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Diana Palmer

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Beschreibung

La Atlanta de principios del siglo XX era una ciudad de contrastes, un hervidero de actividad donde el comercio y la alta sociedad florecían entre los lánguidos ritmos sureños. A Claire Lang le encantaba vivir allí, pero la presencia de un hombre la turbaba en lo más hondo del alma. No estaba dispuesta a admitir cuánto la cautivaban los ojos oscuros y el apuesto rostro de John Hawthorn, pero la desesperación causada por una súbita tragedia la llevó a casarse con él a pesar de saber que el apasionado amor que le tenía no era recíproco. Mientras la brisa dejaba a su paso el aroma de las magnolias, Claire empezó a despertar deseos intensos e inesperados en su elusivo marido... y ella, tras saborear sus besos y sus caricias, tuvo la valentía de luchar por él cuando se cernió sobre ellos un escándalo, un escándalo tan grande que podría acabar con su incipiente amor. Diana Palmer es una hábil narradora de historias que capta la esencia de lo que una novela romántica debe ser. Affaire de Coeur

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1997 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

MAGNOLIA, Nº 139 - septiembre 2012

Título original: Magnolia

Publicada originalmente por Ballantine Books

Traducido por Sonia Figueroa Martínez

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0821-8

Imágenes de cubierta:

Flor: SHADAY365/DREAMSTIME.COM

Mujer: MIRAMISSKA/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Para Russ y Carole McIntire con amor

CAPÍTULO 1

1900

Las calles de Atlanta estaban enfangadas tras las lluvias recientes, y los pobres caballos parecían apáticos mientras tiraban con esfuerzo de los carruajes por Peachtree Street. Claire Lang deseó tener dinero suficiente para regresar en un vehículo de alquiler a casa, que estaba a unos ocho kilómetros de allí.

A la estúpida calesa se le había roto un eje al chocar contra una roca, con lo que las preocupaciones financieras que habían estado agobiándola durante meses se habían acrecentado aún más. Su tío, Will Lang, estaba tan impaciente por tener en sus manos la pequeña pieza de automóvil que había encargado en Detroit, que ella había ido a buscarla a la estación de ferrocarril de Atlanta en la calesa. El vehículo estaba viejo y en mal estado, pero en vez de estar centrada en el camino, se había dedicado a buscar muestras tempranas de la llegada del otoño en la preciosa estampa que creaban los arces y los álamos.

Iba a tener que ingeniárselas como fuera para llegar a la tienda de ropa de su amigo Kenny para ver si él podía tomarse un ratito libre y llevarla a casa de su tío, que estaba en Colbyville. Bajó la mirada, y soltó un suspiro al ver lo embarrados que estaban sus botines y lo sucio que tenía el bajo de la falda. Acababa de estrenar aquel vestido azul marino con cuerpo y cuello de encaje, y aunque la capa y el paraguas la habían protegido en gran medida de la lluvia y el sombrero había resguardado su cabello castaño, no había podido mantener a salvo la falda por mucho que se la levantara.

Le resultaba muy fácil imaginar lo que Gertie iba a decir al respecto, aunque lo cierto era que siempre solía ir hecha un desastre; al fin y al cabo, pasaba gran parte del tiempo en el cobertizo de su tío, ayudándole a mantener en buen estado su nuevo automóvil. Ningún otro habitante de Colbyville tenía uno de aquellos exóticos inventos nuevos; de hecho, solo un puñado de personas en todo el país poseían un automóvil, y la mayoría eran eléctricos o con motor de vapor. El del tío Will estaba propulsado con gasolina, y dicha gasolina la compraba en la tienda del pueblo.

Los automóviles eran tan escasos, que cuando pasaba uno por la calle la gente salía al porche para verlo. Eran objetos tanto de fascinación como de miedo, porque el fuerte ruido que generaban asustaba a los caballos. La gran mayoría pensaba que eran una moda pasajera que no tardaría en desaparecer, pero ella estaba convencida de que eran el medio de transporte del futuro y le encantaba ser la mecánica de su tío.

Esbozó una sonrisa al pensar en lo afortunada que había sido desde que se había ido a vivir con él. Era hija única, y tras el fallecimiento de sus padres diez años atrás a causa del cólera, el único familiar que le había quedado en todo el mundo era su tío Will. Estaba soltero, y para cuidar de la enorme casa donde vivía contaba con la única ayuda del matrimonio formado por Gertie, su ama de llaves africana, y Harry, un manitas que se encargaba del mantenimiento general.

Ella también había empezado a cocinar y a encargarse de las tareas domésticas al ir creciendo, pero lo que más le gustaba era ayudar a su tío con el automóvil. Era un Oldsmobile Curved Dash, y solo con mirarlo se le ponía la piel de gallina. El tío Will lo había encargado en Míchigan a finales del año anterior, y lo habían enviado a Colbyville por ferrocarril en cuanto había quedado listo. Al igual que la mayoría de automóviles, a veces petardeaba, humeaba y traqueteaba, y como los caminos de tierra de los alrededores de Colbyville eran bastante irregulares y estaban llenos de profundas roderas, sus neumáticos de goma fina ya se habían pinchado en alguna que otra ocasión.

Los lugareños rezaban para librarse de lo que para ellos era un invento del diablo, y los caballos echaban a correr campo a través como si les persiguieran fantasmas. El consejo local había ido a ver a su tío al día siguiente de que llegara el automóvil, y él había sonreído con paciencia y había prometido que el pequeño y elegante vehículo no entorpecería la circulación de los carros y los carruajes.

Al tío Will le encantaba aquel nuevo juguete que le había dejado poco menos que arruinado, y le dedicaba todo su tiempo libre. Ella compartía su fascinación, y cuando él había cedido al fin y había dejado de echarla de la cochera, había ido aprendiendo poco a poco sobre carburadores, palancas de dirección, rodamientos, bujías, y piñones de engranaje.

A esas alturas ya sabía casi tanto como él, tenía manos finas y diestras y no le daban miedo los «latigazos» que recibía de vez en cuando al tocar la parte equivocada del pequeño motor de combustión. Lo único malo era la grasa. Había que mantener engrasados los rodamientos para que funcionaran bien, y todo acababa manchado… incluso ella.

Un carruaje apareció en ese momento en el camino y fue acercándose, pero justo cuando estaba llegando a su altura pasó por encima de un charco y le salpicó de barro la falda. Ella soltó un gemido, y el desánimo que se reflejó en su rostro bastó para que el ocupante del vehículo decidiera parar.

La portezuela se abrió, y unos ojos oscuros y penetrantes la miraron llenos de impaciencia.

