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Los sabios que diseñaron las bases matemáticas de nuestra civilización. Los nombres de Pitágoras, Arquímedes y Euclides resonaron en las antiguas calles de Samos, Siracusa y Alejandría mucho antes de convertirse en el símbolo de la sabiduría misma. Pitágoras, el místico que descubrió la armonía numérica que rige el cosmos, fue elevado a categoría divina y reunió en torno a su figura una secta de seguidores. Arquímedes es popularmente conocido por grandes frases, como «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo» o el grito «¡Eureka!». Sus tratados matemáticos se ocuparon de problemas físicos con un rigor que no encontraría igual durante siglos. Euclides, con sus Elementos, reunió todo el conocimiento matemático previo en la obra más influyente de la historia de esta disciplina, un texto que serviría de manual de aprendizaje durante más de dos milenios. Estos tres visionarios aunaron el misticismo, la filosofía y la matemática para transformar radicalmente nuestra comprensión del mundo, dotándonos del lenguaje universal que ha hecho posible todo el desarrollo científico posterior. Descubre a las personas que se esconden tras los teoremas: tres hombres de vidas tan interesantes como sus descubrimientos.
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Seitenzahl: 578
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Prólogo
Pitágoras. Un secreto encerrado en tres paredes
Introducción
Cronología
1. Realidad y mito de Pitágoras
2. El teorema
3. La secta de los pitagóricos
4. Un universo basado en el número
5. La armonía del cosmos
6. El fracaso de la aritmética universal
7. Pitagóricos y neopitagóricos
Euclides. Las matemáticas presumen de figura
Introducción
Cronología
1. Euclides de Alejandría
2. La estructura de los «Elementos»
3. El Libro I y la geometría del universo
4. La técnica del tángram en los «Elementos»
5. La teoría de la proporción y el método de exhaución
6. La cuadratura del círculo
7. La aritmética en los «Elementos»
8. La transmisión de los «Elementos»
Epílogo
Arquímedes. ¡Eureka! El placer de la invención
Introducción
Cronología
1. Un sabio en la Antigüedad
2. ¡Eureka!
3. El defensor del círculo
4. El ingeniero de la guerra
Anexo
Lecturas recomendadas
© del prólogo: Claudi Alsina Català, 2025.
© del texto de Pitágoras, un secreto encerrado en tres paredes: Marcos Jaén Sánchez.
© del texto de Euclides, las matemáticas presumen de figura: Josep Pla i Carrera.
© del texto de Arquímedes, ¡Eureka! El placer de la invención: Eugenio Manuel Fernández Aguilar..
© de las fotografías de Pitágoras, un secreto encerrado en tres paredes: Age Fotostock: 97; Album: 29, 31, 35ad, 39, 40, 95ad, 128, 130, 157, 163; Archivo RBA: 91, 95ai, 119, 133, 140; British Museum: 94; Fyodor Bronnikov/Galería Tretyakov, Moscú: 77a; Leonardo da Vinci/Biblioteca Ambrosiana, Milán: 149ad; Euclides/Universidad de Pensilvania: 61a; Eric Gaba/Museo del Louvre, París: 167; Galilea/Museos Capitolinos, Roma: 35ai; Index: 100; Museo de Bellas Artes de Moscú: 95b; Salvator Rosa/Kimbell Art Museum, Fort Worth, Texas: 77b; Rafael Sanzio/Museos Vaticanos, Roma: 35b, 61b; Marie-Lan Nguyen: 59, 75; Gregor Reisch: 149ai; Scala Archives: 51, 149b; Yale Babylonian Collection: 147.
© de las fotografías de Euclides, las matemáticas presumen de figura: Archivo RBA: 182, 189, 207, 223, 247, 269i, 271bi, 271bd, 277, 284; Museo del Prado, Madrid: 269d; Museo e Gallerie di Capodimonte, Nápoles: 271a; Sébastien Bertrand, París: 205.
© de las fotografías de Arquímedes, ¡Eureka! El placer de la invención: Anarkman/Wikimedia Commons: 435c, 435b; Archivo RBA: 351ai, 390, 459bi; AugPi/Wikimedia Commons: 435a; Bibliotecas de la Universidad de Columbia: 439ad; Bibliotecas de la Universidad de Pennsylvania: 369b; Codas2/Wikimedia Commons: 439ai; Galería de los Ufizzi, Florencia: 459bd; Harper’s New Monthly Magazine n.º 2229, June 1869: 459a; Instituto Courant de Ciencias Matemáticas, Universidad de Nueva York: 447, 451; Barb Junkkarinen: 377; Knight’s American Mechanical Dictionary (1876): 446 Marsyas/Museo del Ágora de Atenas: 374; Pete/Wikimedia Commons: 383; Thomas Schoch: 439b; F.G.O. Stuart: 449; Edouard Vimont/Proyecto Gutenberg: 351b; Marcus Vitruvius Pollio & Walter Hermann Ryff/Deutsche Fotothek: 369a; The Walters Art Museum, Baltimore: 351ad.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025
REF.: OBDO582
ISBN: 978-84-1098-446-2
Composición digital: www.acatia.es
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En el firmamento de las ideas que han moldeado la civilización humana, tres estrellas brillan con luz propia desde hace más de dos milenios. Pitágoras, Euclides y Arquímedes establecieron los cimientos sobre los que se asienta nuestra comprensión matemática del universo. Estas tres figuras monumentales del pensamiento griego representan el concepto mismo de sabio, y sus ideas continúan siendo fundamentales en nuestro entendimiento de la realidad.
La geometría que ordena nuestras ciudades, la física que explica nuestro cosmos, los principios matemáticos que sustentan nuestra tecnología —desde los antiguos acueductos hasta los modernos satélites— todos ellos llevan la impronta de estos colosos intelectuales que, en el amanecer del pensamiento racional, se atrevieron a buscar un orden matemático en el aparente caos de la naturaleza.
Ahora bien, una paradoja peculiar los rodea: mientras sus ideas han resistido el paso del tiempo, sus vidas personales permanecen envueltas en el misterio. Las referencias biográficas son escasas y, en ocasiones, se entrelazan con la leyenda.
La primera parte del presente libro versa sobre Pitágoras. Nacido en la isla de Samos hacia el 570 a.C., Pitágoras emerge en nuestro imaginario envuelto en una peculiar dualidad: matemático brillante y líder espiritual. Este hombre extraordinario fundó en Crotona una hermandad que trascendió lo académico para convertirse en una escuela filosófica y comunidad de vida. El texto nos sumerge en este fascinante mundo donde los números no eran meras herramientas de cálculo sino la esencia misma de lo existente.
«Todo es número», proclamaban los pitagóricos. Esta sencilla afirmación encerraba una visión revolucionaria: el universo entero podía comprenderse mediante relaciones numéricas. Desde la armonía musical —donde descubrieron que las notas consonantes correspondían a proporciones simples entre las longitudes de las cuerdas— hasta el movimiento de los astros —que imaginaban produciendo la inaudible «música de las esferas»—, los pitagóricos buscaron y encontraron patrones matemáticos en todos los fenómenos.
