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Los Benoir componen una aristocrática y excéntrica familia que, debido a sus altas cotas de esnobismo, se ve arrastrada hacia las situaciones más desconcertantes. Un nuevo miembro acaba de llegar a sus filas después de que la bella y prepotente Marguerite "Mimí" Benoir, se haya casado con todo un caballero: Vincent Castleton, que aporta al matrimonio su flema inglesa y un toque cockney. Ella, a su vez, lleva consigo a George, un niño de 9 años fruto de un primer enlace con un primo fallecido en un desgraciado accidente. Junto a una enorme fortuna, el pequeño ha heredado una terrible enfermedad y un soberbio carácter. Margaret Drabble opinaba de Los Sioux que era "extrañamente inquietante", Daphne du Maurier que era "compulsiva", y Noël Coward la consideraba la "obra de un auténtico genio".
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Seitenzahl: 625
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Créditos
Título original: The Sioux
Primera edición en Impedimenta: febrero de 2016
Ante la imposibilidad de contactar con la autora de este libro, la editorial pone a su disposición todos los derechos que le son legítimos e inalienables.
Copyright de la traducción © Mariano Peyrou, 2016
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2016
Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid
http://www.impedimenta.es
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Diseño de colección y coordinación editorial: Enrique Redel
Maquetación: Cristina Martínez
Corrección: Susana Rodríguez
ISBN epub: 978-84-17115-31-9
IBIC: FA
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para Liane y Dennis
1 · La voz desde París
—¿Qué pasa, cariño? —quiere saber Castleton.
Ella hace un gesto fugaz con la mano pidiendo silencio. Parece que hay algún problema relacionado con el envío del niño. El hermano de Marguerite, Armand Benoir, les ha estado telefoneando desde París todas las noches de la última semana de su luna de miel para contarles cómo estaba Georges-Marie Benoir, el hijo inválido de ella.
El hijo de Mim es fruto de su primer matrimonio, a los dieciséis años, con su primo, Georges Benoir.
A eso de las seis y veinticinco de la tarde del domingo, cuando están a punto de salir a tomar unas copas, suena el teléfono. Es Armand.
—Mon dieu, Vincent! —exclama Marguerite, súbitamente preocupada por su hijo.
—Llamo por el pequeño Benoir —dice Armand de golpe—. Deja que Vince escuche, Mimí. A él también le afecta.
Castleton coge el accesorio especial que ha añadido a todos los teléfonos de la casa a petición de Marguerite. Se trata de unos auriculares que los Benoir consideran indispensables para cualquier usuario civilizado. Ellos, desde luego, usan el teléfono a lo grande. Castleton sabe que Mim y su hermano han llegado a mantener conversaciones al aparato que han durado hasta dos horas.
—A ver —dice la agradable voz de su cuñado—… No hay manera de enviar al gatito en este momento. —Armand siempre llama a George «el gatito».
—Ah, non! —grita Marguerite—. Ah, non, Armand! Pourquoi?
Castleton puede medir su nivel de alarma porque de repente se ha puesto a hablar en francés.
—Pero ¿qué ha pasado? ¿Es que Mumú está enfermo?
Marguerite siempre llama a su hijo «Mumú».
No está enfermo. No ha pasado nada.
—Courvoisier se opone, voilà tout —dice Benoir—. No dejes que te estropee lo que os queda de luna de miel, Vince.
—¡Pero eso es totalmente ridículo! —grita Marguerite—. ¡Mumú ha ido en avión a todas partes! ¿Por qué Courvoisier se opone ahora?
—¿Vince está todavía por ahí, Mimí? —se limita a preguntar su hermano—. Quiero hablar con él.
—Sí, está aquí. Pero ¿qué ha pasado con Mumú, Armand? Sus últimos análisis estaban bien.
—Courvoisier quiere repetirlos. Evidentemente, no estaba satisfecho con el diagnóstico.
—¡Será imbécil! —exclama Marguerite.
Su hermano no se molesta en contestarle.
—Hubo que ingresar al gatito en la clínica durante dos días —se limita a decir.
—Mon dieu, ¿qué pasó?
—Le hicieron los análisis —contesta sencillamente Armand.
—¿Ya está de vuelta en Auteuil?
—Claro que está de vuelta. Mami le ha llevado la cena a la cama. Pidió champagne y ostras.
—¡Qué desastre! —se lamenta Marguerite.
—No es ningún desastre, al revés. El champagne y las ostras son estupendos. Tu pequeño Benoir ya da muestras de tener un gusto de lo más respetable. Déjame hablar un momento con Vincent, ¿vale?
—¿Quién le acompañó a la clínica? —quiere saber Marguerite.
—Yo. Todos los demás le mandaron besos y cariños, pero fue Benoir quien tuvo que permanecer enclaustrado dos días enteros.
—Mi pobre Armand… Como siempre, todo depende de ti.
—He logrado sobrevivir. Sé buena chica, Mi, y pásame a Vince.
—Pero ¿qué vas a hacer? —insiste Marguerite—. ¿Cómo vas a mandárnoslo?
—Habrá que meterlo en la bodega —le dice su hermano, riéndose—. No te preocupes, recuperarás lo que te pertenece sin ningún problema. ¡Eh, Vince!
—Hola —saluda Castleton, haciéndose cargo de la situación y cogiéndole la mano a su esposa. Ella escucha atentamente a su lado, con todo el cuerpo en tensión.
—Ya lo has oído, ¿verdad, Vince?
—Sí, es un problema bien feo —afirma Castleton—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Les preocupa la altura —dice Armand—. Tendré que mandároslo de cualquier otro modo. ¿Cómo te va, compañero?
—Bien —responde Castleton, pero Marguerite estalla:
—Vas a tardar seis días si decides venir por mar y luego en tren, Benoir. ¡Te vas a morir de aburrimiento!
—No hay otro remedio, querida —afirma él con tranquilidad.
—¡Ah! ¡Mumú malo! —lo regaña Marguerite, como si su hijo estuviera con ellos en la habitación—. ¡Cuántos problemas le causas a mi pobre Armand, Mumú malo!
A Castleton le resulta muy divertida la indignación que siente hacia su tesoro por no ser del todo perfecto.
—¿Por qué no puedo ir yo a buscar a George? —le pregunta a su cuñado—. Podría quedar contigo en Cherbourg y traérmelo. O podría volar directamente a París y así no tendrías que encargarte de nada más. No creo que te venga muy bien tomarte unos días justo en este momento.
Bienville, el hijo de Armand, se va a casar en un mes. Por lo que le ha dicho Mim, parece que la boda va a ser el gran acontecimiento de la temporada en París.
—¡Ah, eso! —dice Armand, riéndose—. Que se hagan cargo los De Grenier. Para una vez que Marie y yo somos un motivo de orgullo… Una de las pocas cosas decentes que ha hecho Viv por sus pobres padres fue nacer varón. —Además, Armand les explica que le gustaría tomarse un respiro y dejar de ser el centro de atención de la prensa parisina—. La pobre Marie y yo vivimos aterrorizados por los reporteros. ¡Prácticamente se han apoderado de Auteuil! Elaine y Viv están encantados, desde luego. Pertenecen a una generación que ha nacido ya preparada para toparse con fotógrafos hasta en su cama matrimonial.
—¡Ah, non, en serio! —exclama Marguerite con un tono de voz que muestra su descontento—. Y, entonces, ¿qué vas a hacer con George, Benoir?
—París-Cherbourg —dice Armand con indiferencia—. Cherbourg-Nueva York. Y luego, si los de la aduana no se muestran muy anti-Benoir, cogeremos el autocar para que puedas beberte a tu trésor con los apéritifs del domingo por la noche.
—¡Pero Mumú no puede viajar en tren! —objeta Marguerite, apartando su mano de la de Castleton—. Déjame, Vincent, por favor. Me estoy poniendo nerviosa.
—¡Mumú no puede viajar y punto! —dice Armand—. Tendremos que hacer por él todo lo que esté en nuestras manos, querida.
—¿Ya tenéis los resultados de los análisis? —pregunta ella de repente.