–¡Por el amor de Dios! ¡Entra antes de que te empapes aún más, tontita!

El hombre al que le pertenecía aquella voz profunda y familiar, el banquero de su tío Will, no tenía ni idea de que solo con oírle se le aceleraba el corazón, porque ella ocultaba con celo sus sentimientos.

–Gracias –contestó, con una sonrisa tensa.

Cerró el paraguas y se alzó la falda hasta la parte superior de los botines para intentar entrar en el limpio carruaje como toda una dama, pero tropezó con el bajo húmedo de la falda y cayó como un fardo en el asiento. Se puso roja como un tomate, John Hawthorn la ponía muy nerviosa.

Él se echó hacia un lado para dejarle espacio de sobra, y golpeó el techo del carruaje con el bastón para indicarle al cochero que retomara la marcha. Vestía un traje formal con chaleco oscuro, y tenía una apariencia muy digna.

–¡Que me aspen, Claire, atraes el barro como la avena a los caballos! –contempló con cierta exasperación las salpicaduras, y sus ojos oscuros se entornaron un poco–. Tengo que estar en el banco a la hora de abrir, pero le diré al cochero que te lleve a Colbyville.

Tenía un rostro delgado y atractivo, y mostraba una escrupulosidad innata que rayaba la frialdad hacia la mayoría de mujeres… como si fuera consciente de lo atractivo que les resultaba, y quisiera mantener las distancias. Eso era lo que había atraído la atención de Claire en un principio, ya que suponía un desafío para el ego de cualquier mujer, pero la cuestión era que a ella no la trataba con frialdad. Unas veces bromeaba con ella y otras la trataba con indulgencia, como si fuera una niñita, y aunque no se había sentido molesta por ello dos años atrás, en ese momento no le hacía ninguna gracia.

Le había conocido cuando le habían contratado en el banco de Eli Calverson. John ya había alcanzado el puesto de agente de préstamos el año previo a que estallara la guerra de Cuba, pero se había dado cuenta del rumbo que estaban tomando las relaciones entre Cuba y Estados Unidos y en 1897 había dejado el banco para alistarse en el Ejército. Anteriormente había cursado estudios en La Ciudadela, una universidad militar de Carolina del Sur, así que pudo entrar como oficial.

En 1898 fue dado de baja del Ejército al resultar herido en Cuba, y aunque fue tras su regreso al banco cuando ella llegó a conocerle mejor, ya tenían un trato superficial desde hacía años gracias al tío Will. Este último había hecho varias inversiones con la mediación de John, y la solidez de dichas inversiones había contribuido a que le concedieran unos préstamos con los que había podido comprar tierras.

La atracción que sentía hacia John había ido en aumento conforme había ido conociéndolo mejor, pero era consciente de que hacía falta algo más que un rostro pasablemente atractivo, unos ojos color gris claro y un cuerpo esbelto y joven para despertar el interés de un hombre como él, que era inteligente además de apuesto.

John había obtenido un máster en Administración de Empresas en Harvard después de licenciarse en la prestigiosa universidad de La Ciudadela. En ese momento era vicepresidente del Peachtree City Bank, y se rumoreaba que como Eli Calverson, el presidente del banco, no tenía hijos, había decidido que fuera él su sucesor.

Era innegable que el elusivo John Hawthorn había hecho una carrera meteórica en el banco, pero en los últimos tiempos había rumores que le relacionaban con la hermosa Diane, la joven y flamante esposa del maduro presidente del banco. John tenía treinta y un años, estaba en la flor de la vida, y tenía un físico que otros hombres envidiaban; Eli Calverson, por su parte, estaba en los cincuenta y no era especialmente atractivo.

La señora Diane Calverson, una rubia delicada de ojos azules y tez clara, era culta, bien educada, y se decía que estaba emparentada con gran parte de las casas reales europeas… era, en resumen, el sueño de cualquier hombre. John y ella tenían en común mucho más que el banco y el vínculo con Calverson, ya que dos años atrás habían estado comprometidos.

–Eres todo un caballero –le miró con ojos chispeantes a pesar de su tono de voz distante y cortés, y le vio alzar un poco la comisura del labio en un claro gesto de diversión.

Era un hombre atlético y con muy buena forma física, jugaba al tenis, y el bastón que llevaba no era más que un complemento estético. Ella había acompañado a su tío Will a varias fiestas, y podía dar fe de que John era un excelente bailarín. En ese momento le llegó el aroma de su exótica colonia, y sintió que se le aceleraba el corazón. Ojalá se fijara en ella, ojalá…

Se colocó bien la falda húmeda, y frunció el ceño al ver lo manchada que estaba de barro. Los botines también estaban hechos un desastre, iba a tardar horas en limpiarlos con un cepillo… Dios, y Gertie acababa de regañarla por haberse manchado la camisa blanca de grasa.

–Estás hecha un desastre –comentó John con voz suave.

No pudo evitar ruborizarse, pero alzó la barbilla y contestó con firmeza:

–Si tú hubieras caminado tres manzanas bajo la lluvia y con falda larga, estarías igual.

Él soltó una carcajada al oír aquello, y dijo sonriente:

–Dios no lo quiera. La última vez era grasa, ¿verdad?

–Eh… mi tío y yo estuvimos cambiando el aceite de su Oldsmobile.

–Te lo he dicho antes y te lo repito, Claire: no es una tarea adecuada para una mujer.

–¿Por qué no?

–Tu tío tendría que hablar contigo. Tienes veinte años, debes recibir clases de protocolo y conducta social para aprender a comportarte como una dama.

–¿Una dama como la señora Calverson?

–Sus modales son impecables –le contestó él, con rostro impasible.

–Eso es innegable, seguro que el señor Calverson se siente muy orgulloso de su esposa –fijó la mirada en las manos antes de añadir–: Y seguro que también siente muchos celos por ella.

Él se volvió a mirarla, y dijo con un tono peligrosamente suave:

–No me gustan las insinuaciones, ¿estás intentando sermonearme?

–Nada más lejos de mi intención, señor mío. Si lo que quieres es convertirte en objeto de mezquinas murmuraciones y arriesgar tu puesto en el banco, ¿quién soy yo para interferir?

Su expresión ceñuda le pareció intimidante. Si había mirado así a sus tropas cuando estaba en el Ejército, no sería de extrañar que más de un soldado hubiera desertado despavorido.

–¿Qué murmuraciones?

