María la noche - Anacristina Rossi - E-Book

María la noche E-Book

Anacristina Rossi

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Beschreibung

El vacío como elemento constitutivo -e inevitable- de la condición humana; la construcción de un "yo" que intenta afianzarse, paradójicamente, en tanto carencia y desposesión; la puesta en duda del significado absoluto y del "absoluto reinado de la razón"; la audacia, en suma, de una subjetividad que no teme retar los dictados de la "realidad" decretada imbatible, para atreverse a abordar -y a bordar- la tela incierta de los relativismos, son los rasgos que dibujan la novela de Rossi bajo el signo de la aventura impugnadora, gesto creativo por el cual María la noche adquiere, a la vez, el tono de asombrosa lucidez y el lugar relevante con que figura en nuestras letras. EMILIA MACAYA

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Veröffentlichungsjahr: 2012

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Anacristina Rossi

María la noche

Premio Nacional de NovelaAquileo J. Echeverría 1985

“Intelligence is thus not deducible or explainable on the basis of any branch of knowledge (e.g. physics or biology). Its origin is deeper and more inward than any knowable order that could describe it.”

David Böhm, Wholeness and the Implicate Order

“...tú no estás conmigo; aquí solo la lluvia, la sensación de alguien que desciende, ...”.

Homero Aridjis, Mirándola dormir

Te encontré a lágrima viva en una cueva chupando dedo y no querías saber nada de este mundo, tenías tres días de estar ahí con el mismo vestido, sin comer. En la cartera venía tu identificación, llamé a tu casa en Londres y me dijeron que habías dejado todo, los cuadernos tirados en el piso, la escuela sin pagar, la puerta abierta, el viento entró en tu casa, barrió tus pertenencias, dilapidó tu estancia. La muchacha que me contestó tenía la voz muy triste, me preguntó que adónde se te podía encontrar, les hacías falta. No tengo la menor idea, le dije.

Volví a la cueva y todavía llorabas y llorabas car-comiéndote el dedo, la cabeza perdida entre las piernas, pelo fluyendo al suelo como un río, y me senté a esperar que te pasara, las mujeres son presa de esas cosas. Después de algunos días me cansé de estar sentado y me acosté.

No es fácil describir la fuerza que tenías cuando por fin terminaste de llorar y de agradecimiento me lamiste las manos. Te levantaste como una yegua pálida, me pareciste sagrada por bestial y me alegré de habernos encontrado.

Hacia ti se me desarrolló un invencible amor involuntario, raro, vegetativo. Caminábamos a la orilla del mar todos los días, y ahora que recuerdo no pronunciaste palabra, ni una vez. Llorabas a menudo pero sin estar triste, era como si tuvieras un exceso de líquido en el cuerpo y lagrimearas para eliminar; al principio me pareció muy práctico. ¿NOS VAMOS A QUEDAR AQUÍ TODA LA VIDA? te pregunté como a las seis semanas pero no te volví a preguntar porque fue trágico: se te desfiguró la cara en un horrible charco de desgracia, caí en la cuenta de que también llorabas de tristeza, caí contigo y lloramos en el charco.

Te descubrí unas marcas largas en la parte de atrás de los muslos y cicatrices como de quemaduras en los brazos, más de una vez levanté la mano en tu presencia y te quitaste el tiro, tonta tonta no te voy pegar.

Evitabas todo contacto físico, pero estabas tocada, eso era obvio, enseñada e instruida por quién sabe quién más. Había una laja lisa en nuestra cueva, podía ser un espejo, ahí te miraste pero no sabré nunca qué viste, parecía que tu imagen reflejada te era totalmente indiferente, tal vez no la veías o veías otra cosa, no lo sé.

Recuperaste la salud pero dejabas que yo hiciera la comida y barriera la cueva mientras tú rebuscabas eternamente en un puño de piedras de colección. Tenías un gran conocimiento de minerales y según tus papeles de identificación tenías veintitrés años. Amabas la pirita, los ónices, los ópalos cambiantes donde veías milagros y el día en que te encontraste un fósil pasaste media hora dando brincos, cómo iba yo a sacarte de ese mundo.

