Los viejos creyentes - Vasili Mijáilovich Peskov - E-Book

Los viejos creyentes E-Book

Vasili Mijáilovich Peskov

0,0

Beschreibung

A finales de los años setenta, un piloto ruso que sobrevolaba un tramo montañoso y remoto de la taiga siberiana, descubrió, en medio de una escarpada zona boscosa, un pequeño rectángulo de terreno, con una cabaña. En aquella olvidada parte del mundo, la existencia de núcleos humanos era estadísticamente imposible. Poco después, un grupo de científicos se lanzaron en paracaídas sobre la zona y, atónitos, descubrieron que en la primitiva cabaña campesina de madera habitaba una familia, los Lykov, pertenecientes a la secta de Los viejos creyentes, cuya vestimenta, concepción de la vida y lenguaje, se habían congelado en el siglo XVII, en tiempos del zar Pedro el Grande. Para cuando Vasily Peskov, periodista del Pravda, conoció esta historia, no habían contactado con nadie en casi cincuenta años, rezaban diez horas al día, no habían probado la sal y no podían siquiera concebir que el hombre hubiera pisado la luna. El único miembro que quedaba tras la muerte de sus padres y de sus hermanos debido al hambre y a las enfermedades era Agafia: la hija más joven de la familia. "Los viejos creyentes" es una poética celebración de la belleza indomable de la taiga siberiana. Un testimonio conmovedor sobre el poder de la voluntad humana.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 326

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Los viejos creyentes

Perdidos en la taiga

Vasili Peskov

Traducción del ruso a cargo de

 

 

 

 

 

La épica historia de una familia rusa que vivió cincuenta años aislada en el corazón de la taiga siberiana luchando por la supervivencia y la libertad religiosa.

 

 

 

 

 

«Un drama sorprendente y conmovedor que Peskov reconstruye con delicadeza y respeto.»

Publishers Weekly

 

«Una luminosa historia de resistencia en la zona más salvaje de la taiga siberiana que se lee casi como una parábola.»

LA Times

¿Serán reconocidas en las tinieblas tus maravillas y tu justicia

El relato de Nikolái Ustínovich

En febrero me llamó Nikolái Ustínovich Zhuravliov, un etnógrafo especializado en la región de Krasnoiarsk, que regresaba a Siberia desde el sur. Me preguntó si mi periódico estaría interesado en una historia humana excepcional. Una hora después llegaba al centro de Moscú, a su hotel, para escuchar con atención al huésped siberiano.

La esencia de la historia consistía en que en la Jakasia montañosa, en la lejana y poco accesible región de Saián Occidental, se había descubierto a una gente que llevaba completamente apartada del mundo más de cuarenta años. Una familia no muy grande. En ella habían crecido unos niños que desde su nacimiento no habían visto a nadie, excepto a sus padres, y cuya idea del mundo de los hombres venía solo de los relatos de aquellos.

Enseguida le pregunté a Nikolái Ustínovich si sabía todo esto de oídas o si había visto personalmente a los «anacoretas». El etnógrafo dijo que al principio había leído lo del «hallazgo» casual de unos geólogos en un papel del trabajo, pero que en verano había conseguido llegar al rincón lejano de la taiga. «Estuve con ellos en su choza. Hablé con ellos como ahora con usted. ¿La sensación? ¡Una mezcla de los tiempos anteriores a Pedro I y de la Edad de Piedra! El fuego lo obtienen con eslabón… Hay teas… En verano van descalzos, en invierno con calzado hecho de corteza de abedul. Han vivido sin sal. No conocen el pan. No han perdido la lengua, pero hay que hacer un esfuerzo para comprender a los más jóvenes de la familia… Ahora tienen contacto con el grupo de geólogos y parecen estar contentos de esos encuentros, aun siendo breves. Pero siguen mostrando cautela, y en su cotidianeidad y en su modo de vida nada ha cambiado. La causa de su anacoretismo es una forma extrema de fanatismo religioso cuyas raíces se extienden hasta mucho antes de Pedro el Grande. Ante la palabra “Nikon” escupen y se persignan con dos dedos, de Pedro hablan como si fuera su enemigo personal.[1] Desconocían todos los sucesos recientes, no habían oído nada sobre una guerra. La electricidad, la radio, los satélites… escapan a su comprensión.»

Habían encontrado a los robinsones en el verano de 1978. Un trazo aéreo de rutas en el curso alto del río Abakán había descubierto un yacimiento de hierro. Para explorarlo se dispuso el desembarco de un grupo de geólogos, y andaban eligiendo desde el aire un lugar para tomar tierra. Era un trabajo minucioso. Los pilotos sobrevolaron varias veces un profundo cañón, calculando mentalmente cuál de las lenguas de tierra llenas de guijarros servía para aterrizar.

La parte alta del río Abakán, cerca del eremitorio de los Lykovy.

En una de las pasadas a la pendiente de una montaña los pilotos vieron algo que claramente parecía un huerto. Primero decidieron que solo les había parecido. ¿Cómo iba a haber un huerto si la zona era conocida precisamente por no estar habitada? Era un espacio sin explorar en todos los sentidos: la localidad más cercana estaba 250 kilómetros río abajo… Pero, aun así, ¡había un huerto! En perpendicular a la pendiente oscurecían las líneas de unos surcos: casi seguro que eran patatas. Y ese claro en medio de un macizo oscuro de alerces y de cedros tampoco había podido aparecer solo. Era una tala. Y antigua.

