M*A*S*H - Richard Hooker - E-Book

M*A*S*H E-Book

Richard Hooker

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Beschreibung

1950: unos pocos meses después de la invasión de Corea del Sur que supuso el comienzo de la Guerra de Corea, los capitanes Duke Forrest y Hawkeye Pierce son destinados al 4077º Hospital Quirúrgico Militar de Campo (M*A*S*H) que se encuentra "no exactamente en la línea del frente, pero muy cerca de ella". Mientras realizan su trabajo como cirujanos con habilidad y dedicación, se relacionan con el pintoresco personal del hospital, entre el que se encuentra el capitán John "el Trampero" McIntyre, cirujano de tórax, con quien comparten alojamiento en la tienda de campaña conocida como "La Ciénaga". Los tres médicos son intolerantes a la disciplina, insolentes con sus superiores y aprovechan cada momento libre para burlarse de sus colegas y coquetear con las enfermeras atractivas. M*A*S*M*A*S*H es una novela que explora a través de un humor negrísimo la vida cotidiana de unos médicos militares cuyo único objetivo es salvar vidas y que solo mofándose de todo son capaces de enfrentarse a los horrores y las absurdidades de la guerra.

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Índice
Escalones
Créditos
Richard Hooker
M*A*S*H
Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV

Escalones,

11.

Título original: M*A*S*H

© 1968, Richard Hooker

© 1996, Richard Hornberger and W. C. Heinz

Published by arrangement with John Hawkins & Associates, Inc., New York

Edición digital: julio 2023

© de la traducción: Antonio Ribera, 1983 - Herederos de Antonio Ribera, 2020

© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2023

© de la imagen de cubierta: Ana Rey, 2020

Corrección y revisión: Andrés Ehrenhaus y Iago Arximiro Gondar Cabanelas

Diseño gráfico: Tactilestudio comunicación creativa

Maquetación digital: Iago Arximiro Gondar Cabanelas

ISBN: 978-84-127258-3-4

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright. Todos los derechos reservados:

La fuga ediciones, S.L.

Passatge Pere Calders 9

08015 Barcelona

[email protected]

www.lafugaediciones.es

Richard Hooker

(1924-1997)

Richard Hooker es el seudónimo utilizado por el doctor Hiester Richard Homberger Jr (1924 – 1997) y el periodista y escritor W.C. Heinz (1915 – 2008) durante la colaboración que llevó a la escritura de la novela M*A*S*H y de la secuela M*A*S*H en Maine. El fondo de la novela fueron las experiencias del doctor Homberger durante la guerra de Corea en la cual ejerció de cirujano en el 8055º Hospital Quirúrgico Móvil del Ejército (M.A.S.H). En 1970, dos años después de la publicación de la novela, el director Robert Altman dirigió la película homónima basada en la adaptación cinematográfica firmada por Ring Lardner Jr., que ganó el Oscar y la Palma de Oro en el festival de Cannes. El éxito de la novela y de la película impulsó la publicación de la secuela en 1973, que no alcanzó los niveles de la anterior y la colaboración entre el doctor Homberger y W.C. Heinz se interrumpió. La serie de televisión que se emitió en Estados Unidos durante toda la década de los setenta dio nuevo vigor a Homberger, que publicó trece secuelas más, la mayoría en colaboración con el militar y escritor de ficción William E. Butterworth.

Richard Hooker

M*A*S*H

Traducción de Antonio Ribera

introducción

La mayoría de los médicos destacados en los Hospitales Quirúrgicos Móviles del Ejército (MASH en sus siglas inglesas) durante la guerra de Corea eran muy jóvenes –quizá demasiado jóvenes– para cumplir la misión que desempeñaban. Se encargaban de las intervenciones quirúrgicas decisivas en heridos de guerra procedentes del 8º Ejército, el Ejército de la República de Corea, la División de la Commonwealth y otras fuerzas de las Naciones Unidas. Con la ayuda de los bancos de sangre, los antibióticos, los helicópteros, las peculiaridades tácticas de la guerra de Corea y la juventud y consiguiente resistencia de sus pacientes, alcanzaron resultados jamás igualados hasta la fecha en la historia de la cirugía militar.

Los cirujanos de los hospitales MASH estaban expuestos a demasiados excesos: trabajo agotador, ocio, tensión, aburrimiento, frío, calor, satisfacción y frustración en proporciones desconocidas para casi todos ellos. Su reacción, tanto individual como colectiva, era la de procurar estar a la altura de las circunstancias y cumplir con su labor. Sin embargo, tan variados estímulos hicieron que muchos de ellos asumieran conductas que a veces, y al menos superficialmente, parecían no corresponderse con su anterior comportamiento civil. Algunos, muy pocos, perdieron la chaveta, pero a la mayoría le bastó con armar la gorda de muy diversas maneras y grados. Este libro es la historia de algunos de esos grados y maneras. También es la historia de parte de la labor que dichos hombres desarrollaron.

Para componer los personajes me he basado en personas que he conocido, con las que he trabajado, me he ido encontrando casualmente o de las que he oído hablar. Nadie en este libro puede presentar un parecido más que casual con cualquier persona real.

