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Luego del polémico lanzamiento de su primer libro, Matías Valdés decide publicar la segunda parte de sus relatos, aunque esto le traiga un millón de problemas. Nuevo año, nuevas aventuras. Matías sigue tan enamoradizo y desubicado como siempre, aunque en esta ocasión le toca lidiar con las canciones que tanto le gustan: el desamor toca a su puerta. Nuestro protagonista se enfrenta al rechazo de Camila, por lo que intenta superarla conociendo a otras personas. Un clavo saca a otro clavo, dicen las malas lenguas. Acompaña a Matías en su segundo año de liceo. Descubre todo lo que duerme en el corazón de un adolescente del 2009 en Concepción. Fiestas con lentos, partidos de fútbol que se vuelven cada vez más serios, los primeros encuentros sexuales y hasta una experiencia alucinógena. Esta entrega es pura comedia, pasión por la vida y amor del bueno, ese que crece y se forja a fuego lento.
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Seitenzahl: 224
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Matías Valdés Y el regalo de mentira © 2023, Nicolás Barriga ISBN: 978-956-406-156-6 eISBN: 978-956-406-268-6 Primera edición: Marzo 2023 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, tampoco registrada o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mediante mecanismo fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo escrito por el autor.
Trayecto Editorial Editor: Aldo Berríos Diagramación: David Cabrera Diseño portada: Catalina Clavería Dr. Sótero del Río 326 of 1003, Santiago de Chilewww.trayecto.cl +56 2 2929 4925
Imprenta: Donnebaum Impreso en Chile/Printed in Chile
A Paulina,me demostraste que la motivaciónes una enfermedad muy contagiosa.
El amor es algo íntimo. No es necesario queel mundo conozca todos los detalles. Muchas veces, el amor queda entre los que se aman, y no tiene por qué enterarse todo el mundo. —Dan Brown.
—Exacto, sí. Yo creo que la próxima semana puede ser. No, no es necesario. Oka, quedamos en eso entonces. Sí, si está todo escrito, solo son algunos detalles que afinaremos esta semana. Bueno, cuídate. Estamos al habla. Chao.
Corto el teléfono, aprovechando de mirar la hora.
—¿Qué te decía Paula? —me pregunta mi esposa, con quien voy tomado de la mano, caminando por fuera de la Pinacoteca Concepción.
—Nada. Que me envió la propuesta para la portada del libro, y que la otra semana nos juntaremos con la directora de la editorial.
Vuelvo a sacar mi teléfono, pero esta vez sí me percato de qué hora es. Las cuatro y media de la tarde.
—¿Tendrás que viajar entonces? —pregunta algo preocupada.
—Sí —le digo acomodándome la mascarilla.
—¿Y no puede ser por Zoom? Hoy en día todos están haciendo reuniones por Zoom.
—Sí sé, pero ya sabes cómo es Ángela. Quiere ver unos detalles y no le gusta mucho eso de las reuniones no presenciales.
—Qué anticuada —dice mirando hacia otro lado.
—Es verdad. Lo siento.
—No, si no es tu culpa, pero no me gusta que viajes, aún es peligroso.
—Prometo cuidarme —le digo mirándola a los ojos mientras la abrazo.
Seguimos caminando por el foro de la Universidad de Concepción, nos dirigimos a los pastos a pasear un rato a nuestro perro.
Creí que la universidad estaría desierta; aún estamos en cuarentena en Conce, pero con esto del carnet verde por las dos vacunas, la gente piensa que la pandemia terminó. La ciudad está con un clima bastante agradable, ni mucho calor ni mucho frío, como es costumbre en un día nublado de un verano penquista, por lo que el sol no quema demasiado.
Nos sentamos con mi pareja debajo de la sombra que ofrece un árbol. Bueno, ella se ubica más a un costado, intentando acaparar los pocos rayos de sol que salen a ratos. A mí me gusta estar a la sombra.
—¿Estás seguro de esto, Mati? —Me mira atenta.
—Claro. ¿Por qué no lo estaría? Ya lo hice una vez. —Le sonrío.
