Marido por necesidad - Lucy Gordon - E-Book
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Marido por necesidad E-Book

Lucy Gordon

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Beschreibung

En la boda de su mejor amiga, Angie Wendham conoció al hermanastro del novio y se enamoró perdidamente de aquel guapo e inquietante siciliano. El problema era que él no tenía la menor intención de seguir los pasos de su hermanastro, su pasado le había dado motivos para no querer volver a entregar su corazón a nadie... pero, sin darse cuenta, cada vez se sentía más unido a Angie. Esta necesitaba casarse con Bernardo antes de que se le notara el embarazo. Si consiguiera convencer al orgulloso siciliano de que volviera a confiar en el amor, Bernardo podría convertirse en algo más que un marido por necesidad.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lucy Gordon

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Marido por necesidad, n.º 1241 - diciembre 2015

Título original: Husband by Necessity

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7355-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Angie! —gritó Heather por tercera vez—. ¡El taxi está aquí!

—¡Ya voy! —contestó Angie.

No era del todo cierto, no había terminado de maquillarse. El taxista llevaba diez minutos esperando frente a la puerta del apartamento londinense que ambas mujeres compartían, y había cargado ya las maletas.

—¡Angie, el taxi!

—¡Voy, voy! ¿Falta algo? —musitó Angie frenética—. Bueno, ya no tiene remedio. ¡Dile al taxista que vaya cargando las maletas!

—Ya están en el maletero, Angie. Me voy a Sicilia a contraer matrimonio, y me gustaría llegar antes de la boda.

—Pero si falta una semana, ¿no? —preguntó Angie saliendo por fin.

—Sí, pero preferiría no perder el avión.

Era un día perfecto para abandonar Londres. Llovía a mares, solo cruzar desde la puerta al taxi resultaba una aventura. Heather y Angie corrieron. Rieron de felicidad ante la idea de escapar, de ir en busca del sol.

—¡Mira! ¿Habías visto alguna vez llover así? ¡Qué gusto marcharse! Perdona que te haya hecho esperar.

—No sé cómo puedes ser médico —respondió Heather—. Eres la persona más desorganizada del mundo.

—Ah, es que en cuanto entro en el hospital soy otra —respondió Angie con sinceridad—. Solo en la vida privada tiendo a ser un poco… ya sabes.

—Sí, casquivana, ligera de cascos e irritante.

—Necesito unas vacaciones, estoy agotada.

—No me extraña, debe ser agotador tener tantos admiradores… Bill, Steve…

—¿Bill?, ¿Steve? —repitió Angie.

—Los recuerdas, ¿no?

—Bueno, eso fue hace un mes. Es historia.

—¿Y saben ellos que son historia? —preguntó Heather.

—Traté de romper con mucha suavidad —respondió Angie—. Siempre lo intento.

—¿Y por qué el hombre de anoche te imploraba que volvieras cuanto antes?

—Ese era George… creo.

—Sinceramente, Angie, eres incorregible —rio Heather.

—No, no lo soy. No soy incorregible… signifique eso lo que signifique. De todos modos, no es por eso por lo que necesito unas vacaciones. Trabajar en el departamento de urgencias es agotador, pero cuando encima te toca el turno de noche…

Heather y Angie llevaban seis años compartiendo piso en Londres. Heather era una persona encantadora, de naturaleza reservada y modesta. Y, como los opuestos se atraen, su mejor amiga tenía que ser Angie, una chica extrovertida y brillante que consideraba que los hombres vivían solo para complacerla.

—¡Sol, un mar azul, playas doradas, y un montón de guapos sicilianos, con S.A! O al menos C.A.O. —exclamó Angie.

Angie dividía a los hombres en dos categorías, según su atractivo: S.A. significaba sex appeal, y C.A.O cierto atractivo oculto. Para Heather, que había tratado de asimilar esas categorías, los hombres con sex appeal eran los que resultaban atractivos nada más verlos, mientras que los otros tenían cierto encanto oculto, más sutil e intrigante.

—Hablas de los C.A.O como si fueran el pariente pobre —objetó Heather.

—Bueno, en realidad no, pero lleva tiempo captar su atractivo, y yo no tengo tiempo. Los S.A. son mejores para las aventuras cortas.

—¡Reprímete!

—De ningún modo —respondió Angie decidida—. Yo no salgo de vacaciones para reprimirme. Salgo de vacaciones para ponerme morena, para enamorarme, para saborear los placeres locales y hacer el loco. De otro modo, ¿qué sentido tiene?