El hecho de que siguiera hablando con voz suave y controlada la intranquilizó aún más, y esbozó una sonrisita llena de nerviosismo antes de contestar:

–Creo que tendría que haberme quedado callada. Puedes dejarme aquí si quieres, no me apetece que me estrangulen de camino a casa.

Aunque no parecía enfadado, lo cierto era que jamás perdía los estribos, en especial con ella.

–No le he dado a nadie motivos para murmurar.

–¿No te parece escandaloso cenar a la luz de las velas con una mujer casada?

La miró sorprendido, y contestó con calma:

–No estábamos solos. La cena fue en casa de su hermana, que estaba presente.

–La hermana estaba durmiendo en el piso de arriba, sus criados les contaron a los empleados de otras casas todo lo que vieron. El pueblo entero lo sabe, John. No sé si su marido se ha enterado ya, pero si no es así, es cuestión de tiempo.

Él masculló una imprecación en voz baja. Le había obsesionado tanto el deseo de volver a estar a solas con Diane, aunque solo fuera una vez más, que había sido un imprudente.

Ella se había casado con Calverson por venganza, porque él se había negado a pedirle a su familia un cuantioso adelanto de la herencia para costear una boda elegante y una cara luna de miel. Para entonces ya se había alistado en el Ejército, y estaba convencido de que tendría que entrar en acción. Ella le había prometido que le esperaría, pero a los dos meses de que él se fuera a Cuba, había decidido que Calverson era tan rico y viejo que no podía desperdiciar la oportunidad de llevárselo al altar.

John pertenecía a una familia de rancio abolengo de Savannah, pero no quería pedir por adelantado ni un penique de la herencia que acabaría por recibir y prefería ganarse la vida por sí mismo. Era lo que estaba haciendo en ese momento, gracias a su salario y a varias pequeñas inversiones. El apoyo de Calverson le había dado un empujón, aunque estaba claro que dicho apoyo se debía en parte tanto a la solera de su familia como a su máster de Harvard.

Sabía que había cambiado al perder a Diane, que se había convertido en un hombre frío, pero de repente ella parecía tener problemas en su matrimonio de menos de dos años y le había rogado que accediera a ir a cenar a casa de su hermana para pedirle ayuda. Había sido incapaz de negarse a ir a pesar de saber que se arriesgaba a crear un escándalo, pero al llegar a la casa la situación parecía no ser tan urgente; fueran cuales fuesen los motivos que la habían impulsado a invitarle a cenar, Diane no le había contado nada, y ni siquiera le había pedido ayuda. Lo único que le había dicho era que se arrepentía de haberse casado con Calverson, y que seguía sintiendo algo por él. Pero aquella inocente cena había dado pie a aquellas horribles murmuraciones que iban a poner en peligro el buen nombre de los dos.

–¿Estás escuchándome? Tu reputación no es la única que estás arriesgando, John. También están en juego la del señor Calverson, la de su esposa… e incluso la del banco.

Las palabras de Claire le arrancaron de sus pensamientos y le devolvieron al presente. Le lanzó una mirada acerada antes de espetarle con frialdad:

–No estoy arriesgando la reputación de nadie. Y suponiendo que hubiera algún problema, no creo que te incumba.

–En eso tienes razón, pero eres amigo de mi tío además de su banquero, y en cierto modo también eres amigo mío. No me gustaría que tu reputación se pusiera en entredicho.

–¿Por qué no?

Al ver que se ruborizaba y apartaba la mirada, se reclinó en el asiento y la contempló con una pizca de afecto. Le conmovía que mostrara aquella preocupación por él.

–¿Albergas sentimientos ocultos hacia mí, Claire? ¿Estás enamoriscada? ¡Qué emocionante! –le dijo, con voz suave y un poco burlona.

Ella se ruborizó aún más y fijó su enfebrecida mirada en la familiar silueta neogótica del banco, que se acercaba cada vez más. Él iba a bajar del carruaje en breve y ella se quedaría a solas con la mortificación que la atenazaba. ¿Por qué había tenido que abrir la bocaza?, ¿por qué?

John la observó en silencio mientras la veía aferrar el bolso con fuerza. Aunque no le gustaba que se entrometieran en sus asuntos personales, ella no era más que una dulce muchachita, y sus comentarios no deberían molestarle. Jamás le había consentido tanto a una mujer, habría echado a patadas del carruaje a cualquier hombre por mucho menos de lo que ella acababa de decir. Pero era una joven de buen corazón y se preocupaba por él, enfadarse con ella por eso no resultaba nada fácil; además, se sentía muy protector con ella.

De no ser por Diane, habría podido sentir algo muy intenso por aquella muchacha. Se inclinó hacia ella mientras el carruaje iba aminorando la marcha, y siguió acicateándola con voz suave.

–Sé sincera, Claire. ¿Sientes algo por mí?

–Lo único que siento ahora son unas ganas inmensas de golpearte la cabeza con un tubo de hierro –masculló ella en voz baja.

–¡Señorita Lang! –exclamó con fingida indignación, antes de echarse a reír.

Ella le fulminó con unos ojos grises que relampagueaban de furia, y contestó sin inflexión alguna en la voz:

–Ríete de mí si quieres, me avergüenzo de haberme preocupado por ti. Echa a perder tu vida, me da igual lo que te pase –golpeó el techo del vehículo con el mango del paraguas, y bajó antes de que él pudiera hacer poco más que pronunciar su nombre.

Luchó por abrir el paraguas mientras subía a la acera (que por suerte era de madera, con lo que se libró por fin de tener que pisar el barro del camino). El banco estaba a punto de abrir y justo delante estaba esperando Kenny Blake, un viejo amigo con el que había ido al colegio. Se acercó corriendo a él, y exclamó aliviada:

–¡Gracias a Dios que te encuentro, Kenny! ¿Puedes llevarme a casa?, se ha roto el eje de mi calesa.

–¿Te has hecho daño?

–No, solo ha sido un pequeño susto –se echó a reír antes de añadir–: Por suerte, estaba muy cerca de la herrería y de la caballeriza, así que tenía ayuda a mano, pero estaban tan ocupados que nadie ha podido llevarme a casa.

–Podrías haber alquilado un carruaje.

–No tengo dinero –admitió, con una tímida sonrisa–. Mi tío gastó hasta la última moneda que teníamos en unas bujías nuevas para el automóvil, y tenemos que ser cuidadosos hasta que le ingresen la pensión.

–Puedo hacerte un préstamo –la oferta era sincera, ya que tenía un muy buen trabajo de gerente en una tienda de ropa masculina.

–No, no te preocupes. Solo necesito que me acerques a casa.

