Maremágnum - Mariela M. Chiurchiu - E-Book

Maremágnum E-Book

Mariela M. Chiurchiu

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Beschreibung

Este libro reúne historias sobre varios sucesos y personas que han formado parte de mi vida. Me he permitido fusionar elementos reales con otros ficcionales para apelar a las diferentes emociones que se despiertan durante el complejo proceso del autoconocimiento, a partir del cual podemos resignificar lo vivido y transformar las experiencias en aprendizajes

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Seitenzahl: 165

Veröffentlichungsjahr: 2024

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MARIELA M. CHIURCHIU

Maremágnum

Historias para a(r)marme

Chiurchiu, Mariela M.Maremágnum : historias para a(r)marme / Mariela M. Chiurchiu. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5064-4

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Agradecimientos

Prólogo

Palabras preliminares

Ausencia

Tuerquitas

Sabelo

Papá rebobinado

Pie grande

Azucena

Dedito

Las (des)ventajas de ser creativo

Sueños con subibaja

Sobre cómo me enamoré de la lectura

Abuela tortuguita

Siempre se puede hacer algo

Vacaciones en familia

Amnesia

Mortadela

Vergüenza sobre ruedas

Terror

Pájaros quietos

Caminos circulares

Tiziclo

Así (como si nada)

Invierno

Corte

Monstruo

Very British

Don Jacinto y la cartuchera

Angelito

Nochebuena

Revuelo en el jardín

La didáctica del inglés

Personaje

Praliné

Para Oli, por acompañarme, con su paciencia infinita,

a capear mi vida.

Para Facu y Maca, por alborotármela

bendecidamente.

Agradecimientos

Maremágnum es un libro de cuentos como tantos, pero su mérito radica en que las historias que cuenta han acompañado el proceso de reconstrucción de una niña a quien la pasión por los libros, el lenguaje, las personas y la vida misma la han impulsado a cumplir el sueño de transformarse, ya de adulta, en escritora.

Este sueño, si bien sin duda se ha concretado con la ayuda de alguna bondadosa mano celeste, no podría haber visto la luz sin que en su génesis participaran seres extraordinarios con los que he tenido la dicha de coincidir en este plano; seres que me han regalado tiempo del bueno, atención desinteresada, conocimientos profundos: hebras de oro que en la trama de mi corazón soñador entretejen la única palabra posible: AMOR.

En primer lugar, necesito agradecer a mis padres, a mis abuelos y a Dios, por permitirme ser y estar aquí.

A mi esposo, quien ha sido testigo y víctima de los cientos de días y noches invertidos en este libro; porque ha sabido reemplazarme en los momentos en los que el deber era ineludible y sostenerme en los momentos difíciles, y ha trabajado incansablemente para que yo siempre pudiese hacerme un tiempito para escribir.

A mis hijos, por su amor incondicional y por haber soportado estoicamente la lectura de mis manuscritos.

A mis perritos (los que tengo y los que han partido), por haber trasnochado junto a la computadora cientos de veces, solo para hacerme compañía.

A mi hermana, porque ha compartido muchas de las vivencias que aquí relato.

A mis sobrinos, porque su existencia me hace inmensamente feliz.

A Agustín, por ayudarme a transitar el maravilloso proceso que le dio vida a este libro y por acompañarme siempre.

A Flor y a Juli, por sus devoluciones expertas y generosas.

A Gladys, a mi familia extendida, a mis amigos, a mis colegas y a mis compañeros de trabajo, porque siempre me han alentado a ir por más.

A la profesora y escritora cañadense Soraya Righetti, por haber aceptado amablemente leer mis historias y por haberme regalado las bellas palabras que componen el prólogo de esta edición.

A la Municipalidad de Cañada de Gómez, en especial a la exsecretaria de Cultura Raquel Di Paola, por su generoso aporte.

A FUNDACO (Fundación para el Apoyo al Cambio Organizacional), en especial al doctor Rubén Pavetto, por su generoso aporte.

