Más allá del bosque azul - Alejandra Vals - E-Book

Más allá del bosque azul E-Book

Alejandra Vals

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Beschreibung

Tres niños ven sus vidas marcadas por una leyenda milenaria. Con la ayuda de los Capas Azules podrán vivir aventuras plagadas de emociones superándose en un gran camino de aprendizaje hasta convertirse en la esperanza de todo un pueblo. Una historia de crecimiento personal donde se enlazan el destino, los sueños y la magia que genera el mundo que nos rodea.

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Seitenzahl: 469

Veröffentlichungsjahr: 2016

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alejandra vals

Más allá del Bosque Azul

Editorial Autores de Argentina

Alejandra Vals

Más allá del bosque azul / Alejandra Vals. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-683-0

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Fantásticos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Inés Rossano

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.

Índice

Capítulo I - La furia

Capítulo II - Los lobos

Capítulo III - La llegada

Capítulo IV - El encuentro

Capítulo V - En clases

Capítulo VI - Por favor

Capítulo VII - El inicio de la tormenta

Capítulo VIII - A sangre y fuego

Capítulo IX - La decisión

Capítulo X - Te cuidaré siempre

Capítulo XI - Últimos días

Capítulo XII - Destreza en la arena

Capítulo XIII - Por los caminos del bosque

Capítulo XIV - Un día de otoño

Capítulo XV - Justicia

Capítulo XVI - Hijos de la montaña

Capítulo XVII - La campaña

Capítulo XVIII - El don

Capítulo XIX - La revolución

Capítulo XX - La reconquista

Capítulo XXI - Lecciones de vida

Capítulo XXII - La venganza

Capítulo XXIII - Tocar el cielo

Capítulo XXIV - El mensaje y el león

Capítulo XXV - La emperatriz

Para todos aquellos que creyeron en mí.

capítulo i

la furia

El silbido del viento recorría el bosque helado disminuyendo aún más la temperatura. La sensación térmica era cercana a cero grados, pero el cazador continuaba su camino con total decisión. El hombre se detuvo por un breve momento al comenzar una suave nevada, despertando del hechizo segundos más tarde al sentirse acompañado por los aullidos de lobos salvajes. Escuchaba atento mientras continuaba su trayecto siguiendo el rastro de las huellas del animal herido. Podía olerlo; estaba cerca y no se equivocaba. Apartó la rama del pino con cautela y recorrió unos cuatro o cinco metros más al oeste para de pronto poder verlo jadeando bajo uno de los tantos árboles. Levantó su arco, apuntó con precisión y disparó certero. El ciervo cayó sobre el suelo helado esta vez y gritó de dolor.

El hombre llegó sin perder tiempo y lo remató sin piedad mientras la satisfacción corría por sus venas. El aullido de los animales era cada vez más fuerte, se estaban acercando y él lo sabía. Rápidamente utilizó su cuchillo para abrir en caliente al animal y extirparle el corazón y el hígado. Los aullidos cesaron y fueron reemplazados por gruñidos jadeantes.

—No te impacientes, Krull —pidió con voz grave mientras giraba con el hígado en la mano y se encontraba con los ojos de un lobo macho de gran tamaño mientras otros tantos formaban un círculo a su alrededor, en un gesto totalmente amenazante. Le arrojó la carne sin dudar.

La nieve comenzaba a acumularse sobre la grama, mientras los animales ansiosos giraban expectantes mostrando sus afilados colmillos. Sabía sin lugar a dudas que no tenía mucho tiempo, por lo que se apresuró a cortar buena parte del costillar derecho con un dejo de resignación. Lo guardó en un bolso rústico de cuero y se retiró varios metros prácticamente corriendo. Los lobos se lanzaron sobre el animal para terminar con lo que quedaba de él.

El cazador y Krull se miraron por unos instantes. El hombre, aún con el cuchillo en sus manos ensangrentadas, le arrojó el corazón del ciervo cerrando una vez más el trato. El cazador salvaba su vida, los animales obtenían su alimento con facilidad.

Debía aún caminar un par de horas hasta llegar a su cabaña, pero no le importaba. El simple recuerdo de la calidez de su hogar le daba todas las fuerzas que necesitaba para continuar la marcha. Su mujer y su pequeña hija eran realmente los pilares de su vida.

Ajustó el abrigo de piel intentando proteger su pecho del clima y continuó deslizándose bajo un tronco caído. La nieve ya era visible y se extendía rápidamente sobre el suelo y las ramas congeladas de los árboles. Su aliento al respirar dejaba un rastro blanquecino en el aire que en otras épocas, ahora tan distantes, era parte del divertimento diario en el invierno. El frío le provocaba ardor en los labios y perdía poco a poco sensibilidad en sus pies y manos. Luego de más de una hora caminando a buen ritmo, giró hacia la izquierda y desde lo alto logró divisar la sencilla cabaña de madera esperándolo. Una tenue luz amarillenta se escapaba por las ventanas dando un tono lúgubre en una noche con luna en cuarto menguante. Su vivienda se ubicaba al pie de la colina, en un sitio estratégico a unos treinta metros de uno de los afluentes del río Tohuel. Sujetó la carne de su presa acomodando el bolso de cuero sobre su hombro izquierdo con entusiasmo y apresuró sus pasos hasta llegar a la puerta principal. No hizo falta que golpeara porque su mujer lo recibió haciéndolo pasar rápidamente tratando de evitar que el frío se instalara en el interior de la cabaña.

Esa misma noche, el humo con gusto a ciervo y hierbas escapaba de la chimenea para perfumar el ambiente a varios kilómetros a la redonda. Esta vez tendrían alimento sobre la mesa, y del bueno.

Del hogar a leña saltaban chispas desordenadas bajo la vigilancia de Jonás, que ahora descansaba sentado en una silla a pocos metros del calor reparador. Había dejado su abrigo en el cuarto continuo, pero aún usaba el tejido, que le había regalado su mujer el año anterior, para proteger el cuello. En ese momento, la niña comenzó a llorisquear en la sala continua.

—Por favor, ¿podrías quedarte aquí mientras voy a verla? —preguntó su mujer ocupada con las tareas de cocina. La joven no llegaba a los treinta años. Se la veía esbelta, con cabello castaño oscuro, lacio, arreglado delicadamente hacia un costado.

—Yo voy a ver a la niña. No te preocupes —contestó él. Sin esperar respuesta se puso de pie y se dirigió hasta el cuarto siguiente. La vio y sonrió. La escena era muy particular, al encontrar a su hija con la cabeza bajo la cama, intentando meter parte de su cuerpo en un esfuerzo por alcanzar algún objeto perdido. Al sentir su presencia, la pequeña se incorporó con rapidez y en una mezcla de alegría por verlo y frustración por no poder arreglárselas sola, se acercó para pedirle que intentara recobrar el juguete para ella.

