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Marianela y La sombra son dos joyas tempranas de Benito Pérez Galdós que exploran, desde perspectivas muy distintas, la condición humana. En Marianela, el autor nos conmueve con la historia de una joven huérfana cuya vida marcada por la pobreza y la fealdad contrasta con la pureza de sus sentimientos, en una reflexión sobre la belleza, la marginación y el amor idealizado. Por su parte, La sombra nos sumerge en un relato inquietante donde los celos y la obsesión se transforman en una presencia fantasmal, en una trama que mezcla filosofía, psicología y elementos fantásticos. Dos obras imprescindibles para descubrir el talento inicial de Galdós y su capacidad para combinar realismo, crítica social y profundidad psicológica.
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Seitenzahl: 392
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
MARIANELA
I. PERDIDO
II. GUIADO
III. UN DIÁLOGO QUE SERVIRÁ DE EXPOSICIÓN
IV. LA FAMILIA DE PIEDRA
V. TRABAJO. PAISAJE. FIGURA
VI. TONTERÍAS
VII. MÁS TONTERÍAS
VIII. PROSIGUEN LAS TONTERÍAS
IX. LOS GOLFINES
X. HISTORIA DE DOS HIJOS DEL PUEBLO
XI. EL PATRIARCA DE ALDEACORBA
XII. EL DOCTOR CELIPÍN
XIII. ENTRE DOS CESTAS
XIV. DE CÓMO LA VIRGEN MARÍA SE APARECIÓ A LA NELA
XV. LOS TRES
XVI. LA PROMESA
XVII. FUGITIVA Y MEDITABUNDA
XVIII. LA NELA SE DECIDE A PARTIR
XIX. DOMESTICACIÓN
XX. EL NUEVO MUNDO
XXI. LOS OJOS MATAN
XXII. ADIÓS
LA SOMBRA
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
© 2024, RBA Coleccionables, S.A.U.
© 2024, RBA Ediciones Argentina, S.R.L.
© 2024, RBA Editores México, S.de R.L. de C.V.
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Fecha primera publicación en México: Octubre 2025
ISBN: en trámite (Obra completa)
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Primera edición en libro electrónico: noviembre de 2025
REF.: OBDO0912
ISBN: 9788410988064
Composición digital: www.acatia.es
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e puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el norte de España).
Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa.
Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
—No puedo equivocarme —murmuró—. Me dijeron que atravesara el río por la pasadera... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos... De modo que por aquí, adelante, siempre adelante... (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.
Después de andar largo trecho, añadió:
—Me he perdido, no hay duda de que me he perdido... Aquí tienes, Teodoro Golfín, el resultado de tu adelante, siempre adelante. Estos palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de ti, o ellos mismos ignoran dónde están las minas de Socartes. Un gran establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido de arrastres, resoplido de hornos, relincho de caballos, trepidación de máquinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada... Parece que estoy en un desierto... ¡qué soledad! Si yo creyera en brujas, pensaría que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a ellas... ¡Demonio!, ¿pero no hay gente en estos lugares?... Aún falta media hora para la salida de la luna. ¡Ah!, bribona, tú tienes la culpa de mi extravío... Si al menos pudiera conocer el sitio donde me encuentro... ¿Pero qué más da? (Al decir esto, hizo un gesto propio del hombre esforzado que desprecia los peligros). Golfín, tú que has dado la vuelta al mundo, ¿te acobardarás ahora?... ¡Ah!, los aldeanos tenían razón: adelante, siempre adelante. La ley universal de la locomoción no puede fallar en este momento.
Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y se quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. Por grande que fuera su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual solo habría podido descender echándose a rodar.
—¡Bonita situación! —exclamó sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad—. ¿En dónde estás, querido Golfín? Esto parece un abismo. ¿Ves algo allá abajo? Nada, absolutamente nada... pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro... Sin duda estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre... ¿Qué haré?, hay por aquí una vereda que vuelve a subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo andado?... ¡Retroceder! ¡Qué absurdo! O yo dejo de ser quien soy, o llegaré esta noche a las famosas minas de Socartes y abrazaré a mi querido hermano. Adelante, siempre adelante.
Dio un paso y hundiose en la frágil tierra movediza.
—¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Conque quiere usted tragarme?... Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las caras usted y yo... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra; magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.
—Vamos —dijo el viajero lleno de gozo—, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta la música popular de este país... Ahora calla... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella, qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja... La graciosa cantora se va... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.
La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
—Esta es una situación divina —murmuró Golfín, considerando que no podía hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro—. No hay mal que cien años dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.
Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:
—Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?
No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:
—Choto, Choto, ven aquí.
—¡Eh! —gritó el viajero—. ¡Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!
—¡Choto, Choto!
Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:
—¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda... Pero si es un camino... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?
—Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.
La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.
—Fiat lux —dijo descendiendo—. Me parece que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme... Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante...
—¿Va usted al establecimiento? —preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.
—Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.
—Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferrocarril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.
—Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación —dijo Golfín riendo.
—Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.
—Usted... —murmuró.
—Soy ciego, sí, señor —añadió el joven—; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Conque sígame usted y déjese llevar.
iego de nacimiento? —dijo Golfín con vivo interés que no era solo inspirado por la compasión.
—Sí, señor, de nacimiento —repuso el ciego con naturalidad—. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
—Quién sabe... —manifestó Teodoro— ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claroscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.
—¿En dónde estamos, buen amigo? —dijo Golfín—. Esto es una pesadilla.
—Esta zona de la mina se llama la Terrible —repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino—. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.
—Espectáculo asombroso, sí —dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo—, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.
—¡Choto, Choto, aquí! —dijo el ciego—. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.
En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.
El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguiole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.
—Es pasmoso —dijo— que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
—Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:
—Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
—Diga usted, buen amigo —interrogó el doctor festivamente—. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
—Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura... Ahora vuelve la piedra... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra... También hay capas de pizarra; esto llaman esquistos... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.
—¿Quién, el sapo?
—Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
—En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
—¿La oye usted?
—Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
—¡Nela!... ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
—No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
—La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.
—Muchas gracias, amigo mío.
El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en un ángulo obtuso. Hasta se podían ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la concavidad panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de carga maltratados por las olas; y era tal la fuerza pictórica del claroscuro de la luna, que Golfín creyó ver, entre mil despojos de cosas náuticas, cadáveres medio devorados por los peces, momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semidescompuesto y profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo morara en la inmensa sepultura del mar.
La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago.
—Por aquí hay agua —dijo a su compañero.
—Ese ruido que usted siente —replicó el ciego deteniéndose— y que parece... ¿cómo lo diré? ¿No es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?
—Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que pasa?
—No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que será como un molino. Algunos dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a reñir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que oímos de fuera.
—¿Y nadie ha bajado a esa sima?
—No se puede bajar sino de una manera.
—¿Cómo?
—Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos años los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
—Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras —dijo el doctor riendo.
—Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.
—¿Otra?
—Sí, señor. Y esta, al llegar a la mitad, se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.
Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos.
—¿Sabe usted a lo que me parece esto? —dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía—. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas este probole lo contrario, diciendo:
—Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a todos los demás lugares que conozco.
—Esto es la idea de la meditación.
—Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
—¡Oh, cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del cielo en pleno día! —exclamó el doctor con espontaneidad suma—. Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan magníficamente no se acaba nunca?
—Ya, ya pronto estaremos fuera... ¿Dice usted que la bóveda del cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
—Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me habéis parecido más lindas que en este instante.
—Al pasar —dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra— he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
—Amigo querido —dijo Golfín con emoción y lástima— es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedrusco no merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
—¿Es verdad que existís, estrellas?
—Dios es inmensamente grande y misericordioso —observó Golfín, poniendo su mano sobre el hombro de su acompañante—. Quién sabe, quién sabe, amigo mío... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.
Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.
—No tengo esperanza —murmuró.
Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
—Aquí a la izquierda —dijo el ciego— está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso; lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre miles de millones sin saberlo.
Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.
—Nela, Nela —dijo el ciego—. ¿Me traes el abrigo?
—Aquí está —repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.
—¿Esta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?
—¡Oh! —exclamó el ciego con candoroso acento de encomio—. Canta admirablemente—. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me reñirá de seguro... ¡Allá voy, allá voy!
—Retírese usted pronto, amigo —dijo Golfín estrechándole la mano—. El aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía. Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo... Yo soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
—¡Ah!... ya... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío; le espera a usted desde ayer.
—Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y seremos amigos, quizás muy amigos... Vaya, adiós; a casa pronto, que el fresco de setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá la bondad de acompañarme.
—De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino... poca cosa... Cuidado no tropiece usted en los raíles; cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar las vagonetas sobre la vía... y con la humedad, la tierra está como jabón... Adiós, caballero y amigo mío. Buenas noches.
Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo daremos.
guarda, hija, no vayas tan aprisa —dijo Golfín deteniéndose—, déjame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad:
—A ver, enséñame tu cara.