Era un hombre poco agraciado, pero al sonreír se le iluminó el rostro entero. Tenía una altura media, el pelo rubio y los ojos azules, y con ella se llevaba muy bien y dejaba atrás su innata timidez. Claire era capaz de sacar lo mejor de él.

–Te llevo en cuanto acabe la gestión que tengo que hacer en el banco.

Claire le soltó el brazo al notar el peso de una gélida mirada en la espalda. Echó un vistazo por encima del hombro y vio a John Hawthorn, ataviado con su caro traje y su bombín, con una mano apoyada con elegancia en la empuñadura de plata del bastón mientras esperaba a que el señor Calverson abriera la puerta desde dentro. El presidente del banco no le confiaba a nadie aquella llave, era muy posesivo con sus pertenencias… y eso era algo que John tendría que haber tenido en cuenta.

El señor Calverson abrió las pesadas puertas de roble cuando dieron las nueve en punto, y se apartó a un lado para dejar entrar a los demás. Tenía los ojos puestos en su reloj de bolsillo de oro, que colgaba de una gruesa leontina del mismo material, y a Claire le pareció una estampa bastante graciosa… le costaba creer que a alguna mujer le resultara atractivo aquel hombrecito bajo, corpulento y calvo de rubio mostacho salpicado de canas, y mucho menos a una beldad como Diane.

John era el único que pensaba que se había casado con el viejo Calverson por amor, Atlanta entera sabía que era una mujer de gustos caros… y que debido a la ruina económica de su familia, la única baza tangible con la que contaba a los veintidós años había sido su belleza. Había tenido que casarse con un buen partido para que sus hermanas y su madre siguieran vistiendo ropa de última moda, y para costear el mantenimiento de la elegante mansión situada en Ponce de León. El señor Calverson tenía más dinero del que ella podría llegar a gastar, así que costaba entender por qué estaba dispuesta a arriesgarlo todo con tal de tener una aventura con su antiguo prometido.

–El banco no tiene problemas, ¿verdad? –le preguntó a Kenny mientras este la llevaba a casa en su calesa.

–¿Qué? No, por supuesto que no. ¿Por qué lo preguntas?

–Por nada en concreto, es que estaba preguntándome si es solvente.

–El señor Calverson lo ha dirigido muy bien desde que vino a vivir aquí hace un par de años, salta a la vista que es un hombre próspero.

Eso era cierto, pero resultaba un poco extraño que un hombre que se había criado en una granja hubiera amasado semejante fortuna en tan poco tiempo. Aunque la verdad era que tenía acceso a asesoramiento en cuestión de inversiones, y ejecutaba los préstamos de tierras, casas, y otros bienes.

–Nuestro señor Hawthorn estaba mirándote ceñudo –comentó Kenny.

–Me ha ofendido mientras íbamos en su carruaje.

Su amigo tiró de las riendas de forma automática al oír aquello, y el caballo protestó con un sonoro relincho.

–¡Iré a hablar con él!

–Kenny, querido, no me refiero a esa clase de ofensa. El señor Hawthorn jamás se ensuciaría las manos conmigo. Me refiero a que hemos tenido un desacuerdo, nada más.

–¿Sobre qué?

–No puedo hablar del tema.

–Es fácil de adivinar, todo el mundo sabe que babea por la esposa del presidente del banco. Cuesta creer que no muestre un poco más de dignidad.

–La gente enamorada suele perder la dignidad con aparente facilidad, y ella estuvo comprometida con él antes de casarse con el señor Calverson.

–Si está arriesgando su nidito de oro para verse con John a espaldas de su marido, a lo mejor es cierto que hay problemas de dinero. Esa mujer es muy lista.

–Si John la ama…

–Un escándalo le hundiría en Atlanta, por no hablar del buen nombre de la dama. Los familiares de Diane siempre han sido unos avariciosos, pero jamás han causado ni un solo escándalo.

Claire recordó lo que había pasado cuando John había regresado herido y había descubierto que Diane se había casado. Había sido una época terrible para él, se había mostrado estoico e inabordable durante toda su convalecencia. Ella había ido a visitarle al hospital con el tío Will, consciente de todo lo que se rumoreaba sobre su compromiso roto, y no era de extrañar que una jovencita de dieciocho años empezara a enamorarse de aquel soldado herido que soportaba el dolor con tanta valentía y que había recibido una medalla al valor.

–Debe de ser terrible perder a alguien a quien se ama tanto –lo comentó pensando tanto en él como en sí misma, que ya llevaba casi dos años amándolo…

–Va a venir un circo a la ciudad, ¿te apetece ir conmigo este sábado?

–Me encantaría –le contestó, sonriente.

–Le pediré permiso a tu tío –su rostro entero se había iluminado.

Claire no le dijo que su tío era demasiado moderno para esa clase de cosas, ni que ella consideraba que no necesitaba el permiso de nadie para hacer lo que le diera la gana. Kenny era amable y sencillo, y la ayudaba a dejar de pensar en John. Cualquier cosa que lograra distraerla merecía la pena.

Kenny le comentó lo del sábado al tío Will, que acababa de arreglar un radiador que goteaba, y se marchó mientras Claire iba a cambiarse de ropa; después de ponerse falda, blusa y zapatos limpios le dio el vestido manchado de barro a Gertie, que suspiró y comentó con ojos chispeantes:

–Tiene un don para manchar la ropa, señorita Claire.

–Intento mantenerme limpia, pero el destino me persigue con una escoba.

–Y que lo diga. Haré lo que pueda con el vestido… por cierto, el domingo no estaré aquí. He quedado con mi padre en la estación, vamos a ir a una reunión familiar.

–¿Cómo está tu padre? –Gordon Mills Jackson era un abogado africano muy conocido y respetado en Chicago.

–Tan incorregible y taimado como siempre –admitió Gertie, con una carcajada–. Y mi hermano y yo nos sentimos muy, pero que muy orgullosos de él. Salvó a un granjero de la horca hace unos meses, se enfrentó al gentío que quería lincharle. El hombre era inocente, y papá le defendió con éxito.

–Algún día llegará a ser juez de la Corte Suprema.

–Eso esperamos. ¿Se las arreglará sola el domingo, o quiere que busque a alguien que pueda venir a cocinar?

–Me las arreglaré sola. Me enseñaste a hacer pollo guisado, y no tendré reparos en matar yo misma al pollo.

Gertie no parecía demasiado convencida, y comentó:

–Me parece que será mejor que deje que su tío se encargue de eso, es mucho más rápido que usted.

–Tengo que ir aprendiendo a hacerlo mejor.

