Magia peligrosa - A contraluz - Claudia Cardozo - E-Book

Magia peligrosa - A contraluz E-Book

Claudia Cardozo

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tiffany 166 Magia peligrosa Colin y Marie comparten una cita a ciegas en la que todo parece ir mal. Él es demasiado serio y ella es demasiado… esotérica. Colin se burla de ella cuando le habla de la magia que rige su vida, y a Marie le parece que no tienen nada en común. Así que deciden dejarlo estar; tal vez no sean el uno para el otro. El destino, sin embargo, tiene otros planes. Colin es un exmarine que no duda en acudir al llamado de su mejor amigo para ayudarle a desentrañar el misterio tras un extraño ritual. Hay un hombre muerto y muchas pistas que no alcanzan a entender y deciden que solo alguien que sepa del tema puede ayudarles. De modo que Colin y Marie se reencuentran y esta vez no podrán resistirse a la atracción que los une, aunque deban enfrentarse a muchos peligros y usar algo de esa magia en la que ella tanto cree. A contraluz Logan no cree en el amor a primera vista. Aun más, no cree en casi nada a lo que no pueda poner un nombre; cosas reales como su trabajo de detective en la policía de Baltimore o sus clases semanales de dibujo. Entonces, ¿qué es eso que siente cuando conoce a la joven modelo de la escuela de arte? Porque sin duda no es nada que haya experimentado antes. Tara no tiene tiempo para perder. Ha conocido una vida difícil y, al fin, sus sacrificios y los de su padre comenzarán a dar sus frutos: está a punto de sacar la carrera y, si todo va bien, podrá dejar atrás un empleo que odia. No está interesada en enamorarse, no quiere nada que complique una vida que se ha esforzado en planear al milímetro. Pero cuando conoce a Logan se da cuenta de que, tal vez, las cosas no sean tan sencillas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 903

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 166 - febrero 2024

 

© 2022 Claudia Fiorella Cardozo

Magia peligrosa

 

© 2022 Claudia Fiorella Cardozo

A contraluz

 

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2022.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-695-4

Índice

 

Créditos

Magia peligrosa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

A contraluz

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

«Solo quien ama vuela».

Miguel Hernández

Prólogo

 

 

 

 

 

Baltimore

 

—Déjame ver si te he entendido. Crees que eres una bruja.

Las cosas no estaban saliendo como las había imaginado, se dijo Marie por tercera vez en lo que iba de la cita. Comprobó la hora en su reloj de pulsera con discreción, pero el hombre frente a ella era demasiado perceptivo como para no notarlo y, por la forma en que frunció el ceño al reparar en su gesto, fue evidente que le hizo poca gracia.

Era una verdadera pena, suspiró ella sin molestarse en disimular su decepción. No dudaba de que a él le ocurriera otro tanto. Parecía igual de incómodo.

Tendría que pensarlo dos veces antes de volver a aceptar que Ester le arreglara una salida por muy buenas intenciones que tuviera ella y por atractivo que resultara el candidato, concluyó tras echar un nuevo vistazo al hombre aprovechando que parecía muy entretenido al intentar mirar sobre su hombro en dirección a un grupo particularmente ruidoso en la barra.

En otras circunstancias, si una de sus amigas no se hubiera ocupado de organizar aquella salida y se lo hubiera encontrado una noche cualquiera, ella no habría dudado en mostrar interés. Pero claro, eventualmente sin duda habría llegado a la misma conclusión: era una pérdida de tiempo.

Con un carraspeo, consciente de que lo mínimo que podía hacer antes de dar por terminada la noche era responder la pregunta que él, sin embargo, no parecía estar esperando, Marie cabeceó y pasó una mano por su cabello que se había esmerado tanto por peinar antes de salir de casa y que ahora se arremolinaba a ambos lados de su rostro en un halo rojizo.

—Pensé que debía mencionarlo. Me ha ocurrido que no lo dije antes y eso terminó ocasionando algunos malentendidos. Por alguna razón, los hombres parecen pensar que es algo que debes mencionar en una cita.

El hombre bufó y se encogió de hombros en un ademán que acentuó tanto su expresión escéptica como el brillo de sus ojos grises. Unos ojos sorprendentes, reconoció Marie con un aguijonazo de anhelo en el estómago.

—Me pregunto por qué —replicó él en tono burlón, consciente de la inspección y sin que pareciera incómodo por ello.

Marie se puso a la defensiva de inmediato.

—No los critico, solo menciono un hecho.

—Bueno, me parece muy considerado de tu parte. Quiero decir que, después de todo, ellos tienen derecho a saber con qué clase de persona se encuentran, ¿no?

Marie frunció el ceño. De golpe la asaltó la profunda sospecha de que ese hombre podría no estar refiriéndose al hecho de que ella se considerara una bruja, no realmente. Más bien parecía como si pensara que era alguna clase de… ¿lunática?

—No me crees —expresó ella entonces, y más que una pregunta sonó como una afirmación—. Piensas que estoy mintiendo.

El hombre… Colin. Su nombre era Colin, se recordó de mala gana. Le había parecido un nombre encantador y perfecto para él cuando se encontraron en el restaurante, pero ahora sintió cierta acidez en la punta de la lengua al pensar en ello. Era un nombre demasiado bonito para alguien tan odioso.

—No creo que lo que yo piense pueda ser importante —dijo él.

Marie odió el gesto displicente que hizo con la mano para restar valor a sus palabras como si algo de importancia capital para ella a él no le afectara en lo más mínimo. ¡Y con lo que le había costado decirlo! No pretendió parecer más interesante al revelar algo como aquello en su primer encuentro ni mucho menos mostrarse misteriosa para atraer su atención. Había estado hablando en serio cuando aseguró que creía que era justo mencionarlo para evitar cualquier tipo de malentendido en el futuro. El problema, como ya había descubierto, era que no había ni la más mínima posibilidad de que ese hombre y ella pudieran tener nada parecido a un futuro en común. Aún más, se sentiría feliz si no volvía a verlo en lo que le restaba de vida.

—¿Sabes qué? Es posible que tengas razón; no podría importarme menos tu opinión —replicó ella sin advertir que estaba apretando los dientes hasta que sintió un regusto amargo en la boca—. Lo siento, pero tengo que decirlo: esto es un desastre.

Para su sorpresa, Colin no pareció afectado por sus palabras; apenas acababa de terminar de hablar y él empezó a asentir con fervor, con lo que un mechón de cabello oscuro cayó sobre su frente.

—Ni que lo digas —masculló él.

Marie no pudo reprimir una sonrisa sardónica, preguntándose cómo un hombre en apariencia tan seguro de sí mismo podía mostrar semejante alivio al reconocer algo como aquello.

—Me pareció una buena idea cuando Ester sugirió…

Colin se encogió de hombros y alzó una mano para interrumpirla al comprender que intentaba esbozar una excusa para haber aceptado ese encuentro. Culpar a los amigos siempre era más sencillo que reconocer los propios errores, pero tal vez no fuera lo más honorable, o al menos eso debía de pensar él, comprendió Marie, no sin cierta vergüenza al reparar en ello.