Los pilotos se acercaron a las cimas todo lo que fue posible y distinguieron junto al huerto algo parecido a una vivienda. Dieron otra vuelta: ¡claro que lo era! Y también había un sendero que llevaba a un riachuelo. Y unos tablones hechos de troncos partidos por la mitad secándose. Sin embargo, no se veía gente. ¡Todo un misterio! En los mapas de los pilotos cualquier punto habitado en esos parajes despoblados, aunque sea una cabaña invernal de los cazadores que queda vacía en verano, se anota sin falta. ¡Y aquí había un huerto!

Los pilotos pusieron una cruz en el mapa y continuaron buscando un terreno para aterrizar; lo encontraron finalmente junto al río, a 15 kilómetros del misterioso lugar. Cuando les contaron a los geólogos los resultados de la exploración, prestaron especial atención al enigmático hallazgo.

Los geólogos que iban a trabajar en el yacimiento mineral de Vólkovo eran cuatro. Tres hombres y una mujer, Galina Pisménskaia, que dirigía el grupo. Cuando se quedaron solos en la taiga, en ningún momento perdieron de vista que había un «huerto» misterioso en algún lugar por allí cerca. En la taiga es menos peligroso encontrarse con un animal salvaje que con un desconocido. Y, para no perderse en conjeturas, los geólogos decidieron aclarar sin demora la situación. Y ahora lo más conveniente es remitirnos a la grabación del relato de la propia Galina Pisménskaia.

«Una vez elegido el día más adecuado, metimos en la mochila gollerías para los posibles amigos, aunque, por si acaso, también comprobé la pistola que llevaba en un costado.

»El lugar señalado por los pilotos estaba aproximadamente a una marca kilométrica colina arriba por la pendiente. En plena ascensión, de pronto salimos a un sendero. Por su aspecto, hasta un ojo poco experimentado podría decirlo: el sendero llevaba usándose muchos años, y unos pies lo habían pisado hacía muy poco. En un punto a la vera del sendero había un pequeño cayado en un árbol. Después vimos dos cobertizos. En estas construcciones, levantadas sobre postes elevados, descubrimos cajas hechas con corteza de abedul que contenían rodajas de patatas desecadas. Por alguna razón este hallazgo nos tranquilizó y echamos a andar por el sendero con seguridad. Las huellas de presencia de gente en el lugar aparecían continuamente: un recipiente pequeño de corteza de abedul aplastado y tirado, un tronco a modo de puente sobre el riachuelo, restos de una hoguera…

»Y ahí estaba la vivienda, cerca del río. Ennegrecida por el tiempo y la lluvia, la choza se encontraba completamente rodeada de trastos de la taiga: raíces, pértigas, chillas. De no ser por una ventanita del tamaño del bolsillo de mi mochila, habría sido difícil creer que estuviera habitada. Pero, sin duda alguna, lo estaba: cerca de la choza verdeaba un huerto bien cuidado de patatas, cebollas y nabos. En un borde se veía una azada con tierra fresca pegada.

»Nuestra llegada no había pasado inadvertida, como pudimos comprobar. La puerta bajita chirrió. Y a la luz del día se asomó, como si se tratara de un cuento, la figura de un anciano decrépito. Descalzo. Sobre el cuerpo, un blusón de arpillera remendado una y otra vez. De arpillera eran también los pantalones, estos también con remiendos. Barba despeinada. Desgreñado. Mirada asustada, muy atenta. E indecisión. Cambiando de pie continuamente, como si la tierra hubiera empezado a quemar de repente, el anciano nos miraba en silencio. Nosotros tampoco hablábamos. Y así seguimos un minuto. Había que decir algo. Y dije:

—Muy buenas, abuelo. Hemos venido de visita…

»El anciano tardó en responder. Sacudió un poco los pies, miró en derredor, tocó una correa pequeña que había en la pared y, por fin, oímos una voz baja e indecisa:

—Bueno, pasen, ya que han venido…

»El anciano abrió la puerta y nos vimos en una oscuridad rancia y pegajosa. Nació otro silencio tenso que rompieron de pronto unos lloros y lamentos. Y solo entonces vimos las siluetas de dos mujeres. Una sufría un ataque de nervios y rezaba: “Es un castigo por nuestros pecados, por los pecados…”. La otra, agarrada al pilar que apuntalaba la viga maestra combada, se fue dejando caer lentamente al suelo. La luz de la ventanita le daba en los ojos abiertos, mortalmente asustados, y comprendimos que debíamos salir cuanto antes. El anciano nos siguió al exterior. Y dijo, también bastante confundido, que las dos mujeres eran sus hijas.

»Para permitir que nuestros nuevos conocidos se repusieran, nos apartamos un poco; encendimos una hoguera y sacamos algo de comida.

»Al cabo de una media hora, de debajo del tejadillo de la pequeña isba tres figuras se acercaron al fuego, eran el viejo y sus dos hijas. No se veía rastro del ataque de nervios, únicamente susto y curiosidad manifiesta en sus rostros.

»Rechazaron rotundamente nuestra invitación de conservas, té y pan: “¡No nos está permitido!”. En el hogar de piedra que había junto a la choza colocaron un caldero con patatas lavadas en el río, cubrieron el recipiente con una tapa de piedra y se dispusieron a esperar. A la pregunta de si habían comido alguna vez pan, el anciano dijo: “Yo sí. Ellas no. Ni siquiera lo habían visto”.