Y en el corazón de este legado resplandece el célebre teorema:
Un triángulo es rectángulo si y solo si el cuadrado del lado opuesto al ángulo recto (hipotenusa) es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados (catetos).
Lejos de ser una abstracción alejada de la vida cotidiana, este teorema nació de necesidades prácticas: determinar la perpendicularidad de paredes mediante simples medidas con una cuerda, o calcular distancias inaccesibles. Su aplicación dio un vuelco a la geometría, permitiendo resolver problemas como la cuadratura de polígonos mediante la disección en triángulos.
Aunque diversas culturas antiguas conocieron casos particulares del teorema (como el «triángulo 3-4-5»), el mérito pitagórico radicó en elevarlo a principio universal, válido para cualquier triángulo rectángulo. Esta generalización, demostrada mediante razonamiento deductivo, marcó un hito en el pensamiento matemático. En la actualidad, ha generado ingentes demostraciones distintas y se ha convertido en el único postulado matemático verdaderamente universal, enseñado en todas las escuelas del mundo.
Cuando hoy buscamos patrones matemáticos en la naturaleza, cuando veneramos la elegancia de una ecuación simple que explica fenómenos complejos, o cuando exploramos el cosmos armado con modelos matemáticos, estamos, en esencia, practicando una visión pitagórica del mundo.
La segunda parte de este libro transcurre en la luminosa Alejandría de los primeros Ptolomeos, entre las columnas de mármol del célebre Museo —el primer centro de investigación científica de la historia— y su biblioteca. Allí trabajaba Euclides (ca. 325-265 a.C.), un sabio de cuya vida personal apenas sabemos nada, sin embargo, su legado ha modelado el pensamiento occidental durante más de dos milenios.
Este enigmático maestro creó la obra matemática más influyente de todos los tiempos: los Elementos. Un monumento intelectual que solo ha sido superado en número de ediciones por la Biblia. No solo sobrevivió a la quema de la Biblioteca de Alejandría y al colapso del mundo antiguo, sino que floreció a través de las traducciones árabes y latinas, hasta llegar a la primera edición impresa en 1482 por Erhard Ratdolt en Venecia —diez años antes del descubrimiento de América.
¿Qué hacía tan especial a esta obra para merecer semejante longevidad? Euclides no descubrió la mayoría de los teoremas que presenta; su genialidad consistió en algo más fundamental: crear un sistema de pensamiento. Heredero de la tradición que habían iniciado Tales de Mileto y Pitágoras de Samos, y nutrido por las aportaciones de la Academia platónica, sintetizó tres siglos de matemática griega en una estructura lógica impecable.
Los Elementos constituyen la primera presentación sistemática de un cuerpo de conocimientos mediante el método axiomático: partiendo de cinco «nociones comunes» (como «el todo es mayor que la parte») y cinco «postulados» (como «por dos puntos pasa una única línea recta»), junto con 131 definiciones cuidadosamente formuladas, Euclides desarrolla, paso a paso y sin lagunas, 465 proposiciones matemáticas. Esta arquitectura lógica, donde cada afirmación se demuestra a partir de las anteriores en una cadena de razonamientos, estableció un estándar de rigor intelectual y un modelo de estructuración del conocimiento que ha inspirado a pensadores de todas las disciplinas. No es casualidad que Newton titulara su obra cumbre Principios matemáticos de filosofía natural en clara alusión a la estructura euclidiana, o que Spinoza intentara presentar su ética more geometrico (al modo geométrico). Durante siglos, estudiar los Elementos no era simplemente aprender geometría, sino aprender a pensar con precisión.
En la tercera parte, este volumen nos transporta a la Siracusa del siglo III a. C., donde vivió y murió Arquímedes (287-212 a.C.), un hombre que encarnó como pocos la fascinante intersección entre la teoría y la práctica. Mientras los ejércitos de Roma y Cartago se disputaban el control del Mediterráneo durante las Guerras Púnicas, Arquímedes trabajaba sin descanso en su Siracusa natal. La imagen del sabio corriendo desnudo por las calles de Siracusa mientras gritaba ¡Eureka! («¡Lo he encontrado!») tras descubrir en su baño el principio de flotación, se ha convertido en el símbolo universal del momento de inspiración científica.
Las contribuciones de Arquímedes abarcan campos muy diversos: definió con precisión el funcionamiento de la palanca —«Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo»—; desarrolló métodos ingeniosos para calcular áreas y volúmenes de figuras complejas; estudió propiedades de curvas como la espiral que lleva su nombre; inventó máquinas asombrosas como el tornillo sin fin para elevar agua; y diseñó armas defensivas que, según los cronistas romanos, mantuvieron a raya durante dos años al poderoso ejército de Roma.
Pero quizás su logro más trascendental fue anticiparse al cálculo infinitesimal en casi dos milenios. En su obra El método, redescubierta apenas en 1906, Arquímedes revela cómo utilizaba consideraciones de equilibrio mecánico para descubrir relaciones geométricas profundas, en lo que constituye un precursor directo de las integrales modernas.
Este volumen contiene versiones accesibles de los escritos de Arquímedes, desde sus tratados sobre la esfera y el cilindro hasta El Arenario, donde desarrolla un sistema para expresar números extremadamente grandes calculando cuántos granos de arena cabrían en el universo. Esta antología permite asomarse a los métodos del genio. No es casualidad que cuando la comunidad matemática internacional creó la Medalla Fields —equivalente al Premio Nobel en matemáticas— eligiera el rostro de Arquímedes para adornar una de sus caras. Hoy sigue representando el ideal del científico completo.
Pitágoras, Euclides y Arquímedes representan tres aproximaciones complementarias al conocimiento matemático: buscar la armonía numérica en el universo; combinar la abstracción teórica con la resolución de problemas prácticos; construir sistemas de conocimiento basados en el rigor y la deducción.
Estos tres colosos del pensamiento vivieron en un período relativamente breve —apenas tres siglos los separan— pero su legado aún moldea nuestra forma de construir conocimiento y nos recuerda la unidad fundamental del pensamiento humano. Cuando un arquitecto diseña un edificio, cuando un físico modela el comportamiento de las partículas subatómicas, o cuando un ingeniero espacial calcula la trayectoria de una sonda interplanetaria, están apoyándose en los hombros de estos gigantes.
Invito al lector a embarcarse en esta excursión al pasado como quien redescubre ideas vivas, profundamente actuales y relevantes para comprender nuestro mundo tecnológico. A través de estas páginas, es posible entrar en diálogo con tres de las mentes más brillantes que ha producido la humanidad, y en ese diálogo, tal vez descubrir nuevas perspectivas sobre el presente y el futuro.
CLAUDI ALSINA
UNIVERSITAT POLITÈCNICA DE CATALUNYA
Los estudios que se han ocupado de Pitágoras se han debatido siempre entre la admiración y la sospecha. Deseosos de mantener pura una visión de la antigua Grecia como origen del pensamiento lógico moderno, a lo largo de los siglos la filosofía, la filología clásica e incluso la historia de la ciencia descartaron como superstición ciertos aspectos del mundo griego. Pero las evidencias que contradecían esa concepción sólida y limpia de una Grecia clásica racionalista existían desde antiguo y asomaban tímidamente en la obra de algunos autores. Poco a poco esa visión alternativa se ha ido abriendo paso y hoy en día es posible perfilar un cuadro mucho más complejo del espacio intelectual que habitaban los antiguos griegos.