—No lo sé. Tus amigos y cercanos no están muy contentos.
—No todos, al Julián le gustó el libro. Además, lo único que me importaba era que a ti no te molestara. ¿De verdad no te molesta?
—No. Cómo me va a molestar, si son tus diarios. Solo me preocupa que las personas que aparecen en el libro estén enojadas contigo.
—No están enojados —le insisto—, algunos aún me hablan. —Río disimuladamente.
—Sí, pero es porque al libro le ha ido bien, y quieren sacar provecho de eso —dice entre risas—. Tú sabes cómo son tus amigos.
—Yo haría lo mismo. —Río con ella.
—¡Tonto! —Hace una pausa—. Igual valiente.
—¿Qué cosa?
—Publicar tu vida.
—No es nada. Además, los diarios ya estaban escritos, solo los estoy publicando.
—Bueno, quién sabe, quizás algún día yo escriba el mío. —Me arquea las cejas.
—¿Ah sí? —La miro desafiante, acercándome a ella de modo juguetón, dándole varios besos, lanzándonos al pasto.
Se levanta para ir a buscar a Jako, que está ladrándole a unos muchachos haciendo trucos en skate cerca de la Facultad de Química de la universidad. Mientras estoy solo, saco mi celular para revisar los correos que me han llegado; efectivamente, hay uno de Paula Santos, la encargada de la publicación de mi libro, con una imagen adjunta en donde se puede leer “Matías Valdés y el regalo de mentira” como título, por arriba de un muchacho tocando la guitarra junto al campanil de la Universidad de Concepción, el mismo campanil que estoy viendo en este momento de fondo.
—Oye —me habla mi esposa, sentándose a mi lado con Jako en los brazos.
—¿Sí? —le digo, mostrándole la pantalla de mi teléfono.
—¡Wow, está genial!
—¿Te gusta? —le pregunto entusiasta.
—¡Sí! Aunque me gusta más la del primero.
—Ah, pero es que yo tuve la idea de esa portada ps.
—¿Y esta no te gusta? —me pregunta un poco desanimada.
—No lo sé. Está buena, pero no me convence del todo.
—Bueno, ahí tienes que hablarlo con esa tal Paula.
—¡Ay qué celosa! —comienzo a molestarla—. Ya oh, ¿qué era lo que me querías decir?
—Ah, pensaba que podríamos llevar al Tommy al circo el fin de semana.
—¿Al circo?
—Sí. Nunca ha ido, y yo creo que le va a gustar.
—Sí, igual puede ser.
—Llegó un circo al costado del mall. Voy a averiguar a cuánto está la entrada.
—Yo creo que eres tú la que quiere ir al circo. —Le entrecierro los ojos.
—¡Nada que ver! —dice de forma sarcástica—. Si sabes que me encantan los circos pu. —Me besa.
—Ya, vamos oh. Me dio frío.
El frío ya se ha apoderado de la ciudad penquista, levantándose viento, como suele ocurrir en las tardes de días nublados.
—Bueno. ¿Debes seguir trabajando? —me dice, cabizbaja.
—Sí, y más tarde seguiré con la edición del libro. —Le hago un puchero, dándole a entender que debo hacerlo, aunque igual quiero compartir más con ella.
—Uy, su segundo libro —me dice mientras se ríe—. ¿Qué le deparará el futuro a Matías Valdés?
Le doy un beso antes de levantarla del suelo, ella se cuelga de mi cuello.
—Tú lo sabes muy bien.
No podía sacarme de la cabeza las palabras de Cristóbal, cuando me decía que no le entregara la carta a Camila. Quizás debí hacerle caso a mi primo y haberme declarado en persona. Como dijo él: ¿quién chucha se declara con una carta de amor hoy en día? Ya no estamos en el siglo XX.
Los patos de la laguna nadaban todos en pareja, a ratos les lanzaba migas de un trozo de pan que traje desde mi casa. Me encontraba sentado en el pasto junto a mi guitarra, bajo la sombra que me brindaba un árbol en la orilla.
