Más allá del deber - Luciano "Luffy" Fraccalvieri - E-Book

Más allá del deber E-Book

Luciano "Luffy" Fraccalvieri

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Beschreibung

Luciel Fracciani, un joven apasionado por contar historias, encuentra su destino en el ejército como corresponsal de guerra. En medio de la Unidad Aérea UNFLIGHT, enfrentará no solo la crudeza del conflicto armado, sino también los desafíos internos de corrupción y traición. A medida que las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan, Luciel se debate entre el deber militar y su vocación por revelar la verdad. La amistad con sus compañeros, especialmente con Mireya, será su refugio emocional en un entorno hostil. Más allá del deber es una historia de valentía, lealtad y la incansable búsqueda de identidad en medio del caos de la guerra.

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Seitenzahl: 148

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LUCIANO "LUFFY" FRACCALVIERI

Más allá del deber

Luciano Luffy Fraccalvieri Más allá del deber / Luciano Luffy Fraccalvieri . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6095-7

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Introducción

Capítulo 1: El comienzo de la misión

Capítulo 2: Encuentros en el campo

Capítulo 3: El escándalo

Capítulo 4: Conexiones profundas

Capítulo 5: Bajo las estrellas

Capítulo 6: Las secuelas del escándalo

Capítulo 7: Distancia creciente

Capítulo 8: Ofertas y dilemas

Capítulo 9: Transiciones

Capítulo 10: Nueva vida

Capítulo 11: Reencuentro y reflexiones

Capítulo 12: Hacia nuevas fronteras

Capítulo 13: Decisiones

Introducción

Este libro ha habitado en mi mente durante años, tal vez como una forma de descifrar mi propia existencia. Sin embargo, no es mi vida la protagonista de estas páginas. La verdad es que no existen palabras que puedan describir completamente la importancia que ha tenido para mí la escritura y la comunicación. La transmisión de historias, de una manera única y personal, ha rodeado mi camino con un mar de posibilidades.

Hoy les hablo de mí, o tal vez del otro yo, de ese que habita en la frontera entre la realidad y la ficción. No pretendo ser autobiográfico; busco expandir ideas, crear un espacio donde lo real y lo imaginario colisionen. Solo aquellos que me conocen bien podrán descifrar las referencias escondidas entre líneas... o quizás no.

En este viaje, invito al lector a explorar junto a mí los confines de la creatividad, a descubrir las historias que yacen en el borde de mi conciencia, esperando ser contadas. No es un simple relato de mi vida, sino una búsqueda constante por comprender el mundo y mi lugar en él, a través de la magia de las palabras y la profundidad de la narrativa.

Así comienza nuestra travesía, una aventura donde la realidad y la ficción se entrelazan, y cada historia se convierte en una puerta abierta a nuevas posibilidades. Bienvenidos a mi mundo, un mundo donde lo conocido y lo desconocido se encuentran y nos invitan a soñar, reflexionar y, sobre todo, a sentir.

Capítulo 1: El comienzo de la misión

Me llamo Luciel Fracciani. Sin embargo, en algún momento de mi adolescencia adopté un apodo que yo mismo inventé, sintiendo que ese nombre me acercaba a la persona que realmente quería ser. Recuerdo la primera vez que lo escuché en labios de mis amigos; resonó en mí como un eco de pertenencia.

—¡Fracca! ¿Cuándo vas a dejar de mirarte al espejo y empezar a ser el héroe que todos sabemos que puedes ser? —me dijo uno de ellos, con una risa burlona.

Cada vez que me llaman por ese nombre, surge en mí una conexión profunda, una sensación de comunidad que nunca encontré en mi familia militar. Esa búsqueda de pertenencia ha sido constante en mi vida, incluso antes de llegar a la unidad aérea UNFLIGHT, en medio de un terreno hostil y una misión que pondría a prueba más que solo mi resistencia física.