—Ha sido mi culpa. No soy la mejor compañía en este momento y cuando Morgan me habló de la amiga de su prima… —él carraspeó y alzó los ojos al techo antes de volver su atención a su rostro con la sombra de una sonrisa—. Hice mal en aceptar. La verdad es que no es un buen momento para esto. Acabo de salir de una mala relación y… creí… no importa qué creí, es obvio que estaba equivocado.

—¡Oh!

Por extraño que pudiera ser, Marie sintió un chispazo de decepción al oírlo. Se había sentido mucho más cómoda pensando que era solo un idiota presumido y que tendría suerte si conseguía librarse pronto de él; no había esperado que asumiera la responsabilidad de una cita que se convirtió en un desastre y que le diera una salida tan sencilla.

—He debido de decirlo antes —continuó él, sin duda ajeno a sus pensamientos y con una expresión sardónica en el rostro—. Así no hubieras tenido que inventarte eso de ser una bruja para asustarme.

Cualquier rastro de empatía que Marie hubiera podido sentir hasta ese momento pareció disolverse al oírlo y casi pudo escuchar la forma en que sus vértebras parecieron crujir al enderezarse en la silla.

—No me he inventado nada —replicó sin vacilar.

Colin entrecerró los ojos.

—En serio, no tienes…

—He dicho que no me he inventado nada —repitió ella en tono tenso.

Él cabeceó, escéptico en apariencia, pero debió de llegar a la conclusión de que, le estuviera mintiendo o no, no tenía sentido discutirlo. Seguro que debía de pensar lo mismo que ella, advirtió Marie; no tenía intención de verla nuevamente, así que en realidad no tenía por qué afectarle lo que pensara.

—Bueno, estoy seguro de que tu vida debe de ser muy interesante —dijo él al cabo de un momento sin parecer que estuviera alentándola a que lo confirmara—. ¿Te importaría…?

Colin dejó la frase en el aire y Marie no tuvo problemas en adivinar a qué se refería.

—Claro —respondió ella con un suspiro—. Quiero decir que no me importa… te refieres a terminar con esto de una vez.

Él cabeceó con un gesto indeciso.

—A menos que quieras esperar a que traigan el plato principal.

Marie observó los restos de la ensalada con los que había pasado varios minutos jugando y sacudió la cabeza de un lado a otro con un nuevo suspiro. Le resultó terriblemente deprimente pensar en la ilusión con que había esperado esa noche; cómo, pese a todas sus protestas, cuando Ester sugirió arreglar aquella salida con ese conocido de Morgan, en el fondo le había carcomido la curiosidad y una agradable sensación de anticipación que hacía mucho no sentía. Al final, era evidente que hizo mal en ilusionarse. Él parecía tan interesado en terminar aquella cita como ella y supuso que debería de sentirse agradecida de que fuera así. Pero en el fondo…

—La verdad es que no tengo hambre —reconoció ella con poco entusiasmo—. Preferiría irme.

—Estupendo.

Marie hizo como si no hubiera captado el alivio en su voz y asintió, forzando una sonrisa, porque que la mataran si reconocía que en el fondo se sentía decepcionada. Y era que… de verdad le había parecido un maravilloso candidato, pensó una vez más en tanto lo observaba llamar al camarero para pedir la cuenta. Tenía unas manos elegantes, de dedos largos y muñecas fuertes que le hicieron pensar en un artista acostumbrado a realizar labores físicas. ¿A qué había dicho Ester que se dedicaba? No podía recordarlo, pero era algo relacionado con relaciones públicas o algo así. Y con seguridad ahora nunca lo sabría porque no llegaron a la parte en que intercambiaban información respecto a sus trabajos. Bueno, ella lo intentó. Le dijo parte de lo que hacía, aunque dudaba de que él le creyera del todo.

—Disculpa, ¿me has oído?

Marie parpadeó y le devolvió una mirada curiosa. Podía decir a su favor que él no hizo ningún comentario al sorprenderla distraída.

—Decía que podemos irnos —indicó él.

—Claro. Genial.

Marie se apresuró a ponerse de pie, pero el tacón de su zapato se enganchó con la pata de la mesa y tuvo que apoyarse sobre esta, tirando del mantel en el proceso. Una copa de cristal se bamboleó en el borde, a punto de caer sobre el linóleo, y cerró los ojos con fuerza, preparándose para la vergüenza que le esperaba. Pero no oyó nada y al abrir los ojos se topó con el rostro sonriente de Colin, que sostenía la copa ante ella con una sonrisa.

—Buenos reflejos —dijo él dejando el objeto sobre la mesa con ademán desenfadado—. Apuesto a que te habría gustado ser una bruja de verdad para hacerla levitar o algo así, ¿no?

Marie había abierto la boca para agradecer su ayuda, pero la cerró de golpe.

—¿Te estás burlando de mí? —preguntó ella.

—Claro que no.

—Porque ha sonado como si así fuera.

Colin la observó con una ceja arqueada.

—¿Siempre eres tan susceptible? —replicó él, añadiendo por lo bajo—: ¡Dios! Seguro que si pudieras me convertirías en un sapo.

Marie tomó aire de golpe, a punto de responder, pero se lo pensó mejor y pasó por su lado con el mentón bien elevado en señal de desprecio. Una vez fuera del restaurante, se encaminó a la acera en espera de un taxi.

—Puedo llevarte…

—No, gracias.

Si termino con este hombre en un espacio cerrado es posible que termine realmente por intentar convertirlo en un sapo, se dijo Marie al oír su propuesta. ¿A quién quería engañar? Ella no hacía esa clase de cosas. Y no por falta de ganas sino porque no podía.

Aguardó en silencio y haciendo como que no era capaz de oír la respiración de Colin tras ella. Muy a su pesar, debió reconocer que era uno de esos hombres cuya presencia no pasaba desapercibida; tenía algo que demandaba atención. Tal vez fuera la energía que irradiaba y a la cual ella había descubierto que era extremadamente sensible desde el momento en que se presentó y le dio la mano. Recordaba el tacto de su piel con la temperatura precisa para despertarle un escalofrío y el anhelo que la asaltó al encontrarse con su mirada profunda. Ahora sentía su respiración acompasada a su espalda y le molestó hasta lo más profundo comprobar que no estaba en absoluto alterado por el desencuentro que acababan de tener. Tal vez incluso le causara gracia. ¿Por qué? ¿Por qué demonios no podía convertirlo en sapo?

—Escucha, Marie. Dijiste que no tienes auto, ¿por qué no permites que te lleve?

Marie apretó los dientes con fuerza y contó hasta tres antes de responder.

—No hace falta.

Él no pareció convencido; lo notó porque dio otro paso hacia ella y su cuerpo reaccionó de forma instintiva, tensándose ante la cercanía de su pecho contra su espalda.

—Vamos, no hace falta que terminemos la noche así; nadie dice que no podamos ser amigos. Deja que te lleve. A menos que tengas otro medio de transporte…

Marie giró de golpe y se encontró con su mirada plateada.

—Si dices la palabra “escoba”, te pateo.

Él rio. La primera risa realmente honesta que le oyó en lo que iba de la noche y el sonido le provocó un cosquilleo en el estómago. Era varonil, fresca y muy, muy sensual.