Él se inclinó de rodillas y extendió su brazo lo mejor que pudo bajo la cama para de pronto sentir en la punta de sus dedos el preciado lobito tallado en madera por sus propias manos. Se estiró un poco más y la figura del animal apareció para la felicidad de su hija. Ella lo tomó inmediatamente y abrazó a su padre como si hubiera realizado un acto heroico. Él sonrió de corazón.

—¿Te gusta Krull? —le preguntó en un tono que contagiaba felicidad mientras la miraba jugar con el lobo de madera.

—Sí, papá —contestó ella admirando la figura.

—Años atrás su padre fue mi cachorro —recordó en voz alta. La niña no contestó y recibió un gran beso en la mejilla. La alzó en sus brazos y salieron de la habitación.

—La comida está lista —anunció la madre como si hiciera falta. Hacía ya unos minutos que Jonás y su pequeña hija Erika estaban sentados ansiosos alrededor de la mesa esperando recibir los platos. El ciervo estaba preparado con una salsa de tomates, delicadamente perfumada con especias, acompañado por papas bravas. La carne era simplemente un manjar. Para Jonás era uno de sus platos preferidos. Miró a su mujer con complicidad y ella sonrió.

—Espero que no te hayas arriesgado mucho para conseguirlo.

—No más que en otras oportunidades —contestó él suspicazmente.

—Por favor, ten cuidado.

—Siempre lo tengo —contestó él sujetando brevemente su mano.

La cena se desarrolló con tranquilidad, comentando los sucesos diarios.

—Tendríamos que ir al pueblo mañana para comprar víveres, pero dudo de cómo estarán los caminos con la nieve.

—No creo que la tormenta dure mucho tiempo; lo peor del invierno ya pasó. Supongo que mañana no habrá problemas en los caminos —miró a su hija por un momento y agregó—. En todo caso iré cerca del mediodía, ustedes quédense. Yo me ocupo.

—Está bien —cambiando completamente de tema le comentó—. Tenemos el ganado dentro del granero todavía. El lugar no es muy grande. Ya no veo la hora de poder dejarlos pastar a la intemperie.

—Sí, pero están bien así. Te aseguro que la pasan mejor que a cielo abierto. No podemos darnos el lujo de perder alguno de los animales. Hay que tener paciencia; no deben quedar muchos días de frío. A lo sumo un par de semanas más.

Conversaron poco en realidad, porque necesitaban saciar su apetito. La bandeja con ciervo ahumado se había demorado varias horas, pero honestamente valía la espera. En el pueblo había un viejo refrán que decía: “El que sabe comer, sabe esperar”. Y esta gente sabía comer.

La noche estaba fría, pero en un par de horas dejó de nevar y ellos tres no paraban de caminar, no podían arriesgarse. Hacía tiempo que venían escapando y seguramente los hombres que los buscaban ya habían descubierto sus rastros. Uno de ellos se demoró y salivó en la nieve, los otros dos ni se inmutaron y continuaron a paso firme, esperando encontrar un refugio lo antes posible. A los pocos segundos sintieron que el compañero se había quedado atrás y giraron para encontrarlo detenido en el medio del camino hundiéndose en la nieve.

—Vamos. ¿Qué esperas?

—No tenemos alternativa más que improvisar un refugio para esta noche. No creo que sobrevivamos por mucho tiempo más caminando con estas temperaturas.

El pueblo había quedado atrás ya hacía tiempo, pero la preocupación ante la posibilidad de ser atrapados no los abandonaba. Los otros mascullaron algo ininteligible, aunque luego se acercaron a su compañero para desviarse del camino principal e introducirse unos cuantos metros en el bosque.

Mientras él colaboraba en el orden de la cocina, su mujer dormía a su hija ocupándose de que estuviera bien protegida del frío. Al borde de su cama, se quedó por largos minutos acariciando su cabello y relatando historias fantásticas con brujas y duendes hasta que la niña finalmente cerró los ojos. Ella la observó por unos minutos y luego salió del cuarto cuidando de no hacer ruido. Para su sorpresa encontró a su esposo en el pasillo. Jonás la abrazó con fuerza mientras besaba su cuello, la alzó a unos centímetros del piso y la llevó con prisa hasta su alcoba.

Al amanecer él se desperezó y al girar abrazó a su mujer con ambos brazos. Le encantaba sentir el perfume de su cabello. La acercó hacia él y ella instintivamente se acomodó contra su cuerpo para luego de un momento girar y darle un pequeño beso en los labios. Se miraron intensamente a los ojos y ella le confesó con una dulce sonrisa:

—Años atrás no estaba completamente segura de mudarnos y hacer todo el cambio, pero de verdad soy feliz aquí contigo.

Él le devolvió la sonrisa con placer y la besó con pasión, pero ella lo apartó suavemente y le dijo:

—Ya es hora de levantarse. Tengo que preparar el desayuno de la niña.

—Un poquito… —se quejó él sin que nadie pudiera creer su enojo.

Ella besó una vez más sus labios y se retiró rápidamente mientras él se quedaba mirando la luz que entraba por la ventana tras las cortinas color arena de su habitación. Jonás también estaba feliz y no era para menos. Había apostado todo al haber conquistado esta belleza sobre las playas y haberla convencido de vivir en los bosques azules. Se volvió a estirar por un momento para luego incorporarse con prisa y cambiarse la vestimenta. El exquisito perfume a pan tostado ya estaba llegando a su habitación, por lo que fue a buscar a Erika para comenzar el día.

La niña dormía profundamente cuando él con caricias comenzó a despertarla. Ya era una rutina que ella trepara a sus hombros para llegar directo y sin escalas a la silla de la mesa del comedor donde todo estaba preparado para comenzar a desayunar.

—Te dije que no iba a durar mucho tiempo la tormenta. Podría aprovechar que nos despertamos temprano para ir hasta el pueblo —comentó él.

—Bueno, si quieres ir ahora no hay problema. Me quedo aquí con la niña. Yo mientras voy a hacer orden en el granero —terminó la frase haciendo una mueca.

Sonrieron y comenzaron a desayunar distendidos en paz y armonía. Luego él le pidió un listado con las cosas que necesitaban en la casa, mientras buscaba sus reservas en monedas bajo la tabla de madera del piso en el pasillo junto a la cocina. Tomó varias monedas de plata y las colocó en una pequeña bolsa de tela para luego atarla al cinturón.

Mientras levantaba la mesa y la niña jugaba en su cuarto, la mujer observaba por momentos a su marido cargar el carro con cueros, trabajos de piezas en madera y un par de cornamentas de alce. En el momento de casi finalizar con su tarea doméstica, escuchó los cascos del caballo tirando del carro por el camino.

Jonás tenía una gran habilidad con las artesanías muy apreciada por una amplia clientela en el pueblo. Seis años atrás, en uno de sus viajes sin rumbo, había llegado a una pequeña aldea a orillas del mar donde conoció a la madre de su hija y aprendió varias técnicas artesanales. En aquel momento ni imaginaba que estas simpáticas figuras se harían tan redituables. Las ruedas dejaban huella por el camino blanco bajo un cielo azul profundo con nubes escasas.