El pensamiento de la Grecia arcaica y clásica fue el resultado de una mixtura de elementos que incluía el misticismo y la religión, una combinación difícil de comprender para la mentalidad contemporánea, modelada en la tradición positivista de la Ilustración. Pitágoras de Samos es, sin duda, la muestra más representativa de esa complejidad. Durante largo tiempo, su personalidad ha sido considerada en su dimensión más reducida, la del genio matemático. Desde esa perspectiva, una aproximación con mayor voluntad de detalle arrojaba al curioso a un laberinto de oscuridades y recovecos incómodos. En la actualidad el único acercamiento posible a su figura no puede ignorar ninguna de las capas que componen su identidad de manera indisociable: Pitágoras mago y matemático, hombre de conocimiento racional e irracional a un mismo tiempo.
La aportación del sabio de Samos se desarrolló en el contexto de la religión griega. La concepción más popular de esta se corresponde con el panteón de dioses que ha llenado de iconos la narrativa occidental. Sin embargo, los dioses olímpicos son solo un estrato posterior; frente a él se sitúa una vertiente más antigua relacionada con lo subterráneo y lo mistérico. Ya desde la época arcaica, los griegos estuvieron en contacto con pueblos como los tracios o los escitas, de cuya tradición chamánica recibieron numerosas influencias. Pitágoras emergió en ese mundo, y extendió su sombra magnífica como hombre religioso imbricado a la vez con el comienzo de la reflexión científica en el mundo griego.
La ambivalencia de Pitágoras es la evidencia de que no puede separarse el origen de la filosofía (una palabra cuya propia creación se le atribuye, aunque erróneamente) de la religión griega. Para los griegos, el intelecto tenía inspiración divina. Los poetas y los sabios de la antigua Grecia estaban tan cerca de los dioses como los profetas y los sacerdotes. Pitágoras fue elevado a una categoría divina y, de hecho, es la primera figura de hombre «divino» conocida en el mundo occidental que reunió a su alrededor una secta de seguidores adheridos a su doctrina.
Al contrario de lo que aseguran algunas voces, la existencia real de Pitágoras no ofrece ninguna duda. Su vida se desarrolló aproximadamente entre los años 570 y 490 a.C., e incluso es posible dar por auténticas varias fechas de su biografía. Existen pruebas suficientes de su salto a la esfera pública a los cuarenta años, cuando huyó de Samos —una isla del mar Egeo muy próxima a Asia Menor— para escapar del tirano Polícrates. Alrededor del año 530 a.C. se estableció en la colonia griega de Crotona, en la Magna Grecia, donde organizó una secta religiosa y se involucró de manera activa en la política hasta el punto de expandir su hermandad, y con ella su influencia, por todo el sur de Italia. Ahora bien, en cuanto a su nacimiento, sus viajes y su formación, todo queda dentro del terreno de la leyenda, una leyenda compuesta por los elementos míticos característicos de su mundo y su tiempo.
Es muy difícil reconstruir de manera rigurosa, en el sentido al que estamos acostumbrados en la actualidad, el cuerpo de conocimientos del antiguo pitagorismo, pero a pesar de la densidad de capas que lo caracterizan, la fama del maestro como científico persiste. Algunas tradiciones le consideran el padre de diversas disciplinas del saber, como las matemáticas, la astronomía, la política y la filosofía. Se le atribuyen tantas invenciones en terrenos tan variados del conocimiento, cual verdadero descubridor de la sabiduría humana, que se ha convertido en una suerte de símbolo de la ciencia y el progreso. Su impronta se encuentra no solo en las ciencias, sino también en la música, y después, en la retórica, la adivinación, la medicina y la religión.
Pitágoras adquirió su dimensión filosófica y científica por mediación de Platón y Aristóteles, a través de los cuales ejerció una influencia inconmensurable que se ha prolongado durante toda la historia del pensamiento. El Pitágoras filósofo-científico puede resumirse en dos grandes ideas: la inmortalidad del alma y el concepto de que el universo puede entenderse a través del número y la proporción. Todos los indicios llevan a asociar a Pitágoras con la primera cuestión, de carácter más religioso, y relegan la segunda, más científica, a tiempos posteriores, atribuyéndola a los pitagóricos más notables, Filolao y Arquitas, aunque es posible que el núcleo esencial de esta idea procediera de los primeros tiempos del pitagorismo e incluso que ambas fueran enunciadas por el maestro.
Para Pitágoras, la contemplación, un término originariamente místico, era una actividad intelectual que desembocaba en una forma de pensamiento abstracto puro que hoy conocemos como la ciencia de las matemáticas, y en ella basaba su doctrina teológica, ética y filosófica. Si esta mezcolanza parece extraña, cabe recordar que, en su origen, la mayor parte de las actuales disciplinas científicas estuvieron estrechamente vinculadas a conjuntos de creencias que ya han sido relegadas al estatus de superstición. Por ejemplo, la astronomía estaba asociada a la astrología, y la química, a la alquimia. En su principio, el conocimiento matemático parecía ser seguro, exacto y aplicable a la realidad, y además se adquiría solamente por el pensamiento, sin necesidad de la observación. Así, los pitagóricos creyeron que proporcionaba un ideal del que el conocimiento empírico estaba muy alejado. Se suponía que el pensamiento era superior a los sentidos, y la intuición, a la observación. Se buscaban métodos diversos para acercarse al ideal matemático, aunque las conclusiones que de ello se extrajeron fueron la fuente de muchos errores tanto en la metafísica como en la teoría del conocimiento.
Pitágoras descubrió la importancia de los números. A él se atribuye la célebre afirmación de que «todo es número». Las propiedades de los números, sobre todo al combinarlos, maravillaron tanto a los pitagóricos que acabaron dedicando la mayor parte de su esfuerzo científico a buscar por todas partes analogías entre los números y las cosas. Fórmulas como 1+3+5+…+(2n–1)=n2, que muestra que los cuadrados pueden formarse como sumas de los números impares sucesivos, les parecían pura expresión de lo divino. Así, los pitagóricos se dedicaron a categorizar los números, estableciendo complejas divisiones, e incluso les otorgaron significación moral.
El sabio de Samos imaginaba los números como figuras, del modo en el que aparecen en los dados o los naipes. El pitagorismo se centró en los números oblongos, los triangulares, los piramidales y muchos otros que se irán viendo en las siguientes páginas; se trata de denominaciones relacionadas con los guijarros que se utilizaban para dibujar tales figuras. Probablemente, el maestro consideraba que el mundo estaba compuesto por partículas equivalentes a lo que más tarde se conocería como átomos, y que los cuerpos estaban hechos de esos elementos dispuestos en formas armónicas. De ese modo, la aritmética se convertía en la base y el nexo entre la física y la estética.