La Laguna Redonda de Concepción se ubicaba en el sector de Lorenzo Arenas, al límite entre Hualpén y la ciudad penquista; tenía una especie de bomba de agua ubicada en su centro, la que eternamente lanzaba agua hacia los aires, a unos cuatro metros de altura. Por lo general andaban patos nadando en busca de algo de comida. Cuando era niño, existían esas especies de bicicletas acuáticas en las cuales uno andaba en la laguna sentado y pedaleando, y si querías podías ir con un acompañante a tu lado; hoy eso ya no existía, pero, eso sí, estaba mucho más bonito que antes, lleno de verde, entre pasto y árboles que bordeaban la laguna circular. El sitio era perfecto para sacar a pasear a tu mascota, venir a pololear, andar en bicicleta o simplemente contemplar la tranquilidad del agua.
Tal como lo hacía yo en esos momentos.
Era genial tener ese espacio en medio de toda la urbe, la ciudad. A los lados estaban las torres de departamentos, y aledaña a la laguna, la avenida Veintiuno de Mayo, que unía a Concepción con Hualpén. Por el lado norte estaba la línea férrea, por la cual pasaban los principales trenes de carga de la región, desde y hacia Talcahuano, además de ser por donde pasaba el Biotrén, medio de transporte ferroviario que unía las comunas de Talcahuano, Hualpén, Chiguayante, Hualqui, San Pedro y por supuesto que la capital penquista.
Quité la vista del tren de carga que iba pasando, para fijarme en la pareja de patos que ya se retiraban del lugar donde estaba yo. Ya se me había acabado la comida y no tenía nada para ofrecerles, quizás cantarles una canción con mi guitarra, pero no les gustaría.
Más hacia mi derecha, una pareja de jóvenes universitarios tomaba sus papelillos y armaban dos pitos. Lo hacían a escondidas.
Me dispuse a tocar nuevamente la guitarra, pero me detuve cuando la vi venir. Ya había avanzado varios metros desde el paradero que estaba al otro lado de la laguna, claramente tendría que bordear todo el lugar hasta encontrarme. Sentí que mi corazón se aceleraba. Me reía solo, no podía creer que había venido. Por un lado, quería que llegara luego, pero también que se demorara toda una eternidad.
No sabía cómo empezar a hablarle.
Miré mi reloj: las cinco con diez minutos.
Qué puntual.
Hasta se me olvidó la canción que iba a tocar, pero si se daba la ocasión le cantaría “Gotta Find You”, justo ahí, en la orilla de la Laguna Redonda, tal como la escena de la película que vi hace unos meses.
Ya estaba a punto de llegar. Me arreglé un poco la camisa, me peiné con mi mano derecha y la miré hacia arriba. Ella sonrió.
—Sabía que vendrías.
—Hola —me respondió mientras yo seguía en el suelo.
—¿No te vas a sentar? —le indiqué con mi mano el suelo, para que se sentara a mi lado—. Hace poco había unos patos aquí, pero se me acabó el pan que traje, así que se fueron.
—Mati —me dijo, una vez sentada.
—Por un momento creí que no vendrías, pero en el fondo sabía que tú sentías lo mismo que yo.
—Mati.
—Es extraño, lo sé, por cómo se dio todo, pero créeme que estoy feliz de que hayas venido —le dije, entusiasta.
—¡Matías! —esta vez me gritó, abriendo los brazos.
—¿Qué pasó? —le pregunté sin entender.
—¡No vine por eso! —seguía hablando fuerte.
—¿Cómo? —tartamudeé un poco—. ¿Entonces por qué viniste?
—No vine porque tú me gustaras, o algo por el estilo —esta vez bajó el volumen de la voz.
—Pero, ¿entonces para qué viniste? Te dije en la carta que vinieras solo si tú también sentías lo mismo.
—Lo sé, lo sé, pero no te merecías que te dejara aquí solo, no creo que sea justo que te deje plantado pu.
—Yo creí que tú sentías lo mismo por mí —miré al suelo.
—Bucha Mati, si a ti te gusta la Javi.
—¡No! ¡No me gusta! Lo de la Javi solo fue una ilusión nada más, un capricho.