Angie hablaba en serio. Era una chica menudita, rubia y de ojos azules. De naturaleza romántica e impulsiva, se enamoraba fácilmente, y jamás tenía problemas para conquistar a un hombre. Su vida estaba llena de breves e intensas aventuras. Era la perfecta ligona.

Pero las apariencias suelen engañar. En realidad las aventuras de la doctora Angela Wendham eran breves porque su verdadero amor era su trabajo. Era una persona inteligente y lúcida, y había terminado la carrera de Medicina con honores. Después había pasado cuatro fatigosos años de entrenamiento como postgraduada, y por eso solo pensaba en las vacaciones. Heather iba a casarse con Lorenzo Martelli, un joven siciliano, y Angie iba a ser su dama de honor, así que estaba dispuesta a aprovechar la oportunidad al límite.

Aún llovía cuando llegaron al aeropuerto. Mientras facturaban las maletas alguien gritó llamando a Angie.

—No podía dejarte marchar sin despedirme —dijo un joven compungido, ofreciéndole una rosa—. No me olvidarás, ¿verdad?

—Claro que no —contestó Angie conmovida—. ¡Oh, Fred…!

—Frank —la corrigió él irritado.

—Sí, Frank, pensaré en ti todo el tiempo.

Frank tomó su mano y la besó. Por fortuna enseguida llegó el momento de despedirse. Seguía lloviendo cuando el avión despegó, escalando por encima de las nubes.

—Aún no me he hecho a la idea de que te casas. Te vas a vivir a otro país, prácticamente a otro mundo —comentó Angie, que no podía dejar de preguntarse por los sentimientos de Heather hacia Peter.

Heather y Peter habían sido novios durante un año. Él la había abandonado justo una semana antes de la boda.

—No me arrepiento —contestó Heather leyéndole el pensamiento—. Estoy enamorada de Lorenzo, vamos a ser muy felices en Sicilia.

—Tienes razón, nuevos horizontes —contestó Angie—. Dijiste que Lorenzo tenía dos hermanos, ¿no?

—Sí, pero yo solo conozco a uno, a Renato.

—Sí, ya me lo has contado. No puedo creer que se presentara en el mostrador de Gossways fingiendo ser un cliente solo para conocer a la novia de su hermano.

Gossways era el almacén en el que trabajaba Heather, en el departamento de perfumería.

—No le culpo por querer conocerme —respondió Heather—, es su modo de hacerlo lo que no me gusta. Se presentó sin decir quién era, y cuando Lorenzo me llevó esa noche al Ritz a conocerlo, descubrí la trampa.

El encuentro había sido dramático. Renato Martelli había dado su visto bueno, pero Heather había salido disparada del Ritz y había estado a punto de atropellarlos. En medio del tumultuoso encuentro Lorenzo le había suplicado que se casara con él, y Heather había accedido. Un mes después iba camino de Sicilia a celebrar la boda.

—Cuéntame algo del otro hermano —pidió Angie.

—Se llama Bernardo, pero en realidad es solo hermanastro. El padre tuvo una aventura con una mujer de un pueblo de las montañas, una tal Marta Tornese, y Bernardo era de ella. Luego él tuvo un accidente de tráfico con su amante, y la madre de Lorenzo se hizo cargo del niño.

—¡Dios! ¡Qué mujer!

El avión viró, mostrando el triángulo de la isla de Sicilia en medio de un precioso mar azul. Enseguida descendieron y aterrizaron en el aeropuerto de Palermo. Nada más pasar la aduana Heather sonrió y saludó con la mano a dos hombres. Por la descripción, Lorenzo debía ser el alto de pelo castaño. Angie miró al otro y sonrió.

No era alto, lo cual era una ventaja. Ella era menudita, y detestaba acabar con tortícolis. Primer punto a su favor. El cuerpo merecía una buena nota. Un diez, en una puntuación del 1 al 10. Delgado, caderas estrechas y muy masculino. Por el momento, todo perfecto. Fue al acercarse y ver la expresión de sus ojos, seria y triste, cuando la sonrisa de Angie se desvaneció. Aquel hombre tenía algo que la hacía estremecerse. Heather y Lorenzo se lanzaron el uno en brazos del otro, y el hermano se acercó a Angie sonriendo ligeramente.

—Hola, yo soy Bernardo Tornese.