Tenías un gran conocimiento de todas las especies de moluscos y otras frutas de mar, pero un conocimiento científico, el que se aprende en universidades, y no de pescadores. Por la manera en que escrutabas las estrellas se veía que habías tenido telescopio. Hacia el final del mes fuimos al pueblo; el señor que vende las verduras se asustó, como si te hubiera visto algo inhumano. Tuve que acariciarte y comprarte un vestido y amortiguar el ruido de las embarcaciones estrellándose contra tu nariz.

Debí de habérmelo imaginado todo cuando empezaste a esconderte entre los botes, tanteando las amarras, subiendo y bajando anclas, mirando fijamente las rutas navegables.

La mañana del último día me diste un beso profundo pero de desapego, te abracé y me mordiste para que te soltara, te solté. Tenías el robo del bote bien planeado. La paz de esos dos meses se anuló en el estruendo de la lancha de motor.

Y lo que hice fue bajar al pueblo, llamar a tu casa en Londres y decirle a la persona que atendió: “va para allá”.

LONDRES LONDRESOLONDON LONDON

“I’m lonely in London...”

Caetano Veloso

1

Son casi las cinco de un último viernes de febrero. Hace frío pero el sol brilla ya sobre Euston Road como brillará después en el verano. Hay una afinidad entre el frío y las piedras grises de esta universidad. El edificio me recuerda Escocia. La austeridad de las piedras gaélicas, su alianza con el lamento sobrio de las cornamusas.

En la puerta principal de Birbeck College mis alumnos empiezan a dispersarse. Se van yendo despacio mientras yo los observo. Yo, el profesor, un extranjero. Orgulloso de que, siendo extranjero, me dieran este seminario sobre la revolución marginalista.

Mi tesis: teoría de los mercados no-competitivos. Años y años de estudio. Ahora, tomar a los neoclásicos como pretexto para llegar a Sraffa. El programa del seminario: cargado. Marshall, Walras, curvas de indiferencia. “Y eso es sólo el aperitivo, espérense”, dijo riendo Ezequiel.

La actitud comedida de los alumnos. Distantes y entusiasmados al mismo tiempo. Una combinación ideal que sólo es posible en este país. Trabajar así es fácil. Un país que me ha enseñado a amar la soledad. Pero me lo ha enseñado con dolor, con la punta acerada del silencio, aguda como ciertos análisis de Sraffa.

Encontrar la soledad fue un alivio después de los años tormentosos con Paula. Para pensar tenía que separarme. Me acusó de abandono. La ruptura violenta del matrimonio. Una promesa más que se hace añicos. Breakdown: la ruptura de uno mismo. La depresión. En el fondo de un pozo. Un pozo negro y uno adentro. Sin fuerzas para salir, casi sin fuerzas para respirar. La indiferencia total a todo lo que no sea el pozo, la oscuridad, el fondo. Sin deseos de comer, sin deseos de dormir, sin ningún deseo más que el de yacer en el fondo del pozo. Una indiferencia imposible de medir con las curvas de Pareto. Meses así. La intervención preocupada de mi director, en Oxford. “¿Por qué no busca ayuda profesional?” dicho con el tomo sobrecivilizado de su clase. El esfuerzo que le debe haber costado formularlo.

Luego Londres y el psicoanálisis. Recuperar poco a poco la sensación de vida, de control, la capacidad de estudio. Sentarme de nuevo ante los libros con entusiasmo. ¡Lo destructiva que puede ser una relación de pareja! Sobre todo esa, la que implica una promesa para toda la vida, la que uno ha idealizado más. Paula víctima y verdugo. Tomó a mal mi recuperación. “Así que le debes la vida a Freud”, con amargura.

Debo ir al banco a sacar las quince libras de la sesión de mañana. Es caro. ¿Será algún día accesible a todos? Esencial.

Joder, se me hizo demasiado tarde para ir al banco y es demasiado temprano para irme a la casa. Los días empiezan a alargarse. Pasaré por el apartamento de todas maneras, a ver si Ezequiel me quiere acompañar al pub. Una buena Guinness, espesa. O dos. O tres. Discutir el problema de las políticas de reactivación. Poner a funcionar el capitalismo renqueante. Para eso me van a pagar un día, si regreso a mi tierra. Los planes keynesianos, ¿sirven? Pasar a comprar fish fingers y meterlos en el congelador. El aparato neoclásico: útil. La teoría marxista, nada práctica a la hora de ciertas decisiones. Vamos, señor Sraffa, no se enoje, aceptemos que el cálculo al margen es útil.