Mirábale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del fósforo. Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un organismo en que ha entrado o debido entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien decía que era una mujer mirada con vidrio de disminución; alguno que era una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.
—¿Qué edad tienes tú? —preguntole Golfín sacudiendo los dedos para arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.
—Dicen que tengo dieciséis años —replicó la Nela, examinando a su vez al doctor.
—¡Dieciséis años! Atrasadilla estás, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo.
—¡Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fenómeno —manifestó ella en tono de lástima de sí misma.
—¡Un fenómeno! —repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica—. Podrá ser. Vamos, guíame.
La Nela comenzó a andar resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía. Iba descalza: sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo. Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios de un carácter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simpático acento de cortesía, que no podía ser hijo de la educación, y sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo.
—Dime —le preguntó Golfín— ¿tú vives en las minas? ¿Eres hija de algún empleado de esta posesión?
—Dicen que no tengo madre ni padre.
—¡Pobrecita! Tú trabajarás en las minas...
—No, señor. Yo no sirvo para nada —replicó sin alzar del suelo los ojos.
—Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello dorado oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el verso de Polo de Medina: «es tan linda su boca que no pide». En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el hábito degradante de la mendicidad callejera.
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.
—¡Pobrecita! —exclamó—. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién vives?
—Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.
—Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres hija?
—Dicen que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un día de Difuntos, y después se fue a criar a Madrid.
—¡Vaya con la buena señora! —murmuró Teodoro con malicia—. Quizás no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.
—Sí, señor —replicó la Nela con cierto orgullo—. Mi padre fue el primero que encendió las luces en Villamojada.
—¡Cáspita!
—Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles —dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia—, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también soltera, según dicen. Mi padre había reñido con ella... Dicen que vivían juntos... todos vivían juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera... Un día dicen que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.
—¡Y te ahogaste!
—No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita.
—Sí; indudablemente eras muy bonita —afirmó el forastero con el alma inundada de bondad—. Y todavía lo eres... Pero dime otra cosa. ¿Hace mucho tiempo que vives en las minas?
—Dicen que hace tres años. Dicen que mi madre me recogió después de la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre no le quiso asistir, porque era malo, él fue al hospital donde dicen que se murió. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día la despidió el jefe porque había bebido mucho aguardiente...
—Y tu madre se fue... Vamos, ya me interesa esa señora. Se fue...
—Se fue a un agujero muy grande que hay allá arriba —dijo Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético— y se metió dentro.
—¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a salir.
—No, señor —replicó la Nela con naturalidad—. Allí dentro está.
—Después de esa catástrofe, pobre criatura —dijo Golfín con cariño—, has quedado trabajando aquí. Es un trabajo muy penoso el de la minería. Tú estás teñida del color del mineral; estás raquítica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas más robustas.
—No, señor, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada.
—Quita allá, tonta, tú eres una alhaja.
—Que no, señor —dijo Nela insistiendo con energía—. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer alguna cosa difícil enseguida me desmayo.
—Todo sea por Dios... Vamos, que si cayeras tú en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajarías bien.
—No, señor —repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara—; si yo no sirvo más que de estorbo.
—¿De modo que eres una vagabunda?
—No, señor, porque acompaño a Pablo.
—¿Y quién es Pablo?
—Ese señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace año y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando.
—Parece buen muchacho ese Pablo.
La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclamó:
—¡Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. ¡Pobre amito mío! Sin vista tiene él más talento que todos los que ven.
—Me gusta tu amo. ¿Es de este país?
—Sí, señor, es hijo único de D. Francisco Penáguilas, un caballero muy bueno y muy rico que vive en las casas de Aldeacorba.
—Dime ¿y a ti por qué te llaman la Nela? ¿Qué quiere decir eso?
La muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso:
—Mi madre se llamaba la señá María Canela; pero le decían Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo María.
—Mariquita.
—María Nela me llaman y también La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada más que la Nela.
—¿Y tu amo, te quiere mucho?
—Sí, señor, es muy bueno. Él dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las cosas...
—Todas las cosas que no puede ver.
El forastero parecía muy gustoso de aquel coloquio.
—Sí, señor; yo le digo todo. Él me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, cómo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
—Veo que no es flojo tu trabajo. ¡Lo feo y lo bonito! Ahí es nada... ¿Te ocupas de eso?... Dime, ¿sabes leer?
—No, señor. Si yo no sirvo para nada.
Decía esto en el tono más convincente, y el gesto de que acompañaba su firme protesta parecía añadir: «Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo».
—¿No verías con gusto que tu amito recibía de Dios el don de la vista?