Al llegar al pueblo ubicado a hora y media de su cabaña, el hombre se dispuso a vender algunas de sus mercaderías. La calle principal consistía de unas tres cuadras con los comercios más importantes de la zona. Ya en la primera casa, donde se vendían telas y cueros, el comentario del día fue la muerte de un par de vecinos. La historia se repetía velozmente de boca en boca por toda la localidad. Unos hombres desconocidos habían ingresado en la propiedad de los Halsen y sin dejar rastros de lucha asesinaron a balazos al matrimonio. No pudieron robar mucho porque el hijo mayor de la familia justo llegó a la vivienda y los tres delincuentes se dieron a la fuga. El muchacho disparó varias veces en defensa, pero al encontrarse ante semejante escena había sufrido una crisis de nervios que afectó a su puntería. No estaba seguro de si había llegado a herir a alguno de ellos.

Era un momento de mucho dolor para toda la comunidad. Los Halsen habían vivido en el pueblo de Rahmen desde que los ancianos guardaban memoria. Se trataba realmente de una injusticia tremenda y por ese motivo varios hombres se habían organizado siguiendo el rastro de estos desalmados. Todos estaban profundamente conmocionados, ya que era la primera vez que sufrían una experiencia de este tipo en el pueblo. Algunas mujeres llegaron a comentar que se trataba de verdaderos demonios.

Por supuesto que la ansiedad ganó fuerzas y Jonás decidió dejar algunas mercaderías sin vender para hacer las compras con la mayor prisa posible y volver a su cabaña. No podía dejar de pensar que había dejado a su mujer sola con su hija. El pueblo fue siempre muy tranquilo. “Increíble” era la palabra que invadía una y otra vez su cabeza.

Se dirigió a la despensa principal, abrió la puerta de madera verdosa para saludar a la señora Beatriz, siempre prolija con un rodete en el cabello y una blusa abrochada hasta el primer botón. Le solicitó los víveres que había listado su mujer y casi pudieron completar el pedido. Sin duda era el comercio más importante de la zona. Mientras la señora Beatriz ordenaba los paquetes, él desenlazó la pequeña bolsa con monedas de su cinturón. Ella abrió una pequeña libreta negra y tomó un lápiz del mismo color. Con asombrosa agilidad fue anotando y calculando el importe adeudado. Jonás pagó la cuenta del total de la compra más la cuota mensual, por el fiado acumulado de otros meses, entregando gran parte de las monedas de su bolsa. Se retiró llevando saludos para Clara, su esposa y varios paquetes con mercadería. Luego de acomodar toda la carga y sujetarla con fuerza en el carro con unas cintas de cuero, tomó el camino hacia su cabaña exigiendo buen ritmo al caballo.

En esta oportunidad, la hora y media habitual para el regreso se acortó a poco más de sesenta minutos. El hombre se fue serenando en el camino al darse cuenta de que todo estaba calmo. Había prestado atención a medida que avanzaba cruzando el bosque y no había visto nada inusual durante el viaje. Al llegar y observar su vivienda en perfecto estado, el humo que escapaba lentamente por la chimenea y solo sus propias huellas en el camino respiró aliviado. En ese momento se llevó un pequeño susto porque su caballo patinó un tanto sobre el camino congelado, pero logró mantener el equilibrio sobre el suelo húmedo. Las temperaturas estaban subiendo lentamente y la nieve comenzaba a derretirse bajo las ruedas del carruaje. Ingresó a su propiedad con entusiasmo y bajó del carro de un salto. Clara abrió la puerta y salió sonriente a recibirlo para luego descargar juntos los productos. Distribuyeron una parte en el granero y otro tanto a la despensa dentro de la cabaña, para su uso en las próximas semanas.

Al finalizar, Jonás llevó el carro a un costado del granero y liberó al caballo mientras su mujer regresaba a la cabaña. Acarició torpemente las crines rojizas del joven caballo.

—Mi fiel amigo… –comentó mientras retiraba del animal algunos lazos de cuero y se limitó a llevarlo hasta el granero con un paso lento. Allí tendría donde descansar y alimentarse a gusto.

Salió del establo sacudiendo un poco sus manos algo sucias con el pelaje del animal. Caminó hasta la cabaña y llegó a abrir la puerta cuando un ruido extraño llamó su atención. Giró el rostro para encontrarse de frente con el golpe de una madera de nogal en la sien que lo dejó inconsciente.

Tal vez pasaron solo unos minutos, o quizás habría tomado una hora, pero los gritos desgarradores de su mujer lo volvieron en sí. La cabeza le latía y se sentía mareado. Desde el piso de madera logró incorporarse un poco para alcanzar a ver sillas caídas, destrozos varios y a su mujer en una lucha perdida. Uno de los hombres disfrutaba divertido tocándola, sacudiendo su cuerpo de un lado al otro, haciéndola chillar de dolor. Sin medir consecuencias se levantó como pudo en total desesperación, pero alguien desde atrás lo sujetó impidiendo su paso. Comenzó a gritar y dar patadas hacia atrás hasta lograr zafar. Giró y trompeó con fuerza al hombre con una furia incontenible hasta destrozar su cara. El individuo que sujetaba a su mujer lo miraba incrédulo y reaccionó llamando a su cómplice a viva voz. El corazón de Jonás se detuvo cuando se percató de la presencia de la niña asomándose en cuclillas por el pasillo que llevaba a las habitaciones.

Jonás dio un par de pasos al frente y con la sangre ardiendo en sus venas le gimió:

—¿Peleas solo con mujeres, mierda? —Las miradas salvajes se encontraron en el aire y el delincuente soltó a la mujer para enfrentar a Jonás. En ese instante la niña corrió a la falda de la joven mujer que en llanto la abrazaba desesperada.

—¡Sasha! —volvió a gritar el maleante mientras que medía fuerzas a cierta distancia con Jonás.

El dueño de casa arrojó una de las sillas que se interponía en su camino contra la pared mientras que la sangre bañaba parte de su rostro producto del primer golpe que había recibido en la puerta. Le ordenó a su mujer sin dejar de mirar al delincuente:

—¡Váyanse de aquí! ¡Llévate a la niña!

La mujer obedeció, pero al llegar a la puerta de la cabaña se encontró con Sasha, un hombre alto, algo rubión, de ojos azul oscuro, que le hizo una mueca extraña al verla. La mujer quiso pasar llevando a la niña en sus brazos, pero él se interpuso mientras miraba la escena en el interior.

—¡Vete de aquí! —volvió a ordenar Jonás a su mujer mientras se lanzaba con una furia ciega sobre el hombre que había violentado su hogar. En el forcejeo de la lucha, el delincuente volvió a clamar ayuda a su socio, quien miró a la mujer y dijo en voz alta:

—No irás muy lejos… —Su risa fue algo sarcástica luego de que ella sintiera un pellizco en su costado; de pronto el camino se despejó frente a ella.