Marie parpadeó, fastidiada por haber pensado todo eso y lo observó con el ceño fruncido y el mentón elevado. Ella era alta, algo de lo que siempre se había enorgullecido porque consideraba que la hacía parecer más segura de sí misma y también algo más esbelta de lo que en verdad era; pero Colin lo era también. Le sacaba al menos diez centímetros y pareció disfrutar de esa ventaja al inclinar el rostro hacia ella y sostener su mirada con un brillo divertido en los ojos.

—No pensaba mencionarlo, ni siquiera se me había ocurrido —dijo él.

—No te creo.

—Una pena, porque estoy diciendo la verdad.

Marie se llevó una mano a la cintura y sintió la suavidad de la seda de su vestido negro favorito bajo sus dedos. Amaba ese vestido. No podía creer que se lo hubiera puesto para impresionar a ese hombre.

—¿Sabes qué? No me importa; no podría estar menos interesada en si dices la verdad, te burlas de mí o, ya que estamos, te arrolla un autobús mientras vuelves a casa —espetó ella de mal humor—. Solo quiero que esta noche termine, y como tú has dejado claro que es lo que quieres también, ¿por qué no buscas tu auto y tomas tu camino?

Él no dijo nada de inmediato. Pareció más interesado en analizar su rostro, de sus ojos azules en ese momento brillantes por el enojo, pasando por su nariz afilada y sus pómulos pronunciados. Se detuvo en los labios llenos que ella mantenía crispados para no ceder a la tentación de decir algo más de lo que pudiera arrepentirse y Marie dio un respingo al verlo echar la cabeza hacia adelante para hablar sobre ellos con voz susurrante.

—Me pregunto…

Colin dejó la frase en el aire y Marie contuvo la respiración, tentada a cerrar los ojos y llevar una mano a su cabello oscuro. ¿Cómo había pasado de desear ponerle una zancadilla a preguntarse lo que se sentiría al besarlo?

Probablemente habría terminado por descubrirlo de no ser porque una bocina sonó tras ellos, sobresaltándolos, y ella dio un par de pasos hacia atrás trastabillando. Colin tomó su mano para sostenerla, pero Marie dio una sacudida un tanto brusca para soltarse; le gustó tanto como le perturbó lo que sintió al tocarlo. Y pareció como si a él le hubiera ocurrido algo similar porque la observó con el ceño fruncido antes de abrir la boca como si estuviera a punto de decir algo. Ella no le dio tiempo de que lo hiciera, sin embargo; no estaba segura de querer oírlo.

En lugar de ello, se apresuró a ir hacia el coche que acababa de estacionarse junto a la acera y exhaló un hondo suspiro al ver el rótulo de taxi en el frente. Sin molestarse siquiera en decir una palabra, abrió la portezuela y subió tirando de su falda con descuido dando algunas rápidas indicaciones al chófer; pero cuando estaba a punto de cerrar la puertezuela, se topó con que esta parecía trabada y, al buscar el motivo de ello, encontró la mirada de Colin observándola con un pie en la acera y otro en la calzada, su mano mantenía asida la puerta y por más que Marie tiró de ella, no hubo forma de que la soltara.

—¿Ni siquiera pensabas despedirte? —preguntó él.

Al parecer a su frustrada cita no le iban los malos modales, supuso. Lo que tenía gracia, porque había pasado los últimos minutos burlándose de ella; pero no pensó comentarlo, no tenía ningún deseo de sostener una discusión con alguien que no dejaba de ser un extraño. Además, el taxista había echado ya el parquímetro a andar y si había algo que a ella no le sobraba, era dinero. De modo que forzó fingir una sonrisa lo más que pudo.

—Buenas noches —dijo ella con voz tirante, y dio una cabezada para señalar a la puerta— ¿Te importa?

Él vaciló un instante antes de suspirar y sacudir la cabeza de un lado a otro.

—No. No me importa —replicó él—. Diría que fue un placer, pero…

—Estarías mintiendo —supuso ella encogiéndose de hombros—. ¿Ves cómo ahora sí te he creído?

Colin no respondió, pero soltó la portezuela y Marie aprovechó para cerrarla con un gesto brusco. Luego dio nuevamente su dirección al chófer y cuando el coche se puso en movimiento mantuvo la mirada fija al frente, aunque tan pronto como se hubo alejado unos metros, no pudo evitar ceder al impulso de mirar sobre su hombro con discreción y se sorprendió al encontrarse con la silueta de Colin de pie en la acera con las manos en los bolsillos de la chaqueta oscura. Veía el coche alejarse y habría jurado que sus ojos se encontraron un segundo con los suyos antes de girar en un recodo y perderlo completamente de vista.

Capítulo 1

 

 

 

 

Chicago

Cuatro meses después

 

Colin despertó diez minutos antes de que el despertador sonara a las cinco y media de la mañana y ahogó un suspiro al llevarse una mano a los ojos. Su cuerpo funcionaba como un reloj, poniéndose a trabajar mucho antes de lo que debía, y aunque era algo por lo que siempre se había sentido agradecido y que le fue muy útil durante su tiempo de servicio, en ese momento lo encontró casi molesto, hubiera preferido quedarse dormido. De ese modo, cuando sonara el despertador, habría podido tirarlo de la mesilla de un manotazo y volver a cerrar los ojos. Así hubiera tenido una buena excusa para perder su vuelo y luego disculparse por no haber podido cumplir con el pedido de Morgan. El problema fue que, tan pronto como lo pensó, lo asaltó un aguijonazo de culpa; él no era de los que incumplían una promesa o le fallaba a sus amigos.

Con una maldición ahogada, hizo a un lado las sábanas y asentó los pies sobre la moqueta, aliviado por el frío que sintió en los pies desnudos y que le ayudó a despejarse del todo. Se incorporó de golpe y abrió las persianas del dormitorio para dar una mirada afuera.

Su apartamento se encontraba en el cuarto piso de uno de los edificios más modernos en el centro de la ciudad; tenía una buena vista de la torre del John Hancock Center a lo lejos y solo su dormitorio era lo bastante espacioso para albergar algunos de los lugares en los que había vivido cuando era niño. No pudo evitar una sensación de complacencia al recordar lo que sintió al firmar el contrato de venta. Nada mal para un chico que pasó su infancia con ropa donada y sin un centavo a su nombre, se dijo antes de dirigirse a la cocina para prepararse una taza de café tan cargado que hizo un gesto de desagrado al bebérsela de golpe. Le vendría bien, iba a necesitar estar muy despierto para el día que le esperaba.

Había hecho la maleta la noche anterior y la había dejado en el recibidor hasta que llegara el coche que había pedido que lo fuera a buscar para llevarlo al aeropuerto. Tendría que asegurarse de dejar las llaves al portero para que se las entregara a la mujer de la limpieza durante el día. No tenía idea de cuánto tiempo estaría fuera, aunque cuando aceptó dar una mano a Morgan le hizo prometer que, sin importar cómo fueran las cosas, él regresaría a Chicago como mucho en cuatro semanas. Si no conseguía resolver su caso en todo ese tiempo, no sería culpa suya.