La muchacha no contestó nada. Después de una pausa, dijo:
—¡Divino Dios! Eso es imposible.
—Imposible no, aunque difícil.
—El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo.
—¿D. Carlos Golfín?
—Sí, señor. D. Carlos tiene un hermano médico que cura los ojos, y, según dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos.
—¡Qué hombre más hábil!
—Sí, señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que trajera las herramientas para ver si le podía dar vista a Pablo.
—¿Y ha venido ya ese buen hombre?
—No, señor; como anda siempre allá por las Américas y las Inglaterras, parece que tardará en venir. Pero Pablo se ríe de esto y dice que no le dará ese hombre lo que la Virgen santísima le negó desde el nacer.
—Quizás tenga razón... Pero dime, ¿estamos ya cerca?... porque veo chimeneas que arrojan un humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua.
—Sí, señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. Aquí enfrente están las máquinas de lavado, que no trabajan sino de día; a mano derecha está el taller de composturas y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas.
En efecto; el lugar aparecía a los ojos de Golfín como lo describía Marianela. Esparciéndose el humo por falta de aire, envolvía en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas masas negras señalábanse confusa y fantásticamente sobre el cielo iluminado por la luna.
—Más hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aquí —indicó Golfín apresurando el paso—. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la luna en noches de bochorno. ¿En dónde están las oficinas?
—Allá; ya pronto llegamos.
Después de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. Verlo y sentir los gratos sonidos de un piano teclado con verdadero frenesí musical, fue todo uno.
—Música tenemos. Conozco las manos de mi cuñada.
—Es la señorita Sofía, que toca —afirmó María.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y el balcón principal estaba abierto. Veíase en él una pequeña ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cayó, describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas chispas; era que el fumador había arrojado la colilla.
—Allí está el fumador sempiterno —gritó el doctor con acento del más vivo cariño—. ¡Carlos, Carlos!
—¡Teodoro! —contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su guía y corrió hacia la puerta.
enudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la Nela se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. Baja de techo, pequeña para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por añadidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces.
En lo interior el edificio servía para probar prácticamente un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no servía más que de estorbo. En efecto; allí había sitio para todo: para los esposos Centeno, para las herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que comía el gato, para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles inútiles, para un altar en que la de Centeno ponía a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas seculares, colonizadas por las moscas; para todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se oía:
—¡Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!...
También se oía esto:
—Vete a tu rincón... ¡Qué criatura! Ni hace ni deja hacer a los demás.
La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primogénito, se agasajaba en el desván, y Celipín, que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce años, tenía su dormitorio en la cocina, la pieza más interna, más remota, más crepuscular, más ahumada y más inhabitable de las tres que componían la morada Centenil.
La Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo exigía la instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres vivos su último pedazo de suelo habitable. En cierta ocasión (no conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de ingenio, y se había dedicado a la construcción de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felicísima idea, que al instante puso en ejecución. Metiose bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y cómodo: cuando tenía frío, tapábase con otra cesta. Desde entonces, siempre que había garrotes grandes, no careció de estuche en que encerrarse. Por eso decían en la casa: «Duerme como una alhaja».
Durante la comida, y entre la algazara de una conversación animada sobre el trabajo de la mañana, oíase una voz que bruscamente decía: «Toma». La Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención: «Mujer, que no has dado nada a la pobre Nela». A veces acontecía que la Señana (este nombre se había formado de señora Ana) moviera la cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, algún objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo dijera: «Pues qué, ¿estaba ahí? Yo pensé que también hoy se había quedado en Aldeacorba».
Por las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose como sacerdotisas de Baco, y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina se iban a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. Poco después oíase un roncante dúo de contraltos aletargados que duraba sin interrupción hasta el amanecer.
Tanasio subía al alto aposento y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las cestas donde desaparecía la Nela.
Acomodados así los hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal, y mientras Centeno, sentándose estiradamente junto a la mesilla y tomando un periódico, hacía mil muecas y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del arca una media repleta de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo volvía a poner cuidadosamente en su sitio. Sacaba después diferentes líos de papel que contenían monedas de oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces solían oírse frases sueltas como estas:
—He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca... A Tanasio le he puesto los seis reales que se le quitaron... Solo nos faltan once duros para los quinientos...
O como estas:
—«Señores diputados que dijeron sí...», «Ayer celebró una conferencia», etc.
Los dedos de Señana sumaban, y el de Sinforoso Centeno seguía tembloroso y vacilante los renglones, para poder guiar su espíritu por aquel laberinto de letras.