Jonás la vio correr con su hija en brazos en dirección al bosque y luego la pelea se volvió muy despareja. Aunque se defendió hasta con el último aliento no pudo evitar caer al suelo, y continuar recibiendo golpes. Pensó en su mujer y su hija libres corriendo en el bosque hasta que absolutamente nada más fue capaz de cruzar por su mente.

Ella siguió internándose cada vez más en los bosques azules. La nieve en esta zona no se había terminado de derretir a pesar del cielo límpido que regalaba el día. Su agitación la obligó a detenerse por un momento y fue en ese instante en que una gran puntada al costado la obligó a inclinarse un tanto y mientras sostenía a su hija con un brazo, presionó con su mano libre sobre el costado de su abdomen. Al retirar la mano se sorprendió al verla completamente teñida de rojo. Caminó varios pasos más, sintiéndose débil, casi abatida. Quiso resistir y con una energía inexplicable logró avanzar algunos metros más. Sus pasos comenzaron a debilitarse y miró a su alrededor buscando algún refugio.

La joven mujer intentó acomodarse lo mejor que pudo cerca de un árbol donde en verano los arbustos cubren la escena con sus mágicos tonos de color. El blanco agudo y punzante la envolvía en este momento de dolor, mientras su niña se mantenía abrazada a ella en silencio pegada a su pecho. Logró sentarse sin resbalar, cuidando de no tocar las ramas congeladas que actuaban como largos cuchillos afilados. Soltó el costado de su abrigo y descubrió sus ropas completamente empapadas con un fluido rojo oscuro y caliente. Sintió que le bajaba la presión mermando su resistencia, pero siguió esforzándose. Besó a su hija y la abrazó con fuerza mientras la sentía respirar sobre su piel. Los ojos se le humedecieron, pero ninguna lágrima logró escapar. El viento helado la obligó por un momento a cerrar sus párpados. Miró al bosque por una última vez, era hermoso. Su hija era hermosa. Sonrió y de pronto se aflojó, perdiéndose en tinieblas. En ese instante la niña comenzó a llorar, cada vez con mayor fuerza a medida que pasaban los minutos. Los sollozos cruzaron el bosque como una esencia sublime recorriendo kilómetros.

capítulo ii

los lobos

Miró a su alrededor con una visión algo distorsionada por las lágrimas mientras se liberaba del brazo de su madre y lograba incorporarse un poco. La tocó por un momento, intentando que reaccionara. Sacudió entonces como pudo la cabeza, pero la mujer era muy pesada para ella. No podía evitar el llanto y volvió a mirar a su alrededor buscando algo o alguien que pudiera ayudarla. La escena era plateada por la nieve y el hielo cubría todo con un gran manto de indiferencia.

Sus padres no le permitían pasear sola, y aunque varias veces pensaba en salir corriendo al bosque para explorar a gusto todas las plantas y aves, le aseguraban que tendría tiempo para ello y que no podían dejarla ir muy lejos de la cabaña con tan solo cinco años. Volvió a dirigir sus ojos al cuerpo sin vida e intentó moverlo sin éxito. La llamó:

—Mami... —y volvió a repetir en un grito—. ¡Mami!

Lloraba, sin saber qué hacer. Lloraba y se atragantaba con sus propias lágrimas. Pensó en forma casi inconsciente en regresar a la cabaña en búsqueda de su padre; él sabría cómo actuar. Pero tenía miedo, para mayor precisión, sentía pánico de esos hombres y se dio cuenta de que ya no podría volver. El llanto se hizo más pronunciado y abrazó el cuerpo una vez más.

—Despiértate, mami... ¡Despierta! —se entrecortaba en el llanto mientras tocaba su rostro e intentaba levantarla muy torpemente.

Luego de esforzarse por despertarla una y otra vez totalmente en vano, se quedó sentada al lado de su madre. Le tomó la mano; estaba tan fría. No podía llegar a comprender qué había ocurrido, o por qué su madre se había dormido y no le respondía.

De pronto se puso de pie y apoyó una de sus manos en el árbol para mantener el equilibrio, le pareció una pésima idea porque estaba totalmente congelado y el frío no tardó en tomarla por sorpresa. Dio un par de pasos y volvió a mirar a su madre. No podía regresar a su casa y sintió en su interior que los hombres vendrían tras ella. Algo instintivo le indicaba que debía irse de allí lo antes posible para encontrar un lugar donde estar segura. Una ventisca fría golpeó su cuerpo, giró y volvió a verla. Se acercó y la acomodó lo mejor que pudo. Le dio un beso en la mejilla y dejó sus manos apoyadas sobre el regazo. La miró una vez más para luego partir, con pequeños pasitos internándose aún más en el bosque.

El sol comenzaba a girar en el cielo creando unas largas sombras que se desplegaban como fantasmas sobre la nieve. Observaba con grandes ojos todo lo que la rodeaba, pero no encontraba vivienda alguna en la zona. Un pequeño pájaro en tonos pardos con cabeza amarilla pasó volando cerca de ella llamando su atención, pero pronto se perdió entre las ramas de los árboles. Frente a ella el terreno se desplegaba ascendente, por lo que evaluó sin demasiada dificultad por dónde tomar este camino empinado. Tuvo la precaución de limpiar una rama para quitarle el hielo y luego se tomó de ella para darse envión. Subió varios metros y luego prácticamente sobre sus rodillas y manos llegó a la cima. Se sintió exhausta y se puso de pie con cierta dificultad. Los árboles y algunas plantas blanquecinas continuaban rodeándola en este nuevo lugar.

De pronto escuchó voces a lo lejos. Se agachó y desde lo alto observó a un par de hombres acercándose a su madre, que había quedado a poco menos de cien metros de distancia. Empezó a temblar y las lágrimas la invadieron nuevamente. Vio cómo uno de ellos empujaba en forma tosca a su compañero. Escuchaba el sonido de las voces, pero no lograba entender qué se decían. El que usaba sombrero pateó sin fuerza el pie de la mujer que permanecía inmóvil casi sentada contra el tronco de un árbol en la nieve. El otro hombre dio un par de pasos y orinó contra uno de los árboles. En pocos minutos se retiraron y ella se quedó allí recostada en la pequeña loma blanca entre árboles, el follaje casi congelado y la poca tierra que se dejaba ver en esta zona. Siguió llorando por varias horas en ese lugar sin saber adónde ir o cómo buscar ayuda. Sentía mucho frío y sin embargo comenzó a arderle la cabeza cada vez con mayor intensidad.

Él despertó en un grito y con el rostro empapado en lágrimas. Se incorporó en su lujosa cama para luego recostarse y comenzar a tiritar de frío asustando al monje que lo cuidaba desde una corta distancia. Sin decir palabra, el hombre salió de la habitación y corrió para dar aviso a la Maestría. El corazón saltaba con fuerza en su pecho mientras volaba por las escaleras de piedra dejando que su capa azul oscura se deslizara por los aires tras él. Llegó hasta la gruesa puerta de madera y la golpeó con fuerza.