Se dio un baño con agua fría y se vistió con los vaqueros y la camisa oscuros que dejó sobre un sillón; tomó una cazadora y se arrebujó bien en ella, preguntándose cómo estaría el clima en Baltimore. Supuso que algo más frío que allí, así que tomó unos guantes de piel de un cajón y los guardó en el bolsillo. Solo por si acaso.

Había perdido la cuenta de las veces que se había topado con una mirada extrañada cuando alguien que no lo conocía a fondo se topaba con lo que llamaban su “naturaleza previsora”. Él no acostumbraba mencionarlo, pero no se trataba de algo precisamente natural, no era un rasgo de su carácter con el que hubiera nacido, sino que se vio en la necesidad de desarrollarlo porque no tuvo otra alternativa. Cuando no sabes si vas a tener un plato de comida caliente en la mesa o durante cuánto tiempo tendrás que hacer durar un par de zapatos antes de tener unos nuevos, te acostumbras a pensar en el futuro y a intentar cubrir tantos huecos como te sea posible, se recordó con un gesto de irritación antes de tomar sus cosas para esperar al taxi fuera del edificio. No era algo en lo que le gustara pensar, pero los recuerdos lo asaltaban con frecuencia y sin aviso. Lo bueno era que se iban con la misma rapidez y naturalidad con que llegaban, así que no era algo que lo torturara demasiado.

El chófer del taxi puso una estación de noticias tan pronto como iniciaron el camino y Colin aprovechó para cerrar los ojos y relajarse un poco antes de enfrentar el ajetreo propio del aeropuerto. Dio vueltas en su mente a lo que Morgan mencionó del caso para intentar ordenar sus ideas y poder responder a sus preguntas en cuanto fuera a su oficina una vez que bajara del avión:

Un campo apartado de Baltimore. Hallazgo a media mañana por una mujer que buscaba a su perro perdido.

Hombre caucásico, mediana edad, altura y peso regulares, calvicie incipiente. Sin identificar.

Hora aproximada de la muerte: tres de la mañana.

Brazo derecho roto, moretones en el rostro, arañazos en el torso. Sin corazón.

—Sin corazón—musitó Colin sin abrir los ojos, consciente de que era eso lo que más le había llamado la atención del informe que Morgan le envió por correo hace unos días y lo que había terminado por convencerlo de aceptar ayudarle.

No era del todo extraño, había visto cosas como esa antes, incluso peores; pero tampoco era habitual. Los asesinos no iban por el mundo eviscerando a sus víctimas, se recordó con una mueca de desagrado.

¿Qué pasaba por la mente de un hombre o una mujer para hacer algo como aquello? ¿Qué clase de mensaje había intentado dejar? Cuando Colin lo mencionó por teléfono, Morgan dijo que no necesariamente tenía que tratarse de un mensaje, que tal vez el asesino se encontrara tan solo muy enojado, pero él no estaba de acuerdo. En su experiencia, siempre había un mensaje. Era parte de la naturaleza humana. Todo el mundo obraba con la intención de dejar algo en manifiesto, fuera consciente o inconscientemente; en especial los criminales. Por lo general, pensando así, era que conseguía atraparlos.

El auto se detuvo y Colin abrió los ojos de golpe. Pagó al taxista y, tras tomar su maleta, que pesaba algo más de lo habitual porque odiaba necesitar algo y no tenerlo a mano, se encaminó a la puerta de embarque de los vuelos nacionales.

Parte de él se encontraba fastidiado por volver a Baltimore. Intentaba ir cuando era del todo necesario, pero no era algo que disfrutara; le traía malos recuerdos. De no ser por su vieja amistad con Morgan era posible que ni siquiera pasara por allí más de lo indispensable cuando su trabajo lo exigía. La última vez que estuvo allí fue hace unos cuatro meses y las cosas no pudieron salir peor.

La compañía del cliente que había solicitado un presupuesto de su empresa, y por quien había estado dispuesto a arreglar una estadía de varias semanas, estaba cerca de la bancarrota, tal y como su equipo financiero descubrió tras hacer unas cuantas llamadas. El pobre hombre debió de pensar que aliándose con ellos podría burlar a sus inversionistas, pero Colin sabía que en esos tiempos hacía falta mucho más que unas cuantas promesas para convencer a un grupo de banqueros.

Pese a ello, se había quedado porque llevaba meses sin tomarse un respiro del trabajo y Morgan estaba entusiasmado porque su mujer estaba a punto de dar a luz. Como futuro padre primerizo, quería a uno de sus mejores amigos cerca, le dijo, y Colin no pudo negarse. Incluso, Morgan fue lo bastante considerado para arreglarle una cita en tanto se encontraba allí; así tal vez conociera a alguien interesante que lo convenciera de alargar su estadía.

La bruja.

Colin sonrió al pensar en la mujer de la cita. ¿Cuál era su nombre? Marie, recordó de inmediato. Por extraño que pudiera ser o lo poco que le agradara reconocerlo, no la había olvidado; en realidad, tenía bastante frescos los recuerdos de aquella noche.

Bueno, se dijo al ocupar su asiento en el avión y sonreír de nuevo, esta vez para agradecer los esfuerzos de una atractiva aeromoza que pareció arrogarse su cuidado exclusivo, uno no conocía a una mujer que se autoproclamaba como una bruja todos los días.

Intentó evocar su rostro y no tuvo problemas para ello si bien hubiera preferido que no fuera así. El recuerdo de una maraña de cabello rojizo, unos ojos sorprendentemente azules y unos labios que en su momento se le antojaron deliciosos lo asaltó de golpe. Cuando la vio en la entrada del restaurante y ella se presentó como la amiga de Ester, la prima de Morgan, se dijo que tal vez su amigo hubiera acertado esa vez. Él ya había intentado presentarle a un par de conocidas antes, pero nunca se había sentido tan atraído como le ocurrió entonces.

Marie tenía algo que lo sedujo de inmediato, aunque dudaba de que ella se hubiera dado cuenta de ello; lo que fue una suerte porque un rato a su lado le hizo ver que ninguna atracción valía la pena para involucrarse con alguien tan… extraño.

A Colin se le daba bien calar a la gente; era posiblemente su mejor cualidad y lo que le había convertido en el hombre que era. Se habría quedado como un veterano más sin saber qué hacer con su vida y con una pensión miserable de no ser porque encontró la forma de explotar esa particularidad que ya le había dado tan buenos réditos en el pasado. Fue un niño observador que podía adivinar el humor de la gente incluso antes de que dijeran una palabra; se había librado de muchas palizas manteniendo la boca callada y cierta distancia; lo mismo que hizo según fue creciendo, atento al momento preciso para actuar, siempre analítico del mundo a su alrededor, listo para dar un paso adelante antes que los demás.

Siempre le había fascinado la mente humana y por eso tomó unos cursos de psicología a la par que cumplía con su servicio en el ejército. Sus compañeros se burlaban de él porque siempre llevaba un libro bajo el brazo, pero como pese a su talante reservado sabía ser también encantador y tan buen soldado como el que más, lo dejaron en paz pronto, intrigados por ese muchacho taciturno y que parecía destinado para algo grande que ninguno pudo imaginar por aquel tiempo. Cuando terminó con su servicio y decidió quedarse a hacer carrera en el ejército e intentar entrar al cuerpo de marines, donde conoció a Morgan, continuó con sus estudios aun a trompicones y con frecuencia utilizaba a sus compañeros como conejillos de indias para experimentar con ellos.

