Los sueños son los días que faltaron - Alejandra Urdangariz - E-Book

Los sueños son los días que faltaron E-Book

Alejandra Urdangariz

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En estos relatos, los personajes lidian con la pérdida, la identidad y con cierta imposibilidad de escapar de sus circunstancias. A través de una prosa intensa y evocadora, cada historia, cada espacio, se transforma en un fragmento de vida y una hipótesis social. Son piezas de un rompecabezas de emociones humanas complejas, y, muchas veces, desgarradoras.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


ALEJANDRA URDANGARIZ

Los sueños son los días que faltaron

Urdangariz, Alejandra Los sueños son los días que faltaron / Alejandra Urdangariz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6224-1

1. Cuentos. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

El tapado

El tumor del barrio

Temor no es un verbo

La pregunta

Estación PH

Cien gramos

La garra de Carita

Yerba fría

Pechito de cerdo

Virginia

Menú del día

Demasiado humano

Baño químico

El deseo de Nina

El ojo en el vestido

La bomba

Vocación

Dedico estas páginas, con cariño y agradecida, al Vasko y a mi Gloria de madre. A la familia toda. A quienes me acompañaron con sus lecturas y miradas, Clelia Meca, Edgardo y Estela Tabasco, Paula Eguia y Esteban Da Ré. A Elsa Drucaroff y a cada persona que se brindó enseñándome. A los ojos de Nayra, a los cachetes de Bruno y a la compañía única de Fede. A la influencia infinita que son los días compartidos con mis estudiantes de la EES 12 (Valentín Alsina). A mis compañeras y compañeros de trabajo. A los rulos de Octavio y a mis sobris. A la potencia de mis amistades de todas las vidas.

El tapado

Toqué con suavidad el timbre de abajo. No podía pasar por la casa de la tía sin antes ver a Lidia. No iba a ser sorpresa porque habíamos quedado en eso tras el entierro. Escuché el ruido de su puerta del fondo, sus pasos y como anudados en una misma soga sentí: la vainilla en la leche tibia, el hule de flores, la oscuridad de su departamento.

—¿Sos vos, nena? ¿No? —me dijo— mientras metía la llave, con algo de torpeza, en la cerradura de la puerta de calle.

Al escucharla, los nudos continuaron: el pasillo con los macetones quebrados, los helechos, las tardes sobre las baldosas color granate y canela, la humedad de ese pasillo extenso y estrecho: mi infancia.

Uno se va haciendo grande cuando deja el pasillo como un lugar donde jugar. Cuando se pone la pava solo para el mate. Cuando condimenta picante la comida. Cuando se hace un buen café o se lo pide solito al mozo imitando el gesto. Y madura cuando le limpia la cola a un familiar enfermo: bueno, yo nunca se la limpié. Los días y noches que pasó en el hospital le pagué a una enfermera. Reniego, claro, pero todavía sigo siendo una nena, ¡la nena! Los chicos no se redimen. No limpian enfermos.

—¡Nena, ¡qué bueno verte! ¡Pasá! ¡Pasá, hermosa! —dijo Lidia, y el desabillé gris de la querida vecina, y amiga de mi tía, podría haber entrado como nudo en la soga de mi memoria, pero, por suerte, estaba llena.

Me esperaba una charla amena con mates y edulcorante antes de tomar coraje y entrar sola en el departamento. Quería dilatar ese momento y Lidia era una dulce excusa; además me llevaba de una mano apretándome bien fuerte, pero en mí no había forma de sentir el departamento de mi tía como “mi casa”. Ese lugar me daba tristeza y era lo único mío que se podría llegar a encontrar ahí: tristeza y el recuerdo de mis cumpleaños.

El “festejo” consistía en darme un regalito —una colonia barata—, un beso en la frente y mi comida preferida: albóndigas con puré. De pequeña lo disfrutaba, mi tía me mandaba a bañar para que estrene el perfume y me vestía con ropa limpia y de salir. Este ritual tenía algo que me regocijaba; todavía hoy puedo sentir las prendas relucientes, el aroma a pino del perfume, era como nacer de nuevo. Me alegraba ese momento y colocarme frente al plato tan impecable era estar en el mejor restaurant; pero a medida que fui creciendo me daba cuenta de que siempre estábamos solas: ella y yo. Ya no había comida preferida, ni forma de que la hubiese. Insistía con regalarme la colonia, pero yo ya amaba los perfumes clásicos de mujer, me moría por tener uno de esos. De todos modos, entendía que la tía no tenía dinero para pagarlos y su regalo no era lo que me molestaba. Me dolía, en realidad, que no viera que yo, poco a poco, me convertía en una mujer. No me dejaba ir a otros cumpleaños y solo veía su cara y un vaso con vino. ¡Eso! su cara y su vaso con vino.