A mis compañeros “de los miércoles” del taller Tinta Café, por sus consejos y por su valiosísima compañía.

Por último, pero no por eso menos importante, al profesor del taller literario Tinta Café, Dino Poltronieri, por haber sido mi mentor. Sin sus enseñanzas, sus correcciones respetuosas y sus sugerencias atinadas, este sueño jamás habría sido posible.

¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos?

Eduardo Galeano - El libro de los abrazos

Prólogo

Si es verdad que, como le contó un pajarito a Eduardo Galeano, estamos hechos de historias, enhebrar palabras en el prólogo de este libro es invitarme a formar parte de momentos de una vida que también podría ser la mía. Mariela apela a la emoción para desandar recuerdos que habitan el territorio de la infancia y que son la génesis de lo que vendrá después, cuando los días se acumulen uno tras otro, y cada uno de nosotros se transforme en un tejido de relatos en los que viviremos para siempre.

Es esa memoria colectiva la que conforma la urdimbre textual que se devana en torno de una mujer y es uno de los centros que le dan sentido a este libro. La autora se desdobla para ir hacia el pasado y darle voz a la niña, a la adolescente y a la joven; para volver a escuchar a aquellos que la acompañaron; para dejar marcadas en el papel ya, para siempre, las huellas del amor que, a veces, se manifiesta como ausencia. En “Abuela tortuguita” leo: “Me duele verte así, abuela tortuguita. (…) Apenas abrís los ojitos arrugados y no sé si podés ver, si me mirás”.

Hay otro relato, “Papá rebobinado”, donde el amor se presentifica atravesando las carencias: “No puedo quedarme sin mi papá. No quiero. No quiero que pases hambre. No quiero que pases frío. No quiero que nos extrañes. (…) Te doy la porción de pizza con salchichas que te guardé antes de llevarla a la mesa. ¿Tenés más? No, respondo con la cabeza. Aún hoy no logro superar la culpa.” para instalarse en un presente continuo, propio e intransferible, pero al que accedemos a partir del recuerdo que lo estatiza antes de que se lo trague el olvido.

Y otra vez el tropo de la narración, el hilo que la autora desenreda a su ritmo, ese hilo del que tira para conocer las historias que la constituyen, las voces que la pueblan y convertirse, así, en hacedora de estos relatos que hablan de los decires que la construyen y que se incrustan en los ojos del lector en los comienzos de “Sabelo”: “¡Pelotuda vos! ¡Vos sos una pelotuda! ¡Recontrapelotuda! ¿Cómo vas a empujarme contra la bicicleta rosa de la María Laura y a decirme pelotuda a mí?” y en “Así (como si nada)”: “ —Vos sos refea y tu hermana es relinda —disparó así, sin preámbulos (…) En un primer momento me paralizó el desconcierto. Luego me sumergí lentamente debajo de la superficie cristalina de la pileta para intentar asimilar cada una de las palabras que iban explotando como granadas en mi corazón e incrustaban esquirlas dolorosas por todo mi cuerpo”.

La voz de la autora marca, busca, intenta un ritmo que, por momentos, se acelera, alterando el tiempo, dejándonos sin aire. “A, ante, bajo, cabe, con. Cinco papas, dos zanahorias, un pimiento. Siete por cuatro, veintiocho; siete por cinco, treinta y cinco; siete por seis, cuarenta y dos. Mirá bien para los dos lados, que vos sos medio atolondrado y un día de estos te va a llevar puesto el camión de la leche” va a decir en “Amnesia” para luego hacer una pausa y dialogar/monologar con ella misma: “En realidad, nunca supe si vine al mundo con ese dedito sin terminar o si se deformó como consecuencia de un acontecimiento que los miembros de mi familia han relatado muchas veces y les ha arrancado carcajadas a todos excepto a mí: que me habían encontrado adentro de un tacho de basura con un cartelito atado del dedito que rogaba “LLEVAME”.” En “Dedito”asistimos al encuentro de dos voces que se fusionan amorosamente: la niña que cree lo que la mujer sabe que no es verdad.