Nací en una provincia olvidada, un rincón del país que ha quedado relegado en los libros de historia por razones que ya no importan. Sin embargo, me enorgullece mi origen, aunque he pasado casi toda mi vida en la gran capital. Mis recuerdos de la infancia son un collage de paisajes rurales y la calidez de un hogar humilde.

—¿Tienes algún recuerdo especial de tu infancia? —me preguntó un compañero en una charla nocturna.

—Sí —respondí, sonriendo—. Recuerdo a mi madre contándome historias sobre líderes que habían dejado huella. Siempre soñé con hacer lo mismo algún día.

Nos mudamos por el trabajo de mi padre, un militar del Ejército Nacional. Desde pequeño, crecí impregnado de la disciplina y los valores sobre el deber y la responsabilidad. Mi madre, una docente con aspiraciones políticas, me enseñó a disfrutar de lo que somos sin perder de vista lo que podríamos llegar a ser.

—A veces, siento que el deber nos pesa más de lo que creemos —reflexionó otro compañero—. Pero es lo que somos, ¿no?

A menudo, me contaba historias sobre líderes que habían dejado huella, mientras yo la escuchaba con los ojos brillantes, imaginando que algún día podría hacer lo mismo. Desde joven, la idea del legado me intrigaba; quería hacer algo significativo. Para mí, eso significaba dejar una huella, inspirar a otros como mis padres me habían inspirado a mí.

—¿Y si un día escribes un libro sobre todas estas experiencias? —me retó un amigo.

—Me encantaría, pero primero tengo que vivirlas —respondí decidido.

Experimenté con muchas ideas: quise ser músico, futbolista, militar... Aunque algunas pasiones se desvanecieron, el deseo de enseñar y compartir siempre permaneció, como un fuego que nunca se extingue. En mis años de adolescencia, mis amigos y yo organizábamos pequeños encuentros donde discutíamos nuestros sueños. Cada conversación me dejaba un eco de esperanza y determinación.

Mi vida dio un giro inesperado cuando descubrí mi interés por los medios, especialmente por el periodismo y la narración de historias en contextos difíciles. Al igual que aquellos periodistas deportivos que me fascinaban de niño, deseaba contar historias que conectaran con la gente.

—¡Tienes que hacerlo, Luciel! ¡Eres el mejor contando historias! —me animaba un amigo.

Las luces del estudio y los micrófonos se convirtieron en una imagen recurrente en mis sueños. Así, decidí unirme al Ejército como corresponsal, pensando que podría llevar mis aspiraciones a un nivel más significativo, en medio de la acción y el conflicto.

Al llegar a la unidad aérea UNFLIGHT, sentí que había aterrizado en otro mundo, donde la línea entre la vida y la muerte se desdibujaba constantemente. La UNFLIGHT, o Unidad de Operaciones Aéreas de Emergencia y Vigilancia, era una fuerza élite dentro del Ejército, dedicada a misiones de alto riesgo en territorios conflictivos. Recuerdo la primera vez que vi la base, una fortaleza improvisada en medio de la nada.

—Esto es lo que se dice “el verdadero campo de batalla” —bromeó un compañero al mirar el paisaje desolador.

La arena se levantaba en torbellinos y el calor era abrumador, como si el desierto mismo me desafiara a permanecer. Nuestra base estaba situada en una región aislada, en pleno desierto, donde el calor sofocante y la arena parecían no dar tregua. La UNFLIGHT no era solo un escuadrón de helicópteros o aviones; era un punto neurálgico de operaciones tácticas y de reconocimiento, una unidad que respondía rápidamente a cualquier amenaza en áreas de difícil acceso.

—Recuerda, Fracciani, aquí todos somos parte del mismo equipo. Cada uno cuenta —me dijo el comandante durante nuestra primera reunión.

Los miembros del equipo eran seleccionados meticulosamente por sus habilidades físicas y mentales, y se esperaba que cada uno de nosotros actuara con rapidez y precisión en situaciones extremas. En mi primer día, la adrenalina corría por mis venas; cada cara que veía, cada voz que escuchaba, parecía ser parte de un rompecabezas que debía resolver.