I

Cuando Radar O’Reilly terminó la enseñanza secundaria y partió de Ottumwa, Iowa, para alistarse en el Ejército de los Estados Unidos, lo hizo con el firme propósito de hacer carrera en el Cuerpo de Señales. Radar O’Reilly medía solo un metro sesenta. pero tenía un cuello largo y delgado y unas orejas enormes que salían de su cabeza en perfecto ángulo recto. Además, si en determinadas condiciones atmosféricas y metabólicas lograba concentrarse a fondo e invocaba sus extraordinarios poderes extrasensoriales, era capaz de recibir mensajes y captar conversaciones que superaban el alcance normal del oído humano.

Con estas facultades a su favor, le pareció que estaba hecho a medida para los servicios de comunicación militar y, en consecuencia, después de graduarse, rechazó varias ofertas seductoras de negocios, algunas de ellas incluso legítimas, y decidió ponerse al servicio de la patria. Antes de alistarse se quedaba dormido viendo desfilar ante sí toda una sucesión de galones, primero, y de charreteras después, que pasaban flotando a su lado hasta que terminaba por verse con cuatro estrellas en los hombros, presidiendo reuniones de alto nivel en el Pentágono, asistiendo a banquetes en la Casa Blanca y dirigiéndose con paso imperioso a las mesas VIP de los nightclubs neoyorkinos.

A mediados de noviembre del año de gracia de 1951, Radar O’Reilly, cabo del Cuerpo Médico Militar de los Estados Unidos, estaba sentado en la Clínica Dental y Salón de Póker del Paliativo Polaco del 4077° Hospital Quirúrgico Móvil del Ejército, situado a caballo del Paralelo 38 en Corea del Sur, con el aparente empeño de completar una escalera de color. Habiéndose percatado de que las probabilidades en contra de un hecho tan fortuito eran de 1 entre 72.192, lo que en realidad estaba haciendo en aquellos momentos era captar una conversación telefónica. Dicha conversación se desarrollaba, mediante una precaria conexión, entre el general de brigada Hamilton Hartington Hammond, el gran general médico de Seúl, situado a setenta y dos kilómetros al sur, y el teniente coronel Henry Braymore Blake, que se hallaba en la oficina de mando del 4077º MASH, exactamente a cuarenta y cinco metros al este de Radar O’Reilly.

—Escucha —dijo Radar O’Reilly mientras volvía lentamente la cabeza atrás y adelante en el clásico movimiento de rastreo.

—¿Qué cosa? —preguntó el capitán Walter Koskiusko Waldowski, el oficial dentista y pulidor polaco.

—Henry —dijo Radar O’Reilly— está pidiendo dos nuevos carniceros.

—Necesito dos hombres más —vociferaba el coronel Blake por el teléfono, y Radar podía oírlo perfectamente.

—¿Pero qué crees que tienes ahí? —respondía el general Hammond a grito pelado, y Radar también podía oírlo perfectamente—. ¿El Hospital Walter Reed?

—Escúchame bien... —decía el coronel Blake.

—Calma, Henry —respondía el general Hammond.

—¡Qué calma ni qué demonios! —gritó el coronel Blake—. Si no me envías a dos...

—¡Muy bien, muy bien! —gritó el general Hammond—. Bueno, te enviaré a mis dos mejores hombres.

—Más vale que sea verdad —oyó contestar Radar al coronel Blake—, o de lo contrario…

—Te he dicho que son mis dos mejores hombres —oyó que decía el general Hammond.

—¡Así me gusta! —oyó decir Radar al coronel Blake—. Y los quiero cuanto antes.

—Henry —dijo Radar con las orejas coloradas por la actividad que les había obligado a desempeñar— ha conseguido que nos envíen a dos carniceros nuevos.

—Espero que no se lo gasten todo antes de llegar aquí —observó el capitán Waldowski—. ¿Te sirvo otra carta?

Así fue como el personal del 4077º MASH supo que su número, y quizá también su eficiencia, iban a aumentar. Así fue como diez días después, una gris y desapacible mañana en el 325° Hospital de Evacuación de Yong-Dong-Po, situado frente a Seúl pero al otro lado del rio Han, los capitanes Augustus Bedford Forrest y Benjamin Franklin Pierce salieron por extremos opuestos de la Residencia de Oficiales Transeúntes para dirigirse, arrastrando los pies y cargado cada uno de ellos con un Valpak y una bolsa de campamento, en dirección a un jeep que habían dejado allí para su servicio.

El capitán Pierce acusaba veintiocho años, poco más de un metro ochenta de altura y hombros ligeramente cargados. Llevaba gafas y su pelo entre rubio y castaño necesitaba un corte. El capitán Forrest tenía un año más, le faltaba muy poco para el metro ochenta y era de complexión más robusta. Tenía el cabello pelirrojo cortado en cepillo, los ojos de un azul pálido y la nariz que aún no había vuelto del todo a su estado natural después de haber establecido contacto con algo más resistente que ella.

—¿Tú eres el que va al 4077º? —le preguntó el capitán Pierce al capitán Forrest cuando se vieron las caras junto al jeep.

—Eso creo —contestó el capitán Forrest.

—Entonces sube —dijo el capitán Pierce.

—¿Quién conduce? —preguntó el capitán Forrest.

—Lo echamos a suertes —repuso el capitán Pierce. Abrió su bolsa, buscó en el interior y sacó un bate de béisbol Louisville modelo «Stan Hack». Se lo tendió al capitán Forrest.