–Él ya sabe hacerlo bien; además, usted ya tardará bastante en desplumarlo y prepararlo para el guiso.

–Sí, supongo que tienes razón.

–En un par de horas tendré lista la comida, ¿no hay ningún invitado?

–No, Kenny tenía que irse a trabajar. Solo seremos mi tío y yo.

Se fue a la cochera, y le preguntó a su tío:

–Ya estoy lista, ¿necesitas que te eche una mano?

Él salió de debajo del morro del coche antes de contestar:

–¡Aleluya, llegas justo a tiempo! He tenido que arreglar una fuga del radiador. Pásame primero una llave inglesa y esos manguitos, y después necesito que me traigas las bujías nuevas.

Tardaron unas dos horas en tener la nueva pieza en su sitio, las bujías instaladas y el ajuste del encendido adecuado. El tío Will tuvo que sacar una de las bujías y trastear un poco hasta que consiguió que encajara bien, pero para cuando llegó la hora de la comida el motor funcionaba a la perfección.

–¡Funciona, has conseguido ponerlo en marcha! –exclamó, entusiasmada.

Él se puso de pie, y sus labios se curvaron en una enorme sonrisa bajo el grueso bigote plateado. Era un hombre de manos grandes, y al pasárselas por la cabeza había manchado de grasa su pelo blanco.

–¡Sí señor, claro que lo he conseguido! ¡Y gracias a ti, muchacha!

Qué suerte tuve el día que viniste a vivir aquí, no tenía ni idea de que lograría hacer de ti una mecánica tan fantástica.

Ella hizo una reverencia sin prestar la más mínima atención a los manchones de grasa que tenía en la blusa y en la cara, y contestó sonriente:

–Gracias.

–Que no se te suba a la cabeza, no has puesto el último tornillo al volver a colocar el carburador.

–¡Es que Gertie me ha interrumpido!

–¡Eso, écheme la culpa a mí! –exclamó la mujer desde el porche.

–No escuches a escondidas –le contestó Claire.

–No lo haré si dejan de hablar de mí. La comida está lista.

Claire sacudió la cabeza al verla regresar a la casa, y comentó:

–Es increíble, siempre sabe cuándo estoy echándole la culpa por algún…

–Vamos a dar una vuelta –le dijo su tío, antes de que pudiera terminar la frase.

–Está diluviando, y Gertie ya tiene la comida en la mesa.

Él suspiró enfurruñado, y exclamó:

–¡Qué mala suerte, justo cuando consigo tenerlo todo a punto! ¿Por qué no hacen techos para automóviles?

Después de comer, Claire y su tío fueron a sentarse al saloncito mientras la lluvia seguía cayendo con fuerza en el exterior, y él le preguntó de repente:

–¿Por qué te ha traído Kenny?, ¿dónde está la calesa?

Ella respiró hondo antes de contestar.

–El caballo pasó por encima de un piedra que no vi, y el eje se rompió. No te preocupes, repararlo no costará demasiado…

Su tío encorvó los hombros, y murmuró cabizbajo:

–Cielos, y yo he gastado todo lo que nos quedaba en la pieza nueva para el automóvil, ¿verdad? –alzó la mirada, y exclamó–: ¡Espera, tengo una idea! Podemos vender el caballo y la calesa, ¡ya tenemos un vehículo sin tracción animal que funciona bien!

–Sí, es verdad.

–En la tienda venden la gasolina barata, así que el mantenimiento no será demasiado caro; además, el dinero extra de la venta servirá para pagar lo que queda de la hipoteca de la casa –su rostro se iluminó, y añadió ilusionado–: Nuestros problemas se han acabado, querida mía. Está todo solucio… –se detuvo de repente, y su rostro adquirió un extraño tono macilento. Se aferró el brazo izquierdo con la mano, y soltó una pequeña carcajada antes de comentar–: Qué raro, se me ha dormido el brazo y me duele mucho el… el… el cue… –la miró con la mirada perdida, y de repente se desplomó hacia delante y quedó tendido sobre la alfombra.

Claire se acercó a él a toda prisa con manos temblorosas y ojos que reflejaban el miedo que sentía, ya que se dio cuenta de inmediato de que no se trataba de un simple desmayo. Su tío estaba inmóvil y macilento, no respiraba, pero lo peor de todo era que tenía los ojos abiertos y las pupilas fijas y dilatadas. Ella había visto morir a perros, gatos y pollos a lo largo de su vida, así que sabía de primera mano lo que estaba pasando…

CAPÍTULO 2

La vida de Claire cambió para siempre en cuestión de dos horas. Su tío no volvió a recobrar la consciencia, aunque el médico había llegado en cuestión de minutos tras su desesperada llamada telefónica desde la casa de un vecino.

El doctor Houston le pasó el brazo por los hombros en un paternal gesto de consuelo, y le dijo con voz suave:

–Lo siento mucho, Claire. Al menos ha sido rápido, él no se ha dado cuenta de nada –al ver que ella se limitaba a mirarlo con ojos vidriosos, se volvió hacia el ama de llaves, que permanecía callada y solemne a un lado, y le pidió con calma–. Gertie, por favor, ve a por una sábana para cubrirlo.

La mujer asintió, y regresó en un abrir y cerrar de ojos con una prístina sábana blanca. Se acercó a Will, y le tapó con gran cuidado y cariño mientras luchaba por contener las lágrimas.

Aquel pequeño acto fue lo que fijó en la mente de Claire la realidad de lo que había pasado. Se secó con las manos las lágrimas que le inundaban los ojos, y susurró sollozante:

–Pero si estaba muy sano, nunca le había pasado nada. Ni siquiera se resfriaba.

–A veces pasan estas cosas –le dijo el médico–. ¿Tienes algún pariente, muchacha? ¿Hay alguien que pueda venir a ayudarte con el papeleo del testamento?

Ella lo miró con la mente en blanco durante unos segundos, y al final alcanzó a contestar:

–Solo nos teníamos el… el uno al otro. El tío Will nunca se casó, y era el único pariente con vida de mi padre. De parte de madre tampoco me queda a nadie.

–Gertie… Harry y tú vais a quedaros con ella, ¿verdad?

–Por supuesto –el ama de llaves se acercó a Claire, y la rodeó con los brazos antes de añadir–: Nosotros la cuidaremos.

–Sí, ya lo sé.

El doctor se puso a redactar el certificado de defunción, y para cuando acabó ya habían llegado el forense y un carro ambulancia que se llevó al fallecido al depósito de cadáveres. Fue entonces cuando Claire tomó plena conciencia de su situación.