¿Encontraré trabajo rápidamente si regreso a mi tierra? Las Palmas. Tenerife. Mi tierra, es un decir. Hace ya tantos años. ¿Quince?

La estación de Archway, este lugar tan ruidoso. Mi apartamento: demasiado pequeño. El edificio es feo. Es una zona proletaria: la respeto.

Ezequiel, un burgués sudamericano compartiendo conmigo el apartamento en un barrio proletario. No le importa. Le llega dinero puntualmente todos los meses. Necesitaba un lugar para vivir. Tomó lo primero que encontró. O quizá porque le caigo simpático. Dos años, mientras termina el doctorado. Luego volverá a su tierra con el prestigioso diploma de la universidad de Londres. Allá le espera la mansión de su papá. La empresa de su papá. El prestigio europeo en el bolsillo.

Me repugnan, siempre me han repugnado estos latinoamericanos con sus bromas, su manera fácil de tomar la vida. Claro, con el cheque de papá llegando cada mes, cualquiera. Sin embargo, Ezequiel es muy buen tipo. Me ha enseñado cosas importantes. Y no es tonto. Desordenado, tiene el cuarto desordenado. Allá se lo ordenará la madre. O la mucama. A mí también me cuesta: lavar los calcetines por ejemplo. Cuando se acumulan. El lavabo lleno, todos en un puño. Antes Paula. Ahora las sábanas en la laundry de la esquina. Con monedas.

Ezequiel está justamente en el cuarto de baño. De la puerta entreabierta sale un vapor que huele a limpio.

—Oye, Ezequiel, ¿tienes tiempo pa’ una Guinness?

—A las ocho me espera un monumento. ¡Una belleza, hermano!

—Pero son las cinco y media. Vamos un rato al pub.

—Okey, okey, ya salgo, espera.

Sale recién rasurado, palmoteándose las mejillas lisas con una de sus lociones. Jade East After Shave. El Ezequiel de siempre.

—¿Has estudiado, Ezequiel?

—La tarde entera. Pero aquí, de día, el ruido es infernal. Tengo la cabeza hinchada, abombadísima. Cabeza hinchada, morena, ¡ay ay ay...! La semana entrante empezaré a estudiar de noche. Y tu seminario, ¿cómo va?

—Bien, muy bien, una larga preparación hasta llegar a Sraffa.

—A ese Sraffa lo tengo atravesado.

—Pero quieres el título de doctor Suma Cum Laude.

—Suma con todo. Para el prestigio, ¿entiendes? Oye, el monumento con el que salgo hoy es una rubia. Está berraca. ¿No querrías salir con su mejor amiga, que es idéntica?

La generosidad de Ezequiel, que todo lo comparte, hasta lo que no se puede compartir. ¿Qué edad tiene? Nunca le he preguntado. No más de veintiséis años. ¿Veinticinco? Joder, ¡once menos que yo!

Ezequiel y la vida social. Apenas los libros le dejan un rato libre, “las nenas”. Las tardes ya se alargan, viene la primavera. Mujeres no le faltan.

La semana entrante yo, como Ezequiel, tendré que adoptar un horario nocturno.

Mi investigación. La eterna búsqueda. La beca que me dieron, no muy buena. Pero es una ayuda. Entregar mi nuevo plan antes de mayo y tratar de conseguir un aumento. Estudiar de noche y dormir de día: única solución anti-ruido.

¿Por qué envidio ligeramente a Ezequiel?

Dai, Daiana, mi alumna más brillante. ¿Un flirt? No, ni siquiera.

—¿Compraste discos, Antonio? Deja ver... bah, lo mismo de siempre. Debussy y compañía.

—Difícilmente podrían Monteverdi y Debussy formar compañía, Ezequiel.

—Bueno, yo de Extravinsky y del resto no sé nada. A mí, háblame de los Carpenters. ¿Andando?

—Andando. Es una lástima que no aproveches tu temporada en Europa para conocer mejor ciertas obras...

—Qué quieres, hombre, es una berraquera la cultura, ya no hay tiempo. Cambiando el tema, te está saliendo barriga, hermano.

—Mmmnnnjá.

—No deberías tomar Guinness sino Pimm’s N° 1. Es mejor para la línea, una cereza y una rodaja de pepino dentro, pocas calorías.