—El lema de la unidad: “Primero en llegar, último en salir”, no es solo un eslogan; es un recordatorio de nuestra responsabilidad —explicó el sargento, su mirada intensa abrumada por la seriedad del momento.

La base era un laberinto de barracones y hangares. Las instalaciones eran básicas, con hangares donde se resguardaban las aeronaves y dormitorios que apenas ofrecían privacidad. No había lujos ni comodidades; todo estaba dispuesto para la eficiencia y la acción inmediata.

—Te acostumbrarás a esto rápidamente, Fracciani —me dijo uno de los mecánicos, mientras ajustaba una hélice—. Aquí no hay tiempo para quejas, solo para actuar.

Las paredes metálicas de los hangares resonaban con el zumbido constante de los motores y el ajetreo de los mecánicos ajustando las aeronaves, listas para despegar en cualquier momento. Cada día comenzaba con el sonido de los motores rugiendo, un recordatorio de que la acción nunca estaba muy lejos.

El terreno que rodeaba la base era hostil: un mar interminable de dunas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpido solo por colinas rocosas que emergían como testigos mudos de las operaciones. Durante el día, el sol castigaba sin piedad y la temperatura alcanzaba niveles sofocantes, dificultando cualquier movimiento.

—A veces desearía que el sol no fuera tan implacable —bromeó un compañero mientras tomábamos agua—. Pero, ¿qué sería del desierto sin el calor?

A veces, en esos momentos de calor, me encontraba sentado en la sombra de un barracón, recordando las historias de mi madre y reflexionando sobre el peso de mi misión. Por la noche, el frío penetrante hacía que el desierto se sintiera aún más inhóspito y el silencio se rompía solo por el viento que arrastraba la arena, creando una sensación constante de inquietud. Esa soledad nocturna me recordaba que no estaba solo en esta lucha; cada hombre y mujer a mi alrededor llevaba su propio peso.

—¿Alguna vez sientes que esto es más que una misión? —preguntó una compañera durante una de nuestras charlas nocturnas.

—Cada día. Siento que estamos escribiendo nuestra propia historia aquí —respondí.

Cada misión nos llevaba a escenarios igualmente desafiantes. Desde operaciones de rescate en áreas controladas por insurgentes hasta la vigilancia aérea de zonas de conflicto, cada salida estaba cargada de tensión. Las noches antes de las misiones, a menudo me encontraba sentado en la oscuridad, rodeado de mis compañeros, escuchando las historias de las misiones pasadas, de los éxitos y fracasos.

—Recuerda, cada fracaso nos enseña algo —dijo un veterano, su voz resonando en la penumbra—. No tengamos miedo de aprender.

La camaradería que se formaba en esos momentos era un bálsamo para el alma. La tierra reseca y cuarteada bajo nuestros pies nos recordaba lo efímero de nuestra presencia en ese entorno, y las condiciones del terreno solo aumentaban la complejidad de las misiones. Cada despegue era una nueva oportunidad de hacer una diferencia, pero también un recordatorio de que la vida podía cambiar en un instante.

—Así que, ¿estás listo para despegar? —me preguntó un amigo con una sonrisa desafiante en su rostro.

—Listo y dispuesto —respondí con determinación.

El rugido de los motores se convertía en una sinfonía de valentía y miedo, un preludio de lo que estaba por venir. La misión ya había comenzado en mi mente mucho antes de que despegáramos, y cada latido de mi corazón resonaba con la promesa de que, quizás, en esta guerra de historias, yo podría ser el que las contara.

El helicóptero se elevó lentamente y sentí una mezcla de adrenalina y ansiedad que me apretaba el pecho. Las palas giraban con un ritmo constante, llenando el aire con un sonido ensordecedor que parecía sincronizarse con el latido de mi corazón. Desde la ventanilla, observé cómo el paisaje árido se alejaba bajo nosotros, mientras las sombras de las colinas y las dunas se extendían como gigantes en el desierto.

