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Un grupo de surfistas australianos coincide en Hendaya. Allí, en medio de una fiesta, un misterioso personaje le ofrecerá un extraño trato a una chica del grupo: el amor que anhela a cambio de su alma. De pronto, su capacidad para entender la realidad se verá alterada. La pesadilla acaba de comenzar... un viaje a los infiernos en la mejor tradición de las historias de fantasmas victorianas.
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Seitenzahl: 536
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Román Huarte Castro
Saga
Mary Ann se aparece
Copyright © 2022 Román Huarte Castro and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726948165
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Dedicada a
Domingo Jiménez López y Yolanda Huarte Castro,
a quienes esta novela y yo debemos tanto
Hendaya, Francia. Julio de 1988
Europa irradiaba aún mayor encanto del que se imaginaba. Aunque Francia estaba iluminada por el mismo sol que resquebrajaba los desiertos de su país, en sus pupilas azules se desgranaban matices de un orden incomparable. Acababa de bajarse de un avión procedente de Australia, donde, en contraste, solo advertía la esencia de una nación recién construida. Un lugar cuyos edificios más antiguos apenas rememoraban una fría relación con la colonización penitenciaria. Pegada a la ventana del taxi, distinguía incluso el barniz del rococó. Tonalidades de un paisaje encantador y poético. Mágico, en definitiva.
Mery Ann era una entusiasta del surf. Una práctica en la que se contenía la naturaleza de su folklore. No obstante, los aparejos que habría de arrastrar hasta la playa poco tenían que ver con los usados por los polinesios que los inventaron. El neopreno, el plástico y la fibra de vidrio eran materiales que acentuaban su apariencia extranjera. Desentonaban con su alarmante fluorescencia, muy alejada de la estética de rayas marineras que por entonces se estilaba en el viejo continente.
Gracias a que se esperaba un buen verano, la afluencia de veraneantes lograría disimular el llamativo look de los australianos. De hecho, los hoteles y pisos de alquiler de la comarca rozaban el lleno. Alan, Pat, Mike, Shelley, Kurt, Alice, Pearce, Betty, Wayne y la misma Mery Ann tenían programado alojarse en un magnífico chalet a pocos metros de la arena.
Cruzar el gran charco era algo que les apetecía desde hacía algún tiempo. En años anteriores, habían mojado sus tablas en las aguas de Arica y Santa Cruz. En cambio, la tierra de Napoleón añadía el toque de romanticismo que siempre había faltado en sus vacaciones. Digamos que la madurez había recortado su flequillo grunge. Sin que tuvieran conciencia real de lo que ocurría, vivían tiempos en los que al fin asentaban la cabeza, así como sus relaciones sentimentales. No dejaba de ser un destino pensado para parejas, entre quienes Wayne y Mery Ann desentonaban por ser los únicos solteros.
La conciencia general del grupo aguardaba su unión en algún momento, igual que si la trayectoria de sus vidas la fraguara la física de un embudo. De forma invariable, se sucedía un ultimátum tras otro en viajes y celebraciones. Por descontado, durante esta aventura francesa se confiaba en que surgiera la esperada llama entre los dos. Al menos Mery Ann, en sintonía con aquella voz mayoritaria, así lo deseaba.
No podía decirse que sus sentimientos hacia Wayne fueran un capricho. Era evidente que lo amaba de verdad y así se lo había hecho saber en múltiples ocasiones. Vagaba en un escenario de obstinación, en el que no dejaba de darse contra un muro. Jamás había escuchado un sí como respuesta, de manera que se pasaba noches enteras sin dormir, lamiéndose las heridas o pensando en las miles de preguntas que rodeaban la incógnita de su relación. Interrogantes que solo él sabía contestar. Sin embargo, este se limitaba a seguir un papel frío y distante. Se empeñaba en parafrasear las cuestiones importantes y en no ser claro respecto a sus emociones. No pretendía herirla en modo alguno. Entendía que desvelar la cruda realidad podría resultar nefasto para su equilibrio. Apreciaba en ella una fragilidad cristalina, por lo que no había nada en mayor oposición a sus intenciones.
Mery Ann era la primera en reconocer que se comportaba como una mojigata. No le importaba lo que pensaran los demás. En cambio, lejos de que se pronunciara una voz discordante al respecto, sus amigos los veían desde el desahogo de sus propias relaciones.
El grupo estaba influenciado por una perspectiva acomodada en los tópicos sobre el amor. Nadie se detuvo para hablar con ella en serio, para decirle:«Tía, despierta! ¡No te mereces esto!». Y, como consecuencia de la ceguera de todos, ella sufría. Se martirizaba en silencio, mientras fingía con ademán forzado una ambivalencia que nadie acertaba a considerar. Bajo la lectura simple del resto, a su situación la rodeaba una apariencia inocua. Unas circunstancias cuyos entresijos únicamente ella conocía. En realidad, él era una obsesión. Un bucle que no dejaba de reproducirse. No existía otro asunto de importancia en su discernimiento.
«Si no estás conmigo, no sé quién soy», se decía a sí misma. Los deseos de poseerlo eran de tal magnitud que no dejaba de mortificarse sobre la misma idea. Y, a pesar de que Wayne la rechazaba, retomaba la cuestión de su conquista con una terquedad sobrehumana. Lo haría sin pausa hasta que este se diera cuenta de lo buena que era para él. «Wayne no entiende la naturaleza de nuestro amor», se justificaba.
La mañana del cuarto día fue el único momento del mes en el que lloviznó. El saco de Mery Ann se encontraba vacío desde la primera luz que entró por la ventana. La suya era una de las tres habitaciones en que se dividía el tejado abuhardillado. Este albergaba, además del aseo, la que compartían Mike y Shelley, así como la del propio Wayne.
Por más que lo intentaba, Mery Ann no era capaz de despertarlo con su voz mental. «Llevo horas esperándote. Ven a mi cuarto, ahora. Por favor, quiéreme», apelaba a su amado a través del grosor de la pared. «¿Puedes oírme? Te estoy llamando. Sí, esa presencia en tu cabeza soy yo, abre los ojos», invocaba pegada al yeso con el estatismo de una salamandra. Deseaba que se abriera la puerta. Que apareciera para poseerla. «Está bien, lo entiendo. Tienes sueño, duerme un poco más. Descansa. Si es preciso, esperaré toda la vida», se resignaba después de entender que su magia era ineficaz.
El silencio de la casa tan solo era mellado por el arrullo de las palomas posadas en el pinar y por el embate de las olas. Mery Ann disfrutaba de una soledad tranquila, pues, hasta el momento, el regocijo en sus pensamientos la hacía sentirse acompañada. Con la misma claridad que despachaba el amanecer, le vino a la memoria la fiesta con invitados del día anterior. De pronto, aquello la incomodó. Habían cenado en el jardín junto a un grupo de jóvenes de Burdeos que conocieron mientras surfeaban en la calurosa jornada del tercer día.
Silvie, Pierrot, Thibaut, Hugo, Patrice y Brigitte eran encantadores. Refinadamente educados. Según rememoraba, Mery Ann apretaba los puños con nerviosismo. En comparación, la borrachera de los franceses no tenía nada que ver con la tosquedad que exhibían los australianos bajo los efectos de la cerveza. Los sorbos de menta con pastis eran un complemento ideal para sostener sus interesantes conversaciones así como sus acertados comentarios. «Pedantes gilipollas», pensaba. Mientras Pat tocaba la guitarra bailaron y rieron. En la cúpula celeste destellaban los astros de la noche y cada instante apuntaba al recuerdo de una velada mágica para todos. No. Para casi todos. Al amanecer, Mery Ann barruntaba sobre cuestiones diferentes. No le hacía ninguna gracia que Brigitte hubiera intentado seducir a Wayne. «Esa maldita zorra...».
Fue testigo de cómo lo devoraba con la mirada. Bajo un despliegue de gestos explícitos, lo invitó a hacer con ella lo que deseara. Sin tapujos. Estaba dispuesta a entregarse por completo si él se lo hubiera insinuado. Ante la presencia impávida de Mery Ann, Brigitte escenificó un ritual descarado. Se mesaba el pelo y bebía con glamur. Acariciaba el borde del vaso, mojaba los labios en el licor, los repasaba con la lengua y, de vez en cuando, se los mordisqueaba.