—El problema no es la Guinness, es hacer ejercicio y dejar de fumar. Acabo de terminar un libro sobre un corredor. Me lo prestó Charles. Literatura proletaria. Todo un descubrimiento. Ese libro me dio ganas de empezar a correr.

—Hazlo en otro lugar, porque aquí con el humo de las muflas...

—¿Muflas? ¿Viene de muffler? ¡Joder! Hay que ser sudamericano para emplear palabras semejantes.

—Qué quieres, es la berraquera eso del idioma ¿Vamos al Pirata?

El pub del Pirata está en el límite del barrio, en la parte alta. En él se reúnen los estudiantes, y otras gentes de variada extracción. Es simpático, y la Guinness, excelente.

El pub está lleno. Ezequiel no quiere hablar de economía. Dice que está harto. En seguida lo rodean tres chicas. Tres inglesitas lindas y tontas y burguesas. Paula no es una mujer burguesa.

Debo de haberle dirigido a Ezequiel una mirada de censura porque con la barrera del idioma como escudo me dice: “Okey, no son lumbreras, pero los hombres necesitan coger. Tú vives en la abstinencia esperando a Rosa Luxemburgo y lo peor es que cuando llegue probablemente será frígida”.

“Eres hombre, necesitas coger...”. Un poco primario, pero hay algo de cierto. ¿Necesidad fisiológica? ¿Psicobiológica?

En todo caso aquí está Charles, con quien será posible sacarme de la cabeza lo de la viabilidad de los planes keynesianos y la cuarta Guinness.

El pub a las cinco y media después del seminario. No logro decidirme a estudiar por la noche. O más bien no logro conciliar el trabajo nocturno con la Guinness y el pub. Otra cosa que le envidio a Ezequiel: puede tomar Pimm’s tras Pimm’s y luego irse a los libros, tranquilamente. No necesita como yo un régimen de café negro sin alcohol. Régimen que adoptaré el lunes entrante, cueste lo que cueste. Ezequiel va por el tercer Pimm’s mientras discutimos sobre Walras. Pero de pronto se interrumpe. Claro, en un pub su interés académico flaquea.

—Oye, Antonio, hay una mina en la mesa de atrás que te tiene la vista puesta. No ha dejado de mirarte un minuto. Y está buenísima.

—¿Ah? Te decía que el problema del modelo es que las ecuaciones de capitalización no pueden resolverse al...

—Vuélvete un poco más, mira, es aquella...

Cierto... Una chica me miraba con descaro. Pero también reía o flirteaba con dos muchachos jóvenes, casi dos adolescentes.

—Es preciosa, ¿no te parece?

—No me gusta ese tipo de mujeres. Demasiado exuberante.

—Eres un cuate tonto, mira que desaprovechar una ocasión así. Fíjate cómo la has impresionado.

—Sigamos, sigamos. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, lo de la resolución de las ecuaciones de capitalización en relación con las de producción e intercambio...

Pero sentía su mirada en la nuca, en la nariz, una mirada que me borró a Walras y me puso como en un escaparate. Pensé en mis ojos, mi cara. La única parte anatómica que me había preocupado en los últimos meses era la barriga y sólo de vez en cuando, a instancias de Ezequiel. Pensé en mis piernas, en mis brazos, me acordé de que soy un hombre alto, fornido. Me di cuenta de que estaba muy tenso y me relajé, dejándome ir un poco en la silla. Ezequiel sintió el cambio y sonrió. Se levantó diciendo: “Walras en otra ocasión, señor”, y me dejó solo. Con una especie de limbo en la cabeza y el cuerpo relajado. No tenía ganas de irme, ni de otra Guinness. No tenía ganas de nada en particular. Estaba bien en el pub, eso era todo. ¿O estaba bien porque ella me miraba? Imposible. Yo detesto los encuentros casuales en los pubs.

Saqué un libro. Me sumí en la lectura. Después me levanté a orinar. Al pasar la vi, en ese “no man’s land” entre la bodega llena de cajas y botellas y el pipi-room. Junto a una puerta. Miraba un trozo de cielo azul: embebida y absorta. Me impresionó su inmovilidad y la largura del cuello blanco, expuesto, en el que palpitaba invitadora la vena yugular. Y me quedé yo mismo observándola arrobado. Hasta que un ruido me hizo fijarme en la puerta, detrás de ella: unas manos nudosas y extrañas avanzaron. Una persona se le iba a tirar encima, al cuello, una mujer de pelo largo que me daba la espalda se le estaba yendo encima, con las manos estiradas para apretarle el cuello, todo esto en miríadas de segundos. Tengo reflejos rápidos, le di un empujón a la muchacha para mandarla lejos, a salvo de esas manos nudosas que al sentir mi embestida se escaparon. Pero le di el empujón con demasiada violencia, es verdad: ambos fuimos a dar contra la pared de enfrente. La sacudida le hizo pegar un grito. En español.