Este libro es un modo de ver el mundo, una alternancia de voces, un diálogo en el sentido etimológico del vocablo, un logos, una palabra entre, a través de dos; derivado de “yo hablo a través de algo” y ese algo es la escritura que se erige a partir de las palabras. Porque son las palabras las que dilatan el olvido, las que conjuran contra la violencia, las que celebran, alimentan y urden la trama de todas las historias. Son las palabras las que atravesarán el viento y la memoria, el desangre del sol de diciembre a enero. Palabras como pájaros que hoy emprenden el vuelo en historias que anidarán en aquellos que transiten estas páginas, lectores a los que el regreso los tenga sin cuidado porque se han vuelto palabra y papel.

Soraya Righetti

Algún día de diciembre de 2023

Palabras preliminares

Este libro, nacido de un profundo deseo de expresarme, pareciera, a primera vista, no ser más que una muchedumbre de personajes variopintos, secuencias erráticas y sucesos inconexos situados en algún que otro punto del planisferio. Sin embargo, su heterogeneidad tal vez cobre sentido si se lo piensa como un cuaderno de bitácora que registra algunos de los elementos que conforman la vida tal como la concibo: un entramado de acontecimientos, recuerdos, sueños y aprendizajes pespunteados por abundantes lágrimas y remendados con alguna que otra sonrisa.

Maremágnum, que pidió asomar al mundo a partir de mis propias vivencias, debió pedirle prestados personajes, eventos e ideas al minúsculo germen de escritora que, desde el momento en que brotó en mí el lenguaje, anda vagando incansablemente por mi sangre.

Deseo que estas historias los tomen de la mano, los abracen y los acompañen a recorrer un torbellino de emociones para que puedan emerger tal vez no más felices, pero sin duda más agradecidos, tal como me sucedió a mí.

¿Empezamos?

Ausencia

Nunca pude asimilar bien la noción de lo concreto, que se emplea para designar aquello que es tangible, por oposición a lo abstracto, que según la explicación que nos dan los maestros se refiere a “aquello que no se puede ver ni tocar”.

A lo largo de mi vida he llegado a la conclusión de que concreto, por ejemplo, son los sentimientos como la desesperación, el arrepentimiento, la tristeza, la angustia, la soledad; mientras que palabras como padre, madre, hermanos o familia son solo nociones sin ojos, sin rostro, sin piernas, sin manos. Por su condición de intangibles e incorpóreos, supongo que estos últimos no pueden ser otra cosa que abstracciones.

Desde los seis años he vivido una vida de espectador o de testigo mudo entre bambalinas; he sentido que, mientras las escenas pasan, mi tiempo es estático, nulo; me he sentido como una estatuilla de adorno cuya existencia transcurre entre el cristal de la vitrina donde se exhibe y el espejo del fondo; he vivido al otro lado del mundo real, del mundo de los vivos.

Todo comenzó una mañana helada de esos inviernos de la infancia que mordían las entrañas, resquebrajaban las manos y los labios y adormecían los dedos de los pies. Esos inviernos de techos de chapa, vidrios chorreados, marcos de ventanas salpicados de moho negro y cortinas con olor a humedad. Esos inviernos de polenta chirle y de mate cocido humeante en tazones de loza. Inviernos de pobres. Hacía poco que mamá había sucumbido a la enfermedad despiadada que le arrebató la vida a los veintiocho años y nos robó la infancia y las sonrisas para siempre. Estábamos tratando de acomodarnos y los cinco tuvimos que aprender a convivir con el frío de afuera y con el frío de adentro, el que no se pasa con frazadas ni con caldo de gallina antes de dormir.