El eremitorio, vista aérea.

»Las hijas iban vestidas igual que el anciano, de arpillera casera hecha con cáñamo. De saco era también el corte de toda la ropa: el agujero para la cabeza, el cordoncito a modo de cinturón. Y todo ello lleno de remiendos.

»Al principio, la conversación no fluyó. Y no solo por la turbación. A duras penas entendíamos el habla de las hijas. Tenía muchas palabras antiguas, cuyo significado había que adivinar. Su manera de hablar también era muy peculiar: una especie de recitado sordo con pronunciación nasal. Cuando las hermanas hablaban entre sí, el sonido de sus voces recordaba a un zureo ralentizado, apagado.

»Para la tarde habíamos avanzado bastante en las presentaciones y ya sabíamos que el anciano se llamaba Karp Ósipovich y las hijas, Natalia y Agafia. Su apellido, Lykov.

»De repente, en medio de la conversación, la joven Agafia declaró, con evidente orgullo, que sabía leer. Le pidió permiso a su padre, se coló a toda prisa en la choza y regresó con un libro pesado y lleno de hollín. Se lo abrió sobre las rodillas y, como cantando, igual que cuando hablaba, leyó una oración. Después, deseando demostrar que Natalia también sabía leer, le puso el libro en las rodillas. Y todos guardaron un significativo silencio después. Podía sentirse: saber leer estaba muy bien valorado entre esa gente y, quizá, era el mayor de sus orgullos.

Los Lykovy vivieron en esta cabaña durante treinta y cinco años.

—¿Y tú sabes leer? —me preguntó Agafia. Los tres aguardaban con curiosidad cuál sería mi respuesta. Le dije que sabía leer y escribir. Lo que supuso cierto desencanto, o eso nos pareció, para el anciano y las hermanas, pues podía verse que consideraban el saber leer y escribir un don excepcional. Pero una habilidad es una habilidad, así que me aceptaron como a una igual.

»Aun así, el anciano consideró necesario preguntarme después si era una muchacha. “Por la voz y lo demás, lo parece, pero lo que es la ropa…”. Esto me divirtió a mí y a mis compañeros, que le explicaron a Karp Ósipovich que no solo sabía leer y escribir, sino que era la jefe del grupo. “¡Inescrutables son tus obras, Señor!”, dijo el viejo santiguándose. Y las hijas también rezaron.

»La oración de nuestros interlocutores interrumpió una conversación que se había alargado bastante. Había habido muchas preguntas por ambas partes. Y había llegado el momento de plantear la pregunta más importante para nosotros: ¿de qué forma habían acabado estas personas tan lejos de la gente? Sin perder la prudencia, el anciano dijo que él y su mujer se habían apartado de la gente por propia voluntad. Que era lo que les exigía la “fe antigua”. “No nos está permitido vivir en el mundo”.

»Los regalos que habíamos llevado —un trozo de lienzo, hilos, agujas, anzuelos— fueron aceptados con gratitud. Las hermanas miraban y remiraban el género, lo acariciaban, lo comprobaban a la luz.

»Y así terminó nuestro primer encuentro. La despedida ya fue casi amistosa. Y pudimos sentir que en esa pequeña isba del bosque nos estarían esperando».

Es comprensible la curiosidad de los cuatro jóvenes que se habían encontrado, como caídos del cielo, con fragmentos de una vida casi «fósil». Y en cada día libre con buen tiempo se apresuraban a visitar el escondrijo de la taiga. «Parecía que ya sabíamos todo del destino de estos enclaustrados en la taiga, que nos causaban curiosidad, sorpresa y pena a partes iguales, y, de pronto, nos enteramos: no conocíamos a toda la familia.»

En su cuarta o quinta visita, los geólogos no encontraron al dueño en la isba. A sus preguntas las hermanas respondían con evasivas: «Ahora viene». El anciano vino, pero no lo hizo solo. Apareció en el sendero acompañado de dos hombres. En las manos, cayados. La misma ropa: de arpillera remendada. Descalzos. Con barba. Ya no eran jóvenes, aunque era difícil calcular su edad. Ambos nos miraban con curiosidad y cautela. Sin duda alguna, ya debían de saber por el anciano las visitas que había recibido el escondrijo. Estaban preparados para el encuentro. Aun así, uno no se contuvo al ver a aquella que más encendía su curiosidad. El que iba delante se giró al otro y exclamó: «¡Dmitri, una muchacha! ¡Hay una muchacha!». El anciano hizo que sus acompañantes entraran en razón. Y los presentó como sus hijos.

—Este es el mayor, Savín. Y este, Dmitri, ha nacido aquí…

Mientras los presentaban, los hermanos, inmóviles y descansando sobre sus respectivos cayados, mantenían la mirada baja. Resulta que por alguna razón vivían separados de la familia. A unos seis kilómetros, cerca del río, tenían su choza con un huerto y una despensa. Era la «filial» masculina del asentamiento. Ambas chozas de la taiga estaban unidas por un sendero por el que pasaban en una u otra dirección casi a diario.

Tres de los Lykovy en una de las primeras visitas a los geólogos.