—Lánzalo —le dijo. El capitán Forrest lanzó el bate verticalmente al aire. Cuando cayó, el capitán Pierce lo asió hábilmente por la empuñadura con la mano izquierda. El capitán Forrest puso la suya encima. El capitán Pierce hizo lo propio con la derecha y el capitán Forrest quedó con la suya agitándose en el aire, sin nada a que agarrarse.

—Lo siento —dijo el capitán Pierce—. Usa siempre tu propio bate.

Esto fue todo cuanto dijo. Acto seguido subieron al jeep y recorrieron los ocho primeros kilómetros en silencio, hasta que el capitán Forrest lo rompió.

—¿Pero qué es lo que eres tú? —preguntó el capitán Forrest—. ¿Un chiflado?

—Es probable —contestó el capitán Pierce.

—Me llamo Duke Forrest. ¿Quién vendrías a ser tú?

—Hawkeye Pierce.

—¿Hawkeye Pierce? —exclamó el capitán Forrest—. ¿Y qué demonios de nombre viene a ser ese?

—El único libro que mi padre leyó en su vida fue El último mohicano —le explicó el capitán Pierce.

—Ah —exclamó el capitán Forrest—, ¿y de dónde seríais vosotros?

—De Crabapple Cove.

—¿Dónde demonios está eso?

—Maine —repuso Hawkeye—. ¿De dónde eres tú?

—Forrest City.

—¿Dónde demonios está eso?

—Georgia —contestó Duke.

—Jesús —exclamó Hawkeye—. Necesito un trago.

—Yo tengo —dijo Duke.

—¿Casero o de verdad? —preguntó Hawkeye.

—En el sitio de donde vengo solo es de verdad si es casero —dijo Duke Forrest—, pero este se lo compré al gobierno yanqui.

—Entonces me vale.

El capitán Pierce se arrimó a un lado de la carretera y detuvo el jeep. El capitán Forrest sacó la botella de su bolsa y la abrió. Sentados en el vehículo frente a la carretera desierta y flanqueados por los arrozales cubiertos por la escarcha de noviembre, se fueron pasando la botella sin dejar de charlar.

Duke Forrest se enteró de que Hawkeye Pierce estaba casado y era padre de dos niños de corta edad, y el capitán Pierce por su parte supo que el capitán Forrest también estaba casado y era padre de dos niñitas. Ambos descubrieron que su educación y sus experiencias eran notablemente parecidas y comprobaron, con gran alivio, que ninguno de los dos se consideraba un gran cirujano.

—Hawkeye —dijo el capitán Forrest al cabo de un rato—. ¿Te das cuenta tú de lo muy sorprendente que viene a ser todo?

—¿Qué es lo sorprendente?

—Bueno, pues, que yo procedo de Forrest City, en Georgia, y que tú eres un yanqui de allí, de Horseapple…

—Crabapple.

—...Crabapple Cove, en Maine, y sin embargo tenemos mucho en común.

—Duke —dijo Hawkeye al levantar la botella y observar que su contenido se había reducido a menos de la mitad—, ya no tenemos tanto de esto en común como antes.

—Entonces más valdrá que sigamos —dijo Duke.

Mientras se dirigían hacia el norte, con el silencio roto únicamente por el motor del jeep, empezó a caer una fina lluvia que borroneó las abruptas y desnudas montañas que se alzaban a ambos lados del valle. Así llegaron a Ouijongbu, un sórdido villorrio con una sola y fangosa calle orlada de atracciones turísticas, la más notable de las cuales era, en las afueras del lado norte, El Famoso Prostíbulo Al Paso.

El Famoso Prostíbulo Al Paso, ventajosamente situado en una de las principales vías de comunicación que unían a Seúl con el frente, gozaba de una excelente reputación debida a que todos los camioneros se detenían allí. Era un lugar verdaderamente fuera de serie por sus métodos comerciales y destacaba, sobre todo, por su aportación al problema de las enfermedades venéreas que afrontaba el Cuerpo Médico del Ejército de los Estados Unidos. Consistía en media docena de chozas de adobe y bálago precedidas por un rótulo que rezaba: «Última Ocasión antes de Pekín», rematado por una bandera norteamericana que ondeaba sobre el edificio central. Su acogedor personal, ataviado con los más pintorescos conjuntos que ofrecía el catálogo de Sears Roebuck, se colocaba en hilera junto a la carretera, hiciera el tiempo que hiciese, y muchos conductores que realizaban constantes viajes de ida y vuelta al frente podían satisfacer pulcramente sus deseos en la cabina de su camión sin tener que yacer en los mugrientos jergones de paja de las casuchas.

—¿Necesitas algo de aquí? —preguntó Hawkeye a su compañero al observar que este saludaba y hacia inclinaciones de cabeza mientras el jeep desfilaba frente a aquel despliegue de saludos e insinuaciones.

—No —dijo Duke—. Ya me serví en Seúl anoche. Lo que ahora me preocupa es otra cosa.

—Debiste pensarlo dos veces, doctor —dijo Hawkeye.

—No, no —repuso Duke—. He estado pensando en ese tal coronel Blake.

—El teniente coronel Henry Braymore Blake —precisó Hawkeye—. Lo conozco. Es un militar típico.

—¿Quieres echar otro trago? —le preguntó Duke.

Las sirenas se habían perdido ya de vista y Hawkeye volvió a detener el jeep a un lado de la carretera. Cuando hubieron apurado la botella, la lluvia fría y oblicua caía mezclada con húmedos copos de nieve.

—Un militar típico —iba repitiendo Duke—. Como Meade, Sherman y Grant.