—¡¡¡EEEEEEEEEYYYYYYYY!!! ¿¿¿Pero qué pasa???

—Disculpa... verás... te iban a... te iban a... te iban a... a...

—¿A qué? Termina la frase de una vez...

—Sí. Te iban a... a...

—Por favor. Me estoy poniendo nerviosa.

—Sí. Te iban a... te iban a... estrangular.

—JAJAJAJAJAJAJAJAJA.

Era cierto, le había dado el empujón para salvarla. No me creyó.

—Está loco este hombre, jajaja. Pero te diré que como pretexto para abordarme no está mal.

—¿Qué te hace pensar que yo quería abordarte?

—Nada, tal vez soy yo la que quería, te he estado observando durante horas, me tiene subyugada tu perfil de alto moro, de hispano apócrifo, de africano sin asumir, tenés piel de desierto. Quizá piel de español, pero NO PENINSULAR, jamás.

—Adivinaste. Soy de las Islas Canarias.

—Dicho así parecería que le pertenecés a una isla, y a lo mejor es cierto. Una de mis tías abuelas, casada con un banquero inglés, pasaba los inviernos en tu isla, me mandaba postales, así supe que ustedes aran la tierra con camellos, habrase visto arar la tierra con camellos. Evita preguntar sobre mi propio origen, me dan pavor los tópicos; tópico, tópico dicen tus compatriotas.

—¿Tienes algo contra mis compatriotas?

—Tengo curiosidad contra tus compatriotas, nunca he hecho el amor con un español, imaginate qué laguna en mi cultura. ¿O debería decir “contra” un español?, pues debe quedarle a una el cuerpo lleno de moretes y el alma cabalgada.

—Tal vez nos estás atribuyendo mucho mérito.

—Tal vez, y tal vez un canario no es un español. No nos quedemos aquí en este “no man’s land”, parecemos tontos, vamos a la mesa.

Le dije que en esa tierra de nadie la había sorprendido, le pregunté qué hacía mirando un punto en el espacio, me contestó indignada que ella no estaba ahí, es decir, iba camino del pipi-room, exactamente como yo.

Nos sentamos a su mesa, junto al par de adolescentes. Bromeó risueña y con ternura sobre mi “alucinación”: “parece que alguien me quiere estrangular”, etc. De algún modo su humor fácil (¿demasiado fácil?) hizo que se me pasara el susto: lo olvidé. Miraba arrobado su cuello, sus ojos de un amarillo refulgente, como miel golpeada por el sol. Se le cayó un libro del bolso y me agaché a recogerlo. Me dijo gracias y puso sobre la mía que puse sobre el libro, una mano pequeña, delicada, húmeda, cargada: llena, repleta de anillos, brazaletes, serpientes enroscadas con perlas en la cola. Al sentir el contacto de las pieles ambos quitamos la mano, quedando al descubierto el título del libro: Wittgenstein. “¡Oye”, exclamé admirativo, “¿para qué leías eso?”. “Para matar el tiempo, mientras me disponía a abordarte”.“Pero eso no se lee para matar el tiempo, quiero decir no es cualquiera...”. “¡Yo no soy cualquiera!” me cortó bruscamente. Luego sonrió: “Ni vos tampoco”.

Al rato los adolescentes se fueron. Le dijeron adiós besándola largamente, largamente en la boca, y me atravesó un rayo. Me odié por sentir celos. Ella lo supo, alargó el brazo y con sus dedos cargados y tibios me tocó a mí, tocó mis propios labios. Me atravesaron descargas de violencia, también me detesté. Y después algo dentro de mí quería gritarle que por favor volviera a hacerlo, que lo hiciera otra vez, que me metiera los dedos en la boca.

Pero me controlé. Me detuve en seco. Es hora de irse, basta de locuras, “oye, tengo montones que estudiar, debo irme...”.