Esto hasta los doce años porque después decidí no festejar mi cumpleaños, me derribaba la idea de los globos y los colores como forma de disfrazar la angustia del paso del tiempo, de crecer y de que un par de albóndigas no alcancen nunca más. Cuando finalmente pude ir a los cumpleaños de mis compañeros de escuela, la pasaba terrible, sentía que estaban equivocados en festejar. Festejar todos los años que naciste era, por lo menos, algo absurdo. Esta fue la conclusión más lógica que me dejó la tía. También la compañía de los números, ya que para lo que sí me dejaba salir era para llevar los números de la quiniela enfrente. Era una salida fija, me gustaba hacerla, anotar los números que me dictaba de espalda a la mesada tenía su misticismo, apretaba bien el lápiz y me concentraba para no equivocarme. Con cierta emoción cruzaba la avenida, siempre con el temor de perder el papelito, pero con la seguridad de que la tía me supervisaba desde la puerta. Incluso de más grande hacía esta tarea con gusto, de ahí deberá desprenderse que estudié para contadora y que no creo en el azar.

Lidia estaba igual. Como se suele decir: parecía que el tiempo no pasaba para ella. Su casa también estaba como siempre, oscura, húmeda, con los muebles de fórmica blanca, los azulejos bruñidos, con una heladera más moderna, pero con los imanes de frutas que me encantaban, con los que recuerdo jugar cuando ella tomaba mate con mi tía.

—¿Venís de trabajar? —me preguntó tras un breve silencio mientras ponía nuevamente la pava sobre una rejilla en la mesa.

—No, Lidia, hoy me tomé el día…

—¿Lindo tu trabajo? ¿No? ¿Te casaste, nena?

—No, casarme aún no… es un trabajo tranquilo, estoy cómoda. La oficina da al río, tengo un buen equipo así que no me puedo quejar…

—Es un hombre mayor tu marido. ¿No? Lo vi en el entierro.

—Mi “no-marido”, sí: es unos años mayor que yo. Pero estoy más cerca de los cuarenta así que hace rato que soy mayor de edad y ni se nota la diferencia—contesté queriendo ser graciosa.

Me sonrojé y sonreí por mi respuesta que Lidia no terminaba de asimilar, para ya estar haciendo otra pregunta.

—Contame: ¿era tu jefe?

Algo así… ya no trabajamos juntos, viste que convivir y trabajar en el mismo lugar no es muy aconsejable… está en el piso de arriba, pero yo tengo mejor vista…

—Mientras que te trate bien en casa, nena; te fuiste tan chiquita de acá que me imagino que debe ser un buen señor…

No supe qué decir, asentí con la cabeza y dejé la mirada fija en la mesa; acerqué los labios a la bombilla.

—Yo creo —continuó— que la Hilda no aguantó la soledad, ¡es duro estar sola, nena…! Ella viuda, sin familia… yo creo que nunca pudo superar que vos te hayas ido así… tan chica, tan nena… ¡ay! ... ¡Te quería tanto! ¡Cómo te cuidaba! ¡Como una muñeca!, yo creo que te quería guardar en una cajita de cristal…

Seguí asintiendo con la cabeza, pero le pasé el mate. Lidia hablaba enlazando sus manos como suplicando al cielo y no se detenía.

—No te dejaba sola un minuto… te llevaba y te traía de la escuela… me acuerdo de verte con el guardapolvo bien blanco en el pasillo y ella trayéndote tu portafolios… tu pelo recogido y ella a tu lado, siempre.