—¡Mentira, Matías! Hasta hace una semana me decíai que te gustaba —me retó.
—Eso creía, pero este último tiempo he pensado en ti y en el beso que nos dimos.
Era verdad, desde la fiesta del liceo, más que pensar en la Javiera, que fue por quien me agarré a combos, pensaba más en la Cami: la echaba de menos a ella y cuando me fue a visitar me puse súper feliz.
—Ay Mati, fue solo un beso. No le pongas tanto color.
—Creí que significó algo para ti.
—No. No significó nada.
—¿De verdad?
—Sí. —Hizo una pausa, mirando a la laguna—. Estuvo rico. —Sonrió.
—¿Nada más?
—No. Nada más. —Agachó la mirada.
—Ah, bueno. Eso explica todo.
—Bucha Mati, lo siento, de verdad, pero yo aún creo que la chica a la que deberías buscar es a la Javi y no a mí.
—Eso es algo que yo veré, gracias —fui pesado.
—Ya, pero no te enojes conmigo, si de verdad a mí me gustaría que siguiéramos siendo amigos.
—¿Amigos?
—Sí, amigos.
—¿Por qué quieres eso? Si te acabo de decir que me gustas.
—Porque no te creo, y aun así no quiero perderte. Tú también me gustas. —La miré atento—. Como persona… —Volví a mirar hacia la laguna—. Te encuentro la raja, pero eso no quiere decir que quiera que seamos algo más.
—¿Y cómo crees que me hace sentir eso a mí?
—No lo sé. Mal, supongo.
—Exacto.
—Bueno, no puedo ofrecerte nada más.
Por un momento igual pensé que Camila tenía razón: no era culpa de ella que yo no le gustara, y por otra parte yo tampoco quería perderla en mi vida, pero aun así no soportaba la idea de verla con otra persona.
—¿Te gusta alguien más?
—¡¿Qué?! ¡Estai loco!
—Bueno, no sé, es una probabilidad… y adelante, dímelo.
—No, Mati. No me gusta nadie.
—De verdad, no es necesario que me lo ocultes, Cami. Yo ya estoy muerto —exageré echándome hacia atrás, al más puro estilo de Barney Gómez en su película para el Festival de Cine de Springfield.
—¡Ay Matías! Te estoy diciendo la verdad, no hay nadie que me guste.
—Bueno, te creo —era mentira.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué? —La miré.
—¿Seguimos siendo amigos?
—Eso el tiempo lo dirá —le dije sin mirarla a los ojos.
—Okey, Dr. Strange —dijo entre risas.
—¿Dr. Strange?
—Ay, no cachai nada, Mati. —Me dio un palmazo—. ¿Me ibas a cantar una canción?
—No. Andaba tocando en la casa de un amigo, por eso ando con la guitarra —mentí.
—Ah, buena.
El parpadeo de la palabra ARRIVED me tenía totalmente desconcentrado, al lado de ella salía el número del vuelo, en este caso el 734, a la izquierda decía SKY y más a la izquierda, la ciudad de donde provenía: SANTIAGO.
El Seba estaba hablando con mi viejo, quien se veía algo ansioso; yo lo miré y le ofrecí una sonrisa. La verdad, no estaba ni ahí con venir al aeropuerto a buscar a mis tíos, por lo mismo invité al Seba: para que él hablara con el Pepe mientras yo me distraía con mi soledad. Aún no dejaba de pensar en lo que había sucedido con Camila el mes pasado; no había vuelto a hablar con ella ni con la Javi, quien seguramente ya sabía lo que pasó, pues fue ella la que dejó de hablarme.
Nos encontramos afuera de la puerta de salida de pasajeros en el aeropuerto Carriel Sur de Talcahuano. Sí, esa puerta que divide la sala en donde todos retiran su equipaje de las cintas por donde pasan las maletas, y el hall principal del aeropuerto, en donde debíamos esperar a que salieran.
Las puertas automáticas se abrieron, y poco a poco comenzaron a salir todos los pasajeros del vuelo SKY 734. El grito de mi padre me sacó la vista del letrero de arribos, que estaba viendo tan detenidamente.