—Este es el momento que estabas esperando, Fracca —me dijo el capitán, dándome una palmada en el hombro. Su voz apenas era audible por encima del estruendo de los motores, pero su mirada era firme, llena de confianza.

—Sí —respondí, aunque por dentro no estaba tan seguro.

Las historias de mi madre sobre líderes heroicos y valientes resonaban en mi mente, pero ahora, en medio de la acción, me preguntaba si realmente estaba preparado para lo que venía. Sabía que debía estarlo. No había vuelta atrás.

El helicóptero se deslizaba sobre el terreno, como un halcón vigilante, y en la distancia pude ver las colinas rocosas que delimitaban la zona donde teníamos que realizar una operación de reconocimiento. Era una región controlada por insurgentes y nuestra tarea consistía en verificar la presencia de tropas enemigas y asegurar la zona para futuras operaciones.

—Nos acercamos a la zona de despliegue —informó el piloto. Su voz, tranquila y profesional, contrastaba con el caos en mi mente.

A mi alrededor, los demás miembros del equipo revisaban su equipo en silencio. Algunos ajustaban sus armas, otros sus cascos y chalecos. La tensión era palpable. Sabíamos que cualquier error podría costarnos caro. Me tomé un segundo para ajustar mi cámara y equipo de grabación. Aunque había sido entrenado como soldado, mi principal misión era capturar la historia, documentar lo que ocurría en el campo de batalla.

—Listos para el descenso —anunció el capitán, y sentí cómo el helicóptero comenzaba a perder altitud. Mi corazón latía con más fuerza.

Descendimos en una pequeña llanura rodeada de colinas. El helicóptero levantó una nube de polvo al tocar tierra y el equipo comenzó a moverse con rapidez. Salimos uno por uno, agachándonos para evitar las ráfagas de viento que levantaban la arena. Apenas mis pies tocaron el suelo, sentí el calor abrasador del desierto nuevamente; un fuerte olor a combustible se mezclaba con el aire seco.

—Fracca, mantente cerca —me ordenó uno de los sargentos mientras nos dispersábamos en formación. Asentí, sosteniendo mi cámara con una mano y mi rifle con la otra. La misión era clara: teníamos que asegurar la zona y obtener pruebas visuales de cualquier actividad enemiga.

Nos movimos con cautela entre las rocas y los matorrales secos. Cada paso era una coreografía ensayada mil veces en los entrenamientos, pero ahora todo se sentía diferente. Sabía que, en cualquier momento, un disparo podía romper el silencio aplastante del desierto. Mientras avanzábamos, mi mente vagaba entre los pensamientos de mis amigos y compañeros de la infancia y de cómo había llegado hasta allí. ¿Estaba realmente preparado para este tipo de vida? No era lo que había imaginado al soñar con ser un héroe.

De repente, un movimiento entre las colinas captó nuestra atención.

—Contacto visual —susurró uno de los soldados a través del comunicador, y todos nos detuvimos.

Mis dedos temblaban ligeramente mientras levantaba la cámara para capturar lo que veíamos. A la distancia, un grupo de figuras armadas se movía entre las rocas, avanzando hacia nuestra posición.

—Esos deben ser los insurgentes —dijo el capitán en voz baja—. Manténganse alerta. Si nos detectan, estamos jodidos.

El silencio se volvió insoportable, interrumpido solo por el susurro del viento y los crujidos ocasionales del equipo militar. Observé cómo los insurgentes se movían con cautela, aparentemente ignorantes de nuestra presencia. No podíamos arriesgarnos a un enfrentamiento directo; nuestra misión era simplemente recopilar información, no iniciar un combate.

—¿Tienes la toma, Fracca? —preguntó el capitán, volteando a verme.