Mery Ann era objeto de unos celos angustiosos. Le dolía el estómago. Su mundo se desmoronaba en tanto la recién llegada se inmiscuía en sus asuntos. Además, veía en ella considerables opciones de lograrlo; envidiaba su atractivo y que tuviera un perfecto dominio del inglés.
La única preocupación de Mery Ann durante el convite fue poner los medios necesarios para impedir que se le acercara. Wayne se dejaba llevar, hechizado por los encantos de Brigitte, por lo que procuró interrumpirlos en lo posible.
«Él es débil y tú una aprovechada…», determinó tras analizar la situación. Interfería entre ellos con cualquier pretexto y la enredaba con el fin de mantenerla a distancia. A causa de ello, Brigitte fue víctima de un asedio extenuante. Un marcaje que le exigió grandes esfuerzos para mantener su imagen de refinada cortesía. No en vano, para mayor enfado de Mery Ann, su rival aguantó el embate con la elegancia que la caracterizaba, sin poner un mal gesto ni minar el perfil de su impecable corrección.
Al recoger las sobras de la fiesta, Mery Ann se había encargado de introducir en la bolsa de basura cuanto había tocado Wayne: los bordes de las porciones de pizza, cubiertos, colillas o envases de bebida. Los desperdicios habían sido depositados en los aledaños de la valla del jardín, de donde serían retirados por la mañana. Su amado, igual que el resto de los chicos, se había tomado unas cervezas y, sin duda, sabría discriminar las suyas de entre la multitud de botellas desechadas.
Se separó de la pared en la que pegaba su oreja para sentir a Wayne, se calzó las chanclas y enfiló el umbral de la habitación. Se adentró en un pasillo oscuro. Todos dormían. Con la única luz que se filtraba a través de la mansarda, alcanzó las escaleras de bajada y pronto llegó a la planta inferior.
Tras salir, caminó sobre la hierba. La luminosidad blanquecina que se filtraba a través de las nubes hacía resplandecer su rostro angelical, así como los barreños con los residuos. Al removerlos, el vidrio sonaba con el ritmo de su búsqueda ansiosa. Chocaban unos frascos contra otros, igual que en los brindis propuestos durante la fiesta. Mery Ann confiaba en saber discernirlos, sin embargo, necesitó menos esfuerzo del que pensaba. Uno sobresalió del resto con la excelsitud de una revelación.
«Este». Volvió con él al interior y tomó asiento en la cocina. Izó levemente la persiana y las briznas de luz penetraron a través de la celosía. El cristal verdoso se difuminaba en su piel con la excentricidad de los isótopos radiactivos. Asomó la nariz en su oquedad. El efluvio del alcohol aún se volatilizaba con frescura. Mery Ann ansiaba reconocer los fluidos bucales de Wayne en la corona del botellín. Se lo llevó a la boca y saboreó la textura con su lengua, como si besara a su chico en los labios. Aferrada a él con pasión, no dejó de lamer la superficie.
—¿Desayunando a oscuras? —preguntó Alice al tiempo que se asomaba.
Mery Ann se distanció del recipiente y fingió una actitud diferente a la que perpetraba en secreto, confiada en la protección que le otorgaba la penumbra.
—¡Cielos! ¿Ya estás con las cervezas? —añadió.
—¿Estamos de vacaciones o no? Pues que se note —argumentó Mery Ann.
—¿Sabes qué? Tienes razón. Hoy pienso ir a la playa borracha, a tomar por culo —sentenció Alice sacando otras dos Heineken de la nevera.
—Tú eres de las mías, Alice.
Tras destaparlas, alzaron sus bebidas y las estrellaron en el aire.
—¡Salud!
Había transcurrido una semana desde su llegada y las expectativas vacacionales de los australianos se cumplían con satisfacción. Francia era el país amable que esperaban encontrar y, muy a pesar de Mery Ann, habían entablado amistad con los bordeleses. Quedaban con ellos cada día en la misma parte de la playa, donde formaban un gran campamento flanqueado por sombrillas, muros de neveras y toallas. Era un lugar donde nunca faltaba la música. Gimme Hope Jo’anna1 se había convertido en la canción del verano y no dejaba de sonar una vez tras otra en el radiocasete.
El grupo pasaba las horas en el agua, surfeando a placer. Intercambiaban trucos para mejorar sobre la tabla y, de vuelta al asentamiento, compartían sus bocadillos. Al atardecer, ya con el cuerpo agotado, se tomaban unas cervezas con la mirada clavada en el horizonte. Orientados ante la puesta de sol con la apariencia pétrea de los Moáis, disfrutaban de un momento de reflexión que ni los más atolondrados del grupo se atrevían a estropear con sus típicas chorradas.
A Mery Ann, por tanto, no le quedaba otra que permanecer alerta. No se despegaba de Wayne. Su obsesión radicaba en evitar que Brigitte coincidiera a solas con él, en el mar o sobre la arena.
«Ha engordado un poco», observó Mery Ann. El relax, la pizza y el alcohol empezaban a engrosar la figura de Wayne bajo su estilizado neopreno. Los dos kilos de más le quedaban bien, por lo que había decidido no mencionárselo. Lo que estaba a su gusto no habría por qué tocarlo.
Wayne Breuer era de piel lampiña, dorada por un bronceado que resaltaba sus ojos verdes. Era un surfista de cuerpo atlético que alcanzaba el uno noventa. A sus veinticuatro años aún no tenía claro qué quería hacer con su vida. Últimamente le rondaba por la cabeza montar algún negocio, pero había aplazado cualquier decisión hasta el retorno de sus vacaciones. No era algo que le urgiera. Vivía bajo el ala de sus padres, a quienes les sobraba la pasta y no les importaba financiar sus ideas, por estúpidas que fueran. Lo importante era que el chaval encontrara su camino.
Mery Ann, en cambio, opinaba en silencio: «A Wayne le quedaría genial un uniforme. Debería ser piloto. O médico». No porque descubriera determinadas cualidades en él, sino porque así le gustaba imaginárselo. Un hombre apuesto, hecho a la medida de lo que ella se merecía. Bajo la imagen idealizada de Cary Grant, su proyecto existencial era el de una imagen preciosista. Un decorado idílico e imperturbable en el que Wayne era un maniquí que servía para completar la trascendencia de su ego.
Brigitte, por el contrario, se las ingeniaba para desmarcarse de ella y lograr acercarse a Wayne. La conexión entre ambos resultaba casi natural. Era evidente que congeniaban a la perfección.
Alice, quien tuvo la misma impresión, aconsejó:
—No dejes que se arrime. Va a por él.
—¿Tú crees? —contestaba Mery Ann con disimulo.
«No permitas que se acerque». En boca de Alice, aquellas palabras adquirían una autoridad abrumadora.
Ella misma se las había repetido de forma acomplejada, sin embargo, el hecho de oírlas de su amiga la forzaban a pasar a otro nivel de urgencia. Su titularidad sobre Wayne corría grave peligro. Las evidencias empezaban a alertar a los demás, lo cual significaba que el asunto adquiría un cariz sobredimensionado. Aquello complicaba las cosas, dado que el esfuerzo hasta la fecha le estaba resultando agotador.
Brigitte era impredecible y ello la obligaba a mantenerse en un continuo estado de alerta. No se permitía ni cerrar los ojos para tomar el sol. No, aquello no eran vacaciones. La falta de sueño la sumergía en la irritación y en un estado de inseguridad estresante. Mientras el resto se divertía, ella se desquiciaba con su obcecación.
La tarde del 11 de julio sucumbió y se quedó dormida mientras ambos se marchaban al agua. Para cuando despertó, ya habían vuelto de las olas. Los vio disfrutando de su reciprocidad, así como de la experiencia que habían compartido sobre las tablas. Secaban sus cuerpos extendidos en las toallas y se repartían una merienda que volvía a unirlos de manera trascendente. Fue un grave error. Mery Ann sentía que había arrojado todo su esfuerzo por la borda. Tanto, que la rabia arañaba su estómago con el cinismo de un violín desafinado.