—¡Juan! —gritó fuerte.
Juan Ramírez venía con los brazos abiertos. En realidad, no era hermano de mi viejo, tampoco cuñado: eran amigos de la infancia, y por eso tenía una relación de tío-sobrino con él, aunque no existiera ningún lazo sanguíneo. Pero el Pepe siempre decía que “los amigos son la familia que uno sí elige”.
—Viejo, no grití —le dije disimuladamente.
—¡Pepe! ¡Buena, hueón! —Okey, ya no pasamos desapercibidos en el aeropuerto—. Tanto tiempo —le dijo, abrazando a mi papá.
El tío Juan, junto a su familia, había estado viviendo por tres años en Inglaterra, específicamente en Londres. Él era político o algo así; mi viejo decía que no era político, pero trabajaba con políticos, que para mí era lo mismo, más aún si eso le permitió trabajar en la Embajada de Chile en Londres.
—¿Cómo estai? —le preguntó mi papá al recibir el abrazo del tío Juan.
—Bien, bien. Por fin aquí.
Aunque vivían en Antofagasta, el tío Juan se crio acá en Concepción, por lo que aún lo reconocía como su hogar. Me llamaba la atención que, a pesar de hoy en día ser de una clase social mucho más alta que la nuestra, siguiera siendo tan amigo con mi papá, y se veían a la par, excepto por la ropa de alta gama que usaba él.
Uno a uno los tíos nos fueron saludando, cuando de pronto vi a Mariana: no podía creerlo, se veía hermosa, era como si avanzara en cámara lenta hacia nosotros, mi corazón comenzó a acelerarse poco a poco, mezclándose con un leve sudor frío por mi cuerpo; no podía ser esa la cabra chica con la que jugaba hace años y me dedicaba a molestarla. Mariana Ramírez era la hija de ellos, la conocía desde chico, pero nunca habíamos compartido tanto; nos veíamos todos los veranos, eso sí, y pasábamos las tardes juntos, jugando juegos de niños con mis demás familiares y amigos. Ella era un año menor que yo, y la última vez que la vi tenía apenas once años, por lo que solo era una niña que generalmente andaba con su pelo desordenado y la cara sucia de tanto jugar todo el día.
—Mamá, ayúdame —le decía Mariana a su madre.
Venía con su maleta gigante más otro bolso en la mano. Me llamó mucho la atención la boina negra que traía puesta, una blusa blanca desabrochada desde el tercer botón hacia el cuello, una falda plisada también de color negro, con unas pantis negras y zapatos rojos. Claramente la pubertad hizo su trabajo, ya no era la niña con la que compartía cada verano jugando.
—¡Mati! ¡Tanto tiempo! —me saludó.
—Hola —tartamudeé.
—¿Cómo estás, primito? —me rompió el corazón.
—Eeh… bien, ¿y tú?
—¡Ay, muerta! Quería puro llegar —me abrazó mientras me daba un beso en la mejilla.
—¿Seba? ¿Eres tú? —se dirigió a mi amigo—. ¡Que estás grande!
—Te ayudo con la maleta. —Tomé su maleta de la manilla antes de que ella la soltara, por lo que nuestras manos estuvieron en contacto por un leve lapso. Ella tenía las manos muy heladas, y al sentir el calor de las mías me vio a los ojos y sonrió.
—Tan caballero el Mati. Como siempre —su papá me halagaba.
—Está buen mozo este muchacho —la mamá de Mariana hablaba de mí junto a mi viejo. Pude sentir cómo la cara se me ponía de color rojo.
—Ya, vamos mejor —Juan Ramírez, mejor amigo de mi padre, nos alentaba a salir del aeropuerto Carriel Sur—. Vengo con un hambre.
—Loco, ¿qué onda la Mariana? —le hablaba despacio a mi amigo mientras caminábamos a la salida—. Es como si fuera otra persona.
—Cierto, está súper cambiada.
—Está súper linda —le corregí.
—Lástima que seas su primito para ella. —Se burló. Yo me detuve como por acto reflejo.
—¡Ya pu Mati, camina!