Tornese, no Martelli, observó Angie. Habría podido pasarse la vida escuchando aquella voz. Era profunda, sonora, preciosa.

—Angela Wendham —contestó estrechándole la mano.

—Es un gran placer conocerla, signorina Wendham.

—Llámame Angie —sonrió ella.

—Muy bien, Angie, me alegro de conocerte.

Bernardo la observaba de arriba abajo exactamente igual que lo había hecho ella. Bien, no iba a asustarse. Los novios se soltaron por fin, avergonzados. Heather le presentó a Angie a su futuro marido, que a su vez dijo:

—Este es mi hermano Bernardo.

—Hermanastro —se apresuró el otro a murmurar.

El camino a casa de los Martelli, a las afueras de Palermo, les llevó media hora. Sicilia era tan bella que Angie quedó perpleja. Las cálidas calles de Palermo enseguida dieron paso a verdes campos llenos de flores desde los que se divisaba el azul del mar, tanto más cuanto más subían. Por fin llegaron a un edificio de tres plantas. Lorenzo, que iba sentado atrás, comentó:

—Hemos llegado.

La Residenza se levantaba sobre un promontorio desde el que se dominaba el mar. Era un edificio magnífico y rico, de estilo medieval, construido en piedra amarilla.

—¿Es esta tu casa? —preguntó Angie perpleja.

—Es la Residenza Martelli —contestó Bernardo, concentrado en la carretera.

Enseguida entraron en un patio, donde Baptista Martelli los esperaba para darles la bienvenida. Era una mujer pequeña y de aspecto frágil, de unos sesenta años. Tenía el pelo blanco y un rostro delicado. Angie la observó con curiosidad. Era la futura suegra de Heather. La fascinaba pensar que había acogido en su casa al hijo ilegítimo de su marido para criarlo como si fuera suyo. Baptista las saludó calurosamente, pero Angie supo intuir algo en sus ojos: era una mujer con una voluntad de hierro. Debía ser una dura enemiga, reflexionó. Y una maravillosa amiga.

Lorenzo abrazó efusivamente a su madre, pero Bernardo se conformó con darle un beso en la mejilla. Su comportamiento no tenía tacha, pero era más cortés que tierno, observó Angie. Una criada les mostró la habitación que iban a compartir. Tenía dos enormes camas con dosel decoradas con visillos blancos y una puerta que daba a la terraza, desde donde se dominaba el magnífico jardín. Angie se prometió explorar aquel paraíso. Más allá del jardín, un sendero se estrechaba en la lejanía hacia las montañas oscuras y místicas del horizonte.

La doncella comenzó a deshacer las maletas. Angie se quitó los vaqueros y se puso un vestido azul ligero que tornaba violáceos sus ojos. Una vez listas salieron a la terraza girando en dirección a la fachada principal, donde Baptista las esperaba con refrescos. Bernardo y Lorenzo les sujetaron las sillas y les sirvieron Marsala.

—¿Quieres algo de comer? —preguntó Bernardo señalando el frutero, la tarta siciliana de queso y el café.

—¡Dios mío! —exclamó Angie perpleja ante tanta comida.

—Baptista es la mejor anfitriona del mundo —comentó él—. Cuando no sabe qué preferirán sus invitados, sirve de todo. Por si acaso.

Bernardo la llamaba Baptista, observó Angie. No «mamá». El instinto le decía que aquel era un hombre complejo, un hombre lleno de tensiones. La curiosidad de Angie iba en aumento.

Bernardo le sirvió atentamente, pero apenas participó en la conversación. Lorenzo y él eran los polos opuestos. El primero era alegre, abierto y de carácter fácil. En Bernardo, en cambio, todo resultaba oscuro. Desde su piel, morena, pasando por sus ojos, casi negros, hasta los cabellos, negros del todo.

Su rostro la intrigaba. Cuando estaba callado, adoptaba una expresión pétrea. Tenía unos ojos profundos, llenos de secretos, y unos labios generosos y algo pesados. Sin embargo, cuando hablaba, se tornaban móviles, distintos, y todo su rostro se iluminaba.

Baptista indicó que quería hablar a solas con Heather, y Lorenzo desapareció. Bernardo se volvió hacia Angie y preguntó:

—¿Quieres que te enseñe los jardines?

—Me encantaría —contestó contenta, tomando la mano que él le ofrecía.