—Te voy a decir cómo lo veo yo —dijo finalmente Hawkeye—. En su mayoría, esos militares profesionales son tipos inseguros. Si no fuese así tratarían de abrirse camino en la vida civil. Solo se sienten seguros cuando se apoyan en la eficacia de sus subordinados.

—Así es —dijo Duke.

—El tal Blake debe tener un problema o de lo contrario no hubiera pedido ayuda. Y quizá nosotros seamos esa ayuda.

—Así es —dijo Duke.

—Pues mi idea —prosiguió Hawkeye— es que debemos trabajar como energúmenos cuando haya trabajo y destacarnos de los demás.

—Así es —dijo Duke.

—Lo cual —continuó Hawkeye— nos permitirá hacer lo que nos dé la real gana el resto del tiempo.

—¿Quieres que te diga algo, Hawkeye? —dijo Duke—. Tú eres un buen hombre.

Después de pasar frente a un grupo de tiendas identificadas como Puesto Canadiense de Primeros Auxilios llegaron a una bifurcación de la carretera. Por la derecha se iba hacia el nordeste, en dirección al Punchbowl y las crestas del Heartbreak; la carretera de la izquierda los condujo directamente hacia el norte, a Chorwon, Pork Chop Hill, Old Baldy y el 4077° MASH.

A unos seis kilómetros de la bifurcación la crecida de un arroyo se había llevado un puente y un par de policías militares los desviaron a una cola de unos doce vehículos militares, entre ellos dos tanques. Tuvieron que esperar allí durante una hora, mientras que tras ellos la cola se iba haciendo cada vez más larga hasta que los vehículos de delante empezaron a moverse y Hawkeye pudo bajar por la fangosa orilla del río y cruzar el arroyo, cuyas aguas bañaron los bajos del vehículo.

Total, que ya caían las primeras sombras en el valle cuando llegaron frente a un indicador en el que se leía: «AQUÍ TENÉIS EL PARALELO 38» y, en otro más pequeño: «Y AQUÍ EL 4077° MASH, DONDE ESTOY YO, HENRY BLAKE, TENIENTE CORONEL MÉDICO», que los dirigió hacia la izquierda de la carretera principal. Al seguir estas indicaciones primero tropezaron con cuatro helicópteros pertenecientes a la 5ª Escuadrilla de Rescate Aéreo y, después, con varias docenas de tiendas de las más diversas formas y tamaños descuidadamente distribuidas en forma de herradura.

—Bueno —dijo Hawkeye, deteniendo el jeep—, pues es aquí.

—Maldita sea —exclamó Duke.

La lluvia se había convertido en nieve húmeda y en las orillas de la carretera embarrada los campos estaban blancos. Con el motor en punto muerto, podían oír bramar la artillería.

—¿Son truenos? —preguntó Duke.

—Fabricados por el hombre —repuso Hawkeye—. Así reciben a los recién llegados.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Duke.

—Pues buscar la cantina —dijo Hawkeye—. Yo diría que es eso de ahí.

Cuando entraron en la cantina había una docena de hombres sentados en una de las largas mesas rectangulares. Escogieron una mesa desocupada, se sentaron y fue a servirlos un muchacho coreano que llevaba pantalones verdes de fajina y una chaquetilla blancuzca.

Mientras comían advirtieron que los estaban escudriñando a fondo. Finalmente uno de los de la otra mesa se levantó y se acercó a ellos. Medía cerca de un metro setenta, estaba algo obeso, tenía los ojos y la cara ligeramente enrojecidos y lucía una calvicie incipiente. En las puntas del cuello de su camisa relucían unas hojas de roble plateadas y parecía preocupado.

—Soy el coronel Blake —dijo, escrutándolos—. ¿Están de paso, amigos?

—No —contestó Hawkeye—. Nos han destinado aquí.

—¿Seguro? —dijo el coronel.

—Ustedes dijeron que andarían necesitando dos buenos chicos —terció Duke—, y esto sería lo que el Ejercito decidió enviarles.

—¿Y cómo es que han llegado tan tarde? Los esperaba a mediodía.

—Nos detuvimos en una destilería de ginebra —le contestó Duke.

—Veamos sus papeles.

Ambos sacaron su documentación y se la entregaron al coronel. Se dedicaron a observarlo mientras leía y volvía a mirarlos cada tanto.

—Pues sí, están en orden —dijo Henry finalmente—. La

verdad es que tienen pinta de ser un par de chiflados pero si hacen bien su trabajo los dejaré tranquilos y si no, pues a mamarla.

—¿Ves? —le dijo Hawkeye a Duke—. ¿No te había dicho?

—Tú eres un buen hombre —dijo Duke.

—Coronel —dijo Hawkeye—, puede quedarse tranquilo, Hawkeye y Duke están aquí.

—Mañana por la mañana tendrán muy claro que están aquí —repuso Henry—. Empezarán a trabajar esta noche a las nueve, y me acaban de comunicar que los rojos han atacado Kelly Hill.

—Estamos preparados —dijo Hawkeye.

—Así es —añadió Duke.

—Compartirán la tienda con el comandante Hobson —dijo Henry—. ¡O’Reilly!

—¿Señor? —dijo Radar O’Reilly junto al coronel, pues había oído la llamada antes de que se hubiera producido.

—No hagas esas cosas, O’Reilly —le dijo Henry—. Me pones nervioso.

—¿Señor?