También los geólogos empezaron a recorrer el sendero. Galina Pisménskaia: «La disposición amistosa era sincera, recíproca. Y, con todo, nosotros no perdíamos la esperanza de que los “anacoretas” aceptaran visitar nuestro campamento base, situado 15 kilómetros río abajo. Demasiadas veces habíamos oído la frase: “No nos está permitido”. Así que cuál no sería nuestra sorpresa cuando un día apareció todo el destacamento entre nuestras tiendas. A la cabeza iba el anciano y, detrás, los “niños”: Dmitri, Natalia, Agafia y Savín. El anciano llevaba un gorro alto de piel de caña de ciervo almizclero; los hijos, una especie de tocado religioso confeccionado de arpillera. La ropa de los cinco era de arpillera también. Estaban descalzos. En las manos, cayados. En la espalda, sujetos con correas, unos sacos con patatas y piñones, gollerías que nos traían…

»La conversación giró sobre temas generales, fue animada. Pero volvieron a comer aparte: “¡Vuestra comida no nos está permitida!”. Se sentaron a cierta distancia junto a un cedro, desataron los sacos, mascaron su “pan” de patata, con un aspecto más negro que la tierra de Abakán y tomaron agua de sus recipientes de corteza de abedul. Después mordisquearon los piñones… y rezaron.

»En la tienda que les habíamos asignado nuestros invitados dedicaron bastante rato a probar con las manos los catres de tijera, los estrujaban. Dmitri se tumbó sin quitarse la ropa. Savín no se decidió a hacerlo. Se sentó al lado y así durmió, sentado. Más tarde me enteré de que se habían acostumbrado a dormir así en la choza, “así le agrada más a Dios”.

»El cabeza de familia, práctico él, aplastó con las manos el borde de la tienda, intentó estirar la tela y chascó la lengua: “¡Uy, es fuerte! ¡Buena! Vendría bien para los pantalones, no se desgastarían…”».

En septiembre, cuando las crestas rasas ya tenían nieve, llegó el momento de la partida de los geólogos. Pasaron a despedirse por las pequeñas isbas de la taiga. «¿Y si se vienen con nosotros? —medio en broma les dijo la “muchacha-jefe”—. Podrán instalarse donde quieran, los ayudaremos a levantar una isba, tendrán su huerto…» «No, ¡no nos está permitido!», sacudieron las manos los cinco. «¡No nos está permitido!», enfatizó el anciano.

Antes de partir, el helicóptero sobrevoló dos veces la colina con el «huerto». Junto a un montón de patatas ya arrancadas y al aire, con la cabeza levantada, había cinco personas descalzas. No agitaban las manos, no se movían. Uno de los cinco se había caído de rodillas, rezaba.

En «el mundo» el relato de los geólogos sobre el hallazgo en la taiga suscitó, naturalmente, numerosos comentarios, juicios y suposiciones. ¿Quién era esa gente? Los más antiguos de Abakán decían seguros: son viejos creyentes, kerzhak,[2] ya habían visto a otros antes. Pero surgió el rumor de que en los años veinte un teniente de la guardia blanca se había adentrado en la taiga, al parecer, después de haber matado a su hermano mayor, y que luego se había ocultado junto con la mujer de él. También se habló de los años treinta: «Por aquí hubo de todo…».

Nikolái Ustínovich Zhuravliov, en parte por trabajo y, en parte, por su pasión etnográfica por todo lo no habitual, decidió llegar a aquel rincón de la taiga. Y lo consiguió. Acompañado de un guía cazador y de un sargento de la milicia de Tashtyp, la capital del distrito, llegó hasta el «huerto taiguestre» y aquí dio con la imagen ya descrita. Las cinco personas seguían viviendo en las dos chozas, convencidas de que así es como debían vivir los «verdaderos cristianos».

Recibieron a los recién llegados con cautela. Y todo se aclaró: era una familia de viejos creyentes. La familia se había internado en la taiga en los años treinta.

El anciano Karp Ósipovich Lykov tenía ochenta y tres años; Savín, el hijo mayor, cincuenta y seis; Natalia, cuarenta y seis; Dmitri, cuarenta, mientras que Agafia, la menor, estaba en los treinta y nueve.

Su vida diaria era extremadamente básica: oraciones, lecturas de libros litúrgicos y una auténtica lucha por subsistir en condiciones casi primitivas.

No hicieron preguntas a los recién llegados. Los relatos sobre la vida actual y los sucesos más importantes de esta «los oyeron como marcianos».

Nikolái Ustínovich estuvo con los Lykovy menos de un día. Averiguó que por entonces unos geólogos de una partida ya amplia solían frecuentar bastante el «huerto», unos por comprensible curiosidad, otros para ayudar a los «viejos» a construir una isba nueva y a sacar patatas. Muy de cuando en cuando, los Lykovy también iban a la colonia. Andaban descalzos, igual que antes, pero en su ropa ya se distinguían algunos de los regalos. Al viejo le había encantado un sombrero de fieltro de ala estrecha, las hijas llevaban pañuelos de color oscuro. Savín y Dmitri habían cambiado los pantalones caseros por unos hechos de tela de tienda…

Primeros encuentros con los geólogos.

El relato de Nikolái Ustínovich me resultó realmente interesante, pero me suscitó muchas preguntas para las que el narrador no tenía la respuesta completa. No estaba realmente claro el camino del matrimonio Lykovy hasta ese alejamiento extremo de la gente. Resultaba interesante ver en el ejemplo de unas vidas concretas las huellas de un cisma del que tanto se había escrito en su época. Aunque, para mí, más importante que las cuestiones religiosas era una pregunta: ¿cómo han vivido?

