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Los Trajes es un viaje a puntos críticos de la historia íntima de República Dominicana. Desde 1947 a 1996, aquí pueden palparse las puntadas que hay en la camisa de fuerza de la época en que Joaquín Balaguer estuvo en el poder, el balaguerato: su antes, su durante y su imposible después. El crisol de los personajes que circulan en este libro, jóvenes, adultos, callejeros, caseros, a veces ingenuos y otras maliciosos, pintan medio siglo quisqueyano. Una vez más, Rita Indiana, sabe encontrar y describir magistralmente las costuras políticas de lo cotidiano, sus tensiones y sus inevitables encrucijadas.
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Seitenzahl: 91
Veröffentlichungsjahr: 2025
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COLECCIÓN AMÉRICA
LOS TRAJES
Primera edición,2025
© Rita Indiana
Director de la colección: Emiliano Becerril Silva
Corrección: Karla Esparza
Portada: “Discoteca Fuego Fuego” de Manuela Corji
Ilustraciones: Raúl Recio
Formación:Lucero Elizabeth Vázquez Téllez
D.R.©2025, Elefanta del Sur,S.A.deC.V.
www.elefantaeditorial.com
@ElefantaEditor
elefanta_editorial
ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-8978-15-1
ISBN EBOOK: 978-607-8978-35-9
Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproduccióntotal o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.
RITA INDIANA
El muñequito
Caligrafía
Los trajes
Arsenio
La movida
Vuelve y vuelve
El Pacto
1965
Santo Domingo 1965
APROVECHANDO MI AUSENCIA, ALGUIEN SE HA ATREvido a ponerle la mano a mis discos. Es mi mamá que ha puesto mi LP favorito en el tocadiscos de la sala sin consultarme. Está cansada de las noticias de Radio Santo Domingo porque desde que la tomaron los rebeldes papi insiste en que la escuchemos las 24 horas del día. Ahora que suenaHard Day’s Nighta un volumen que a mí nunca me han permitido, mi padre se ha ido a su cuarto y con la puerta cerrada escucha los reportes del frente constitucionalista acostado de lado sobre la cama, taciturno y con ganas de volver a su trabajo en el Banco Agrícola, con ganas de salir de la casa acordonada por mujeres que durante el día aprietan el rosario cada vez que a lo lejos suena una explosión y que por la noche juegan a las cartas apostando botones, caramelos y pintalabios usados.
La carátula del disco todavía tiene el plástico protector en el que vino conmigo de Londres el verano pasado, y por dentro estaría igual si no fuese porque lo he puesto tanto que cuando la canción dice “when I’m home” la frase se repite y se repite haciendo que abuela Queta y Consuelo se persignen y que mami medio sonreída levante la aguja y la vuelva a colocar un poco más adelante.
Consuelo está en el marco de la puerta de la cocina, que es desde donde se le permite participar en las cosas que ocurren en la sala que no sean la limpieza de la misma o la repartición de las tazas de café que trae en una bandeja varias veces por día. A Niurka, la niña de Consuelo, mami le permite libertades que Consuelo nunca ha disfrutado, como usar un baño que no sea el del patio y sentarse en una de las mecedoras de caoba de la sala en las que sus piernitas oscuras, sus medias amarillas y las sandalias de charol cuelgan sin alcanzar el piso como las de una marioneta.
Mami quiere a Niurkacomo a una hija, dice, porque Consuelo escomo su hermana,;y cuando mami dice esto delante de la gente y de Consuelo, a la sirvienta le brillan los ojos camino a la banqueta alta junto a la meseta de la cocina en que pasa las horas a la espera de nuevas órdenes.
Mami y Consuelo nacieron en el mismo ingenio azucarero, el ingenio Consuelo, del cual Consuelo lleva el nombre. Mi abuelo materno, el esposo de abuela Queta, era el administrador, un rubio cubano educado en Kansas. El papá de Consuelo era un negro apellido Wallace que llegó de Saint Kitts y que trabajaba en el taller de la locomotora.
Esos eran unos negros limpios, no como los haitianos, que son tos unos asquerosos, añade abuela Queta en voz baja justo después de que mami ha dicho la palabrahermanay delante de la pequeña Niurka, que salió más clarita que la madre y que todavía no sabe que también es negra. Consuelo la parió como quien dice en nuestra casa, en la que trabaja desde que mami se casó y a la que abuela Queta la mandó junto con la nevera nueva en la parte de atrás de una camioneta. Eso lo sé porque papi le pregunta el año en que llegó ella para calcular cuántos años lleva de casado y qué tan vieja es la nevera, que tiene unas figuritas de óxido en la puerta por el salitre. Mami lleva meses quejándose de lo vieja que está la nevera, y papi, sin levantar la vista del periódico, le pregunta si ella cree que somos ricos.
Yo me di cuenta de que no lo éramos la primera vez que fuimos a casa de tía Lilita, la prima de mami, que tiene piscina y cancha de tenis y que nos guarda fundas con la ropa que ya no quieren ella, sus hijos y su marido. Ropa que todavía está a la moda cuando nos la dan y que huele al cedro del que están hechos todos sus clósets. Fue tía Lilita quien me pagó el viaje a Londres para que Santiago no fuera solo a estudiar inglés.
En el avión Santiago me dijo que, si quería andar con él, no podía cortarme el pelo más. Y cada mañana me colocaba sobre la cama la ropa que debía ponerme combinando piezas suyas con algunas mías. El día antes de regresar me regaló sus botas Chelsea, que había sustituido por un par nuevo, unpote de brillantina con el que nos pegamos el pelo hacia atrás para disimular que ahora las pollinas nos tapaban las cejas y el disco de los Beatles que mami escucha en la sala.