—Voy —le dije mientras apuraba el paso para alcanzarlo.
Poco a poco comencé a remover los granitos negros que había en la cancha de pasto sintético del estadio Las Golondrinas de Hualpén. Hoy disputábamos la semifinal de la copa que llevaba de título el mismo nombre de la comuna. Sí, súper original.
Cada verano la comuna organizaba una copa en la que participaban todos los equipos de las dos asociaciones que había en Hualpén. Así es, el campeonato anual de fútbol amateur se dividía en dos ligas dentro de la comuna: la de Medio Camino, que era donde estaba mi club, el Cóndor; y la de Hualpencillo, que era donde estaban otros clubes de renombre regional. Y bueno, en este torneo de verano se unían las dos ligas en un torneo con llaves de partido único y eliminación directa.
Hasta ahora llevábamos un excelente campeonato, habíamos tenido la suerte de contar con todo el equipo, pues lo complicado de este torneo era que la mayoría de los muchachos salían a vacacionar junto con sus familias, por lo que era difícil tener equipo completo. Yo alcancé a participar, ya que con mi familia nos iríamos a acampar la próxima semana, y la final sería este sábado. Bueno, si es que lográbamos vencer… adivina a quién. Sí, así es, Lenga, el actual campeón de nuestra liga.
—¿Qué estai haciendo, hueón? —el Cristo me interrumpió.
—No sé, es inevitable no remover estas hueás —le dije riéndome.
—¿Qué son?
—No tengo pico idea.
—¡Acérquense, muchachos! —el Emilio nos reunía.
—Buta, ¿qué quiere este hueón? —murmuró el Seba una vez que pasó junto a nosotros.
—Bien, muchachos, ya estamos en semifinales. Sabemos que el rival es duro, el año pasado perdimos los dos partidos con ellos. Además, nos ganaron el campeonato en la última fecha. —¿Tenía que mencionarlo? Recordé el episodio vivido en el último partido contra Pacífico—. Pero tenemos una nueva oportunidad, y eso es lo lindo del fútbol, tomen este partido como una revancha. ¡Es solo un partido! Setenta minutos en los que se deben jugar la vida y demostrar por qué están aquí. —En esta categoría jugábamos dos tiempos de treinta y cinco minutos cada uno. Debo admitir que las palabras del Emilio nos estaban motivando a todos—. ¡Salgan con todo, muchachos, y eliminemos de una vez por toda a estos hueones!
—¡Dale! ¡Dale! —el Joaco nos alentaba.
Óscar, quien tenía la pelota, la puso en el centro del círculo que habíamos formado. Todos posamos nuestras manos sobre el balón y al unísono gritamos el grito del club.
—¡Uno, dos, tres! ¡Cóndor!
Los aplausos bajaron de forma espontánea desde las gradas, alrededor del estadio.
* * *
—Abre, Mati, abre —me hablaba el Emilio desde la orilla de la cancha.
Estaba jugando de stopper derecho, pero a ratos me adelantaba cuando atacábamos y el Emilio me pedía que abriera el juego, ya que por mi orilla habíamos estado atacando más.
—¡Ya! —le grité al Cristóbal para que me lanzara la pelota. Este la elevó hacia el costado derecho de la cancha.
Dormí la pelota con mi pierna derecha flectada hacia arriba, controlando el balón y orientándolo hacia adelante. Avancé varios metros, ya que no tenía ninguna marca. Le di un pase al Joaco, que estaba más al centro de la cancha, y seguí avanzando hacia el terreno rival.
—No subas tanto, Mati —me dijo el entrenador cuando pasé frente a él.
Seguí trotando despacio, pero cuando pasé la mitad de cancha, vi que el Panchito se acercaba al Eros, que era el “diez” del equipo, por lo que arrastraba su marca junto con él, dejando el terreno despejado; así que empecé a correr como loco. El Eros, al verme picando, levantó la pelota, lanzándome un pase en profundidad sin que yo se lo pidiera. Controlé la pelota hacia el frente unos cinco metros, mientras corría vi hacia el área cómo el Seba se estaba desmarcando, pidiéndome que le lanzara el centro. Apenas llegué al balón, la impacté con mi pie derecho en la parte inferior, haciendo que se elevara en dirección al área del arco rival. El Seba, de forma muy intuitiva, como acostumbra hacerlo, se sacó al defensa que tenía al frente y saltó para impactar el balón con la cabeza, guiándolo hacia el palo izquierdo del arquero, quien se estiró y, saltando cual “Cóndor Rojas”, alcanzó a manotearla, lanzándola hacia afuera.