—No. Estarán listos dentro de dos días.
—Entonces a lo mejor podrías viajar por aire y evitarte la débâcle que supone un viaje en barco y otro en tren.
—No pienso volar, chérie —le advierte Armand.
—¿Ni aunque Courvoisier dé su aprobación al ver los resultados de los análisis?
—Ni aunque Courvoisier dé su aprobación —dice Armand—. Ya lo hemos hablado. Parece que si se sube a un avión, tendremos que ponerle una máscara de oxígeno.
—¿Y?
—No pienso pedirle que haga eso. Podría afectar a sus nervios.
Pero si solo sería por unas horas.
—Te acabo de decir que no va a volar, querida —contesta con total tranquilidad la voz desde París.
—¡Estás completamente loco! —grita Marguerite—. Es ridículo, solo van a ser unas horas…
—Non, j’ai dit non —interrumpe Armand—. Y punto, Mi.
Ella no dice nada más, y Castleton se da cuenta de la autoridad absoluta que su cuñado tiene sobre Mim; por algo es el cabeza de familia. Ella se sienta y se queda observando a su esposo con una lúgubre expresión de descontento en la mirada.
—Ah, ça, vous savez. Ça!
—No importa, cariño —la consuela Castleton—. Solo faltan unos días para que vuelvas a estar con tu hijo.
Seis y pico, para ser exactos.
—¿Te gusta estar casado con la alcaidesa de Alcatraz, Vince? —pregunta Armand. Armand siempre llama a Marguerite, cuando está de cierto humor, «la alcaidesa de Alcatraz».
—Me gusta —responde Castleton—. Me gusta mucho.
—Espera a que el pequeño Benoir se te suba a la chepa —le advierte Armand débilmente—. Entonces vas a conocer el verdadero sabor del matrimonio.
—Si Mumú va a viajar por mar… —dice Marguerite.
—Va a viajar por mar, cariño —interrumpe Armand—. Ese tema ya está zanjado.
—Entonces tienes que decirle a Mami que le dé solo sus biscottes y su Vichy y un poquito de coñac, y nada más en toda la travesía. Y debe quedarse en su suite, ¿me oyes, Armand? Le prohíbo terminantemente que coma en el comedor.
—D’accord, madame.
Y le explica que en el tren también tiene que hacer lo mismo.
—Armand, ¿me estás escuchando? Vichy, biscottes y coñac. Solo eso.
—D’accord, d’accord.
En el peor de los casos, su hijo se volverá alcohólico.
—No quiero que Mumú salga de su camarote. Mami tiene que ocuparse de que esté siempre en la cama. ¡Y que se asegure de que su hija, esa idiota de Dedé, no se le acerca en todo el viaje! ¿Me oyes, Benoir? Se lo preguntaré a Mumú en cuanto lo vea, y ya sabes que él siempre dice la verdad.
—¡Menudo bobo! —exclama Armand, riéndose—. ¿Qué te parece ese bobo que tienes por hijastro? ¡Está como loco porque va a volver a Alcatraz la semana que viene!
—¡No quiero enterarme de que esa imbécil ha pasado con él ni media hora! —grita Marguerite—. Mumú ya se va a agotar bastante con ese ridículo viaje. —Y añade con amargura—: Probablemente le provocará uno de sus ataques.
—Mimí —dice Armand—, estás aterrorizando a Vince. Va a pensar que le ha tocado un inválido absoluto como hijastro.
—Si quieres saber mi opinión, pienso que Courvoisier ha perdido la cabeza.
—No creo que tu opinión le afecte demasiado, ma chère —afirma Armand tranquilamente—. Tiene una gran reputación.
Tal vez ella no lo sepa, pero en el mundo existen otros apellidos, además de Benoir. Armand cambia de tema y le pregunta a Castleton qué lleva puesto su hermana esa noche.
Castleton dice que la señora C. lleva un vestido negro y que está especialmente despampanante a pesar de encontrarse un tanto alterada por lo del niño.
—Espero que mi hermana no tenga la intención de representar eternamente el papel de viuda contigo, Vince. De lo contrario, como diría su sobrino Bienville, muy pronto se convertirá en un tostón —dice Armand con serenidad.
—El negro es un color muy Benoir. El negro y el blanco.
De todos modos, los ingleses prefieren los colores, y los estampados florales, y el azul.
—¡Dios mío! —exclama Armand—. ¡Esos azules Merrick!
Miss Merrick es el nombre de la institutriz inglesa de George.
Benoir opina que habría que hacer al menos un pequeño gesto para compensar a su desafortunado cuñado por lo que le han hecho los Sioux. Los Benoir se llaman a sí mismos «los Sioux».
—El ascensor y los bidés, Vince… Ya estarán instalados, ¿no?
Sí, sí, el concurso de tiro también está en marcha.
—Me he dado cuenta de que no había sido totalmente civilizado hasta ahora —dice Castleton.
—Mimí dejó a ese pobre animal de Davis en medio de Mississippi con treinta bidés y un ascensor.
Castleton sonríe. El segundo matrimonio de Mim, con el gobernador Davis, de Mississippi, solo duró tres meses y aún hoy sigue siendo motivo de bromas.
—Nunca logré sentir demasiada simpatía por Davis —dice su cuñado—, pero me niego a que me suceda lo mismo contigo. Le daré instrucciones al papa para que no os conceda la dispensa cuando os llegue el momento de divorciaros. ¡Vuestro matrimonio debe salvarse a toda costa!
—¡Ah, Armand! —grita Marguerite—. Petit frère chéri! —Al fin se ríe—. Te portas como un santo con tu hermana mala. —Ojalá pudiera evitarle a su adorado hermano ese viaje de pesadilla, el tedio y las privaciones de la travesía—. Eso va a ser lo peor.
—El Égalité no es precisamente un barco de vapor, ma chère —señala Armand con sequedad—. Ah, por cierto —le pregunta a su cuñado—, ¿Mimí te ha hablado ya del harén que tiene el gatito, Vince?
—Sí —dice Castleton.
—¿Del harén al completo?
—Creo que sí —repite Castleton.
—¿De Mami y de Albert y de Dedé? ¿Y del tipo de la Agencia Duval?
—Sí —vuelve a repetir Castleton.
—No te voy a preguntar qué opinas al respecto. Pero me encanta que estés al tanto.
—¿Quién es Dedé? —pregunta Castleton.
—Ya te lo he contado, Vincent. Es la hermana de leche de Mumú. Esa idiotita de Madeleine.
—Ah, sí, claro… —dice Castleton.
—Dedé es una especie de accesorio que el gatito lleva incorporado —explica Armand—. Es como si fueran un pack. Al gatito le tocó la leche de Mami y a los Benoir les tocó Dedé.
—No son más que cuatro —dice Castleton con ecuanimidad.
Pero ahí no acaba la corte, ni mucho menos. También están Marcel y Maurice, los dos chóferes de Mimí.
—Marcel es indispensable, Benoir —afirma Marguerite al instante.
Castleton sabe que, desde la muerte de su primer marido en un accidente de coche cerca de Chantilly, a Mimí le resulta aterradora la idea de que su hijo se suba a un coche.
—Esa es la lista completa —dice Armand—. Tendrías que haber sido más juicioso y no haberte dejado embaucar por los Sioux.
Marguerite pregunta qué pasa con Fräulein y con Miss.
Él parece encantado de informarle de que ninguna de las dos damas hará el viaje con ellos. Ambas padecen un caso leve de varicelle.
—Me lo estaba guardando para el final, con intención de resarcir a Vince por lo del harén que se le viene encima.
—¿Qué es varicelle? —pregunta Castleton.
—Mon dieu, varicelle! —grita Marguerite de repente—. ¿Es que Mumú tiene varicela, Armand?
No, no tiene varicela ni nada que se le parezca. Pero el gatito y él están encantados de que las dos institutrices sí la tengan.
—No me gusta demasiado ese espectáculo, Mimí. Parece sacado del circo Barnum and Bailey.