Cebó otro mate para mí y sin pausa, continuó:

—Me acuerdo patente el único día, habrá sido, que te dejó sola y a mi cuidado. Esa tarde la Hilda era otra persona. Recuerdo su cara, su expresión, ¿viste? Me miraba, como quién dice, sin mirar. Estaría preocupada por dejarte a mi cuidado. Yo me di cuenta, esas cosas no se le escapan a una. Esa fue la única vez que alguien que no sea ella te cuidó. Te quería tanto la pobre. Te imaginás qué responsabilidad sentía yo, aunque vos eras grandecita ya…

—¡Qué raro la tía saliendo! ¿Adónde habrá ido? ¿No? No me acuerdo mucho de ese día…

—¡Mirá! Estaba muy arreglada con su tapado. ¡Bah!, no sé si arreglada pero que estaba muy distinta, seguro. Era de arreglarse poco una vez que dejó de trabajar. ¿Viste? Estaba envuelta en ese tapado, como saliendo encubierta, además llevaba un pañuelo negro en la cabeza. El tapado era divino. Novio, no creo porque desde que yo la conocí, que fue apenas enviudada, cuando vino a vivir acá, no le conocí visita masculina; y eso que se jubiló joven a los sesenta, creo… de enfermera, ¿no?

—Sí, como la hermana. Enfermera del Naval.

—¡Ay, nena! a tu mamá no la pude conocer. Seguro, ¡una santa! Me acuerdo de que al poco tiempo de que Hilda comprara a Víctor el departamentito vino con vos recién nacidita en brazos a mi puerta. Tenías una mantilla blanca que te cubría por completo. No había pasado más de un mes que ella vivía acá y con mucha tristeza me contó que eras su sobrina, que la hermana había fallecido tras el parto y que luego de que te dejaran unas semanas en el hospital, te pudo traer… bueno, vos sabrás mejor la historia… una pena enorme tenía la pobre y yo ni te cuento, me quedé muda…

—No mucho más, viste que ella era muy… —no encontraba una expresión sincera y fluida, me puse nerviosa.

Lidia continuaba.

—Seguro que ese dorado en tus rulos es de tu mamá… porque Hilda era más bien castaña…

—Tengo el pelo finito como ella. Rubio —claro—, pero débil como el de la tía, es cierto.

Sorbí, arqueando las cejas y devolví el mate con un “gracias”. Hablamos un poco más, pero ya no quería estirar más la cosa y parecía que Lidia tenía muchas ganas de recordar.

La despedí con un abrazo sincero. La apreciaba. Me empezó a palpitar más fuerte el corazón.

Finalmente, entré al departamento y fue ver a la tía mirarme cruzar la avenida, su vaso con vino y los números. La tía era como un rompecabezas sin armar; con piezas hechas de sensaciones, de imágenes. Una presencia atomizada en ese olor a crema en la cara, en spray de pelo, en esas uñas rojas despintadas, su caminar plomizo, arrastrando las chinelas, sus silencios en contraste con el siseo de sus pulseras, el vaso siempre y los números. Esta fragmentación me daba miedo y culpa, me costaba quererla, sentirla entera dentro de mí. Ella tenía un querer extraño, asfixiante y profiláctico como el de una buena enfermera. Sus manos habitualmente frías rara vez me acariciaron. Siento que querer es una reacción compensatoria de la propia muerte. Queremos para vivir, para que nuestra muerte tenga sentido.

Siempre creí que ella temía que yo la dejara, finalmente eso hice. Es que también me expulsaba: me retenía y me expulsaba en un mismo gesto; eso sentía, eso siento ahora que ya no está…, me cuidaba, como decía Lidia, pero parecía no poder quererme.

Me intrigó el tema del tapado que había comentado Lidia, no tenía recuerdos de él, no estaba esa “pieza” en mi cabeza, así que lo primero que hice fue abrir el armario; el olor a naftalina hasta nublaba la visión. ¿Cómo era ese tapado? ¿De piel?, ¿de pana? No lo podía recordar. Moví las perchas, entusiasmada como una nena. Encontré dos, pero solo uno me parecía para salir. Lo saqué, inmediatamente lo recordé y a ella en la puerta de la casa de Lidia yéndome a buscar. Era rojo, de pana. Tenía unos grandes botones negros. Me lo puse. Me quedaba holgado, lo sentí pesado. Creo que el peso del saco hizo que me sentara en la cama, dándole la espalda al crucifijo de madera. Mi cuerpo dentro de él se plegó. Metí las manos en los bolsillos estirando el saco y encogiendo los hombros. Me sentí esa nena de nueve años que esperaba que la vayan a buscar. Saqué las manos de los bolsillos para taparme la cara como un reflejo, y dejé caer al suelo dos bollitos de papel y alguna pelusa que estaban dentro. ¿Adónde habrá ido la tía ese día? Estaba avergonzada, la estaba llorando, por primera vez la lloré.