«¡Te odio, maldito bastardo! ¡Te odio!», se desesperada al tiempo que apretaba los puños en la arena. Tras escucharse a sí misma, tomó conciencia de algo que llegó a turbarla. Era la primera vez que lo insultaba. Aquellas sucias palabras habían emborronado su tabernáculo de pureza. Se sintió aún peor por ello. Demasiado atrevimiento; había ultrajado el carácter divino de su amado. Era un acto de herejía y el castigo debería imponerse cuanto antes. Precisaba limpiar su alma, de modo que no quedaran restos de corrupción alguna.
—¿De qué son vuestros sándwiches? —preguntó mientras se acercaba a ellos con premeditación.
Estos miraron sus bocadillos con aborrecimiento. Habían sido interrumpidos por la estridencia de la voz de Mery Ann, desbaratándose la agradable conversación. Esta no aguardó a que abrieran el pico y se dirigió a Wayne nuevamente.
—Te está dando mucho el sol, voy a ponerte protección.
Sin esperar respuesta se puso tras él y apartó el neopreno para despejarle el dorso.
—Verás qué bien. Así —argumentó a la vez que extendía el factor 50.
El contacto impaciente sobre la piel de Wayne era una forma de comunicación directa con él. El mensaje de desesperación se transmitiría a través de las yemas de Mery Ann. «Perdóname, por favor. Te lo suplico. No era mi intención. Sabes que te quiero, jamás querría ofenderte. La culpa es de ella. Nada habría ocurrido de no haberse entrometido. ¿No lo ves? Intenta separarnos, ella ha creado esta situación. Te lo ruego, no me lo tengas en cuenta. Haré lo que sea por alcanzar tu perdón. Cualquier cosa», oraba con arrepentimiento.
Wayne sentía dolor. Los dedos ansiosos de la joven se le incrustaban entre las fibras musculares y le rasguñaban la piel.
—En la cara, frente, mejillas y nariz también. Debemos protegerlo todo, no hay que olvidarse de las zonas de mayor sensibilidad. —Mery Ann forzó la postura de Wayne y cambió el lugar de aplicación del ungüento.
«No permitiré que ella cambie mi fervor por ti. Te demostraré que soy digna de tu amor y que siempre estaré a tu lado, pase lo que pase. Te juro que no volverá a corromperse la pureza de lo que siento. Mi corazón es tuyo, te pertenezco. Concédeme otra oportunidad. Dame una señal y sabré que las cosas vuelven a ser igual que antes», finalizó su plegaria.
Brigitte contemplaba la escena con estupefacción. No entendía cómo Wayne soportaba las extravagancias de aquella tarada. En ella percibía auténtica angustia, más de la que cualquiera podría soportar. Le temblaban las extremidades. También la voz, a la par que las cejas denotaban un arco de desesperación.
El día 13 de julio fue inspirador para Mery Ann. Se despertó con una sensación distinta a la de las últimas jornadas. Tenía la intuición de que la culpa que sentía tras haber insultado a Wayne se expiaría durante el transcurso de aquella misma mañana. Faltaba realizar el sacrificio definitivo. Su optimismo se debía, en parte, a que Brigitte estaba enferma. La postraba en cama una infección de orina y la fiebre la incapacitaba hasta el punto de no poder salir de casa. El orden cósmico se alineaba de forma que Mery Ann interpretaba en él la señal divina que esperaba.
—Buenos días chicos.
—Buenos días —le respondieron al unísono—. Es obvio que estás descansando bien estas vacaciones. Se te ve buena cara —añadió Pearce.
Esta le plantó un beso en la mejilla y se puso un zumo de naranja. Su disimulo era creíble. No había rastro del infierno que pasaba por dentro.
—¿Qué haremos hoy? —sondeó.
—Quiero comprar la Australia Surfing Life. ¿Me acompañas? —preguntó Pearce.
Mery Ann echó un vistazo rápido. No logró hallar a Wayne. Antes de bajar ya había comprobado que la puerta de su habitación estaba abierta, así que dio por hecho que se habría marchado. «Esto tiene que cambiar, hemos de fijar unas bases en nuestra relación. No puede desaparecer así, sin decirme a dónde va ni con quién…»
—¿Y Wayne? —Obvió la invitación de su amigo. Pretendía abrir su interrogante para todos.
—Ha sacado la basura.
«Bueno, por esta vez puede pasar…». Tragó los últimos posos del jugo y dejó el vaso sobre la pila de cacharros sucios que llenaba el fregadero.
—Vamos Pearce, te acompaño —respondió Mery Ann.
Fuera, las gaviotas graznaban en la trayectoria de las corrientes térmicas. El viento sur traía hasta su olfato el aroma a bronceador de los primeros ocupantes de la playa. Las gafas de sol de pasta azul protegían sus ojos soñolientos, impacientes por dar con su amado en el paisaje veraniego.
—¡Chicos!
Mery Ann se volvió al escuchar su voz. Wayne volvía de la boulangerie con un par de barras bajo el brazo.
—¿Te vienes a por la Surfing Life?
—Me da grima ver el estado de la cocina. Dado que nadie se anima a limpiarla he decidido ponerme con ella…
«¿En serio? ¿Tú?», se dijo sorprendida. Se trataba de una tarea necesaria. Por el contrario, Mery Ann no hallaba convicción en sus palabras. Wayne era un joven poco resuelto. Un niño mimado a quien se le daba todo hecho. Dudaba que su esfuerzo resultara provechoso. La maña no estaba entre sus habilidades.
Al margen, lo que ella encontró cautivador fue su voluntad de prestarse para las tareas domésticas. No solo traía el pan para los bocadillos de la tarde, sino que también se disponía a involucrarse en la limpieza. «Por este tipo de cosas sé que no me he equivocado, que eres el hombre de mi vida».
—Si quieres a la vuelta te echo un cable.
Era una oportunidad excepcional para limar asperezas. Para borrar de su conciencia los insultos que le había proferido. Al mismo tiempo, disfrutarían de una gratificante experiencia conyugal.
—Me vendría bien… —respondió Wayne. «Genial, ya tengo a quien endiñarle el trabajo», pensó en realidad.
Ella, en cambio, se marchaba contenta; además, con el añadido de que Brigitte no lo acosaría en su ausencia.
A su regreso, se topó con él en la cocina. Tal como había prometido, bregaba con los cacharros. Se le acercó con sigilo e introdujo los dedos en el agua jabonosa que Wayne había embalsado. También se puso a frotar.
—Cuánta vajilla, somos un regimiento… —comentó Mery Ann.
—La solución es sencilla. Pizza para desayunar, comer y cenar. No harían falta cubiertos, ni platos ni útiles para cocinar.
Ella, sin atender a su contestación, buscó tocarlo en las profundidades del fregadero. Alcanzó su piel y la llegó a acariciar. Wayne se sonrojó. No dudó en apartar sus extremidades al instante.
—¡Ah! —Exclamó de dolor.
De manera inmediata, se extendió una mancha de sangre que tiñó la espuma de un matiz granate. Wayne se había cortado con el filo de un cuchillo, lo que originó una hemorragia prominente. Mery Ann reaccionó enseguida y cubrió su falange con un paño que tenía a mano.
—Menudo tajo —señaló Wayne.
—Presiona… hasta que coagule… —recomendó ella.
La mancha empezaba a exceder la consistencia del algodón. El olor a metal frío desataba en Mery Ann una reacción similar a la de los tiburones. Sus pupilas se dilataban. Se le aceleraba el pulso y la cadencia de respiración. La mancha se extendía, así como el gozo por el empapuzamiento. El contacto con el fluido vital de Wayne desató en ella un instinto beatífico sin precedentes. En aquel escenario se revelaba la señal que estaba esperando. Se trataba del mensaje que desvelaría el mecanismo de su absolución. Tan solo necesitaría un cáliz para reproducir su particular ofrenda.