Fue así como descubrió que tenía un talento especial para analizar la naturaleza humana. Sus superiores lo notaron casi de inmediato y a nadie extrañó que lo destacaran al cuerpo de encargados de los interrogatorios.

Le parecía que de eso hubiese pasado una eternidad; pero en realidad no habían sido más de doce años. El tiempo transcurría de forma extraña cuando se pasaba de la vida militar a la civil, como descubrió cuando decidió pedir su baja para formar su compañía hacía unos cinco años ya. Aunque estaba muy a gusto con su vida en la actualidad, a veces echaba de menos ese orden establecido al que se acostumbró en la armada. Las cosas parecían más sencillas entonces. Pero conservaba sus instintos intactos y por eso le había sorprendido tanto el carácter de Marie.

Esa mujer debía de ser la más transparente con la que se había topado en su vida. En tanto él fingía un aburrimiento que estaba en realidad lejos de sentir, una actitud que adoptaba cuando conocía a alguien nuevo para hacerse una idea de ante quién se encontraba, se dio cuenta de que no hacía falta que se esforzara para adentrarse en su mente. Ella habría podido llevar un letrero fijado en la frente; a ese grado fue capaz de adivinar lo que le pasaba por la cabeza.

Lo encontraba atractivo, cosa que su ego agradeció y de lo que en primera no habría dudado en sacar partido porque él también se sintió muy atraído por ella. Con su rostro luminoso y su cuerpo voluptuoso, no era precisamente la clase de mujer por la que habría girado a mirar en la calle, pero ella tenía algo más que le cautivó de inmediato. Un brillo en la mirada, una sonrisa honesta y una voz increíblemente seductora.

Pero ella también pensaba que no era de fiar; se dio cuenta por la forma en que lo veía, con los ojos entornados y los labios fruncidos. A Colin no le extrañó eso del todo porque sabía cómo mantener un semblante indescifrable y era habitual que la gente lo encontrara un poco molesto; era difícil descifrar el carácter de un hombre cuando mantenía todo el tiempo una cara de póquer que no se inmutaba ante nada. No le habría costado mostrarse más abierto; hubiera podido encandilarla con una sonrisa y un par de frases hechas, lo había hecho muchas veces antes, pero no quiso usar esos trucos con ella, quería conocerla de verdad. Entonces, sin embargo, ella había parecido muy aburrida y soltó aquello de que era una bruja para librarse de él y solo atinó a aceptar en dar por terminada la cita.

¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Decirle que le creía? ¿Sugerirle empezar de nuevo? Había estado a punto de hacer eso último, pero cuando intentó aligerar el ambiente con un par de bromas ella solo pareció más molesta y no quiso presionarla. Tal vez tuviera razón y estuviera haciéndole un favor.

Porque fue evidente, según la oía hablar y sostenía su mirada sin parpadear como pocos prisioneros habían podido hacerlo en sus tiempos en el ejército, que ella realmente creía ser una bruja. No había sido una excusa ni una pose para parecer más interesante. Es más, de no ser porque sabía que era imposible, no dudaba de que habría estado encantada de convertirlo en un sapo, una rata, o cualquier otro bicho.

¿De dónde diablos la habría sacado Morgan?, se preguntó entonces, aliviado de poder escapar de esa situación aun cuando en el fondo resintió que no fuera una mujer más… normal. Porque de serlo, le habría encantado continuar con ese encuentro y con algunos más. Algo que solo confirmó cuando se encontraron muy cerca en tanto él se ofrecía a llevarla a casa y ella lo rechazaba. Había podido oler su perfume y estudiar la forma en que sus labios se contraían por el enojo. Le habría encantado besarla hasta hacer desaparecer ese gesto que no le iba en absoluto; quiso oírla reír porque no dudaba de que hubiera sido un sonido precioso y descubrir también si su piel era tan suave como le pareció bajo ese vestido de seda que se amoldaba a sus curvas.

Pero entonces el taxi llegó, ella salió corriendo como si él apestara a azufre y no le quedó más alternativa que dejarla marchar.

La mañana siguiente de aquello tuvo unas cuantas palabras con Morgan y le hizo prometer que nunca volvería a arreglarle una cita. Le hubiera encantado también interrogarlo acerca de Marie porque la noche anterior no tuvo tiempo de preguntarle prácticamente nada y era poco lo que sabía de ella, pero se convenció de que no tenía sentido hacer algo como eso. No iba a volver a verla; no deseaba hacerlo y aun cuando eso no fuera cierto, con seguridad no les convenía a ninguno de los dos. Él ni siquiera vivía en la ciudad.

Un par de semanas después, luego del nacimiento de Lucy, la hija de Morgan, los dejó a él y a su esposa Ángela disfrutando de la nueva adición a la familia y volvió a su vida en Chicago.

Ahora, sin embargo, su amistad lo llevaba nuevamente a Baltimore y no pudo evitar preguntarse qué sería de Marie, si habría conocido a un hombre que apreciara sus peculiaridades y si lo había olvidado, lo que a él le costaba tanto hacer.

Un tanto fastidiado por la idea, se recostó en el asiento y decidió dormir hasta que dieran el aviso de aterrizaje. Algo le dijo que, si el caso de Morgan resultaba tan complejo como estimaba, lo último que le sobrarían serían horas de sueño. De modo que se obligó a apartar el recuerdo de la bruja Marie de su mente pero, para su desgracia, su inconsciente le jugó una mala pasada porque hubiera podido jurar que en tanto cedía a la somnolencia, aún con toda la cafeína que llevaba en el cuerpo, su rostro se le apareció un par de veces en sueños.

 

 

Morgan lo esperaba en el aeropuerto pese a que habían acordado que Colin pasaría por el piso que había alquilado para dejar sus cosas y luego se presentaría en su oficina antes de que terminara la mañana; pero era evidente que su amigo se encontraba bastante inquieto con el caso que tenía entre manos. Tanto, que apenas lo saludó después de preguntar cómo había ido el vuelo y no volvió a abrir la boca hasta que se encontraron en el auto con la maleta de Colin en la cajuela.

Colin observó a su amigo con su discreción habitual, atento a la forma en que sostenía el volante, golpeando el tablero cada dos segundos como si se encontrara demasiado nervioso para conservar del todo la calma. Lo cual no dejaba de ser un poco raro porque Morgan era un hombre bastante sereno la mayor parte del tiempo; había conocido a pocos francotiradores con nervios como los suyos. Las cosas habían cambiado para él, sin embargo. Durante su tiempo de servicio cumplía con las órdenes que recibía de la misma forma en que lo hacía Colin. No eran responsables más que de sus propias vidas y quizá también de las de sus compañeros, pero al pertenecer a una hermandad como la suya, en que los hombres estaban dispuestos a morir por su deber, todo era mucho más sencillo.