¿Cómo ha podido sobrevivir esa gente que no estaba en los trópicos a la sombra de unos plátanos, sino en la taiga siberiana con nieve hasta la cintura y con un frío que supera los treinta bajo cero? La comida, la ropa, los útiles domésticos, el fuego, la luz en la choza, el mantenimiento del huerto, la lucha contra las enfermedades, el cálculo del tiempo, ¿cómo lo han hecho?, ¿cómo se lo han procurado?, ¿qué esfuerzos y habilidades han necesitado? ¿No han tenido ganas de ver a más gente? ¿Y cómo se imaginan el mundo circundante los jóvenes Lykovy, para quienes la taiga había sido la casa materna? ¿Qué relaciones han tenido con su madre y con su padre, entre sí? ¿Qué sabían de la taiga y de sus habitantes? ¿Cómo se imaginan la vida «del mundo»? Porque sí saben que en algún sitio existe esa vida. Podían saber de ella aunque solo fuera por los aviones que pasaban por allí.

Algo no menos importante: estaban las cuestiones del sexo, del instinto de prolongar la vida. ¿Cómo la madre y el padre, que sabían lo que era el amor, habían podido privar a sus hijos de esta alegría que la vida concede a todo ser? Y, por último, el encuentro con la gente. Para los más jóvenes de la familia tenía que haber sido una gran conmoción. ¿Qué les había supuesto a los Lykovy?, ¿había sido una alegría o, quizá, se lamentaban porque se hubiera descubierto su vida secreta? Había muchos otros trazos en esa vida extraviada cuya indefinición resultaba emocionante.

En el hotel de Moscú, Nikolái Ustínovich y yo apuntamos en un papel toda una batería de preguntas. Y lo decidimos: en cuanto empezara el verano y fuera posible organizar una expedición a ese paraje perdido, visitaríamos a los Lykovy.

EL PARAJE

Sentado ahora con mis papeles en una vivienda de las afueras de Moscú con electricidad y teléfono, con un televisor en cuya pantalla cuatro hombres y una mujer flotan en la ingravidez y saludan y sonríen a la Tierra, todo lo que vi en julio se me presenta como algo irreal. Así suelen recordarse los sueños claros y largos. ¡Pero todo eso existió! Ahí veo los cuatro cuadernos con marcas de lluvia, con pinocha de cedros y mosquitos aplastados entre sus páginas. Aquí tengo el mapa con el itinerario. Y, por último, el carrete cortado, distribuido en sobres, con su capacidad de persuasión colorida, inalcanzable para la memoria, y que revive todos los detalles del viaje.

Echen un vistazo a un mapa del centro de Siberia, a la gran extensión a la vera del Yeniséi. Este territorio, de nombre Krasnoiarsk, tiene muchas áreas naturales. En el sur, donde el Abakán desemboca en el Yeniséi, sandías, melones y tomates maduran igual de bien que en las estepas de Astraján. La «Italia de Siberia» se dice a menudo de estos parajes. En el norte, donde el Yeniséi se convierte ya en mar, los renos extraen de debajo de la nieve escaso alimento y los hombres viven exclusivamente de lo que obtienen con la cría de renos. Miles de kilómetros de sur a norte: estepa, estepa forestal, la vastísima zona de taiga, tundra forestal, la región polar. Escribimos mucho sobre la colonización de este territorio. Y está bastante colonizado. Pero no tiene nada de extraño que todavía haya lugares sin explorar y rincones perdidos y ¡parajes vírgenes y sin transitar!

Paisaje de las montañas Saián.

El lugar que nos interesa está en el sur de Siberia, en Jakasia, donde el montañoso Altái se encuentra con las cordilleras Saián. Busque el rabillo inicial del río Abakán, ponga en su orilla derecha una marca para acordarse, y ya tiene el lugar al que hicimos de todo por llegar y del que nos costó después salir.

En sus años jóvenes la Tierra tuvo el gusto de confundir y enredar tanto las cadenas de montaña de este lugar que lo volvió extraordinariamente inaccesible. «Aquí no hay ningún camino carretero, ni siquiera un sendero con unas mínimas condiciones. El rastro apenas visible, oculto por la taiga, solo vale para el paso de gente fuerte y con mucho aguante, y, aun así, entraña cierto riesgo.» (De un informe de una expedición geológica.) «Para llegar hasta aquí hay que superar varias barreras; a medida que te vas adentrando, cada una de ellas se vuelve más alta y más escarpada», leemos en otro informe.

En Siberia los ríos siempre han sido la vía de comunicación más segura para los hombres. Pero el Abakán, que nace en estos parajes, es tan testarudo y peligroso que solo dos o tres arrojados —cazadores viejos habitantes del lugar, en botes alargados como lucios— suben río arriba hasta cerca de su nacimiento. Y el río está completamente despoblado. El primer núcleo habitado —la ciudad-aldea de Abazá— está a 250 kilómetros del punto que hemos marcado.

Me adelantaré un poco en el relato: cuando regresábamos del «huerto» de la taiga, nos pillaron varios días seguidos de mal tiempo y tuvimos que quedarnos en la colonia de los geólogos a la espera del helicóptero. Ya habíamos probado todo aquello a lo que uno podía dedicarse con lluvia y sin nada que hacer. Habíamos estado cuatro veces en la bania, habíamos ido varias veces a la taiga a ver las perforadoras, habíamos cogido arándanos, fotografiado ardillas siberianas, pescado tímalo ártico, disparado con la pistola a latas de conservas y contado todas las batallitas posibles. Y cuando ya no pudimos más, alguien mencionó la barca amarrada en un ancón del Abakán. «¿La barca…? —dijo el geólogo jefe de la prospección—. ¿Y si el viaje termina con un marco de luto y con la inscripción “Sus camaradas”? A ustedes ya les dará igual, pero a mí me llamarán de la fiscalía.» Perplejos, Nikolái Ustínovich y yo retiramos la idea. Pero al llegar, creo que el décimo día de lluvias fuertes, la palabra «barca» volvió a emerger poco a poco. «Está bien —dijo el jefe—, nos arriesgaremos. Pero yo también iré.»

