Más allá de la traición - Jane Porter - E-Book

Más allá de la traición E-Book

Jane Porter

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Beschreibung

Solo le quedaba una cosa con la que negociar: su cuerpo Gracias al escándalo financiero protagonizado por su padre, Morgan Copeland pasó de ser la reina de la prensa rosa americana a caer en desgracia de la noche a la mañana. Aferrándose a la última pizca de orgullo que le quedaba, buscó la ayuda del marido al que un día había abandonado, sabiendo que para convencer al implacable Drakon Xanthis tendría que ponerse de rodillas y suplicar. Al principio no fue más que la mujer florero del magnate griego, pero la explosiva pasión que surgiría entre ellos iba a sorprenderles a los dos…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Jane Porter

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Más allá de la traición, n.º 2280 - enero 2014

Título original: The Fallen Greek Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-4011-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Bienvenida a casa, esposa mía.

Morgan se quedó sin palabras. Estaban en el fastuoso salón de Villa Angelica, con sus ventanas panorámicas que dejaban ver el cielo y el mar. Pero ella no veía nada que no fuera el rostro de Drakon.

Habían pasado cinco años desde la última vez que le había visto, cinco años y medio desde aquella boda extravagante de dos millones de dólares. Cuánto derroche para un matrimonio que solo iba a durar seis meses.

Había esperado ese momento con terror. Albergaba un miedo inmenso. Y, sin embargo, Drakon parecía tan relajado, tan cálido, como si le estuviera dando la bienvenida después de unas cortas vacaciones, como si no le hubiera abandonado de la noche a la mañana.

–No soy tu esposa, Drakon –dijo ella suavemente.

Ambos sabían que ya no había nada entre ellos. Después de todas aquellas cartas formales que le había enviado tras haberle pedido el divorcio, no había vuelto a saber nada de él. No habían vuelto a tener contacto alguno desde entonces.

Se había negado a darle el divorcio y le había costado una fortuna enfrentarse a él en los tribunales. Pero no había demanda, ni abogado, ni suma de dinero que pudiera hacerle cambiar de idea. Los votos matrimoniales eran sagrados. Era suya y los tribunales de Grecia parecían darle la razón, o quizás habían sido comprados... Seguramente se trataba de la segunda opción.

–Sigues siendo mi esposa, pero no quiero tener una conversación como esta en una habitación tan grande. Entra, Morgan. No eres una extraña. ¿Qué quieres beber? ¿Champán? ¿Un Bellini? ¿Algo más fuerte?

Morgan sentía que sus pies no querían moverse. Las piernas no la sostenían. Su corazón latía demasiado deprisa.

¿Realmente era él? ¿Era Drakon? Parecía otra persona.

Cada vez más inquieta, apartó la vista y miró hacia los enormes ventanales que tenía detrás. Los acantilados seguían siendo sobrecogedores, y después estaba el mar más azul que había visto jamás.

Todo estaba precioso ese día; un día perfecto de primavera en la costa de Amalfi.

–No quiero nada –dijo, aún teniendo mucha sed. Volvió a mirarle.

Tenía la boca seca y la cabeza le daba vueltas. Los nervios y la ansiedad crecían por momentos. ¿Quién era el hombre que tenía delante?

El Drakon Xanthis con el que se había casado era un hombre refinado, elegante, de porte aristocrático. Pero el hombre que tenía delante era de espaldas mucho más anchas, un pectoral fibroso y bien torneado. El cabello, casi negro, le llegaba casi hasta los hombros y sus rasgos duros y fieros estaban escondidos bajo una tupida barba. Sus ojos, del color del ámbar, brillaban igual que siempre, no obstante.

Todavía tenía el pelo húmedo y su piel resplandecía, como si acabara de salir del mar cual deidad marina.

Poseidón, blandiendo su tridente en mitad de las aguas embravecidas...

Morgan no se sentía cómoda. No le gustaba nada de lo que veía. Se había preparado para algo muy distinto.

–Estás muy pálida –le dijo él. Su voz era tan profunda como una caricia.

–Ha sido un viaje largo.

–Pues entonces ven a sentarte.

Morgan apretó los puños. Odiaba estar allí. Le odiaba por no haber accedido a verla en un sitio que no fuera Villa Angelica, el lugar en el que habían pasado la luna de miel tras la espectacular boda.

Aquel había sido el mes más feliz de toda su vida. Después habían regresado a Grecia y las cosas ya no habían vuelto a ser igual.