Supongo que el mundo siempre ha sido un lugar cruel para los niños, pero cuando la niñez se ve atravesada por la pobreza y la orfandad, la situación empeora de manera exponencial. En ese entonces era muy común en los pueblitos rurales que la gente de campo “contratara” a familias enteras para trabajar en la cosecha, lo cual implicaba que todos los miembros fueran transportados hasta los campos para ser hacinados en casillas de chapa, cartón y cuanto desperdicio pudiera convertirse en barrera para atrincherarse cuando el invierno arreciara con toda su furia. Corrían esa suerte desde los niños que apenas habían cumplido cuatro o cinco años hasta aquellos viejitos atemporales con las manos curtidas por la intemperie y el cuerpo encorvado como la hoz que manejaban a la perfección.

Recuerdo que el primer invierno sin mamá se sintió particularmente frío. Tal vez haya sido un hecho real, o tal vez haya sido la angustia que se materializaba como un entumecimiento permanente del cuerpo y del alma.

En ese entonces, nuestro único contacto social era con los Vernelli, una familia italiana tan pobre como nosotros que estaba compuesta por un matrimonio con varios hijos. Mientras el marido pasaba largas horas en el campo para ganar un escaso puñado de monedas, la señora estaba tan absorta en ocuparse del hogar, satisfacer a un marido exhausto y vestir y alimentar a nueve hijos que, más por agotamiento que por abandono, permitía que los mayores vivieran con absoluta libertad, casi como adultos, a pesar de que el más grande recién había entrado en la pubertad.

Francesco, el hijo de once años, hacía tiempo que había empezado a juntarse en el trabajo con “los más grandes”. Había tomado el hábito de fumar y, por supuesto, no perdía oportunidad de jactarse de semejante hazaña frente a los más chicos. Por eso siempre llevaba en el bolsillo un Zippo que un capataz que andaba de paso se había olvidado en una de las chacras.

Ese día había amanecido con un frío lacerante. Como de costumbre, el reparo y la comida nunca eran suficientes, y nuestro único abrigo eran unos mamelucos de grafa tan gastados que apenas nos cubrían las piernas e inevitablemente nos dejaban los tobillos a la vista.

—Yo sé prender un brasero —dijo Francesco—. Hay uno en el galpón grande. Vamos que les enseño.

Los demás nos miramos con una mezcla de esperanza y admiración que se tradujo en sonrisas cómplices que se fueron encendiendo en todos los rostros de ojos lagrimeantes, narices paspadas y mejillas escamadas.

Nos largamos a una carrera veloz y uno tras otro fuimos llegando al galpón con los corazones galopando por la excitación y el miedo. Donato, el hermano que le seguía a Francesco, corrió la tranca del portón y, antes de que pudiésemos disponernos a apreciar el ritual que oficiaría el mayor, del brasero escapó un fogonazo anaranjado que rugió con la furia de un dragón ansioso por destruir todo lo que encontraba a su paso: bolsas de semillas, cubiertas de tractor, rollos enormes de sogas gruesas como serpientes, pilas de fardos, muebles arrumbados en los rincones, bidones vacíos, mantas viejas donde las gatas salvajes iban a parir, nidos de palomas, hermanos.

Fue Luigi quien logró salir del trance primero y se animó a desplazar la barra de la traba gigante que nos había protegido de la mirada de águila del patrón. Francesco alzó en brazos a dos de los más chiquitos e intentó escapar del acecho del monstruo que había liberado. Cuando tomé conciencia de que mi hermano de tan solo cinco años estaba en el galpón, intenté arrastrarlo conmigo hacia afuera, pero me ganó el infierno y caí desvanecido.

Nunca supe el tiempo que me habrán tenido en el hospital (en la infancia todo parece eterno), pero sí recuerdo con nitidez mi cabeza cubierta de gasas, mis manos vendadas y un dolor intenso, profundo y oscuro que se expandía por todo el cuerpo y abarcaba el interior, el exterior, el corazón, la mente, el alma.