—Sigue apretando, voy a buscar algo para ponerte ahí.
En cuanto regresó, desenvolvió la lesión y colocó un nuevo vendaje.
—Oprime aquí otra vez. Voy a echar esto a la basura. Enseguida vengo.
Abandonó la estancia como un vampiro en la noche, extasiada por el valor del botín que se llevaba. Se aseguró de que nadie la veía e introdujo la reliquia dentro de un vaso. Abrió el grifo. Lo llenó hasta la mitad. La gasa soltaba su impregnación y se mezclaba, resultando una solución siniestra que a Mery Ann le fascinaba. La misericordia estaba a su alcance. Bastaba con beber el contenido, un sacrificio que valía un perdón.
Se llevó el recipiente a los labios. Tembló de emoción. A cada trago, saboreó la expiación que la liberaba del pecado. Nunca más volvería a insultarlo. Se lo prometió a sí misma.
Era la mañana del 14 de julio. Mery Ann abrió los ojos con la impronta cálida del enamoramiento. Advertía una felicidad indescriptible. Ingerir los fluidos de su amado la colmaba de placidez, pues al fin lo tenía dentro. Había sido el mayor nivel de intimidad con él. Se figuraba la presencia de la sangre en su matriz. La acariciaba. Imaginaba allí la semilla de Wayne tras haber quedado embarazada. Tenía el convencimiento de que se encontraba en una fase delicada de la gestación y de que habría de comportarse con la diligencia de una madre responsable.
Desde aquel mismo día dejaría de fumar, de beber alcohol y evitaría los movimientos bruscos que perjudicaran al feto. Tendría que renunciar a muchas cosas por sacar adelante a la familia. El sacrificio era una de las claves de su éxito. En consecuencia, no dudaría en dejar el surf por Wayne y por el bebé.
Se sentía cómoda en el saco. Puesta la mirada en el techo, el arrullo de las palomas llegaba a sus oídos con la adecuación exacta. Aderezaba un ambiente maternal. Con seguridad, las aves también estarían arropando a sus polluelos en los respectivos nidos o dándoles de comer. Se imaginaba la escena. La madre acercaría el alimento hasta sus picos diminutos. Nudos de lombrices que, una vez embuchados, lucharían por salir de sus gaznates. Gusanos retorciéndose al ser devorados vivos, picoteados en sus partes vitales o seccionados por la mitad. Mery Ann se llevó la mano al pecho y se acarició los senos. Eran turgentes y suaves. Su hijo mamaría a placer de ellos y no le faltaría alimento. Tendría el mejor posible. Se lo daría a demanda, sin horarios que le estresaran o sin que tuviera que llorar por él.
El masajeo de los pezones ganaba en intensidad, de modo que sus cavilaciones se interrumpían por el gozo que encontraba en ello. Optó por dejar a un lado lo concerniente a la concepción y dedicó su atención al cuidado de sus deberes conyugales. Cuánto deseaba a Wayne.
Se humedeció los dedos. Luego, los deslizó hasta la ambrosía de su pelvis. Seseaba hambrienta con idénticos espasmos a los de las orugas desolladas en las fauces de las aves. Los círculos se dibujaban sobre la viscosidad del flujo. El forro sintético, que cubría parcialmente la desnudez de Mery Ann, perfilaba con su balanceo el movimiento de una sutil respiración.
Se llevó el dedo meñique a la comisura de los labios en tanto se regodeaba. Los gemidos eran suaves pero incontenibles, como la curvatura de su espalda. Había dado con el camino hacia el éxtasis. Lo seguía sin desviar sus pensamientos de la obsesión que profesaba por Wayne. Su cuerpo lo recorría un cosquilleo eléctrico. Estaba a punto de levitar. La dominaba el deseo y la exigencia de consumar su profundo amor.
—¿Mery Ann, estás despierta? —preguntaron desde el otro lado de la puerta.
Enseguida reconoció la voz de Wayne.
Interrumpió el diálogo con su intimidad y, como si fuera una autómata, hizo regresar su fisiología a un estado de normalidad.
—¡Un momento, no estoy vestida! —exclamó.
Se deshizo del saco y se enfundó el pijama con la mayor rapidez. Una vez encuadrada ante el espejo, trató de arreglar su pelo alborotado. La humedad del ambiente había pronunciado la ondulación de su media melena y, debido a la excesiva exposición al sol, se le había clareado hasta formársele algunos mechones de color dorado. Mientras lo aderezaba, se extrañaba por la enigmática aparición de Wayne. Quizá tuviera algo importante que decirle o, ateniéndose al alcance de sus últimos hechizos, puede que se hubiera presentado por efecto de las constantes llamadas a través de su voz mental. «Vale. Preparada, uff…», resopló para aliviar su tensión. «Si pasa me lo follo».
—¿Sí? —inquirió con dulzura.
Mery Ann abrió y se mostró de cuerpo entero, con la pose más seductora que le salió. Enredaba tirabuzones con el índice mientras lo observaba con una mirada llena de picardía.
—Estamos todos en la cocina. ¿Te vienes? Barajamos posibilidades para hoy mientras desayunamos. Han llamado los bordeleses, por si nos apetece salir de fiesta esta noche.
—Está bien, ahora bajo —aceptó con desolación. Una vez más se frustraba la materialización de sus deseos.
—Genial —dijo Wayne antes de desaparecer por las escaleras.
Era el día de la fiesta nacional. Según descendía los peldaños, Mery Ann oía los primeros petardos. Estos le recordaban la fecha ignota en la que vivía. Los chicos habían desplegado un gran almuerzo sobre la mesa y le habían reservado un sitio junto a Wayne. Le pareció un bonito detalle que se respetara el compromiso que la unía al padre de su hijo. Nada más sentarse, este le sirvió zumo de naranja.
—¿Habéis decidido algo? ¿Qué idea tenéis? —preguntó antes de beber.
—Quieren llevarnos a Irún. Está aquí cerca, al otro lado de la frontera. Al parecer, hay bastante marcha allí —contestó Shelley.
—Por mí lo que diga la mayoría.
—Está bien. ¿Qué hacemos? —Pat lanzó al aire.
«Seguro que ha llamado esa guarra. Está cachonda y pretende ver a Wayne como sea, a pesar de la fiebre, la gonorrea o lo que sea que tenga», pensó con furia. «Pues que sepa que iré, aunque lleve encima este bebé», mentó a la par que se acariciaba el vientre. «Me encargaré personalmente de que no se le acerque y le dejaré claras las cosas. Hoy pondré el punto y final a esta intromisión».
El acuerdo fue unánime. El grupo estaba animado y con ganas de juerga.
Pat sintonizó la radio y tomó a Shelley para bailar bajo el ritmo sofisticado de Rick Astley y su Together Forever. Fue una improvisación que contagió a todos, por lo que la estancia no tardó en convertirse en una discoteca. Entretanto, Mery Ann permanecía sentada con una sonrisa esculpida a la fuerza y asentía ante las gracias que le dedicaban. «Quién me mandaría venir a Francia. Odio este lugar. Lo detesto», añadió encolerizada.
Tal y como se había prometido, Mery Ann no probó la cerveza ni se metió en el agua durante aquella jornada de playa. Fue un lapso de tiempo atípico en el que se limitó a tomar el sol y a vigilar a Wayne en la distancia. Sin embargo, ni siquiera la ausencia de Brigitte lograba disipar sus preocupaciones. «Esta noche pondré fin al asunto», cavilaba. Apostaba los ojos en el horizonte y trataba de imaginarse cómo sería la victoria sobre su enemiga. Los franceses acordaron aparecer sobre las siete, por lo que Mery Ann habría de lucir una apariencia espectacular para esa hora. Se había propuesto dejar a todos con la boca abierta. «Cuando me vea Brigitte entenderá quién manda aquí. Quién es la única que puede besar a Wayne».
Al contrario que este, ella había perdido peso. Desnuda frente al espejo de su habitación, podía distinguir los surcos que le perfilaban los huesos y la definición de cada grupo muscular. «De hoy no pasa, haré que caiga rendido a mis pies».