Cuando llegue a Nueva Orleans, tendrán que hablar un poco sobre Merrick y Weber.
¿Y sobre la educación de George?
Ese será el tema de otra conversación.
—Lo digo en serio, chérie. —Según Armand, no están aportando nada—. Esas dos son como personajes de Disney.
—¿Es que George se ha portado mal con Fräulein? —pregunta Marguerite con aspereza. Su forma de pronunciar la palabra la hace parecer extremadamente francesa.
—Bueno, le ha mordido —admite Armand—, pero eso ocurrió antes de que ella enfermara, así que no te preocupes, que no se va a contagiar.
—¿Mumú? ¿Mumú ha mordido a Fräulein?
—Creo que ella lo había interrogado previamente sobre el estado de sus intestinos…
—¡Es increíble! —exclama Marguerite.
—Supongo que eso mismo fue lo que pensó el gatito —elucubra Armand.
Castleton suelta una carcajada.
—Me gustaría que hubieras estado aquí, Vince —le dice a su cuñado—. Viv y yo nos pasamos una semana riéndonos.
—¿Y no hicisteis nada? —pregunta Marguerite.
Sí. No. Se le ha olvidado. Lo oyen gritar:
—¡Marie, Mimí quiere saber qué hice cuando el gatito mordió a Weber! Dice que le di unos azotes. Te manda un beso muy fuerte.
—Supongo que lo hiciste con un periódico enrollado, ¿no?
—Con el Figaro. No. Con el Paris-Soir, que hace más ruido. El pequeño Benoir se quedó muy impresionado, permíteme que te lo diga. Debido a ello, se abstuvo de morder también a Merrick —explica Armand—. En cualquier caso, primero habría que haberla tiernizado. ¡Dios mío, tiene unos nervios! —exclama Armand—. ¡Dios mío!
—Eres un caso perdido —le dice Marguerite—. Y George se va a echar a perder también.
—Al contrario, tu pequeño Benoir se ha portado muy bien —le informa Armand en voz baja.
—¿Sigue igual de tímido? —Su timidez es un desastre, le cuenta a su marido.
—Sí, igual. (Aquí empieza el interrogatorio, Vince.) Marie y yo conseguimos sacarle, a base de fuertes gritos e imprecaciones, a dar una vuelta en coche de vez en cuando, pero hasta ahora no hemos tenido ningún éxito. Lo único que hemos logrado es convencerlo de ir a visitar al niño de los De Chassevent.
¿Y eso no les parece todo un éxito?
—Bueno, el gatito no lo mordió, así que supongo que podríamos considerarlo un gran logro —dice Armand—. El niño de los De Chassevent es un desastre absoluto. Ni siquiera llegará a llevar los cuernos tan bien como su padre. No puedo imaginarme cómo Liane e Yves han podido engendrar un monstruo tan tétrico como ese. Mimí, es igualito a unetête de veau, pero con gafas.
Ella no está tan interesada por Paul de Chassevent como por su hijo.
—Pero ¿aceptó por lo menos quedarse un rato con su amiguito?
—Sí, sí, le dije que tenía que quedarse una hora y se quedó. Pero me dio la impresión de que monsieur se alegró enormemente cuando emprendimos el camino de vuelta a Auteuil —dice Armand—. Creo que lo que mejor le sienta ahora es estar con Viv, Mimí. Da la sensación de que se anima mucho cada vez que él aparece.
—Mon dieu, ese niño no para de dar problemas. Por lo menos ¿le has obligado a hablar en francés?
No hubo ninguna necesidad de obligarle.
—Como era tu deseo, no ha salido de su boca ni una palabra en otro idioma —dice su hermano con bastante seriedad—. Subestimas la devoción filial del pequeño Benoir, querida.
—¿Y con su primo? ¿En qué habla con su primo? —pregunta Marguerite.
Con su primo habla en sánscrito.
—Vamos, Mi, sé un poco más chic. Deja que tenga sus pequeños momentos de asueto, ¿vale? El gatito hace todo lo que puede para contentarte, y con eso debería bastarte. No le pidas imposibles —dice Armand—. Tu esposa es muy guapa, Vince, pero no tiene ni un átomo de paciencia debajo del maquillaje, ¿te has dado cuenta? Mimí, eres exactamente igual que papá. ¡Pero exactamente igual!
—Et quoi? ¿Y sigue llorando tanto, Armand?
¿Si llora tanto? Armand tiene que confesar que se está cansando un poco de este interrogatorio, y dice débilmente:
—Creo que no, chérie. Se refresca dándose una pequeña ducha cada mañana cuando se despierta y se da cuenta de que su maman no está. —Después de eso, todos parecen bastante seguros de que el resto del día será seco—. Desde luego, no ha habido inundaciones reseñables en el Delta, si es eso lo que quieres saber.
La familia se suele referir con «inundaciones en el Delta» a las frecuentes y abundantes lloreras de George.
—Bueno, por lo menos en eso ha mejorado. Gracias a Dios. ¿Y qué tal está comiendo?
—Estoy bastante satisfecho en ese punto. ¡Dios mío, Mimí! Vince debe de estar a punto de morir de aburrimiento… Todavía no está preparado para estos maratones telefónicos, y ahora lo sometes también a uno de tus terribles cuestionarios.
—¡Seguro que le permites que no coma lo que no le gusta! Ya te conozco, Armand. ¡Te conozco muy bien!
A él le encanta que ella lo conozca.
—Pero te aseguro que el gatito siente un gran entusiasmo por la cocina de Joseph. —Joseph es el maître-chef de Armand—. Los dos están completamente de acuerdo en todas las cuestiones vitales, como la tarte aux fraises y la glace aux mandarines. Han formado una entente extrêmement cordiale.
—Lo cual significa que prácticamente se alimenta de postres, supongo.
—Supones mal. El pequeño Benoir se come todo lo que le ponen en el plato, justo como tú le ordenaste que hiciera. Desde luego, adora los entremets de Joseph, pero adora todavía más a su maman. Su devoción por ti, ma chère, no deja nada que desear. Mimí —continúa Armand—, ¿podemos cambiar de conversación antes de que Vince se desmaye del ennui?
Una última pregunta.
—¿Os ha vuelto a molestar por la noche a Marie y a ti?
—Una vez —contesta lacónicamente Armand.
—¿Por un ataque? —pregunta Marguerite.
Por supuesto, responde Armand.
—No fue muy grave. Viv quiere decirte algo, Mimí.
—¿Qué pasó? —pregunta Marguerite al instante—. ¡Armand!
—Lo de siempre —dice Armand—. Lo acosté entre nosotros hasta que dejó de temblar. Después lo llevé de nuevo a su cama. Mimí, te suplico que no alienes más a tu marido con esta conversación espantosa.
—Ay, Dios… —suspira Marguerite—. ¡Ay, Dios!
Castleton vuelve a cogerle la mano y oye decir a su cuñado:
—No tiene por qué preocuparse, Vince. A veces sueña con su padre. Mejorará cuando te tenga cerca. —Y le dice a su hermana—: Te lo prometo, Mim. Ahora, habla un poco con Viv.
—¡Armand! —suplica Marguerite—, Armand, dime, ¿cómo respira, Armand?
—Cariño, no te disgustes así. No te disgustes, Mim.
Castleton le ha pasado el brazo por la cintura, pero ella ha vuelto a apartarlo.
—¿Cómo respira, Armand?
—Respira mal, Marguerite —contesta Benoir con un tono de voz frío y formal.
—¿Respira por la boca?
—Todo el tiempo. Y no le he corregido ni le he dicho que no respire por la boca ni una sola vez —dice Armand—. Porque me parece que es más importante que tu hijo consiga meterse algo de aire en los pulmones, n’importe comment. Y ahora —continúa Armand— esta conversación ha terminado.
Se niega a morir de ennui a los treinta y seis años. Le pasa el aparato a Bienville y se marcha sin decir ni una palabra más.
Castleton oye la voz, más áspera, de BienvilleBenoir saludando a su tía en francés.