–Estoy bien aquí.

–No te dolerá nada si te sientas.

Morgan se clavó las uñas en la palma de la mano. Los ojos le escocían. Si las piernas le hubieran respondido, hubiera echado a correr, para protegerse, para salvarse.

Ojalá hubiera tenido a otra persona a quien acudir, alguien que pudiera ayudarla... Pero no había nadie, excepto Drakon, el hombre que la había destruido, que la había hecho cuestionarse su propia cordura.

–De eso ya te has encargado tú.

–Dices eso, y, sin embargo, nunca me has dicho cómo...

–Como dijiste, esas son cosas que no se pueden hablar en una habitación de este tamaño. Y los dos sabemos que no he venido para hablar de nosotros. No he venido a ahondar en el pasado ni a sacar viejos fantasmas. He venido a pedirte ayuda. Ya sabes lo que necesito. Ya sabes lo que está en juego. ¿Lo harás? ¿Me ayudarás?

–Seis millones de dólares es mucho dinero.

–Para ti no.

–Las cosas han cambiado. Tu padre perdió más de cuatro millones de dólares del dinero que le di.

–No fue culpa suya –le sostuvo la mirada. Si no le hacía frente en ese momento, él la aplastaría como a una mosca, tal y como había hecho en el pasado.

Al igual que su padre, Drakon no seguía ninguna regla, excepto las suyas propias.

El único objetivo de Drakon Sebastian Xanthis, magnate del transporte marítimo, era amasar dinero y hacer crecer su imperio empresarial. Estaba obsesionado con el control y el poder, y con una mujer que no era su esposa.

Bronwyn, la exuberante australiana que estaba al frente de sus negocios en el Sudeste Asiático...

Los ojos le dolían de repente, de tanto contener las lágrimas, pero no podía pensar en ella en ese momento. No quería preguntarse si la voluptuosa rubia seguía trabajando para él. Eso ya no era importante. Había dejado de formar parte de la vida de Drakon mucho tiempo atrás. Le traía sin cuidado quién trabajara para él. Le daba igual dónde y con quién se alojara durante sus viajes de negocios.

–¿Es eso lo que crees de verdad? –le preguntó él–. ¿Que tu padre está libre de culpa?

–Por supuesto. Se dejó confundir por...

–Igual que tú. Tu padre es uno de los actores principales en la trama Ponzi. Faltan veinticinco mil millones de dólares, y él desvió parte de ese dinero y se lo colocó a Michael Amery, ganándose un diez por ciento de intereses por el camino.

–Él nunca ha tenido tanto dinero en sus manos.

–Por Dios, Morgan, estás hablando conmigo, con Drakon, tu marido. Conozco a tu padre. Sé exactamente quién y qué es. ¡No me tomes por tonto!

Morgan apretó los dientes. Se guardó las palabras, la rabia, las lágrimas, la vergüenza... Su padre no era un monstruo. No robaba a sus clientes. Le habían engañado tanto como a ellos, pero nadie le había dado la oportunidad de explicarse, de defenderse. Los medios le habían juzgado y condenado, y todo el mundo creía a los periodistas. Todos creían esas acusaciones absurdas.

–Es inocente, Drakon. No sabía que Michael Amery estaba creando esa trama piramidal. No sabía que los beneficios y las cifras eran una mentira.

–Entonces, si es tan inocente, ¿por qué huyó del país? ¿Por qué no se quedó, como los hijos y los primos de Amery? ¿Por qué no se defendió en vez de escapar de la justicia?

–Tenía miedo. Estaba aterrorizado.

–Tonterías. Si se trata de eso, entonces tu padre es un cobarde y se merece el destino que le toque.

Morgan sacudió la cabeza, sin dejar de mirarle ni un instante. No parecía Drakon, pero definitivamente era él. Esa voz profunda y aterciopelada era inconfundible. Y esos ojos... Sus ojos... Se había enamorado de esos ojos.

Le había conocido en una fiesta en Viena. No habían bailado, pero él no había dejado de mirarla durante toda la velada. La había seducido con esos ojos. La había hecho suya sin necesidad de hacerle ni una caricia.

Los cinco años anteriores habían sido un infierno. Y justo cuando empezaba a sentir que podía tener un futuro de nuevo, su padre, Daniel Copeland, se había visto involucrado en la trama Ponzi.

Morgan respiró profundamente.

–No puedo dejar que se muera en Somalia, Drakon. Los piratas le matarán si no consiguen el dinero del rescate.