Los principios numéricos proporcionaron los cimientos sobre los que Pitágoras configuró su filosofía, una filosofía completa de ámbito universal que empleaba el concepto de armonía, tanto musical como matemática, para hacer danzar toda la realidad, incluso los astros, al son de una música matemática. En la cosmología del sabio de Samos (basada en parte en la de Anaximandro de Mileto, que vivió un siglo antes), los cuerpos celestes estaban distanciados de un llamado «fuego central» según intervalos que correspondían a los de una octava de la escala musical. Por ese motivo, los movimientos circulares de los cuerpos celestes producían una música: la armonía de las esferas. Esta música sobrepasaba la capacidad del oído humano, pero, según la leyenda, Pitágoras era capaz de oírla. Claros vestigios de la relación que estableció el maestro entre la música y la aritmética sobreviven en los términos matemáticos «media armónica» y «progresión armónica».
Pero quizá el descubrimiento más grande de Pitágoras, o de sus discípulos más allegados, fue el celebérrimo teorema geométrico que lleva su nombre. La tradición le atribuye su autoría, aunque fue un resultado al que muchas culturas han llegado de forma independiente. El teorema de Pitágoras es la famosa proposición de los triángulos rectángulos, que establece que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Los egipcios ya sabían que un triángulo cuyos lados son 3, 4 y 5 tiene un ángulo recto, pero quizá los griegos fueron los primeros en observar que 32+42=52 y, siguiendo esta idea, los primeros en descubrir una prueba de la proposición general.
Desafortunadamente para los pitagóricos, este teorema condujo al descubrimiento de un tipo de número que daba al traste con su filosofía. Consideremos un triángulo rectángulo isósceles cuyos catetos valen 1. Por el teorema, su hipotenusa vale 2 , un número que no puede representarse mediante ninguna fracción de números enteros. Ello equivale a decir que no hay forma aritméticamente sencilla de determinar cuántas veces el cateto está contenido en la hipotenusa. Los catetos y la hipotenusa de un triángulo de estas características se dice que son inconmensurables entre sí, y como tal son incompatibles con el armonioso universo numérico que predicaba Pitágoras, en que los números se contenían unos a otros de forma exacta y medible. Este hecho convenció a los matemáticos griegos de que la geometría debía establecerse de manera independiente a la aritmética.
La combinación de magia y matemáticas que nació con Pitágoras marcó tanto la filosofía como la religión en la antigua Grecia, en la Edad Media y en los tiempos modernos, hasta Kant. En san Agustín, Tomás de Aquino, Descartes, Spinoza y Leibniz existe una fusión íntima entre religión y razonamiento, entre aspiración moral y admiración lógica por lo eterno, que procede de Pitágoras y que caracteriza la teología intelectualizada de Europa frente al misticismo de Asia. Por ese motivo, vale la pena intentar hacer una descripción de la figura del sabio de Samos bajo esa luz, en la frontera de la filosofía, la ciencia, la religión y la leyenda. Porque aquello que durante algún tiempo se consideró conflictivo hoy es fuente de claridad, y actualmente, comprender en toda su ambigüedad a este personaje es imprescindible para interpretar de modo correcto el instante más crítico de la historia del pensamiento: su momento fundacional. La lección no solo consiste en aprender a aceptar la ambivalencia y la complejidad, sino en descubrir que esa actitud parece moderna, pero no lo es: bien al contrario, es la experiencia humana original.
570 a.C. Nace Pitágoras en la isla de Samos (Jonia). Jenófanes de Colofón funda en Elea (sur de Italia) una escuela filosófica.
550 a.C. Fecha aproximada del inicio de los viajes de aprendizaje que la tradición atribuye a Pitágoras y que se extienden por diez años.
540 a.C. Algunas tradiciones sitúan hacia esta fecha una pequeña escuela, llamada el Semicírculo, que Pitágoras fundó en Samos para transmitir los saberes adquiridos en sus supuestos viajes.
435 a.C. Nace Arquitas de Tarento, discípulo de Filolao y amigo de Platón, que refundará el pitagorismo en una interpretación estrictamente científica.
530 a.C. Pitágoras abandona su isla natal para establecerse en la colonia griega de Crotona, en la Magna Grecia. Los pitagóricos extienden su influencia por el sur de Italia, formando comunidades en varias ciudades. El auge de Crotona se asocia con el poder político que ostentan los pitagóricos.
510 a.C. Crotona derrota a Síbaris, su ciudad rival. En la misma fecha se sitúa la revuelta antipitagórica que tuvo como consecuencia la caída de la secta.
490 a.C. Posible muerte de Pitágoras en la ciudad de Metaponto, vecina de Crotona, adonde habría huido después de la revuelta.
470 a.C. Nace Filolao de Crotona, que recoge y ordena las doctrinas pitagóricas. Se dice que escribió tres libros que más tarde adquirió Platón.
427 a.C. Platón nace en Atenas.
420 a.C. No más tarde de esta fecha los pitagóricos (quizá Hipaso de Metaponto) ya habían descubierto la existencia de los números inconmensurables.
535 a.C. Polícrates se alza con el poder como tirano de Samos.
387 a.C. Platón funda la Academia. Su obra recoge y reinterpreta los pensamientos centrales del pitagorismo.
384 a.C. Nace Aristóteles, que expondrá y criticará el pitagorismo en el capítulo quinto de la Metafísica.
300 a.C. Nace Euclides de Alejandría, que compilará y sistematizará la geometría elemental griega en una obra fundamental para el desarrollo de las matemáticas y la ciencia, los Elementos de geometría.
La interpretación histórica de la figura de Pitágoras está velada por el mito. Probablemente la falta de información precisa sobre su vida se deba al secreto que rodeaba a su secta; un vacío que la tradición se encargó de rellenar mediante la fabulación literaria hasta construir un personaje apasionante, si bien indescifrable. A pesar de ello, disponemos de algunos datos que se pueden dar por ciertos y que permiten reconstruir el proceso que convirtió a un filósofosacerdote de Samos en el mito mismo de sabio.
La figura de Pitágoras de Samos se encuentra grabada en la conciencia colectiva como el padre de la más exacta de las ciencias, las matemáticas, y de un sinfín de disciplinas más: la música, la medicina, la astronomía, la geometría, incluso la filosofía y la propia palabra que la denomina. Sin embargo, su biografía, o mejor dicho, la multitud de biografías que han llegado hasta nosotros a lo largo del tiempo y que confluyen en el cuerpo tradicional de conocimientos sobre el sabio están repletas de ingredientes legendarios y mágicos.
Los elementos que componen la leyenda de Pitágoras son los habituales de cierta categoría de mito, la del sabio de carácter divino, y la mayoría de ellos se hallan igualmente presentes en las biografías de otros filósofos presocráticos, como Parménides de Elea (ca. 540-470 a.C.) o Empédocles de Agrigento (ca. 495-425 a.C.). Sin embargo, la tradición pitagórica fue añadiendo a este sustrato capas superpuestas hasta convertir a Pitágoras en el prototipo del sabio creador de todo conocimiento humano.