Una docena de jardineros cuidaban aquel jardín. En el centro había una fuente con bestias míticas que escupían agua en todas direcciones. De ella partían una docena de caminos, unos con flores, otros curvos y misteriosos. Bernardo le señalaba cada variedad de planta. Daba la sensación de que no estaba a gusto en aquel lugar. Era como si la magnificencia del jardín lo obligara a ser una persona que no era. La curiosidad de Angie iba en aumento.

—¿Conoces a Heather desde hace mucho tiempo?

—Unos seis años. Trabajaba en una papelería a la vuelta de la esquina del hospital donde estaba yo.

—Ah, ¿eres enfermera?

—Médico —contestó Angie algo molesta ante la apresurada suposición.

—Perdona, Sicilia está un poco chapada a la antigua.

—Es evidente.

—¿Estás molesta conmigo? —preguntó él tras una pausa.

—No.

—Pues yo creo que sí. Me gustaría que no lo estuvieras. Yo vivo en las montañas, en un lugar en el que la gente aún sigue pensando como antaño. A ti, probablemente, te parecerían poco civilizados.

—No estoy molesta, no tiene importancia. Te estaba contando cosas de Heather. Nos conocimos hace seis años, y enseguida simpatizamos, así que decidimos vivir juntas. Compartimos la casa.

—Cuéntame algo de ella, es… tan diferente de Lorenzo…

Era extraño que una persona de buena familia como Bernardo fuera tan tímida y retraída. No era uno de esos hombres que saben encandilar a las mujeres con las palabras, y por eso le gustaba.

—Lorenzo ha conocido a muchas mujeres, por eso te estás preguntando cómo es Heather —señaló Angie.

—Bueno, Renato la aprueba, así que… Habla de ella en términos muy elogiosos.

—Pues ella de él no —contestó Angie.

—Sí, ya he oído contar la historia. Esos dos jamás se llevarán bien, y Lorenzo estará en medio, sin saber a qué lado tirar.

—Tengo interés por conocer a Renato, ¿cómo es?

—Es el cabeza de familia —explicó Bernardo.

—Y eso aquí es muy importante, supongo.

—¿Es que no significa nada en tu país?

—No, la verdad es que no —contestó Angie considerándolo—. Por supuesto respetamos a mi padre, pero lo respetamos porque lleva cuarenta años trabajando como médico, y ha ayudado a muchas personas.

—¿Por eso te hiciste médico tú también?

—Todos nos hicimos médico, mis dos hermanos y yo. Mi madre también era médico, antes de morir. Murió cuando yo hacía las prácticas.

—Entonces tus padres fundaron una dinastía.

—¡Ojalá te oyera mi padre! —rio Angie—. Él jamás nos animó a que siguiéramos sus pasos. Recuerdo que siempre decía: «Hagas lo que hagas, no estudies Medicina. Es una vida de perros, no duermes nunca». Por supuesto, todos le llevamos la contraria. Pero debo decir… —continuó Angie observando a Bernardo—… que en Inglaterra no respetamos a los hombres simplemente porque sean hombres. De hecho…

—Continúa —la alentó Bernardo—, estás deseando soltarlo.

—Cuando me llegó la hora de examinarme, quise superar la nota de mis hermanos. Era una cuestión de orgullo. Y lo conseguí —rio Angie traviesamente—. ¡Se pusieron furiosos!

—¿Y tu padre? —preguntó Bernardo sonriendo, encantado de escucharla.

—Me dio la enhorabuena.

—¿Y qué dijeron tus hermanos?

—¿Te refieres a antes, o a después de que me echaran arsénico en la sopa? Bueno, simplemente se partieron de risa pensando en lo que me esperaba.

—¿Y qué te esperaba?

—Cuatro años de prácticas. Medicina general, cirugía general, urgencias, obstetricia, ginecología, pediatría y psiquiatría.

—Eso suena terrible —comentó Bernardo medio riendo.

—Lo fue. Creo que lo hacen así de duro a propósito, para desanimar a los más débiles. Pero yo no soy débil. ¡Mira! —añadió doblando el brazo y enseñándole la musculatura.

—¡Me asustas! —contestó Bernardo sonriendo, tocando levemente el músculo—. Tanta cualificación, y no eres más que…

Bernardo la miró a arriba abajo. Había estado a punto de decir que no era más que una niña, pero finalmente calló.

—Tengo veintiocho años —declaró ella—, soy bastante más dura de lo que parezco.

—No podrías ser más menudita —observó Bernardo sin dejar de mirarla admirado.