–Le estaría bien empleado.

–¡Es mi padre!

–¿Te endeudarás para el resto de tu vida, solo para comprar su libertad, aunque sepas que la libertad no le durará mucho?

–Sí.

–Entiendes que le arrestarán en cuanto pise suelo norteamericano o europeo, ¿no?

–Sí.

–Nunca volverá a ser libre. Va a pasar el resto de su vida en la cárcel, al igual que Michael Amery, en cuanto le atrapen.

–Lo entiendo. Pero es preferible estar en una cárcel americana que ser el rehén de unos piratas somalíes. En los Estados Unidos, por lo menos tendrá tratamiento médico si se pone enfermo, y podrá tomar sus pastillas para la tensión. Podrá recibir visitas, cartas y tener contacto con el mundo exterior. Solo Dios sabe cómo estará en Somalia.

–No creo que cuente con muchos lujos allí. Pero ¿por qué tendría que mantener a tu padre el contribuyente americano? Déjale donde está. Es lo que merece.

–¿Me dices esto para hacerme daño, o es porque ha perdido tu dinero?

–Soy un hombre de negocios. No me gusta perder dinero. Pero lo que yo perdí fueron cuatrocientos millones solamente. ¿Qué pasa con el resto? La mayor parte era gente común, gente que confió en tu padre con sus planes de pensiones... Eran los ahorros de toda una vida. ¿Y qué hizo él? Hizo que ese dinero se esfumara. Los dejó sin nada, sin plan de pensiones, sin una seguridad en la vida. Toda esa gente mayor no tiene forma de pagar las facturas, ahora que no pueden trabajar y su salud es más débil.

Morgan parpadeó para aclararse la vista.

–Michael Amery era el mejor amigo de mi padre. Era como de la familia. Papá confiaba ciegamente en él –su voz se quebró–. Yo crecí llamándole «tío Michael». Le tenía como parte de la familia.

–Sí. Eso ya me lo dijiste, justo antes de darle cuatrocientos millones a tu padre para que los invirtiera. Estuve a punto de darle más. Él quería más, el doble, en realidad.

–Lo siento mucho.

–Yo confié en él –la miró a los ojos–. Confiaba en ti. Pero ya he abierto los ojos.

Morgan soltó el aliento.

–¿Eso quiere decir que no me ayudarás?

–Quiere decir que... –su voz se apagó. La miró fijamente–. Probablemente no.

–¿Probablemente? –repitió ella. Si Drakon no la ayudaba, entonces nadie lo haría.

–Tienes que saber que no soy un gran admirador de tu padre precisamente, glykia mou.

–No tienes que admirarle para dejarme el dinero. Haremos un contrato, un documento legal, entre tú y yo. Y yo te pagaré a plazos. Me llevará tiempo, pero te pagaré. Mi negocio está creciendo. Tengo miles y miles de dólares en pedidos. Te prometo que...

–¿Igual que prometiste quererme? ¿Honrarme? ¿Serme fiel en la salud y en la enfermedad?

Morgan hizo una mueca.

–Si las cosas son así, ¿por qué no te has divorciado de mí ya? Si me desprecias tanto, ¿por qué no me dejas ir? ¿Por qué no me das mi libertad?

–Porque yo no soy como tú. Yo no me comprometo para después salir huyendo. No hago promesas y las rompo. Hace cinco años y medio te prometí que te sería fiel, y lo he cumplido.

–Eso son solo palabras, Drakon. No significan nada para mí. Los hechos hablan por sí solos.

–¿Los hechos?

–Sí. Los hechos. O lo que no has hecho. Solo haces algo si te beneficia de alguna forma. Te casaste conmigo porque te convenía... o pensabas que te convendría. Y, entonces, cuando las cosas se pusieron difíciles, cuando yo me puse difícil, desapareciste. No querías concederme el divorcio, pero no fuiste a buscarme. No luchaste por mí. Y, después, cuando el mundo se puso en nuestra contra, ¿dónde estabas entonces? En ningún sitio. ¡No querías ver mancillado tu nombre por tener un vínculo con la familia Copeland!

Él la miró durante unos segundos interminables.

–Es curioso ver cómo armas las piezas del puzle. Pero no me sorprende. Has heredado ese talento de tu madre para el drama...

–¡Te odio! –la voz le temblaba y los ojos le picaban, pero no iba a llorar–. Sabía que te burlarías de mí, que intentarías humillarme. Cuando tomé el vuelo hacia aquí, sabía que me lo pondrías difícil, pero vine de todos modos, decidida a hacer cualquier cosa para ayudar a mi padre. Dejarás que te suplique, que te ruegue...