Y nos pusimos en marcha. Seis personas y trescientos kilos de carga: cajas de material fotográfico, un barril de gasolina, un motor de reserva, botadores, un hacha, salvavidas, capas impermeables, un cubo de tímalo en salmuera, pan, azúcar, té; todo eso contenía una barca de Abazá que ya había visto muchas cosas. En la popa, al motor, se colocó Vaska Denísov, un operario de las perforadoras, un joven experto y hábil, pero por entonces solo un candidato más a formar parte del reducido número de valientes que habían recorrido con firmeza todo el Abakán.

Los ojos bien abiertos por el miedo. Es posible que el peligro no sea tan grande como pueda parecerles a los principiantes. Pero les juro que más de una vez estuvimos con el alma entre los dientes, en sentido literal y figurado. El Abakán avanza por un estrecho cañón de la taiga dividiéndose en varios cauces, formando atascos con los árboles arrastrados, bullendo en las zonas poco profundas y pedregosas. Para un río así, nuestra barca era un juguetito de madera que podía arrojar contra las rocas, volcar en los rápidos o arrastrar debajo de unos troncos atascados. El agua en el río no discurría, ¡volaba! En algunas ocasiones el salto de la corriente era tan brusco que parecía que la barca se desplazaba hacia abajo por una escalera mecánica de espuma. En esos momentos todos guardábamos silencio, mientras nos acordábamos de nuestras familias y otros seres queridos.

Pero, gracias al timonero, nada sucedió. Vaska nunca cometió un error, sabía en cuál de los cauces y en qué segundo girar, dónde mantener la velocidad al límite, dónde reducir y dónde avanzar directamente con los botadores; se sabía casi por su nombre los bloques de piedra ocultos bajo las aguas en las que volaban las astillas de muchas barcas… Como vía de transporte, el curso alto del Abakán es peligroso y poco seguro. Pero quien haya pasado por este camino del curso superior va a tener una nota especial en la comprensión de la belleza salvaje y virgen, esa que la gente de momento solo ha podido sentir con la vista.

La naturaleza nos sonrió. La mitad del camino navegamos con sol. Las montañas que rodeaban el río emanaban olor a la pinocha de julio, en el acantilado color lila resaltaba el colorido de las flores, el cielo tenía un azul penetrante. Los recodos del río bien ocultaban, bien dejaban a la vista una sucesión de colinas enigmáticas, y en cualquier momento el río podía regalarnos algún misterio de la taiga: a una lengua de tierra pedregosa podía salir un oso, un maral del Altái o un alce, podía sobrevolar el agua un urogallo… En esta vida todo es mutable. Durante más de una semana habíamos maldecido el tiempo que no había dejado llegar al helicóptero. Y ahora dábamos las gracias al mal tiempo que nos había empujado a los brazos del Abakán.

Ascenso del Abakán en barco.

El viaje nos llevó dos días con sus pernoctaciones en cabañas de invierno de la taiga. Pero se nos hizo más largo: 250 kilómetros, ¡y ni una sola vivienda habitada! Cuando desde el agua vimos el primer humo de una chimenea todos gritamos, como si siguiéramos una orden: «¡Abazá!». En ese momento la primera aldea a orillas del Abakán nos pareció el centro del universo.

Y este fue nuestro regreso de la taiga después de nuestra cita con los Lykovy. He empezado por el final esta breve historia del encuentro con unas personas de un increíble destino para que puedan sentir e imaginar cuánto se habían apartado de la gente y por qué se los descubrió solo por casualidad.

En Abazá pasamos una noche y percibimos de una forma completamente nueva esta ciudad-aldea limítrofe con la taiga. En verdad era la capital de la región. En el muelle había amarrados varios centenares de barcas similares a la que habíamos usado nosotros para salir de la taiga. En ellas se transportaba hasta aquí cereales, leña, setas, bayas, piñones… Y se salía a cazar o a pescar. En la orilla, junto al muelle, los carpinteros construían barcas nuevas. Las viejecitas salían a sentarse en los bancos y, por las tardes, por aquí paseaban las parejas, los chiquillos zascandileaban entre las barcas, los muchachos probaban y arreglaban los motores o, habiendo regresado del río, al igual que nosotros, relataban quién había visto qué, en qué lances se habían visto envueltos.

Los jardincitos y los huertos de las construcciones siberianas, sólidos y cómodos daban directamente al muelle. Las manzanas maduraban entre las casas. Los huertos olían a eneldo calentado al sol, a pipas. De las casas llegaba el aroma a resina de la leña cuidadosamente apilada. Era sábado y a la vera de cada una de las casas humeaba una pequeña bania. La hierba y el asfalto compartían pacíficamente las calles anchas y cuidadas de la pequeña ciudad con los terneros y los Zhigulí. Unos carteles avisaban de la inminente llegada de un famoso artista de cine. Y en un tablón de anuncios leímos, sin que nos sorprendiera, una hojita: «Cambio vivienda en Leningrado por vivienda en Abazá». Aquí viven mineros, leñadores, geólogos y cazadores. Todos le tienen un cariño fiel a la acogedora y pintoresca Abazá. Así es esta ciudad-aldea al borde de la taiga.