Las palmas de sus manos sobre el rostro y las lágrimas, el tapado rojo de la tía acogiendo su cuerpo y a sus pies esos papelitos tirados. Uno, un bollito muy chiquito: el boleto verde y blanco con números; el otro: la entrada al cine donde borroneado, todavía, podía distinguirse: “CINE GAUMONT 13/04/1985. LA HISTORIA OFICIAL dirigida por Luis Puenzo”.

El tumor del barrio

El olor era aún más fétido con ese calor infernal. Apenas había muerto la vieja Florencio pasó a ser bautizado Corcho. Entre Corcho y Tony se conformó un matrimonio en la pobreza cuando la carencia une más que lo que separa, cuando el divorcio es opción para otras clases sociales. La situación se endurecía cada vez más.

Tony pensaba una y otra vez que con un palazo fuerte en el cráneo se acababa todo el sufrimiento y ese olor a podrido que emanaba del cuello. Miraba la pala en el pasillo, esa que alguna vez usó para las changas, e inmediatamente la secuencia en su mente, la sangre, el aullido y balanceaba indignado la cabeza negando poder hacerlo. Con un buen palazo y listo. Chau fermento. Tony podía aguantar todo —los años sin libertad habían sido una enseñanza de tolerancia—pero no soportaba la debilidad. La del perro y la propia. Los débiles atraen a la desgracia, pensaba. Esa máxima se había hecho carne en una anciana discapacitada que murió de un ataque al corazón tras ese importuno arrebato que desembocó en la desventura del encierro. Encima en este barrio son todos vigilantes.

Desde la madrugada del veinticinco de diciembre del año anterior, cuando se supo que Tony había “entrado” a la “Panadería San Jorge”, la condena de los vecinos fue irrefutable. Perpetua. Las dádivas de las vecinas sucumbieron en el Riachuelo y ya no lo requerían para cortar el pasto o arreglar cosa alguna. De ahí que cuando quiso juntar unos mangos para extirpar el tumor de Corcho ningún comerciante le tiró un peso. En su largo derrotero consiguió un consejo y unos volantes gratis. El viejo de la imprenta le hizo unos papeles para que se ofrezca como “arreglatutti”; el tano del bar le dijo que no tenía sentido operarlo que de todas maneras iba a morir, que le convenía sacrificarlo. “Metele cuchillito vos y a la lona. Lo ayudarías así no sufre el pobre animal”, sentenció.

Tony nunca repartió los volantes y el consejo del tano era ofensivamente el correcto. No le quedó otra que subirse a los colectivos ahora diciendo que tenía a un familiar con cáncer y meta cartoncitos con los signos del zodíaco. Pero no era locuaz ni retórico. Ahí donde empieza lo humano tampoco era agradable. Subía y articulaba el lamento mal fusionado, encima se filtraba la idea del palazo en la cabeza, pero no al perro sino a cada una de las caras, las caras con lentes oscuros, a los celulares, a la indiferencia. Un día me voy a subir con una mina bien grosa, en minifalda, con unas tetas enormes y al primero que la mire le voy a encajar tantas piñas al infeliz que los anteojos le van a quedar en las rodillas y el celular en el culo. Se bajaba así rezando puteadas, subiéndose los pantalones con el gesto en los dedos de contar pesos y monedas.

Lo peor era volver a casa con ese perro pudriéndose. Se había cansado de hacerle curaciones, ya la supuración era extrema y tampoco era bueno ponerle, como lo hacía, vendas y requechos de gasas que tenía como souvenir de cuando trabajó algún tiempo como camillero.

Además de la debilidad tampoco toleraba la dependencia, Corcho se había vuelto un parásito con el cual lidiar por la comida escasa. La situación era densa como la solución tan a la mano. Tony no aguantaba estar en la casa, no tenía descanso y a la calle con tanto calor no se podía salir. No había lugar para la siesta, antes, cuando el tumor aún era pequeño, se tiraban a los mediodías juntos en la cama que era de la vieja y lo más lindo era que no se distinguía quién era más perro, aunque ahora Corcho era más bulto que bestia.

Anunciaban alerta meteorológica para esa noche, eso decía la radio. Por qué no le pego una buena patada en el culo a este perro y que se ahogue en la calle. La put... tamadre. Miró lo que quedaba de Corcho con ese cuerpo esmirriado sujeto a la protuberancia y se le revolvió el estómago. Se fue cerrando con llave la puerta de la habitación, la del pasillo y luego el portón.