—Bon soir, ma petite tante-chérie. Benoir estaba dando muestras de descontento. ¿Qué ha sucedido?
Castleton cuelga y se sirve una copa. Es incapaz de sentir ningún entusiasmo por el joven sobrino de su esposa, que, en su opinión, está muy pagado de sí mismo y es muy inferior a Armand en todos los sentidos.
—¡Vamos, vístete! —grita Castleton—. Ya son casi las ocho.
—¿Ese es tu inglés? —quiere saber el joven Benoir—. ¿Sigues casada con él, entonces? Tiens! —dice Bienville con voz de sorpresa.
—¡Mim! —grita Castleton.
—Bienville —dice Marguerite—, ¿tu primo está dormido? Ya voy, Vincent.
—¿Mi primo? Tengo dos primos —responde Bienville—. La niña monstruosa de Beau en realidad es un chico, ¿sabes? Y no sé si está dormida, me trae completamente al fresco.
Marguerite tiene dos hermanos, y Baudouin Benoir es el más joven. Es viudo y tiene una niña pequeña.
—¡Bienville, hablo en serio! —protesta Marguerite.
—Sí, mi primo Marie está dormido, si eso es lo que me preguntas. —Bienville siempre llama a George por su segundo nombre—. Lleva dormido desde las nueve en punto, satisfecho por sus victorias en la Clínica Benoir. ¿Quieres hablar con él? Lo despertaré encantado. Seguro que se tambalea de una manera adorable —bromea Bienville, riéndose—. Los magníficos profesionales de la clínica le han pinchado tantas veces el derrière que estoy seguro de que si lo pusiéramos en una victrola, sonaría una canción. Quería echarle un vistazo, pero el Delfín no me dejó. Lo protege con celo, estirándose la chemise decorosamente hasta los tobillos. Ese Delfín es un mojigato —dice Bienville.
—¡Vamos, cariño, ven de una vez!
—Ya voy. Dile a Nicole que me prepare el baño. Bienville, ¿Mumú lo ha llevado bien?
Bienville dice que está muy pálido.
—No estamos del todo seguros de que logre superar la noche.
Él se va a arriesgar y piensa ir a bailar con Elaine a un nuevo local nocturno que acaba de abrir ayer mismo. Es un sitio maravilloso, y todo parece indicar que seguirá siendo maravilloso durante por lo menos tres días más.
—Intenta convencer a tu padre de que vaya contigo —le pide Marguerite—. Tu papi es muy altruista.
No como su hijo. Bienville dice que hará todo lo que esté en su mano para convencer a Armand.
—Probablemente ya lo haya convencido la De Chassevent. Tiene un pecho maravilloso que le ha hecho a medida un nuevo cirujano plástico y, como es natural, está deseosa de mostrárselo al mundo.
—¡Dios mío! —exclama Marguerite—. ¿Le quedará algo suyo?
—El cariño imperecedero de tu hermano, tante Mimí —dice Bienville como quien no quiere la cosa.
Liane de Chassevent es la última amante de Armand, y desde el punto de vista de Marguerite, la liaison ya ha durado más de la cuenta.
—Vincent, cielo, dile a Nicole que empiece a desenredarme el pelo —pide Marguerite—. No sé si se piensa que voy a salir con esta pinta.
—No sería culpa suya —advierte Castleton—. ¡Mim, por el amor de Dios, deja de una vez el maldito teléfono!
—¿Por qué refunfuña?
—Me tengo que ir —informa Marguerite—. ¿Te veremos pronto por aquí, mon chéri?
Pero claro que sí. Tiene la intención de salir volando y aterrizar justo a sus pies. Le manda el ruido de un beso.
—Au’voir, au’voir, ma p’tite tante-chérie. Dejaremos a maman a cargo de tu hijo con el estricto mandato de llamarte si la palma, así que puedes descansar tranquila —dice Bienville, y después grita—: ¡Buenas noticias: Benoir ha aparecido resplandeciente! Va a venir con nosotros. Por cierto, ¿te ha contado lo del affair Delfín-Weber? Nunca he visto a papá riéndose tanto. La buena boche bramaba como una vaca de parto. «¡Este niñio es imbosible! ¡Me ha morrdido! ¡Inforrmarré a la señiorra, señiorr Penuarr!» Maman pensaba que Weber había pillado la rabia. Quería que Armand llamara al veterinario de Ouistiti. El Delfín estuvo maravilloso. Su calma y su dignidad fueron irreprochables —le cuenta Bienville a su tía—. Tienes un hijo maravilloso, Mimí. Me encanta —añade Bienville.
—Entre mi hermano y tú lo echaréis a perder —augura Marguerite.
—Ah, por cierto, tu hermano y yo hemos hecho una apuesta para ver cuándo empiezas a encontrarle defectos a tu ojito derecho. Yo digo que el domingo por la noche, antes de que haya pasado media hora desde que te lo devuelvan. Benoir es optimista y te da hasta el lunes. Nos jugamos una suma bastante considerable —dice Bienville—, así que no me defraudes.
—Mim, dile a tu sobrino que te suelte, joder. ¡Llevas tres horas al teléfono, maldita sea!
—¿Oigo acaso juramentos ingleses? —pregunta Bienville—. Te dejo con tu adorable marido. Au’voir, ma petite tante-chérie. Aquí viene papá a darte las buenas noches.
—¡Oh, no! —exclama Castleton, tirando de ella para sacarla de la cama—. ¡Tu familia está completamente loca, Mim!
—Es solo para darme las buenas noches.
Le han desarmado el peinado y desenredado el pelo. Castleton vuelve y se sienta de nuevo a su lado, cogiéndola por la cintura con ambos brazos, por debajo del pelo hermoso y cálido, y sonríe ante las apasionadas buenas noches que se dedican los Benoir.
—Bonne nuit, ma p’tite soeur adorée, à bientôt!
—Au’voir, mon Armand, mon frère aimé.
—Armand, por el amor de Dios, cuelga de una vez si no quieres provocar una guerra franco-británica.
Tirándole de las manos, ha conseguido que su esposa se ponga por fin de pie.
—Me había olvidado de contártelo, Vince. Ahora estás incluido en las oraciones del gatito —dice Armand—. Resulta que la lista ya es tan tremenda que el piadoso gatito tarda como mínimo media hora en mencionarnos a todos. Mami me ha contado que reza por todos los habitantes de la casa sans faute matin et soir. Eso servirá para que nos perdonen unos días de purgatorio, ¿no, Vince? Solo Weber y Merrick tendrán que cumplir su pena íntegra. Por lo que he podido entender, ninguna de ellas aparece en las oraciones del pequeño Benoir. Ni las nombra —concluye Armand, riéndose descontroladamente.
—Dale las gracias de mi parte, ¿vale? —dice Castleton, cuya fuerte carcajada inglesa estalla en el oído de su cuñado—. ¡Mim, me muero de ganas de volver a ver a tu niño!
—¡Mon dieu, Armand! Espero que eso no signifique que George está entrando en una fase religiosa.
El fervor religioso del Delfín era otra de las bromas familiares.
—Vamos, Mim, no irás a empezar otra conversación, ¿verdad? —Castleton la aparta del teléfono con la pierna—. Te lo prohíbo terminantemente, como dicen los Benoir.
Tiene razón.
—Ese pobre animal tuyo por lo menos tiene derecho a terminar su luna de miel en paz —dice Armand—. Yo también me tengo que ir. Liane está dando muestras de una paciencia extrema, lo cual es muy mala señal.
—Au’voir, mon chéri —se despide Marguerite, colgando por fin. Se queda de pie junto al teléfono.
—Vamos, cariño, date un baño. Nicole ya te lo ha preparado tres veces. Se supone que tenemos que llegar a las siete… —dice Castleton—. ¿O no quieres ir? ¿Quieres que llame a los De Courcelles, Mim? —pregunta Castleton—. ¿Mim?
Ella no contesta ni se mueve. Él está atónito ante la expresión de su rostro.
—Mim, ¿qué pasa?
—Es un desastre de primer orden, Dios mío —se lamenta ella en voz baja.