Y aquí buscamos a alguno de los valientes que había estado en el curso alto del río, para preguntar por la naturaleza de aquel lugar, por todo lo que no habíamos tenido tiempo de averiguar o que se nos había pasado mientras estábamos con los Lykovy y con los geólogos. En su casa dimos con el cazador Yuri Moganakov. Y pasamos toda la tarde con él. «¡La taiga allí no es pobre precisamente! Crece mucho de todo, y corretea mucho de todo —nos dijo el cazador—. Aun así, es la taiga. En las montañas empieza a nevar en septiembre y la nieve se queda hasta mayo. También puede caer y cuajar varios días en junio. En invierno la nieve llega hasta la cintura y hay 50 ºC grados bajo cero. ¡Estamos hablando de Siberia!»

Yuri había oído hablar de los Lykovy. Y el año pasado había subido hasta su «madriguera», movido por la curiosidad. A la pregunta de qué pensaba él sobre su vida en la taiga, el cazador dijo que le gustaba la taiga y que siempre se ponía en marcha con ganas, «pero con más ganas regreso aquí, a Abazá». «Emparedar tu vida en la taiga, sin gente, sin sal, sin pan, es un fallo enorme. Creo que el viejo Lykov ha comprendido el fallo.»

También le preguntamos cómo podían haber subido los Lykovy tan arriba del Abakán, si en la actualidad, cuando una barca tiene dos motores potentes, solo unos pocos se aventuraban a competir con el río. «Guiaron la barca con una sirga y botadores. Antes todos lo hacían así, cierto que no llegaban lejos. Pero Karp Lykov, por lo que he comprendido, es un kerzhaki de una pasta especial. ¡Y siguió! Debieron de írsele unas ocho semanas en lo que yo ahora recorro en dos días.»

… Y el helicóptero había llegado a la «madriguera taiguestre» en apenas dos horas. A las diez de la mañana se había elevado y a las doce ya estaba buscando con la mirada un sitio para aterrizar.

EL ENCUENTRO

Dos horas sobrevolamos la taiga, subiendo cada vez más. La altura creciente de las montañas nos obligaba a ello. Suaves y tranquilas en las cercanías de Abazá, se volvían poco a poco severas e inquietantes. Los valles verdes, hospitalarios y bañados por el sol, poco a poco se iban estrechando y al final del camino se convertían en aberturas escarpadas y oscuras con hilillos plateados de ríos y riachuelos.

—¡Salimos! —me gritó al oído el comandante del helicóptero.

Como cristalitos al sol brillaba el río en un foso oscuro, y el helicóptero lo siguió, bajando, bajando cada vez más… Se posó sobre unos guijarros cerca de la colonia de los geólogos. Desde aquí a la choza de los Lykovy había, según habíamos averiguado, 15 kilómetros río arriba y luego por la montaña. Pero necesitábamos un guía. Desde Abazá, por radio, nos habíamos puesto de acuerdo con él. Y Yeroféi Sazóntievich Sedov, un maestro perforador robusto, siberiano de origen, y sus camaradas ya están lanzando por la puerta abierta del helicóptero unas botas altas de caucho, mochilas, comida envuelta en arpillera. Ya estamos otra vez en el aire, nos movemos por encima del Abakán, repitiendo las curvas del río por el interior de un cañón estrecho.

Aterrizar cerca de la choza de los Lykovy es imposible. Está en la ladera de una colina. Y, excepto su huerto, no hay una sola calva en la taiga. Sin embargo, no muy lejos hay un pequeño pantano oligotrófico, donde no se puede aterrizar, pero sí sobrevolar bastante bajo. Los cuidadosos pilotos dan una vuelta tras otra, tanteando un claro en el que entre la hierba brilla peligrosa el agua. En esas pasadas vemos abajo el «huerto» que justamente se descubrió desde el aire.

¡El huerto! En perpendicular a la pendiente, las hileras de los surcos de patatas y alguna otra planta. Cerca, la choza ennegrecida. En la segunda pasada pude ver dos pequeñas figuras junto a la choza, un hombre y una mujer. Tapándose el sol con la mano, observaban el helicóptero. La aparición del aparato para ellos significa la aparición de gente.

Nos quedamos suspendidos sobre el pequeño lago, arrojamos la carga a la hierba y luego saltamos al colchón de musgo húmedo. Un minuto después, sin haber mojado las ruedas en el lago, el helicóptero se elevaba ligero y enseguida se ocultó tras la espalda boscosa de la montaña.

El silencio… Un silencio ensordecedor bien conocido por todo aquel que justo así, en medio minuto, como los paracaidistas, acaba de dejar un helicóptero. Y allí, en el lago, Yeroféi nos confirmó la triste noticia que ya habíamos oído en Abazá: solo quedan dos personas de la familia, el viejo y la hija menor, Agafia. Los otros tres —Dmitri, Savín y Natalia— habían muerto repentinamente, uno tras otro, el otoño anterior.

—Antes solían salir los cinco si oían el helicóptero. Ahora, ya lo han visto, son dos…

Mientras debatía con nosotros las causas de las inesperadas muertes, el guía echó a andar desde el lago tomando la dirección errónea y estuvimos unas dos horas deambulando por la taiga, pensando que íbamos en dirección a la choza, y resultó que, precisamente, nos alejábamos de ella. Cuando comprendimos el error, vimos que lo mejor era regresar al lago y, desde aquí, movernos.