Pitágoras vivió aproximadamente entre los años 570 y 490 a.C. y su vida transcurrió en los extremos del amplio marco geográfico que abarcaba la Grecia antigua: la isla de Samos, en la costa de Asia Menor, y la ciudad de Crotona, en el sur de la península italiana. Aunque también es cierto que estas coordenadas son las mismas que determinan las biografías de otros pensadores mejor referenciados o incluso bien documentados; de hecho, se corresponden exactamente con la zona donde se originó el pensamiento griego antiguo, y, con él, la filosofía. Samos es una ciudad próxima a Mileto, el epicentro de la escuela jónica encabezada por Tales (ca. 624-546 a.C.) y Anaximandro (ca. 610-546 a.C.), y el sur de Italia es el contexto donde floreció la escuela eleática de Parménides y Empédocles. Estos cuatro pensadores, y ambas áreas geográficas, fueron capitales en el desarrollo de la filosofía presocrática.
Mapa en el que figuran Atenas, Mileto y las principales ciudades relacionadas con la biografía de Pitágoras: Samos, donde nació; Crotona, donde se desarrolló la parte más pública de su vida, y Metaponto, que la tradición señala como el lugar donde falleció.
La tradición insiste de modo invariable en que el padre de Pitágoras era un hombre acaudalado llamado Mnesarco, quizá un comerciante, que procedía de la isla de Samos, de una familia que a veces se ha emparentado con el fundador de la colonia, el mítico Anceo. Samos era la rival comercial de Mileto, y las expediciones de sus comerciantes abarcaban todo el Mediterráneo, hasta la región de Tartessos, en el sur de España, una zona famosa por sus minas. El gobernador de Samos era un tirano llamado Polícrates (ca. 570-522 a.C.), que dominó la isla desde 535 a.C. aproximadamente, hasta 515 a.C.
La maquinaria de la leyenda se pone en marcha en el mismo momento del nacimiento de Pitágoras, atribuyéndole un linaje divino. Así, se difundió la idea de que su madre, Pitaida, concibió de Apolo —lo que hace de Mnesarco el padre adoptivo—, y que el nacimiento de aquel niño maravilloso, que haría bien a la humanidad, estuvo profetizado por el oráculo de Delfos. Esta leyenda pretende explicar incluso el nombre del sabio: Pitágoras significaría «anunciado por Apolo», a partir de las palabras Pythios, que es el nombre del dios Apolo como patrón de Delfos, y agoreuo, «hablar». De hecho, el origen divino es uno de los componentes más elementales del arquetipo heroico, como sucede en los casos de Heracles y Teseo. La infancia del sabio habría estado marcada igualmente por múltiples señales maravillosas de carácter mítico.
La juventud y formación de Pitágoras suponen un motivo de debate enconado incluso en las fuentes tradicionales. Como todo héroe necesita un maestro, la biografía del sabio de Samos recoge como maestros una lista espectacular de grandes nombres de las disciplinas más diversas, lo cual se complementa con otro elemento común a este tipo de aproximaciones míticas: los viajes a países exóticos que son cuna de todo tipo de conocimientos. No hay evidencias de la relación de Pitágoras con sus supuestos mentores ni de muchos de los viajes que se le atribuyen, pero ello permite localizar el origen de las ideas que integrarán el futuro cuerpo de enseñanzas pitagóricas.
Entre sus supuestos maestros destacan los filósofos Tales de Mileto y Anaximandro de Mileto, pero también el místico Ferécides de Siros (ca. siglo VI a.C.), al que se atribuye una de las primeras obras del griego antiguo escritas en prosa. La función de los dos primeros pensadores habría sido introducir al joven Pitágoras en la filosofía jónica, mientras que Ferécides le habría enseñado las nociones de la inmortalidad del alma y la reencarnación. Según la leyenda, Ferécides habría realizado los mismos viajes atribuidos a Pitágoras —los cuales, en realidad, también se han atribuido a la mayoría de los padres del pensamiento griego—, y su figura entremezcla de igual modo la dimensión religiosa y la investigación filosófica. Según numerosas fuentes, Pitágoras cuidó a su maestro en sus últimos días.
En lo que respecta a Tales de Mileto, un personaje polifacético, considerado en la Antigüedad como uno de los Siete Sabios de Grecia, la tradición lo señala como el creador del proceso que dio origen a las matemáticas como ciencia. A él se atribuye el haber calculado la altura de las pirámides a partir de la longitud de su sombra durante un viaje a Egipto que realizó como mercader. Relatos posteriores le conceden varios teoremas; los dos principales, que llevan su nombre y se verán más adelante con mayor detalle, se presentan a continuación:
Dos triángulos son semejantes cuando coinciden en un lado y sus dos ángulos son adyacentes.Todo ángulo inscrito en un semicírculo es un ángulo recto.
A ellos se añaden una serie de teoremas que ya se conocían pero que no habían sido enunciados explícitamente o demostrados, entre los que destacan:
Todo diámetro divide en dos la superficie del círculo.En triángulos isósceles, los ángulos de la base son congruentes.
El Pitágoras intelectual está plenamente integrado en el ámbito de los denominados «filósofos presocráticos». Es usual considerar este período como el primero de la filosofía griega, comprendiendo bajo su inconfundible nombre todos los pensadores y escuelas filosóficas anteriores a Sócrates. Por lo tanto, este término agrupa a los pioneros del pensamiento lógico en la Grecia arcaica: Tales y Anaximandro, pero también Anaxímenes, Heráclito, Jenófanes, Parménides, Zenón, Empédocles, Anaxágoras, Demócrito…, y en esta lista de grandes nombres el sabio de Samos y la secta de sus seguidores ocupan un lugar de honor. La característica común de los presocráticos es su preocupación por el cosmos y la realidad última, por lo cual este capítulo de la historia del pensamiento humano a menudo es llamado «período cosmológico».
ORFEO
Orfeo es un personaje semilegendario que la tradición presenta como uno de los principales poetas y músicos de la Antigüedad, inventor de la cítara; también se considera que fue él quien perfeccionó la lira al añadirle dos cuerdas. El mito asegura que Orfeo, como músico reputado, acompañó a Jasón y los argonautas en su viaje en busca del vellocino de oro, y que bajó a los infiernos para rescatar de la muerte a su amada Eurídice, lo que logró gracias a su arte musical, aunque el éxito final de la aventura depende del cronista que la narra. Se decía que provenía de Tracia, como Baco, pero hubiera sido más razonable pensar que venía de Creta, pues sus doctrinas contenían muchas ideas propias de Egipto, y fue a través de Creta como Egipto influyó en Grecia. Las versiones más antiguas de su leyenda no destacaban tanto su relación con la música, sino más bien su identidad mixta de sacerdote-filósofo, un reformador, muy en consonancia con la idea contemporánea que se tiene de Pitágoras, de quien algunos autores lo consideran sin más una prefiguración. El orfismo se encuentra en Pitágoras, pero también en Empédocles y en Platón, pues los tres pensadores están conectados por una suerte de correa de transmisión de conocimiento.
Orfeo en el momento de su muerte a manos de las Ménades. Cerámica griega de mediados del siglo V a.C. (Antikenmuseum, Berlín).