—¡Uuh! —gritaron todos en el estadio.
El Pancho fue de inmediato a acomodar la pelota, estábamos en los minutos finales del partido y sentíamos que era en el momento para poder romper el cero a cero del marcador.
Ninguno de nuestro equipo logró cabecear el balón y un defensa de Lenga rechazó la pelota, lanzándola fuera del área grande, pero el despeje no fue muy bueno. El Eros, que estaba desmarcado, fue a impactar de lleno el esférico.
—¡Pégale! —gritó el Emilio.
Uno de los rivales corrió rápidamente para bloquearle el tiro al creador de nuestro equipo, pero este amagó de forma vivaz, como que le fuera a pegar al arco, y en vez de eso me lanzó un pase a mí, que estaba unos ocho metros más a su derecha. Sin pensarlo, sin controlar la pelota, casi cerrando los ojos, le pegué de primera con todas mis fuerzas, rogando que entrara en el arco. El arquero de Lenga se lanzó hacia su izquierda, pero su intento fue insuficiente y no llegó a atajarla. Algunos en las gradas gritaron gol, pero rápidamente se escuchó el lamento al escuchar cómo la pelota chocaba con el palo izquierdo del arco rival.
—¡Ah, la hueá! —grité, lamentándome.
El árbitro, al ver que el balón salió de la cancha, tomó su silbato y declaró el final del partido.
—Buta que tienen cuea, hueón —Joaco se quejaba cuando nos reuníamos en la banca del equipo.
—Ya, chiquillos, si ya pasó la hueá —Emilio nos hablaba—. Jugaron bien, muchachos, demostraron que no son invencibles los de Lenga, así que ahora enfoquémonos en lo que viene. —Nos miró, atento—. Seba, tú pateas fijo.
Emilio empezó a ver el listado para patear los penales.
—Yo el último —le respondió mi amigo.
—Ya. Mati, ¿pateas? —me preguntó.
Al parecer, el entrenador quería que los mayores del equipo pateáramos en la tanda. La verdad, no me tenía mucha fe pateando, pero no podía arrugar en este momento frente al equipo.
—Sí, dale.
—¿Cristóbal?
—Dale —le respondió mi primo.
—Ya. ¿Quién quiere partir?
Eros fue el primero en levantar la mano.
—Ya, Eros, tu vai primero. Después tú, Mati —me señaló.
—Oka.
—Cristóbal, y… —nos miró.
—Yo voy —el Pancho se ofreció.
—Ya, bien. Pancho, y Seba cierra.
—Yo después —el Joaco continuó.
—Oka. Ahí pónganse ustedes de acuerdo quiénes patearán después.
Los once del equipo empezamos a caminar juntos al centro de la cancha. El sorteo lo ganaron los de Lenga, por lo que ellos partirían pateando.
El número ocho de ellos tomó la pelota, acomodándola en el punto penal, quedando a la espera del pitazo del árbitro. Le pegó hacia la derecha y Óscar se lanzó a la izquierda.
—Dale, Eros —le dije, alentándolo para empatar la serie.
¡Gol! Gritaron algunos al ver cómo el tiro del diez de nosotros marcaba.
Era el turno del nueve de Lenga, quien realmente la clavó en un ángulo. Imposible de atajar para el Óscar.
—Buta que le pegó bien —se quejaba el Boris.
Llegó mi momento de ir a patear. Caminé hacia el área, donde me esperaba el árbitro y el arquero rival.
—Todo cagao —me dijo el delantero de Lenga cuando nos cruzamos.
Seguí mi marcha y acomodé la pelota, que ya estaba en el punto blanco, donde debía ponerse.