–Ha sido un discurso muy apasionado, así que discúlpame si te interrumpo, pero me gustaría aclarar algo. Creo que no has suplicado. Me has pedido dinero. Me has exigido que te dé dinero. Me has explicado por qué necesitas el dinero. Pero yo no he visto a nadie rogando por aquí, ni suplicando.

Morgan sintió una vena que palpitaba furiosamente en su cuello. Sentía lo mismo en las muñecas y en los oídos.

–¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que te ruegue que me ayudes?

Él ladeó la cabeza y la atravesó con la mirada.

–Bueno, creo que ayudaría un poco a apaciguar los ánimos y no causaría tanto conflicto.

–Apaciguar los ánimos –repitió ella con sorna.

Él no dijo nada. Se limitó a observarla, como solía hacer en el pasado.

Morgan se sentía desnuda bajo esa mirada, y no podía evitar recordar aquellas cuatro semanas extraordinarias que había pasado en Villa Angelica. Había sido allí donde había conocido el amor y la pasión, el sexo, el placer.

Él nunca perdía el control, pero siempre se aseguraba de hacérselo perder a ella por lo menos una vez al día, y a veces dos o tres.

El sexo era ardiente con él, explosivo, erótico. Se había casado con él siendo virgen y la primera vez había sido un tanto incómoda, pero las cosas no habían tardado mucho en cambiar.

Drakon era intenso, sensual, insaciable, impredecible. Se paraba frente a ella en el otro extremo de la habitación y le decía lo que tenía que hacer, tal y como estaba haciendo en ese momento. Le decía lo que quería y la observaba mientras lo hacía. A veces quería que se desnudara y que se arrastrara hasta él en braguitas. Otras veces quería que se lo quitara todo excepto los tacones. Y, en ocasiones, le decía que pusiera un pie sobre una silla y entonces le indicaba dónde debía tocarse.

La dominaba. Hacía con ella lo que quería. Esos juegos eróticos siempre la desconcertaban, pero él siempre se unía a ella en el momento más inesperado. Sentía sus labios sobre la piel, entre las piernas. Sus manos le sujetaban el trasero, o el cabello, o le separaban las piernas, y entonces le hacía el amor, con la boca, con los dedos, con todo el cuerpo. La excitaba hasta límites insospechados y, justo cuando pensaba que ya no podía aguantar más, cuando el deseo se volvía agudo y doloroso, se retiraba. La hacía sufrir un poco más.

Morgan sintió un dolor en el pecho. El corazón le dolía. Era tan joven e inocente entonces... Estaba decidida a satisfacer a su esposo griego, hermoso y sensual.

Aquellos treinta días de amor y frenesí la habían cambiado por completo. No podía poner un pie en la villa sin recordar cómo le había hecho el amor en cada habitación, de todas las formas posibles, en las sillas, en las camas, junto a las ventanas, sobre las escaleras, apretando su espalda desnuda contra esas alfombras de un valor incalculable, sobre los suelos de mármol...

De repente sintió ganas de vomitar. No solo la había hecho suya, sino que además la había roto en mil pedazos.

–Ayúdame, Drakon. No sé si te entiendo, y no sé si es algo cultural, personal, o una cuestión lingüística, pero... ¿Quieres que te suplique? ¿Es eso lo que quieres que haga? –levantó la barbilla–. ¿Tengo que ponerme de rodillas y rogar? ¿Es eso lo que tengo que hacer para conseguir tu ayuda?

Él no movió ni un músculo, pero el salón parecía muy pequeño de repente.

–Sí que me gusta verte de rodillas –le dijo en un tono cordial.

Ambos sabían todo lo que había hecho en esa postura.

Ella tomó aliento. Buscó fuerzas donde ya no quedaban.

–No lo he olvidado. Aunque Dios sabe que lo he intentado.

–¿Y por qué ibas a querer olvidarlo? Nuestra vida sexual era increíble. Disfrutamos mucho.

Morgan no podía hacer otra cosa que mirarle, intrigada, sorprendida. ¿Qué pensaría él de aquella época?

–Bueno, pues tendré que ponerme de rodillas entonces –dijo ella con sarcasmo, levantándose el dobladillo de la falda para arrodillarse sobre el frío suelo.

–Levántate.

–Pero esto es lo que quieres.