Ahora Morgan era un esposo devoto con un bebé a su cargo y con un puesto importante en la policía de Baltimore como consultor. Era la cabeza de un equipo de varias personas, respondía tan solo ante el comisionado e incluso los oficiales del departamento se encontraban bajo sus órdenes. Con su intuición y la disciplina militar con que se había formado, no era de extrañar que le fuera tan bien en su trabajo. Si Colin no hubiera encontrado su propio camino, era posible que hubiera terminado a su cargo; su amigo se lo propuso tan pronto como lo nombraron en el puesto. Para entonces él ya tenía la compañía andando, sin embargo, y aunque no se lo comentó a Morgan, no le seducía la idea de volver a ponerse a las órdenes de nadie, ni siquiera las suyas.

Visto lo ocurrido durante esos años, había sido una buena decisión; su compañía especializada en control de riesgos para corporaciones industriales se había cimentado en lo más alto de su rubro y contaba con una cartera de clientes que incluía a algunos de los hombres más poderosos del país. Pese a ello, jamás se negaba a echar una mano a Morgan cuando lo contactaba, y esa era una de esas ocasiones.

Su amigo tenía sus tupidas cejas tan juntas que simulaban una fina línea y Colin advirtió que apretaba los dientes en un gesto que le recordó a las muchas veces en que lo viera apuntar en dirección al blanco antes de apretar el gatillo.

—Deja de hacer eso.

Colin parpadeó y se topó con los ojos oscuros de su amigo, que aprovechó un semáforo para dirigirle una mirada de fastidio.

—¿Qué? —preguntó él.

Morgan puso el coche en marcha antes de responder.

—Estudiarme como si fuera una rata —espetó sin mirarlo y tomando una salida con un movimiento hábil—. Sabes que no me gusta.

Colin exhaló un suspiro, pero no intentó negarlo. En lugar de ello, bajó la ventanilla y atisbó entre los autos. Hacía frío, tal y como supuso, pero no era tan malo como otros inviernos que viviera allí, en especial cuando era niño. Dudaba de que fuera a necesitar los guantes.

Morgan no volvió a hablar hasta que enrumbaron a la parte alta de la ciudad, donde se encontraba la estación de policía en que trabajaba. Según se fueron acercando, sin embargo, disminuyó la velocidad y detuvo el coche a unos metros del edificio. Al mirar a su amigo se encontró con su expresión intrigada.

—No me gusta nada de lo que estoy viendo, Colin —anunció él tras apagar el motor—. ¿Te importa que te ponga en antecedentes antes de llevarte a casa?

Colin sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Claro que no —respondió él.

—Porque no me importaría esperar…

—Si fuera así no estaríamos aquí.

Morgan ahogó una risa carente de humor.

—Cierto —reconoció de mala gana—. Pero no quiero incomodarte, acabas de bajarte del avión.

—Fue un viaje de menos de dos horas; pasamos más tiempo sumergidos en el mar durante nuestras prácticas, ¿recuerdas? —comentó su amigo con una sonrisa—. Anda, cuéntalo todo de una vez y dime también por qué prefieres decírmelo aquí y no en la estación.

Morgan se masajeó el puente de la nariz antes de responder y Colin advirtió el tatuaje que llevaba en la muñeca. Era prácticamente igual a uno que él tenía en la espalda a la altura de las costillas. Las siglas USMC que los identificaban como miembros del Cuerpo de Marines de Estados Unidos y su número de identificación en el ejército en tinta negra. Más que por motivos estéticos, se trataba de un gesto de compromiso para con los que consideraban sus hermanos, una marca de la que se encontraban orgullosos. Eso y que, según decían los veteranos, era una forma de asegurarse de que si volaban en pedazos gracias a alguna mina antipersona siempre podrían identificarlos, incluso si perdieran las placas que llevaban al cuello.

No importaba cuánto pensara en ello, se dijo Colin intentando centrarse en el rostro preocupado de su amigo: siempre sonaba mal. Muy mal. En especial porque había tenido oportunidad de comprobar que era cierto.

—¿Y bien? —Lo apuró empezando a sentirse más intrigado aún—. ¿Qué es?

Morgan carraspeó.

—Sabes que soy un hombre de fe, ¿cierto? —preguntó su amigo al fin.

Colin frunció el ceño, sin entender adónde deseaba ir a parar.

—¿Te refieres a que crees en Dios y todo eso?

—No lo llames “todo eso”. Muestra un poco más de respeto; que tú no creas en nada no quiere decir que los demás tampoco debamos hacerlo.

—¿Quién dice que no creo en nada? Creo en mí mismo.

Morgan bufó e hizo una mueca.

—Eso se llama ego y el tuyo lo tienes muy bien desarrollado —apuntó irónico—. A lo que me refiero es a creer en un poder superior, algo o alguien que está por encima de todos nosotros.

—Bueno, por eso mencioné a Dios —recordó Colin sin ganas de entrar en esa clase de discusiones—. Y sé que crees en Él, no es ningún secreto y está bien. Un hombre tiene que creer en algo.

—Exacto. Y siempre lo he hecho. —Morgan se vio más sosegado al encontrarse con su expresión atenta—. Mi madre me educó para eso; ya la conoces, podría soportar cualquier cosa menos un hijo hereje.

Colin asintió, recordando a la temible señora Reynolds que vivía en una zona alejada de la ciudad, en el mismo lugar en que criara a su hijo y donde disfrutaba de una bien merecida jubilación luego de trabajar durante treinta años como maestra. Pero dudaba de que Morgan estuviera actuando de una forma tan extraña tan solo para recordar a su madre, de modo que esperó a que fuera al grano.

—Ahora, es posible que me haya alejado un poco durante el tiempo con los chicos; uno no ve las cosas que nosotros vimos sin cuestionarse qué tanto hay de cierto en la religión. —Morgan continuó refiriéndose a su época en el ejército—. Pero entonces conocí a Ángela y me di cuenta de que hacía mal al desconfiar, que tenía suerte de haber encontrado a una mujer con quien pudiera compartir mi forma de pensar, que no creyera que era un cucufato o algo así.

Colin asintió de nuevo porque responder algo habría sido una obviedad; su amigo sabía bien lo que pensaba acerca de todo eso. Tal vez él no fuera un hombre del tipo espiritual y sí, entraba en la categoría de escéptico, convencido de que no tenía sentido creer en un poder superior, por lo que uno mismo debía de trabajar por labrarse un destino, pero podía respetar a quienes no pensaban como él. Le alegraba que Morgan se sintiera cómodo con sus creencias y que se topara en el camino con Ángela; ella le había ayudado a ahuyentar algunos demonios y a construir la familia que siempre había deseado.

Era precisamente por eso por lo que le extrañaba ver a su amigo tan alejado de esa imagen de hombre calmado y satisfecho de su vida que tenía ante él.

—¿Esto tiene algo que ver con el caso en que estás trabajando? ¿Por el que estoy aquí? —preguntó, empezando a sentirse realmente inquieto.

Su amigo asintió sin que pareciera muy contento reconociéndolo.

—¿Viste las fotos que te envié? —preguntó él.

—Sí, claro. Te lo dije la última vez que hablamos; no es la clase de cosas que quieres ver antes del desayuno.

—Tú no estuviste allí. —Morgan lo miró a los ojos—. Parecía… se ensañaron con el hombre, era como… un carnicero no lo hubiera hecho peor.