—Acompaña a estos oficiales…

—…a la tienda del comandante Hobson —completó Radar.

—Basta, O’Reilly —dijo Henry.

—¿Señor?

—Que te largues —exclamó Henry.

Resultó así que Radar O’Reilly, el primero en enterarse de su llegada, fue también quien condujo a los capitanes Pierce y Forrest a su nuevo alojamiento. Como en ese momento el comandante Hobson se hallaba ausente, Hawkeye y Duke escogieron sendos catres y se tendieron. Empezaban a quedarse dormidos cuando se abrió la puerta.

—Bienvenidos, amigos —dijo una voz atronadora, seguida por un comandante de estatura media y cordial sonrisa que les dio un firme apretón de manos a cada uno.

El comandante Hobson tenía treinta y cinco años. Había ejercido un mucho de medicina general, un poco de cirugía y predicado todos los domingos en la Iglesia del Nazareno de una pequeña población del Medio Oeste. Los avatares de la guerra lo habían obligado a dedicarse a una tarea para la que no se hallaba preparado y a relacionarse con gente que no podía comprender.

—Son ustedes bienvenidos, amigos —insistió—. ¿Les gustaría ir a echar una mirada a la unidad?

—No —dijo Duke—, hemos trajinado todo el día. Nos vendría bien dormir un poco.

—Tenemos que intervenir la hernia del Presidente a las nueve —dijo Hawkeye—. Somos los cirujanos de cabecera de Harry. Con mucho gusto le pediríamos a usted que nos acompañase, pero el Servicio Secreto está preocupado por los agentes chinos.

—Los chinos yanquis del norte —precisó Duke—. Ya me comprende.

Pero Jonathan Hobson se quedó estupefacto y confuso, pues no había comprendido ni la mitad. Y poco después de las nueve comprendió menos aún. Los rojos, efectivamente, habían atacado Kelly Hill, los heridos empezaron a afluir y los cinco cirujanos del turno de las nueve de la noche a las nueve de la mañana no daban abasto.

Cuando dieron las nueve de la mañana quedó claro quiénes habían trabajado más y mejor. Como si hubiesen operado codo a codo durante años, Hawkeye Pierce y Duke Forrest tuvieron que efectuar, entre otras cosas, dos resecciones intestinales, que implican la extracción de un fragmento de intestino dañado por cuerpos extraños como por

ejemplo fragmentos de metralla y minas. Practicaron luego una toracotomía para contener una hemorragia, lo cual significa que abrieron un tórax para detener la pérdida de sangre causada por la penetración de un cuerpo extraño similar, y finalmente lo coronaron todo extirpándole el bazo desgarrado y un riñón destruido al mismo paciente.

La facilidad con que realizaron estas y otras varias operaciones menores produjo, como es natural, considerables conjeturas y comentarios sobre ambos. Cumplida su tarea, sin embargo, Hawkeye y Duke estaban demasiado cansados para que esto les importase e inmediatamente después de desayunar atravesaron el campamento en dirección a la tienda 6.

Como los miembros del 4077° MASH se habían instalado alrededor de la herradura, la tienda que hacía las veces de quirófano, con su techo de latón tipo Quonset, estaba en el vértice de la U. La sala de ingreso y el laboratorio quedaban a la izquierda y la sala posoperatoria a la derecha. Junto al laboratorio estaba la Clínica de Extracciones y Póker con Pulido Polaco, y, contigua a esta, la cantina, el economato, la tienda de las duchas, la barbería, y las tiendas de los soldados rasos. En el lado opuesto, y a partir de la sala posoperatoria, se extendían las ocupadas por los oficiales, luego la zona de enfermeras y finalmente los alojamientos de los empleados coreanos. Cincuenta metros más allá se alzaba una tienda aislada, al borde de un campo minado, que albergaba el Casino de Oficiales. Si uno caminaba cuidadosa y oblicuamente hacia el noroeste otros setenta y cinco metros después del Casino de Oficiales y conseguía no caer dentro de algún viejo búnker, acababa llegando a un altillo que dominaba un brazo bastante ancho, aunque generalmente poco profundo, del rio Injin.

—Muchachito sureño —dijo Hawkeye cuando ambos se aproximaban a su tienda—, me voy a fumar un cigarrito y a echar un buen trago de ese mejunje militar libre de impuestos antes de tumbarme a dormir.

—Pues ya somos dos —dijo Duke mientras Hawkeye abría la puerta delantera de la tienda.

—¡Mira! —exclamó Hawkeye.

Duke miró hacia el lugar indicado por Hawkeye. En una esquina, con las rodillas en tierra, los codos hincados en el camastro y una Biblia ante sí, el comandante Jonathan Hobson movía con lentitud los labios, completamente absorto en lo suyo.

—Jesús —musitó Hawkeye.

—Pues no se le parece —observó Duke.

—¿Tú crees que ha perdido el oremus?

—No —dijo Duke—. Para mí que es un fanático. Donde vivo yo los hay a montones.

—También hay algunos allá en Cove —comentó Hawkeye—. Hay que estar atentos.

—Pues con este estarás atento tú —dijo Duke—. A mí es que me aburren.

Mientras el comandante Hobson permanecía en la misma posición, ellos echaron un buen trago y después otro. Luego, con voz fuerte y destemplada, cantaron todo lo que podían recordar de Firmes y adelante, huestes de la Fe, y se metieron completamente agotados en sus sacos de dormir.