Por otra parte, la leyenda atribuye también a Pitágoras una serie de preceptores míticos propios del arquetipo del aprendizaje heroico. Se dice que Orfeo le enseñó los misterios teológicos y cosmológicos, y que los dioses Dioniso o Apolo le dieron sus conocimientos sobre medicina y adivinación. Obviamente, el Pitágoras real no pudo tener contacto con estos personajes ficticios; ahora bien, lo que intenta explicarnos la tradición estableciendo esta correspondencia de ecos alegóricos es que el sabio de Samos dio sus primeros pasos místicos siguiendo la doctrina religiosa conocida como «orfismo».
El orfismo era una doctrina basada en la mitología. Según una de las diversas versiones del mito, Dioniso fue devorado por los Titanes, salvo el corazón, que fue dado a Zeus por Atenea. Destruidos los Titanes por los rayos de Zeus, los hombres emergieron de las cenizas de aquellos, y Dioniso renació de su corazón, que Zeus se había tragado. Esta resurrección es un elemento fundamental en la doctrina órfica y en sus ritos: por un lado, llevó a la creencia en la transmigración, y por otro, a la abstinencia de la carne. El culto a Dioniso, en su forma original, era salvaje y desenfrenado, y estaba relacionado con lo atávico, lo apasionado. No fue en esta forma como influyó en los filósofos, sino en la versión espiritualizada que le atribuía el mítico poeta Orfeo, quien habría fijado los puntos esenciales de la doctrina en los llamados «himnos órficos», en los que se sustituía la embriaguez física por la mental.
Los viajes de aprendizaje por países lejanos y exóticos son un elemento común en el mito del sabio —sea filósofo, científico o legislador— en busca de una educación que comprenda todo tipo de conocimientos. Así, Pitágoras habría visitado los lugares prototípicos del sabio jónico, los cuales tienen como elemento central el orientalismo. Como muchos otros héroes filosóficos, la tradición quiere que Pitágoras viajara a Egipto, Arabia, Fenicia, Judea, Babilonia e incluso la India. Como el mito acostumbra a requerir que cada país sea el hogar de una esfera del conocimiento, que, de algún modo, tenga una correspondencia en el universo mitológico, en esos lugares Pitágoras aprendió geometría, matemáticas y astronomía, y se impregnó de misticismo oriental. En todo caso, parece que la leyenda se esmera en establecer cierto equilibrio entre el conocimiento procedente de culturas exteriores de prestigio y el capital propio del saber griego.
EL ORIGEN DE LAS MATEMÁTICAS
Los viajes formativos de Pitágoras tuvieron como destino Egipto y Babilonia, las dos cunas de la matemática según reconocían los propios griegos. Esto último no es de extrañar dada la relación existente entre la evolución de la agricultura, que alcanzó en ambas regiones un desarrollo temprano importante, y la necesidad de medir los terrenos y contar las unidades producidas. Desafortunadamente, el conocimiento que se tiene hoy en día sobre las matemáticas de las primeras civilizaciones es muy dispar. De Egipto se tienen solo datos de un período de tiempo muy reducido. El sistema numérico egipcio era decimal, pero no posicional: cada una de las potencias de diez, hasta 106, tenía un símbolo propio; los números se formaban colocando sucesivamente los símbolos de sus potencias respectivas. El cálculo de fracciones se reducía al cálculo con fracciones de numerador 1. En cuanto a Mesopotamia, se dispone de datos matemáticos que se extienden en el tiempo, lo que ha permitido analizar su evolución. Destaca el alto nivel de sus técnicas de cálculo, en las que ya se aprecia un modo de proceder genuinamente algebraico. Pero su rasgo más característico es el sistema numérico posicional de base 60. Para formar las 60 cifras se combinaban dos signos cuneiformes, una cuña y un gancho, que representaban la unidad y los múltiplos de 10. No se empleaba la coma, y las fracciones se calculaban dentro del dominio de los números enteros. El mayor problema era el hecho de que en el sistema posicional los lugares no ocupados no quedaban claramente definidos, porque no existía ningún signo para el cero. Más adelante, en tiempo de los persas, las matemáticas babilonias incorporaron un signo de omisión, una suerte de cero.
Tablilla babilonia fechada en torno al 2100 a.C. y relacionada con el cálculo de la superficie de un terreno (Museo del Louvre, París).
En el trasfondo histórico del mito se encuentra el influjo de las religiones y los saberes no griegos —que vienen desde tan lejos como el río Indo, pasando por Babilonia—, el cual puede rastrearse en numerosas tradiciones del mundo griego. No se debe olvidar que en aquellos momentos el Imperio persa de Ciro II el Grande (ca. 600-530 a.C.) se extendía hasta Jonia y llegó a comprender la propia Samos. Por otra parte, son diversos los indicios de contactos de sabios griegos con la India. Además, los viajes formativos entre egipcios, fenicios y caldeos son comunes a varios héroes filosófico-místicos de la Magna Grecia, como Parménides o Zenón de Elea (ca. 490-430 a.C.), que aparecen en diversas fuentes viajando a Egipto para recabar sabiduría divina o el arte de hacer leyes. Varios autores tradicionales refieren que Pitágoras se inició en la religión egipcia, el arte de los jeroglíficos y la interpretación simbólica del conocimiento, que luego adoptaría para sus enseñanzas. Dice Heródoto (484-425 a.C.), contradiciendo a los valedores de Ferécides de Siro, que fue en Egipto donde el sabio aprendió la teoría de la reencarnación.
Sea como fuere, las fuentes más antiguas insisten en la relación de Pitágoras y sus seguidores con el país de los faraones. ¿Pudo ser real este viaje en particular? ¿Pudo ser verdaderamente este el viaje iniciático de Pitágoras? Lo que puede decirse a ciencia cierta es que el país del Nilo despertaba gran interés en la Grecia arcaica, como demuestra el segundo libro de las Historias de Heródoto, dedicado por entero a Egipto. Desde muy antiguo, la tierra de los faraones se encontraba instalada en el imaginario mitológico griego como fuente del conocimiento supremo. Los antiguos griegos consideraban a Orfeo el primer griego de muchos tenidos por sabios que viajó a aquel país para conocer las leyes de los dioses y adaptar al mundo heleno los misterios de Osiris bajo la forma de Dioniso. Según algunas fuentes, esos mismos misterios fueron los que estudió Pitágoras en su viaje, y de ellos extrajo las nociones de la inmortalidad del alma y la reencarnación. Los antiguos griegos tenían el convencimiento de que esas ideas procedían del legendario país del Nilo, aunque no era así.
El Pitágoras histórico, o, como mínimo, históricamente contrastable, adopta cierto aire de realidad poco antes de su salto a la arena política en la Magna Grecia. Su nombre comienza a brillar entre los años 540 y 522 a.C. Parece ser que en su isla natal Pitágoras ya había fundado una pequeña escuela, llamada el Semicírculo, donde transmitía los saberes que había reunido en sus viajes. La leyenda explica que enseñaba en cuevas, otro ingrediente característico del mito.