Asentí mientras enfocaba mi lente en los insurgentes. El zoom de mi cámara capturaba cada detalle: los rostros cubiertos por pañuelos, las armas colgadas en sus hombros, sus miradas vigilantes. Sabía que estas imágenes serían valiosas, pero también comprendía el peligro que conllevaba estar tan cerca de ellos. Mientras filmaba, me percaté de algo inquietante: no solo eran insurgentes, también había niños entre ellos, algunos apenas adolescentes, armados y listos para pelear.

—Maldita sea —murmuré en voz baja.

—¿Qué pasa? —preguntó el capitán, acercándose.

—Niños —respondí, sin apartar la mirada de la cámara—. Están usando a niños.

El capitán frunció el ceño, observando la escena con una mezcla de frustración y rabia contenida.

—Esto complica las cosas —dijo en voz baja—. No podemos permitirnos un enfrentamiento aquí, no con civiles involucrados.

La situación se volvió más tensa. Sabíamos que un movimiento en falso podría provocar una catástrofe. Nos retiramos lentamente, asegurándonos de no ser vistos, mientras los insurgentes seguían avanzando por el desierto.

De regreso a la base, el ambiente era sombrío. Habíamos cumplido con la misión, pero la visión de esos niños armados nos había dejado a todos con una sensación de impotencia. Me senté en uno de los barracones, repasando las imágenes en mi cámara. Cada cuadro me recordaba la crueldad de la guerra y cómo aquellos a quienes más deberíamos proteger terminaban siendo las víctimas más vulnerables.

—Fracca, hiciste un buen trabajo hoy —dijo el capitán, sentándose a mi lado.

—Gracias, pero no puedo dejar de pensar en esos chicos —respondí, mirando el suelo.

—Todos lo estamos —dijo el capitán, su tono más suave de lo habitual—. Pero lo que hacemos aquí importa. Capturaste algo que el mundo necesita ver. A veces, contar la historia es la única manera de cambiarla.

Asentí, sabiendo que tenía razón, pero la carga de lo que había visto seguía pesando en mi corazón. La misión acababa de empezar y me di cuenta de que las historias que iba a contar no serían solo de valentía y heroísmo, sino también de la dura realidad de la guerra, una realidad que nadie podía ignorar.

La noche anterior a mi primera misión oficial había sido tranquila, aunque cargada de una expectativa silenciosa. Mientras revisaba por enésima vez mi equipo, las palabras de mi madre resonaban en mi mente. El relato heroico de líderes que siempre sabían qué hacer contrastaba con la incertidumbre que ahora me invadía. ¿Y si tomaba una mala decisión? ¿Y si no estaba a la altura de lo que se esperaba que hiciera?

Al amanecer, todo cambió. El campamento se llenó de una actividad febril. El sonido de botas resonaba en la tierra seca y el murmullo de los radios era constante. Me ajustaba el chaleco mientras los demás soldados, veteranos y novatos, lo miraban con ojos serenos, casi imperturbables. Ellos ya habían pasado por esto antes. Él, en cambio, sentía que el peso de esa primera misión era abrumador.

—Vamos a un pueblo al este. Hay informes de que los insurgentes lo están usando como base temporal —explicó el capitán mientras desplegaba el mapa sobre la mesa improvisada—. Nuestra tarea es simple: infiltrar, observar y asegurar. No habrá enfrentamientos... si todo sale bien.

Las palabras flotaban en el aire, pero todos sabían que nada era seguro en una zona de guerra. Tragué saliva y asentí, sintiendo la mirada del capitán sobre mí.

La operación comenzó bajo un sol abrasador, marchando junto a mi equipo a través de un terreno que parecía interminable. El polvo se levantaba con cada paso y la tensión se sentía en el aire. A medida que se acercaban al pueblo, cada ruido —el crujir de una rama, el eco de un paso lejano— parecía amplificarse en mi mente.

Finalmente, llegaron a las afueras del pueblo. El capitán levantó una mano, deteniendo al equipo.