Cuando despertaron había vuelto la oscuridad y con ella otra remesa de heridos. Las bajas continuaron afluyendo sin cesar durante toda una semana y los nuevos cirujanos tuvieron que superarse a sí mismos en el quirófano. Esto, como es natural, hizo que sus colegas los mirasen con creciente respeto, pero era un respeto en el que se mezclaban la duda y la extrañeza, porque aquel par de pájaros les resultaban inclasificables.

II

Nueve días después de la llegada de los capitanes Pierce y Forrest al Doble Natural, como llamaban al 4077° los jugadores de dados en plantilla, ocurrieron dos cosas: hubo un descenso en la actividad y los turnos cambiaron, con lo que resultó que ambos debieron trabajar de día. Los dos prefirieron esta combinación de circunstancias, con la salvedad de que cada mañana, cuando se levantaban para desayunar, se topaban con su compañero de tienda, el comandante Hobson, que rezaba arrodillado junto a su cama de campaña y tenían que esquivarlo.

—Comandante —dijo Hawkeye una mañana, cuando el prolongado ritual tocó a su fin—, me parece que a usted la religión lo preocupa un poco. ¿Piensa usted dedicarse a ella en serio o solo se trata de una afición pasajera?

—Ríanse de mí todo lo que quieran —contestó el comandante—, pero yo continuaré rezando, especialmente por usted y el capitán Forrest.

—Pero qué... —empezó a decir Duke.

Hawkeye lo interrumpió. Saltaba a la vista que Duke no quería aceptar la salvación de manos de un evangelizador yanqui, por lo que Hawkeye le hizo señas de que lo siguiese y ambos abandonaron la tienda.

—Librémonos de él —planteó Duke cuando ambos salieron—. Ese hombre no me gusta, y además ensombrece nuestro desarrollo social.

—Lo sé —asintió Hawkeye—. Es tan zoquete que me da pena meterme con él, pero la verdad es que yo tampoco puedo soportarlo.

—¿Qué vamos a hacer, pues? —dijo Duke.

—Vamos a desembarazarnos del comandante —dijo Hawkeye—. Pero sin levantar la perdiz. Cuanto menos barullo armemos, mejor.

Hawkeye y Duke llamaron a la puerta de la tienda del coronel Blake y este los invitó a entrar. Cuando se hubieron acomodado, Hawkeye inició la conversación.

—¿Cómo estamos hoy, coronel? —arrancó.

—Ustedes dos no han venido a preguntarme eso —dijo el coronel mirándolos con desconfianza.

—Verá usted, Henry —se sinceró Hawkeye—, no deseamos causar molestias pero abrigamos la viva sospecha de que podría ocurrirle algo muy inoportuno a esta excelente organización si usted no saca a ese piloto celestial de nuestra tienda.

—¿De su tienda? —empezó a decir Henry, y luego lo pensó mejor. Permaneció sentado en silencio durante casi un minuto mientras la marea de sus emociones contradictorias iba y venía en oleadas iridiscentes por su cara rojiza.

—Llevo mucho tiempo en esto del Ejército —dijo por último midiendo cuidadosamente sus palabras—. Sé exactamente lo que ustedes dos se proponen. Se figuran que me tienen entre la espada y la pared, y hasta cierto punto así es. Cumplen ustedes su cometido a la perfección. Corremos el riesgo de perder a los otros hombres experimentados que tenemos y que nos los reemplacen por un hatajo de novicios. Ustedes dos son esenciales, pero hasta ahí. Si ahora los complazco, después me van a pedir más.

—Mi coronel —dijo Hawkeye— nos hacemos perfectamente cargo de su situación.

—Así es —dijo Duke.

—Definamos la nuestra —dijo Hawkeye—. Es más o menos la siguiente: mientras estemos aquí, nos esforzaremos por realizar nuestra tarea lo mejor que sepamos. Cuando se presente trabajo haremos todo cuanto esté en nuestro poder para aumentar la eficacia quirúrgica de la unidad, porque para eso nos pagan.

—Así es —dijo Duke.

—Mostraremos también un respeto razonable por usted y su trabajo, pero quizá le toque aceptar algunas cosillas nuestras que aquí se salen de lo habitual. No creemos que sea nada que usted no pueda soportar, pero si así fuese está usted en su perfecto derecho de librarse de nosotros como mejor pueda.

—Muchachos —dijo el coronel tras una breve reflexión—, no sé en qué lio me estoy metiendo pero Hobson saldrá de la tienda hoy mismo.

Buscó bajo su cama de campaña y sacó tres latas de cerveza.

—Los invito a una cerveza —dijo.

—Con todo gusto —dijo Duke.

—Bueno, aún hay otra cosilla —prosiguió Hawkeye.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Duke a Hawkeye.

—Al abrepechos —respondió Hawkeye.

—Es cierto —le dijo Duke al coronel.

—¿Cómo? —dijo este.

Durante el periodo de calma que se instauró en el frente occidental coreano se dispararon muy pocos tiros de verdad y si hubo heridos fue por accidentes de jeep o soldados que se metían en los campos minados para cazar faisanes y corzos. Con su destreza habitual Hawkeye y Duke curaron las heridas de los cazadores en extremidades inferiores y abdomen. Pero cuando se trató de reducir los hundimientos de esternón y múltiples costillas rotas, que con toda su secuela de complicaciones presentaban los conductores de jeep, ambos hubieran deseado ser más duchos en cirugía torácica.