Dudaba si debía volver a golpear, al no recibir respuesta y la urgencia de la situación. Sin embargo, a los pocos minutos la puerta se abrió y dejó ver a un anciano de cabellos plateados y barba crecida con su túnica color caoba como único abrigo.

—Maestro, el niño está dando señales.

—¿Dónde está? —preguntó urgido el anciano.

—En su recámara —sin dar tiempo a reacción agregó—. Estaba durmiendo tranquilamente cuando lo sentí quejarse. Estoy despierto desde hace un buen rato, ayudándolo a combatir la fiebre. Recién lo dejé solo porque despertó en un grito y en estado de shock. Tiene que ser la señal...

—Pudo haber sido una pesadilla. Déjame verlo —pidió el Maestro prestándose a tomar un abrigo antes de salir de su sala a toda prisa.

Ambos bajaron los dos pisos por escalera y caminaron diligentemente hasta la recámara del niño que se encontraba sentado en el medio de la cama con respaldo de bronce, abrazado a sus rodillas. Tiritaba de frío a pesar de que las brasas del hogar mantenían el ambiente perfectamente calefaccionado. El niño levantó la vista al verlos y sorprendió a los hombres diciéndoles:

—¡Tengo mucho frío! —su voz era casi angelical.

Los hombres se miraron y el Maestro se adelantó hacia al niño tocando su frente y acomodando su cabello con preocupación.

—Tiene bastante fiebre —comentó confundido.

Se hizo un silencio y luego le dijo con dulzura al pequeño:

—Tomás, has tenido una pesadilla. Descansa, muchacho.

Tan solo tenía cinco años. No se suponía que esto ocurriera a tan temprana edad. Los hombres intercambiaron miradas de franca preocupación. Si esto era la señal que esperaban, no debían perder tiempo y salir a buscarla.

—Recuéstate, muchacho.

—No puedo —logró contestar el niño mientras seguía temblando de frío y mostraba con dificultad sus piecitos azules, al correr las mantas de lana.

La preocupación seguía creciendo en el ambiente y de pronto la mirada del niño se quedó fija en algún punto de la habitación.

—¿Qué pasa, Tomás? ¿Estás viendo algo? ¿Qué ves, muchacho? —lo interrogó el monje a cargo de su cuidado.

—Se están acercando.

—¿Quiénes se están acercando?

El niño dudó por un momento y luego dijo con un tono de voz asustado:

—Parecen perros, perros muy grandes...

El Maestro se incorporó de golpe, intercambió una breve mirada con el cuidador y se dirigió al cordón amarillo soltando la campana de alerta en todo el convento. En respuesta, una veintena de monjes salieron con una gran manifestación de alegría al patio principal completamente nevado. Algunos se abrazaban y otros elevaban plegarias al cielo. No fueron muchos años desde que esperaban este momento. El niño había llegado tal cual había revelado el Maestro, y ahora finalmente había señales de la niña. La búsqueda comenzaría ese mismo día, no podían darse el lujo de perder un solo minuto.

La noche ya había tomado su turno con total puntualidad y desplazó al día cubriéndolo todo de negro con gran entusiasmo. Imposible saber en qué momento ocurrió, pero ella se durmió rindiéndose ante el frío, el cansancio y la fiebre, producto de la situación traumática que le había tocado vivir.

A muy pocos kilómetros de ese lugar, la manada estaba tranquila, aunque había escuchado con atención y por largas horas el aullido de algún animal herido a cierta distancia. No estaban apurados porque se habían alimentado bien el día anterior, pero no iban a dejar pasar una oportunidad así. Solo estaban esperando que la noche se hiciera su aliada para comenzar la cacería.

Sintió que el momento había llegado y por supuesto se levantó sin dar muchas vueltas. Su movimiento comunicó a toda la familia que era hora de cazar. Algunas lobas cubrían parcialmente con sus hermosos y abrigados pelajes a los lobeznos, que asomaban sus hocicos con total curiosidad. Estas madrazas eran muy bien seleccionadas por la loba alfa, para que ella pudiera dedicarse a cazar y dejar descendencia fuerte en la manada. Leila era bastante magnánima y permitía también las crías de otras parejas pensando que el crecimiento del grupo redundaría en un beneficio para todos. Sin embargo, debía estar permanentemente atenta a los jóvenes que con total naturalidad y desenfado de vez en cuando ponían en duda su liderazgo.

La hembra alfa se acercó trotando con elegancia hasta Krull, quien decidía cuáles machos lo acompañarían en esta oportunidad. Luego de pasearse entre los lobos alzó su cabeza mirando la luna y su potente aullido recorrió gran parte del bosque. “El que avisa no traiciona” pensó, e inmediatamente tomó rumbo hacia el norte seguido por su loba y dos jóvenes machos, comenzando la marcha hacia el lugar de donde habían escuchado a la presa por última vez. Caminaron por unos veinte minutos en fila marcando un sendero sobre la fina capa de nieve y deslizándose con agilidad por las diferentes colinas repletas de coníferas. Acostumbrados a recorrer largas distancias, esto era un simple paseo para ellos. Leila se acercó a Krull con un leve rugido respondido inmediatamente y todo el grupo disminuyó la marcha. De pronto uno de los lobos se quedó inmóvil con la vista fija hacia el noroeste. Krull se acercó y en apoyo comentó:

—Tienes razón, debe ser por aquí. Bajemos rodeando esta fila de pinos.

Era ya fines del invierno y si bien las temperaturas no eran tan crudas, como hacía un par de semanas atrás, la primavera aún no se anunciaba. El aguanieve empezó a caer muy finamente sorprendiendo a Leila. La loba alfa levantó la vista en un gesto de desaprobación mientras Krull se adelantaba haciendo un rugido casi imperceptible a su paso.

Los animales tenían mucha energía y recorrían el bosque con agilidad y destreza dejando huellas en su ruta para marcar su territorio. El macho alfa se detuvo agudizando la vista en algún punto lejano y elevando sus orejas puntiagudas. El grupo se detuvo y luego de observar a Krull buscaron con cierta tensión el objeto que había llamado la atención de su líder. En ese preciso instante la vieron acurrucada a unos sesenta metros de distancia. El viento jugaba en contra sin ayudar a darles una pista sobre la presa.

El lobo avanzó decidido hasta que de un momento al otro la dirección del viento cambió ofreciendo el olor de su futura víctima. No pudo evitar frenar su paso en ese mismo instante. Los tres lobos que lo acompañaban se detuvieron mirándolo con asombro. Los segundos pasaban y les resultaba totalmente imposible entender qué había ocurrido. Expectantes y con suma curiosidad observaron al macho alfa repentinamente continuar su paso sigiloso hasta llegar a unos veinte metros de la niña. Giró para cerciorarse de que sus compañeros estuvieran allí, jadeantes a corta distancia. Su presa era una humana, nada menos que una niña y para colmo podía sentir con total certeza el olor de Jonás en ella. “Aquí algo no está bien” pensó. Volvió a observar a su alrededor buscando alguna amenaza, pero todo aparentaba estar tranquilo.

