaba a los compañeros conocidos cuando me adelantaban o cuando les adelantaba, pero no tenía ganas de conversar con nadie. Miraba, sólo, al frente, sintiendo que una fuerza poderosa, que venía de la tierra, arrastraba mis pies doloridos, y al mismo tiempo, transmitía luz a las sombras, que anidaban en mi interior.