—Así es —le dijo Duke al coronel—. Un buen abrepechos nos vendría de perlas.

—Dejen de soñar —les dijo Henry— y bébanse sus cervezas.

—Hemos pensado —dijo Hawkeye, volviendo a la carga—, que tal vez podría usted canjear a dos o tres de esos payasos del Servicio Médico que rondan por aquí por alguien que entendiera de anatomía pulmonar cuando todas las bases estén ocupadas...

—... y hayamos llegado al noveno inning —completó Duke.

—Escuchen —dijo Henry—. Les voy a decir lo mismo que me diría el general a mí: ¿Se creen que esto es el Hospital Walter Reed? Lo vienen haciendo de maravilla.

—Lo venimos haciendo como el culo —dijo Hawkeye—. Estamos bateando a ciegas y...

—... y hasta ahora hemos tenido suerte —completó Duke.

—Olvídenlo —les dijo Henry—. ¿Qué tal la cerveza?

—¿Olvidarlo? Y un cuerno —dijo Hawkeye—. Está escurriendo el bulto. Tenemos más traumas torácicos aquí que en cualquier hospital allá en casa y necesitamos alguien que conozca realmente como tratarlos. Nosotros estamos aprendiendo pero eso no basta. Y usted lo sabe tanto como nosotros.

—Así es —asintió Duke.

—Olvídenlo —repitió Henry—, y, a propósito, ya que Hobson dejará la tienda, pasen algún ratito con él, por favor, en la sala preoperatoria.

Desde hacía mucho tiempo era costumbre en el 4077° que los cirujanos de servicio mataran el tiempo, cuando no tenían que operar, en la sala preoperatoria. En los días de calma esto era innecesario pues la llegada de heridos se sabía siempre de antemano y, como nadie podía alejarse a más de trescientos metros de distancia, cualquier médico podía acudir en pocos minutos.

No obstante, esta lógica se le escapó siempre al comandante Hobson y, en su calidad de jefe titular del turno de día, trató de imponer aquella inútil guardia a los capitanes Pierce y Forrest apenas estos ingresaron en su sección. Hawkeye y Duke hicieron caso omiso, comunicando que los encontrarían casi siempre en la mesa de póker que funcionaba perpetuamente en la Clínica Dental de Paliativo Polaco y Póker, donde el capitán Waldowski, de Hamtramck, Michigan, y el Cuerpo Odontológico del Ejército, proporcionaban naipes, cerveza y extracciones indoloras a quienquiera que acudiese, durante las veinticuatro horas del día.

—No sé, Henry —repuso Hawkeye—. Eso es pedir mucho, pero si nos consigue ese abrepechos...

—¡Fuera de aquí! —exclamó Henry—. ¡Terminen sus cervezas y lárguense!

Cuando no jugaban al póker Hawkeye y Duke solían estar en su tienda. Aquella misma tarde, poco después del rancho de mediodía y cuando la mayor quietud reinaba en el campamento, Hawkeye se hallaba en la timba pero Duke estaba en lo que era a la sazón su residencia privada, recostado en el catre y con una tablilla de escribir en el regazo. Todos los días le escribía puntualmente a su mujer, lo que le llevaba mucho tiempo, y en eso estaba cuando el comandante Hobson entró como una tromba en la tienda y exigió que el capitán Forrest se presentase inmediatamente en la sala preoperatoria.

—¿Hay algún paciente? —preguntó Duke.

—Esto no es cosa de aquí o allá —contestó el comandante con sequedad.

—Pues si no hay pacientes allá, yo me quedo aquí.

—¡Preséntese inmediatamente en la sala preoperatoria! —vociferó el comandante—. ¡Es una orden!

—Haga el favor de marcharse —contestó Duke sin alzar la voz.

El comandante avanzó hacia él como un ángel vengador. Duke emergió de su saco como el fullback de Georgia que había sido y el comandante Jonathan Hobson terminó supino en la nieve y el barro, a dos metros de la puerta de la tienda.

—Esto, ridículo confederado —comentó Hawkeye cuando se enteró de lo sucedido y regresó a la tienda—, ha sido tan brillante como la carga de Pickett en Gettysburgh. Y nos va a traer problemas.

La llegada del coronel Blake, como era de esperar, se produjo a los pocos minutos. Se abrió la puerta, entró el coronel Blake y la cerró de un tremendo portazo.

—¡Esto ya pasa de la raya! —gritó, con el rostro congestionado y teñido de marcial indignación—. ¡Voy a llevarlos ante un consejo de guerra!

—Henry —dijo Hawkeye—, yo no tengo nada que ver con esto. Todo fue obra de ese estúpido muchachote sureño. No obstante, me atendré de buena gana a las consecuencias. ¿Dónde será el consejo de guerra? ¿En Tokio, o tal vez en San Francisco?

—Qué San Francisco ni qué niño muerto. Serán juzgados aquí mismo y ahora. Quedan arrestados en el campamento durante un mes. Esto es un consejo de guerra sumarísimo y lo acabo de celebrar.

—Pero usted no puede... —empezó a decir Duke.

—Vamos, Henry —dijo Hawkeye—, seamos razonables. Yo no sabría cómo salir de este campamento aunque quisiera, pero me gustaría tener la puerta abierta en caso de que me nombrasen Cirujano General de los Estados Unidos.

—Y a mí también —añadió Duke.