En aquel período el gobierno de Samos estaba en manos del tirano Polícrates, quien patrocinaba el arte y embelleció la isla con notables obras públicas. Pero el tirano era un gobernante sin escrúpulos. No en vano su tiranía se considera un ejemplo paradigmático de esta clase de régimen político. Polícrates, que solía emplear su gran flota en actos de piratería, aprovechó que Mileto había sido sometida recientemente por Persia para superarla en el comercio marítimo. Para impedir una mayor expansión de los persas hacia Occidente, se alió con el rey de Egipto, y más tarde, al ver que Persia atacaba el país del Nilo con claras posibilidades de conquistarlo, cambió de bando. Su aportación a la invasión persa de Egipto la hizo con una flota compuesta por sus enemigos políticos; las tripulaciones se amotinaron y volvieron a Samos para derrocarle. Polícrates sofocó esta rebelión, pero no tardó en caer.
Pitágoras vivía en desacuerdo con el gobierno de Polícrates. Las fuentes coinciden en señalar que dejó la isla a la edad de cuarenta años huyendo del tirano. Tras abandonar Samos, Pitágoras arribó a la ciudad griega de Crotona, en la Magna Grecia, hacia el año 530 a.C. Las ciudades-estado griegas del sur de Italia eran entonces tan ricas y prósperas como Samos y Mileto, y además estaban muy lejos de la amenaza de Persia. Sin embargo, cuando Pitágoras llegó a la Magna Grecia, las distintas ciudades griegas de Italia estaban enzarzadas en una lucha permanente y enconada, y Crotona acababa de ser derrotada por Lócrida.
Dicen las fuentes que su llegada causó gran sensación, comparable con la de un dios que viene a instaurar un nuevo culto, como ciertamente así sería, pues Pitágoras no tardó en refundar su escuela, que acabó convirtiéndose en un poderoso grupo de gran influencia política y social. La apariencia noble, el gesto magnífico y el verbo poderoso e irresistible con los que se le presenta en este momento culminante de su vida responden perfectamente al mito. Las descripciones hablan de un hombre maduro, en la cuarentena, con larga barba y mirada inteligente. La iconografía le otorga también un turbante de estilo oriental, como puede apreciarse en muchas de las representaciones tradicionales. No carece de importancia el hecho de que los testimonios más antiguos describen un Pitágoras con aspecto de hombre santo, mientras que los más recientes introducen el aspecto por el que se le conoce actualmente, el del filósofo, como si una lectura posterior hubiera sepultado la capa original.
Como corresponde a quien se considera también fundador del arte de la retórica, su primera aparición pública ante los habitantes de Crotona «sedujo las almas». El filósofo Jámblico de Calcis (ca. 250-325 d.C.) afirmaba que, gracias a un solo discurso, en la primera y única aparición pública que, según él, hizo Pitágoras a su llegada a Italia, cautivó con sus palabras «a más de dos mil personas, que quedaron tan fuertemente impresionadas que ya no quisieron volver a sus casas». Esta escena llena de drama, el discurso formidable del hombre magnético que aparece ya como semidivino, marca la entrada de Pitágoras en la vida pública, lo que permite establecer comprobaciones históricas, pero a la vez pone en marcha la maquinaria mitológica que le acabará convirtiendo en insondable para la historia. A partir de ese momento la ambivalencia le acompañará siempre, y Pitágoras nadará entre dos aguas: será filósofo y científico, sabio y adivino, legislador y juez.
Pitágoras fundó una secta religiosa y aristocrática que llegó a tener un papel importante en la política de Crotona, y según algunos testimonios, pudo establecer cierto tipo de dominio en numerosas ciudades-estado griegas del sur de Italia. Algunos autores asocian el poder político conseguido por los pitagóricos con el auge de Crotona y lo vinculan con la victoria de esta ciudad sobre la vecina Síbaris, polis también ubicada en el golfo de Tarento. La guerra dejó arrasada aquella población famosa por la entrega a los placeres exquisitos de sus habitantes, los sibaritas, pues los crotoniatas desviaron el río Cratis, que la rodeaba, para inundarla. Si creemos a la tradición, la victoria de Crotona se produjo en la edad madura del maestro, alrededor del 510 a.C.
El más famoso busto identificado con Pitágoras es una copia romana de un original griego (Museos Capitolinos, Roma).
Manuscrito árabe del siglo XIII con la demostración euclídea del teorema de Pitágoras (British Library, Londres).
Detalle de La escuela de Atenas, de Rafael; el sabio de Samos es el personaje que aparece escribiendo, a la izquierda (Museos Vaticanos, Roma).
Como recoge el poeta Homero, para los griegos arcaicos el más allá era un lugar gris por el que el alma humana se arrastraba como una sombra. Pero a lo largo del siglo VI a.C. una serie de nuevas doctrinas espirituales fueron sustituyendo esa idea por una concepción de un más allá feliz y luminoso para aquellos que se habían esforzado en mantener ciertas normas de comportamiento y prácticas rituales en el mundo de los vivos. La nueva concepción de la vida después de la muerte procedía de las religiones mistéricas y el pitagorismo, en una síntesis de influencias de otras culturas y de elementos propios de la Grecia antigua.
Las evidencias indican que las enseñanzas que el sabio de Samos transmitió en vida a sus seguidores fueron principalmente sus teorías acerca de la inmortalidad del alma, el eterno retorno y la interrelación de todas las cosas. Las doctrinas religiosas de Pitágoras contenían las claves para entender el universo. El mundo había cambiado: se sabía ahora que la Tierra era una esfera y ya no era posible el infierno subterráneo que había cantado Homero, conocido como el Hades, ni tampoco el paraíso localizado en el extremo occidental de las Islas de los Bienaventurados, a donde la tradición enviaba las almas virtuosas para el reposo eterno. El más allá ya no cabía en la Tierra y se imponía una nueva geografía funeraria: el más allá se localizaba ahora en las estrellas, y se declaraba el origen celeste del alma, que terminaría por retornar al cielo.
Así comenzaría la destrucción de la mitología clásica, basada en Homero y Hesíodo. Un largo proceso de erosión había vaciado los mitos y los dioses homéricos de su sentido original. La nueva mitología del alma no podía apoyarse en la tradición homérica, y sirvió de base a Platón. Tal fue la poderosa influencia de la reforma religiosa de Pitágoras.
Las fuentes apuntan a que fue hacia el 510 a.C. cuando se produjo una violenta revuelta contra Pitágoras y sus seguidores, y que, paradójicamente, el conflicto con Síbaris —a cuya derrota habían contribuido ampliamente— marcó el principio del fin del pitagorismo. Al parecer, la influencia de Pitágoras y su círculo, que podía derribar ciudades, despertó los celos y el odio de sus conciudadanos. La leyenda habla de un tal Cilón, un crotoniata acaudalado que fue rechazado por el maestro en el seno de la comunidad pitagórica y que azuzó a la población en su contra por despecho. Quizá esta historia sea solo una manera de poner nombre a la tensión social que se dirigió hacia la secta al acabar la guerra con Síbaris. En todo caso, se dispone de suficientes fragmentos de información como para reconstruir el posible curso de los hechos históricos.