Angie rio y salió corriendo, adelantándolo y escondiéndose en un túnel formado por árboles a los lados. Luego se volvió y miró atrás, jugando. Como aventura de verano, la cosa iba bien. Bernardo no salió corriendo tras ella como habría hecho cualquier otro hombre, simplemente la observó y le tendió una mano. Angie se detuvo y la tomó.

De la mano, continuaron caminando entre los árboles. Ella sentía que una fuerte emoción la embargaba. No por nada que él hubiera dicho o hecho. Tampoco era el hombre más guapo del mundo, ni siquiera era el hombre más guapo con el que hubiera salido. Pero le gustaba. La breve sonrisa que él había esbozado en el aeropuerto se ampliaba y ampliaba a cada minuto.

—Este jardín es maravilloso —suspiró Angie.

—Sí, es perfecto —contestó él serio.

—¿Es que no te gusta?

—No me siento… cómodo entre tanta perfección —contestó él tras una pausa—. Me resulta demasiado ordenado. Ningún hombre puede sentirse libre en un lugar como este.

—¿Y dónde te sientes libre, entonces? —preguntó ella con interés.

—Arriba, en las montañas, entre los pájaros y las águilas doradas que vuelan bajo haciéndote sentir que son tus hermanos.

—¿Aguilas doradas? —repitió ella—. ¿Dónde?

—En mi casa, en las montañas. Yo apenas vengo aquí. Mi verdadera casa es Montedoro.

—Vamos a ver, déjame pensar… «monte» significa montaña, y «doro» de oro, ¿no?

—¿Sabes italiano? —preguntó Bernardo.

—Mi tía se casó con un italiano. De niña iba a visitarlos, en verano.

—Pues es cierto, es una montaña dorada.

—¿Por las águilas doradas? —preguntó Angie.

—En parte. Pero también porque es el primer lugar donde amanece y el último donde se pone el sol. Es el lugar más bello del mundo.

—Eso parece —comentó Angie melancólica, imaginándoselo.

—¿Te gustaría…? —comenzó a preguntar Bernardo, interrumpiéndose y echándose a reír, ruborizado—. Es decir, me preguntaba si…

—¿Sí? —lo animó ella.

Bernardo respiró hondo. Angie esperó pacientemente, sabía qué era lo que iba a decir.

—¡Eh, Bernardo! —gritó alguien. Bernardo se sobresaltó. Angie también tuvo la sensación de que despertaba de un sueño. Lorenzo se acercaba hacia ellos por el sendero—. Es hora de cambiarse para la cena.

Angie volvió a la casa decepcionada, pero esperanzada. Bernardo quería enseñarle su casa, estaba segura, y ella deseaba conocerlo cada vez más a fondo. Aún quedaba por delante toda la velada, de modo que todavía podía arrancarle la invitación con sus encantos. Al llegar al dormitorio que compartía con Heather se dejó caer sobre la cama y colocó los brazos bajo la cabeza suspirando.

—¿C.A.O, o S.A?

—S.A. —respondió Angie sin vacilar—. Sin duda.

—¡Cuidado! —advirtió Heather alarmada.

—No sé a qué te refieres —respondió Angie inocente.

—Claro que sí, lo sabes perfectamente. Te conozco cuando decides enamorar a un hombre, te sabes todos los trucos. Pero Bernardo no parece de los que se dejan engañar.

—No lo es —confirmó Angie—. Es terriblemente serio, terriblemente pensativo y misterioso. Por eso es un reto —acabó riendo.

—Me rindo.

—Sí, ríndete, no tengo remedio.

Angie se puso un vestido azul y verde para cenar. ¿Cómo la encontraría Bernardo? La respuesta fue evidente nada más bajar las escaleras. Tras echar un vistazo a Heather, Bernardo posó la mirada sobre ella. La expresión de su rostro cambió por completo. Parecía más vivo, igual que ella. Un estremecimiento de emoción la recorrió al tenderle él la mano y guiarla hacia el comedor, mientras iba presentándole al resto de parientes.

Angie aprovechó la cena para observar con más atención a Lorenzo. Era encantador, resultaba perfectamente comprensible que su amiga se hubiera enamorado de él. Quizá fuera un poco inmaduro, pero era guapo y atractivo.

Sin embargo Renato no le inspiraba simpatía. Resultaba desagradable, cínico e insoportable. Era alto y esbelto, y aunque no cupiera duda en cuanto a su atractivo físico, Angie comprendió que Heather acabaría por pelearse con él.