Sus largas piernas la acercaron con ligereza hasta las perchas que colgaban de la puerta. De ellas pendían tres vestidos de fiesta. «¿Qué me pongo? Fácil…». Se inclinó por el más sexy: un conjunto de corte imperio con los hombros despejados, que recogía sus pechos a la manera de un traje balconette. Se ataba con minimalismo a la nuca, siendo aquellas tiras el único textil visible a lo largo de su espalda descubierta.
—¿Me prestas el secador? —preguntó Alice. Al asomar la cabeza se encontró a Mery Ann maquillándose—. ¡Qué fuerte! ¡Vaya ojazos!
El cosmético le perfilaba unos ángulos rasgados, con un pómulo recto que subía difuminado hasta la sien y le marcaba la mandíbula. Los ojos, que tanto le habían impresionado a Alice, se disipaban con sombras de colores que estiraban y desgajaban su mirada. Su labial era oscuro y puntiagudo, una composición que inspiraba en ella el espíritu de una pantera.
—¡Igual que Madonna! ¡Yo también quiero!
—Ven aquí —respondió Mery Ann.
Jugaron a ser estilistas y se lo pasaron en grande, como cuando eran niñas. Se peinaron, se ayudaron a vestirse y se motivaron con la música del radiocasete para darlo todo en la discoteca.
—Bueno, pandilla —anunció Pearce—. Parece que nuestros amigos acaban de aparcar ahí fuera.
Desde la ventana del salón pudieron ver el perfil de tres vehículos cuya silueta se ocultaba de forma parcial tras el seto, el pretil y los ornamentos de la cerca.
—Que pasen y tomamos la primera aquí —sugirió Kurt.
—¡Choca esa, tío! —reaccionó con entusiasmo un animado Pearce.
—¡Venga, colegas, a mover el esqueleto! —añadió Kurt, poniendo la cara B de una cinta de Cyndi Lauper.
Alan salió para recibirlos e invitarlos a pasar. Entretanto, Mike abrió la nevera para sacar los dos últimos sextetos de cerveza. Entendía que no era una cantidad suficiente, así que optó por meter mano a las reservas de Tullamore que esperaban en una caja de cartón. Era una situación especial que merecía celebrarse con exceso. El día señalado para desmadrarse y hacer la gran farra del verano.
En segundos, la casa se convirtió en una sala de fiestas cuyo escándalo podía oírse desde la calle. No en vano, los gritos, carcajadas y golpes cesaron en cuanto Mery Ann empezó a descender las escaleras. El tropel se centró en ella con estupefacción.
El silencio lo rompió un silbido anónimo que la piropeó, pero después la quietud volvió a depender de la belleza que irradiaba. Mery Ann rastreaba la muchedumbre con expresión algo desencajada.
«Dónde está. Dónde está Brigitte. ¿No ha venido?», se preguntaba. «¡Ah! Ahí está… ¿Me ves bien? Muérete de envidia. Wayne es mío», mentaba con rabia.
El reproductor de casete volvió a ponerse en marcha y, siguiendo los acordes de la música, Mery Ann avanzó peldaños abajo. Caminaba segura de la sensualidad que desprendía. Quería que Wayne fuera el primero en oler su perfume a una distancia tabú para los preceptos de la convención social. Alice permanecía tras ella con el rigor de un séquito, igual que una dama de honor. Una vez sobre el parqué, ambas se mezclaron entre la concurrencia.
—¡Qué guapa! —dijo Brigitte, que apareció junto a ella. Se mostraba con la insulsa corrección de siempre.
Mery Ann entendió en aquel gesto una negación flagrante de la rivalidad que mantenían. «¡Falsa…! ¡Guárdate esa sonrisa para ligar después en la discoteca! Yo, en cambio, estoy aquí para triunfar», pensó dejándola atrás. «Mira cómo me beso con Wayne, no tienes nada que hacer». Dio un par de pasos hacia delante y no se dignó en contestar.
—Estás espectacular. Te está sentando muy bien este verano — le dijo él al tenerla enfrente.
Cyndi enloquecía a todos de nuevo, si bien, la pareja permanecía estática en medio, imbuida en una especie de conversación de doble juego. La comunicación entre ambos expresaba mayor número de mensajes a través de los gestos que por medio de sus palabras. Compartían un acto de intimidad del que participaban los dos con exclusividad.
Mery Ann posaba bajo la iluminación del postrimero sol que atravesaba la celosía. Se lucía con la rigidez de un maniquí, descubriendo su silueta ladeada. Sujetaba por delante un bolso tipo baguette con ambas manos, del cual se desprendía solo para retocarse el pelo. «¿Te gusto así? Si no, puedo ponerme otra cosa, apenas tardaría. Es subir y bajar, haré lo que me digas», pensaba. «Soy tuya, pídeme lo que te apetezca».
—¿Quieres beber algo? —volvió a pronunciarse Wayne.
Por vez primera la miraba con deseo. La sensualidad de aquellos hombros incitaba en él un ardor inusual. Le apetecía deslizar la delgada tira que se le anudaba en la nuca y poseer la sugerente desnudez que vislumbraban sus pechos bajo el vestido. «Joder, estás cañón», pensó.
Wayne se debatía en una gran incertidumbre. Tenía ganas de satisfacer el impulso primario que lo dominaba, pero no tenía intención de apechugar con el pago de la deuda emocional. Buscaba el modo de salir indemne. Catar aquel cuerpo sin tener que lidiar después con la cantinela de una enamoradiza Mery Ann. Solo veía una salida para quitarse el lastre. Tirar de su amigo el alcohol y al final desaparecer como si nada, así, el recuerdo de lo sucedido sería de un orden confuso.
—Sí, por favor —respondió Mery Ann olvidando su embarazo imaginario y entrando en la inquina con ojos cerrados.
Mientras le traía el primer cubata lo esperó con la impronta de ser la única persona que gozaría de su compañía durante la velada. «Es mío, así que no os acerquéis».
—Aquí tienes. Brindemos.
—Por nosotros —apeló ella con timidez.
El primer sorbo de la fiesta quemó sus gargantas y desinhibió su apocamiento. Repartidas las cartas, la partida empezaba con un interés común sobre el tapete. Se jugaba la consumación de una fogosidad incipiente, aunque este era un premio de distinto valor según el juicio de cada contendiente. Una parte pretendía poseer un cuerpo, otra apoderarse de un alma. En función de ello, se emplearían diferentes artimañas.
Alice y Betty los observaban inmersas en la expectación, ya que cabía la posibilidad de que el milagro se obrara al fin. Después de la dilatada espera, la afinidad entre ambos parecía forjarse. Se alegraban de que el destino pusiera el orden que esperaban.
—Hoy es su gran día, lo presiento —aseveró Alice.
—Tiene pinta. A ver qué pasa…
La fiesta se animó. Siguiendo la rutina de noches anteriores, pidieron unas pizzas. La muchedumbre campaba a sus anchas, bailando sobre el entarimado o saliendo al jardín para rematar sus bebidas. Bajo el cielo raso se respiraba un ambiente sosegado. De vez en cuando, les sorprendía la explosión de algún petardo. Se trataba del preludio de los fuegos artificiales que se lanzarían sobre la medianoche.
Wayne se proponía acaparar la atención de Mery Ann. Pretendía atraparla en su atmósfera de persuasión. Le regalaba los oídos mientras se miraban de manera insondable. Se expresaban con el convencimiento de estar a solas, sujetos a una física que se ceñía a otra realidad. La intimidad que compartían creaba una barrera que ninguno de los allí presentes podía sortear. Ni siquiera Brigitte.
—Fíjate, ya son las diez y media —dijo Mery Ann.
—Ni me había dado cuenta… Estoy muy a gusto hablando contigo.
Solo entonces entendieron que había cesado la música y que la gente se preparaba para salir. Se pusieron en pie y, de la mano, siguieron la estela de los demás. Dejaban a sus espaldas una casa podrida por la suciedad. A nadie le importaba tener que dormir allí horas después. Parte del encanto de sus vacaciones era la improvisación y, de ser preciso, Mery Ann pasaría una noche romántica en el tejado, contemplando las estrellas junto a Wayne.