Mi tía de Buenos Aires encontró la oportunidad perfecta para ratificar su opinión de que mi madre había sido una mujer de juicio frágil y de que el gran error de su vida había sido casarse con un hombre de buen corazón pero de billetera vacía. Para demostrar que a pesar de todo era indulgente, se ofreció a criar a mi hermano de tres años. La tía Elvira, madrina de mi hermanito de ocho meses, cumplió el cometido de llevarse a su ahijado y convertirlo en el único heredero de su fortuna. Ambas pertenecían a la parte acomodada de la familia de mi madre, y un día decidieron emigrar para siempre y empezar una nueva vida en el viejo continente.

Así fue que sepultaron nuestra historia, nos robaron la memoria y desparramaron por los diferentes puntos cardinales las piezas de un rompecabezas que podría haber sido una postal remendada, incompleta pero feliz. Hasta donde supe, mi papá buscó la compañía del alcohol para superar las pérdidas y encontró el final mientras caminaba sin rumbo por las vías del tren.

En cuanto a mí, supongo que podría haber tenido una vida peor. Al menos puedo ver a pesar de los daños en los ojos y me las arreglo bastante bien para sostener los lápices de colores que me dan para dibujar. La memoria a veces me falla y no me deja distinguir muy bien la realidad de lo que imagino, pero cada tanto me regala recuerdos fugaces del rostro de mi madre, los cuentos de mi padre y las vocecitas melodiosas de mis hermanitos. Entonces nos dibujo: jóvenes, juntos, felices, sonrientes bajo el sol. En esos momentos efímeros, el mundo se vuelve coherente: familia se vuelve tangible y el dolor se vuelve, por un instante, solo una abstracción.

Tuerquitas

A los cinco años me mudé a mi segunda casa, una vivienda bastante grande que estaba pegada a una fábrica de muebles. En ese entonces, las fábricas de muebles proliferaban en la ciudad como hongos, y era habitual encontrar dos, tres, cuatro y hasta cinco por cuadra. Eran parte del paisaje urbano y del folklore de la ciudad, y cada una se transformaba en centro de reunión de vecinos que iban a barrer el aserrín por unos pesitos, a cebar mates o, simplemente, a conversar.

La fábrica que estaba junto a mi casa era de un señor de unos cincuenta años que tenía un papá de unos setenta y pico. La verdad es que estos datos no son confiables en absoluto porque, hasta que uno no llega a la mayoría de edad y empieza a experimentar la verdadera velocidad del paso del tiempo, creemos que todos son viejos.

Con el correr de los días, saludo va, saludo viene, empecé a hacerme amiga del viejito que todos los días se sentaba en un banco muy bajito y apoyaba la espalda contra la pared mientras hacía algo con las manos. La curiosidad mató al gato, dicen, y bien podría haberme matado a mí si no fuera porque esos movimientos minúsculos y veloces no eran más que enroscar tuerquitas en las dos patitas espiraladas de los herrajes que se colocaban en los diversos cajones y en puertitas de todo tipo.

Estimo que, incómodo por mi mirada inquisitiva, Don Adelquis me ofreció que, si quería, lo ayudara. Además del honor de haber conseguido un trabajo, algo que me diferenciaba de todos mis compañeros de preescolar, esa changuita me introdujo al mundo de las tertulias literarias. Durante ese verano aprendí sobre autos, lugares turísticos, animales, gastronomía, jardinería, historia, economía y otros temas que venían incluidos en el combo de cuentos, bromas y anécdotas de índole variada.

Don Adelquis jamás olvidaba mi edad ni mi género y, cuando alguien deslizaba alguna palabra inapropiada para mis oídos inocentes, movía su bigote de un lado al otro y ladeaba la cabeza en dirección a mí, lo cual provocaba un cambio de rumbo inmediato en el comentario del hablante seguido de un pedido de disculpas.