Colin cabeceó recordando las imágenes que le revolvieron el estómago. La posición del cuerpo del hombre, las huellas de los golpes en el rostro y el pecho, y sobre todo, ese gran hoyo en su pecho en donde antes se encontraba su corazón.

—Entiendo —dijo él al notar que Morgan lo veía atento a su reacción—. Pero hemos visto cosas como esas antes. No me interrumpas; no digo que no fuera horrible, es un asco y espero que atrapemos a quien lo hizo, pero me cuesta entender que te afecte tanto.

—No he visto nada así antes —negó su amigo, enfático—. Ni aquí ni durante nuestro servicio, y estoy seguro de que tú tampoco.

Colin no estaba seguro de estar de acuerdo.

—¿Te acuerdas de los meses en Irak?

—¡No! ¡Ni siquiera allí! —Su amigo lo interrumpió con un ademán—. Y no necesito recordarlo, muchas gracias. Ya tengo bastante con esto.

Colin asintió y no profundizó en el tema, aunque él no tuvo tan sencillo apartar sus recuerdos de aquellos meses. Aún se despertaba en medio de la noche por las pesadillas y le costaba comprender que Morgan hubiera visto algo allí, en una ciudad como Baltimore, que pudiera considerar peor.

—¿Entonces? —lo alentó, empezando a acusar el cansancio de las pocas horas de sueño y el vuelo—. ¿Qué es lo que te ha alterado tanto?

Su amigo suspiró y tomó una carpeta de debajo de su asiento que le tendió en silencio.

—No quise comentártelo por teléfono, pero fueron los mensajes los que me pusieron más nervioso. Sé que te dije que no todos los criminales quieren decir algo y que tal vez solo se tratara de un tipo muy molesto, pero no lo pensaba en verdad. No en este caso. Todas esas cosas… el hombre ha querido dejarnos un mensaje, pero no tengo idea de qué se trata y no estoy seguro de querer saberlo.

Morgan habló con bastante rapidez y lo veía atento en tanto Colin estudiaba las fotografías que encontró dentro de la carpeta. Se encontró nuevamente con varias imágenes del cuerpo del hombre al que encontraran en un terreno baldío cerca del muelle y de las heridas que presentaba, pero en este caso se trató de fotografías mucho más nítidas de las que recibió en el correo hacía unos días.

Estudió con cuidado cada huella, la forma de las heridas, la postura de la víctima con los miembros extendidos al máximo y sus ojos abiertos que le daban una expresión de terror absoluto. Había algunas más que no había visto, sin embargo, como las que se tomaron de los elementos a su alrededor.

Vio un cuchillo afilado que el asesino debía de haber dejado en un acto, cuando menos, inusual. Ningún criminal en sus cinco sentidos abandonaría el arma homicida luego de tomarse tantos problemas para ubicar a su víctima en una posición como aquella; si había tenido tiempo para todo eso, era ridículo que dejara el cuchillo. A menos, claro, que hubiera sido a propósito y el arma no fuera más que una declaración más. No se lo preguntó a Morgan, pero estaba seguro de que no habrían encontrado ni una sola huella en ella.

Se topó también con unos extraños dibujos trazados con lo que le parecieron restos de arcilla rojiza alrededor del cuerpo, pero no estuvo seguro de qué se trataba; eran extraños y no creía haberlos visto antes. Solo reconoció una estrella de cinco puntas y una especie de hilera de llamas sobre ella.

Visto todo como un conjunto completo resultaba sin duda un cuadro perturbador, reconoció para sí, haciéndose una idea de por qué el asunto había afectado tanto a Morgan. Él, que lo observaba sin quitar un instante la atención de su rostro, chasqueó la lengua cuando lo vio cerrar la carpeta sin decir una palabra.

—¿Y bien? —lo apuró sin disimular su inquietud—. ¿Qué opinas?

Colin se encogió de hombros y mantuvo el semblante imperturbable.

—Es un asunto feo —reconoció él sin alzar la voz—; pero insisto en que no es peor que muchas cosas que hemos visto antes. Tal vez un poco más dramático…

—¡Le arrancaron el corazón a un hombre y lo rodearon con dibujos satánicos! ¡Desde luego que es dramático!

Colin arqueó una ceja y sus ojos grises destellaron por el interés.

—¿Satánico? —repitió—. ¿Piensas que todo eso es parte de algún tipo de ritual?

Morgan golpeó el timón con la mano abierta y arrancó al coche un bocinazo.

—Claro que sí —respondió bajando un poco la voz—. La estrella, la posición del cuerpo, la ausencia del corazón… todo eso es propio de esa clase de cosas. He preguntado a algunos expertos, pero no encuentran un patrón que les convenza del todo. Podría tratarse de un aficionado.

—Yo no estaría de acuerdo con eso último —acotó Colin dando un suave golpe a la carpeta antes de entregársela—. Es demasiado preciso. Quien sea que lo haya hecho, sabe perfectamente lo que hace y lo planeó con cuidado; no se despertó un día pensando que sería divertido eviscerar a un hombre.

Su amigo cabeceó de mala gana, parecía que era algo que ya había considerado, aunque no le hiciera mucha gracia reconocerlo. Colin aprovechó el silencio para continuar con su idea.

—Y si estás en lo cierto respecto a lo del ritual, lo que no tendría nada de raro, porque ambos sabemos que es más común de lo que nos gustaría, eso hace las cosas un poco más sencillas —declaró.

—Tal vez sea común para ti, pero te aseguro que es la primera vez que veo algo como esto —replicó Morgan con un gesto de enojo—. Desde que empecé a trabajar aquí me he topado con todo tipo de cosas, pero te aseguro que los rituales satánicos están totalmente fuera de mi jurisdicción. Y no puedo ver qué hay de sencillo en semejante atrocidad, por cierto.

Colin se encogió de hombros.

—¿Es por eso por lo que estás tan alterado? ¿Que alguien haga algo como esto para hacer una declaración de lo que piensa del Dios en el que crees? Porque sabes que no puedes tomar estas cosas como si fuera personal —recordó él con una mirada acerada—. Quien hizo esto no es tonto; es posible, incluso, que se trate de alguien muy inteligente, pero eso no lo hace menos perturbado. No puedes dejar que te afecte.

No hizo falta que Morgan le diera una respuesta porque fue evidente que, aunque el hombre sensato que prevalecía en él tenía eso muy claro, el resto de él no estaba tan seguro. Colin intentó ponerse en su lugar y aunque le resultó complicado porque nunca había albergado esa clase de fe, concluyó que debía de ser duro plantearse por qué una persona llegaba a un punto en que decidía renegar de las creencias en las que la mayor parte del mundo había sido criado para hacer todo lo contrario en un acto de odio tan radical. Y entendió también que deseara hablar de ese tema en privado porque no era la clase de cosas que se compartían con sus subordinados; ante ellos era necesario que él se mostrara tan ecuánime y seguro de sí mismo como fuera posible.