Una hora de marcha por un sendero que ya conocíamos gracias a los relatos de los geólogos y ahí estaba el objetivo de nuestro viaje, la pequeña isba enraizada en la tierra hasta la altura de la ventanita, negra por el paso del tiempo y la lluvia, completamente rodeada de pértigas y sepultada hasta el tejado por trastos de uso doméstico, por cajas y por cestitos de corteza de abedul, leña, tinas y artesas vaciadas y alguna otra cosa nada clara para la vista de un recién llegado. En el mundo habitado, una construcción así, a la sombra de un cedro enorme, se tomaría por una bania. Pero era una vivienda, una que aguantaba aquí, en solitario, desde hacía más de cuarenta años.

Los surcos de patatas, que subían la montaña formando una pequeña escalera, la pequeña isla verde oscuro de cáñamo entre las patatas y el campo de centeno del tamaño de una pista de voleibol le conferían a este lugar conquistado a la taiga con no poco esfuerzo, eso seguro, un aspecto pacífico y habitable.

Sin embargo, no se veía a nadie. No se oían ladridos de perro ni cacareos de gallinas, tampoco cualquier otro sonido habitual en una vivienda humana. Un gato de aspecto algo salvaje que nos estudiaba receloso desde lo alto del tejado de la isba pegó un saltó y salió como una bala hacia el cáñamo. No había gorriones ni cualquier otro compañero de los hombres.

—¡Karp Ósipovich!, ¿estás bien? —llamó Yeroféi acercándose a una puerta cuyo dintel le quedaba por debajo del hombro.

Dentro de la isba hubo cierto movimiento. La puerta rechinó y pudimos ver al anciano emergiendo a la luz del sol. Lo habíamos despertado. Se restregó los ojos, los guiñó, se pasó la palma abierta por la barba desgreñada y, finalmente, exclamó:

—¡Ay, Señor, Yeroféi…!

El anciano estaba claramente contento de vernos, pero no nos ofreció la mano. Se acercó, se cruzó las palmas sobre el pecho y se inclinó ante cada uno de los que allí estábamos.

—Estuvimos esperando y esperando. Decidimos que era un helicóptero antiincendios. Y, con pena, nos hemos quedado dormidos.

El anciano reconoció a Nikolái Ustínovich, que había estado allí un año antes.

—Y este es un visitante de Moscú. Un amigo. Siente interés por su vida.

Con cautela, el anciano se inclinó en mi dirección.

—Sea bienvenido, sea bienvenido…

Mientras Yeroféi explicaba dónde habíamos bajado y de qué forma tan tonta nos habíamos perdido, yo pude observar bien al anciano. Ya no era el «caduco de tejido doméstico» que habían descubierto y descrito los geólogos. El gorro de fieltro que alguien le había regalado lo hacía parecerse a un colmenero. Vestía pantalones y un blusón de tela manufacturada. En los pies, botas de fieltro y debajo del sombrero, un pañuelo negro como protección contra los mosquitos. Ligeramente encorvado, aunque para sus ocho décadas y media bastante firme y ágil. De hablar claro, sin el más mínimo fallo propio de la edad. Para asentir solía decir edak-edak, «así es, así es», en lugar de la habitual tak-tak, «claro, claro». Estaba un poco sordo, y una y otra vez se colocaba el pañuelo junto a la oreja y se inclinaba hacia su interlocutor. Pero su mirada era atenta, tenaz.

En un momento en que estábamos examinando las perspectivas de los cultivos del huerto, la puerta de la choza se entreabrió y Agafia salió corriendo como un ratoncito, sin ocultar su alegría infantil por ver gente. También unió las palmas, hizo una inclinación profunda.

—Volaba y volaba el aparato… Y las buenas gentes no venían, no venían… —hablaba canturreando, alargando muchísimo las palabras. Así hablan los simples. Y había que acostumbrarse, primero un poco para no despistarse, y hablar en el tono con el que se suele hablar a los simples.

Era imposible calcular la edad de la mujer por su aspecto. Tenía los rasgos de una persona de menos de treinta años, pero el color de su piel era de un blanco nada natural y enfermizo, por lo que recordaba a una patata germinada que ha estado mucho tiempo en un lugar oscuro, húmedo y cálido. Agafia llevaba un blusón hasta las rodillas de arpillera de color negro. Iba descalza. En la cabeza, un pañuelo negro de lienzo.

Las dos personas que estaban delante de nosotros parecían haber estado limpiando chimeneas, dadas las manchas de carbón que tenían. Resulta que, justo antes de nuestra llegada, habían estado cuatro días extinguiendo un incendio en la taiga que se había acercado muchísimo a su choza. El anciano nos guio por el sendero hasta detrás del huerto y pudimos ver los árboles carbonizados; las matas de arándanos quemadas chasqueaban bajo los pies. Y todo esto a «tres tiros de piedra» del huerto.

Ese junio, que había ahogado a Moscú en lluvias, había sido seco y caluroso en los bosques de aquí. Cuando empezaron las tormentas, se declararon incendios en muchos puntos. Y aquí, un rayo «golpeó un viejo cedro y este se prendió cual vela». Afortunadamente, no había viento y el incendio declarado se acercó a la vivienda solo a ras del suelo.