Leila intentó lanzarse inmediatamente, pero Krull se le interpuso sin dejar espacio a dudas.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella mientras que los otros dos machos jóvenes se alteraban sintiendo crecer la ansiedad en el torrente de sus venas.

—Déjame a mí —contestó él con autoridad y caminando pausadamente se fue acercando hasta la niña. Los lobos estaban desorientados ante esta actitud y hasta la propia Leila se sentía alterada. Ya bastante soportaba el vínculo que su pareja mantenía con ese humano.

El lobo alfa comenzó a olfatearla, como si necesitara algún tipo de confirmación. Los rastros de Jonás estaban por todos lados y no encontraba explicación a esta situación. “¿Qué hace su hija abandonada en el bosque?”, no dejaba de preguntarse. La niña estaba adormecida por el frío y no reaccionaba con el contacto del lobo. Krull giró para enfrentar a sus compañeros que ya se habían acercado demasiado cuando escuchó su nombre en un tono dulce, pero sumamente claro:

—Krull…

Leila instintivamente mostró sus colmillos mientras que uno de los lobos jóvenes alzó su cabeza para ofrecer un corto, pero fuerte aullido.

El lobo giró y vio que la niña le extendía un brazo tembloroso.

—Krull… —volvió a llamarlo.

—¿Cómo es posible que sepa tu nombre? —preguntó Leila con fastidio.

—No tengo la menor idea —contestó él, para luego acercarse a la pequeña. Él volvió a olfatearla mientras que ella con movimientos muy lentos se acercaba a su cuerpo buscando calor. La manada aulló desde lejos y Leila levantó la vista husmeando el aire. Los dos jóvenes machos contestaron con energía el llamado de sus pares.

—Leila, sabes que estoy en deuda con esta sangre.

—No podemos cazarla; ya bastantes problemas tenemos con la gente del pueblo. Quédate tranquilo —contestó ella algo resignada.

—No es eso, Leila —hizo una pausa para luego agregar—. Si la dejamos aquí, no sobrevivirá la noche.

No terminó de decirlo que la niña se volvió a acomodar contra él. Abrazó al enorme animal, de unos sesenta kilogramos de peso, provocando un movimiento extraño en sus orejas.

—Pero Krull, ¿qué me estás pidiendo? —preguntó ella incapaz de imaginar lo que ya presentía.

—Jonás encontró a mi padre y sus hermanos a punto de morir congelados cuando la loba alfa no resistió sus heridas. Él los rescató y los mantuvo vivos hasta que tuvieron suficiente fuerza para regresar al bosque.

—Conozco esa historia, Krull, pero esto es distinto. Ella no puede sobrevivir con nosotros.

—Tenemos que llevarla con los de su especie. Aquí sucedió algo. Jonás no dejaría a su cría abandonada.

—Con los de su especie… El mamífero más temerario y cruel del planeta… —hizo un silencio y luego agregó—. Volvamos con nuestra manada, por algo la han dejado aquí.

Krull no la escuchó y luego de recostarse cubriendo parcialmente a la niña para protegerla del frío ordenó a los lobos que inspeccionaran la zona. Estos no tardaron en descubrir el cadáver de la mujer y fueron a comunicarlo mientras que Krull y Leila continuaban discutiendo:

—¿Cómo piensas llegar al pueblo con una niña? Nos asesinarán no bien nos vean. Ya has visto la reacción que tienen al vernos. Corren, gritan como desquiciados, nos atacan con sus armas… tenemos experiencia de compañeros heridos.

—El cuerpo de una mujer está a pocos metros de aquí —informó uno de los lobos—. Tiene una herida. No murió de frío.

—Nos matarán en el pueblo. ¡Nos acusarán de atacar a la madre y a la hija!

Un brillo especial cruzó la mirada de Krull y entonces determinó sin ninguna ceremonia:

—Busquen al resto. Pasaremos esta noche aquí y mañana la llevaremos al convento. Ellos sabrán qué hacer.

Leila no tuvo más remedio que aceptar la propuesta. Más de una vez se había cruzado en el bosque con grupos de monjes y en lugar de gritarles o atacarlos, ellos se quedaban quietos en su lugar, permitiendo el paso con respeto. La convivencia había sido siempre adecuada. Tal vez era una buena solución, aunque no le agradaba para nada la situación que le tocaba en suerte vivir. Permitió que los jóvenes lobos partieran en búsqueda del resto del grupo, mientras ella se recostaba del otro lado de la niña, que ahora parecía haber recuperado algo de su color. No olía para nada mal, pero espantó en ese mismo instante sus pensamientos. Krull jamás la perdonaría.

La noche pasó y al despertar sintió algo de calor. Quiso moverse y empujar las frazadas, pero no pudo. Abrió los ojos y se encontró con dos lobos enormes recostados parcialmente sobre ella. Sintió algo de miedo al incorporarse, pero en cuanto se sentó recibió algunas fuertes lamidas que la tiraron hacia atrás nuevamente. Luego Leila se retiró sin demostrar demasiado interés, mezclándose con el resto de la manada, mientras que Krull la empujaba con su hocico obligándola a ponerse de pie. Lo logró con cierta dificultad y mucha confusión.

—Mi mamá… —le dijo con cierto temor.

—Ya lo sé —contestó él y se acercó lentamente hacia ella.

Erika miró a su alrededor para darse cuenta de que estaba rodeada por lobos de todos los tamaños. Abrió con sorpresa los ojos sin lograr reaccionar. Unos pequeños lobeznos jugaban entre ellos arrastrando a otro de su cola.

—Vamos a llevarte a un lugar seguro. Debes volver con los hombres lo antes posible.

—Quiero a mi papá… —contestó ella con ojos húmedos.

—Ya lo sé… —repitió él una vez más.

Leila y un grupo de lobos se apartaron de la manada en ese momento para salir corriendo a buen ritmo hacia lo alto de la colina. Krull se alejó un poco de la niña para verificar el estado de los lobos que lo miraban algo extrañados por haber traído una humana como protegida.

—¿Adónde vas? —preguntó Erika.

—A cuidar de los míos, es lo que hace el líder —giró por un momento y le dijo—: Ven si quieres.

La niña tenía temor de quedarse sola por lo que acompañó al lobo y se mezcló entre los animales, que por respeto a Krull, decidieron ignorarla. Sin embargo, a los pocos minutos toda la atención se focalizó en el grupo de Leila que regresaba corriendo por la colina con entusiasmo. La manada comenzó a gruñir y ladrar, en el momento en que la loba y algunos otros dejaron caer sobre el suelo unas cuantas liebres salvajes casi muertas listas para servir de alimento. El ritual se cumplió siguiendo el protocolo al pie de la letra. Los animales de mayor rango comían primero mientras que el resto suplicaba por una porción con rugidos alarmantes. Luego de que los mayores saciaron su apetito, los más débiles se lanzaron sobre los restos, pero todos lograron alimentarse. La pareja alfa dejaba suficiente carne para todos, de nada les serviría una manada famélica o en mal estado.