Iba a tener que pagar tanto al médico como a la funeraria, y podría costearlo a duras penas con lo que sacara de la venta de la calesa y del caballo. Seguro que el banco ejecutaba la hipoteca de la casa. Se sentó en una silla al sentir que le flaqueaban las piernas, y aferró con fuerza el pañuelo. Acababa de perder al único familiar que le quedaba con vida, al tío al que tanto quería, y no tardaría en quedarse arruinada y sin un techo bajo el que cobijarse. ¿Cómo iba a arreglárselas para salir adelante?

Intentó calmarse, y se recordó a sí misma que había dos cosas que se le daban bien: coser ropa y reparar automóviles.

Diseñaba y confeccionaba vestidos para ricas damas de la alta sociedad de Atlanta, podía seguir haciéndolo… pero lo de reparar vehículos no iba a servirle de mucho, porque nadie poseía uno en aquella zona.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas mientras la recorría una nueva oleada de pánico, pero Gertie la calmó al recordarle que apenas tenía rival a la hora de usar hilo, aguja, y la máquina de coser Singer que tenía en la habitación. Ideaba y confeccionaba su propia ropa, y la gente solía pensar que había comprado en tiendas aquellas suntuosas prendas decoradas con elaborados bordados y encajes.

–Usted puede trabajar de modista cuando quiera, señorita Claire –le aseguró el ama de llaves–. Hay tanta demanda que la señora Banning, la modista de Peachtree Street, apenas da abasto. Apuesto a que la contratará sin pensárselo dos veces para que la ayude, me dijo que pensaba que aquel precioso vestido azul lo había encargado en alguna tienda de moda de París; además, está enterada de que usted cose para la señora Evelyn Paine.

Claire se sintió un poco mejor al oír aquello, pero aun así, la posibilidad de conseguir un trabajo y un salario no era más que eso: una mera posibilidad. Le daba miedo el futuro, pero intentó ocultar sus temores.

La casa empezó a llenarse en menos de una hora con la gente que conocía y apreciaba al tío Will, y la ronda de condolencias puso a prueba tanto el orgullo como el autocontrol de Claire. Las mujeres llegaron con platos de comida y postres, jarras de té frío y cafeteras, y Gertie se encargó de organizarlo todo en la cocina.

Kenny Blake llegó pronto y estaba dispuesto a quedarse, pero Claire sabía que su tienda dependía del servicio personal que le ofrecía a sus clientes y que la tenía abierta durante muchas horas, así que le aseguró que estaba bien y le pidió que regresara al trabajo. Las visitas fueron sucediéndose durante todo el día, y a última hora de la tarde apareció en la puerta un rostro familiar pero poco grato.

Claire tenía los ojos enrojecidos cuando les dio la bienvenida al señor Eli Calverson, el presidente del banco, y a su esposa, una hermosa y elegante rubia.

–Lamentamos mucho tu pérdida, querida –Diane Calverson hablaba con una dicción culta y refinada. Extendió hacia ella su mano enfundada en un prístino guante blanco, y añadió–. ¡Qué tragedia tan terrible e inesperada, hemos venido en cuanto nos hemos enterado!

–No te preocupes por nada, muchacha –apostilló el señor Calverson, mientras la tomaba de las manos–. Nos aseguraremos de que la casa se venda al precio más alto posible, para que quede un poco para ti.

Claire se quedó mirándolo con la mente en blanco, y lo único que se le pasó por la cabeza fue que aquel hombre tenía los ojos más fríos que había visto en su vida.

–Y también podemos contar con ese infernal automóvil de tu tío, quizás logremos encontrar un comprador…

–No voy a venderlo. La calesa y el caballo están en la caballeriza y sí que están en venta, pero no voy a desprenderme del automóvil de mi tío.

–Aún es pronto para tomar decisiones, querida. Estoy convencido de que cambiarás de opinión –le aseguró el banquero con petulancia–. Ah, ahí está Sanders… Diane, quédate charlando con la señorita Lang mientras voy a hablar con él. Hace tiempo que le tiene el ojo echado a esta casa.

–Espere un momento…

Calverson se marchó antes de que Claire pudiera formular su protesta, y Diane comentó con languidez:

–No te preocupes, querida. Déjales los negocios a los hombres, las mujeres no estamos hechas para lidiar con esos asuntos tan complejos –echó un vistazo a su alrededor antes de añadir–: Pobrecita, qué lugar tan mísero… y ni siquiera tienes un vestido decente, ¿verdad?

Claire había estado tan abrumada, que ni siquiera había pensado en cambiarse y seguía llevando la ropa sencilla que se había puesto para trabajar en el taller con su tío, pero en su habitación tenía vestidos que dejarían por los suelos el atuendo parisino que llevaba aquella mujer.

–Acaba de fallecer mi tío, señora Calverson. No me he parado a pensar en la ropa.

–Para mí no hay nada tan importante como ir bien vestida en cualquier circunstancia. Deberías ir a cambiarte antes de que venga más gente, Claire.

Ella se la quedó mirando sin saber cómo reaccionar, y no pudo evitar alzar un poco la voz al contestar:

–Mi tío ha muerto hace unas horas, no creo que la ropa importe en este momento.

Diane se ruborizó al ver que varias personas se volvían a mirarlas. Hizo un pequeño gesto de nerviosismo con la mano, y soltó una risita antes de decir en tono conciliador:

–Me has malinterpretado, Claire. No pretendía menospreciar tu ropa, y menos aún en circunstancias tan tristes.

–Claro que no –apostilló John con voz suave, al detenerse junto a ellas.

Claire ni siquiera le había visto llegar, y el corazón le dio un brinco al verle a pesar del dolor que la atenazaba.

Él la miró con preocupación, y tomó a Diane del brazo antes de añadir:

–Lamento mucho lo de tu tío, y estoy convencido de que Diane también. Seguro que solo estaba intentando aconsejarte porque se preocupa por ti.

Claire contempló aquel rostro delgado y duro, y deseó con todas sus fuerzas que a ella también la defendiera con tanto celo. Anhelaba apoyar la cabeza en su hombro y desahogarse llorando, pero el hecho de que él pareciera reservar su apoyo para Diane contribuyó a hundirla aún más.

–No he malinterpretado ni una sola palabra… ni un gesto –lo último lo añadió tras lanzar una mirada elocuente hacia la mano que él tenía apoyada en el brazo de Diane.

La pareja pareció incomodarse ante aquella clara indirecta, y John se apresuró a apartarse un poco de la dama; aun así, el señor Calverson se había percatado del detalle y se acercó de inmediato.