En el comedor había dos enormes mesas para treinta personas cada una. Los Martelli eran la familia más importante de la región, y una boda era todo un acontecimiento. Baptista presidía una de las mesas junto con los novios. Renato y Bernardo la otra. Renato era el anfitrión perfecto, pero Bernardo no le prestó atención a nadie más que a ella. Quizá fuera justo, ya que al fin y al cabo era extranjera.

—¿Buñuelos de verdura?, ¿o prefieres los de arroz con ensalada de naranja?

—¿Esto es solo de primer plato? —preguntó Angie boquiabierta

—Claro —contestó Bernardo—. Después hay siempre arroz o pasta. Pasta con coliflor, con sardinas.

—Hmmm… De todo —pidió Angie hambrienta.

—Jamás había visto a una mujer comer como tú —comentó él admirado. Luego, dándose cuenta de lo que había dicho, se retractó horrorizado—. No, no era eso lo que quería decir… —Bernardo se interrumpió al ver a Angie reír. Su risa era sonora, rica, lo impulsaba a sonreír. Ya no se sentía violento—. Soy un bocazas, jamás sé lo que debo decir.

—¿Y quién quiere escuchar siempre lo que se debe decir? Es más interesante oír lo que se piensa de verdad.

—Sí, pero a veces digo cosas que desconciertan —confesó él.

—Me lo figuro.

La cena había terminado. Los invitados se levantaban de la mesa y se separaban por grupos. Bernardo llevó a Angie aparte olvidándose de su responsabilidad como anfitrión. No era el único. Renato se había levantado de la mesa dos veces durante la cena, pero Bernardo le explicó a Angie la razón:

—Renato es quien dirige los asuntos de la familia, Lorenzo es el relaciones públicas.

—¿Y tú, qué eres tú?

—No lo sé —contestó Bernardo con sencillez, tomando dos copas de una bandeja.

Le tendió una a Angie y la guió hacia una puerta retirada. Ni siquiera le había preguntado primero si quería acompañarlo, aunque no hacía falta. Exceptuando el comedor, la casa estaba en silencio. El sonido de sus pisadas resonó en el vacío.

—¿A dónde me llevas? —preguntó Angie.

—A ninguna parte, solo quería estar a solas contigo. ¿Te parece bien?

Angie sonrió. Le gustaba que fuera sincero y directo, lo prefería a la charlatanería.

—Sí, me parece bien.

Bernardo le enseñó la casa y sus amplios ventanales que, invariablemente, mostraban unas vistas gloriosas.

—Esta es la galería de los retratos —explicó él mostrándole un largo y ancho pasillo con cuadros colgados a los lados—. Ese es Vicente, mi padre —indicó señalando uno—. El que está a su lado es su padre, el siguiente su hermano, así sucesivamente.

Había demasiados rostros como para examinarlos todos, pero uno en especial llamó la atención de Angie. Era un cuadro pequeño, de un hombre vestido al estilo del siglo XVIII, que casi pasaba desapercibido. Sus ojos, duros, observaban el mundo con suspicacia.

—Es Ludovico Martelli —explicó Bernardo—, unas diez generaciones atrás.

—¡Pero si eres tú! —exclamó Angie admirada.

—Sí, hay cierto parecido.

—¿Cierto parecido? ¡Eres su viva imagen! ¡Eres un verdadero Martelli!

—En cierto sentido —contestó él serio, tras una pausa.

No debía insistir, comprendió Angie. Evidentemente era un tema delicado.

Salieron a la terraza. La noche había caído. En aquella oscuridad aterciopelada la única luz procedía de la casa. Angie sentía que el cuerpo de Bernardo temblaba. Apenas los separaban unos centímetros. Él debía estar a punto de besarla. Entonces Angie comprendió que no deseaba otra cosa. Bernardo era diferente del resto de los hombres que había conocido, y sus besos también lo serían.

Pero en lugar de besarla él hizo algo que la dejó perpleja. Tomó su mano lentamente entre las suyas, la levantó y la posó sobre su mejilla.

—Quizá… —dijo él interrumpiéndose, incapaz de continuar.

—¿Sí?

—Quizá… debamos volver con los demás. Creo que no estoy siendo un buen anfitrión.

De tratarse de otro hombre, Angie habría contestado sonriente con una coquetería, tratando de alentarlo. Sin embargo fue incapaz. Por alguna razón, con Bernardo no le salían las palabras.

—Tienes razón, debemos volver.