Erika quedó consternada ante la visión de los animales despedazando las presas y hasta peleando por momentos entre ellos, por lo que buscó refugio escondida tras el tronco de un pino.

—Vamos —escuchó Erika de pronto a sus espaldas—. Tienes que volver con los tuyos.

—¡No! —gritó Erika intentando alejarse del lobo inútilmente.

—¿Por qué no? Debes regresar. Tienes que estar con los hombres.

Sin poder encontrar la forma de explicar realmente todo lo ocurrido, tal vez debido a su temprana edad, Erika solo pudo decirle:

—Ellos son malos, muy malos.

—Ya lo sé… —contestó el lobo—. Perteneces a la especie más peligrosa que habita este mundo, y por eso tienes que volver con ellos.

Ella lo miró mientras se le caían las lágrimas con un universo de dudas y temores en su interior, pero de alguna forma comprendió que solo siguiendo a Krull tendría posibilidades de sobrevivir. Él se adaptó al paso de la niña, seguido por Leila y cinco lobos más. Con sus fauces empapadas en sangre comenzaron el recorrido hacia el convento.

El camino fue extremadamente difícil para la niña, por más que se trataba solo de unos quince kilómetros. El problema era que la ruta no estaba perfectamente marcada, debían atravesar el bosque y esto sumado a los troncos caídos, subidas y declives. Tanto esfuerzo producía un cansancio importante en la menor, en breves momentos. Si bien Krull la incitaba a caminar empujándola con su hocico, la marcha se había hecho realmente lenta en comparación con el ritmo al cual estaban acostumbrados. Ni mencionar el carácter de la niña, que lejos de dejarse presionar, se sentaba sobre la gramilla y lloraba ahogando su frustración sin que nadie lograra moverla un centímetro del lugar. Leila se acercó y le limpió la cara con su lengua, haciendo callar a la pequeña. Krull se aproximó también y con toda su paciencia dejaba que la niña jugara con sus orejas y acariciara su pelaje hasta que, luego de unos minutos de descanso, lograban continuar la marcha.

Pasaron varias horas desde que habían comenzado y Erika estaba francamente agotada, además de hambrienta. Hacía ya más de un día que no tocaba alimento y las circunstancias se estaban haciendo presentes en su tierno rostro. Por momentos se quejaba, pero sabía íntimamente que no tenía mayor alternativa que seguir caminando junto a la manada. Si la dejaban sola en el bosque, no tendría oportunidades y su instinto de supervivencia era demasiado fuerte para dejarla caer. De todos modos y como podía, caminaba al lado de Krull sujetándose del pelaje de su cuello.

Las capas azules se destacaban danzando por los aires a toda velocidad en el paisaje plateado que ofrecía el bosque. El clima mejoraba día a día y el maravilloso verde de los pinos comenzaba a asomar con cierta timidez y el galope de los animales recreaba un ritmo particular en el paisaje.

Los caballos eran animales espectaculares, con una destreza, energía y actitud de servicio inigualables. Los monjes, entre otras actividades, se dedicaban a la cría y entrenamiento de los equinos. Durante años habían comercializado los animales, entrenados especialmente para diversos fines, manteniendo siempre el pacto de silencio. Al salir del círculo religioso, los caballos no volverían a hablar en toda su vida; al menos, no fuera del convento. Esta modalidad les permitió asumir un rol de suma importancia en la sociedad: compañeros ideales de las familias, conocían todos los caminos y, como supuestos confidentes, eran testigos casi invisibles de las actividades que sus dueños mantenían. Los monjes contaban así con información de primera mano sobre todos los acontecimientos en los pueblos a la redonda. Los caballos eran tratados como caballeros, desde que llegaban a este mundo. Los humanos los criaban con suma atención y recibían ciertos privilegios desconocidos por otros animales. Para comenzar, contaban con construcciones especiales con privacidad y espacio exclusivo, donde se los protegía de las inclemencias del clima. Un cuidador especialmente designado los bañaba y cepillaba regularmente. También recibían un entrenamiento y esquema de ejercicios en forma diaria. Su dieta era totalmente balanceada, estudiada y analizada de acuerdo a las necesidades de cada uno de ellos. Lo más importante era que contaban con un respeto y admiración que colocaban a este animal en un lugar de total privilegio frente al resto. Por supuesto, este trato tan especial era retribuido con toda la información que los monjes recibían sobre las actividades en el territorio bajo su alcance.

La marcha se aminoró por un momento y uno de los monjes instruyó al resto sobre el rumbo por tomar, liderando esta carrera por encontrarla. Le parecía estar viviendo un sueño sintiéndose totalmente bendecido por el rol que estaba asumiendo en este milagro. Y también se despertaban cientos de dudas en su interior, al no saber a ciencia cierta cómo sería educar a una niña, o mejor dicho, a una futura emperatriz.

Uno de los caballos relinchó y eso fue suficiente para que él ordenara con un gesto de su brazo izquierdo que el grupo se detuviera. Miraron a su alrededor tratando de divisar algún movimiento entre los árboles del bosque azul. Reiniciaron la marcha cabalgando suavemente y de pronto los pudo distinguir, quedando totalmente atónito. La niña estaba rodeada por lobos salvajes, mejor dicho caminaba abrazada a un lobo adulto junto al resto de la manada.

Decidieron distribuirse entre los árboles preparándose para cualquier tipo de problema que surgiera con estos animales. La idea de tener que enfrentarlos, honestamente, lo horrorizaba, tanto por él y sus compañeros como por las consecuencias para la niña. Pronto los lobos percibieron su presencia levantando sus hocicos, desesperados por absorber la fragancia reveladora.

—Ya están aquí… —dijo Leila.

—Ya lo sé, también puedo sentirlos —le contestó Krull con cierta preocupación.

El lobo alfa se detuvo y con él toda la manada se quedó inmóvil y expectante.

—Hagamos esto de una vez —le pidió la loba, y sus deseos fueron complacidos.

Krull avanzó un par de pasos más separándose de su grupo con la niña casi colgada de su cuello, para luego sentarse al frente, esperando que los hombres se decidieran a salir. No tardaron.

A unos quince metros a su derecha pudo ver al primer monje. Suspiró aliviado al confirmar que se trataba de ellos, la gente del pueblo los habría enfrentado sin dudar. Observó cómo otros monjes se estaban desplegando alrededor de ellos mientras sentía que Erika lo abrazaba con fuerza de pie al lado suyo.

Finalmente al frente apareció un hombre más, pero en vez de mantenerse en su posición, comenzó a avanzar hacia la manada caminando lenta y sigilosamente. No era su intención ocultarse, sino más bien todo lo contrario. Su paso lo llevó hasta unos siete metros de distancia del animal y la niña. Allí se detuvo mientras la ventisca despeinaba el pelaje de los animales.