Niurkita lo baila moviendo el pelo a lo loco como le he enseñado, su pelo crespo no se mueve porque está consolidado en moños muy apretados, pero Consuelo como quiera la hala por un brazo bruscamente haciendo que el muñeco de trapo de la niña caiga al suelo. De fuera entra un viento frío que despeina la lana negra del pelo del muñeco y los claveles blancos que abuela Queta ha puesto en un florero junto al tocadiscos. Niurka se da cuenta de que estoy allí y me toma de la mano para que les muestre cómo se baila aquello, como he visto en Londres a rubias de seis pies sacudirse junto a un Santiago con un pantalón ceñido que competía en voluptuosidad con su falso acento británico.
No puedo bailar así cuando papi está en la casa, quiero decirle, y ella levanta el muñequito y mueve sus patitas para recordarme cómo hacerlo, agitándolo para que su pelo de lana se sacuda como lo hace el de Ringo cuando toca la batería, como hacía el mío cuando antes de acostarme ponía seguro a la puerta de mi habitación y esperaba a que el pelo lavado se me secara, sin ponerme brillantina, y me cayera chorreado sobre la frente.
El pelo es lo menos que me gusta del muñequito, porque el traje está tan bien hecho que todo lo demás sufre en comparación. El muñequito se lo trajo de regalo Orestes el limpiabotas la última vezque vino, y Consuelo dejó que Niurka se lo aceptara porque el muñeco quedó muy bonito y no parecía hecho por un niño pobre.
Orestes llegó por primera vez el sábado de Semana Santa antes de que estallara la revolución preguntando si teníamos zapatos que limpiar. Yo acababa de levantarme y la luz mañanera que se colaba por la puerta entreabierta me atrajo. El piso de la galería estaba cubierto por zapatos alineados como peones de ajedrez. A un lado los zapatos negros de mi padre y al otro los zapatos de otros colores, en un orden descendente del más caro al más barato tan meticuloso que solo mami podía haber logrado. En el centro medio acuclillado y frente a la fila de los negros estaba un flaco con la piel como esos cibaeños que una vez fueron blancos y gracias al sol del trabajo campesino se curten como pollos al carbón.
Al verme sonrió. En las ventanitas que habían ocupado sus colmillos de leche comenzaban a salir los definitivos un poco montaditos en los dientes de alante. La camisilla desbembada colgaba como breteles sucios de unos hombros aún infantiles y el pantalón corto heredado de algún adulto permanecía en su sitio gracias a una cuerda de cabuya. Por una de sus piernas cortadas y sin ruedo se veían los cojones rosaoscuro. Sentí pena y asco al mismo tiempo y, más por proteger los ojos de Niurka que por caridad, le dije a mami que iba a regalarle un pantalón fuerte azul que ya no me servía. Él no se lo puso de una vez cuando se lo dimos porque quería bañarse primero. Consuelo, que le acababa de traer pan con mantequilla y leche en la lata que se usa para este tipo de gente, le dijo:¿pero no será aquí que tú piensas bañarte?Poniendo cara de que algo olía mal.
Las manos del limpiabotas aplicaban el betún con la gracia y delicadeza con que mi abuela Queta acaricia las flores cuando las coloca en un jarrón con agua. A pesar del trabajo, sus uñas estaban cuidadas, no así las de los pies abultados por los callos que llevaba por zapatos.
La guerra no había comenzado y José Alfredo, el hijo mayor de Consuelo, la visitaba todos los fines de semana cuando le daban un día libre en el ingenio. Aquella mañana llegó silbando a su mamá como a un perro, vestido con ropa que había sido de papi, tan pasada de moda que aunque fuese de mi talla no me la hubiese puesto. Consuelo como siempre salió corriendo a bañarlo en besos chillandomi hijo, mi hijoy solo después José Alfredo me saludó con un: ¿Y entonces Milito?Mientras al limpiabotas le propinaba un cocotazo con el puño cerrado como si lo conociera. Papi, que desayunaba en el fondo de la casa, le gritó que entrara para discutir con él las noticias del Listín Diario y logró que abuela Queta virara los ojos, como hace cada vez que Niurkita llama tía a mi mamá.
Cuando José Alfredo salió de nuevo, traía en brazos a Niurka porque parece que no se ha dado cuenta que su hermanita ya tiene seis años y el vestidito de la niña en desorden revelaba un pedazo del panty blanco. El limpiabotas chupándose los restos de mantequilla en los dedos miró a Niurka y ella aldescubrir al muchachito saltó de los brazos de su hermano y le pegó un beso en la cabeza afeitada al limpiabotas. Yo fui a contárselo todo a abuela Queta y ella metió a Niurka en el baño y le lavó la boca y las manos con jabón de cuaba mientras Consuelo le halaba uno de sus moñitos de lao a lao con el mismo vigor en el brazo con que cepilla los ladrillos del patio a cuatro patas.
Me arrepentí de haberla chivateado al verla llorando sola sentada en el borde de la bañera y aproveché que ya estaba frente al espejo para ponerme un poco más de brillantina porque con el calor algunos flecos se me sueltan. Por la ventana del baño entraban las voces de la galería. José Alfredo hizo un chiste que no estaba autorizado a hacerme a mí y provocó una risa ancha y larga en Orestes el limpiabotas con la que desapareció todo mi arrepentimiento.