El oficial al mando de la unidad lanzó un gruñido y se marchó, y es posible que la pena se hubiese mantenido a no ser porque al día siguiente el comandante Hobson, con el ego resarcido y quizá incluso aumentado por la acción legal del coronel, amplió sus actividades. Por ejemplo, decidió empezar a rezar en la cantina durante un cuarto de hora antes de cada comida.

—Verás cómo eso lo arregla —le vaticinó Hawkeye a Duke.

Y así fue. El coronel Henry Blake poseía un mayor grado de comprensión humana del que se requiere a un oficial médico del Ejército Regular, pero al cabo de tres días de plegarias dejó su comida intacta, fue a su tienda, llamó al Cuartel General del 8° Ejército, gestionó las órdenes correspondientes para el comandante Hobson, lo llevó en jeep a Seúl y lo fletó en un avión a Tokio y Estados Unidos, donde, pocas semanas después, el plazo de alistamiento del comandante tocaría a su fin. Así, licenciado con todos los honores, podría volver a su medicina general, sus esporádicas incursiones en la cirugía menor y su bendita iglesia.

La noche que el coronel Blake regresó de Seúl, después de su Gran Liberación, se encontraba muy cansado y ligeramente aturdido, pero se preparó una bebida antes de caer rendido en su cama. Aún no había conciliado el sueño cuando Pierce y Forrest se presentaron en su tienda. Con aspecto contrito y en silencio se sirvieron sendas copas. Luego ambos se arrodillaron frente a su jefe y empezaron a rezar.

—Señor, Mi Señor, coronel, Señor —dijeron con voz gimiente— queremos volver a casita.

—¡Iros a la mierda inmediatamente! —vociferó el coronel Blake, levantándose a medias, embargado por la cólera.

—¡A la orden, señor! —respondieron al unísono mientras salían haciendo reverencias.

III

Pasadas algunas semanas de la partida del comandante Hobson, Radar O’Reilly pregonó primero, y el coronel Blake ratificó después, que un nuevo cirujano había sido destinado al 4077º MASH. Solo se sabía de él que era especialista en cirugía torácica y oriundo de Boston.

—¡Estupendo! —se congratuló Hawkeye.

—Otro maldito yanqui —dijo Duke.

—Un buen chico, sin duda —replicó Hawkeye.

El cirujano llegó una mañana fría y nevosa a eso de las nueve. Henry lo acompañó a la cantina para ofrecerle café y presentarlo a los demás cirujanos, que se encontraban en su mayoría allí porque los rojos llevaban tres días sin dar guerra.

EI recién llegado medía un metro ochenta y pesaba alrededor de sesenta kilos. Se llamaba John McIntyre. EI traje de combate y la parka que llevaba lo tapaban casi por completo. Respondió a las presentaciones con gruñidos vagos, se sentó a una mesa, sacó una lata de cerveza del bolsillo y la abrió. Luego su cabeza desapareció en la capucha como la de una tortuga en su caparazón, seguida por la cerveza.

—Parece buen muchacho —observó Duke— para ser yanqui.

—¿De dónde es usted, doctor McIntyre? —le preguntó alguien.

—Winchester.

—¿Dónde estudió?

—Instituto de Winchester —respondió una voz desde el interior de la parka.

—Quiero decir Medicina.

—Se me ha olvidado.

—Eso —observó Hawkeye a Duke— tendría que interrumpir la conversación por un rato. Tengo la sensación de que no es la primera vez que lo veo. Me gustaría que saliese del capullo.

El capitán John «El Feo» Black, que era jefe de anestesistas, decidió fumigarlo para hacerlo salir de su caparazón. Durante sus largas horas de trabajo, cuando la técnica del quirófano requería que el anestesista permaneciese junto al paciente y separado del resto del equipo operatorio, John el Feo sentía a menudo deseos de entablar conversación con alguien. Pese a su laconismo, las respuestas del recién llegado eran algo más de lo que John el Feo podía sonsacarles a sus pacientes anestesiados.

—¿Has tenido buen viaje? —le preguntó.

—No.

—¿En avión?

—No.

El Feo se rascó la cabeza y decidió seguirle el juego al sujeto.

—¿Entonces qué, has venido caminando?

—Sí.

—Es una gran idea —dijo el Feo—. No sé cómo no se me ocurrió a mí.

La cabeza surgió de la parka y examinó atentamente a John el Feo.

—Pues no sé —dijo.

El grupo empezó a sospechar que les habían enviado a una especie de chiflado y todos, incluidos Duke y Hawkeye, decidieron largarse. Ese mismo día, mientras el muchacho nuevo recibía información básica y vituallas, la mayoría del equipo se presentó ante Henry para suplicarle que no asignara al capitán McIntyre a ninguna de sus tiendas; todos menos Duke y Hawkeye.

—Veamos qué pasa —dijo Hawkeye.

—Eso —dijo Duke.

Lo que tenía que pasar pasó aquel mismo día al atardecer. La puerta de la tienda se abrió y entraron el nuevo, su saco y su equipaje. El equipaje cayó sobre uno de los catres vacíos y el muchacho nuevo se tendió en otro. Una mano se hundió en las profundidades de la parka, salió con una lata de cerveza, volvió a hundirse y reapareció con un abridor. El nuevo abrió la cerveza y miró por primera vez a sus compañeros de alojamiento.

—El sitio es pequeño —observó—, pero creo que me encantará.