El hombre con una capa azul hasta casi los tobillos empujó su capucha dejándola caer sobre los hombros. Un rostro juvenil pero marcado por la autoridad quedó al descubierto. Sus ojos grises contactaron a Krull transmitiendo serenidad y seguridad.

—Solamente quiero a la niña —expresó fuerte y claro.

—Solamente vinimos a entregártela —contestó Krull para agregar segundos después—. Encontrarán un cuerpo a pocos kilómetros.

Esta confesión sorprendió al monje, quien pestañeó un par de veces y buscó la ubicación de sus compañeros. La capa se empecinaba en volar con el viento y la acomodó hacia atrás. Dio un paso al frente y la manada demostró cierta ansiedad caminando en círculos dentro de su espacio. Su reacción era instintiva y los afilados colmillos se reflejaban de tanto en tanto.

La niña no dejaba de abrazar al lobo que se mantenía sentado al frente atento a cualquier movimiento.

—Niña, ven —ordenó el monje, pero fue completamente ignorado.

El lobo se incorporó soltándose de la pequeña y la empujó unos pasos al frente en dirección al hombre. El gesto de terror se instaló en la pequeña al ver a esta figura corpulenta a pocos metros frente a ella. En ese momento el monje dio un paso hacia la niña, quien gritó y retrocedió buscando protección en Krull. Con desesperación lo abrazó del cuello con todas sus fuerzas entre lágrimas.

El monje se detuvo totalmente perplejo y uno de sus hombres se acercó a él para evaluar mejor la situación:

—Me guarda mayor temor que al animal —concluyó el monje extrañado en voz alta.

—Esto es un lobo, no un perro. No podremos llevarlo al convento —le recordó su compañero.

—No puedo quitárselo, se lo han quitado todo ya. Además nunca conocí a un lobo tan fiel. Está viva gracias a ellos.

—Nunca tuvimos lobos en el convento —recibió como respuesta.

—Nunca tuvimos una niña.

—Es una niña y nada más, tómala y vamos.

—Es una niña que domesticó una manada de lobos…

El monje sonrió y le contestó luego de un momento de silencio.

—Me alegro que te apasione este proyecto, porque creo que te espera mucho trabajo por delante —sentenció el hombre mientras se alejaba del líder del grupo.

El monje sorprendió a la niña arrodillándose mientras que tomaba una pequeña bolsa de cuero entre sus ropas. La abrió con atención y luego de introducir su mano, una galleta horneada de vainilla apareció para sorpresa de Erika. La comió con extremo placer mientras la niña lo observaba con curiosidad. La figura ya no era tan grande, un poco más alto que ella, pero no tanto.

—¿Cómo se llama tu lobo? —preguntó mientras comía una segunda galleta.

Ella retomó las fuerzas en el abrazo a Krull y contestó en un tono dulce y tristón:

—Krull.

—Krull, te agradeceré que puedas acompañarnos. Te aseguro que serás muy bien recompensado.

El lobo, luego de consultar con un gesto a Leila, aceptó la propuesta y dio un solo paso al frente, acercándose aún más al hombre con la niña casi colgada de su cuerpo.

—Están riquísimas, ¿te gustaría una de estas? —preguntó el monje estirando su brazo con una delicia en la punta de sus dedos mientras permanecía sentado sobre el suelo.

Krull dio un paso más y luego la niña lo soltó para tomar la galleta. El monje permitió que la disfrutara y le prometió darle muchas más una vez que llegaran al convento. La niña giró para asegurarse que Krull estaba con ella. El monje se puso de pie y en ese preciso instante Erika lo tomó de la mano, dejando al joven religioso totalmente desarmado. El hombre la tomó de la cintura para subirla al caballo y en pocos minutos estaban regresando al convento, con un lobo salvaje pisándoles los talones.

capítulo iii

la llegada

Al final del camino se levantaba una custodia interminable de coníferas que, luego de unos minutos de cabalgar a buen ritmo, permitía apreciar el puente colgante con acceso directo a una arquitectura militar soberbia. Las ciudades fortificadas ya existían en aquella época, pero no eran tan comunes como hoy algunos creen. Estas construcciones mezclaban estratégicamente los propósitos de defensa y religión levantando sólidas murallas y torres en un diseño que exigía un elevado conocimiento de artes que permanecía en un secreto pagado con sangre y sacrificio.

Era de comprender que muy pocos hombres estuvieran capacitados para oficiar de maestros de obra para una escenografía tan espectacular. El monje Augusto había accedido a llevar adelante tamaña propuesta luego de una ardua negociación con los Barones del Norte, donde se regularon tanto cláusulas favorables a los derechos del pueblo de Rahmen como también para los religiosos. La resistencia inicial que presentaron los señores del pueblo y comarcas vecinas se vio derrumbada sin argumentos válidos ante los beneficios del doble juego planteado por los astutos monjes. Si bien imponían la adoración de los Dioses que manifestaban los elementos sagrados, dejándolos a ellos como representantes de este credo en un estrato de poder indiscutido, el apoyo que brindaron en ocasión de una rebelión sofocada a fuerza de letra y espada a favor de los socios locales, la armonía social y las ventajas económicas de su autoabastecimiento fueron dignos de respeto.

La congregación se trataba de una organización antigua que había precedido a estos pueblos y que había sobrevivido gracias a su arte de la diplomacia, así como por la comercialización de minerales, piedras preciosas, alimentos y animales bien entrenados.

La torre mayor tendría unos cincuenta metros de altura, lo cual permitía una buena visión del bosque, incluyendo gran parte del pueblo. Las paredes se habían levantado con un sistema moderno para la época, con ladrillos anaranjados de gran tamaño. Pocas veces cuando se aprecian este tipo de estructuras el público se detiene a pensar en la cantidad de esclavos que perdieron su vida en el esfuerzo de llevar adelante el proyecto. Pero también es cierto que su participación era premiada por la admiración de cientos de almas a lo largo de las épocas.

El impactante convento había sido construido hacía más de dos siglos atrás, producto de una obsesión singular. Cuenta la historia del pueblo de Rahmen que un extranjero muy rico había pasado por la zona a altas horas de la noche necesitando recuperarse de la travesía. La gente del pueblo le ofreció con gentileza un lugar donde descansar y esa misma noche un ser superior apareció en sus sueños. Esa experiencia fue sentida en forma tan real para el hombre que no pudo retomar su viaje al día siguiente. Las imágenes y el mensaje de su sueño no abandonaban su mente, creando una preocupación creciente a medida que pasaban las horas. Su angustia fue potenciada con el tiempo porque, noche tras noche, el sueño se repetía. Este ser luminoso se acercaba y le explicaba que pronto llegaría un guardián sagrado para guiar a los pueblos y que necesitaría un lugar donde dormir. El sueño terminaba con una visión donde hombres dedicaban sus vidas a los Dioses, vestidos con largas túnicas azules.