La pareja se apresuró a colarse en el asiento trasero de uno de los coches, ansiosos por regresar a su ensimismamiento. Las primeras deflagraciones destellaban en la cúpula celeste, por lo que hicieron un alto en su introspección para contemplar el espectáculo a través de la ventanilla del vehículo.
«Si el próximo resplandor es rojizo, será la señal. Nos besaremos», pensó ella. «Por favor, que sea rojo. ¡Que sea rojo!».
A la vez que lo iluminaba todo un resplandor azul, Wayne mentaba a cerca de sus intenciones. De ser por él, se quedaría en el chalé para follársela. La tenía a huevo. Salir de marcha no era sino alargar su espera.
«Está bien. Si en la próxima sale verde, nos casaremos», se la volvió a jugar la entelequia de Mery Ann. «Vamos, venga… ¡Que sea verde! ¡Que sea verde!».
No tardaron en perder de vista la panorámica anaranjada del mar, rumbo a la frontera.
—Levanta el pie, vamos demasiado rápido —advirtió Wayne.
—No seas julay.
—Tío, frena. No quiero matarme en la próxima curva. Déjate de chorradas.
De repente, se hizo un gran silencio. Mery Ann se horrorizó al pensar en la posibilidad de sufrir un accidente. Un rumor extraño atacó su estómago. «¿Y si ocurriera?», se inquietaba. No podía soportar la idea de perder a Wayne. De no volver a verlo, tocarlo u oler su piel. Tomó sus dedos y los entrecruzaron. Él apretó con fuerza. Ella se sintió reconfortada. «Por favor, no te mueras. No podría vivir sin ti», volvía sobre sus temores. «Nada tendría sentido. Wayne, por favor. Dame tu palabra. Quédate conmigo para siempre».
Mientras ella protegía el nudo de manos entre sus muslos, él quiso seguir la trayectoria de una suavidad que le fascinaba. La miró con ojos vidriosos y alargó sus caricias sin que ella pusiera límites. «No dudes que yo me marcharía contigo. No tardarías en hallarme donde quiera que fueras», reflexionó. «En el cielo o en el infierno, allí nos reencontraremos».
Wayne buscó su boca para hocicarla. No se demoró en proseguir su camino bajo el vestido. Llevaba horas deseando hacerlo.
«¡Me está besando! Su boca está húmeda… ¿Es esto lo que se siente?». Era el primer beso que se daba con un chico. «Me he reservado para ti, espero darte el placer que buscas. Te lo ruego, no permitas que llore ante tu cadáver».
Wayne ansiaba dar con sus pechos desnudos bajo la tela. El resquicio que se abría le permitía internarse con facilidad. No se frenó a pesar de los nervios ni de la tosquedad con que se manejaba. Palpó la tersura de un seno en plena erección.
Las miradas del resto de los pasajeros se centraron en ellos con estupor. El chófer encuadraba el retrovisor para no perderse detalle. Claude, la única mujer que los acompañaba, observaba de soslayo sin reconocer que el morbo de los exhibicionistas también la seducía.
«Moriré si tú también lo haces…», rumió Mery Ann entre sollozos de placer.
El tiempo volvió a hacer de las suyas. Cuando miraron a través de la ventanilla, ya estaban aparcando en una de las calles de la ciudad. Irún era una población saturada de cemento. Distaba de ser una continuación del modelo residencial francés y, aunque la masificación de casas le daba escalofríos, Mery Ann tenía motivos para estar feliz. Habían llegado sanos y salvos mientras Wayne la poseía con avidez.
—Vamos, tortolitos.
Mery Ann puso los pies en el suelo y estiró la caída de la falda. Flotaba en una nube. Se cumplía su sueño al margen de la presencia continua de la muerte, la cual los había acechado en cada curva.
—Vamos —dijo su pareja tomándole la mano.
Ella se encaramó a su brazo y avanzaron juntos pendiente arriba. Al fondo se divisaba la cúpula de una gran iglesia. Por un momento, a los australianos les desencajó la imagen de un templo similar a los que recortan los perfiles de Florencia. Muy cerca de su frontispicio se hallaba un contenedor de basura. De él rebosaban múltiples bolsas, las cuales se amontonaban también junto a su base. Tenían la apariencia de haber sido excretadas por un vómito. Los efluvios de la descomposición sustituían la magnificencia del incienso. Se distinguían algunos plásticos rasgados. A través de ellos, los desperdicios florecían en una primavera de podredumbre. Un par de ratas asomaron también entre los residuos.
Mery Ann comparó el tamaño de los roedores con el de sus pies. La pedicura y el brillo de las cuentas que adornaban sus sandalias la distrajeron del asco. «Gwendolyne», leyó al alzar la vista hacia el neón que parpadeaba frente a ella. Era jueves. La afluencia de gente no era comparable a la que podría esperarse un sábado. Un tipo con el pecho peludo y una camisa blanca desbotonada hasta el esternón controlaba el acceso de la única puerta de entrada al local.
Mery Ann no advirtió un glamur acorde al que requería su amor por Wayne. Al contrario, el escenario esbozaba un matiz de degradación que la enervaba. La intranquilidad la hacía desconfiar de todo. De la gente con pinta rara, de la salubridad o de las dudosas medidas de seguridad en caso de emergencia. Desde luego, no iba a llevar hasta sus labios ningún brebaje servido allí.
Atenuada por la oscuridad, los juegos de luces y los brillos de las bolas de espejos, la apariencia del lugar no era tan cutre como imaginaba. En la pista apenas bailaban cinco personas. Sonaban los acordes de El Chiringuito, mientras los chicos corrían hacia la barra a por sus vasos de tubo con sombrillitas. Mery Ann, en cambio, avanzaba inspeccionando la sala en busca de un sitio donde proseguir con su diálogo de intimidad.
—¿Qué te parece si nos sentamos allí? —Sugirió Wayne, señalando un reservado ubicado al fondo.
Ella de pronto se paró.
—He de ir al cuarto de baño —respondió.
—Te echaré de menos —dijo Wayne sobreactuando el papel de un joven enamoradizo.
Eran las palabras exactas que ella esperaba oír. Entendía que su conexión se consolidaba. Mery Ann se arrimó y lo besó con la intensidad de una despedida definitiva. «Guarda mi ausencia», le dijo con su voz mental. A Wayne le entró un escalofrío viéndola marchar. La espalda desnuda y el deslizamiento de la seda sobre sus caderas le excitaban de una manera inapropiada. «Qué buena estás», pensó.
Antes de atravesar la puerta, la joven se volvió y, en la distancia, miró hacia él con su típica intranquilidad. «Me reservo para ti. Te lo ruego, haz lo mismo», lanzó otro de sus mórbidos pensamientos.
—¡Mery Ann! —gritó Kurt a pocos metros de ella.
Se giró para interesarse. Halló a su amigo en compañía de un desconocido.
—¿Sí? —preguntó extrañada.
—Te presento a Angélico. Es nuestro casero. ¿No es casualidad? Kurt se había encargado de los trámites del alquiler. Era quien había contactado con el dueño de la casa para hacer efectiva la fianza y la entrega de las llaves. Mery Ann necesitaba entrar en el lavabo con urgencia. Sin embargo, hizo un esfuerzo por no ser descortés. Permaneció con ellos lo que duraron las presentaciones.
—Encantada —dijo alargando la mano.
—Igualmente. Espero que estéis disfrutando de vuestra estancia en el chalet. —Angélico correspondió el gesto.
—Gracias. Hablas muy bien el inglés. ¿Eres de Irún?
—Si no se practica termina por perderse, así que hago lo que puedo. Y sí, vivo aquí desde hace una temporada, pero, como suelo decir, no tengo patria.
—Qué interesante —soltó con indiferencia—. Bueno, lo dicho: encantada.
Zanjó el protocolo y se internó en el aseo.