–Ven, querida, quiero presentarte a un cliente del banco –la tomó del brazo con una mirada que hablaba por sí sola, y le dijo a John con voz gélida–: Si nos disculpas…

Claire esperó a que se alejaran un poco antes de susurrar:

–Me parece que tendrías que andarte con cuidado, el señor Calverson no está ciego.

Él la fulminó con la mirada antes de decir con rigidez:

–Ten cuidado, no soy un perrito faldero como tu amiguito de la tienda de ropa.

Ella se indignó al oírle hablar así de Kenny, que era un amor pero distaba mucho de ser un hombre de acción, y alzó la barbilla con actitud desafiante.

–¿Tú también quieres atacarme? Venga, hazlo. Diane ya se ha metido con mi ropa, y su marido está muy atareado intentando vender mi casa para que tu banco no pierda ni un penique de los préstamos que le concedió al tío Will. ¿No tienes ningún comentario hiriente para mí? Sería una lástima que perdieras esta oportunidad, ¡hay que aprovechar para machacar a los que ya están medio hundidos! –el temple de sus palabras contrastaba de pleno con el temblor de su voz y las lágrimas que empañaban sus ojos grises–. Discúlpame, no me siento bien –añadió, con voz ronca, antes de alejarse a toda prisa.

Salió del salón, y apoyó la frente contra la fresca pared del vestíbulo mientras luchaba por contener las náuseas. Había sido un día largo y terrible. De repente oyó que la puerta del salón se abría a su espalda, pero las voces de la gente quedaron sofocadas de nuevo cuando volvió a cerrarse. Alguien se le acercó, una mano firme le agarró el brazo y la instó a que se volviera, y unos brazos fuertes y cálidos la apretaron contra un pecho cubierto de áspera tela. Sintió bajo el oído el tranquilizador y rítmico latido de un corazón, y respiró hondo el aroma de aquella familiar colonia masculina mientras se rendía ante la necesidad de sentirse reconfortada. Había pasado mucho tiempo desde que su tío la había abrazado así tras la muerte de sus padres, a lo largo de su vida la habían consolado en escasas ocasiones.

–Pobrecita mía –susurró John contra su sien, mientras le acariciaba la nuca para tranquilizarla–. Eso es, llora hasta que deje de dolerte tanto –la abrazó con más fuerza contra su cuerpo antes de añadir–: Aférrate a mí.

Ella jamás le había oído hablar con tanta ternura, y le resultó tanto reconfortante como excitante. Se apretó más contra él y dio rienda suelta a las lágrimas, lloró de dolor, miedo y soledad en brazos del hombre al que amaba. A pesar de saber que estaba tratándola así por pena, era maravilloso estar entre sus brazos.

Cuando él le ofreció un pañuelo, se secó los ojos y se sonó la nariz. Con John se sentía pequeña y frágil, y le gustaba sentir el contacto de su cuerpo alto y musculoso. Se apartó de él con suavidad al cabo de un momento, y dijo cabizbaja y llorosa:

–Gracias, ¿puedo preguntar qué es lo que te ha impulsado a consolar al enemigo?

El esbozó una pequeña sonrisa al admitir:

–Me sentía culpable… y no soy tu enemigo, Claire. No tendría que haberte hablado así, ya has tenido suficiente por hoy.

Ella alzó la mirada, y le espetó con sequedad:

–Sí, más que suficiente.

–Estás cansada, deja que el médico te dé un poco de láudano para que puedas dormir.

–No necesito tus consejos, dudo que hayas sufrido la pérdida de algún ser querido.

Él se puso rígido al recordar a sus hermanos menores, la frenética búsqueda de los cuerpos en las aguas gélidas y la angustia de tener que decirle a su padre que habían muerto, pero se obligó a dejar a un lado aquellos dolorosos recuerdos y contestó con brusquedad:

–Estás muy equivocada, pero la pérdida forma parte de la vida y hay que aprender a sobrellevarla.

–Mi tío era todo lo que me quedaba –estrujó con fuerza el pañuelo y le miró a los ojos antes de añadir–: De no ser por él habría acabado en un orfanato o en una casa de acogida… ha sido tan repentino, que ni siquiera he tenido tiempo de despedirme de él –los ojos volvieron a escocerle ante una nueva oleada de lágrimas.

Él le alzó la barbilla con suavidad antes de decir:

–La muerte no es un final, sino un principio. No te tortures, tienes por delante un futuro al que vas a tener que hacer frente.

–Hay que darse un tiempo de duelo.

–Por supuesto –le apartó un mechón de pelo de la frente, y al ver que tenía un manchón de grasa le quitó el pañuelo de la mano y se lo limpió–. Manchas de grasa y faldas sucias… necesitas que alguien cuide de ti, Claire.

–No empieces a sermonearme –masculló, antes de arrebatarle el pañuelo.

Él sacudió la cabeza, y sus labios se curvaron en algo parecido a una sonrisa.

–No has crecido nada. Will tendría que haberse dedicado a presentarte a jóvenes y a llevarte a fiestas en vez de enseñarte a reparar motores, acabarás siendo una solterona cubierta de grasa.

–¡Prefiero eso a convertirme en la esclava de un hombre, no aspiro a casarme! –le espetó ella con indignación.

–¿Ni siquiera conmigo? –sonrió de oreja a oreja al ver que se ponía roja como un tomate.

–No, no quiero casarme contigo –lo dijo con rigidez, pero su carácter juguetón resurgió por un instante y añadió–: Eres demasiado vanidoso, y soy demasiado buena para ti.

Él soltó una pequeña carcajada antes de comentar:

–Esa lengua tuya es afilada como un cuchillo, ¿verdad? –respiró hondo, y le dio un suave toquecito en la mejilla–. Sobrevivirás, Claire, nunca fuiste una debilucha. Pero espero que acudas a mí si necesitas ayuda, Will era amigo mío y tú también lo eres. No me gusta que estés sola y sin amigos, en especial cuando se venda la casa –vio la expresión de temor que apareció en su rostro, y supo de inmediato a qué se debía.

–No soy dueña de nada, ¿verdad? El tío Will mencionó que había pedido otro préstamo…

–Sí, el banco va a tener que ejecutar la hipoteca y vender la casa. Tú recibirás lo que quede después de pagar las deudas de tu tío, pero dudo que sea gran cosa. También vas a tener que vender el automóvil.

–Ni hablar.

–Tendrás que hacerlo, Claire.

–¡No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer, no eres ni mi banquero ni mi amigo!