Se puso blanca, más blanca que la nieve: “¡NO! ¡No te vayás!”. Hizo un esfuerzo y suavizó la voz: “y si te vas, déjame irme con vos”. Su reacción me sorprendió muchísimo, tanto que ni siquiera “malpensé”, no até ningún cabo entre lo que me había dicho sobre la sexualidad de los varones españoles –al fin y al cabo yo soy un español– y su extraña propuesta. Su cara perfecta –no, perfecta no, su cara bellísima–, asustada. Más blanca que la nieve. “¿Cómo te llamas?”. “Mariestela”. “A ver, Mariestela, cuéntame qué te sucede”. Me dijo simplemente: “Hoy no quiero estar sola, hoy te necesito”. Y luego recobrando el color y el tono de burla: “Como el bolero, sabes: esta noche no, o mejor dicho: pero esta noche, ¿no conoces ese bolero?, pero esta noche la paso contigo. ¿Qué ocurre? ¿Te asusta una mujer que pide así?”.

Y ni siquiera cuando dijo eso “malpensé”. Por más que sus pechos se dibujaran erectos bajo un pulóver fino. Le pregunté con inocencia: “¿Entonces te vienes conmigo? ¿A mi casa?”. Y ella:”O conmigo, a la mía”. Y así, consciente de que era época de mucho estudio y de que me estaba metiendo en camisa de once varas, fuimos a mi apartamento por el auto y luego al suyo. Por el camino le conté que era economista de la Universidad de Londres, pero según ella no había necesidad de decirlo, mi pinta de alumno o profesor de Birbeck College era obvia, a pesar de que hay una enorme diferencia entre un alumno y un profesor. “Tienes razón, Mariestela, en cierto modo yo soy las dos cosas, alumno y profesor, pero menos alumno que profesor”. “Ya sé, mucho más profesor que alumno, eso salta a la vista por la edad”.

—¿Es esta?

—Sí. Podés parquearte enfrente. Subí, entra, este es mi cuarto blanco. Pero estás tan callado..., ¿en qué pensás?

—En el silencio que reina..., no pasan coches, dormirás hasta las once y ni te enteras...

—Es por las flores, amaneciendo sentirás el olor, son las más bellas de la ciudad.

—El discreto encanto de la burguesía.

—No, querido, se te perdió la brújula, esto no Hampstead.

—En todo caso, se está bien aquí.

—Ponete cómodo sobre los almohadones, estás en tu casa, ahí está el tocadiscos, ¿querés té?

—Sin leche y sin azúcar.

—Perfecto, tengo un Earl Grey genial. ¿O preferís un Yunan, un té más sobrio?

Al rato salió de la cocina con el té en una bandeja. La puso en una mesita y se desmadejó impúdica: se le subió la falda hasta los muslos, no se inmutó, puso los brazos detrás de la cabeza con un gesto brigitbardoteano. Yo di prueba de excelente educación. Conversar.

—El ritual del té: la más arraigada institución británica.

—Les es imprescindible porque ocupa las manos, las manos sueltas son muy peligrosas, a los chiquitos los ponen a dormir con tazas, ¿lo sabías? Y las sábanas de sus adolescentes tienen manchas de té, no de semen nocturno.

—¡Qué cosas se te ocurren!

—¡Pero es verdad! Sabés, aquí con vos me siento protegida, te manda dios porque anoche fue horrible, la soledad se abrió como un gran golfo que se llena de agua en abanico, como quinientos caballos al galope, diabólica marea; anegada, con Wittgenstein bajo el brazo y los ojos maquillados porque una nunca sabe, me fui al pub. Al verte algo en mí cedió, se rompió, se vino abajo.

Me fijé en sus maniobras, el amarillo compacto de sus ojos. Pero luego mi interés se concentró indefectiblemente en su anatomía expuesta, en los magníficos pechos erectos, que adiviné desnudos. Más aún cuando se recostó a mi lado. Metí una mano debajo de la blusa y encontré la esperada ausencia de sostén. Pero ella se apartó, asustada, y se bajó la blusa con el ceño ligeramente fruncido. Sentí que me pedía una excusa.

—Perdona. Me siento muy desconcertado. En general, cuando una mujer hace los avances que tú me has hecho es que quiere acostarse. ¿Qué me dijiste sobre los españoles?

Se puso seria, grave.