La suela de las sandalias se le pegaba al enlosado mugriento, dándole una idea de lo que la esperaría en aquella estancia fantasmal. «No puedo entretenerme demasiado. Wayne se enfadará si tardo. Eso es algo que no me podría perdonar. Mi deber es hacerlo feliz, no hacerlo esperar. Podría cansarse y buscarse a otra. Sí, ese es el mayor peligro. Conocerá a otra y se casará con ella. Todo por mi culpa, por haber tardado tanto», discurrió.
El olor del antro penetraba en su nariz con la fuerza del amoniaco. «Esta es mi penitencia. Lo he abandonado y he de cumplir un sacrificio. He de hacer algo para volver perdonada a sus brazos», dedujo. Empujó una puerta de las tres que, en hilera, permanecían entreabiertas. El chirrido angustioso perfiló la antesala de una visión nauseabunda. Un inodoro sin tapa ni asiento yacía a sus pies. Respiró hondo y encontró el valor necesario para dar un paso al frente. Observó que, a un lado, colgaba un rollo higiénico. Encarnaba la expresión inerte de un ahorcado.
«Con seguridad, los heroinómanos comparten aquí sus jeringuillas. Suelen clavar sus agujas en el papel para limpiarlas, así que no se te ocurra tocarlo, Mery Ann. Presiento que ha habido más de una sobredosis entre estas paredes». La loza amarillenta presentaba impregnaciones oscuras, las cuales se correspondían con varias huellas de zapato. Alguien se había subido en ella por algún motivo. «Ahí guardan sus inyecciones. Está marcado el camino, síguelo», discernió.
Determinó la presencia de una cisterna anclada en el tabique, a cierta altura por encima de su cabeza. Tomó impulso e hizo equilibrio sobre el aro resbaladizo de la taza. De seguido, introdujo la mano a tientas y palpó la viscosidad del agua estancada. No había otra cosa. Solo un lodo frío e insalubre. Antes de entrar a la discoteca desconfiaba de la higiene de los vasos. En cambio, encontraba necesario que aquella ponzoña entrara en contacto con sus pupilas gustativas.
«He de hacerlo por amor», decidió. Mery Ann se apeó de un brinco y escudriñó la cobertura húmeda que impregnaba su piel. Eligió el dedo corazón y lo acercó hasta la punta de su lengua. «No hay alternativa, la purificación pasa por hacerlo».
Bajó los párpados y se dejó llevar por el misticismo. Las arcadas sacudieron sus músculos. Se inclinó ante la letrina y vomitó. Contempló los restos que flotaban, inmersa en una paz comprensible únicamente desde el punto de vista de la divinidad. Semejante sentimiento tenía que ser real. «Ya puedo mear».
Se encuadró ante el espejo y retocó su peinado. Estaba lista para proseguir con la conquista de Wayne.
«Mira qué cuerpo. La tentación desatará sus impulsos», maduró.
Abandonó el indigno cuchitril y regresó a la pista. No tardó en localizarlo en la distancia. «Esa zorra… Lo sabía…». De repente, se paralizó su actividad cerebral. No fue capaz de hilar otros pensamientos. A pesar del sacrificio ofrendado en su ritual, se materializaba el horror gestado en los presagios.
Wayne y Brigitte se besaban.
Aquel acto de traición menospreciaba a Mery Ann hasta el punto de matarla. Ambos hostigaban su espíritu y lo alejaban de este mundo. En su lugar, quedaba el exoesqueleto de un organismo frío cuya presencia era trivial. Un insecto al que no importaba pisar. Ambos corrompían con su comportamiento el hálito sagrado de Mery Ann. Como consecuencia, se le abrían las carnes. Vislumbraba su condenación. La soledad sin Wayne. La desesperanza a cada instante. La nada.
Gimme Hope Jo’anna la golpeaba con fuerza en los oídos. El corazón parecía habérsele parado bajo el ahogo de una respiración entrecortada. La crueldad de Wayne desató sus lágrimas. La única reacción posible era correr para evadirse. No importaba a dónde. Arrancó escaleras arriba con intención de salir al exterior. La visión de túnel le impedía tomar conciencia de cuanto ocurría a su alrededor. Se sentó a solas en un escalón de la calle y dio rienda suelta a su desconsolación. Sus amigos no la habían visto desaparecer. Estaba sola, en una ubicación desconocida y en las antípodas de su casa. De vez en cuando, percibía entre lágrimas unas nebulosas de luz artificial. La de las farolas cercanas o la de los vehículos que pasaban de largo. Pero ya está. Su conexión con el entorno se había fracturado. La angustia era casi catatónica.
—¿Puedo ayudarte?
Aquellas palabras atravesaron con facilidad sus sentidos paralizados. Se trataba de una voz joven, aunque madura, profunda y tranquilizadora.
Mery Ann miró a su izquierda y, de repente, se hizo patente el rostro de quien estaba a su lado. La distorsión de las imágenes se concretó en una fisonomía de sonrisa confiada, tez morena y ojos negros.
—Seguro que no es para tanto…
El desconocido alivió con el pulgar la humedad de debajo de sus párpados. Mery Ann no entendía por qué aquel extraño esgrimía semejante grado de confianza sin su consentimiento. No en vano, por algún motivo, era incapaz de exigirle que desistiera. La confundía un magnetismo abrumador. Le apetecía dejarse llevar.
—Tranquila, verás cómo todo se arregla.
«Qué bien huele», advirtió. «¿Cuál será su perfume?». Mery Ann olfateó la mano de aquel tipo. Recorrió su piel. Le urgía acopiarse de su aroma. Era embriagador.
—Inspira fuerte —dijo él.
Mery Ann obedeció sin reservas. Sintió un cosquilleo en la nariz que la obligó a apretar los párpados con fuerza. Había respirado el maná. Un frescor de aire polar le atravesó el cerebro y, a continuación, flotó en la placidez. Se restregó las fosas nasales para aliviar el picor y devolvió sus pupilas a la realidad que tenía enfrente. En aquel instante comprendió que el joven llevaba razón. Tenía la certeza de que así sucedería.
«Todo se arreglará». Transmitía sosiego, el necesario para visualizar ahora su futuro con optimismo. La inundó un bienestar generalizado y no dudaba de sus conclusiones. La influencia que ejercía sobre ella era de un orden prodigioso. Advertía la necesidad de creer en él.
—Angélico… —murmuró Mery Ann ensimismada.
—Nos han presentado apenas hace unos instantes —respondió al tiempo que le acariciaba la base de la barbilla con el índice.
El encuentro de sus miradas fue intenso y penetrante. Mery Ann tenía plena conciencia de cómo se desvelaba el secreto de cuanto pensaba. No era capaz de detenerlo, Angélico estaba en su cabeza.
—Parece que ese chico te importa mucho…
—Lo quiero con todo mi ser —aseveró sin temor a airear su intimidad.
Mery Ann sacudió la presencia incómoda de una mosca en su mano. De súbito, desgajaron la escena dos gatos en plena lucha. Bufaban con el desgarro de las ánimas antes de ser llevadas al infierno. Sus cuerpos se enredaban con movimientos vertiginosos que parecían gobernados por una naturaleza etérea. La vida y la muerte se dirimían en un callejón poco iluminado. Las sombras chinescas de sus lomos arqueados y sus orejas aplastadas contra el cráneo proyectaban la realidad de una fría perturbación.
—Envidio ese amor tan puro que sientes por él. Ojalá fuera mío. Ese afán por entregarte sin reparos, la constancia, el sufrimiento… Wayne tiene mucha suerte. En cambio, opino que no debería tratarte así. Es injusto que desprecie todo lo bueno que le ofreces. Me entristece que te arrincone y que pisotee así tu dignidad. Me gustaría ayudarte.
—¿Cómo? ¿De qué manera? Ya no hay nada que hacer. Ahí lo tienes…, dándose el lote con otra.
—Has llegado muy lejos por él. No es momento de rendirse. Sé que es fácil desistir cuando únicamente se ha recibido un revés tras otro —dijo Angélico—. A veces suceden cosas que, de un plumazo, cambian el curso de los acontecimientos. Pequeños milagros que hacen que el viento, al fin, sople a nuestro favor. Son avatares con los que cualquier héroe se encuentra en su camino. Merecimientos por el mero hecho de perseverar. El destino también viene marcado por los golpes de fortuna. Puede que hoy sea tu día de suerte.