–Claro que soy tu amigo, lo admitas o no. El señor Calverson no va a pensar en tus intereses.

–¿Y tú sí?, ¿piensas ir en contra de los intereses de tu jefe?

–Por supuesto que sí, si es necesario.

Aquellas palabras la tomaron desprevenida, y fijó la mirada en su cara corbata; por alguna razón que no alcanzaba a entender, siempre se había mostrado muy protector con ella.

–No estoy dispuesta a vender el automóvil en ningún caso.

–¿Qué piensas hacer con él?

–Conducirlo, por supuesto –sus ojos se iluminaron, y alzó la mirada de nuevo–. ¡No hace falta que lo venda, puedo alquilárselo a empresarios y trabajar de chófer! ¡Voy a abrir un negocio!

–Eres una mujer –alcanzó a decir, boquiabierto.

–Sí.

–No esperarás que apruebe una idea tan descabellada, ¿verdad? –le espetó con exasperación.

Ella se irguió cuan alta era, pero no le sirvió de gran cosa, porque él seguía siendo mucho más alto.

–Haré lo que me plazca. Tengo que ganarme la vida como pueda, no tengo ninguna fuente de ingresos.

John la contempló con una expresión de lo más extraña. Había varias cosas que tenía cada vez más claras, y una de las principales era que estaba a punto de convertirse en objeto de escándalo por culpa de Diane. Su esposo era muy suspicaz, y si lo que le había dicho Claire era cierto, la gente ya había empezado a murmurar. No podía permitir que el buen nombre de Diane quedara en entredicho.

Por otra parte, Claire no estaba nada mal… tenía agallas y un endemoniado sentido del humor, un buen corazón y modales aceptables, y por regla general disfrutaba mucho estando con ella. Tenía una debilidad por ella que jamás había sentido por ninguna otra mujer, y por si fuera poco, ella le idolatraba.

–Podrías casarte conmigo, así tendrías tanto un marido que se encargaría de defender tus intereses como un techo bajo el que cobijarte.

Claire sintió que la tierra se abría a sus pies. Era una sensación muy rara, como si los pies no estuvieran tocando el suelo.

–¿Por qué querrías casarte conmigo?

–Así se resolverían los problemas de los dos, ¿verdad? Tú consigues al marido de tus sueños, y yo me libraré de las murmuraciones que podrían empañar el buen nombre de Diane –lo dijo con un tono de voz ligeramente burlón, y sonrió al ver que se ruborizaba.

Claire se dio cuenta de que solo había hecho referencia al buen nombre de Diane, estaba claro que seguía anteponiendo la reputación de aquella mujer a la suya propia; además, se sintió dolida por aquel comentario tan hiriente sobre lo de «el marido de sus sueños». Era mortificante que supiera lo que sentía por él.

–¿Que me case contigo?, ¡preferiría comerme un estofado de arsénico aderezado con belladona!

Él se limitó a sonreír antes de decir con calma:

–La oferta sigue en pie, pero dejaré que seas tú la que acudas a mí cuando te des cuenta de que es la mejor solución a tu problema.

–¡Saldré adelante conduciendo el coche!

A pesar de su tono beligerante, Claire sabía que no estaba siendo realista. Estuvo a punto de añadir que podría ganarse la vida igual de bien o incluso mejor trabajando de modista, pero como él no tenía ni idea de ese talento en particular, prefirió callárselo por el momento.

–Condúcelo si quieres, pero no olvides que ningún hombre que se precie va a permitir que una mujer le lleve por las calles de Atlanta –se volvió para marcharse, pero la miró por encima del hombro con una pequeña sonrisa y añadió–: Estaré esperando noticias tuyas, Claire. Ven a verme cuando tu situación se vuelva desesperada.

–¡Jamás lo haré! –le espetó, al ver que se marchaba.

Su negativa era una bravuconada, porque en realidad no sabía en qué situación iba a quedar ni las medidas que iba a tener que tomar, pero estaba indignada ante semejante oferta de matrimonio. Había sido tan fría y calculadora, que solo con pensar en ella le daban escalofríos. Era inconcebible que él creyera que estaría dispuesta a aceptar una proposición así, ¡ni siquiera había intentado fingir un poco de calidez y de afecto, aunque fueran falsos!

La actitud de John tenía una única explicación: lo mucho que quería a Diane. No hacía falta que él se lo dijera, tenía claro que amaba a aquella mujer más que a nada y que estaría dispuesto a sacrificarse y casarse con otra con tal de salvarla de los cotilleos.

Le parecía un gesto noble y heroico de su parte, pero el problema radicaba en que ella también tendría que sacrificarse y casarse con un hombre que no la amaba. Era consciente de lo que sentía por Diane, eso era algo que no iba a cambiar. Sería una necia si accediera a casarse con él.

Aunque a lo mejor podría lograr que se enamorara de ella… quizás podría aprender a amarla por el hecho de vivir con ella, de compartir cosas y de tenerla cerca día a día. Y también era posible que se quedara embarazada (se puso roja como un tomate solo con pensarlo), seguro que él sentiría algo por la madre de su hijo, ¿no?

Se apresuró a dejar a un lado aquella idea absurda. Era de sobra sabido que los hombres eran capaces de acostarse con cualquier mujer, así que por mucho que John hiciera el amor con ella, en realidad estaría pensando en Diane. ¿Cómo podría soportar sus besos y sus caricias sabiendo que él deseaba a otra, incluso si esa otra no compartía dicho deseo?

La respuesta era obvia: no podría soportarlo. Lo que tenía que hacer era recoger los pedazos de su destrozada vida y convertirse en una mujer independiente, seguro que había alguna forma de lograrlo. Si el adorado automóvil de su tío no era la respuesta, ya se le ocurriría otra cosa, y el altanero señor Hawthorn tendría que tragarse sus infames propuestas.

Dos semanas después del funeral, Claire se limitaba a ver la vida pasar. Kenny fue a verla una vez y se ofreció a ayudarla en todo lo que le hiciera falta, incluso a podar los setos, pero ella no accedió porque no quería darle esperanzas. Estaba claro que estaba enamoriscado, pero lo que ella sentía por él no era amor, sino simple amistad.

Echaba muchísimo de menos a su tío y ya había empezado a tener problemas de dinero, por lo que no había tenido más remedio que despedir a Gertie y a Harry. Había sido un duro golpe para los tres, y la despedida había estado marcada por las lágrimas y las promesas de permanecer en contacto; por suerte, en la zona se sabía que eran muy buenos trabajadores, así que habían encontrado otro empleo de inmediato y ella se había quitado ese peso de la conciencia.