—Vamos, cariño, no te pongas así. ¿Cómo puedes decir eso si ni siquiera has visto el informe médico?
No se trata de eso, en absoluto, dice Marguerite con impaciencia. No está para nada preocupada por ese tema. Al menos tres médicos le han asegurado que lo más probable es que cuando el niño cumpla catorce años goce de una salud normal. Es la interrupción constante e interminable de la educación de su hijo lo que le resulta desesperante.
—¿Te das cuenta, mon cher, de que mi hijo tiene nueve años y carece completamente de educación? Sabe leer y escribir, pero nada más. Y ahora se va a perder por lo menos otro mes de estudios porque esas dos imbéciles de Weber y Merrick han decidido coger la varicelle.
¡Han decidido cogerla!
—Mim, eres un encanto —dice Castleton, abrazándola—. En cualquier caso, no creo que eso le quite el sueño al chaval.
Un comentario poco atinado, desde luego. La educación es un tema que los Sioux se toman muy en serio.
—¡Vincent, por favor! —estalla ella, enfadadísima—. ¡Ahórrame tu filosofía inglesa! ¡Mumú ya iba lo bastante retrasado en sus estudios antes de que tuviera que tomarse esas innecesarias vacaciones!
La verdad es que están completamente rodeados de tontos, y que su hermano se ha casado con la más tonta de todas.
—Vamos, cariño, déjalo ya —la tranquiliza Vincent, y se pone a besarle el cuello.
Ella está segura de que nada de eso habría pasado si la tonta de Marie hubiera sabido ejercer algún control sobre la gente que la rodea.
—Es totalmente incapaz de llevar una casa. Es un gran milagro que no le hayan pegado a Mumú la varicelle. Probablemente se le manifestará en cuanto ponga un pie aquí.
Marguerite dice que nunca deja de sorprenderle que Bienville haya salido tan bien. Desde luego, no es gracias a la tonta de su madre, que jamás ha tenido la menor idea de cómo criar a un niño.
—Mi pobre hermano se ha visto obligado a llevar todo el peso en ese sentido. Siempre. Ha tenido que ocuparse de todo. Y ahora, encima, gracias a ese imbécil de Courvoisier, va a tener que traerse a Mumú en barco. Se aburrirá como un muerto.
—También puedo ir a buscarlo yo —se ofrece Castleton—. Yo no tengo la capacidad para el aburrimiento que tiene Armand.
Ni hablar. Marguerite le asegura que ni ella ni su hermano permitirían que él se encargase de esos asuntos.
—Un niño enfermo. ¿Te imaginas todo lo que implica eso?
—Es solo una excusa —bromea Castleton—. Probablemente creas que no sé lo atractivo que resultaría para toda la gente que viajara con nosotros, ¿verdad? Eres una madre de lo más arrogante, Mim.
—Por favor, Vincent, no empieces con tu humor inglés. No me hace ninguna gracia —le asegura.
De acuerdo. Él sigue sonriendo, pero tiene los ojos más grises que nunca.
—Vale, no insistiré con lo de ir a buscar al niño, pero, cuando esté aquí, espero que me dejes echarte una mano con él de vez en cuando. Armand no puede quedarse para siempre y, además, para eso tienes un marido. Haría lo que fuera por ti y por tu hijo. Cualquier otra posibilidad es una tontería, una tontería inmensa —dice Castleton, secándole los ojos. Se sorprende ante las lágrimas de ella. Es la primera vez que la ve llorar.
—Oh, Poilu, eres muy bueno conmigo… —susurra Marguerite—. Te quiero muchísimo, Poilu.
Eso está mejor.
A él le gusta cómo lo llama en la intimidad. Es un poco raro, porque comparado con la media él no es peludo en absoluto, pero Mim insiste en que nunca había visto un hombre con pelo en el pecho antes y en que ninguno de sus dos hermanos ni su padre tenían pelo en el pecho. Tampoco su primer marido.
—Georges tenía todo el cuerpo suavísimo. Era como la seda, Poilu.
—¡Mira qué bien! —dice Castleton. Nunca sabe qué decir cuando Mim menciona a su primer marido.
Ella le ha metido la mano por debajo de la camisa y le está acariciando el pecho.
—¿Y qué pasa con Davis?
—Los animales salvajes no cuentan —contesta ella alegremente.
Él llama a la doncella.
—Date un baño, cariño. Deja que la pobre mujer termine de una vez, Mim. Yo voy a llamar a los De Courcelles para decirles que no podremos ir.
Ella quiere que sea él quien la lave.
—¡Poilu!
Un segundito.
—¿Qué les digo, Mim? —grita Castleton con el teléfono en la mano.
¡Buf! ¡Cualquier cosa! ¡Lo que se le ocurra!
—No hace falta darles explicaciones. No vamos a ir, voilà tout.
Toujours la politesse.
—Fíate de los franceses —dice Castleton—. ¿Hola?
2 · Un artículo sofisticado
Cuando sale del baño, parece más contenta y relajada.
—Ya ha llegado mi escritoire de París, Poilu —dice sonriendo—. ¿Vamos a ver cómo queda? Lo han puesto provisionalmente en el salón grande.
—Sí, vamos.
Van juntos a ver el escritorio. Al niño de Mim le apasiona tanto que se lo han traído con ellos.
—En este momento, es su gran amor —afirma Marguerite—. Se quedaría mirándolo boquiabierto durante horas si lo dejaran. Así a mi burrito le resultará más fácil sentir que está en su casa.
Pobre Mim. Se ha llevado un amargo desencanto con la cuestión del retraso. Él, en su fuero interno, está encantado. Eso les permite pasar seis días más juntos, lo cual es maravilloso porque, desde luego, está completamente colado por ella.
—¿Te gusta, Poilu?
Es una pieza muy bella, de 1797, más o menos, de madera de tulípero con incrustaciones de palisandro. Se construyó allí siguiendo un diseño francés, y está adornado con diecisiete medallones exquisitos, cinco grandes y doce pequeños, con forma oval y de porcelana de Sèvres, todos enmarcados con unas cenefas de bronce dorado que casi se rozan entre sí. Estos medallones muestran escenas de la vida en las Indias Occidentales. En los más grandes aparece representada la felicidad doméstica del joven plantador francés y su esposa recién importada ante una gran mansión con soportales que se divisa claramente en el fondo.
Los óvalos más pequeños, los que más le gustan a Castleton, son muy variados y alegres. Algunos simplemente muestran unos campos llenos de penachos de maíz, algodón, azúcar, arroz y añil contra un cielo cerúleo. En otros se ve a unos esclavos recogiendo la cosecha o dedicados a diversas labores agrícolas.
Los esclavos hombres van vestidos con unos pantalones bombachos adornados con alegres rayas y unas camisas muy blancas, desgarradas con mucho cuidado desde el cuello hasta la cintura, que dejan al descubierto sus espaldas y pechos. Las mujeres van completamente desnudas, salvo por unos grilletes que llevan colocados con delicadeza en sus extremidades. Sus sonrosadas mejillas y sus nalgas llaman la atención.
También hay un par de caribes, ataviados solo con unas plumas escarlata, que merodean en el opalino fondo de la imagen, donde vuelan unos papagayos cuyas colas parecen dagas, y unos pequeños simios se columpian entre las copas de unos árboles inmensos y de aspecto francés.
El medallón del centro, que es el más importante, presenta a la joven pareja, que a Castleton le parece igualita a Benoir y Marie, paseando de la mano por una amplia avenida de árboles, podados al estilo de Versalles pero cubiertos de enredaderas y plantas trepadoras tropicales, intercalados con palmas de hojas semejantes a plumas. La mano izquierda del joven plantador se entrelaza de un modo un tanto infantil con la de su aniñada esposa, y en la derecha lleva un pequeño látigo, probablemente para controlar a un perrito blanco con una cola algodonosa que juega a sus pies.
Atienden a la pareja unos esclavos que portan unas pequeñas copas de negus en una bandeja de oro y un parasol escarlata que sostienen sobre la cabeza de su pequeña ama para protegerla del sol poniente.