—Mira, Morgan, comprendo que debe de ser un asunto desagradable para ti —comentó al cabo de un momento cuando juzgó que su amigo se veía algo más calmado luego de reconocer lo que le incomodaba del caso—. Y está bien, no hay nada de malo con eso; pero vas a tener que sobrellevarlo un poco mejor o se van a nublar tus ideas y ya sabes lo peligroso que es eso en nuestro trabajo. Estoy aquí ahora y te ayudaré en todo lo que haga falta. Descubriremos quién hizo esto y lo sacaremos de circulación para que no pueda lastimar a nadie más. Lo que pueda pensar o qué tan mal esté su mente, bueno, eso no es asunto nuestro y no tienes que dejar que te inquiete más de lo necesario, ¿de acuerdo?

Colin aguardó a ver a su amigo asentir y sonrió.

—Si necesitas hablar de esto o de cualquier otra cosa, sabes que puedes hacerlo conmigo. O con Ángela; seguro que ella sabrá, mejor que yo, qué decir —continuó.

Morgan parpadeó un par de veces antes de asentir una vez más y Colin exhaló el aire contenido. A veces olvidaba lo sensible que podía ser su amigo en el fondo. Cuando lo veías solo pensabas en un hombre con la contextura de un oso, firme y en apariencia seguro, la clase de persona en la que los demás se apoyaban. Sin embargo, él sabía que era una imagen un tanto engañosa. Morgan se había criado en un hogar afectuoso y estaba acostumbrado a expresar sus sentimientos con naturalidad, algo que le granjeó algunas burlas en el ejército. Fue eso, en realidad, lo que los convirtió en buenos amigos. Colin siempre había salido en su defensa aun cuando en el fondo Morgan no lo necesitase; y cuando descubrió que además provenían de la misma ciudad, su amistad se cimentó hasta convertirse en lo más parecido a un hermano.

—De acuerdo. —Su amigo cabeceó al cabo de un par de minutos en silencio en los que Colin no le quitó la vista de encima—. Gracias.

Colin sonrió y sus músculos en tensión fueron relajándose. Morgan puso el coche en marcha para adelantar los metros que los separaban de la estación y, una vez allí, estacionó de nuevo, esta vez con un semblante mucho más tranquilo.

—Me alegra que estés aquí —dijo él antes de bajar.

—A mí también me alegra; tengo muchas ganas de ver a Lucy.

Morgan sonrió como hacía cada vez que alguien hacía mención a su bebé.

—No vas a reconocerla, está enorme. Y es preciosa, idéntica a su madre —comentó él, orgulloso.

Colin silbó y fingió un suspiro de alivio.

—¡Menos mal! ¿Imaginas si hubiera sacado tu rostro? ¡Pobre niña!

Su amigo le pegó en el hombro y bajó del coche, pero antes de enrumbar en dirección a las puertas de la estación apoyó los antebrazos sobre el capó y señaló a Colin con una cabezada.

—Muy gracioso —dijo él—. Tal vez debamos aprovechar el tiempo que te quedes por aquí para presentarte a alguien. Ángela tiene una colega…

Colin sacudió una mano en el aire y una vez fuera se enfrentó al rostro divertido de Morgan con expresión amenazante.

—Ya hablamos de eso —recordó—. Ni una cita a ciegas más. Todavía no supero la última.

Su amigo rio a carcajadas y fue tras él cuando le dio la espalda para dirigirse a la entrada. Morgan parecía haber encontrado divertidísimo esa última confesión, pero Colin no estaba dispuesto a decirle que a él le causaba cualquier cosa menos gracia.

Capítulo 2

 

 

 

 

Marie rodeó con tanto sigilo como pudo el escritorio que la separaba del resto del aula y fue acercándose de puntillas hasta la tercera hilera de pupitres sin que una sola cabeza agachada se le pasara por alto. Todas estaban precisamente como esperaba: con la vista hacia abajo y muy atentas a la hoja que había puesto ante ellas hacía solo unos minutos. Excepto dos de ellas, claro. Las de la tercera fila. Con las que de vez en cuando tenía pesadillas.

Una vez que llegó junto a ellos, sin que pareciera que hubieran notado su presencia, carraspeó con delicadeza y usó su tono más dulce para llamar su atención. Dulce según su opinión, desde luego. La mayor parte de sus alumnos consideraban que era más bien letal.

—¿Hay algo que no te ha quedado claro, Connor? Tal vez necesites que te lo explique de nuevo. Siéntete libre de preguntar; no hace falta que distraigas a Peter.

Vio al chiquillo tensar cada músculo de su cuerpo antes de relajarlo en señal de resignación. Su compañero, que hasta entonces mantuviera la cabeza pegada a la suya en tanto cuchicheaban señalando el examen que, se suponía, deberían de responder cada uno por su cuenta y en silencio, se echó hacia atrás de golpe y Marie tuvo la satisfacción de ver cómo su rostro pecoso adquiría un matiz de rojo encendido.

—Señorita Worth, solo estaba explicando a Connor la pregunta doce porque no se veía bien…

Marie arqueó una ceja en señal de escepticismo y la voz del chico fue apagándose hasta adquirir un tono agudo que en otras circunstancias le habría provocado un poco de lástima. Llegar a la adolescencia y cambiar la voz ya era bastante malo sin que ocurriera en medio de un salón atestado de compañeros que parecían estarlo pasando bomba viéndote hacer el ridículo.

—¿Ah, no? —preguntó ella fingiendo inocencia—. Qué curioso. La leí varias veces al hacer el examen y me pareció que estaba muy clara. Tal vez deberíamos llevar el papel al director para que nos diga lo que piensa.

—Pero…

—Ahora mismo, Peter. —El tono de Marie adquirió un matiz helado—. Y tú también, Connor.

El aludido, que apenas la había mirado hasta entonces, le dirigió una mirada de enojo, pero no pretendió protestar como su compañero, algo que secretamente Marie esperaba. Le preocupaba ese muchacho. Lo había tenido durante todo el año y no encontraba la forma de llegar a él. Era descortés, desconfiado y le daba la impresión de que disfrutaba meterse en problemas y arrastrar con él a tantos como fuera posible. Había intentado hablar con él, y también con sus padres, pero ni él pareció interesado en prestarle atención ni su familia contestó nunca a sus llamadas. Lo único que le quedaba en la mayor parte de los casos era intentar controlarlo y dejarlo en manos del director cuando su falta era demasiado descarada, como en ese momento.

Lo vio marcharse en silencio arrastrando los pies. Era espigado y llevaba el cabello a rape como si no le importara su aspecto; el bajo de sus pantalones rozaba el piso y sus camisetas eran demasiado grandes para él. A su lado, el pelirrojo Peter, que lo seguía de mala gana y con expresión asustada, parecía su hermano pequeño, aunque ambos tenían en realidad la misma edad, doce años.

Cuando los muchachos se fueron, Marie dio una rápida mirada alrededor del aula, con lo que los pocos estudiantes que habían prestado atención a ese incómodo momento bajaron la cabeza de golpe y continuaron con la prueba. Suspiró, un poco preocupada por los chicos que acababa de enviar con el señor Houston, el director, y se prometió pasar por allí apenas terminara la hora para saber qué pensaba hacer con ellos. Tal vez fuera una oportunidad para forzar a los padres de Connor a ir a la escuela; no podían mostrarse tan negligentes.