Mery Ann atendía con embeleso, seducida por la posibilidad de recuperar a Wayne.
—Te escucho —dijo con interés.
Entretanto, los felinos volvían a enredarse frente a ellos. Ambos teñían su pelaje con la sangre de las heridas, renqueantes sobre el asfalto de la carretera. Inmersos en el fragor, no contaban con tiempo suficiente para lamerse. Se disputaba el zarpazo definitivo.
Mery Ann volvía a espantar la mosca de su mano. Mientras, Angélico la tomaba de la barbilla para orientarla hacia sí. Pretendía dirigirle unas palabras llenas de importancia.
—Hagamos un trato.
Un vehículo a gran velocidad se inmiscuyó en la trascendencia de su conversación. El haz de los faros se extendió como la peste. Inundó la calzada con una luz amarillenta que absorbió las pupilas rasgadas de los gatos. Sorprendidos por la violenta irrupción, fueron arrollados. Un golpe seco sucedió a un alarido de matices opresivos. Después, el escenario enmudeció. El coche dio un frenazo a diez metros del impacto. El conductor se apeó con síntomas de encontrarse bajo los efectos del alcohol. Miró los restos descuartizados que se desperdigaban en la trayectoria del siniestro y después palpó la abolladura originada en la parte frontal de la carrocería.
El pánico había hecho saltar a los animales ante la inminencia de ser aplastados. Los mató un golpetazo contra el radiador.
—¿Qué tienes en mente? —preguntó Mery Ann tras abofetear el aire ante la respuesta lábil de los insectos.
—Lo justo sería recibir algo a cambio.
—No sé qué podría satisfacerte...
Mery Ann flotaba en una espiral hipnótica. La actividad de sus procesos mentales fluctuaba bajo la tiranía de una única obsesión: poseer a Wayne a toda costa.
—¿En qué medida deseas estar junto a tu amado?
—No hay una forma de cuantificar mi amor por él. Es tan grande que se pierde en el infinito.
—Ya te he dicho que envidio tu entrega. Ese bastardo es muy afortunado. Ojalá a mí también me quisieran así.
—Estoy segura de que alguien habrá por ahí…
Angélico sonrió con cierto tono perverso.
—Puede ser... El caso es que me confunde la avaricia. Siempre quiero más. Pero, en fin, no hablemos de mí. Aquí hay un deseo que ha de cumplirse, el tuyo. Si no recuerdo mal, has dicho que tu afecto por Wayne es inmenso… Tan solo querría un poco para mí…
—No te entiendo… ¿Sugieres que quieres acostarte conmigo? —preguntó Mery Ann desde su anulada consciencia.
Angélico dibujó una mueca de jactancia. De improviso, una manada de gatos salió de las oquedades que revestía la oscuridad. Se juntaron en torno a los cadáveres desollados. Olfateaban con morbosidad, mientras el nerviosismo alteraba el pulso de sus patas. No dejaban de rodearlos ni inmiscuirse en sus entrañas con el oscurantismo de una danza de aquelarre. En cuanto el primero de ellos lamió la frescura de la carne, los demás osaron a penetrar sus hocicos en ella, así como en sus intestinos. Cada cual se llevó entre sus fauces la ración que estimó conveniente. En pocos segundos, solo quedó sobre la brea el rastro de los fluidos y de su hedor nauseabundo.
—Me gustas. Y mucho —respondió Angélico tras acariciar su mejilla—. Eres preciosa, podrías tener a quien tú quisieras.
Una nube de ladridos estalló en las cercanías. Parecía una jauría de perros rabiosos. Algunos aullaban. Otros gruñían a través de sus mandíbulas tensionadas.
—Me he entregado por completo a Wayne..., le pertenezco… —aclaró.
—Lo sé…
—No entiendo la vida sin él —continuó Mery Ann—. Su alma es la mía. Eso es así…
—Déjalo en mis manos y te daré lo que quieres. Pronto estarás junto a él. Te deseará en la cama. Y al despertar, día tras día. Hasta que la muerte os separe. Piénsalo, ¿a cambio me darías un poco de ti?
Mery Ann volvió a inspirar con fuerza sobre la piel de Angélico. Quiso devorar una fragancia a la que se había enganchado. El frescor le abría las fosas nasales en un recorrido que le llegaba hasta la médula. Después, la embriagaba una sensación de bienestar. Flotaba. Se imaginó convertidas en hechos las palabras del joven. Se figuraba junto a Wayne. Vivían felices, como anhelaba desde hacía años. Veía materializarse un sueño. Observaba los ojos de Angélico mientras reflejaba en ellos su fantasía. Se creía a las puertas de lograr sus pretensiones. El lapso de frotarse la nariz fue lo que tardó en decidir su respuesta.
—¿Qué tengo que hacer? —respondió.
—Darme un poco de ti…
Mery Ann volvió a sentirse insegura. Era vulnerable. En su estado, cualquiera podría aprovecharse de ella.
—No me hagas nada, por favor… —le rogó, sabiendo que el joven dominaba desde hacía un rato su voluntad.
—Confía en mí…
—Pero, ¿qué quieres? —preguntó, recogiendo sus piernas entre los brazos.
—Sopla aquí, con toda tu alma.
Antes había inspirado un par de veces. ¿Por qué no iba a exhalar ahora? Aquello ejercía en ella una sensación muy agradable.
—Fff… —Vació sus pulmones sin pensarlo dos veces.
Angélico sostenía una talega de piel en los labios de Mery Ann. La llenó con sus efluvios, la cerró y se marchó sin hacer ruido. En el instante que ella levantó los párpados, él ya no estaba. Sus sentidos ahora regresaban a la realidad. En lo que dura un chasquido, la luz de las farolas de nuevo proyectaba su irradiación anaranjada sobre la pobreza del paisaje urbano. Un puñado de personajes de vestuario indecoroso pululaba en torno a la entrada de la discoteca.
—Estás aquí… Por fin te encuentro, llevo un rato buscándote.
Mery Ann encuadró a su derecha la silueta de Wayne.
—Necesito hablar contigo —prosiguió—. Esta noche está siendo muy especial para mí y no quiero estropearla. He de decirte algo que acaba de ocurrir allí abajo. —Tomó asiento junto a ella—. No he sido honesto contigo. Me he besado con Brigitte. Si te digo esto es porque no quiero nada con ella. Me he dado cuenta de que solo necesito rendirte cuentas a ti. Esta es mi forma de pedirte perdón. Quiero empezar de cero. Comprenderé que me mandes a tomar por culo, lo que he hecho es muy feo. Sin embargo, necesito que me perdones.
Desconocía si aquella aparición era tan irreal como aparentaba ser la de Angélico. Mery Ann estaba desconcertada. Sin duda, necesitaba refutar la autenticidad de cuanto sucedía. Se pellizcó.
—Claro que te perdono. Claro que quiero que estés a mi lado. Claro que te amo. ¿Cómo puedes dudarlo?
Se preparó para recibir los labios de Wayne con los ojos cerrados. Aquella sería la consumación de la única aspiración en su vida. Lo poseería al fin. «Ven a mí, cariño. Ven a mí», decía una voz ansiosa en su discernimiento. El corto espacio que los separaba se le hacía eterno. La impaciencia de Mery Ann invadía sus músculos hasta hacerla temblar. Primero notó su aliento, después la humedad de su boca. Los fluidos se mezclaban y la conmovía un exceso de felicidad.
De pronto, algo turbó su ensoñación.
—¿Qué sucede? —preguntó Wayne.
Él era real. El beso era auténtico. No obstante, el encuentro con Angélico había irrumpido de manera atropellada en sus pensamientos. Su recuerdo le infundía desasosiego. El mismo que la presencia de los insectos o los animales muertos. Se trataba de una evocación inoportuna. «Está todo en mi cabeza. Angélico no está aquí. No está aquí, tranquila», pensó con alivio.
—Nada, no me pasa nada.