Una joven nodriza, que lleva al primer vástago del matrimonio sobre un almohadón, cierra la marcha. A Castleton, esta niña ojinegra, que observa toda la escena sin pestañear desde debajo de un sombrero elegante y absolutamente cautivador adornado con plumas de avestruz, le recuerda al hijo de Mim, al que no ha visto más que unas pocas veces en París durante el breve tiempo que estuvieron prometidos.
Todo el mundo le había asegurado que al Delfín le aterrorizaba más Castleton de lo que a él le aterrorizaba el Delfín, y que esos arrogantes silencios y esas miradas fulminantes que le lanzaba desde el escondrijo de sus largas pestañas no eran más que las manifestaciones de una timidez paralizante, pero eso no impedía que Castleton se sintiera como un apestoso.
¡Dios, la familia!, piensa Castleton. Espero que no sea demasiado pesado. Y dice en voz alta:
—Tu escritorio es extraordinario, cariño. No me extraña que a tu niño le guste tanto. Me encanta que esos colonos sean igualitos a tu familia, Mim. Ninguno tiene más de quince años y todos son increíblemente sofisticados. Esa niña terrorífica del sombrero hasta podría ser el Delfín, ¿verdad? ¡Nunca he visto tanta seguridad en alguien tan pequeño!
—Ojalá mi hijo tuviera la mitad de aplomo que ella —dice Marguerite con cierta tristeza—. Esa es una cualidad de la que, por el momento, carece.
En cualquier caso, no le sorprende en absoluto que Castleton encuentre un parecido. El escritorio es una obra hecha de encargo para conmemorar la primera unión de las casas de Bienville y Benoir, y los medallones fueron pintados especialmente para la ocasión por L’Estoque y llevados desde París a la Martinica por un mensajero especial y muy caro que no lo tuvo nada fácil para cumplir con su misión debido al bloqueo.
Se decía que, durante el Consulado, Napoleón había querido hacerse con el escritorio para regalárselo a Josefina y había llegado a ofrecer unos dos mil luises por él, pero los Benoir habían rechazado la oferta.
—¡Mis parientes, menudos tontos! —dice Marguerite encogiéndose de hombros. Castleton tiene que admitir que no es una dama especialmente sentimental. Ella le pregunta, sin demasiado tacto—: ¿Te interesan las viejas historias familiares?
Mucho, ya que atañen a su familia.
Entonces podrá entretenerse con estas durante un cuarto de hora. Ha sacado un montón de papeles viejos de un cajón y se los está lanzando alegremente.
—¡Toma, cógelos! Ahora te vas a enterar de dónde te has metido, amigo mío.
Él examina los papeles con Mim sentada en su rodilla. Ella, ya un tanto aburrida de todo el asunto, observa sus rasgos en un acceso de afecto conyugal.
—Hay cinco colores distintos en tus ojos, Poilu. Los acabo de contar. ¡Vaya idea, tener unos ojos de cinco colores!
Los suyos brillan como alquitrán líquido.
Casi todos los papeles son facturas, registros de los esclavos comprados para las plantaciones que los Benoir adquirieron en el Delta del Mississippi o de los sirvientes domésticos de la mansión de Nueva Orleans. La familia de Mim había escapado de la Martinica durante la insurrección de los esclavos para instalarse en Louisiana.
—Ay, qué aburrimiento… —suspira Marguerite, y le da un beso en la nariz a su marido. Ya ha terminado de examinar sus rasgos—. Enséñame los dientes, Poilu.
Hay dos órdenes de castigo para un par de tipos que estaban en la trena. Están escritas en francés. Una consiste en aplicar una docena de latigazos con «cierta severidad, pero al mismo tiempo sin excederse». La otra, en cincuenta golpes «que deben ser propinados vigorosamente y sin cuartel». Ambas están firmadas «A.-M. Benoir», con una tinta que todavía parece fresca, lo cual resulta asombroso. La alegre caligrafía, tan característica de los Benoir, podría ser perfectamente la del hermano de Mim.
Mim le suplica que le deje ver sus dientes.
—¡Enséñamelos, enséñamelos, Poilu!
También hay algo que podría considerarse un catálogo de esclavos, con listas de precios, clasificaciones y descripciones de la mercancía en español y en francés, así como en una especie de jerga esclavista yanqui particularmente horrible, cuasi cómica, muy similar al lenguaje de Simon Legree. Es una compilación exhaustiva que anuncia la «importación directa de negros salvajes», desde «negros bravíos de la Costa del Oro» y «sementales de Zanzíbar, hembras muy parideras» hasta «ventajosas condiciones para la compra de cáfilas para plantaciones grandes» y «los más educados artículos para el establecimiento elegante de la ciudad».
—¿Qué es la compra de cáfilas? —quiere saber Castleton.
—Es cuando compraban un montón de negros encadenados, tal como se bajaban del barco —contesta ella, bostezando.
No puede imaginarse cuál era la ventaja de comprar esclavos de ese modo, ni que los Benoir lo hubieran hecho nunca.
—Muchos estarían enfermos —explica Marguerite—. Una cáfila podría contagiar a toda la plantación.
Además, los negros llegaban completamente salvajes y necesitaban una doma especial antes de poder ponerse a trabajar en los campos, aunque fuera en las labores más sencillas. Marguerite dice que está segura de que el riesgo y los incordios que implicaban las transacciones de esa clase no compensarían los escasos cientos de dólares que se ahorrarían al hacerlas. El tipo de chanchullos que se hacían en esa época, voilà tout.
—Me gustan tus dientes, por cierto —comenta Marguerite—. Esos colmillos de lobo no están nada mal.
—¡Eres un monstruo! —dice Castleton—. Nada de esto te importa un bledo, ¿verdad?
¿Por qué habría de importarle? Parece que todo ese asunto concluyó hace casi cien años.
—¿Qué es un bledo? Supongo que no es algo muy halagador para mí, ¿no?
Desde luego.
—¡Mim, mira esto! —Ha encontrado un anuncio especial, con unas letras grandes y negras como el carbón, y salpicado con abundantes signos de exclamación—. ¡¡Solo mediante negociación privada!! ¡¡¡Venta inmediata!!! ¡¡¡Un artículo sofisticado especialmente criado para el mercado de lujo de Nueva Orleans!!! Niño listo y vivaracho. Óptimas condiciones. 9 años aprox. Sin marcas. Sin olor, garantizado. Vocabulario fino. Para ayuda de cámara de un caballero o para distraer a una dama. Propiedad de una familia de N. O. que debe marcharse. Escribir o llamar al Banco de Plantadores, Saint Felicien y Canal.
¿Por qué se alborota tanto? No era tan raro encontrar anuncios como ese.
Hay un signo de interrogación a su lado, escrito evidentemente con la pluma de A.-M. Benoir.
—Apuesto a que compró a ese pobre cabroncete.
¿Y qué?
—Si se parecía en algo a mi hermano, tu cabroncete no tendría ningún motivo para quejarse —señala Marguerite.
¿Y esas excursiones a la trena? ¿Y esos cincuenta golpes point de quartier?
Hay que mantener un cierto margen de tolerancia, pensar en que eran otros tiempos. Ella no cree que los ingleses fueran mucho más bondadosos.
—¿Qué me dices de los niños que trabajaban en las fábricas et tout ce truc là? Ni siquiera eran blancos —dice Mim, que no solo es una chica muy leída, sino que además aplica la lógica de una manera aplastante.
Él niega con la cabeza, fingiendo desesperación.
—Una panda de negreros, eso es lo que es tu familia.
¡Bueno! ¡Caramba! Todos los que podían considerarse alguien, en esa época, eran unos negreros. Salvo los idiotas de los Castleton.
—¿Todavía no te has cansado de esas viejas porquerías, Vincent?
Sí. A guardarlas, que se le están poniendo los pelos de punta. Todos los papeles huelen muy fuerte al sándalo con el que está revestido el escritorio, al igual que un pequeño látigo que parece lleno de vida, con su brillante mango lleno de abalorios, y que había permanecido oculto entre los antiguos documentos durante un montón de tiempo, como una serpiente en un racimo de plátanos, y ahora parece querer escabullirse contorneándose sobre la alfombra.