Tras la derrota de Síbaris por parte de Crotona se sucedieron los conflictos políticos entre los vencedores para hacerse con el control de los territorios arrebatados. La implicación de los pitagóricos en el proceso, que venía de muy atrás, se puso de manifiesto con mayor intensidad. Fuentes diversas señalan la pugna por la distribución de las tierras como la causa que acabaría desembocando en el estallido de la revuelta antipitagórica. Algún estudioso ha señalado que es posible que los pitagóricos hubieran pasado a detentar cargos públicos y a tomar decisiones políticas en terrenos sensibles, como el reparto de los territorios conquistados, aunque seguramente la situación fue más compleja.
Es conocida la historia sobre la muerte de Pitágoras en la revuelta. La leyenda clásica sostiene que los pitagóricos estaban reunidos por la noche en la casa de un miembro de la hermandad llamado Milón, cuando una turbamulta prendió fuego al edificio. Algunos aseguran que Pitágoras murió en el incendio y otros dan un giro colorista a la historia explicando que huyó del incendio perseguido por sus enemigos, pero entonces halló en medio del camino un campo de habas. Su aversión a la planta, uno de sus tabúes más conocidos, le llevó a dejarse morir a manos de sus perseguidores antes que atravesar el campo.
Varios indicios apuntan a una resolución más razonable del conflicto civil en Crotona y dibujan un cuadro distinto de los últimos años del sabio de Samos: es probable que Pitágoras huyera a la vecina ciudad de Metaponto, donde habría muerto alrededor del año 490 a.C. Ciertamente, en tiempos del romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), los habitantes de Metaponto mostraban la tumba de Pitágoras a quien deseara verla.
Pitágoras se convirtió pronto en una figura mística a la que se atribuyeron milagros y poderes mágicos. A partir de ese momento, dos tradiciones opuestas —la mítica y la lógica— se disputaron su memoria, haciendo aún más difícil desentrañar la realidad.
La lista de los poderes mágicos del maestro varía en las diferentes biografías hasta componer una maraña de leyendas de todo tipo. Adentrarse en tal madeja es un viaje incómodo para quien prefiera la imagen del Pitágoras científico, pero los milagros pitagóricos, que componen el núcleo más antiguo de su tradición, son imprescindibles para completar una visión contemporánea del personaje.
Se decía que Pitágoras podía aguantar largos períodos de tiempo sin comer ni beber y que podía estar en varios lugares a la vez, como atestiguan las historias que afirman que fue visto a la misma hora en dos ciudades distantes, cada una a un lado del estrecho de Mesina. Otra famosa colección de historias recoge el portento de su muslo de oro, que algunos autores relacionan con su padre mitológico, Apolo, mientras que otros lo vinculan a una iniciación de tipo chamánico.
El don de la palabra es el capítulo milagroso más fecundo de Pitágoras. Por un lado, era adivino: se dice que profetizó terremotos, advirtió de la llegada de un cadáver en un barco y fue capaz de predecir las capturas que recogerían unos pescadores. Su palabra era mágica, e incluso curativa, como afirman las historias sobre auditorios hechizados ante su retórica invencible, o sobre sus logros en la sanación de cuerpos y almas a través de la poesía y la música. Las leyendas más exageradas le presentan curando la peste. Su verbo también tenía una propiedad conciliadora que le convertía en el caudillo perfecto, capaz de hacer prevalecer la concordia, la libertad y la excelencia de las leyes.
RELIGIONES MISTÉRICAS
Las religiones mistéricas se desarrollaron de modo extenso en el mundo antiguo, y estuvieron presentes en la Grecia arcaica, en Roma y también en el mundo helénico. Su nombre las caracteriza fácilmente: son aquellas que presentan misterios cuya explicación pública no se plantea jamás, ya sea para proteger a sus sacerdotes y fieles, para favorecer la exclusividad de la vivencia religiosa, etc. Esta clase de cultos pueden clasificarse en dos grupos: las religiones de misterios mágico-religiosos y las religiones de misterios filosóficos. Un ejemplo de las primeras sería Eleusis. A menudo, estas religiones pasaron de ser practicadas por un reducido grupo de iniciados a convertirse en el culto oficial de una ciudad. Algunas procedían de Asia Menor y eran derivaciones de cultos a fenómenos naturales, mientras que otras, las que procedían del sur de Rusia, tenían carácter chamánico. El segundo grupo, formado por las religiones de misterios filosóficos, lo encabeza precisamente el pitagorismo, que en su vertiente más religiosa es llamado a menudo «órfico-pitagorismo». A estas religiones se las considera a veces derivación de las primeras, aunque hay manifestaciones claramente diferenciadas. A la inversa que aquellas, estaban regidas por motivos especulativos más que culturales y, aunque también se desarrollaban entre grupos de iniciados, tenían tendencia a propagarse en otros círculos de ideas similares.
Relieve votivo vinculado a los misterios de Eleusis en el que aparecen Deméter, Perséfone y Triptolemo; obra del siglo IV a.C. (Museo Arqueológico, Atenas).
CHAMANISMO Y RELIGIÓN
El chamanismo está considerado como el antecedente de todas las religiones organizadas, ya que se han hallado evidencias de prácticas chamánicas anteriores al Neolítico. Muchos de sus aspectos originales se mantuvieron a lo largo del tiempo en el trasfondo de numerosas religiones, por lo general en sus prácticas místicas y simbólicas. El paganismo griego recibió una fuerte influencia chamánica que se refleja en muchos de sus mitos y, sobre todo, en los misterios. Y a través de Grecia alcanzó también la religión romana. Las creencias y prácticas tradicionales de tipo chamánico se preocupaban por la comunicación con el mundo de los espíritus y de los dioses. El chamán tenía la facultad de curar, de comunicarse con las deidades y los espíritus y de ver el futuro, y además era el depositario de la sabiduría de la comunidad.
Espejo grabado con la figura de Calcante, adivino griego que extrae sus profecías examinando las vísceras de los animales; pieza del siglo V a.C. (Museos Vaticanos, Roma).
Según los relatos más fantasiosos, Pitágoras recordaba sus vidas pasadas con todas sus experiencias. Decía haber sido el rey Midas y el héroe mítico Euforbo, hijo de Pántoo, en la época de la guerra de Troya, así como algunos otros personajes, entre los cuales había comerciantes y cortesanas. No temía a la muerte y la consideraba respecto a la vida como el sueño es a la vigilia, pues él mismo había realizado el descenso al Hades, la catábasis que se refiere en tantos mitos. En su viaje a los infiernos, según Jerónimo de Rodas, vio las almas de Homero y Hesíodo, que expiaban todo lo malo que habían cantado acerca de los dioses.
El teorema de Pitágoras es uno de los resultados matemáticos con mayor presencia en la historia de la cultura. Aunque se atribuye al sabio de Samos, son conocidos sus antecedentes en las más importantes civilizaciones orientales de la Antigüedad. Pero no se puede arrebatar a los geómetras griegos su genialidad: suyo es el mérito del salto de lo concreto a lo general, de la observación puntual al teorema.