—Cuando te vi, quise. No te deseé, te quise. Quise tus ojos negros y graves y brillantes, tu atención. Por primera vez en mi vida no se trataba de seducción ni de jueguitos de apareamiento: se trataba sobre todo de palabras. Y ahora puedo querer tacto, las yemas de mis dedos florecen y se regocijan al contacto con la piel de tu cara o de tus manos gracias a la palabra. Es una celebración, un reconocimiento, una fatiga. No puedo ir más allá.

—Pero comprende que no soy de palo. Tú aquí a mi lado...

—Tenés toda la razón, voy a sentarme de manera más discreta.

—¡No! (agarré su mano y me la puse en el pecho).

—Ni siquiera sé cómo te llamás.

—Antonio.

—Antonio es nombre de santo, así como Juan Carlos es nombre de rey. En mi país las quinceañeras ponen los sanantonios cabeza abajo para encontrar marido, mi pobre abuela tiene su cuarto tapizado de santos al revés, porque yo no me he casado. Aunque a vos te invocaría para otras cosas: san Antonio líbranos de las crisis económicas y de los males de la estanflación. Sabés, antes yo juraba que la clave del mundo era la economía y admiraba patológicamente a tus homólogos.

—Yo también creía que era la clave.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no sé.

—Ese no sé es la brecha por donde puedo introducirme.

—¿Cómo dices?

—En vos hay una brecha, una falla, un espacio entre las certidumbres. Por eso estás aquí. Pero también por tus certidumbres.

Apoyó su cabeza liviana sobre mi hombro y me llegó su perfume: pesado y oprimente. Pensé en cómo se burlaría Ezequiel si pudiera verme, la muchacha dormida sobre mi hombro y yo con una erección monumental, sin poder hacer nada. Su mano sobre mi pecho bajo la camisa. Es el momento, hombre, empieza a acariciarla, en el fondo todas lo andan buscando, me gritaría. Y me quedé dormido oyendo las risas burlonas de Ezequiel.

La brecha por donde se puede introducir no es el espacio entre mis certidumbres, aunque la frase suene tan bien, tan literaria. La brecha por donde se puede introducir es lo que Ezequiel llama el F. H.: la falta de hembra. El hecho de que haga más de dos años que no estoy con una mujer.

Sublimación. Dos años de mucho trabajo. Resultados bastante aceptables. La beca que llega a coronarlos. Pero la “necesidad”, como lo llama Ezequiel, se acumula. Y ni siquiera pude. Ni siquiera me dejó. Brevemente los pechos. Luego sentirme como si le hubiera robado algo. No importa. Otro día cederá. ¿Pienso verla otra vez, entonces? No estoy listo para una nueva relación, no todavía. Aunque la “necesidad”..., ¿como dormir o comer? Jamás, ya estaría muerto. ¿Cómo quinientos caballos al galope?

Una chica demasiado exuberante. Siempre me ha repugnado ese tipo de mujeres. “Le tapas la boca y la penetras”, aconsejó Ezequiel. Un poco fácil, un poco primario. No en balde tengo alguna sofisticación. Impensable tratar así a las mujeres. Después de mi fracaso con Paula, al emprender el psicoanálisis, me propuse realizar un esfuerzo y tratar de comprender al sexo femenino. ¿Pero y si estoy justamente ante una feminista, atorada en lo de la castración?

Fue un encuentro casual. Una locura simpática. Absurdo darle mucha importancia. Y más aún dimensiones que no tiene. ¿Por qué me afectó tanto su dedo entre mis labios? Quizá porque he perdido la costumbre. Sentí una especie de dolor. Un cuchillazo. Como si algo en mí hubiera estado esperando el gesto, la fugaz e intensa sensación. Es hora de salir, de aventurarse. Despojarme de mi vestidura de soledad.

¿Qué perfume usará? Paula nunca usó un perfume. Y durmió con todo ese maquillaje puesto. Bastante menor que yo. Veinticuatro, veintitrés. ¿Por qué se maquilla tanto? Demasiado jovencita para una relación estable. En qué quedamos, ¿relación estable o “one night stand”? “One night stand” sin sexo, verdadera innovación de mi mala suerte.

Ezequiel tiene razón, llevo dos años de misantropía. Creo que hasta he olvidado lo que es una pareja. Con Paula no anduve muy receptivo. Teníamos demasiados problemas. El Continente Negro, decía Freud.