—¡Vaya! —Castleton lo recoge—. ¿A quién pertenece esta cosa tan bonita?
Se trata de un instrumento de aspecto aterrador, hecho de cuero sin curtir trenzado sobre una barba de ballena con una elegancia no exenta de cinismo.
—Es un soupir d’amour —le dice Marguerite.
—¿De qué?
—D’amour, mon amour. Se llamaban así porque se supone que el ruido que hacen se parece a los suspiros de una joven enamorada.
—¡Ah! —exclama Castleton—. ¡Qué bonito!
¡Fiu! ¡Fiu! Marguerite lo hace suspirar un par de veces.
—¿Te gusta, Poilu? ¿Quieres que suspire así cuando me hagas el amor?
—No hace falta que te tomes ninguna molestia especial en ese sentido —dice Castleton.
Hay algo desagradable en la forma en que el látigo se mueve nerviosamente entre las manos de ella.
—Tiene más de doscientos años —dice.
De hecho, es el original del látigo que aparece en el medallón grande del escritorio. Se produjo una controversia muy aburrida al respecto cuando el escritorio se expuso en la Expo des Beaux Arts de París, el año anterior. Al principio, muchos expertos pensaban que el látigo era para usarlo con el perro, pero después se demostró que solo se empleaba para disciplinar a los sirvientes domésticos o a los esclavos especiales a los que, por alguna razón, no querían desfigurar en la trena.
¡Menudo lío! De todas formas, ¿a quién le importa para qué se usaba?
—¿Te imaginas lo bien que se portaría el servicio si la ley permitiera seguir usando estas cosas? —pregunta Marguerite, soltando una risita.
Menos mal que no está permitido, entonces.
—Déjalo, Mim. Tienes una pinta abominable con eso en la mano.
Ella piensa que, por el contrario, le queda muy bien, y es una verdadera lástima que esté prohibido usarlo. Sin ir más lejos, se le ocurren unos cuantos en quienes fomentaría una actitud más saludable en relación con su trabajo.
Lo dice en serio. Por supuesto, está esforzándose al máximo para hacerle perder los estribos, pero eso lo dice en serio.
—Eres un monstruo —dice Castleton, riéndose.
Y él es un gran romántico, como su hermano Benoir.
—Se va a poner furioso conmigo por no haber tirado todas estas porquerías hace tiempo. Préstame tu cara, Poilu.
Entonces se pone a mimarlo con energía y fruición, explicándole entre besos triunfantes:
—Mi noble hermano es de la opinión de que, en pleno siglo xx, no debería haber lugar para ni siquiera un pobre e inocente soupir d’amour. Mi noble hermano considera que son cosas que habría que relegar a los museos de historia social, donde pueden servir para ilustrar a los sectores más responsables de la burguesía durante las tardes de domingo lluviosas, suponiendo que la burguesía no prefiera quedarse en la cama haciendo el amor los domingos lluviosos tras dar muestras de su responsabilidad echando a sus hijos a la calle a pesar de que llueva. ¡Esta es la ponderada opinión del noble pollino de mi hermano! —grita Marguerite, que ha parado de dar besos y ahora está examinando el resultado de su trabajo con una satisfacción absoluta—. Has recibido exactamente treinta besos. Una docena en cada mejilla y seis muy especiales en la boca. Firma, por favor —ordena Marguerite bruscamente.
Mientras él se los está reembolsando (¡Estafador! ¡Estos no son mis besos! ¡Quiero recuperar mis besos! ¡Eran mucho más agradables que estas cosas miserables, inmaduras e inglesas que me has endosado!), Marguerite confiesa que sospecha que hay otro miembro de su familia que también alberga fantasías sumamente inadecuadas. Su noble mocoso. Por suerte, lo han pillado siendo muy joven. Todavía estamos a tiempo de conseguir que se reconduzca.
—¡Fiu! ¡Fiu! —grita Marguerite. De lo contrario, se encontrarán con un segundo Benoir entre los brazos—. Con el lote que tenemos nos basta.
¿Y qué tiene eso de malo?
—Piénsalo: Armand es muchísimo más majo que tú.
Ella está de acuerdo. De todos modos, con un santo en la familia nos sobra.
—Ah, a ese ya no le pienso aguantar ni una tontería más. Una palabra fuera de lugar y ¡fiu! ¡Fiu! Je lui fais cuire la peau! —grita Mim, que está muy animada y juguetona—. ¡Ay, ay, tu cara, Poilu!
—Ven aquí, bruja. No sé por qué, pero te quiero.
Pero ella se ha puesto seria de repente.
—¿Vas a querer también a mi pobre Mumú, Poilu? Echa tanto de menos a Georges… Por favor, quiérelo. Hazlo por mí.
—Lo intentaré con todas mis fuerzas, ¿vale? —dice Castleton, sonriéndole.
—O, mon homme… —suspira Marguerite—. Imagínate, su primo me ha contado que esos imbéciles de la clínica le han destrozado el trasero, pobrecito. Pauv’ p’tit bonhomme! Dice Bienville que lo han dejado lleno de marcas de pinchazos. ¿De qué te ríes, Vincent? —Y añade, muy seria—: Tiene un trasero muy bonito.
Lo habrá heredado de su mamá.
Ella se ríe.
—Pero no ha heredado mis digestiones —lamenta Marguerite—. En el barco lo va a pasar fatal. Armand acabará desesperándose.
—Lo hace por ti, cariño. Te adora, y supongo que también adorará a tu niño.
—No, no —dice ella—. No lo adora en absoluto.
Él se queda tan estupefacto ante esta respuesta que no puede contestar nada.
—Armand es demasiado bueno para dejar que se le note, pero yo sé que prefiere no tener al niño cerca salvo que sea imprescindible. Ya te darás cuenta cuando vengan. Se parece demasiado a maman, mi pobre Mumú. Mi hermano quería a nuestra madre con locura. Creo que cuando murió, a él se le rompió el corazón —dice, sonriendo—. Y mi pequeño tesoro no tiene ni idea. Él quiere mucho a su tío Benoir, y a ti también te querrá mucho. Tiene una capacidad de amar infinita.
—¡Qué bien! Me gustan los niños cariñosos…
La abraza de tal modo que es capaz de percibir el fuerte contraste entre la coqueta delicadeza de sus rasgos dieciochescos y el brillo sombrío de sus ojos, que evocan las Indias Occidentales. Es la perspectiva que más le gusta de ella.
Mim parlotea felizmente sobre su bombón.
—Te va a divertir. Es un niño muy poco elegante. No es nada reservado. ¿Te molesta que yo sea tan reservada, Poilu?
—Vamos a ver… —La besa en el rostro y toma una decisión—: Ya me he acostumbrado a eso, creo.
—Mumú es la sinceridad personificada, ¿sabes? Aunque sepa que lo van a castigar, es incapaz de decir mentiras.
—¡Qué bien! —exclama Castleton, que todavía está disfrutando de la perspectiva.
—¡No crees ni una palabra de lo que te estoy diciendo! —exclama ella, ofendida.
Sí que le cree. Ese es precisamente el problema, todas esas virtudes que ella dice que tiene. Solo espera poder estar a la altura. Pero a ella no le hace gracia, así que le dice, con tono de reproche:
—Tiene un temperamento muy dulce. Georges lo llamaba Mumú cuando era pequeño, porque era suave como un gato. Es muy bueno, Vincent —afirma Marguerite—. No hay nada en él feo ni malo. —Todo su ser rebosa amor cuando habla de su hijo—. Es un pedazo de pan. ¿Sabes lo que queremos decir cuando decimos eso en Francia, Vincent?
Él lo sabe, desde luego. Y sabe también quién es parcial ante un rico trozo de corteza.