–No. No es lo que quiero, no de esta manera, no porque necesites algo, porque quieras algo. Una cosa es hacer el amor, pero no hay placer alguno para mí en verte rogar. La idea me repugna.

–Pero pareces encantado recordándome de rodillas.

–Eso era distinto. Eso era sexo. Esto es... –sacudió la cabeza.

Morgan agradeció el silencio. Lo necesitaba.

–No deseo ver cómo se humilla mi esposa, ni siquiera por su padre. En realidad, me da asco ver que estás dispuesta a hacerlo por él.

–¡Es mi padre!

–¡Y te falló! Y me disgusta profundamente ver que estás dispuesta a dar la cara por un hombre que se negó a protegerte a ti y a tu madre, a tus hermanas. Un hombre tiene que cuidar y mantener a su familia. No tiene que robarles.

–Qué bonito tiene que ser, Drakon Xanthis, vivir en esa inmaculada torre de marfil, sintiéndose superior y poderoso. Pero yo no puedo permitirme ese lujo. Ya no puedo permitirme ningún lujo, de hecho. A mi familia ya no le queda nada. El dinero, la seguridad, las casas, los coches, el apellido... nuestra reputación... Lo hemos perdido todo. Y puedo prescindir de ese estilo de vida. Al fin y al cabo es algo superficial. Pero he perdido algo más. Mi familia está destrozada, rota. Vivimos en el caos.

Se detuvo y respiró hondo.

–Bueno, siento que no te guste verme así, pero yo soy esta persona. Y estoy desesperada. Estoy dispuesta a tomar las medidas más desesperadas para ayudar a mi familia. Tú no lo entiendes. Mi familia está sufriendo. Todo el mundo está sufriendo. Están llenos de culpa, vergüenza, confusión... ¿Cómo pudo hacer algo así mi padre? ¿Cómo era posible que no supiera que Amery estaba haciendo inversiones ilegales? ¿Cómo no fue capaz de proteger a sus clientes, a su familia? Mis hermanas y mi hermano... Ya casi ni nos vemos, Drakon. No hablamos. No podemos soportar la vergüenza. Ahora somos marginados, parias, escoria. Pero no tiene importancia. Tú quédate ahí, en tu trono, y búrlate de mis principios. Solo trato de salvar lo que pueda, y quiero empezar por salvar la vida de mi padre.

–Tu padre no lo merece. Pero tú sí. Deja de preocuparte por él, Morgan, y sálvate a ti misma.

–¿Y cómo voy a hacer eso, Drakon? ¿Tienes algún consejo para mí?

–Sí. Ven a casa.

–¿A casa?

–Ven a casa conmigo.

–Esta no es mi casa, Drakon. Nunca lo fue.

Morgan decidió que era hora de decirle toda la verdad.

–Hace un momento me has preguntado por qué quería olvidar nuestra vida sexual, y te lo voy a decir. No me gusta recordar. Me duele hacerlo.

–¿Por qué? Era bueno. No. Era genial. Disfrutábamos mucho estando juntos.

–Sí. Sí. El sexo era muy bueno. Y todo era muy erótico. Tú eras un amante increíblemente experto. Me hacías alcanzar el clímax una y otra vez, varias veces al día. Pero eso fue todo lo que me diste. Tu apellido, un anillo de boda de un millón de dólares y muchos orgasmos. Muchísimos orgasmos. Pero no había relación alguna entre nosotros. No había comunicación, ni conexión alguna. No me casé contigo solo por el sexo. Me casé contigo para tener una vida, un hogar, felicidad. Pero después de solo seis meses, lo único que sentía era un vacío. Me sentía aislada y profundamente infeliz.

Le sostuvo la mirada. Por fin había sido capaz de decirle lo que se había guardado durante tantos años.

–Era tan infeliz que apenas podía vivir mi vida. Pero tú seguías ahí, tocándome, besándome, dándome placer. Yo lloraba después de cada orgasmo. Lloraba porque me dolía mucho pensar que podías amar mi cuerpo, sin amarme a mí.

–Yo te amaba.

–No.

–Puedes acusarme de haber sido un mal marido, de ser frío, insensible, pero no me digas lo que sentía, porque sé muy bien lo que sentía. Y sí que te quería. A lo mejor no te lo decía muy a menudo...

–Nunca.

–Pero yo creía que lo sabías.

–Es evidente que no.

Él la miró durante unos segundos. Sus facciones parecían esculpidas en piedra.

–¿Por qué no me lo dijiste?