¡Joder!, ¡ya son las doce! Si Ezequiel estudió, estará durmiendo. No hacer ruido. Poner el fichero al día. Echarme una gran siesta y por la noche tratar de redactar.

Según Charles, descubrí el marxismo demasiado tarde. ¿Qué me quiso decir exactamente?

En todos estos días no he dejado ni un minuto de pensar en las extrañas circunstancias del encuentro. La persona que estaba a punto de atacarla. ¿Por qué el cuello? Estoy seguro de que iba a eso, a apretarle la garganta. Y sin embargo, mirándolo fríamente, el hecho en sí no es excepcional. En esta enorme ciudad nada de raro tienen las agresiones. De todo tipo. Un pleito entre mujeres debe ser muy corriente. Una historia de celos. Por un hombre. Ella es hermosísima, realmente deliciosa, vaya usted a saber en las qué se ha metido. Un móvil –iba a decir un crimen– pasional.

Lo que resulta inexplicable es su actitud. Incrédula. Burlona. (Si la persiguen tiene que estar al tanto). Debió de haberse mostrado preocupada en lugar de afirmar que era una historia inverosímil: “¿Atacarme a MÍ?”. Y la risa.

Le doy vueltas despacio. Las manos tan nudosas. Hasta que por fin doy con la explicación. ¡¡Claro!! ¡¡Qué imbécil!! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Fue una broma de alguno de los del pub. Una broma macabra –muy inglesa–, que ella no se esperaba. Alguien quería darle un susto, divertirse asustándola. ¡Joder! ¡El susto me lo llevé yo!

El teléfono ha venido a sacarme de mi onceava lectura crítica de Production of Commodities by Means of Commodities. Me levanté furioso, interrumpirme en un momento así. Al salir me golpeé contra el escritorio y maldije a la gente que no me deja estudiar en paz. Pero al llegar, ya Ezequiel había respondido y me tendía el teléfono con una sonrisa burlona: “Es una voz muy sexy. Si prefieres a Sraffa me la pasas”. Tomé el auricular. Mariestela, divertida: “¿Qué es el cuento con Sraffa?”.

—¿Lo conoces?

—¿Al viejito de Trinity College?

—Sí (tapando el auricular le digo a Ezequiel con cierto orgullo: “Conoce a Sraffa”).

—¿Te interrumpo?

—Me da igual (es cierto a medias).

—Antonio, tengo muchas ganas de verte.

Su voz como una especie de rogativa. De plegaria.

—A mí también me gustaría, pero debo estudiar toda la noche.

—Te espero entonces al final de la noche.

—¿A las cinco de la mañana?

—Te estaré esperando en casa a las cinco de la mañana con los ojos de par en par, Antonio.

Imposible evitar los comentarios de Ezequiel, “¿Rosa Luxemburgo a las cinco de la mañana con voz de call-girl fina?”.

—No es ninguna Rosa Luxemburgo.

—A mí se me hace que sí. Conozco tu racismo intelectual. Si no, ya la habrías mandado a freír espárragos.

Si viera a Paula. Ezequiel conoce una ínfima porción de mí. Antonio el especialista, el exigente. No conoció a Antonio el naufragado. Mejor.

De verdad me está esperando a las cinco y media de la mañana con una taza de humeante café negro. Sin trazas de fatiga. Los ojos bien abiertos. Maquillados. Las mismas manos: anillos, brazaletes. Una boca expresiva. Una sonrisa. Me pregunta sobre mi investigación pero hoy he venido para olvidarla. Ella quiere hablar. Estoy cansado, se lo digo. Se acerca. Me dice que me va a leer poemas. Se suelta el pelo. Alargo la mano pero ella está distante. Quiere hablar. Me lee un poema de Tomás Segovia con su voz de timbre bajo. “Voz de call-girl fina”. Típico comentario de Ezequiel. ¿Qué sabrá él de call-girls finas?

Estoy cansado. El poema me excita y me adormece. El silencio que reina aquí. Hacer el amor y dormirse después, es lo único que se puede desear a las cinco y media de la mañana. ¿No se da cuenta? ¿Para qué me ha invitado? No pensará pedirle a un hombre que se ha pasado la noche estudiando una conversación mundana de madrugada. Con una chica provocadoramente vestida y prácticamente sobre la cama.