—Pero yo no lo mimo en exceso —le cuenta Marguerite, muy seria—. Lo quiero demasiado como para permitirle que se convierta en un fastidio. Desde luego, George estará terriblemente consentido cuando vuelva de París. No se puede esperar nada de esa familia suya. Y, desde luego, a monsieur le encanta que lo dejen hacer siempre lo que le da la gana. Es su único defecto importante —continua Marguerite—, pero ya me ocuparé de ello.
—No me cabe la menor duda.
—No soy muy blanda con él. Armand me lo reprocha a menudo.
—Armand es un lelo y tú eres una lela también, pero aun así te quiero mucho, mucho.
—Yo también te quiero, Poilu. —Sujeta las manos de él contra su pecho—. Cuando vuelva a estar con Mumú…
—¿Sí?
—Te haré un regalito, solo para ti.
—¿De verdad?
—Será solo para ti —susurra Marguerite—. Un regalito con los ojos grises. ¿Te gustaría, Poilu?
Le gustaría muchísimo.
Y, entonces, ¿de qué se ríe?
—Es solo una treta para que no te apropies de todo.
Ah, que no empiece de nuevo con esas tonterías porque entonces ella sube a vestirse. Siente que esa actitud es muy boba. Parece muy enfadada, y cuando él trata de ganársela elogiando al niño, ella contesta con desdén:
—A mí no me importa que mi hijo sea guapo o no. Me preocupa mucho más que se esfuerce con los estudios y que aprenda a comportarse.
Bueno, bueno. Es una chica encantadora pero un poco rara. Se la sube a las rodillas para hacerla sonreír.
—¿Qué te gustaría hacer esta noche, cosita preciosa?
—Me gustaría quedarme en casa contigo —contesta ella de inmediato.
Es una respuesta muy de su agrado.
—No mires ahora, pero se acerca un besazo enorme.
Ella yace entre los brazos de él, muy satisfecha.
—Mumú va a abrir mucho los ojos cuando te vea, Poilu.
—Ya me ha visto —dice Castleton—. Nos conocimos en París. ¿Te acuerdas? Cuando tú y yo estábamos prometidos, o al menos eso creo.
—¡No te ha visto! —insiste Marguerite—. ¿Cuántas veces hay que decirte que ese burrito tenía tanta vergüenza que no levantó la vista del suelo?
—Entonces me verá el domingo. Espero que me conceda su aprobación —dice Castleton, que ya está casi hasta el gorro del Delfín.
—Le prepararé su postre favorito —murmura ella—. Estará feliz. Es un cerdito absoluto en lo que respecta a los dulces. También podría encargárselo a las cocineras, pero si se lo hace maman, le sabe el doble de rico. Empezaré mañana. Ese postre hay que hacerlo por lo menos un día antes —dice.
Pero mañana todavía es lunes.
—George no llegará hasta el domingo, pequeña.
Por si le interesa, él también está contando los días.
3 · El Delfín
Dos Rolls blancos y largos, enarbolando la tricolor, entran en el patio y se detienen.
El segundo coche, «la ambulancia», como lo llaman los Sioux, es el del niño. Está equipado con un asiento especial que se puede convertir en cama.
El cuñado de Castleton, Armand Benoir, es el primero en bajarse de un salto. Es un pequeño Adonis con una sonrisa vivaracha. Saluda a su hermana alegremente.
—¡Mimí, ha llegado el populacho! —La abraza con ternura durante un rato largo—. ¿Dónde está ese sufrido animal de tu marido?
Saluda a su cuñado besándolo en las mejillas.
—Mi pobre Vince, ¿podrás soportarlo? Todavía estás a tiempo de mandarlos de vuelta.
Todo el mundo sale de los coches al mismo tiempo. Parece que su número es infinito. Mami y Albert, el ayuda de cámara y la nodriza de George, ambos de color, y una niñita delgada y amarillenta que es su hermana de leche, Dedé. Un individuo que parece beodo y lleva un impermeable corto resulta ser el guardaespaldas del niño, Deckers, de la Agencia Duval.
Maurice y Marcel, los dos chóferes franceses de Marguerite que han traído los coches en el ferry y que van a formar parte de su personal permanente en St. Charles Street, comienzan a sacar el equipaje de los maleteros.
Los dos ayudas de cámara de Armand, Achille e Hippolyte, salen en último lugar. Achille lleva en brazos a la mascota de Armand: Ouistiti, un mono capuchino.
—¡Eh, Vince! —dice Armand—. Aquí viene el ligue de Mimí. ¡Más te vale ir con cuidado, compañero!
El hermoso y pálido hijo de Marguerite, Georges-Marie Benoir, se escapa del segundo coche, esquiva a su nodriza y sube a toda velocidad las escaleras hasta los brazos de su madre, como un pájaro que ha quedado en libertad.
—Maman! Maman!
Tiene la voz aguda y dulce. Castleton no ha visto nunca a nadie tan pálido. Su gorra y el forro de su abrigo son de nutria marina negra. Sus ojos son de un negro puro e increíble. Tiene nueve años, pero parece más pequeño. Desde su británico punto de vista, Castleton no le echa más de siete.
—Ya crecerá, no te preocupes. Mimí, Vince piensa que lo hemos timado con el gatito.
Ella besa a su hijo, devolviéndole cada beso que le da él.
—Alors, ¿estás feliz de estar de vuelta? ¿De verdad estás tan contento de verme, Mumú?
El niño se aferra a su madre con tanta fuerza que parece una pequeña extensión de ella. Los sirvientes de Marguerite se ocupan del equipaje, que parece copioso, a pesar de que se supone que el grueso de las cosas del niño ya fue enviado con antelación. Colocan las maletas en dos montones. Todas están marcadas con las iniciales G.-M. B. o A.-M. B.
—Me parece que otra vez se han vuelto a olvidar de traer la mitad de las cosas de Mumú.
Ambos hombres sonríen; es la típica reacción de Mim ante cualquier cosa chapucera o desorganizada. Pese a estar sumamente feliz por el reencuentro con su hijo, la holgazanería del servicio de su hermano le resulta irritante. Considera que los empleados de Auteuil son una pandilla de incompetentes, incapaces de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas.
—Tienen suerte de tratar con Marie y no conmigo.
Armand coincide amigablemente con el juicio de su hermana.
—El gatito y yo teníamos la esperanza de que el amor fuera ciego, pero a ella no hay forma de ocultarle nada, Vince.
Se meten en la casa, todos en tropel, con Castleton cerrando la marcha. Armand ha pasado el brazo por encima de los hombros de su hermana y ella lleva a su pálido hijo de la mano. El salón se llena de sus voces desenfadadas, con ese tono típico de la clase alta francesa. El niño habla arrastrando las palabras con su voz aguda y dulce.
—¿Qué tal, Mumú?
Marguerite sonríe ante los ojos negros de su hijo.
—No sé qué más se habrá quedado olvidado en París, pero seguro que tu lengua no.
Como es habitual, su tontito está intentando contarle todo a la vez.
—¡Ay, mamá, ha sido mucho tiempo! —grita el niñito.
Ella lo interroga en voz baja.
—¿Has sido bueno? ¿Has comido bien? Dime, ¿has sido obediente, Mumú?
Por supuesto que sí, se ha acordado de todas esas cosas.
—¡Ay, ha sido muchísimo tiempo! —grita George.
No es un comentario muy amable por lo que respecta al tío Benoir.
—¡Le has dado muchos problemas, malandrín!
El tío Benoir le perdona la franqueza.
—Estaba como loco por reunirse contigo, Mi.
—¡Ay, mamá, estoy a punto de morir de placer! —grita George, que le está dando unos sorbos al oporto frappé de la copa de su madre.
Ella espera que logre postergar su defunción al menos hasta que le haya dicho «Bonjour» a su nuevo padrastro.
—Si no, no sé qué va a pensar de tus modales —dice Marguerite—. ¿No has visto al señor Castleton, George?
—Sí, mamá. ¡Ay, mira, está ahí tomándose un whisky con soda! —susurra George, al que le han servido, quién lo iba a decir, un vaso de eau sucré. Muy educado, junto a su madre, grita—: Bonjour, monsieur.